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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2008 Teresa A. Mclaughlin

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un extraño, n.º 45 - julio 2018

Título original: A Perfect Stranger

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-732-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Sydney Gordon miró el anillo de compromiso que destellaba a la luz de las velas y se preguntó qué decir. Qué hacer.

Qué sentir.

Una cosa que no debería estar sintiendo era pánico. Ninguna mujer en su sano juicio reaccionaría con opresión en el pecho y golpeteo de sangre en las sienes a una propuesta del dulce, estable y guapo Henry Barlow, un abogado con una preciosa casa nueva, una buena cartera de acciones y muchas posibilidades de convertirse en socio de un bufete de abogados en Truckee, California, antes de que acabara el año.

Así que debía de estar volviéndose loca.

La prueba de ello burbujeaba en su interior, junto con el champaña de su copa ya casi vacía; ese mismo y chispeante impulso autodestructivo que la había llevado de un desastre a otro durante los últimos cuatro años, desde que su padre falleció y le dejó una inesperada póliza de seguros y la posibilidad de quemar dinero a su gusto. De abandonar su trabajo de postgraduado en Educación y probar el arte dramático. De lanzarse a una aventura con un actor y asistir a un festival regional dedicado a Shakespeare. De representar el papel de una infame seductora en escena, mientras pisoteaban su corazón entre bastidores. De añadir varias canas más al repeinado cabello de su madre. De ser engañada, traicionada, abandonada, desilusionada y casi desheredada, aunque no necesariamente en ese orden.

—¿Te gusta? —preguntó Henry.

—¿El anillo? —Sydney se bebió el resto de su champaña y le dedicó una sonrisa radiante—. Es precioso. Absolutamente perfecto.

Henry nunca la desilusionaría. Sólo había que ver lo cuidadosamente que había preparado el momento: el crepúsculo sobre el lago Tahoe desde la ventana del restaurante, la botella de champaña en hielo, el trío de jazz tocando la sentimental melodía que les había solicitado.

Y el fabuloso anillo: un diamante talla esmeralda de un quilate, con cuatro diamantes talla baguette engastados en una banda de platino. Lo sabía porque Henry acababa de darle una charla explicando la importancia de la talla, la transparencia y algo más que ya había olvidado.

Se mordió el labio, intentando recordar. No sirvió de nada. Fuera lo que fuera, lo había olvidado.

—Me gustaría que lo llevaras puesto mientras estés fuera —dijo él.

—¿Fuera? —ella parpadeó—. Ah, el tour. Hum…

Él puso una mano firme y cálida sobre la suya. Ella esperó que la suya no pareciera húmeda y fláccida en comparación.

—Te echaré de menos —dijo él.

—Sólo estaré en Europa un par de semanas.

Dos semanas… No era mucho tiempo para borrar cualquier atisbo de desconfianza que hubieran provocado sus pequeños fallos como profesora sustituta y dar imagen de educadora responsable y organizada. Dos semanas como monitora de un grupo de alumnos de instituto durante un tour por Inglaterra y Francia, con el objetivo de dar una impresión excelente al equipo directivo del instituto Sierra Norte y conseguir un puesto a tiempo completo en el departamento de Lengua Inglesa. Tener éxito personal, por fin.

Henry apretó sus dedos con suavidad y ella comprendió que se había perdido en sus pensamientos. Volvió a sonreír y se recordó que debía dar gracias por haber encontrado un hombre como ése, un hombre que se había preocupado de organizar hasta el último detalle de ese momento romántico. Un hombre que la ayudaría a apagar su impulso de ser… en fin, impulsiva.

En Henry no había nada de impulsividad. Sólo había que observarlo: el ligero ajuste de la elegante corbata de seda, la sonrisa segura mientras rellenaba su copa de champaña. Henry era tan… tan…

Perfecto.

La perfección en sí no era un problema. Su madre, por ejemplo, aprobaba a Henry y se lo recordaba a Sydney con frecuencia, cuando no estaba recordándole lo cerca que estaba su trigésimo cumpleaños. Últimamente, su madre tenía fijación con el cumpleaños de Sydney; era como si la idoneidad de Henry y el estado civil de casada se hubieran alineado cósmicamente.

Pobre Meredith Gordon. La madre de Sydney había pasado la mayor parte de su vida adulta poniendo parches a la situación financiera de la familia, después de que cada invento de su marido y su subsiguiente intento de comercialización acabaran con la mayoría de sus ahorros. Seguramente veía a Henry como la pareja perfecta para una hija que tenía tendencia a seguir el ejemplo excéntrico y errático de su padre.

No, el problema no era la perfección de Henry. El problema era que Henry era… bueno, él… lo cierto era que Henry era tan…

Persistente.

Eso: era persistente. Y últimamente su persistencia para fijar una fecha de boda había estado chirriando contra la ambivalencia de Sydney como uñas en una pizarra. Miró los dedos de la mano que Henry no sujetaba, tamborileaban sobre el mantel; los curvó y formó un educado y silencioso puño.

Sin embargo, la persistencia de Henry podía considerarse una cualidad admirable, incluso un punto a su favor. Agarró la copa para tomar otro sorbo, aliviada por haber encontrado algo que poner en la columna de puntos positivos de Henry.

Punto dos: sentido de la oportunidad. El de Henry era excelente. Sólo había que ver cómo había programado su declaración para la velada anterior a su viaje. Y era muy dulce por su parte entregarle el anillo para que lo llevara puesto y pensara en él mientras estaba a miles de kilómetros.

Si encontraba algunos puntos más para su lista de Razones para casarse con Henry, antes de que él acabara su conferencia… ejem, su declaración…

Declaración. Santo cielo, estaba volviendo a divagar. Casi se había perdido las bellas palabras que salían de sus perfectos labios arqueados sobre una mandíbula perfectamente cuadrada. Sonrió con tanta fuerza, con tanto aprecio, que uno de sus párpados empezó a temblar.

Había hablado de matrimonio antes, pero nunca con tanta formalidad. Con un carácter tan definitivo.

Tan inevitable.

Y era inevitable que dijera que sí, por supuesto. Casarse con Henry tenía mucho sentido. Se complementaban el uno al otro sorprendentemente bien, eran una pareja perfecta, en muchos sentidos.

El tic nervioso de su ojo se intensificó y deseó que Henry no lo viera y adivinase la tormenta de demencia que estaba desatando en ella el pánico.

«No, no», se dijo, luchando contra su ambivalencia. «No, no», pensó, mientras contenía la respiración para estrangular un insensato impulso; hasta que abrió la boca y, como un golpe de viento, dejó escapar la palabra que ninguno de los dos quería oír.

—No.

—¿No?

—¡No! Quiero decir… no que no —Sydney se puso el dedo en el rabillo del ojo e intentó buscar una salida del barrizal provocado por su último impulso—. Lo que quiero decir es…

Henry le dio una tranquilizadora palmadita en la mano antes de retirar la suya.

—Está bien. No hace falta que me expliques lo que quieres decir.

—¿No hace falta?

—Los dos sabemos lo que queremos —dijo él—. Eso es lo único que importa.

—Tienes razón —suspiró con alivio. Henry casi siempre tenía razón.

Él cerró la tapa de la cajita de terciopelo que contenía el anillo y volvió a metérsela al bolsillo.

—Esto te estará esperando cuando regreses —dijo con una sonrisa tranquilizadora—. Igual que yo.

Sydney acabó su segunda copa de champaña, echando más burbujas sobre las que sentía por dentro.

Al menos el tic del ojo había parado.

 

 

Nick Martelli apoyó un hombro en un edificio de piedra caliza, en el barrio de Bloomsbury, Londres, y se asomó tras una esquina. A una manzana, un minibus del aeropuerto se detuvo ante su hotel.

Utilizando sus agudas dotes de observación, Jack Brogan, investigador de primera, registró en su memoria cada detalle de la escena de un solo vistazo: la limusina que se detenía ante la entrada del casino, el revelador bulto de una pistola semiautomática en el uniforme del portero, la silueta del cañón de un revólver emergiendo del oscuro callejón cercano…

Nick estrechó los ojos y se preguntó a qué personaje ficticio podría estar apuntando la segunda arma e hizo una mueca. Alzó una mano y palpó cuidadosamente un hinchado y amoratado pómulo, recuerdo de su primera, y última, operación de vigilancia con un detective privado. Había métodos más fáciles y sencillos de recoger ideas para la novela que estaba escribiendo.

Métodos como ese viaje a Europa.

Miró su reloj. Era más tarde de lo que pensaba, su hermano debía de haber llegado ya del aeropuerto y estaría en el hotel. Joe era acompañante de media docena de alumnos de un instituto de Filadelfia que hacían el tour Dos Ciudades, y Nick se había ofrecido a acompañarlo. Una de sus cosas favoritas era pasar tiempo con Joe, y hacía años que no compartían una aventura.

Se metió las manos en los bolsillos y fue hacia la entrada del hotel, deteniéndose en la esquina hasta que fuera posible cruzar. El conductor bajó del minibus, abrió un compartimiento y descargó el equipaje de los adolescentes y adultos de aspecto cansado que bajaron del autobús para recogerlo.

Unos minutos después, una maleta grande seguía en la acera, sin dueño. El conductor arrugó la frente, la miró, sacó un cigarrillo del bolsillo y fue detrás del autobús a fumar.

Jack reconoció al conductor que había bajado del vehículo negro como la noche: un doble agente al que había seguido en Trieste, un hombre que había roto el cuello a un amigo suyo por orden de un traidor, un hombre que sin duda volvería a matar sin remordimientos. Ningún transeúnte habría notado la sutil seña que intercambiaron los dos hombres que había junto a la entrada, pero Jack tenía una destreza especial para detectar el más mínimo subterfugio.

El agente abrió la puerta trasera de la limusina y extendió una mano enguantada hacia la única persona que ocupaba el vehículo. Una pierna larga y esbelta, terminada en un zapato de tacón de aguja, descendió lentamente a la acera y un vestido rojo fuego de lentejuelas ascendió seductoramente por un torneado muslo. El delicioso muslo pertenecía a una deslumbrante rubia…

O mejor una deslumbrante pelirroja.

No, una rubia.

Nick frunció el labio partido y gimió en vez de silbar con admiración, como había pretendido. Deseó que la deslumbrante mujer de cabello rubio rojizo que acababa de bajar del minibus fuera miembro del grupo del tour Dos Ciudades.

Ella hizo una pausa para subirse al hombro la correa de un abultado bolso y después lo golpeó contra el costado del autobús cuando se volvía para recoger el bolso de viaje que había dejado en el escalón. El bolso se enganchó en la puerta del autobús y dio un tirón. No sirvió de nada… seguía encajado.

Una fémina en apuros necesitaba ayuda. Una atractiva fémina sin anillos en las manos. Una oportunidad para hacer una presentación informal que podría llevar a varios otros sucesos informales.

El tráfico se detuvo. Los labios de Nick se curvaron con una media sonrisa y bajó de la acera. Sus dotes de observación tampoco estaban nada mal.

 

 

Sydney tomó aire y volvió a intentar soltar su bolso de viaje de la puerta del autobús. Le dolían los pies y le rugía el estómago, el pelo que se había salido del pasador cosquilleaba sus mejillas o se le pegaba a la frente y sospechaba que su desodorante se había rendido mientras sobrevolaban el Atlántico. No tenía intención de comprobarlo.

Alguien le dio un golpecito en la espalda. Miró por encima del hombro y vio un desastre de cara, unos rasgos magullados que se contorsionaban con una demoníaca versión de una sonrisa. Lo que quiera que dijera el desconocido quedó apagado por el estridente claxon de un coche que pasaba, así que se limitó a hacer un ruidito apagado y asentir con la cabeza mientras intentaba procesar lo que estaba ocurriendo.

Un robo.

Él se inclinó por delante de ella para agarrar la bolsa y desencajarla de la puerta. Ella agarró la etiqueta que colgaba de la cremallera y tiró con fuerza, intentando recuperarla. Un error táctico. Productos cosméticos y lencería salieron disparados y cayeron sobre el pavimento de Tottenham Court Road.

Él se alzaba ante su ropa íntima, con el pelo negro agitándose frente a su barba de dos días. El blanco sorprendente de su sonrisa torcida contrastaba con su rostro bronceado y sus ojos oscuros brillaban con lo que quiera que hiciera brillar los ojos de los rateros.

No cabía duda de que era un espécimen criminal de muy buen ver. Pero también estaba mirando el sostén de encaje rosa que había sobre la acera. Eso indicaba que era rapaz, pervertido o ambas cosas.

Un pervertido rapaz con un ojo morado y levemente hinchado y un feo corte en el labio superior. Alguien le había causado problemas recientemente. Y en ese momento ella estaba lo bastante cansada y cargada de cafeína como para desear causarle algunos más; su deseo se disparó cuando él se inclinó hacia el sostén de cierre frontal.

—¡No! —gritó y entró en acción para rescatar el sujetador. La correa del bolso se deslizó hombro abajo y el pesado objeto describió un accidental pero impresionante arco en el aire. Guía de Londres, agenda electrónica, documentos de trabajo relacionados con el tour, cámara, botella de agua y la última novela de misterio de Dick Francis conectaron con la mandíbula de él. Se oyó un satisfactorio «paf». Él gruñó y se tambaleó, después pisó su combinación negra, resbaló y cayó al suelo de golpe.

—¡Socorro! ¡Ladrón! —gritó ella.

—¡Eh! ¡Señorita Gordon! —dos de sus alumnos bajaron corriendo las escaleras de la entrada al Hotel Edwardian. Los adolescentes se detuvieron en seco y miraron con ojos muy abiertos al desconocido—. Esto es muy, no sé, guay, ¿no? —dijo Zack.

—Lo he golpeado con mi bolso —Sydney se arrodilló para guardar su sostén en la bolsa de viaje rota.

—¡Bien! —dijo Matt. Sacó una cámara de vídeo de la riñonera—. Péguele otra vez.

Enfocó a Sydney con la cámara y luego la dirigió a la ropa interior que había por la acera.

—Guau. Vaya.

Zack se inclinó a recoger la combinación, pero apartó la mano de golpe.

—Eh, señorita Gordon, me gustaría ayudarla con eso, pero creo que no deberíamos tocar esas cosas, ¿sabe? Creo que complicaría la relación alumno-maestra.

El ladrón se limpió sangre del labio mientras la cámara se acercaba a él buscando un primer plano.

—Quítame esa cosa de la cara —gruñó.

Sydney se quedó helada al oír su acento americano. Miró más de cerca al guapo hombre que había derrumbado, un hombre que no hacía ningún esfuerzo por huir de la escena del crimen frustrado. Pantalones vaqueros Levi’s, zapatillas deportivas Nike, camiseta de un conocido restaurante de Filadelfia.

Cielos. Sintió una familiar inquietud en el estómago al plantearse que tal vez se había excedido en un su reacción. Tal vez fuera un caballero que intentaba ayudarla con su equipaje. No un ladrón.

No un atracador.

«Oh, Dios mío», pensó. Sus mejillas se encendieron como antorchas y controló un gruñido de bochorno. «La agresora he sido yo».

—¿Estos chicos te pertenecen? —preguntó su víctima, mirándola con su ojo hinchado.

Ella asintió y tragó saliva con culpabilidad.

—Mis alumnos. Matt, Zack, éste es… Lo siento, no oí su nombre.

Sabía que ella también debía presentarse, pero no estaba segura de cuál sería la etiqueta adecuada después de una agresión. ¿Debería presentarse antes de pedir disculpas, o después? Ese momento era el ideal para humillarse, dado que ya estaba de rodillas.

—Estoy muy… yo lo…

—«¡Socorro, ladrón!» me sirve —se puso en pie y se sacudió la porquería de los pantalones—. Señor Ladrón para vosotros dos —les dijo a los chicos.

—Soy Sydney, Sydney Gordon. Y siento mucho, muchísimo, el malentendido —se puso en pie e intentó recuperar su camiseta de dormir de Bugs Bunny, pero él le ganó la partida—. Gracias —le dijo—, pero puedo acabar de recoger yo sola.

—Ahora sé por qué la caballerosidad ha muerto. Las mujeres como tú la tratáis a patadas —sacudió la camiseta y miró a Bugs—. Sólo intentaba ayudarte con el equipaje.

—Acabo de darme cuenta de eso. Y de veras que lo siento una barbaridad —le quitó la camiseta y la metió en la bolsa con manos temblorosas, desviando la mirada y deseando poder desaparecer por la alcantarilla más cercana.

Antes de que pudiera disculparse de nuevo, una versión más destartalada y con menos pelo de Señor Ladrón apareció en la puerta del hotel y bajó los escalones para reunirse con ellos. Se detuvo detrás de los chicos y observó cómo su caballero del ojo morado descolgaba unas braguitas con mariposas estampadas del guardabarros de autobús.

—Estás perdiendo la habilidad, Nick —dijo el hombre—. No sueles tener que esforzarte tanto para poner las manos en las bragas de una mujer.

—Pensó que era un ladrón —Nick se pasó una mano por el espeso cabello y soltó un suspiro exasperado—. ¿Tengo pinta de ser un maldito ratero?

El recién llegado estudió el desmejorado rostro con el ceño fruncido y luego le ofreció su ancha mano a Sydney.

—Hola, Joe Martelli. El criminal es mi hermano.

Su hermano. Sydney aceptó la mano y esbozó una débil sonrisa.

—Sydney Gordon. ¿Cómo está?

—No estoy mal —arrugó la frente y miró a Nick—. ¿Dónde has estado? El recepcionista dice que llegaste hace horas. ¿Y qué te ha pasado en el ojo?

—Choqué con una puerta.

—¿Y en el labio?

—Era una puerta doble —respondió Nick, mirando a Sydney de reojo.

Momento de otra vergonzante disculpa, sin duda.

—Nick, yo… —empezó Sydney. Él la cortó con un gesto de la mano y miró a los chicos.

—Parece que la señorita Gordon ya tiene todas sus cosas. ¿Podéis ayudarla a llevar el equipaje al hotel?

—Sí. Claro —Matt guardó la cámara en su riñonera y agarró el asa de la maleta grande.

—Gracias, Matt —dijo Sydney antes de volverse de nuevo hacia los Martelli—. Ha sido un placer conoceros. A los dos.

—Y a ti —Joe sonrió.

—Sí —la sonrisa de Nick se amplió, pero se convirtió en una mueca de dolor—. Ha sido agradable.

Sydney también hizo una mueca y después giró en redondo para huir de la escena de su crimen.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Dos días después de haber respondido de forma inadecuada a la propuesta de Henry, dos horas después de llegar a Heathrow y dos pasos después de bajar del autobús, ya había golpeado y derrumbado a la primera persona que conocía en Londres. Como monitora estaba dando un ejemplo pésimo a sus alumnos.

Pero no tenía sentido perder horas de luz diurna lamentándose por ese último desastre. Seguro que tendría muchas noches en vela por delante para rememorar sus momentos más vergonzosos. Lo importante era catalogar sus impresiones sobre Londres mientras seguía a Matt y a Zach y entraba en el hotel: bojs recortados en macetones, cristal biselado en paneles emplomados, acentos de Eton y un leve aroma a aceite de limón y lavanda en el ambiente. Se detuvo para absorber la atmósfera inglesa con cada poro de su piel.

«Estoy aquí», pensó por enésima vez desde que el avión había tocado tierra europea, y sintió un estremecimiento de excitación. «Estoy aquí de verdad».

Sydney inspiró con fuerza y se apartó el flequillo pegajoso de la frente. Era hora de centrarse. Su trabajo como monitora tenía que ser excepcional. Su reciente periodo como profesora suplente a largo plazo no le había proporcionado muchas oportunidades para lucir su talento para planificar en detalle y aprovechar al máximo todas las oportunidades educativas.

Durante las dos semanas siguientes iba a esforzarse al máximo para demostrar esos talentos.

—¡Syd! —Gracie Drew, colega de claustro y compañera de habitación durante el tour, la saludó con la mano desde el mostrador de recepción. La camisa hawaiana en tonos fucsia y lima de Gracie brillaba como un cartel de neón entre la multitud de adolescentes y monitores—. Eh, Syd. ¿Por qué has tardado tanto?

—No quieras saberlo —se quitó la bolsa de viaje del hombro y suspiró—. Pero ya estoy aquí. Y lista para derrumbarme en nuestra habitación.

—Más te vale no relajarte mucho —dijo Gracie, le dio una llave de la habitación—. He oído que tenemos una reunión con el director del tour en la sala Palladian dentro de veinte minutos.

Matt y Zack dejaron el equipaje de Sydney a sus pies y se dieron la vuelta para perderse entre la gente.

—Tranquilos, chicos —dijo ella, con su tono oficial de monitora—. ¿Adónde creéis que vais?

—No sé —Zack encogió los hombros.

—¿Qué os parece vuestra habitación? —Gracie sacó una barrita de chicle de su envoltorio de aluminio, la dobló y se la metió en la boca—. La señorita Gordon y yo iremos a echar un vistazo dentro de un rato.

Los chicos fueron hacia el ascensor y Sydney suspiró y se apartó el flequillo de los ojos.

—Espero que consigamos que todos cenen y se acuesten pronto hoy. La empresa organizadora del tour ha preparado un itinerario muy completo para mañana.

—Supongo que pretenden atiborrar de cultura a estos chicos, o morir intentándolo. Menos mal que nos han dejado un par de tardes libres para… ¡eh!

Gracie sonrió e hizo una seña a alguien que había detrás de Sydney.

—Aquí está otro profesor que quiero que conozcas. Un tipo genial. Te encantará. De Filadelfia. Llegó con uno de los grupos en el autobús anterior al nuestro. Joe, ven a conocer a Sydney.

Sydney decidió que no serviría de nada desear que el conocido de Gracie no fuera el mismo Joe que había visto su ropa interior. Apretó los dientes para forzar una sonrisa y se dio la vuelta para encontrarse a los dos Martelli mirándola, con las manos en los bolsillos e idéntica postura.

—Hola, Sydney —dijo Joe—. El mundo es un pañuelo, ¿verdad?

—Y tú debes de ser Nick —Gracie tomó su mano y le dio un fuerte apretón mientras contemplaba su rostro—. Parece que has tenido problemas.

—Yo no —dijo Nick—. Escapé corriendo tan rápido como pude.

—Buena decisión —sonrió—. Soy Gracie Drew, del instituto Sierra Norte. Está cerca de Tahoe, del lado de California.

—Encantado de conocerte, Gracie.

Nick ladeó la cabeza y miró a Sydney fijamente durante un largo momento.

—Hola, Sydney.

La sonrisa de Sydney se amplió al máximo.

—Bueno… —Joe se balanceó en los talones—. Parece que vamos a pasar mucho tiempo juntos. Como una gran familia feliz. No sé qué opinaréis vosotros, pero a mí me apetece mucho.

—¿Puedo ayudarte a subir el equipaje a tu habitación? —le preguntó Nick a Sydney.

—Gracias, pero no hace falta.

—Insisto —dijo él—. Es lo más caballeroso.

Agarró las asas de las maletas y fue hacia el ascensor. Sydney lo siguió. Él pulsó el botón de llamada y se inclinó hacia ella para murmurarle al oído:

—Tal vez podríamos cenar juntos esta noche. Podría dejar caer mi plato en tu regazo y tú tirarme mi bebida a la cara. Por los viejos tiempos.

—Suena encantador —ignoró la vibración que parecía provocarle en la espalda el ronroneo grave de su voz—. Puede que otro día.

—Vale —dijo Nick—. Otro día me va bien —esbozó su sutil y torcida sonrisa y sus ojos brillaron con algo que asaltó el sistema nervioso de Sydney.

«Oh, cielos».

 

 

Dos días después, al mediodía, Nick se abría paso entre grupos de turistas, dirigiéndose al extremo del parque St. James que estaba frente a las verjas del Palacio de Buckingham. No buscaba una perspectiva diferente del cambio de guardia; buscaba un trozo de hierba adecuado para echarse una siestecita. Eligió un hueco vacío, se tumbó de espaldas con los brazos tras la cabeza y cerró los ojos.

Un guardia gritó una serie de órdenes y la banda empezó a tocar otra pieza musical. Los cascos de los caballos golpeteaban en el pavimento a contrapunto con el sonido de las cámaras disparándose. El sol británico acarició su magullado rostro y calmó sus desvaídos cardenales con un calor discreto.

Había sido un idiota al ofrecerse voluntario para esa sesión de vigilancia. En vez de conseguir una perspectiva de primera mano sobre técnicas detectivescas, había demostrado que no tenía ningún talento como investigador y había servido para que un mujeriego frustrado entrenara sus puños.

Había pensado que un par de semanas en Europa serían una fuente de ideas menos dolorosa pero, una vez más, había utilizado el lado equivocado del cerebro. Allí estaba, ayudando a su hermano a conducir a un puñado de adolescentes en busca de cultura, sin conseguir más que algunas ideas de ambientación. Y, para colmo, había sido golpeado por una paranoica con fobia a los atracadores.

En realidad una paranoica atraco-fóbica muy atractiva.

La esbelta rubia puso una uña color rojo sangre sobre una de las teclas de su teléfono móvil y la presionó durante un segundo más de lo necesario. Jack supo de inmediato que había enviado un mensaje a la red. La observó colocar un mechón de su largo y ondulado pelo tras una delicada oreja y dejar caer el teléfono en su brillante bolso de cuero negro, un bolso de mensajero de aspecto inocente lleno de códigos para…

Un zapato blando dio un golpecito en las costillas de Nick y la voz de Joe descendió hacia él.

—¿No te preocupa que alguien te pise?

Nick abrió un ojo y vio a su hermano meterse el último trozo de un sándwich de gambas y huevo en la boca. Los modales de Joe eran inconfundibles: sin duda era el descendiente de alguna horda de bárbaros que había asolado la campiña.

—Eres el único «alguien» que conozco que podría ser tan torpe —dijo Nick, apoyando la cabeza más cómodamente.

—No el único.

—Cierto —Nick sonrió—. También la señorita Sydney Gordon, alias Destructora.

—Pobre chica —Joe hizo una bola con el papel del sándwich y se lo metió en un bolsillo ya lleno de basura—. Ese expositor de panfletos era un peligro público. Seguramente no estaba bien fijado a la pared, o algo así.

—Ya. Hay que ser precavido al ver una combinación de pernos de acero y piedra —Nick cerró los ojos—. Y piensa en los cientos de usuarios del metro que salvó de quedar enredados en un molinete defectuoso.

—Esas ranuras para meter los billetes a la entrada tienen su truco.

Nick rezongó con fuerza y cruzó un tobillo sobre el otro. Un misterio más a resolver: ¿Por qué estaba esa profesora californiana tan tensa? Se pasaba cada segundo del día preocupándose del tour, la hora, el transporte, el tiempo, los chicos y, por lo que él sabía, la cantidad de arenques daneses importados esa semana. Era suficiente para hacer que un tipo se preguntase si las úlceras podían contagiarse.

Por otro lado, había algo en ella que le sugería argumentos para historias tan rápidamente que apenas le daba tiempo de apuntarlos antes de que se desarrollaran y convirtieran en otros. Sin duda era… estimulante.

La banda de música cambió el ritmo y las botas de los guardias iniciaron un nuevo taconeo de marcha. Joe volvió a golpearlo con el zapato.

—¿No quieres verlo?

—Ya he mirado. No se ve mucho más que espaldas de turistas y la parte superior de esos peludos gorros negros.

—¿Has visto a Edward en algún sitio?

—El primer paraguas de cuadros de la derecha —los labios de Nick temblaron al pensar en el director del tour—. Se moverá rápido, ahora que su turno ha terminado. Seguramente irá hacia el box de guías turísticos para que le insuflen circulación en el brazo. No sé cómo puede mantener esa cosa en alto todo el día.

—Es un tipo duro, amigo —dijo Joe, con un acento que le recordó a John Wayne imitando a un británico—. Hablando de tipos duros…

—Otra vez no —gruñó Nick.

—¿Fue una pelea de bar? —preguntó Joe—. Podrías contármelo si te hubieran atizado en una pelea de bar, ¿no? Sobre todo los detalles.

—No fue una pelea de bar.

—Pero me lo dirías si lo hubiera sido, ¿verdad?

—Sí, te lo diría.

—Así que… no fue una pelea de bar.

—No fue una pelea de bar —Nick abrió un ojo y miró a su hermano.

—Vale —dijo Joe encogiéndose de hombros, con expresión decepcionada—. Sólo preguntaba.

Salió otra limusina que sacaba a otro grupo de gente vestida de gala por una de las ornadas verjas de palacio. La multitud de turistas empezó a clarear cuando el reloj dio la media.

—¿Adónde vamos a llevar a los chicos después de esto? —preguntó Joe—. Esta tarde estamos libres para comer y hacer visitas por nuestra cuenta.

—Tú eres el que tiene el itinerario y la responsabilidad —Nick se sentó y apoyó las muñecas en las rodillas—. Yo sólo he venido de acompañante.

—No dejas de repetir eso.

—Porque es verdad —dijo Nick—. Es tu trabajo. Son tus alumnos. Yo no soy el que tiene título de profesor.

—Pero eres el genio de la planificación.

—Ya no.

No más ansiedad por las pujas, problemas en obra, dolores de cabeza por los proveedores, insomnio por las fechas de entrega. No más empresa contratista especializada, desde el inicio de su paréntesis anual. Y no más problemas semanales con su serie televisiva de reformas en el hogar, desde que había traspasado su función de presentador a un asistente y asumido el puesto de asesor. La vida era demasiada corta para vivirla en un estado de estrés perpetuo, sobre todo cuando tenía suficiente dinero en el banco para tomarse unas largas vacaciones.

Tenía buen ojo para descubrir las posibilidades de un proyecto, talento para construir, destreza para planificar y organizar y una serenidad ante la cámara que daba muy buenos resultados en la pequeña pantalla. Pero tenía otros talentos que quería desarrollar, otros sueños que perseguir.

Convertirse en autor de bestsellers, por ejemplo. Deseaba más que nada ver su nombre en algo que no fueran reseñas cortas en revistas populares.

—Me he retirado —le recordó a Joe—. Y pienso seguir así.

—Dices lo mismo todos los años —Joe se cambió la mochila al otro hombro y se limpió las manos en los pantalones—. Supongo que podría ir a preguntarle a Sydney qué ha planeado. Creo que sigue allí, cerca del pie de la señora gorda.

Sólo a Joe podía ocurrírsele referirse a la estatua de la reina Victoria, emperatriz de cuanto veían sus ojos, incluyendo el elegante paseo, como la «señora gorda».

Nick se puso en pie y echó un vistazo a los turistas que rodeaban la base del monumento a Victoria, buscando a otra dama escultural, una de largo cabello rubio rojizo recogido bajo un ridículo sombrero de paja.

—Buena idea —dijo—. Seguramente tiene el programa del tour tatuado en la muñeca, bajo un reloj de pulsera que da la hora de diez capitales extranjeras y del centro de investigación de la Antártida.

—No es tan terrible.

—Tienes razón —dijo Nick—. Es peor.

—Sólo le gusta ser organizada. Al menos ella está prestando atención.

—Apunta hasta los chistes malos de Edward, por Dios bendito.

—Admítelo —dijo Joe—. Te sientes atraído por ella.

Nick encontró con la vista a la dama en cuestión y se encogió de hombros ante lo obvio: complexión esbelta, curvas interesantes, coloración similar a la de Nicole Kidman. Deseó que fuera igual de fácil encogerse de hombros ante ese algo menos obvio que tenía y que su radar registraba en todo momento.

—¿Acaso hay algo en ella que no resulte atractivo a cualquiera?

—Ja —rió Joe—. Lo sabía.

Mientras miraban, lo que parecía un plano de la ciudad y un puñado de billetes de metro cayó del enorme bolso de Sydney y descendió revoloteando hasta el suelo. Ella no pareció darse cuenta.

—Maldición —dijo Nick.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

Nick miró las cosas de Sydney desparramadas por el suelo y supo que debería acercarse a ayudarla. Pero se quedó parado donde estaba, dejando que su irrefrenable impulso hacia la caballerosidad se encogiera debido a una extraña sensación de haber vivido eso antes, por no mencionar el instinto de autoprotección.

—Será mejor ir a recoger esas cosas —dijo Joe, subiéndose un poco la mochila—. Puede que no se haya dado cuenta de que se han caído.

—Ni en broma —respondió Nick—. Si me arrodillo cerca de sus pies pensará que intentó mirar falda arriba y me aplastará con ese arma de destrucción masiva que cuelga de su hombro. No quiero sufrir otro golpe.

—¿Otro golpe? — Joe miró el ojo morado de Nick con el ceño fruncido.

—¿No son ésas algunas de tus chicas, mezcladas con el grupo de California? —preguntó Nick, con la esperanza de distraerlo—. Ve a por ellas. Yo reuniré a los chicos.

Joe le agarró el brazo antes de que pudiera escapar.

—No olvides que has prometido compartir conmigo la supervisión de la comida.

—Ya —Nick se metió las manos en los bolsillos e hizo una mueca a su hermano. En teoría se suponía que el viaje era una oportunidad de escapar del numeroso clan Martelli y pasar tiempo a solas con Joe. En la práctica, implicaba llevar a cuestas a otros cuarenta y dos participantes en el tour—. Sé que lo hice.

Cuando el tráfico se detuvo cruzaron y Nick ayudó a Joe a reunir a los estudiantes dispersos y conducirlo hacia la base de la estatua. La blusa naranja neón de Gracie era tan fácil de ver como el paraguas de Edward.

—Saludos, hermanos Martelli —dijo ella con una sonrisa, sin dejar de mascar chicle—. Parece que somos los últimos del grupo. Los de Alburquerque y Chicago ya se han marchado a ver el London Eye.

—Estábamos hablando sobre nuestros planes para esta tarde.

—Era de esperar —dijo Nick. Ignoró la mirada fría que ella le dirigió y señaló el suelo—. Se te ha caído algo. Otra vez.

Ella alzó la nariz con desdén y se agachó para recoger sus cosas. Era encantadora cuando estaba enfadada. Tal vez por eso no dejaba de pincharla. Tal vez fuera inmaduro por su parte, pero un tipo tenía que disfrutar cuando podía.

—¿Adónde vais a ir? —preguntó Joe.

—Estábamos a punto de lanzar una moneda al aire —dijo Gracie—. Cara, Harrods. Cruz, cualquier otro sitio.