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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Melanie Milburne

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Compromiso incierto, n.º 2636 - julio 2018

Título original: The Tycoon’s Marriage Deal

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-669-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ERA LA mejor tarta de boda que Tillie había decorado nunca, pero ya no iba a haber boda. La boda de sus sueños. La boda que había planeado y deseado durante más años de los que quería contar.Miró la tarda de tres pisos con pétalos de azahar intercalados que había tardado horas en elaborar. Eran tan realistas que casi podían olerse. El delicado encaje que rodeaba la tarta le había llevado mucho tiempo. Incluso le había puesto a la novia de mazapán que coronaba el conjunto su cabello castaño claro, los ojos marrones y el tono de piel pálido, y había utilizado un poco de la tela del vestido de novia y del velo para vestirla igual. Aunque… se había permitido una pequeña licencia con el cuerpo de la novia, haciendo que pareciera que pasaba horas en el gimnasio en lugar de en la cocina rodeada de deliciosas tartas que tenía que probar para conseguir el equilibrio justo de sabores.

El novio era igual que Simon, rubio y de ojos azules… aunque el esmoquin que le había pintado encima ahora estaba lleno de agujeros.

Tillie agarró otro alfiler y lo puso en la entrepierna del novio.

–Toma, traidor.

¿Quién hubiera imaginado que las figuritas de mazapán podrían ser tan buenas muñecas de vudú? Tal vez podría hacer otra línea de negocio para novias abandonadas elaborando tartas con la figura de sus ex.

–Oh-oh –Joanne, su ayudante, entró en la cocina–. Tu cliente favorito te está esperando. Tal vez debería advertirle de que ahora mismo estás en contra de todos los hombres.

Tillie se apartó de la tarta para mirar a Joanne.

–¿Qué cliente?

A Joanne le brillaban tanto los ojos que parecían diamantes.

–El señor petisú de chocolate.

Tillie sintió cómo se le calentaban las mejillas más deprisa que el horno de cocer. Durante las dos últimas semanas, cada vez que aquel hombre entraba en la pastelería exigía ser atendido por ella. Siempre la hacía sonrojarse. Y siempre quería lo mismo: uno de sus petisús de chocolate belga. No sabía si enfadarse con él por hacer que se pusiera roja o por ser capaz de comerse un petisú de chocolate al día y no tener un gramo de grasa.

–¿No puedes servirle tú por esta vez?

Joanne sacudió la cabeza.

–No. Quiere hablar contigo y me ha dicho que no se irá hasta que lo haga.

Tillie frunció el ceño.

–Pero te dije que esta tarde no quería interrupciones. Tengo tres tartas de cumpleaños infantiles que decorar y luego ir a visitar al señor Pendleton al centro de descanso. Le he hecho su dulce favorito.

–Este tipo no es de los que aceptan un «no» por respuesta –aseguró Joanne–. Además, deberías ver lo impresionante que está hoy. ¿Dónde diablos mete todas las calorías que le vendes?

Tillie volvió a girarse hacia la tarta y puso un alfiler en el ojo derecho del novio.

–Dile que estoy ocupada.

Joanne dejó escapar un suspiro.

–Mira, Tillie, ya sé que fue duro para ti que Simon te dejara, pero han pasado tres meses. Tienes que seguir adelante. Creo que le gustas al señor petisú de chocolate. Al menos te está prestando muchísima atención. ¿Quién sabe? Esta podría ser tu oportunidad para salir y divertirte como nunca.

–¿Seguir adelante? ¿Por qué debería seguir adelante? –preguntó Tillie–. Estoy bien donde estoy ahora mismo, muchas gracias. He terminado con los hombres. Del todo –colocó tres alfileres más en la virilidad del muñeco de mazapán.

–Pero no todos los hombres son…

–Aparte de mi padre y el señor Pendleton, los hombres son una pérdida de tiempo, dinero y energía –aseguró Tillie.

Cuando pensaba en todo el dinero que se había gastado en Simon para ayudarlo a empezar otro negocio que había terminado fracasando… cuando pensaba en todo el esfuerzo que había puesto en su relación, la paciencia que tuvo con el compromiso de Simon de no tener relaciones sexuales antes del matrimonio debido a su fe para que luego terminara teniendo una aventura con una chica que había conocido en una página de citas de Internet.

Tillie había pasado años a su lado dejando sus propios asuntos de lado para ser una buena novia y luego una buena prometida. Fiel. Leal. Dedicada.

No. Seguir adelante significaría tener que volver a confiar en un hombre y eso nunca iba a pasar. No en esta vida.

–Entonces… ¿quieres que le diga al señor petisú de chocolate que venga en otro momento? –preguntó Joanna estremeciéndose al ver el muñeco de Simon lleno de alfileres.

–No. Voy a salir a verle.

Tillie se quitó el delantal, lo tiró a un lado y salió al mostrador de su pequeña pastelería. El señor petisú de chocolate estaba mirando los pasteles y pastas del mostrador de cristal situado bajo la barra de la tienda. Cuando se dio la vuelta y la miró a los ojos, Tillie sintió en el pecho algo parecido a una descarga eléctrica. Parpadeó dos veces como hacía siempre que él la miraba. ¿Cómo era posible tener los ojos de un azul tan raro, con aquel tono gris rodeando el iris? Tenía el pelo castaño claro con reflejos dorados naturales, como si hubiera pasado recientemente un tiempo al sol, y la piel aceitunada.

Y era alto. Tan alto que tenía que agacharse para entrar en la pastelería.

Pero era su boca lo que más llamaba la atención de Tillie. Por mucho que lo intentara, no podía apartar los ojos de ella. El labio superior parecía esculpido, y solo era un poco más fino que el inferior, lo que sugería que aquella boca sabía todo lo necesario sobre sensualidad. Era tan increíblemente masculino que hacía que los modelos de lociones para después del afeitado parecieran monaguillos.

–¿Lo de siempre? –preguntó Tillie agarrando una bolsa de papel marrón.

–Hoy no –afirmó él con su voz profunda y clara–. Esta vez voy a abstenerme de esta tentación.

A Tillie se le sonrojaron tanto las mejillas que podía haberse cocinado en ellas.

–¿Puedo tentarle con alguna otra cosa?

«Mala elección de palabras».

El hombre esbozó una media sonrisa.

Me pareció que ya era hora de presentarme. Soy Blake McClelland.

Conocía aquel nombre. Blake McClelland, un playboy internacional, hombre de negocios de gran éxito y reputado mago de las finanzas. La casa de campo que Tillie cuidaba para el anciano dueño, el señor Pendleton, se llamaba McClelland Park. La había vendido Andrew McClelland a regañadientes cuando su joven esposa murió trágicamente, dejando atrás a un hijo de diez años. El hijo que ahora tendría treinta y cuatro años, exactamente diez más que ella.

–¿En qué puedo…eh… ayudarlo, señor McClelland?

Blake le tendió la mano, y tras un momento de vacilación, Tillie se la estrechó. El roce de aquella piel masculina en la suya le resultó tan electrificante como una corriente de alta tensión.

–¿Podemos hablar en algún lugar privado? –preguntó él.

Tillie sintió de pronto que le resultaba difícil pensar, y mucho más hablar. Aunque apartó enseguida la mano de la suya, la sensación de su contacto seguía recorriéndole el cuerpo.

–Ahora mismo estoy muy ocupada…

–No te robaré mucho tiempo.

Tillie quería negarse, pero era una mujer de negocios. Era importante mostrarse educada con los clientes, incluso con los molestos. Tal vez quisiera contratarla para hacer algún cáterin. Sería una tontería negarse a hablar con él solo porque la hacía sentirse un poco… desquiciada.

–Mi despacho está por aquí –dijo Tillie abriendo paso hacia el taller. Todas las células de su cuerpo eran conscientes de que él la seguía a unos pocos pasos.

Joanne alzó la vista de la tarta de cumpleaños infantil que fingía decorar con los juguetes de mazapán que Tillie había preparado la semana anterior.

–Voy al mostrador, ¿te parece? –dijo con una sonrisa radiante.

Gracias –Tillie abrió la puerta que daba al despacho–. No tardaremos mucho.

Le gustaba pensar en aquella estancia como en su despacho. Pero ahora, con Blake McClelland ocupando la mayor parte del espacio, le pareció una caja de zapatos.

Tillie señaló con la mano la silla que había delante del escritorio.

–Siéntese, por favor.

–Las damas primero.

Hubo algo en el brillo de sus ojos que la llevó a pensar en otro contexto completamente distinto. Tillie apretó los dientes y siguió sonriendo mientras tomaba asiento.

–¿Qué puedo hacer por usted, señor McClelland?

–En realidad se trata más bien de qué puedo hacer yo por ti –su sonrisa se tornó enigmática.

–¿Qué quiere decir eso? –Tillie le insufló a su voz un tono frío de hostilidad.

Blake miró al taco de facturas que ella tenía sobre la mesa. Tres de ellas estaban marcadas con rotulador rojo, indicando que era el último aviso. Tendría que haber estado ciego para no verlas.

Corre el rumor de que estás pasando un periodo de dificultades financieras –dijo.

Tillie mantuvo la espalda más recta que la regla que tenía sobre la mesa.

–Disculpe si esto suena brusco, pero no entiendo qué tiene que ver mi actual situación económica con usted.

Blake no apartó los ojos de ella. Ni siquiera parpadeó. A Tillie le recordó a un francotirador que estuviera apuntando al objetivo con el dedo en el gatillo.

–Me he fijado en la tarta nupcial al entrar.

–No es de extrañar. Esto es una pastelería –afirmó ella con tono amargo–. Bodas, fiestas… a eso me dedico.

–He oído que tu novio se echó atrás en la mañana de la boda –continuó Blake sin apartar los ojos de los suyos.

–Ya. Bueno, es difícil que algo así se guarde en secreto en un pueblo tan pequeño –fijo ella–. Disculpe de nuevo, pero, ¿de qué me quiere hablar exactamente? Porque si se trata de mi ex y de su joven novia, entonces será mejor que salga de aquí ahora mismo.

Blake sonrió de un modo que la estremeció, y deseó pegarle una bofetada. Apretó los puños. Estaba molesta consigo misma por permitir que viera lo humillada que se sentía.

–Tienes una oportunidad para devolvérsela –dijo Blake–. Finge ser mi prometida durante el próximo mes y yo me haré cargo de las deudas que tienes.

–¿Fingir… qué?

Blake agarró los papeles que había sobre la mesa y se dispuso a leer las cantidades adeudadas. Cuando llegó a la más elevada silbó entre dientes. Luego volvió a mirarla con aquellos ojos azul grisáceo.

–Pagaré tus deudas, y lo único que tienes que hacer a cambio es decirle a tu viejo amigo Jim Pendleton que estamos prometidos.

Tillie abrió tanto los ojos que creyó que se le iban a salir de las órbitas.

–¿Se ha vuelto usted loco? ¡Si ni siquiera le conozco!

Blake se inclinó de forma exagerada.

–Blake Richard Alexander McClelland, a tu servicio. Mi misión es recuperar la mansión McClelland Park, el hogar de mis ancestros desde mediados del siglo XVII.

Tillie frunció el ceño.

–Pero, ¿por qué no le hace una oferta al señor Pendleton? Lleva hablando de venderla desde que sufrió un ataque hace dos meses.

No quiere vendérmela.

–¿Por qué no?

Los ojos de Blake seguían clavados en los suyos, pero ahora desprendían un brillo malicioso.

–Al parecer le molesta mi reputación de playboy.

Tillie era consciente de que Blake McClelland seguramente habría roto algunos corazones. Ahora caía en la cuenta de por qué le había resultado familiar cuando entró en la pastelería la primera vez. Recordó haber leído algo recientemente sobre una fiesta salvaje en Las Vegas relacionada con tres bailarinas de cabaret. Blake tenía un estilo de vida que sin duda chocaba con alguien tan conservador como Jim Pendleton, cuya única falta en sus ochenta y cinco años de vida eran un par de multas de aparcamiento.

–Pero el señor Pendleton nunca creería que somos pareja. No podemos ser más distintos.

Blake sonrió con picardía.

–Ese es justo el punto. Eres exactamente la clase de chica de la que Jim querría que me enamorara para sentar la cabeza.

Como si eso pudiera ocurrir.

Tillie sabía que no era tan fea como para romper los espejos, pero tampoco le pedirían nunca que fuera modelo de ropa de baño en una pasarela. Tenía un aspecto normal y corriente, con cero posibilidades de atraer a alguien tan impresionantemente guapo como Blake McClelland. No sabía si sentirse insultada o agradecida. En aquel momento, la idea de pagar sus deudas le resultaba más tentadora que una bandeja entera de petisús de chocolate. Que dos bandejas. Y lo que era mejor todavía, le serviría para vengarse de su ex.

–Pero, ¿no sospechará algo el señor Pendleton si de pronto aparecemos como pareja? Aunque sea mayor y haya sufrido un ataque no es ningún estúpido.

–Ese hombre es un romántico –afirmó Blake–. Estuvo cincuenta y nueve años casado con su esposa hasta que ella murió. Se enamoró a los diez minutos de conocerla. Le encantará ver que sigues adelante después de lo de tu ex. Habló de ti sin parar, te llama su pequeño ángel de la guarda. Dijo que te ocupas de su casa y de su perro y que le vas a ver todos los días. Así fue como se me ocurrió el plan. Ya puedo ver los titulares: «chico malo domado por chica buena y sencilla». Todos ganamos

Tillie le dirigió una mirada capaz de agriar la leche.

–Odio tener que hacer mella en tu inmenso ego, pero mi respuesta es un «no» irreversible.

No espero que te acuestes conmigo.

¿Y por qué no lo esperaba? ¿Tan desagradable la encontraba?

–Bien, porque no lo haría ni aunque me pagara esas deudas multiplicadas por cincuenta mil millones.

Algo en el brillo de sus ojos provocó un escalofrío en la parte inferior del vientre de Tillie. Tenía una sonrisa demoledora.

–Aunque si cambias de opinión estaría encantado de ponerme manos a la obra.

¿Manos a la obra? Tillie clavó los dedos en el respaldo de su silla con tanta fuerza que creyó que le iban a estallar los nudillos. Tenía ganas de darle una bofetada para borrarle aquella sonrisa de triunfador de la cara. Pero otra parte, una parte privada y secreta, le deseaba.

–No voy a cambiar de opinión.

Blake tomó un bolígrafo del escritorio, lo lanzó por los aires y lo agarró con la otra mano.

–Y cuando llegue el momento, te concederé el privilegio de dejarme.

–Muy amable por su parte.

–No estoy siendo generoso –afirmó él–. Es que no quiero salir corriendo del pueblo perseguido por un puñado de lugareños armados con bates de béisbol.

Tillie lamentó no tener ella misma un bate a mano para golpear a su propia determinación. Pero la posibilidad de que su ex supiera que podía ligarse a un hombre le resultaba difícil de resistir.

Y no a cualquier hombre. Un tipo rico, guapo y sexy. Solo sería durante un mes. Una parte de su mente le decía que sí y otra que no.

–Piénsalo durante la noche –sugirió Blake sin que le flaqueara la sonrisa–. Me gustaría dar una vuelta por la mansión en algún momento. Por los viejos tiempos.

–Tengo que preguntarle al señor Pendleton si le parece bien.

–De acuerdo –Blake sacó una tarjeta de visita de la cartera y se la tendió–. Ahí tienes la forma de contactar conmigo. Estoy alojado en una posada camino abajo.

Tillie tomó la tarjeta haciendo un gran esfuerzo por no rozarle los dedos. Aquellos dedos largos y bronceados. No podía dejar de pensar en cómo sentiría aquellos dedos sobre la piel… sobre el cuerpo. En los senos. Entre las piernas.

Se dio una bofetada imaginaria. ¿Por qué estaba pensando en cosas tan íntimas? La única persona que le había tocado entre las piernas era su ginecólogo.

–No habría pensado que las flores, la chimenea y la porcelana buena fueran de su gusto –dijo Tillie.

A Blake volvieron a brillarle los ojos.

–No tengo pensado quedarme ahí mucho tiempo.

¿Qué estaba insinuando? ¿Que se quedaría con ella? Tillie alzó la barbilla y trató de ignorar el modo en que la parte de atrás de sus rodillas reaccionaba sudando al brillo satírico de su mirada.

–Seguro que encontrará un alojamiento más acorde a sus… necesidades en la ciudad de al lado.

Cuanto menos pensara en sus «necesidades», mejor.

–Quizá, pero no voy a dejar este pueblo hasta que consiga lo que quiero.

Hubo algo en el modo en que apretó las mandíbulas que la llevó a pensar que tenía una determinación de acero y siempre conseguía lo que se proponía.

Tillie le mantuvo la mirada.

–¿No ha escuchado el viejo dicho: «no siempre puedes conseguir lo que quieres»?

Blake le miró a la boca, y luego a la curva de los senos situados detrás de su recatada camisa de algodón, entreteniéndose allí un nanosegundo antes de volver a mirarla a los ojos de un modo que provocó algo en el interior de su cuerpo. Era como si sus ojos se estuvieran comunicando a un nivel completamente distinto, instintivo y primario.

Nadie la había mirado nunca así.

Como si se estuviera preguntando cómo sería la sensación de su boca en la suya. Como si se preguntara qué aspecto tendría sin aquella ropa formal y remilgada. O cómo sabría su piel desnuda.

Ni siquiera Simon la había mirado nunca con aquellos ojos de «quiero tener sexo salvaje contigo ahora mismo». Tillie siempre lo había achacado al hecho de que estaba comprometido con el celibato, pero ahora se preguntaba si habrían tenido siquiera química. Sus besos y arrumacos resultaban en cierto modo… convencionales. A diferencia de ella, Simon había tenido sexo anteriormente cuando era adolescente, pero se sentía tan culpable que había prometido no volver a hacerlo hasta el matrimonio. A veces se frotaban uno contra el otro, pero nunca sin ropa. El único placer que Tillie había conocido durante los últimos ocho años había sido consigo misma.

No seguirá siendo tu tienda durante mucho tiempo si no te ocupas de esto pronto. Llámame cuando cambies de opinión.

Tillie alzó las cejas.

–¿Cuando cambie de opinión? Será cambio de opinión.

Blake le mantuvo la mirada como si aquella fuera una lucha de voluntades de hierro. A Tillie se le aceleró el corazón.

–Sabes que quieres hacerlo.

Tillie ya no sabía si seguían hablando de dinero. Había algo subyacente en el aire que parecía muy peligroso. Un aire que no era capaz de aspirar completamente a través de los pulmones. Pero entonces Blake agarró la tarjeta de visita que ella había dejado antes en el escritorio y se la deslizó en el bolsillo delantero de la camisa. En ningún momento la tocó, pero Tillie sintió como si le hubiera acariciado un seno con aquellos dedos largos e inteligentes.

–Llámame –dijo él.

–Tendrá usted que esperar mucho tiempo.

La sonrisa que esbozó él rebosaba confianza en sí mismo.

–¿Eso crees?

Aquel era el problema. Tillie no podía creer en nada. No podía pensar. No con él allí delante como una tentación. Siempre se había sentido orgullosa de su determinación, pero en aquel momento le parecía que se había esfumado por completo.

Debía un montón de dinero. Más dinero del que había ganado en un año. Mucho más. Tenía que pagar a su padre y a su madrastra el pequeño préstamo que le habían hecho, porque como misioneros que residían fuera, vivían de los regalos y los diezmos que recibían. El señor Pendleton se había ofrecido a ayudarla, pero a Tillie no le parecía bien recibir dinero de él cuando había sido tan generoso permitiéndole quedarse en McClelland Park sin pagar alquiler y usando la cocina para hornear cuando no tenía tiempo en la tienda. Además, iba a necesitar todo su dinero y más si no vendía la mansión, porque una casa georgiana de aquel tamaño necesitaba un mantenimiento que resultaba muy caro.

Pero aceptar dinero de Blake McClelland a cambio de fingir ser su prometida durante un mes era adentrarse en un territorio tan peligroso que la obligaría a ponerse una camisa de fuerza. Aunque Blake no esperara que se acostara con él, tendría que actuar como si fueran amantes. Tendría que tocarle, tomarle de la mano y permitir que la besara para guardar las apariencias.

Buenos días, McClelland –dijo Tillie como si estuviera echando a un niño impertinente del despacho.

Blake estaba casi fuera de la oficina cuando se dio la vuelta en la puerta y la miró.

–Ah, otra cosa –metió la mano en el bolsillo del pantalón, sacó una cajita de terciopelo para anillos y la lanzó sobre la pila de facturas con enervante puntería–. Vas a necesitar esto.

Y sin esperar a que Tillie abriera la cajita, se dio la vuelta y se marchó.