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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Carole Halston

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Dulce tormento, n.º 183 - mayo 2018

Título original: Separate Bedrooms...?

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-605-1

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Publicidad

Capítulo 1

 

Quién va ahora, por favor? —preguntó Neil cuando su cliente se disponía a marcharse con unas pastillas de frenos que acababa de comprar.

Media docena de personas pululaban cerca del largo mostrador de la tienda de repuestos para automóviles de la que Neil pasaría a ser propietario cuando terminara de comprarle a su padre la participación que este todavía tenía en el negocio.

¿Por qué no habría salido Cara del despacho a ayudarlo?, se preguntó mientras volvía la cabeza. Su trabajo no era el de atender a los clientes, pero Cara era una de esas empleadas que arrimaban el hombro y hacían lo que hiciera falta sin que nadie se lo pidiera. Conocía el negocio tan bien como él. Después de todo, llevaba trabajando para Repuestos de Automóviles Griffin desde los quince años, y había cumplido veintinueve hacía un par de meses.

A través de la luna que cubría la pared del fondo de la tienda, Neil divisó la rizada melena negra de Cara y frunció el ceño. Sentada delante de la pantalla del ordenador, Cara se estaba limpiando las lágrimas con un pañuelo de papel. Como si hubiera presentido su escrutinio, ella se volvió y lo miró.

Neil le preguntó por gestos lo que le pasaba, y ella sonrió con coraje e hizo un gesto con la mano como quitándole importancia al asunto.

—Creo que ahora me toca a mí —repitió con impaciencia una mujer que estaba apoyada en el mostrador.

Neil se volvió hacia ella de mala gana.

—Mi marido me ha enviado a recoger esta pieza que encargó hace un par de días —dijo la mujer mientras sacaba del bolso un recibo—. Alguien llamó a casa para decir que ya había llegado.

—Fui yo la que llamé —dijo Cara con voz ligeramente ronca; se volvió hacia Neil y le quitó el recibo de la mano—. Deja que yo me ocupe de esto.

—Gracias, Cara —dijo él, y le dio un apretón en el brazo para demostrarle su preocupación por la razón de su desconsuelo.

Desde siempre, había sentido un gran instinto de protección hacia Cara LaCroix, cuyo nombre denotaba sus orígenes, descendía de italianos y de emigrantes franceses del estado de Luisiana.

Cara era para él como una hermana. La conocía desde pequeña, se habían criado en el mismo barrio, allí en Hammond, Luisiana. Neil, que era hijo único, tenía cinco años más que Cara, la más pequeña de ocho hermanos. Por alguna razón, ella siempre lo había idolatrado, y a él Cara le parecía una verdadera hermosura, con ese cuerpo menudo y redondeado, esos grandes ojos marrones y esa brillante mata de rizos negros.

Siendo una niña, Neil la había ayudado a levantarse muchas veces cuando se había caído del triciclo, le había enjugado las lágrimas con ternura y le había dado ánimos para volver a intentarlo.

Él estaba ya en la facultad cuando ella era una adolescente que empezaba a salir con chicos. Pero en lugar de acudir a sus hermanos para pedirles consejo, siempre había recurrido a Neil. Este siempre la había escuchado y había intentado guiarla de la mejor manera posible.

Neil decidió que antes de que terminara el día se enteraría de lo que le pasaba a Cara. Esperaba que no fuera nada grave. Si había algún problema y él podía ayudarla, bueno, no dudaría en hacer todo lo que estuviera en su mano para verla sonreír de nuevo. Para Neil, uno de los muchos placeres de la vida era estar junto a Cara y disfrutar de su inmenso amor a la vida.

Durante toda la mañana los clientes no pararon de entrar en la tienda. Finalmente, hacia las dos y media, el negocio volvió a un ritmo más pausado, y Neil decidió que Jimmy Boudreaux y Peewee Oliver, los dos dependientes que lo ayudaban a despachar en la tienda, podrían apañárselas solos perfectamente.

—¿Ha comido ya, jefe? —le preguntó Peewee, un afroamericano de unos veintiocho años y complexión atlética.

Cara, que acababa de salir de la oficina, contestó por Neil.

—No, no ha comido nada —y se dirigió a Neil—: Hace un rato te pedí un sándwich de carne asada. Está en el frigorífico.

—Gracias —contestó él, y sonrió—. Qué detalle por tu parte.

—Alguien tiene que ocuparse de que no te mueras de hambre ahora que tus padres se han ido a vivir a Florida. Me apuesto a que todos los días te saltas alguna comida —le dijo en tono de censura.

Neil no podía negar aquella acusación. Había recuperado un poco el gusto por la comida en esos tres últimos años, desde que había perdido a su esposa y a su hijo pequeño, cuando todo su mundo se había desplomado. Pero la comida no volvería a tener el mismo sabor que cuando era un feliz padre de familia. Ninguno de los placeres de la vida volvería a ser lo mismo. Eso era algo que tenía ya asimilado.

Al menos, el tiempo había trasformado el tremendo dolor en tristeza. La clave para sobrevivir a la tragedia había sido mantenerse ocupado y no pensar demasiado en sí mismo.

—Eh, si me salto unas cuantas comidas no me va a pasar nada —declaró, señalando su figura espigada y larguirucha—. Es una especie de dieta que estoy haciendo.

Cara hizo un gesto con la mano, rechazando su contestación.

—¡Dieta! Podrías ingerir todas las calorías que quisieras sin ganar ni un gramo. Si yo le doy un bocado a un pastel, engordo.

—Te preocupas mucho del peso.

—Si no lo hago, acabaré utilizando la misma talla que mis tres hermanas.

—Sus maridos no se quejan, ¿o sí? —Neil le echó el brazo por los hombros y le dio un abrazo de hermano—. Ven a compartir ese sándwich de carne asada conmigo. Seguramente habrás comido solo una ensalada para almorzar, y ya tendrás hambre otra vez.

Cara suspiró y lo siguió a la pequeña sala donde los empleados almorzaban o bebían un café.

—Es cierto, y me estoy muriendo de hambre —a la puerta de la habitación, Cara se detuvo—. Pero será mejor que vuelva al trabajo.

—Tómate un descanso y hazme compañía un rato —le urgió Neil—. Hoy no hemos tenido ni un momento para charlar.

No había olvidado que la había visto llorar hacía unas horas, y estaba preocupado.

—De acuerdo, pero no esperes que esté muy animada —dijo ella.

—¿Por qué no? ¿Te preocupa la salud de tu abuela?

Cara asintió y pestañeó para evitar derramar las lágrimas que ya le empañaban los ojos. Neil la empujó con suavidad al interior de la sala y retiró una silla para que se sentara.

—Ya hemos hablado de este tema. Sophia es una mujer muy religiosa. No le teme a la muerte. Incluso está deseosa de reunirse con sus seres queridos en el Cielo.

—Todo eso lo sé.

Cara no quiso sentarse.

—Siéntate tú —le dijo a Neil—. Te traeré los sándwiches. ¿Qué te apetece beber?

—Puedo hacerlo yo mismo. No hace falta que me sirvas.

—No me importa hacerlo.

—Siéntate.

Neil iba ya hacia el frigorífico. Estaba más interesado en llegar hasta el fondo del disgusto de Cara que en la comida, pero pensó que lo mejor sería seguirle la corriente. Sacó el sándwich y lo partió en cuatro porciones, que llevó a la mesa. Antes de sentarse frente a Cara sacó dos latas del frigorífico; un refresco de cola sin azúcar para Cara y un té helado para él.

—Vamos, anímate —le ofreció un pedazo de pan crujiente.

—No debería.

—Tiene buena pinta. Así se te quitará un poco el apetito y podrás cenar algo ligero.

—Eso es cierto. Además, maldita sea, me estoy muriendo de hambre.

Tomó una porción de sandwich y le dio un bocado, disfrutando de la sabrosa carne asada rellena de queso. Sin embargo, Neil notó que seguía disgustada.

—Bueno, volvamos a lo de antes. ¿Está empeorando más rápidamente de lo que había previsto el doctor?

Hacía unos meses, el oncólogo le había dado una esperanza de vida de entre ocho meses y un año. Sophia había optado por no someterse a los ciclos de quimioterapia cuando le habían diagnosticado un cáncer linfático.

—No —dijo Cara con voz entrecortada, y se echó a llorar.

—Quiero saber qué ha ocurrido desde ayer. Cuéntamelo. Tal vez pueda ayudarte.

—No puedes ayudarme —sollozó, y señaló con el dedo el pedazo de sándwich que Neil había dejado en el plato para que se lo terminara, y él decidió hacerle caso para no soliviantarla más—. Esta mañana me pasé por casa de mis padres de camino aquí para pasar unos minutos con mi nonna, como hago varias veces por semana.

Neil asintió, familiarizado con su estilo. No necesitaba que ella le explicara que nonna era la palabra italiana para denominar a la abuela.

Cara continuó.

—Entré por la puerta de atrás y fui derecha a su habitación, pensando que después me asomaría a la cocina a decirle adiós a mamá al salir. La puerta de la habitación de la nonna estaba abierta y oí la voz de mamá, pero antes de hacerles saber que había llegado, sin querer me puse a escuchar su conversación. La nonna le estaba diciendo a mamá que había soñado que me casaba. Describió mi vestido de boda y los vestidos de mis damas de honor; describió las flores y la iglesia. Neil, me gustaría que hubieras oído su voz. Estaba tan feliz mientras recordaba cada detalle del sueño…

Cara se mordió el labio y se limpió las lágrimas.

—Continúa —la invitó Neil.

—Entonces mi madre y ella empezaron a comentar que ya tengo veintinueve años y que ni siquiera estoy prometida en matrimonio. La nonna dijo que si su sueño fuera realidad, podría morir sin pena alguna. Su principal razón para agarrarse a la vida es verme casada con un buen hombre.

—Pobrecilla. Menudo sentimiento de culpa —dijo Neil con una mezcla de compresión y exasperación—. Esa familia tuya tiene buenas intenciones, pero llevan presionándote para que encuentres marido desde que tenías veinte años.

—Lo hace porque me quieren. No pueden concebir la idea de que una persona, ya sea hombre o mujer, se quede soltera y pueda sentirse feliz y satisfecha —Cara suspiró, se echó hacia delante y apoyó los brazos sobre la mesa—. Además, estoy de acuerdo con ellos. Eso es lo más peor. Daría lo que fuera por estar planeando una boda a la que la nonna pudiera asistir mientras le quedan fuerzas. Y no solo por su bien, sino porque lo que más deseo en este mundo es casarme y formar una familia. Siempre he querido casarme y tener hijos, solo que aún no he tenido oportunidad.

—El hombre adecuado llegará. Solo tienes que tener paciencia.

Neil había recogido los restos de su almuerzo, y en ese momento le dio un apretón en el hombro para intentar trasmitirle un poco de seguridad.

—¡He sido paciente! ¿Y si sigo esperando al hombre ideal y no llega? ¿Y si ya ha pasado por mi vida y no me he dado cuenta? ¿Y cómo voy a saber quién es cuando llegue?

—Tu instinto te lo dirá. Cuando te resulte insoportable pensar que tienes que pasar el resto de tu vida sin esa persona, sabrás que es la persona ideal.

—¿Te sentías así cuando le pediste a Lisa que se casara contigo?

—Sí.

Neil apartó ese pensamiento de su mente, pero no sin antes experimentar un tremendo dolor al recordar a su esposa.

—Lo siento —Cara le tomó una mano para consolarlo ella también—. No me he dado cuenta. Sé que no puedes soportar pensar en ello, y que aún sufres por Lisa y el pequeño Chris.

—Estoy bien —le aseguró Neil, y se puso de pie—. No pienses demasiado en lo que has oído esta mañana, Cara. Estoy seguro de que estás haciendo todo lo posible para conseguir que Sophia se sienta feliz el poco tiempo que le queda.

En lugar de ponerse de pie, Cara se quedó allí sentada. Neil la miró inquisitivamente.

—¿Puedes quedarte un momento? —le pidió ella—. Hay más.

Neil esperó a que ella entrara en detalles, de pronto se sentía inquieto por razones que no acertaba a comprender.

—Anoche Roy me pidió que me casara con él.

Neil se volvió a sentar despacio. Roy Xavier era un vendedor de coches con el que Cara llevaba bastante tiempo saliendo, pero a Neil nunca le había dado la impresión de que fuera en serio con él.

—¿Y cuál fue tu contestación?

—Más o menos, lo rechacé.

—¿Más o menos?

—Le dije la verdad. Que me gusta y disfruto de su compañía cuando salimos, pero que no creo que esté enamorada de él —estudió la cara de Neil con detenimiento; en el entrecejo apareció una fina arruga de preocupación—. Pareces aliviado de que no aceptara su proposición.

—Bueno, me ha pillado por sorpresa —dijo, reacio a reconocer que, desde luego, sus palabras le habían hecho sentir alivio.

Él tampoco entendía por qué su primera reacción había sido negativa, aparte del hecho de que nadie le había parecido nunca lo suficientemente bueno para ella.

—No me esperaba que me pidiera que nos casáramos —le confió—. Me puse a tartamudear como una imbécil y no supe qué decir. No quería hacerle daño, pero por otra parte pensé que Roy tiene muchas cosas buenas que harían de él un buen marido —Cara utilizó los dedos para enumerar esas cualidades—. Tiene muy buen corazón. Es trabajador y es bueno en su trabajo. La mayoría de los meses, es el vendedor que más coches vende del concesionario. Va a la iglesia. Pertenece a una familia numerosa. No he ido muchas veces a casa de sus padres, pero me caen bien, y a él parecen gustarle los míos —como era muy expresiva, Cara alzó los brazos con energía—. ¿Por qué entonces no me caso con Roy? Esa es la cuestión. Teniendo en cuenta que dentro de nada cumpliré treinta años…

—Tú misma has dicho que no estás enamorada, después de llevar seis meses saliendo con él, ¿no?

—En realidad, seis meses y medio —continuó con el razonamiento que le estaba haciendo a Neil y a sí misma—. Tal vez haya personas que nunca en su vida se enamoran perdidamente. Ta vez en esas personas, el amor nace poco a poco del respeto y el afecto. De todos modos, el amor romántico no dura, ¿verdad?

—Cara, estás intentando convencerte a ti misma de que debes casarte con Roy Xavier.

—¿Crees que cometería un grave error?

«Sí». Neil apretó los dientes para que esa respuesta tan rotunda no saliera de sus labios.

—Lo que yo piense no importa. Es tu vida y tú decides. Pero no te sientas presionada para casarte con Roy o con cualquier otro solo porque estás cansada de estar soltera y te gustaría hacer feliz a tu abuela.

—¿Pero no te disgusta Roy?

—No conozco a Roy lo suficiente como para que me guste o me disguste. Parece un tipo agradable —añadió Neil, consciente de su tono reacio.

Cara extendió la mano y se miró con nostalgia el dedo anular.

—No me ha comprado aún el anillo de compromiso. Me dijo que podríamos ir juntos y así yo podría elegir el que más me gustase.

—Entonces Roy no ha perdido la esperanza de que digas que sí, supongo.

—Oh, no. Mi reacción lo disgustó, naturalmente, pero está dispuesto a darme algún tiempo —apoyó las manos sobre la mesa y se levantó—. Gracias, Neil, por escuchar otro capítulo de mi vida, que más bien parece un culebrón. Ahora me encuentro mejor, más animada. Siempre me siento mejor cuando te cuento mis problemas.

Neil no se sentía bien en absoluto después de la charla que habían mantenido, y de pronto se dio cuenta de que estaba de mal humor.

 

 

—Jefe, ahí fuera hay un representante que quiere hablar con usted —Peewee asomó la cabeza por la puerta, miró a Neil y nombró la empresa de silenciadores de la que venía el representante.

—Dile que ahora mismo salgo.

—Ahora mismo —Peewee se marchó.

Cara se acercó hasta él.

—Ve a hablar con el representante. Yo recogeré todo esto —dijo.

—Tú no eres la criada aquí.

Neil había dejado claro ese punto en la última reunión de personal. Había colocado un cartel en el que decía que cada persona que utilizara la sala de personal debía dejarla limpia después en consideración a los demás compañeros.

—No seas tan endiabladamente independiente —lo regañó ella mientras le apartaba con suavidad la mano de la lata de bebida vacía—. Me gusta ser agradable contigo cuando se presenta la oportunidad. Es hora de devolverte el favor.

Cara se puso de puntillas y le dio un beso en la mejilla; momentos después lo empujaba suavemente hacia la puerta.

—Gracias, Cara.

—De nada.

Con movimientos eficientes, ella recogió el envoltorio del sándwich y lo tiró a la papelera. Se había comido las tres cuartas partes del sandwich. Aunque no cenara debidamente, al menos ese día ya se había alimentado un poco.

Cara deseó poder hacer más para ayudar a Neil a llevar su negocio y para asegurarse de que se alimentaba correctamente. Se preocupaba por él y le dolía el corazón de pensar en todo lo que había sufrido con la pérdida de su esposa y de su hijo. Habían muerto en un siniestro en el que se habían visto implicados diez automóviles, en una carretera interestatal de Tennessee. Lisa y su hijo, Chris, de tres años, junto a una docena de personas, habían tenido la mala suerte de encontrarse en la autopista en el momento menos oportuno.

En aquellos momentos, Neil estaba fuera de la ciudad, haciendo su trabajo de representante para una importante empresa de repuestos de automóviles. Cara intuía que Neil, en algunos momentos en los que se encontraba bajo de ánimo, deseaba haber fallecido con ellos. Pero ella le daba gracias a Dios por que no hubiera sido así. Quería a Neil tanto como a sus cuatro hermanos y, a decir verdad, estaba más unida a él que a Tony, Michael, Sal o Frankie.

Cara había sido educada en la filosofía de que todo ocurre por una razón, y todos los acontecimientos son parte de un plan divino que los humanos no pueden entender. Resultaba difícil entender por qué a un hombre tan maravilloso como Neil le había ocurrido algo tan horrible, pero Cara no podía evitar estar contenta de que él hubiera vuelto a su vida tres años atrás, cuando había dejado su empleo en Memphis para volver a Luisiana.

Cada día llegaba al trabajo deseosa de verlo. ¿Qué era lo que le había dicho hacía un rato sobre el hombre ideal? Cara se detuvo en su camino hacia la papelera y recordó las palabras de Neil:

«Cuando te resulte insoportable pensar que tienes que pasar la vida sin esa persona, sabrás que es la persona ideal».

Lo que no podía imaginar era trabajar en otro sitio que no fuera allí, o para otro jefe que no fuera Neil. Se casara con Roy o no, Cara no dejaría su empleo. Seguiría viendo a Neil todos los días, y su relación no cambiaría.

Después de dejar la sala limpia, volvió a la oficina e inició su trabajo con energías renovadas. De alguna manera, sus reflexiones sobre su estable situación laboral habían conseguido aliviar buena parte de la ansiedad que la decisión de si aceptar o no a Roy Xavier le había producido.

Capítulo 2

 

Gracias, tía Cara! —exclamaron al unísono Lea y Lauren, las gemelas de cuatro años.

Acababan de abrir los regalos de su tía, dos estuches de maquillaje para niñas idénticos.

—¡Ahora podremos maquillarnos y ponernos guapas, como tú!

Mia, la madre de las gemelas, fingió sentirse insultada y con los brazos en jarras dijo:

—Vuestra madre también se maquilla de vez en cuando y también se pone guapa, cuando tiene tiempo.

—Pues a la tía Cara no le sirve de nada arreglarse —dijo el hermano mayor de Cara, Tony, a las gemelas.

—Ay, no, ya empezamos otra vez —gimió Cara, tapándose las orejas con las manos.

Tony levantó la voz.

—Porque la tía Cara no parece capaz de cazar a un buen marido.

—Deja de meterte con tu hermana pequeña —lo regañó Rose LaCroix mientras miraba a su hijo mayor con afecto.

Las gemelas estaban más interesadas en sus regalos que en la conversación de los mayores. Pero Cara sabía que el tema volvería a surgir, razón por la cual había empezado a temer las reuniones familiares como aquella.

Ese día, en el jardín trasero de la casa de sus padres, estaban los ocho hijos del matrimonio LaCroix, las esposas y esposos de los siete que estaban felizmente casados, los veinticinco nietos y algunos vecinos y familiares. Cara no los había contado, pero calculó que habría unas cincuenta o sesenta personas allí. El más joven era el bebé de seis meses de su hermano Sal, que iba de mano en mano y con quien todos querían jugar. La más mayor era Sophia, que estaba sentada en una tumbona con su nuevo guardapolvo rosa.

Cara imaginó la reacción emocionada de su abuela si su nieta preferida le dijera: «Nonna, ¿sabes una cosa? El hombre con el que estoy saliendo, Roy Xavier, ¡me ha pedido que me case con él y le he dicho que sí!»

Cara casi se había decidido. Había repasado los pros y los contras de casarse con Roy, y todo le habían parecido ventajas menos una cosa: que no estaba locamente enamorada de él. Tal vez, en un par de años, Cara volviera la vista atrás y se arrepintiera de haber rechazado a Roy.

Lo único que la frenaba en ese momento era la oposición de Neil. Siempre había valorado su consejo y buscado su aprobación.

Él era la única persona de su círculo en cuya discreción Cara podía confiar. Por eso era por lo que no había confiado en ninguna de sus tres hermanas, en su madre o en Sophia. Rose se lo diría a Sophia y ambas jurarían que mantendrían el secreto. Pero una de ellas se lo contaría a Natalie, la hermana mayor de Cara, advirtiéndole que no se lo contara a nadie. Natalie le daría la noticia a Angie con la más absoluta reserva. Y así sucesivamente hasta que se enteraran sus hermanos y las esposas de estos. Solo sería cuestión de tiempo que los asuntos privados de Cara se convirtieran en el tema de conversación por excelencia de las reuniones familiares. Todo el mundo tendría una opinión y se la expresaría a Cara, que había aprendido a base de sufrimiento a no hablar de su vida privada.

—¡Nos encantan los regalos! —exclamaron las gemelas después de abrir todos los paquetes.

A Cara le tocó el turno de tomar en brazos al pequeño Stevie.

—Qué bonito eres —arrulló a su sobrino y el bebé gorjeó y le sonrió.

—Escuchadme todos, a Carmen y a mí nos gustaría daros una buena noticia.

La petición salió de labios del hermano más pequeño de Cara, Frankie, que solo tenía un año y algunos meses más que ella. Todos los presentes se volvieron hacia él. Frankie abrazó a su esposa y los dos se sonrieron.

—Parece que Stevie va a tener un primo con quien jugar dentro de unos nueve meses. Carmen está esperando otra vez.

Cara añadió su sincera felicitación a la de los demás miembros de la familia e intentó disimular su anhelo. Carmen y ella habían sido compañeras de colegio, y ahora estaba embarazada de su tercer hijo y claramente muy feliz con su estado.

Durante unos segundos Cara se imaginó a Roy y a ella juntos allí en el jardín de sus padres, con toda su familia, haciendo un anuncio similar. Roy tendría una expresión de tanto orgullo como la de Frankie en esos momentos. Cara casi pudo sentir su brazo rodeándole los hombros, fuerte y tranquilizador.

La fantasía podría convertirse fácilmente en realidad. Lo único que Cara debía hacer era decirle a Roy que se había decidido y que quería casarse con él. Inmediatamente podrían fijar la fecha para un par de meses después, para asegurarse de que Sophia estuviera lo suficientemente bien para asistir al enlace. Cara deseaba tanto que su abuela estuviera allí cerca de ella cuando caminara hacia el altar, finalmente vestida de novia y no de dama de honor…

Eso haría muy feliz a Sophia; en realidad, a toda la familia. Y Cara dejaría de ser la hermana soltera y solitaria.

Stevie había empezado a lloriquear. Su madre, Barb, apareció y lo tomó en brazos.

—Apuesto a que mi chiquitín tiene hambre.

Como Barb le estaba dando el pecho, la alimentación de Stevie era solo cosa de ella. Cara le pasó al niño de mala gana, y de repente se sintió vacía y absurdamente sola, algo muy extraño entre tanta gente.

Quería estar casada. Quería quedarse embarazada y tener un hijo. Quería ser esposa y madre.

Y, además, tenía la posibilidad de ver cumplido su sueño.

«Lo haré», se prometió Cara para sus adentros. Aspiró aliviada al tiempo que las brumas de la indecisión se disipaban. En su lugar surgió la urgencia de hablar con Roy lo antes posible. Se lo diría enseguida, antes incluso de decirle hola. Sí, sí, sí, se casaría con él.

No quiso perder ni un minuto una vez tomada la decisión.

 

 

—Es verdaderamente vistoso —dijo Cara.

Se había acercado a Neil, que estaba junto a la entrada de la tienda colocando en exposición unas ceras y abrillantadores para coches.

—¿Es un producto nuevo? Me refiero a la lata azul chillón.

—Sí, se supone que es el mejor abrillantador del mercado.

—Vaya. Tendré que decírselo a Roy. Siempre lleva su coche tan reluciente que uno se puede mirar en él.

—Sí, la verdad es que lo lleva como un espejo. Pero también es cierto que los coches son su negocio.

Neil consiguió controlar el tono de voz, algo que no le resultaba fácil cuando hablaba del futuro marido de Cara. Cuanto más trataba a Roy Xavier, más lo disgustaba este.

Y desde que Cara se había prometido a Xavier dos semanas atrás, el vendedor de coches había empezado a pasarse a menudo por la tienda. El instinto le dijo a Neil que, a pesar de la simpatía de que hacía gala Xavier, el prometido de Cara tampoco lo tragaba a él.

—Roy vendrá a recogerme. Vamos a reunirnos con el padre Kerby en la iglesia.

Cara había echado la cabeza hacia atrás y había levantado los hombros.

—¿Qué te pasa? ¿Te duele el cuello? —le preguntó Neil.

—La planificación de la boda me está matando —afirmó mientras rotaba la cabeza de un lado a otro—. Intento relajarme, pero hay tanto que hacer en tan poco tiempo…

—Te estás exigiendo demasiado. Veamos, deja que te quite un poco la tensión de los músculos.

Neil se puso detrás de Cara y empezó a darle un masaje.

La voz de Roy Xavier resonó a espaldas de Neil:

—Eh, no estoy de acuerdo con esto. El único hombre que puede darle un masaje a mi mujer a la hora de irse a dormir soy yo.

—Ah, hola Roy —dijo Cara en tono relajado—. Por favor, déjame solo un par de minutos más. Estoy en la gloria.

—Vamos algo mal de tiempo, cariño —contestó.

—¿Ah, sí? Qué pena. Gracias, Neil —suspiró y se apartó de su jefe de mala gana; y este dejó caer los brazos, también reacio.

—¿Qué tal van las cosas, Roy? —le preguntó, intentando aparentar naturalidad.

El hecho de que Xavier hubiera llamado «cariño» a Cara en aquel tono tan posesivo le había sentado fatal.

—No podrían ir mejor —contestó el otro.

Su tono cortante desentonó con sus habitual desenvoltura de vendedor.

Cara no pareció notar nada anormal.

—Mañana por la mañana llegaré una media hora tarde, Neil. Tengo que pasar por la imprenta de camino hacia aquí y ver unas pruebas para las invitaciones de boda.