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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Judith Mulholland

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Deseos prohibidos, n.º 182 - mayo 2018

Título original: If Wishes Were Horses...

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-604-4

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Publicidad

Capítulo 1

 

El sol ardía en el luminoso cielo azul y abrasaba la ondulante dehesa. Las colinas y hondonadas aparecían como enormes arrugas del terreno, inmovilizadas por las montañas que se perfilaban al oeste. Por el aire se elevaba una enorme nube de polvo, una especie de halo dorado que rodeaba el paisaje y distorsionaba el horizonte. Dos halcones daban vueltas en el cielo, al acecho de ardillas desprevenidas.

Los balidos de los terneros y los gritos de los vaqueros vibraban en el aire límpido de montaña. Cientos de vacas de cabeza blanca y sus terneros de primavera avanzaban en columna por el terreno, guiados por atentos jinetes. La nube de polvo amarillo permanecía suspendida sobre el rebaño ondulante, se adhería a las hojas recién abiertas de los algodonales y saucedales y se posaba en los brotes de hierba que se abrían paso a través de los restos de paja del año anterior.

Era la época del recuento del ganado en el rancho Cripple Creek, y era una escena que se había repetido cientos de veces a lo largo de los años. No había cambiado gran cosa, solo los rostros de los jinetes. La escena era un elemento más del paisaje, como los álamos que jalonaban el arroyo serpenteante.

Conner Calhoun detuvo su montura en la cresta de una pequeña colina y dio un pequeño tirón a las riendas cuando el enorme equino de pelo amarillento se agitó y cabeceó. Sin apartar la mirada de un lejano barranco, abrió el estuche que llevaba colgado del cinturón y sacó un teléfono móvil. Pulsó la tecla de rellamada, esperó y, por fin, habló.

—Jay, hay cuatro o cinco terneros extraviados en el barranco sur. Dile a Bud que vaya por ellos con uno de los perros.

Conner contempló cómo un jinete y un perro se separaban del rebaño principal, mientras guardaba el teléfono en el estuche. El sol de la tarde se colaba por debajo del ala de su sombrero, así que entornó los ojos y contempló la dehesa con los labios resecos por el polvo.

El ambiente estaba seco, endiabladamente seco, pero empezaban a acumularse gruesas nubes tras el contorno quebrado de las Rocosas, y Conner casi podía oler la lluvia en aquel banco de nubes. Había nevado muy poco durante el invierno y, desde que se había derretido la nieve, no había caído ningún buen chaparrón, y eso que ya estaban a primeros de junio. Sí, había llovido lo justo para mantener viva la hierba, pero sus pastos necesitaban empaparse bien, y pronto.

Una serie de silbidos rasgaron el aire y llamaron la atención de Conner. Uno de los jinetes había dado la señal a dos perros pastores para que condujeran a las vacas que encabezaban el rebaño hacia la amplia verja de entrada. Era la última etapa del rodeo. Durante las dos últimas semanas, los vaqueros de Cripple Creek habían bajado el ganado de los pastos de invierno. Los toros y los novillos eran conducidos a la dehesa de verano, mientras que las vacas y las terneras acababan allí, en el pasto del rancho, para ser contados. Pasada la verja, ocultos por un cercado natural, otros ayudantes de Cripple Creek estaban terminando de reparar el complicado entramado de corrales. Al día siguiente, separarían a los terneros de sus madres y, después, empezarían a acometer las tareas más arduas: etiquetar, vacunar y marcar a todos los terneros, descornar y castrar a los que lo necesitaran. El año de un ranchero y la supervivencia del ganado giraban en torno a esa operación, y el futuro y la prosperidad del rancho Cripple Creek dependía de ella. Como había sido durante ciento veinte años.

Conner fue preso de una extraña sensación mientras evocaba el pasado del rancho. Contemplaba el ganado, pero sus ojos se posaban instintivamente en los viejos álamos que salpicaban el valle. A veces, sentía una afinidad especial con aquellos viejos y altos árboles. Habían flanqueado el arroyo que daba nombre al rancho durante décadas, sólidos, indestructibles, capaces de soportar cualquier tormenta. Conner respetaba su tenacidad y resistencia. Le parecían centinelas que vigilaban en silencio la tierra de los Calhoun, como si fueran un elemento más del rancho.

Lo mismo que él. Durante cuarenta años, había respirado aquel aire puro de montaña y tragado el polvo de Cripple Creek. Sí, aquella tierra era parte de él, y él acabaría siendo parte de ella.

Había nacido en la enorme casa victoriana y había vivido toda su vida en aquella parte del sudoeste de Alberta, en el oeste de Canadá. De hecho, los Calhoun habían sido una de las familias de colonos a quienes la Corona británica había concedido tierras como aliciente para asentarse en ellas. Y había muchos descendientes de aquellas primeras familias que todavía tenían ranchos en la región: los McCall, los Ralston, los Steward, los Calhoun…

Sus antepasados habían echado raíces allí, al igual que aquellos viejos álamos. Y, aunque jamás lo reconocería ante nadie, a Conner le parecía un honor y un privilegio administrar aquella tierra, como antes habían hecho su padre, su abuelo y su bisabuelo.

Impaciente por la inmovilidad del jinete, el enorme caballo se encabritó y tiró del bocado. Conner esbozó una sonrisa y se inclinó para acariciarle el cuello.

—¿Estás nervioso, viejo amigo? —Big Mac cabeceó y volvió a encabritarse, y Conner respondió con otra media sonrisa. Había entendido el mensaje. Big Mac había vivido muchos rodeos y sabía que su dueño había escogido el peor momento del año para estar en las nubes.

Conner tomó las riendas y le indicó a su montura que avanzara. Big Mac se abalanzó colina abajo, levantando polvo mientras se dirigía hacia dos terneros que se habían quedado rezagados junto a los álamos. Conner sonrió de oreja a oreja. Tenía ayudantes que no eran tan listos como aquel caballo.

Cuando por fin se dispuso a dar por finalizada la jornada, el sol ya se había ocultado tras el horizonte y estaba prendiendo fuego a las nubes. Había sido un día muy largo, y Conner había colmado su cupo de vacas obstinadas, calor, polvo y, en particular, de la silla nueva que estaba usando. Había sido una estupidez utilizar una silla nueva para conducir el ganado, pero su capataz tenía mal la cadera y él le había dejado la suya. Lo mejor de todo era que hacía horas que tenía el trasero insensible.

Hizo girar en redondo su montura y avanzó hacia la figura solitaria de su capataz, que estaba reclinado en la puerta de la cerca de los pastos de la zona norte. A juzgar por los colores del ocaso, dedujo que serían más de las nueve y media. Maldición, otro día más que pasaba fugazmente ante sus ojos.

Cambió de postura para combatir la rigidez y apoyó la mano libre en el muslo pensando en lo rápido que pasaba el tiempo. Ya había transcurrido casi una semana desde la última vez que había ido a Bolton a visitar a su madrastra, y eso era imperdonable. Aunque Mary procuraba disimularlo, Conner sabía que se preocupaba si no tenía noticias de él durante varios días. Y preocuparse por él era lo último que necesitaba.

Tenía más de sesenta y cinco años, pero llevaba combatiendo la artritis desde hacía muchos años y, desde hacía dos, vivía en una residencia de ancianos de Bolton. Cuando Mary tomó la decisión de mudarse, Conner insistió en contratar a una enfermera para que pudiera quedarse en el rancho, pero la anciana no dio su brazo a torcer.

Aunque se había ido a Bolton por propia voluntad, Conner sabía que echaba de menos Cripple Creek, sobre todo en aquella época del año. Había tomado parte activa en todas las actividades del rancho y había participado en un sinfín de rodeos. Era una jinete hábil y valiente, y montaba como un vaquero más. Conner sabía que su corazón seguía allí, en Cripple Creek. Mientras se secaba el sudor del rostro con un pañuelo, recordó haber visto margaritas amarillas al borde del camino, y decidió recoger unas cuantas para Mary la próxima vez que fuera a la ciudad. Eran sus favoritas… «Sol primaveral», decía que eran.

Los colores llameantes del ocaso reverberaban en el parabrisas de la camioneta aparcada junto a la cerca, y la música country de la radio del vehículo sonaba a todo volumen. Un hombre zambo estaba de pie junto a la puerta, con un pie apoyado en el travesaño inferior y los brazos enganchados al superior. El ala de su gastado sombrero le tapaba los ojos y sostenía una paja entre los dientes. Cuando caballo y jinete se aproximaron, el capataz de Cripple Creek levantó el enganche de cuerda y abrió la puerta de la cerca lo justo para dejar pasar a Conner. Una sonrisa partió en dos el rostro curtido de Jake Henderson, que escupió la paja que había estado mordisqueando.

—Has tardado mucho. ¿Qué hacías, recoger margaritas?

Experimentando un ligero regocijo por lo mucho que su capataz se había aproximado a la verdad, Conner atravesó la cerca mientras le echaba un fuerte rapapolvo.

—Te dije que te fueras a casa hace dos horas, y te di instrucciones precisas de que te dieras un buen baño de agua caliente.

Jake cerró la cerca y la afianzó con la cuerda.

—Maldita sea, Conner. Mi mujer me desollaría vivo si supiera que tú sigues trabajando aquí fuera mientras yo me relajo en la bañera. O me quitaría el jabón con agua hirviendo.

Conner volvió a sonreír. Jake llevaba contando la misma historia sobre Henny desde hacía más de treinta años… desde que empezara a trabajar para su padre en el rancho. Jake y sus historias eran una institución.

—No quiero verte otra vez aquí fuera esta noche, Jake. Dile a uno de tus ayudantes que vigile el ganado.

El capataz pareció un poco contrariado.

—Todavía no estoy decrépito, jefe —dio una palmada al capó de su camioneta—. La vieja Bessie y yo iremos a echar un vistazo por nuestra cuenta, muchas gracias. No me fío de esos chicos, se harán un lío con el mapa.

Las arrugas de expresión en torno a los ojos de Conner se marcaron mientras contemplaba cómo Jake Henderson subía a su camioneta.

—Nunca escuchas ni una sola palabra de lo que te digo, ¿verdad?

Jake sonrió y puso en marcha el vehículo.

—Si puedo evitarlo, no —señaló el colosal y brioso caballo que Conner montaba—. Ahora, llévate al granero a ese caballo tan señorito que tienes y dale un buen baño. Se sentirá muy ofendido si no lo haces —metió la marcha atrás, se despidió de Conner llevándose dos dedos a la sien y se alejó con estrépito hacia las edificaciones del rancho, levantando una nube de polvo.

Conner contempló cómo su capataz maniobraba con destreza por la senda llena de baches; después, tomó las riendas, le indicó a su montura que avanzara y sonrió con ironía. Se preguntó si Jake dejaría alguna vez de chinchar a Big Mac. Seguramente, no.

Era cierto que la mayoría de los caballos del rancho preferían darse un revolcón en el polvo cuando, al finalizar la jornada, se veían libres de la silla de montar. Big Mac, no. A Big Mac le gustaba sentir el chorro de la manguera, y cuanto más tiempo, mejor. Su afición a las duchas había originado algunas de las bromas más ingeniosas del rancho.

Cuando por fin condujo a Big Mac al fondo de las cuadras y lo desensilló, los colores vibrantes del ocaso habían desaparecido del cielo casi por completo, y la creciente oscuridad traspasaba el umbral. Conner levantó la manguera y abrió el grifo; el ruido del agua al correr por el tubo resonaba en el silencio de las cuadras. Por alguna razón, aquel sonido hizo que Conner reparara en lo solo que estaba, y la idea no le agradó. Ya debería haberse acostumbrado a la soledad; era como su sombra, aunque intentaba por todos los medios no pensar en ella.

Intentó concentrarse en lo que estaba haciendo y bañó a su caballo. Cuando se cercioró de que no quedaba rastro de sudor en el cuerpo del animal, cortó el agua y descolgó un ronzal. Lo enganchó al cuello del caballo y condujo a este a su cuadra; los cascos de Big Mac repicaban sobre las pesadas planchas de madera. Ya tenía preparada una ración fresca de heno y avena. Le quitó la cuerda, le dio una palmada en la grupa y cerró la puerta antes de colgar el ronzal de un gancho próximo. Conner estaba tan exhausto que no sabía si tendría fuerzas para recorrer la distancia que lo separaba de la casa.

Una vez en la puerta de las cuadras, se detuvo y apoyó la mano en el marco. A través de la hilera de árboles distinguía el contorno oscuro de la vieja casa victoriana, con sus ventanas negras y vacías. Ni siquiera había un destello de luz que lo llamara. Consciente de que el vacío empezaba a adueñarse de su corazón, Conner se apartó de la puerta, apretó los dientes y regresó al interior iluminado del granero. Todavía no estaba preparado para afrontar aquella casa vacía. Y siempre había guarnición que reparar.

Un enorme gato gris, que ya se había enroscado sobre la manta de la silla de Big Mac, se levantó y arqueó el lomo cuando Conner encendió la luz del cuarto de los arreos. Este le rascó el cuello y después sacó el móvil del estuche y lo dejó en la repisa para acordarse de ponerlo a cargar.

Escogió tres correajes nuevos de los ganchos de madera de la pared y los llevó a la mesa de trabajo que había en una esquina; después, tomó la bolsa marrón en la que guardaba riendas y bocados. Siempre hacían falta bridas nuevas cuando se marcaba el ganado, y ya debería haber preparado unas cuantas.

Encendió la radio, cubierta de polvo, y acercó la bandeja en la que guardaba sus herramientas de cuero. La suave música country de la radio se mezclaba con el aullido del viento. El olor fresco a lluvia penetró en las cuadras. Momentos después, las primeras gotas salpicaron la pequeña ventana de encima de la mesa, y Conner dedujo, por la manera en que caía, que llovería sin parar durante toda la noche. Justo lo que necesitaban sus pastos.

Al volver la cabeza, reparó en la vieja fotografía gastada de la pared, con el cristal y el marco cubiertos de polvo. Era una imagen de su padre y de su madrastra tomada poco después de que Mary fuera a vivir a Cripple Creek. Estaba montada a horcajadas sobre un caballo negro, y el viento alborotaba su pelo oscuro. Miraba sonriente al padre de Conner, que tenía la mano apoyada en el cuello del animal y los ojos clavados en ella. Aquella fotografía polvorienta y desvaída llevaba treinta años colgada en aquella pared y representaba, en cierto modo, un momento decisivo en la vida de Conner. A veces, se preguntaba cómo era posible que su padre hubiese sido tan afortunado, porque Mary McFie había cambiado las vidas de ambos.

Conner no recordaba a su madre. Murió cuando él no era más que un bebé, y John Calhoun, un hombre serio, taciturno y reservado, había criado solo a su hijo. Después, cuando Conner tenía cuatro años, una bonita enfermera se presentó en Bolton y, a las pocas semanas y para el asombro de toda la comarca Mary McFie y John Calhoun contraían matrimonio. Y no solo John Calhoun encontró a una mujer que cambió su vida, sino que Conner obtuvo a la única madre que había conocido. Mary había discutido con John sobre la mejor manera de criar al pequeño, tratando al niño de rostro solemne como si fuera hijo suyo, y había creado un hogar para los dos hombres. Cuando Mary apareció, fue como si se hiciera la luz en sus vidas. Enseñó a John Calhoun a reír y, cuando Conner tenía cinco años, dio a luz a Scotty. Fue entonces cuando Conner aprendió lo que significaba ser una familia.

Estaba ajustando el tornillo de la última brida cuando sonó el móvil. Conner miró la hora en el aparato de radio. Eran las diez y media. No eran horas de recibir llamadas.

Tomó el teléfono, lo abrió y apretó el botón con el pulgar. Apoyó el brazo en la mesa y se llevó el móvil al oído.

—Cripple Creek.

Se produjo una breve pausa antes de que se oyera una vocecita infantil.

—¿Tío Conner?

Conner se quedó helado y volvió a mirar la hora al tiempo que la intranquilidad le encogía el estómago. Era martes por la noche, en día de colegio, y su sobrino de ocho años estaba llamando desde Toronto, donde serían las doce y media. Se enderezó y sostuvo el teléfono con fuerza, pero mantuvo la voz serena y fluida.

—¿Qué pasa, campeón? ¿No es un poco tarde para llamar? ¿Cómo es que no estás en la cama?

Se produjo otra breve pausa; después, el chico habló.

—¿Recuerdas que me dijiste…? Cuando murió papá y yo tenía seis años, ¿recuerdas que me dijiste que si alguna vez… bueno… que si alguna vez estaba preocupado por algo, no dudara en llamarte? ¿Lo recuerdas?

La inquietud se transformó en algo más cortante. Se puso tenso de la cabeza a los pies, se lamió el sudor de los labios, pero habló con la misma serenidad.

—Sí, lo recuerdo —vaciló, tratando de buscar las palabras idóneas—. ¿Qué tal si me dices qué es lo que te preocupa, chico?

—Espera un momento. Tengo que cerrar la puerta.

Conner oyó el ruido de una puerta al cerrarse y el estrépito cuando el niño volvió a levantar el auricular.

—Estoy en la cocina y no quiero que mamá me oiga —susurró al teléfono.

Conner hizo un esfuerzo por relajar la mandíbula.

—¿Dónde está tu hermana? ¿Ahí, contigo?

—No, en la cama.

Conner caminó hacia la puerta del cuarto de arreos, apoyó la mano en el marco superior y se dispuso a hacer la temida pregunta.

—¿Le ocurre algo a tu madre, Cody?

—Sí —fue un suave susurro—. Creo que sí. Creo que algo va mal. A veces, la oigo llorar por las noches, y hace cosas extrañas y ya no va a trabajar. Se olvida de cosas y grita por tonterías —vaciló y, después, habló con voz trémula—. Tengo miedo.

A Conner se le hizo un nudo en el estómago. Había sido sincero al decirle a su sobrino que recurriera a él si alguna vez estaba preocupado por algo, pero su llamada no podía haberse producido en peor momento. Con el ganado recién reunido y dispuesto para marcar, había mil tareas que debía acometer, y no podía chasquear los dedos y olvidarse del rancho. No estaba seguro de que su cuadrilla pudiera apañárselas sola, sobre todo, estando Jake medio impedido. Conner consideró las alternativas con celeridad. El rancho de Tanner McCall estaba a solo tres kilómetros de distancia, y no sería la primera vez que se habían echado una mano el uno al otro.

Tomada la decisión, Conner se acercó el micrófono a los labios y habló en el mismo tono despreocupado.

—Tengo una idea, campeón. ¿Qué tal si voy a haceros una visita? ¿Te parecería bien?

Oyó un extraño sonido, como si al chico le costara respirar, pero la esperanza que impregnaba su voz era inconfundible.

—¿Quieres decir ahora mismo? ¿Esta noche?

Conner esbozó una media sonrisa y enganchó el pulgar en el bolsillo delantero de sus vaqueros.

—Creo que no podré llegar tan pronto, campeón. Pero mañana, sí. Así sabré si tu madre se encuentra bien.

—¿Mañana? ¿Me lo prometes?

—A no ser que los aviones dejen de volar… Sí, mañana.

Otra vacilación.

—¿Tío Conner?

—¿Qué?

—¿Le dirás a mamá que te he llamado?

Conner contempló la hilera de cuadras en dirección a la puerta abierta del edificio.

—No puedo asegurarte que no vaya a hacerlo, Cody. Pero no lo haré a no ser que no me quede más remedio, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —Conner podía oír cómo el niño jugueteaba con el cordón del teléfono, y cuando volvió a hablar, le temblaba otra vez la voz—. Me alegro de que vengas.

—Yo también me alegro —dijo Conner, haciendo un esfuerzo por sonreír a pesar del nudo que se le había formado en la garganta—. Ahora, vuelve a la cama y duérmete. Nos vemos mañana.

—Está bien. Buenas noches, tío Conner.

—Buenas noches, campeón.

Con expresión sombría, Conner cortó la comunicación y se quedó mirando al infinito. No podía pasarle nada malo a Abby. A Abby, no. Pero reprimió sus emociones y pensó en todo lo que tenía que hacer antes de poder dejar el rancho.

Se enderezó, marcó un número y se acercó a la ventana para contemplar el paisaje. La persistente llovizna creaba halos de bruma en torno a las luces del jardín. Contestó una voz, y Conner se acercó el aparato a los labios.

—Hola, Kate, soy Conner. ¿Está Tanner en casa?

—Acaba de entrar. Espera un momento.

Él hombre se puso al teléfono y, en pocas palabras, Conner le explicó la situación al otro ranchero. La respuesta inmediata de Tanner McCall fue:

—Dime a qué hora sale tu avión y te llevaré al aeropuerto.

Por primera vez desde que había recibido la llamada de su sobrino, el nudo que sentía en el vientre se aflojaba.

—Gracias, pero no. No tengo ni idea de a qué hora tendré un vuelo, así que dejaré la camioneta en el aparcamiento del aeropuerto —se frotó los ojos—. Pero te daré el número de teléfono de Abby y el de mi móvil.

Tardó cinco minutos en dar a Tanner las instrucciones necesarias. En cuanto dejó de hablar por teléfono con su vecino, llamó a su madrastra. Ojalá no tuviera que decírselo a Mary, pero respetaba su derecho a saber, a pesar de lo mucho que había sufrido en los últimos años.

Después, telefoneó a Jake. Con él nunca hacía falta adornar la realidad, solo enumerar los hechos y dar instrucciones concretas. Jake valía su peso en oro.

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Había sido Conner el que había ido a recogerlos al aeropuerto y, como si fuera ayer, todavía recordaba aquella noche con total claridad. Su hermano atravesó las puertas de la aduana seguido por una rubia natural, una chica de portada, alta, peinada a la moda, con grandes ojos de color avellana y aire sofisticado. Le había parecido fría, compuesta y altiva… hasta que la había visto sonreír.

Sin darse cuenta de lo que había hecho con esa única sonrisa, Abigail Allistair Arlington había alterado el curso de la vida de Conner Calhoun. Con un fuerte abrazo afectuoso que duró varios segundos, Conner supo que su vida ya no sería la misma.

Sabía que Doreen, la cajera, quería casarse con él, pero él jamás habría accedido, ni entonces ni nunca. Era una muchacha dulce y se merecía que la quisieran de verdad.

A Conner le había partido el corazón ver a Scotty casarse con Abby, y fue aún más duro porque no tuvo más remedio que apoyar a su hermano.

Había recorrido un difícil camino. ¿Y el desamor? Podía escribir libros enteros sobre eso. Ese dolor constante era ya parte de su vida. Por eso, a veces, como aquella noche, le costaba entrar en su casa vacía. Por eso había pasado más noches de las que recordaba en las cuadras, arreglando arreos, reparando sillas de montar, trenzando riendas. Sonrió con ánimo lúgubre. Diablos, tenía el cuarto de guarniciones mejor equipado de toda la región.

Le dio la espalda a la ventana y se dirigió a la cómoda. Enseguida, sus ojos se posaron en las tres fotografías dispuestas encima. Su expresión se suavizó al tomar una, y sintió una opresión en el pecho mientras la contemplaba. Era una instantánea de Abby, una que él mismo había tomado en una playa de Carolina del Sur hacía años. Estaba paseando por la orilla, con el vestido largo adherido a las piernas, y se retiraba el pelo de la cara con las dos manos. Se estaba riendo, y el viento pegaba los suaves pliegues de su vestido contra su vientre abultado. En el momento de sacar aquella fotografía, estaba embarazada de Cody, y todo lo que Abby era se reflejaba en aquella imagen.

Sí, podía escribir un libro sobre el desamor. ¿Y secretos? Los tenía a mansalva. La mayoría eran dolorosos, pero había uno que le procuraba consuelo. Y era un secreto que se llevaría a la tumba.

Tocó el rostro de la instantánea y el vacío que sentía en el pecho creció. Nadie sabría nunca que el bebé que Abby llevaba en aquella imagen no era de Scotty, sino de él.