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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Beverly Beaver

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Atracción poderosa, n.º 181 - mayo 2018

Título original: The Princess’S Bodyguard

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-603-7

Prólogo

 

Matt O’Brien decidió que lo que necesitaba era un poco de diversión, una semana de vino, mujeres y música. Y que, para divertirse, no había mejor sitio que París. Se había registrado en un hotel la noche anterior, tras llegar en un vuelo procedente de Suiza. Su último caso lo había dejado con ganas de tomarse un descanso, así que esperaba pasar una semana en Francia disfrutando de los monumentos y de la compañía de al menos una o dos señoritas.

Cuando abrió la puerta de la habitación para que el camarero del servicio de habitaciones entrara con el carrito del desayuno, se llevó el índice a los labios para pedir silencio. Con una inclinación de cabeza, señaló al hombre que dormía en una de las dos camas. El camarero se limitó a asentir y esbozó una sonrisa.

Después de que le firmara el recibo, el camarero se marchó. Entonces él se sirvió una taza de café y se sentó para leer Le Monde. Hablar varios idiomas, aunque no demasiado fluidamente, era algo muy positivo para su trabajo. Trabajaba como agente para la Agencia de Investigación y Seguridad Dundee, con base en Atlanta, Georgia, desde hacía varios años. Antes había servido en las Fuerzas Aéreas durante más de diez años. Dado que la agencia tenía la reputación de ser la mejor de Estados Unidos, recibían cada vez más casos de países extranjeros. Esa era la razón de que Matt y su compañero Worth Cordell hubieran acabado en Suiza investigando la desaparición de un acaudalado banquero suizo.

Matt puso los pies encima del diván mientras hojeaba el periódico. Había descubierto que leer periódicos extranjeros era un estupendo modo de practicar un idioma. Mientras se tomaba una taza de café y saboreaba un delicioso bizcocho, un titular le llamó la atención. El artículo hablaba del compromiso matrimonial de la princesa Adele de Orlantha con Dedrick Vardan, duque de Roswald, que había sido anunciado por el rey Leopold.

Al leerlo, se echó a reír. Le resultaba imposible entender que un pueblo siguiera aceptando que un rey rigiera un país. Una cosa era un monarca sin autoridad alguna y otra era un rey que tuviera en sus manos todo el poder legislativo, como ocurría en el pequeño país de Orlantha. Lo mismo ocurría en el vecino principado de Balanchine. Los dos países habían formado parte de un único Estado hacía doscientos años y ambos solían ocupar con frecuencia las portadas de los periódicos.

—¿Qué te hace tanta gracia? —le preguntó Worth Cordell desde la cama.

—Lo siento, no quería despertarte.

Matt sonrió. Worth no. El caso de Suiza había sido el primero que los dos hombres habían compartido. Matt había descubierto rápidamente que su compañero no tenía nada que ver con Jack Parker, otro agente de Dundee con el que se divertía siempre mucho cuando trabajaban juntos en un caso. Worth era un hombre silencioso y retraído, con una mirada mortal. No bebía, no fumaba, no jugaba y, por lo que Matt sabía, no seducía a las mujeres. No compartía historias ni confidencias con sus compañeros. Lo único que sabía sobre su solitario compañero era que procedía de Arkansas y que había sido antes un Boina Verde.

—¿Estás seguro de que no te quieres quedar en París conmigo? —le preguntó Matt mientras Worth se levantaba de la cama y se ponía unos vaqueros—. ¿No te vendría bien descansar un poco antes del siguiente caso?

Worth no respondió y Matt se encogió de hombros. Sabía que su compañero podía ser muy antipático. Cuando terminó el bizcocho y el café, Matt se sirvió otra taza y concentró su atención en la fotografía de la princesa y de su prometido. El tipo era larguirucho, con rostro muy largo y delgado y una expresión aburrida. Era un verdadero sapo. Sin embargo, la princesa era..., bueno, como debía ser una princesa. Menuda, frágil y encantadora.

Sin embargo, había algo más en ella. No parecía feliz. De hecho, parecía más una mujer condenada que una futura novia.

—¿Cómo está el café? —preguntó Worth mientras salía del cuarto de baño después de darse una ducha.

—No está mal.

—¿Has terminado ya con el periódico?

—Solo había empezado a hojearlo. Esto —dijo señalando la fotografía— me llamó la atención.

—No sabía que te gustara lo referente a la realeza —comentó Worth tras dar un sorbo a su café.

—Y no me gusta, pero me llamó la atención el titular —replicó Matt lanzándole el periódico a su compañero.

—No hablo muy bien francés.

—¿Por qué no llamas a recepción y les pides que te traigan un ejemplar del...?

—No —contestó Worth mientras abría el periódico y examinaba la página—. ¿De verdad dice que estos dos llevan comprometidos desde que eran niños?

—Por política. Te hace pensar en qué siglo viven esas personas, ¿verdad?

—Voy a volver a Atlanta en el próximo vuelo —dijo Worth cambiando bruscamente de tema—. Mientras tú estabas en el bar anoche, llamé a Ellen y ya me tiene preparado el siguiente caso.

—¿Es que tienes algo en contra de tomarte un día libre? —preguntó Matt, atónito—. Nos estás dejando a los demás en muy mal lugar.

—Prefiero trabajar —respondió Worth, sin levantar la mirada del periódico.

—Sí, bueno, a cada uno lo suyo. Yo pienso divertirme un rato mientras esté en París.

Worth continuó mirando el periódico sin prestar ninguna atención a Matt. De hecho, este se alegraba de que su compañero no fuera a quedarse con él en París.

Se recostó en la silla y cerró los ojos. Inmediatamente, un par de ojos oscuros le turbaron el pensamiento. La princesa triste. Tal vez allí en París conocería a una mujer la mitad de hermosa que la princesa Adele, aunque ninguna parisina podría compararse con ella. Una tentadora boca se dibujó en su imaginación. Maldita sea, casi podía saborearla...

Abrió los ojos. ¿Qué le pasaba? ¿Cómo podía estar soñando con una mujer rica y cursi que ni siquiera le dedicaría una mirada a un tipo como él? Sin embargo, había algo que la hacía inolvidable. ¿Sería la belleza o la tristeza?, ¿o una combinación de las dos?

Matt gruñó. Sabía dos cosas. Primero, ninguna mujer era inolvidable. Segundo, si él fuera el prometido de la princesa, estaría sonriendo.

 

 

Adele Reynard, heredera al trono de Orlantha, hizo la maleta rápidamente, tomando solo lo estrictamente necesario y una muda de ropa. Podría comprar lo que necesitara cuando Yves y ella estuvieran a salvo al otro lado de la frontera. Normalmente, no era el tipo de mujer que salía corriendo. Prefería enfrentarse a la tiranía y luchar hasta el final, pero, en aquel caso, su padre la había despojado de toda opción. Si se quedaba en Orlantha, se vería obligada a casarse con Dedrick, que era un destino mucho peor que la muerte. No solo sentía una profunda antipatía por aquel ser tan pomposo sino que, últimamente, también había empezado a desconfiar de él e incluso a temerlo.

—Yves está aquí —dijo Lisa Mercer—. Ha aparcado en la entrada trasera. Les ha dicho a los guardias que ha venido a recogerme para nuestra cita.

Lisa, la secretaria de Adele desde hacía siete años, le entregó una peluca pelirroja que tenía el mismo corte de pelo que el que llevaba la propia Lisa.

—Tenga, póngase esto —añadió—. Es el último toque.

Adele tomó la peluca y se cubrió con ella su cabello, que se había mojado ligeramente para que se le pegara todo lo que fuera posible a la cabeza. Lisa examinó a la Princesa de la cabeza a los pies.

—Perfecto. Con mi ropa, mis zapatos y la peluca podría pasar fácilmente por mí. Bueno, al menos desde lejos. Por supuesto, usted es algo más baja y tiene los ojos castaños en vez de verdes como los míos, pero...

—No digas nada sobre adónde me he ido o con quién. Júrale a mi padre y a lord Burhardt que no tienes ni idea de adónde me he marchado —le pidió Adele—. Y dale esto a mi padre —añadió entregándole un sobre—. Le he escrito una breve carta en la que le explico que me niego a casarme con Dedrick y que no regresaré a casa hasta que no acceda a cancelar la boda.

—Si el rey Leopold sospecha que la he ayudado, que yo he llamado a Yves, tal vez a su regreso me encuentre exilada o en prisión.

—Si mi padre descubre que me has ayudado, tienes mi permiso para asegurarle que no tenías ni idea de lo que había planeado hacer y decirle que simplemente seguías mis instrucciones.

—Por favor, Su Alteza, tenga cuidado —dijo Lisa, mientras acompañaba a Adele hasta la salida—. Si lo que sospecha del Duque es cierto, su vida podría estar en peligro.

—No podré comunicarme contigo durante algún tiempo —susurró Adele, aferrándose a su pequeña maleta—, pero te suplico que le digas a Pippin que se puede poner en contacto a través de Dia Constantine, en Golnar. Se me puede enviar cualquier mensaje importante a través de ella. Espero que él pueda descubrir pruebas sólidas contra Dedrick para que yo se las presente a mi padre.

—Le enviaré un mensaje tan pronto como pueda —prometió Lisa.

Adele salió corriendo y empezó a bajar las escaleras. A aquellas horas de la noche, todos los que trabajaban en la cocina estaban durmiendo, por lo que no tuvo problemas para alcanzar la puerta trasera. El corazón le latía con fuerza mientras se dirigía a una pequeña vía de servicio que había detrás del castillo. Allí la esperaba un Ferrari negro con las luces apagadas y el motor en marcha. Entonces un hombre alto y rubio salió del deportivo, agarró la pequeña maleta de Adele, la metió en el maletero y luego le abrió la puerta del copiloto. Una vez dentro, Yves Jurgen se inclinó sobre Adele y le dio un beso en la mejilla.

Chère, ¡qué maravilloso disfraz! —dijo—. ¿Quién sospecharía que bajo esa ropa tan moderna y ese cabello tan masculino está una princesa tradicional y llena de glamour?

—¿Se han creído los guardias la historia?

—Pues claro. Soy un actor consumado, ¿recuerdas? —respondió él mientras arrancaba el motor.

—Más bien pésimo, diría yo —replicó Adele abrochándose el cinturón.

—Vaya, hieres mi sensibilidad, mi querida Princesa... —bromeó Yves.

—Ya basta de eso. Debemos marcharnos ahora mismo. Si mi padre descubre que estoy tratando de escapar, me encerrará y pondrá guardias en mi puerta hasta el día de la boda.

Yves cambió de marcha y dirigió el Ferrari hasta altas verjas que separaban el palacio real de la ciudad de Erembourg.

—Tu papá se pondrá furioso cuando descubra que has huido —dijo él—. Menos mal que no hay nada que pueda hacer para perjudicarme o arruinar mi buena reputación.

—¿Qué buena reputación? —replicó Adele con sorna.

A Yves Jurgen se le conocía internacionalmente como «el playboy de Europa». Arrogante hasta lo imposible y consumado rompecorazones, Yves había tratado sin éxito de cortejar a Adele cuando esta tenía veinte años. Sin embargo, cuando se dio cuenta de que nunca se podría acostar con ella, aceptó graciosamente su amistad. Si hubiera sido su amante, Yves la habría dejado por otras mujeres hacía mucho tiempo. No obstante, como amigo era firme y leal.

—Tienes razón, mi querida Adele.

Cuando los guardias miraron hacia el coche, Adele se hundió un poco más en el asiento y fingió estar estirándose la falda. Yves sonrió y habló con los guardias. Cuando las puertas se abrieron, Adele suspiro aliviada.

—Ya hemos pasado el primer obstáculo —dijo Yves al ver que las puertas de la verja se cerraban tras ellos—. Cuando pasemos al otro lado de la frontera, estaremos a salvo. Te habré llevado a Viena antes de que amanezca.

Adele reclinó la cabeza en el asiento y cerró los ojos preguntándose cuánto tiempo estaría a salvo en la finca que Yves tenía a las afueras de Viena. Tarde o temprano, alguien le filtraría la información a la prensa. Tenía que llamar a Dia dentro de unos pocos días para decirle lo que estaba pasando, y que, si era necesario, tal vez tendría que buscar refugio en Golnar, donde ni siquiera la poderosa influencia de su padre podría tocarla.

Cuando amaneciera, su desaparición turbaría la tranquilidad del palacio. El Rey se pondría furioso y nadie, ni su esposa ni su consejero, lord Burhardt, podrían tranquilizarlo. No estaba segura de qué medidas tomaría su padre, pero había algo que sí sabía con total certeza: haría cualquier cosa para devolverla a palacio a tiempo para la boda. Sin embargo, ella estaba igualmente decidida a eludir la búsqueda de su padre y encontrar el modo de demostrarle no solo lo inapropiado que Dedrick era para ella, sino también lo peligroso que su prometido resultaría para Orlantha.

Capítulo 1

 

El rey Leopold estrujó la carta en la mano mientras paseaba de arriba abajo por sus aposentos privados. A pesar de tener ya sesenta años, su cabello plateado y unos hipnóticos ojos oscuros hacían de él un hombre muy atractivo. Además, su altura, los hombros anchos y su amplio tórax le daban un empaque de poder real. La reina Muriel, su segunda esposa, una mujer rubia, delgada y veinte años menor que él, se retorcía las manos mientras observaba a su marido.

—Querido, no te disgustes —decía una y otra vez.

Lisa esperaba, tal y como se le había instruido. La princesa Adele le había pedido que mantuviera en secreto su paradero y tenía la intención de hacer lo que se le había pedido. Sin embargo, considerando lo disgustado que se encontraba Su Majestad, hubiera deseado no ser ella la que entregara la carta.

La salud del monarca era muy delicada desde hacía varios años. Había sufrido un ataque al corazón y se le había tenido que implantar un bypass. En el último año, había tomado una importante decisión: abdicaría a favor de la princesa Adele si esta se casaba con el duque. Había tomado aquella decisión cuando los médicos le aconsejaron que redujera el nivel de estrés y cuando se hizo evidente que la reina, tras diez años de matrimonio, no iba a darle un hijo para que heredara el reino. Además, la princesa Adele era muy admirada y querida por los ciudadanos de Orlantha por su gracia, inteligencia y encanto. Su trabajo para mejorar las condiciones de vida de Orlantha y su participación en organizaciones social y benéficas eran bien conocidos.

Lisa sabía que hacía unos meses Pippin Ritter, el vicecanciller del consejo que regía el país juntamente con el monarca, había informado a la princesa Adele de que se sospechaba que Dedrick Vardan, el duque de Roswald, era miembro de una sociedad secreta llamada «los realistas», que tenía fuertes vínculos con Balanchine. El objetivo de los realistas era volver a unificar Orlantha y Balanchine bajo un único rey, que sería el único gobernante después de abolir el poder del consejo. Eduardo, el rey de Balanchine, tenía casi ochenta años y no había heredero. Por una sospechosa coincidencia, la madre de Dedrick Vardan era prima del rey Eduardo.

—¡Cómo se atreve Adele a realizar tal petición! Dice que no regresará a casa a menos que cancele la boda con Dedrick. ¡Vaya idea! No permitiré que me chantajee —dijo el rey Leopold. Entonces se detuvo y miró a Lisa muy fijamente—. ¿Sabes dónde se ha podido marchar?

—No, Majestad —respondió Lisa, tragando saliva—. Simplemente me ordenó que le diera la carta.

—¿Por qué no trataste de detenerla?

—Señor, usted debe saber como yo que una vez que la princesa toma una decisión, nadie puede persuadirla para que haga lo contrario.

En aquel momento, lord Sidney Burhardt, el consejero del Rey, entró en la sala. Inmediatamente, se golpeó los talones, haciendo así que todos los ojos se volvieran a mirarlo. Vestido con un traje azul marino, tenía la apariencia del soldado que había sido y un aire de superioridad que ponía a todo el mundo inmediatamente en su lugar. Su cabello blanco, cuidadosamente cortado, y unos gélidos ojos azules contribuían a ese efecto.

—Señorita Mercer —dijo lord Burhardt, haciendo que Lisa se echara a temblar—, ¿por qué no vino directamente al Rey... o a mí... antes de que la Princesa se marchara? Si nos lo hubiera advertido, podríamos haber evitado que se marchara.

—Como usted sabe, mi lealtad es, en primer lugar, para la Princesa —respondió Lisa mirando directamente al Rey.

—Sí, sí, claro que tu lealtad es para la Princesa, como debe ser —comentó el Rey, mirando a su vez a lord Burhardt—. Igual que tu lealtad es para conmigo. Así que no acoses a la pobre Lisa. Al menos, doy gracias de que Adele haya dejado una carta. Si no, podríamos haber creído que la habían secuestrado.

—Sí, por supuesto. Todos damos gracias por que la Princesa dejara el palacio por voluntad propia —replicó lord Burhardt—, pero la noticia se ha filtrado a la prensa y... Si la gente descubre que ha huido solo unas cuantas semanas antes de su boda... Efectivamente, ojalá la señorita Mercer hubiera tratado de persuadir a la Princesa para que se quedara...

—¿Cómo podemos esperar que la secretaria de Adele pueda controlarla cuando yo, su padre, soy incapaz de hacerlo? Es una chica cabezota y testadura. Sin embargo, en este asunto, se someterá a mis deseos. ¡Se casará con Dedrick dentro de un mes!

—En ese caso, Majestad, sugiero que... —empezó lord Burhardt, viéndose interrumpido por el Rey.

—Haz que vayan a buscar inmediatamente al coronel Rickard.

—Cariño, ¿por qué enviar ahora por el jefe de seguridad cuando Adele ha burlado a sus guardias? —le preguntó Muriel.

El rey Leopold lanzó una fría mirada a su esposa, que bajó la cabeza inmediatamente.

—Llamaré al coronel Rickard —dijo lord Burhardt.

El rey Leopold se acercó a su esposa, le rodeó los hombros con el brazo y la estrechó afectuosamente contra su cuerpo. Ella levantó la cara y sonrió.

Mientras tanto, Lisa sintió que se le hacía un nudo en el estómago. ¿Iría a interrogarla el coronel Rickard? ¿Descubriría él que la Princesa había escapado de palacio haciéndose pasar por ella?

A los pocos minutos, el alto y esbelto jefe de seguridad se presentó ante el Rey. Parecía tan pálido y avergonzado que Lisa sintió pena por él.

—La Princesa no ha sido secuestrada —dijo el Rey. El coronel Rickard suspiró profundamente al escuchar aquellas palabras.

—Entonces ¿ha tenido usted noticias de ella, Majestad?

—Esa maldita muchacha se ha escapado y dice en este mensaje —respondió el rey Leopold, mostrándole la carta— que no regresará hasta que cancele su boda con Dedrick.

—Esta información es estrictamente confidencial —comentó lord Burhardt, mirando al coronel y a Lisa con una expresión de advertencia en los ojos—. No debe saberlo nadie fuera de esta habitación.

—Efectivamente —apostilló el Rey—. Coronel, quiero que se encuentre a la Princesa y se la traiga a palacio tan rápidamente como sea posible. ¿Cómo sugiere que hagamos esto sin alertar a la prensa? El asunto debe tratarse con discreción. ¡Se debe evitar a toda costa el escándalo!

—Lo comprendo, Majestad —dijo el coronel—. Sugiero que contratemos a una agencia privada para tratar de localizar a la Princesa y, con su permiso, traerla a palacio, aunque eso signifique hacerlo contra su voluntad.

—¿Una agencia privada? Hmm..., una agencia que no sea de Orlantha. Sí, sí... —afirmó el Rey—. Una empresa con agentes que sepan cómo mantener la boca cerrada.

—Indagaré con discreción, señor, y tendré alternativas antes de una hora —respondió el coronel haciendo una reverencia.

—Sí, sí, ahora vete —le ordenó el Rey—. Y date prisa. No tenemos tiempo que perder —añadió. Cuando el coronel se marchó de la meas, se volvió a lord Burhardt—. Anuncia que la Princesa tiene gripe y que se encuentra recuperándose en sus habitaciones. Ponte en contacto con el doctor Latimer y dale instrucciones para que venga a palacio esta misma mañana.

Lord Burhardt hizo una reverencia, golpeó los talones y se marchó. Lisa esperó, rezando para que el Rey le dijera también a ella que se marchara. Tenía que ponerse en contacto con Pippin Ritter tan pronto como pudiera para decirle dónde estaba la Princesa y entregarle la información que esta había dejado para él.

En aquel momento, el Rey se dejó caer en un enorme sillón al lado de la chimenea. La Reina se acercó inmediatamente a él y le colocó las manos en los hombros.

—Por favor, descansa, cariño —dijo la Reina—. Encontrarán enseguida a Adele y la traerán inmediatamente a casa. Todo saldrá bien.

—Ella me dijo que no amaba a Dedrick —comentó el Rey, mirando a Lisa—. Esa es la razón de todo esto, ¿verdad? Una tontería romántica. Le aseguré que, con el tiempo, sentiría cariño por Dedrick. Ese hombre tiene unas excelentes cualidades. Es inteligente, ingenioso, encantador y su linaje es muy puro. Me niego a creer que lo que le pasa a Adele sea otra cosa que los nervios habituales antes de una boda.

Lisa guardó silencio, sabía que no tenía derecho a pronunciar una opinión. En su opinión, Dedrick no era demasiado inteligente y solo era encantador en presencia del Rey. Los que lo conocían bien, sabían que bebía en exceso, que jugaba y que perseguía a las mujeres.

—Adele me contó una descabellada historia que le hacía sospechar que Dedrick era culpable de traición —dijo el Rey—. Ella cree que Dedrick es uno de esos malditos realistas que quiere volver a unir este país con Balanchine. Le dije que no le serviría de nada fabricar mentiras sobre él.

—Señor, y... ¿y si no son mentiras? —preguntó Lisa.

—Retírate —respondió el Rey, como si no la hubiera escuchado—. Si tienes noticias de Adele... Olvídalo, sé que no llamará a palacio.

Lisa hizo una reverencia y se marchó tan rápidamente como le fue posible. Cuando estuvo en sus habitaciones privadas, utilizó su teléfono móvil para llamar al vicecanciller Ritter. Este tenía que saber lo que había ocurrido y que la Princesa mandaría y recibiría mensajes a través de su amiga, Dia Constantine.

 

 

Adele tomó un sorbo de champán rosado, mientras se relajaba en el salón del castillo Gustel, a treinta kilómetros de Viena. A pesar de ser mucho más pequeño que el palacio real, era muy cómodo y acogedor. Además, en los tres días transcurridos desde la huida, Yves se había mostrado encantador. Habían ido de compras a París y, con su peluca pelirroja, Adele había pasado completamente desapercibida. Sin embargo, sabía que no podía ocultarse allí indefinidamente. Solo era cuestión de tiempo que alguien descubriera su paradero. Sin embargo, esperaba que sus personas de confianza lograran suspender la boda o, al menos, proporcionar pruebas a su padre de la deslealtad de Dedrick.

—¿Qué pasa? — preguntó Adele al ver que Yves entraba en la sala con un periódico bajo el brazo y una expresión tensa en el rostro.

—Nos han descubierto.

—¿Cómo? —preguntó Adele, poniéndose de pie.

Yves abrió el periódico y comenzó a leer.

—«Los rumores apuntan a que la princesa Adele de Orlantha, que oficialmente está en la cama con gripe en el palacio de Erembourg, en realidad se encuentra divirtiéndose en París con el vividor Yves Jurgen. ¿Qué hace una princesa prometida de viaje con un hombre que no es su prometido, Dedrick Vardan, duque de Roswald?» Bueno —dijo Yves, levantando la vista—, el artículo sigue, pero supongo que ya te haces idea de lo que cuenta. Me temo que hemos metido la pata, chère.

—Eso significa que solo es cuestión de tiempo que alguien descubra que estoy en Viena contigo.

—Podemos recoger tus cosas y marcharnos a la Riviera en cuanto tú digas. Esta tarde. Mañana.

—No, me temo que no. En Europa todo el mundo te conoce y, aparentemente, me reconocen a mí, aunque lleve una peluca pelirroja. Creo que hay menos posibilidades de que me reconozcan si estoy sola.

—No me gusta la idea de que andes sola por ahí —protestó Yves—. ¿Qué harás si...?

—Lo prepararé todo para volar a Golnar mañana por la mañana. Llamaré a Dia para que sepa que tendré que esconderme con Theo y ella mucho antes de lo que había planeado.

—Me entristecerá mucho tu marcha, cariño. Eres una compañera tan divertida… Había hecho planes para que tuviéramos una cena íntima con unos amigos esta noche, pero...

—No cambies de planes. Yo estaré muy ocupada haciendo las maletas y preparándome para mi viaje a Golnar.

—¿Estás segura de que no te importa? Si prefieres que me quede aquí contigo, estaré encantado de cancelarla...

—Estaré perfectamente, al menos por esta noche. Dudo que ninguno de los empleados de mi padre pueda conseguir información sobre este castillo en las próximas veinticuatro horas. Después de todo, sigue perteneciendo a tu primo Jules, ¿no?

—Sí, pero ¿cómo has sabido que este castillo no es mío?

—Porque los dos sabemos que tú no tienes dinero propio y que dependes de tus familiares o de damas ricas para que te mantengan.

—He compartido demasiados secretos contigo, chère.

—Y yo contigo.

—Entonces —comentó Yves con una sonrisa mientras levantaba una mano de Adele y la besaba—, menos mal que confiamos el uno en el otro, ¿no te parece?

 

 

Dedrick se dio la vuelta en la cama y se estiró. Los golpes que alguien daba en la puerta lo habían despertado de un tranquilo sueño. La voluptuosa mujer que había tumbada a su lado se levantó de la cama, se puso una bata de seda y se dirigió a la puerta.

—Pregunta quién es —le dijo Dedrick a Vanda—. No puedo consentir que nadie me encuentre aquí.

—No te preocupes —respondió ella con una sonrisa pícara en los labios—. Te puedes esconder entre las sábanas.

Abrió la puerta un poco y se asomó a través de la rendija. Sin embargo, antes que pudiera impedirlo, un hombre abrió la puerta y la empujó hacia un lado para entrar en la una de las habitaciones del burdel de Madame Pellonia, el más exclusivo que había en Orlantha.

—¡Idiota! —le gritó el hombre a Dedrick—. ¿Y si alguien te ve aquí? Así todo el mundo sabrá por qué la Princesa no quiere casarse contigo.

—Te preocupas demasiado —respondió Dedrick mientras se incorporaba en la cama.

—¡Déjanos a solas! —le ordenó el hombre a Vanda.

—Vete, vete... —le dijo Dedrick, al ver que Vanda lo miraba a él para pedirle instrucciones. Luego se levantó y se vistió.

—Debemos ir a palacio inmediatamente. El Rey ha contratado a un detective privado de Estados Unidos para que encuentre a la Princesa y la haga volver a Orlantha. Deberías estar al lado del rey Leopold, mostrando tu apoyo y tu preocupación. Si empieza a sospechar...

—Ah, pero ese es tu trabajo, ¿no? Evitar que sospeche de mí.

—La princesa Adele le dijo a su padre que creía que tú eras uno de los realistas.

—Estoy seguro de que su papá no la creyó. ¿Por qué iba a sospechar de mí?

—Si se suspende tu boda con la Princesa, no nos quedará más remedio que eliminarla y dejar al Rey sin heredera. Preferimos conseguir Orlantha por medios pacíficos. El ejercito de Balanchine es la mitad del de Orlantha. Una vez que tú te conviertas en príncipe consorte, tendrás el suficiente poder como para poner a muchos de los nuestros en puestos estratégicos del gobierno. Con el tiempo, nos encargaremos de que te conviertas en rey de Orlantha y Balanchine.

—No me gustaría perder la oportunidad de pasar una noche de bodas con Adele. Es una criatura tan deliciosa...