jaz2144.jpg

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2007 Fiona Harper

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

En mitad de la noche, n.º 2144 - julio 2018

Título original: Break Up to Make Up

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-9188-622-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Adele contuvo el impulso de salir del baño corriendo y gritando. Cerró los ojos, respiró hondo y les ordenó a sus manos que dejaran de temblar. Cuando sintió que su corazón se calmaba un poco, volvió a abrir los ojos.

Nada había cambiado. Su bañera estaba habitada por ocho patas y un cuerpo gordo y peludo. Dio unos pasos atrás, sin apartar la vista de las largas patas.

En cuanto el borde de la bañera le ocultó la visión del bicho, tanteó la estantería que había encima del lavabo. La pasta dentífrica y el cepillo de dientes volaron cuando asió el vaso en el que descansaban. Lo único que necesitaba en ese momento era algo plano y no demasiado flexible. Posó la vista en todas partes casi sin poder ver nada. Se obligó a buscar con más lentitud.

Sobre el cesto de la ropa estaba la revista que había leído la última vez que se había dado uno de sus baños rituales. El mismo que debería estar disfrutando en ese momento de no ser por la intrusa. La crispó que le estropeara los planes para esa noche.

Agarró la revista y marchó hacia la bañera, tratando de que sus piernas no vacilaran a medida que se acercaba. Alzó el vaso invertido y esperó que no le resbalara de la mano. Hasta las yemas de los dedos parecían sudorosas. Dos pasos más y se hallaría lo bastante cerca.

En ese instante el vaso se encontraba a sólo unos centímetros de la criatura. Todo pareció quedarse quieto. Hasta la araña… como si percibiera que se aproximaba. Y entonces fue un torbellino de velocidad. Directamente hacia ella por el costado de la bañera.

Adele no se detuvo a pensar; simplemente, lanzó el vaso y la revista en la dirección de su atacante y salió corriendo del baño. Y mientras el sonido del vidrio al fragmentarse reverberó en sus oídos, cerró de un portazo y se apoyó en la superficie. Por si trataba de mover el picaporte.

Se dijo que su fobia la volvía irracional. En ese punto debería haberse alejado de la puerta, pero un ruido procedente del interior del cuarto de baño hizo que apretara con más fuerza el pomo.

Si al menos…

No, no iba a desear que estuviera allí.

No necesitaba a ningún hombre para capturar una araña. Y menos a ese hombre.

Olvidó el pomo al suspirar y pasarse los dedos por el pelo.

«Puedo hacerlo», pensó allí en el silencio. «He de hacerlo. Nadie más va a hacerlo por mí».

Se volvió para encarar la puerta del cuarto de baño y se imaginó vestida con uno de sus trajes de trabajo y no el albornoz, el pelo recogido como de costumbre a la altura de la nuca, sin caerle sobre los hombros y la cara. Todo era una actitud mental. Con determinación se podía hacer cualquier cosa.

La habían enviado a uno de esos estúpidos seminarios de entrenamiento cuando trabajaba para Fenton & Barrett. Había fingido que prestaba atención, pero en realidad había estado pensando cómo iba a abrir su propia empresa de consultoría empresarial. Desde entonces, había hecho realidad sus sueños y, desde luego, podía emplear el mismo truco en ese momento.

Esa gente había hablado de visualización. Se concentró, y en su mente la criatura del baño se convirtió en una frágil mariposa de colores brillantes.

Cualquiera podía recoger una mariposa, ¿verdad?

Abrió de golpe la puerta y marchó hacia la bañera. El fondo estaba cubierto de vidrio roto, pero la criatura que buscaba se hallaba a mitad de camino del lateral.

–Mariposa –murmuró mientras extendía la mano y cerraba los dedos sobre ella. La distancia desde el borde de la bañera hasta la ventana de pronto se estiró hasta adquirir la extensión de un campo de fútbol. Trató de caminar despacio, pero después de un paso y medio, corría–. ¡Mariposa! –gritó cuando las patas empezaron a retorcerse en su mano–. ¡Araña, araña, araña, araña! –chilló al abrir la ventana con la mano libre y tirar a la cosa horrible por el hueco. Luego tembló y se frotó la palma contra el albornoz una y otra vez.

Se dijo que en ese momento sí que necesitaba el baño que había planeado darse. Pero antes de poder realizarlo, tenía que quitar todos los fragmentos de vidrio. No había nadie para cazar las arañas ni nadie que quitara un fragmento que pudiera olvidarse, de modo que más le valía hacer un buen trabajo.

Tenía la cabeza metida en el armario que había bajo el fregadero en la cocina cuando sonó el timbre. El sol acababa de ponerse y aún había suficiente luz como para no tener que encender la eléctrica, pero estaba lo bastante oscuro como para no poder encontrar el recogedor y el cepillo.

El timbre sonó otra vez y se golpeó la cabeza con la parte superior del armario. No tenía un timbre que se pudiera olvidar. Era uno de esos insistentes que rechinaba como un viejo timbre de bicicleta.

Lo único que había querido ese sábado por la noche, después de pasar todo el día en la oficina, había sido sumergirse en un denso baño de espuma y leer cuatro capítulos de su libro. Se dijo que no era mucho pedir.

Se frotó la coronilla y con pasos silenciosos fue hacia la puerta, que abrió sin importarle estar aún con el albornoz puesto.

Iba a soltar un seco «Sí. ¿Qué quiere?». Pero las palabras murieron en sus labios. Apoyado contra la pared, con un brillo divertido en los ojos y un hoyuelo en cada mejilla, se encontraba el hombre más desesperante que había tenido la desgracia de conocer.

Sabía que se había quedado boquiabierta, pero no parecía capaz de cerrar otra vez la boca. Él sonrió y los hoyuelos se acentuaron.

–Hola, Adele.

–¡Nick!

En los últimos minutos, el sol había bajado aún más por el horizonte suburbano y el destello que proyectaba la luz del porche hacía que, en contraste, él pareciera cálido y dorado.

Parecía tan… real. No como el Nick al que le había estado gritando mentalmente en los últimos nueve meses. En su recuerdo, lo había hecho más bajo, más juvenil y mucho menos atractivo. Pudo sentir la química familiar crepitar ya en su cerebro.

La miró a los ojos y ella sintió que perdía algunas neuronas más.

Nick enarcó una ceja.

–El mismo.

Adele movió la cabeza, sin saber siquiera por dónde empezar. ¿Qué hacía allí? ¿Cuánto tiempo llevaba en el país? Y, lo que era más importante, ¿qué hacía ante su puerta, como si nunca hubiera pasado nada?

–¿Puedo pasar?

Tuvo ganas de cerrarle la puerta en las narices, de decirle que podía perderse y que, si era imprescindible, se pusiera en contacto con ella a través de su abogado, pero descubrió que asentía. Siempre había conseguido que hiciera lo que él quería. Y aunque tenía buenas intenciones, de forma extraña era ella la que siempre terminaba lastimada o teniendo que ordenar el caos.

Había sido una mala idea dejar que Nick Hughes entrara en su vida.

Y aún peor había sido casarse con él.

 

 

Adele fue por el pasillo seguida por él. En cuanto llegaron a la cocina, se volvió para mirarlo.

–¿Qué quieres, Nick?

Era el momento que él había estado esperando, el momento que había repasado mentalmente tantas veces que ya había perdido la cuenta. Y en sus sueños nunca se había sentido nervioso.

Adele se volvió para mirarlo y Nick trató de no encogerse. Había temido eso. Había esperado que, después de tanto tiempo, la encontraría más propensa a hablar. Era evidente que se había equivocado. El tiempo no había causado impacto alguno en el proceso de curación.

Contarle sin rodeos qué hacía allí no iba a funcionar; tendría que ir despacio. Contuvo la súplica que quería escapar de sus labios y, en cambio, sonrió.

–Bonita manera de recibir a tu marido.

Adele entrecerró los ojos.

Él respiró hondo. Tenía que hacer algo antes de que lo pusiera de patitas en la calle. Debía permanecer en el mismo edificio hasta que ella lo escuchara.

–¿Qué te parece una taza de té?

Ella siguió mirándolo, con las pupilas contrayéndose hasta no ser más grandes que unas cabezas de alfiler. Reconoció que no era su mejor esfuerzo, pero tenía el cerebro en huelga después de lo que parecía una semana en un avión, y una taza de té le brindaría otros quince minutos hasta poder convencer a Adele.

–He hecho un viaje realmente largo –añadió.

Ella se quedó tan quieta, dura y fría como el granito de las encimeras de la cocina. Y justo cuando creía que se había solidificado y que permanecería de esa forma para siempre, movió la cabeza y fue hacia la tetera. La vigiló bien. Cuando Adele se hallaba de ese humor, existía la misma probabilidad de que enchufara la tetera como de que se la pudiera tirar a él.

La llenó de agua de espaldas a él mientras repetía su pregunta anterior.

–¿Qué quieres, Nick?

Esperó hasta que se dio la vuelta.

–Necesitamos hablar.

Ella movió la cabeza.

–No. Necesitábamos hablar meses atrás. Ya es demasiado tarde.

–Tengo algo importante que necesito discutir contigo.

–¡Ja!

Se encogió para sus adentros.

–¿Qué significa ese «Ja»?

–Tú no sabes lo que es importante, ¿verdad, Nick? O responsable, o fiable, o cualquier cosa que pueda requerir mostrarse mínimamente serio.

Adele estaba a la ofensiva. Todas sus buenas intenciones se fueron abajo y recurrió a la única forma de defensa que funcionaba. Sonrió levemente.

–Es parte de mi encanto.

Ella no mostró ni un atisbo de sonrisa. Nada salía como él había planeado. Estaba tan cansado que apenas era capaz de pensar con coherencia, por lo que probó lo único de su arsenal que garantizaba una reacción.

Los momentos desesperados requerían medidas desesperadas.

Amplió la sonrisa un poco y la observó para ver si era capaz de percibir un deshielo. Sabía que ella era incapaz de resistirse a sus hoyuelos.

–Para, Nick.

Se encogió de hombros con absoluta inocencia.

–Sé lo que estás haciendo y no va a funcionar.

Sería la primera vez.

Era evidente que Adele había añadido unos centímetros de armadura en su ausencia. Pero siempre había grietas; sólo había que localizarlas. De hecho, era una de las cosas que más le había atraído de ella al principio, esa fachada helada que ocultaba un núcleo abrasador. Fuego y hielo…

Fue hacia ella y la vio retroceder.

–¿Has dicho que querías hablar? Bueno, en este momento estoy ocupada.

–Puedo verlo –la miró de arriba abajo y sintió una familiar oleada de calor al ver una bonita pierna revelada por la separación del albornoz.

Adele se irguió y se ajustó aún más el cinturón del albornoz.

–Llámame al despacho la semana que viene. Estoy en medio de un gran proyecto, pero puede que el jueves tenga algunos minutos para dedicarte. ¿Dónde te vas a alojar?

Nick enarcó las cejas y miró en torno al cuarto.

–¡Ni lo sueñes! No vas a quedarte aquí.

Él parpadeó.

–También es mi hogar.

–Corrección. Podría ser tu casa, pero dejó de ser tu hogar en cuanto cruzaste el Atlántico y no te molestaste en volver en nueve meses.

Cruzó los brazos y lo miró. Nick decidió que no era el momento de recordarle que había vuelto… en cuanto había podido. Dos cortas semanas después de la monumental pelea, había viajado ocho mil kilómetros para arreglar las cosas. Pero al entrar en la casa la había encontrado vacía. Adele se había trasladado y estaba viviendo con su mejor amiga.

Estaba claro que Adele no se hallaba de humor para enfrentarse a los errores que había cometido. Para ser sincero, tampoco él creía ser capaz de encarar los recuerdos. De modo que los desterró a un rincón del cerebro.

Se quitó la chaqueta, la puso en el respaldo de una de las sillas que rodeaban la gran mesa de pino y se dejó caer en el mullido sofá empotrado en un rincón de la amplia cocina de estilo vaquero.

–¿Qué tal un té?

Adele cerró los ojos y hundió los hombros. Había ganado el primer asalto, pero Nick tuvo ganas de darse una patada en el trasero por hacerla parecer tan cansada.

–Póntelo tú. Yo me voy arriba. Y si piensas que vas a meter esa maleta que has soltado en el vestíbulo en mi dormitorio, piénsatelo de nuevo. Ya sabes dónde está la otra habitación.

Eso le dolió.

Hizo una mueca cuando Adele giró en redondo y subió con determinación las escaleras. No había manejado bien la situación, pero habría sido una temeridad continuar con la discusión. Hacía tiempo había aprendido que la solución era hacerla reír.

Tenía un excelente sentido del humor; pero la mayoría del tiempo lo mantenía a raya. Y si algo se le daba bien, era hacer reír a su esposa.

Dejó que su cabeza cayera sobre el respaldo del sofá y cerró los ojos.

Sabía lo que ella pensaba: que su marido había elegido un trabajo que se presentaba una vez en la vida en vez de a ella. Adele estaba demasiado ocupada mostrándose arrogante como para ver que era ella quien se había negado a ceder un solo centímetro. Había sido decisión de ella poner el matrimonio en espera.

Podía haber dos lados para cada historia, pero Adele siempre, siempre estaba convencida de que el suyo era el correcto. Lo irritante era que casi siempre eso era cierto. Sin embargo, de vez en cuando entendía las cosas espectacularmente mal. Y entonces, por lo general se trataba de algo importante.

Adoptó una posición más cómoda. La diferencia horaria empezaba a dejarse notar y ese sofá era cómodo. La chaqueta de uno de los trajes de ella estaba sobre el respaldo. Olía a su perfume, cálido y penetrante. Si cerraba los ojos, casi era como si la tuviera sentada junto a él.

Habían pasado muchas veladas felices acurrucados en aquel viejo sofá, con unas copas de vino después de haber terminado de cenar. Y había habido otras ocasiones en que habían usado el sofá para empresas mucho menos relajantes…

Sonrió mientras caía en el sueño. Menos relajantes pero mucho más divertidas.

 

 

La puerta de la cocina crujió levemente cuando Adele la abrió. Hizo una pausa. Reinaba el silencio. Demasiado silencio. Nick era como un crío travieso en ese sentido. Si estaba en silencio, lo más probable era que no tramara nada bueno. La puerta terminó de abrirse y lo vio echado sobre el sofá, durmiendo como un bebé.

Hasta eso hizo que quisiera gritar. ¿Cómo conseguía eliminar la tensión que había entre ellos y sumirse en la inconsciencia? Ella no estaba tan relajada. Era como si hubiera bebido diez cafés. Volvió a mirarlo y suspiró sin darse cuenta.

Tan dormido, parecía un ser angelical. Llevaba el pelo lo bastante largo como para que no se le pusiera de punta y siempre parecía haber un mechón que le caía sobre la frente. Muchas veces se había despertado por la mañana, le había sonreído y se lo había apartado de la cara. Le costó contenerse en ese momento para no repetir el gesto.

Tenía que largarse de allí. Ya. Antes de que olvidara todas las razones por las que Nick Hughes no debía permanecer a un radio de diez kilómetros de su corazón.

Recogió el bolso de la encimera y cerró la puerta. Momentos más tarde, se había puesto el abrigo, la bufanda y los guantes y marchaba calle abajo. Mediados de febrero en Londres era invariablemente un mes húmedo y frío, y esa noche no quería apartarse de la tendencia imperante.

Se encontró ante la casa de Mona. Su vida en precario equilibrio acababa de caer por un precipicio y necesitaba a su mejor amiga. Mona abrió la puerta con un bebé apoyado en la cadera.

–¡Dios mío, Adele! ¿Qué ha pasado?

–Es Nick.

Mona se llevó una mano a la boca.

–¿Le ha…? ¿Ha habido un accidente?

–No. Peor.

–¿Peor que caerse por la cara de una montaña?

–No tengo ni idea de si ha estado haciendo alpinismo o no, pero sé dónde se encuentra en este preciso momento. Mi marido amante de los deportes de riesgo está vivito y coleando y bien dormido en nuestra cocina… mi cocina.

Mona frunció el ceño. Abrazó a Adele en un gesto súbito e inesperado.

–Será mejor que pases y me lo cuentes.

Cuando Adele se apartó, tenía baba del bebé en la solapa de su abrigo. Acarició la cabeza de su ahijada y le dio un beso, luego dejó que Mona la condujera al salón.

–Apareció de repente.

–¿Sin previa advertencia?

–¿Qué? ¿Nick? ¿El hombre que es tan malo haciendo planes de futuro que ni siquiera es capaz de decidir qué tomar para la cena hasta que tiene hambre?

Mona dejó a Bethany en el suelo y le dio un sonajero para que se entretuviera.

–¿Qué quiere?

Adele se encogió de hombros.

–¿Quién sabe? Intenté preguntárselo, pero se puso como… Nick conmigo. Dice que quiere hablar.

–¿Sobre qué?

Adele suspiró.

–Supongo que podría haber vuelto para pedir, ya sabes… el divorcio –musitó–. Eso explicaría por qué no quiere empezar a explicarlo. Ni siquiera Nick aparecería después de nueve meses…

–De hecho, nueve y medio.

Adele cerró los ojos fugazmente y movió la cabeza.

–Bueno, los que sean. Ni siquiera Nick aparecería y diría, «Hola, cariño, estoy en casa… y, a propósito, ya eres historia».

Mona asintió.

–Por supuesto, primero querría entrar –Mona le dedicó una mirada de curiosidad–. ¡Por favor, no me digas que lo quieres de vuelta!

Una respuesta refleja debería haber salido de su boca. Un firme «No. Claro que no. Ni en un millón de años». En cambio, cerró los ojos y se frotó los lados de la cara.

–¿Adele?

–Pensé que quería que se fuera para siempre. Era una decisión fácil cuando se hallaba a miles de kilómetros de distancia, pero ahora ha vuelto y… No sé… El divorcio parece tan… definitivo.

–¡No te atrevas a dejar que te pueda con ese encanto juvenil, Adele!

–¡No lo hago!

–¡Bah! Flojeas. Veo las grietas desde aquí. ¿Has olvidado cómo te trató cuando se marchó?

No, no lo había olvidado. Recordaba hasta el último detalle del día en que le había soltado la bomba.

Su trabajo como diseñador de efectos especiales para películas para la televisión y el cine había empezado a despegar después de años de sólo ir tirando.

Después de un par de anuncios de éxito para la televisión, le habían pedido que hiciera los efectos especiales para una película independiente de bajo presupuesto. En contra de lo esperado, la película había sido un éxito de taquilla y el nombre de Nick se había asentado con firmeza en el mapa. Los dos se habían mostrado más que satisfechos en aquel momento. Ella incluso había podido aguantar el extraño horario y el hecho de que él podía desaparecer durante días seguidos para regresar a menudo de madrugada sin decir nada. De haber sabido lo que crearía todo eso, quizá no se hubiera mostrado tan encantada.

Un día, él entró en su despacho y soltó la gran noticia, con una sonrisa tan amplia que Adele creyó que se le iba a separar la cara. Le habían ofrecido un trabajo en un gran proyecto de Hollywood, una película de ciencia ficción, y disponía de cinco días para hacer el equipaje y marcharse a California a conocer a los productores. Si les gustaba, debía empezar casi de inmediato.

En ese momento las cosas empezaron a ir realmente mal. Nick había estado tan ocupado en los meses siguientes, que Adele se había sentido como si volviera a estar soltera. A menudo la única prueba de que había vuelto a casa cuando despertaba por las mañanas eran los planos para el siguiente dispositivo que iba a construir garabateados en los márgenes de uno de sus informes.

Y luego había querido que dejara su negocio atrás y se trasladara a medio mundo de distancia con una llamada improvisada. Como si no importara nada, cuando por primera vez en la vida ella tenía raíces. Un hogar. Un objetivo. Bajo ningún concepto pensaba tirar todo eso por la borda por un capricho. Había sido el momento de poner el freno.

Tuvieron una gran pelea. La peor que jamás habían tenido… lo que ya era decir. Aun así, cuando ella había gritado: «¡Llévate ese estúpido trabajo si lo consideras tan importante!», no había esperado que él le hiciera caso y se subiera a aquel avión.

La voz de Mona la devolvió al presente.

–Vamos. Tienes que ser fuerte.

–Soy fuerte –bajó la cara. Al menos quería serlo. Mes tras mes fingiendo que había estado bien sin Nick había resultado muy agotador.

El marido de Mona se había ido cuando el segundo bebé había llegado hacía sólo diez meses. Las dos habían superado los primeros meses de sus crisis individuales canalizando su furia en sesiones semanales de discursos ampulosos en el salón de Mona.

El período posterior a la partida de Nick había sido el peor de su vida y no iba a darle la oportunidad de volver a enviarla a aquel lugar solitario y oscuro.

Se irguió.

–No, tienes razón. ¿Quién necesita a los hombres?

–Eso está mejor. Y ahora, ¿cómo te vas a enfrentar a ese aventurero que duerme en tu cocina?

Lo que tenía ganas de hacer era regresar a toda carrera a casa y mirarlo mientras dormía. Despertarlo con besos y demostrarle lo mucho que lo había echado de menos.

Pero no podía ceder de esa manera. No lo haría.

Nick había hecho lo único que había prometido no hacer nunca: la había dejado, y no pensaba darle la oportunidad de que volviera a hacerle daño. Al menos, eso era lo que le decía su cabeza. Su corazón tenía sus propios planes alocados.

Movió la cabeza.

–Supongo que voy a tener que ir y hablar con él en algún momento. Pero no puedo hacerlo esta noche. Cuando Nick me sorprende, siempre termino por aceptar alguno de sus planes descabellados. Necesito estar preparada. Centrada.

No podía dejar que Nick supiera que aún tenía el poder de hacerla temblar cada vez que se acercaba. Lo utilizaría contra ella. Le haría creer que tenían una oportunidad y después volvería a quitarle la alfombra de debajo de los pies. Era inevitable.

Necesitaba protegerse. Nick debía creer que era totalmente inmune a él y era imposible que esa noche pudiera convencerlo de eso. Seguía en un estado de conmoción y lo más probable era que hiciera alguna estupidez… como decirle que había bromeado al decirle que se fuera a la habitación libre.

–Quédate aquí –dijo Mona–. Podemos trazar los planes de batalla con una botella de vino.

–Gracias, Mona. Me has salvado la vida.

Mona recogió a Bethany y se levantó.

–Vamos, pequeña. Es hora de irse a la cama –se volvió justo antes de salir del salón–. ¿Está al corriente de… ya sabes?

Adele juntó los dedos y apretó hasta que le dolieron los nudillos.

–No. Nunca se lo conté.