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En ruinas

un funcionario de la ciudad vino a nuestra casa un día. Se trataba de una especie de inspección, pues en aquellos años mi padre se moría de ganas de construirle un anexo a la casa original, y necesitaba ciertos permisos. El hombre blanco llegó con un portapapeles en su mano izquierda, y comenzó a examinar ventanas y alarmas de incendio, tras lo cual fruncía el ceño y tomaba notas.

Nuestra casa se encontraba al norte de Nueva Jersey, y era muy vieja. No tenía sótano, no tenía closets, no tenía puertas en las habitaciones. La sala era una caja y la cocina ocupaba la mayoría del primer piso.

De pie en nuestra cocina, el funcionario de la ciudad habló entre dientes.

—Esta casa debería ser declarada en ruinas.

Mami quería saber qué había dicho.

—¿Qué dijo?

—Nada.

Ahora no recuerdo si lo que dije fue «Nada», o si me quedé en silencio. Creo que en el momento tenía doce años y no conocía la traducción al español de condemned. No tenía palabras en mi idioma que dijeran esta fotografía en la pared, esta olla de fríjoles negros, la radio que escuchamos todos los días, las historias que nos cuentas… él está diciendo que nada de esto importa. Que no solo deberíamos tirarlo, sino que debería demolerlo una aplanadora.

Comencé a escribir esta historia en el año 2000, cuando la publicación feminista Ms. me concedió un espacio en sus páginas para escribir una columna habitual. Tenía veinticinco años y estaba aterrorizada de escribir para personas reales que podrían declararme en ruinas, así que escribí sobre lo que pensé que sabía, como por ejemplo por qué mi mamá no se consideraba una feminista, y por qué queríamos consejos de mujeres que hablaban con los muertos.

Cuando mi contrato con la revista Ms. llegó a su fin, seguí escribiendo. Quería entender las preguntas de mi mamá, y a mi tía Dora, quien pensaba que yo era una india; también quería entender a mi papa, que bebía mucho. Necesitaba ver sobre el papel a las mujeres y al padre que había amado, rechazado y traicionado, y escribirlos sin la mancha del hombre blanco que pensaba que nuestras vidas y nuestras historias debían ser derribadas con un buldócer.

También quería testificar. Decir: esto sucedió. Estas historias silenciosas sucedían mientras los hombres en traje de Washington agitaban sus guerras privadas en Centroamérica, cuando comenzaron a empujar las fronteras hacia los desiertos, cuando insistieron con su política de «No preguntes, no digas», cuando firmaron el nafta1 y todos comenzaron a buscar la seguridad de las esquinas. Mi mamá y mi papá rezaron con más devoción. Mi tía Chuchi contó otro cuento. Y yo lo escribí todo. Era peligroso creer que mi historia, nuestra historia, cualquier historia podía sostenerse por sí misma. Las feministas me enseñaron esto. El periodismo lo ha confirmado.

Periodismo: una palabra sofisticada para decir que pasé muchos días con mis manos en las historias de otras personas, preguntando y respondiendo, porque nada sucede como un fenómeno aislado, especialmente cuando tiene que ver con el idioma. Nada es más vulnerable que las palabras que salen de nuestras bocas, porque nada tiene más poder.

Yo tenía palabras en 1980. Eran del color del cobre y las cenizas y las granadas.

Pero Ronald Reagan fue elegido como presidente aquel año y John Lennon fue asesinado; y antes de eso, era de mañana y ellos habían venido por mí.

1 Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Nota del traductor.