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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Julie Leto Klapka

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La mirada del deseo, n.º 165 - mayo 2018

Título original: Just Watch Me...

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-650-1

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Si te ha gustado este libro…

1

 

—¡Oh, chica, menudo aliciente para el trabajo!

Jillian Hennessy siguió la mirada de su mejor amiga hacia la casa al otro lado de la calle. O, para ser más exacto, hacia el hombre que supuestamente vivía allí.

Iba vestido con una camiseta ajustada y unos pantalones cortos, y parecía moverse con una ligera dificultad; tan ligera, que un ojo menos experto o más romántico la hubiera confundido con un pavoneo propio de John Wayne. Pero Jillian era una experta en detectar las manías y rarezas de las personas, ya que era una habilidad esencial en su trabajo.

Y en aquel hombre observó una poderosa fuerza masculina que emanaba de su cuerpo. Anchos hombros, vientre liso, brazos y piernas bronceadas, musculosas y apenas cubiertas con una fina capa de vello oscuro.

Pero, a pesar de ser arrebatadoramente atractivo, no era John Wayne. Sentada en el regazo de su padre, Jillian había visto de niña Río Bravo y La diligencia, y sabía apreciar las diferencias.

No, no era John Wayne.

¿Mel Gibson? ¿Robert Redford? Se parecía, pero seguía siendo… distinto. Fuera quien fuera su vecino, tenía una presencia tan imponente que atraería la atención de todas las mujeres que hubiera a veinte kilómetros a la redonda.

Era el último tipo de hombre que Jillian necesitaba en esos momentos.

No se había mudado allí para que alguien pudiera distraerla, sino para realizar un trabajo que demandaba su entera atención las veinticuatro horas del día. Un trabajo por el que debía infiltrarse en el vecindario lo más rápido y lo más discretamente posible.

Pero bajo el sol de Florida, que la obligaba a protegerse con gafas oscuras, no tuvo más remedio que rendirse a las hormonas y observar junto a Elisa. Aunque, a diferencia de su amiga, ella hizo un esfuerzo por mantener los labios pegados.

Observó sin perder detalle cómo el vecino se paraba junto a una farola por la que trepaban los jazmines y cómo se inclinaba para arrancar las malas hierbas de la base. A Jillian le dio un vuelco el corazón. Tenía a un dios viviendo al otro lado de la calle, una libido que no sentía tan despierta desde que Luke Hamilton le propuso ir más lejos en su decimosexto cumpleaños, y un millar de razones por las que debía comportarse como si su sexy vecino no la excitara.

Las contradicciones la marearon.

Elisa se sacó el pirulí que siempre llevaba en la boca y bajó los escalones del porche para unirse a Jillian.

—Supongo que no será ese el hombre a quien tienes que vigilar.

Jillian sacó una bolsa de ropa del coche de Elisa y se volvió hacia la casa que había alquilado en Hyde Park, un agradable barrio al sur de Tampa. Al acercarse a la puerta, vio en el reflejo del cristal a su vecino recogiendo el correo.

Tragó saliva.

Seguramente Elisa ya estaría pensando que su amiga se había enamorado.

—¿Se parece a una de esas comadrejas con gafas que sacan el dinero a todo el mundo?

—¿Ya estamos con los estereotipos?

—¿Qué estereotipo? He visto a Stanley Davison, y, créeme, es una comadreja.

—Entonces, ¿quién es ese hombre?

Jillian se dio la vuelta y vio que el hombre levantaba la mirada y la saludaba al estilo militar. Tuvo que reprimir el impulso de devolverle el saludo, y dejó que fuera Elisa quien lo hiciera con una de sus mejores sonrisas. No podía distraerse del trabajo. Había demasiado en juego como para permitir que algo o alguien la distrajera.

Y menos un macizo moreno escasamente vestido que representaba la manifestación física de sus fantasías sexuales. Llevaba el cabello negro corto por la nuca, pero lo suficiente largo por delante para que entre los mechones pudieran entrelazarse los dedos de su amante. Y su cuerpo, atlético y bronceado, estaba hecho a la medida de un hombre que no temía sudar.

Jillian ahogó un gemido.

El vecino devolvió con una sonrisa el saludo de Elisa, pero, a pesar de los veinte metros que los separaban, Jillian sintió que su atención se dirigía a ella. Vio que la miraba con ojos entrecerrados y que el extremo de su boca se elevaba en un gesto de… ¿Interés?

No lo sabía, y tampoco quería saberlo. Si la encontraba atractiva, mejor para él. Pero que ella lo encontrase atractivo era un grave inconveniente. Había pasado mucho tiempo desde que quiso a un hombre en su vida, y empezaba a preguntarse si el divorcio, supuestamente superado, no seguiría controlando sus decisiones. Tenía una gran vida social gracias a los amigos y la familia, pero no quería ni oír hablar de citas. No tenía tiempo. Demasiado trabajo del que ocuparse… y demasiada ambición que alimentar.

En doce años trabajando para la agencia de detectives de su tío, el único aliciente que había tenido había sido el equipo de vigilancia que le habían instalado en el dormitorio, el día antes de su llegada.

Pero se había encontrado con un apuesto vecino al que podría comerse con los ojos en sus ratos libres… En caso de tener ratos libres. Su labor era vigilar a la comadreja que vivía al lado. Cuando hubiera demostrado que Stanley Davison era un estafador, algo en lo que habían fallado dos agencias de detectives, un juez y un ejército de abogados, habría conseguido el reconocimiento que necesitaba como la nueva directora de Hennessy Group.

Nacida en medio de cinco hermanos, Jillian había aprendido muy pronto que tenía que esforzarse por conseguir atención. Empezó trabajando como investigadora privada en el departamento de correos, durante las vacaciones de verano. Poco a poco fue escalando posiciones, hasta llegar a conocer todas las facetas de Hennessy Group, la engañosa cartelera corporativa para la más prestigiosa agencia de detectives del sur. Pero, aunque se había sentado en el sillón de su tío en más de una ocasión, sobre todo para arreglar algún problema en el último minuto, el sillón seguía siendo de su tío.

Y lo sería hasta que se retirara y le cediera el poder. A ella o a su hermano.

La idea le hizo apartar la mirada del vecino, con su pelo oscuro e imponentes hombros. Le encantaban los hombros anchos y robustos, especialmente los que se curvaban entre los pectorales y la clavícula, para apoyar en ellos la cara.

Sacudió la cabeza. No podía permitirse una distracción semejante. Entró en la casa y dejó la bolsa sobre cinco cajas apiladas al pie de la escalera. Al salir, el vecino había desaparecido.

—Tiene un trasero delicioso —aseguró Elisa.

Jillian se mordió el labio. Elisa, su mejor amiga y contable de Hennessy Group, había sido una cazadora de hombres hasta que su tío contrató a Ted Buttler para dirigir el equipo técnico. Meses después, Elisa y Ted formaban una apasionada pareja, lo que bastó para convencer a Jillian de que el amor aún existía en el mundo, pero no para ella.

—No creo que Ted apreciara tu gusto por el trasero de otros hombres.

Elisa se encogió de hombros y le dio otra lametada al pirulí.

—Ted tiene un trasero perfecto. El de tu vecino solo es delicioso —se dejó caer en un banco de mimbre e invitó a sentarse a Jillian.

—Perfecto, ¿eh? —Jillian miró el maletero vacío del coche de Elisa, y decidió que no le vendría mal un descanso. Tal vez hablar del trasero de Ted la distrajera del hecho de que acababa de trasladar todas sus pertenencias en cinco cajas y una bolsa de mano.

No había visto el trasero de su vecino, pero si se correspondía al resto de su cuerpo, Ted iba a tener a un serio rival.

—Oh, sí —respondió Elisa—. Ted jugaba al béisbol. ¿No te has fijado en que los jugadores de béisbol tienen los mejores traseros?

Jillian miró hacia la ventana de la casa de enfrente. Creyó ver que las persianas se movían, pero se dijo a sí misma que estaba equivocada. Además, aunque el vecino estuviera espiando, estaría mirando a Elisa. Aunque las dos eran igual de atractivas, su amiga irradiaba una sensualidad que embelesaba a cualquier hombre.

Jillian, en cambio, estaba tan dedicada a su trabajo que no podía transmitir unas vibraciones semejantes. Había malgastado todo su romanticismo en un matrimonio fallido, y solo le quedaba un deseo: las llaves del despacho de su tío… a pesar de que se había convertido en una experta en forzar cerraduras.

—Está claro que no —dijo Elisa.

—¿Qué?

—¿Béisbol? ¿Traseros? No importa. Deberías vigilar a ese tipo —Elisa apoyó en el banco sus bronceadas piernas y se estiró, como si hubiera transportado veinte cajas en vez de cinco.

—Estoy aquí para vigilar a Stanley Davison, y eso es lo que voy a hacer.

—¿Las veinticuatro horas al día, siete días a la semana? No estará tanto tiempo en casa. Y sé que le has encargado a un segundo equipo que lo siga cuando salga.

Jillian se metió las manos en los bolsillos de su minifalda vaquera y asintió. Aquel era su primer trabajo de campo, y quería que todo saliera bien. Por eso había asignado más de un agente a la vigilancia de Stanley. Era caro, pero merecía la pena si conseguían las pruebas.

Un mes atrás, Stanley Davison había ganado un pleito contra el departamento de policía de Tampa. Había alegado heridas graves en el cuello y en la espalda durante una persecución policial, y había recibido una indemnización de dos millones de dólares. Al principio, Jillian no sintió ningún interés por el caso. A raíz de lo de Stanley, el departamento de policía se vio inundado de cargos y acusaciones por sus métodos, y estaba a la espera de enfrentarse a un aluvión de pleitos judiciales.

Pero una entrevista con el agente de seguros de la policía llamó la atención de Jillian. El portavoz de First Mutual Insureance se quejaba del elevado número de reclamaciones falsas que se le presentaban. La compañía tenía a sus investigadores trabajando a destajo, ya que con demasiada frecuencia los demandantes conseguían engañar a médicos y jurados.

Jillian hizo algunas averiguaciones y supo que First Mutual necesitaba ayuda. Inmediatamente, convenció a su tío Mick para que presentara un plan, pero ella quiso añadir algo más; algo que destacase a Hennessy Group del resto.

Algo como demostrar que Stanley Davison, el demandante más famoso del momento, era un fraude. Y además, con ello le demostraría a su tío que era ella, y no su hermano Patrick, quien merecía el puesto de director.

—Si siguen mis instrucciones —le dijo a Elisa—, Stanley Davison no hará nada sin que alguien de Hennessy Group tome nota. Cuando esté fuera, Jase y Tim lo seguirán. Y cuando esté en casa es cosa mía.

—Stan no es un tipo casero. ¿Qué harás cuando no esté?

Jillian prefería no pensar en el aburrimiento que sugería la pregunta de Elisa. Desde que se licenció, se había pasado en la oficina todos los días de la semana, de todas las semanas del año, salvo Navidad y Pascua. Llegaba a las siete de la mañana y nunca se iba antes de las siete de la tarde. Sus pasatiempos eran el estudio de antiguas investigaciones, revisar los libros de los contables y asegurarse de que ninguno de los empleados se diera cuenta de los errores de su tío.

Pero allí, lejos de la rutina diaria, no tenía nada más que un estafador para llenar el tiempo. Y quizá, el señor Trasero al otro lado de la calle.

—Supongo que me dedicaré a leer.

—¿Apasionadas novelas de espionaje?

—Informes de casos.

—Menuda distracción…

—Puede, pero una novela no va a ayudarme a conseguir lo que quiero —no iba a reconocer que tenía una novela de suspense escondida entre las ropas. Tenía que proteger su imagen de mujer negocios, incluso ante su mejor amiga.

Elisa se echó a reír. Se levantó y sacó las llaves del bolsillo de sus pantalones ceñidos.

—Puede que no, pero sí te ayudaría a conseguir lo que necesitas.

—No empieces otra vez con eso de que necesito un hombre. Ya tuve uno. Y un matrimonio. Lo único que quiero ahora es una empresa propia.

—Ninguna empresa te dará calor por la noche, cariño.

—Tengo mantas, y esto es Florida. No voy a pasar frío.

Elisa frunció el ceño, pero no discutió. Habían mantenido esa conversación demasiadas veces, y aunque Jillian nunca lo admitiera, era indudable que se sentía sola.

—Supongo que no querrás encargar un par de pizzas y revisar conmigo esta noche el caso Anderson, ¿verdad? —le preguntó Jillian, cuando Elisa bajó los escalones del porche.

—¿Repasar un caso cerrado contigo y con comida italiana? —Elisa miró por encima del hombro y sonrió—. ¿O acompañar a Ted en su vigilancia de la finca de Rinaldo? Que elección tan difícil…

—Te llamaré por la mañana —dijo Jillian.

Elisa subió al coche y bajó la ventanilla mientras arrancaba.

—¿Tienes todo lo que necesitas mientras tu coche está en el taller?

Jillian asintió y se despidió con la mano. No pudo evitar pensar que Neal, su ex marido, y ella se acostaban en el asiento trasero del coche cuando se suponía que él debía estar vigilando. En aquellos tiempos resultaba emocionante por la fascinación de lo prohibido, pero en esos momentos Jillian solo podía recordarlo con amargura, por lo ingenua que había sido.

Oh, cuánto echaba de menos el sexo prohibido… Y qué no daría por echar un vistazo al interior de la casa de su vecino. A su dormitorio. Por la noche…

Se dirigió hacia la puerta, decidida a mantener la cabeza en su sitio. Tenía trabajo que hacer, cajas que desempaquetar y llamadas que hacer antes de que Stanley Davison volviera a casa.

Pero, antes de empujar la puerta, sintió un escalofrío en la nuca. Un sudor helado se deslizó entre sus pechos.

Alguien la estaba observando.

Desde muy cerca.

Lentamente, giró la cabeza hacia la izquierda y por el rabillo del ojo captó un movimiento. Al otro lado de la calle, las persianas se habían movido. Podría ser el aire acondicionado. Algún animal doméstico.

O podría ser él.

Observándola.

El calor que la había abandonado segundos antes ardió en su estómago y se propagó en llamas por su interior. Tan solo la idea de que la estuviese mirando la hizo pensar en sensuales escenarios y abrasadoras situaciones de pasión.

Intentó sofocar sus fantasías recordándose que no sabía nada de aquel hombre que tal vez la estuviese observando. Podía ser un psicópata, o quizá solo fuera un fisgón, pero Jillian prefirió creer que le había gustado lo que vio minutos antes y que quería echar otro vistazo.

Pero eso sería todo lo que él consiguiera. Una simple mirada de vez en cambio, y como mucho un saludo cortés con la mano cuando se encontraran.

¿Y si él le hablaba? Jillian no quiso imaginárselo, pero su mente hedonista la torturó con sugerentes posibilidades. Un hombre como aquel debía de tener una voz capaz de derretir el chocolate.

 

 

Cuando sonó el teléfono móvil que llevaba en el bolsillo, Cade Lawrence dio un respingo y movió las persianas sin querer. Se maldijo por llamar así la atención, viendo cómo la imponente pelirroja movía la cabeza como si supiera que la estaba observando… y deseando como hacía tiempo que no deseaba a otra mujer, y menos a una desconocida.

Había algo en ella que le desbocaba el corazón. Por fuera ofrecía una imagen de frialdad y distanciamiento, pero el modo de caminar y su misteriosa sonrisa llamaban algo más que su atención.

Estaba excitado.

A través de la persiana de plástico había observado su retirada. Su cabello, recogido en una cola contra sus hombros descubiertos y pálidos. Cuando se paró junto a la puerta, la minifalda se le había levantado, ofreciendo una breve imagen de un muslo blanco. Se había dado la vuelta y mirado hacia él. No sonrió ni frunció el ceño.

Pero había mirado.

Cuando sonó el móvil por cuarta vez. Cade maldijo de nuevo y se apartó.

—¿Qué quieres?

—Oh, veo que estas dos semanas de clandestinidad empiezan a afectarte. Estás perdiendo facultades, Lawrence.

Cade gruñó. No estaba perdiendo facultades, pero sí la paciencia con su compañero, que lo llamaba todos los días igual que solía hacer su padre cuanto se fue a la universidad. El caso también lo impacientaba, y el hecho de que una hermosa irlandesa se hubiera mudado a la casa de enfrente rompía la monotonía en cierto sentido, pero, más que aliviar el estrés, lo hacía sufrir por una diversión que no podía permitirse.

Entró en la cocina y se llevó a la boca el último de los panecillos dulces que le quedaban.

—¿No se te ha ocurrido pensar que tu llamada podría interrumpir el trabajo policial?

—Es casi mediodía. Seguro que Davison está comiendo.

—Puede que no solo esté observando a Davison.

Una pelirroja con cola de caballo. Un cuerpo bien formado, no demasiado bajo, pero decididamente femenino, con unas voluptuosas curvas que parecían llamar a la mano de un hombre. Cade se limpió los dedos en la camiseta y pensó que estaba siendo patético. Esa mujer ni siquiera se había quitado las gafas de sol. Era demasiado fría.

Y sin embargo… su libido siempre le había causado problemas en sus labores de vigilancia, y le resultaba imposible no fantasear con la nueva vecina.

—Será mejor que Davison sea la única persona a la que estés vigilando, o Méndez se encargará de servir tu trasero a Asuntos Internos, junto a mi cabeza. Me he jugado mucho por conseguirte este puesto, Cade. Espero que no lo jorobes.

Incapaz de quitarse a la vecina de la cabeza, Cade volvió a la sala de estar y echó un último vistazo por la ventana. No había ningún coche aparcado en la entrada, de modo que no era probable que saliera pronto. Podría seguir espiándola más tarde. De momento, tenía que presentar su informe como un buen soldado.

Como un buen soldado sin nada que informar.

—Sí, sí, te lo agradezco tanto que se me saltan las lágrimas. Supongo que no podrías hacer que Davison cometiera algún error, como dar una voltereta lateral, ¿verdad? Algo que demuestre que está fingiendo…

—Si pudiera hacer eso, sería el preferido del teniente en vez de ti. Todavía no hay nada, ¿eh?

—El tipo es bueno —Cade volvió a la cocina y tiró el envoltorio de los panecillos a la basura—. Anoche inicié una conversación. Parece que es un fan de los Buc.

—¿Podrías conseguir que le diera algunas patadas a un balón? Serviría para probar que sus heridas no valen dos millones de dólares.

Cade frunció el ceño. El hecho de que el departamento de policía hubiera tenido que pagar esa suma a un ladrón y timador lo irritaba más que todas las horas que había pasado de servicio en los diez últimos años. Después de que Stanley Davison se interpusiera en la carrera de un policía durante el desfile anual de Gasparilla, se quedara inconsciente y empezase el aluvión de acusaciones, nadie en su sano juicio pensó que podría ganar el pleito, y mucho menos esa fortuna. Pero, por lo visto, ningún miembro del jurado estaba en su sano juicio.

Sin embargo, el nuevo alcalde no estaba de acuerdo, y había ordenado al departamento que demostrase la verdadera gravedad de las heridas de Davison. Sus abogados, preocupados por las implicaciones legales de una investigación oficial, aconsejaron a la policía que actuase con discreción. Cade, confinado a un escritorio desde que abriera fuego en el arresto de un sospechoso de asesinato, sugirió que le asignaran el trabajo. Después de todo, era uno de los mejores detectives de incógnito. Jake, el agente con el historial más limpio del departamento, habló con el teniente y lo convenció para que Cade y él se hicieran cargo del caso. Jugar al fútbol con un maestro del engaño como Stanley Stuart Davison tal vez no fuera muy sugerente, pero Cade haría cualquier cosa antes volver a rellenar fichas sin moverse de una mesa.

—Estoy trabajando en él —le dijo a Jake—. Es un tipo muy receloso.

—Yo también lo sería si tuviera que fingir por ese dinero. Lo que no entiendo es por qué se ha quedado en la ciudad. Tendría que haberse largado con la pasta.

Cade también había pensado en eso, y suponía que Stanley no solo era un timador, sino un timador increíblemente soberbio. Quería restregar su victoria en la cara de los policías durante un tiempo. Incluso el restaurante al que iba cada día era frecuentado por agentes y oficiales.

—Es muy listo, y va ser difícil de atrapar.

—Tu tipo de caso, ¿eh?

Cade se rio. Era el caso que nadie quería. Ni siquiera se planteaba la posibilidad de arrestarlo. Su única labor era reunir las pruebas necesarias para demostrar que Stanley Davison fingía o exageraba sus heridas. Los cargos por fraude llegarían después, cuando Cade se estuviera encargando de otra investigación, con suerte más entretenida.

Después de unos minutos más hablando con Jake, dejó el teléfono y miró su reloj. Stanley llegaría a casa dentro de veinte minutos, si cumplía con su horario habitual. Comía a diario en el Blue Star Diner; luego, tomaba café con los otros millonarios que se pasaban por allí. Después volvía a casa para dormir una siesta, ya fuera en una hamaca en el jardín trasero, o en la inmensa cama de agua de su dormitorio si el tiempo era malo.

Por suerte para Cade, el cielo estaba despejado y lucía un sol radiante. Si salía al jardín trasero de la casa, convenientemente subarrendada poco después de que Stanley se mudase a la de al lado, tal vez tuviera la oportunidad de entablar una conversación con él. Stanley necesitaba sentirse cómodo y despreocupado antes de cometer algún desliz.

Y como Cade ya había descubierto que Stanley apreciaba la jardinería, había ido a la tienda el día anterior y había comprado tres ramos de rosas. Las había colocado junto a la valla que separaba ambos jardines. Con un poco de suerte encontraría algo de lo que hablar.

Agarró la caja de herramientas que había dejado en el porche, y se dirigió hacia el jardín, mirando por encima del hombro hacia la casa al otro lado de la calle. Se preguntó si a su nueva y sexy vecina le gustarían los hombres con las manos manchadas de tierra.

Pero, que él supiera, la jardinería no figuraba entre las diez actividades más valoradas por las mujeres, de modo que era preferible que la pelirroja estuviese ocupada deshaciendo el equipaje en su nuevo hogar.

Aunque la casa parecía tan reformada y limpia como las otras del elegante barrio residencial, el departamento de policía prefirió pedirle el favor al propietario de la casa de enfrente cuando vieron el viejo aparato de aire acondicionado y las goteras en el techo.

Esa mujer tenía que estar forrada si había pagado el exorbitante precio que pedían, pero no sería la primera persona que despilfarraba el dinero en Tampa. El día anterior había llegado un enorme camión de mudanzas con suficientes muebles para amueblar dos casas.

Pero cuando la propietaria llegó aquella mañana, tan solo llevaba cinco cajas y una bolsa que tampoco parecía muy pesada. Cade se preguntó cómo se ganaría la vida, y qué la habría llevado a la zona más selecta de la ciudad.

Y también cómo sería su ropa interior…

Sacudió la cabeza y se preguntó si no estaría pillando una insolación. No tenía tiempo para tontear con la vecina. Le quedaban una semana o dos para conseguir algo, antes de que le asignaran otro caso. Y aunque se moría de ganas por volver a la calle, no le gustaba la idea de dejar una investigación a medias.

Y eso significaba no flirtear, ni hablar ni interactuar de ninguna manera con su nueva y hermosa vecina. No importaba lo apetitoso que pareciera su trasero, ceñido a la minifalda vaquera que llevaba. Ni lo contorneados que parecieran sus pechos bajo el top…

Dejó escapar una maldición. Si esa mujer podía encender su lujuria desde veinte metros de distancia, ¿cómo sería bajo las sábanas?

Abrió el grifo de la manguera y regó las rosas hasta que el agua las deshojó. Iba a necesitar una ducha helada si quería concentrar la atención en el caso. Donde debía estar.

 

2

 

Jillian agarró la nota que había entre la pared y el termostato. Reconoció la letra de Ted, y se preguntó qué estarían haciendo el director de su equipo técnico y su mejor amiga Elisa, en el asiento trasero de un coche.

«No vayas por ahí, Jillian». No, cuando sabía que aquellos dos estaban teniendo una vigilancia mucho más divertida que la suya.

—Apaga el aparato —leyó en voz alta—. Luego, enciéndelo. Espera cinco segundos y repite. Pulsa dos veces la flecha roja. Si no funciona, espera diez minutos y repite la operación.

Los técnicos que su tío había contratado podían colocar micrófonos y cámaras ocultas por toda una casa. Incluso podían desactivar sofisticados equipos de alarma. ¡Pero no sabían cómo arreglar un simple aparato de aire acondicionado!

Siguió las instrucciones por segunda vez aquella noche, y suspiró aliviada cuando el monstruoso armatoste de treinta años empezó a emitir un zumbido.

Miró su reloj. Eran las ocho y cinco. Había cenado dos horas antes el salón, mientras esperaba a que Stanley entrase en la casa. Jillian estaba deseando subir al piso superior y probar el equipo de vigilancia. Tal vez pillara a Stanley levantando pesas.

Aquel hombre era muy bueno perpetrando un fraude, y aunque era sospechoso de haber estafado a compañías aseguradoras, nadie había podido demostrarlo. Por suerte, Hennessy Group empleaba mejores tácticas, si bien no del todo legales, como la vigilancia secreta. Para Jillian era su primer trabajo, y el más importante. Stan era un profesional; y, según su tío Mick, el único modo de atrapar a alguien así era mediante el engaño.

Para que las cámaras y los micrófonos consiguieran algo, Stanley tenía que entrar en la casa, pero se había pasado casi toda la tarde charlando con el vecino de la casa de enfrente. De rosas, para ser exactos. Cuando la conversación se alargó más tiempo del que pasarían dos hombres hablando de flores, Jillian los miró con los prismáticos y empezó a leer sus labios. Era una habilidad que apenas podía usar en la oficina.

Aprendió tres cosas. La primera, que Stanley Davison se consideraba a sí mismo un experto en jardinería, entre otras materias como los viajes, la comida y el fútbol. La segunda, que el nombre de su vecino era Cade.

Cade… Nunca había oído antes ese nombre. ¿Sería un apodo? ¿El diminuto de un mote familiar traspasado de generación en generación?

—Cade —pronunció el nombre en voz alta, y sintió cómo se ruborizaba. Se imaginó a sí misma susurrándolo mientras él le besaba el cuello…

Y entonces aprendió la tercera cosa, que a punto estivo de obligarla a tomar una ducha fría: Cade tenía unos labios increíbles.

Carnosos, perfilados y expresivos, siempre curvados en una sonrisa, y rodeados por una mandíbula cuadrada, oscurecida por la barba de uno o dos días. Su boca era tan masculina como el resto de su cuerpo.