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La gesta del caníbal

No es tarea fácil el comprender la sangre ajena:
yo odio a los ociosos que leen.

Nietzsche

01

Primero fue la inexperiencia, esa hada encantada de varita chueca, con sus pases audaces pero siempre torpes. Entonces tenía dieciocho años y pensaba que mi vida, recién estrenada, generaría en otros el asombro que tenía para mí. Cada hallazgo poseía el brillo, el sabor y el olor de lo nuevo y único, y yo, humilde y altanero, tenía que contárselo al resto de los hombres. Escribí, pues, una novela, una voluminosa novela en la que hablaba de mis primeros amores, los tiernos, los ideales, los cínicos. De la mañana en que sentí el temblor de una virgen vacilante, de la noche en que una vacilante arrugó mi alma como si fuera un clínex, de mis amigos del barrio y del colegio, del viernes que dejé mi casa para alcanzar un tren, de la tarde en que me tragó una selva que olía a jabalíes y a AK-47, del amanecer en que sobre un espolón tracé versos al mar que jamás antes había visto, del volcán nevado que la luna hizo azul al absolverme, de la primera vez que volé sobre el Atlántico, de la primera vez que vi caer copos de nieve, de la primera vez que vi nacer el día y la noche al mismo tiempo... Todo, todo, todo cuanto había vivido era estupor y fiesta: el primer beso, los primeros puñetazos, los primeros viajes, las primeras amarguras, los primeros poemas, los primeros humos de tabaco y marihuana, los primeros hijos que sembré y que tuve que arrancar; en fin, hazañas de un adolescente con sueños de escritor, pruebas de un niño en la odisea de forjarse adulto.

Sin saber que era una Bildungsroman, envié las ochocientas páginas a tres concursos. Jamás las mencionaron. Luego las llevé a un editor que al año tuvo la decencia de llamarme. «Seré famoso», pensé. Una vez en la oficina, tuve que esperar. Su secretaria me miraba con la fascinación que inspira un ángel. Quizás entonces era apuesto, pero preferí atribuir aquel asombro al asombro que había causado mi obra. «Seré famoso», volví a decirme, pero cuando el editor me recibió, tenía una expresión risueña que delató su burla.

—Gracias por traernos su novela —dijo—. Pero por ahora no nos interesa.

—¿Cree que deba corregirle algo? —pregunté con cal en la garganta.

—¡Todo! —dijo a quemarropa—. Reduce usted la literatura a mera diversión. Pero ahí tiene los costos: un extenso e hilarante relato de aventuras, sin profundidad, sensibilidad ni compromiso con la época. Una absurda mezcla en la que Milton, Kippling, Rivera y el Che van a Woodstock.

02

Al parecer, la literatura era más que crónica de sentimientos; pero sin estar seguro, abandoné mis sueños y escapé de mis mayores. Terminé mi carrera, cursé una maestría en Londres, regresé al país, urdí negocios que me hicieron rico, me casé, tuve dos hijas, traicioné, me divorcié, me traicionaron, urdí negocios que me dejaron en la ruina. A los treinta y cinco años, con el universo aniquilado y sin nada qué perder, me sentí listo para escribir una segunda obra. Si se trataba de profundidad, esta sería la síntesis perfecta de la condición humana a partir de dos sabidos personajes: uno de un pasaje bíblico y el otro de un cuento de hadas, o sea que ambos compartían el lujo de la credibilidad. El primero era Isaac, que cuando le preguntaron qué pensaba de su frustrado sacrificio, dijo: «Por suerte no pasó a mayores. Ahora Dios confía en mi padre, mi padre confía en Dios, pero la verdad, yo no me siento muy seguro: por complacer a su Señor, mi padre es capaz de yugularme, así que ni siquiera en él puedo confiar». El otro personaje era la bruja que había hechizado al príncipe y que cuando le contaron de la princesa que rompió el conjuro, dijo: «El punto no es si el príncipe recuperó o no su aspecto. El punto es que la tal princesa besó al asqueroso sapo y eso prueba que hay mujeres que se prestan para lo que sea».

Aún hoy tengo la certeza de que el planteamiento es legítimo, pues, ¿quién no está rodeado de mujeres que se prestan para lo que sea y de hombres de los que uno no se puede fiar? Era un hecho: yo escribiría la arqueología del futuro. Entonces comencé por hablar de las noches en que tras diseccionar a Marx, Lenin y Gramsci, mis camaradas y yo repasábamos Guerra de guerrillas y nos jurábamos lealtad hasta la muerte, mientras fluía el vino, compartíamos la yerba y flotaba en la humareda La vida no vale nada, de Pablo; La masa, de Mercedes; Ojalá, de Silvio. Luego, hablé de la noche en que serví de enlace para un negocio de armas, de los días galvánicos por ocultar en mi casa una caneca de explosivos, de la tarde que vi las tripas de un amigo al que le estalló el reloj antes de tiempo. Después hablé de las traiciones, de lo que puso al descubierto la caída del muro de Berlín, de los amigos que se pasaron a la farándula o al paramilitarismo, de las amigas que volaron ahítas de heroína o se hicieron muñecas de las mafias, de la apertura económica y sus artificios, del trance ambientalista que para muchos radicales fue la coartada para el disfrute de lo light.

Consciente de su interés histórico, envié las quinientas páginas a un concurso. Jamás las mencionaron. Luego las llevé a otro editor que seis meses después se tomó la molestia de llamarme. «Será obligada referencia», pensé. Mientras aguardaba, la secretaria me miró con la aprehensión que inspira una amenaza. Entonces yo lucía barba y ojos enrojecidos, pero atribuí su miedo a la violencia que exponía en mi obra. «La van a publicar», volví a decirme, pero cuando el editor me recibió, tenía el recelo de un sargento.

—Gracias por presentarnos su trabajo —dijo—. Pero por ahora no nos interesa.

—¿Podría darme su opinión? —pregunté sin poder evitar un rechinar de dientes.

—Es muy interesante y de gran valor histórico. Pero difícil de leer a causa de la sangre, las anfibologías, los lugares comunes y los gerundios mal usados. Por ejemplo, en el segundo capítulo de quince páginas narra usted la muerte de treinta y dos personas. Y en las veintidós líneas de la primera página del tercero, aparecen cinco adverbios terminados en mente y ocho veces la conjunción y.

—¿Y? —pregunté a punto de explotar.

—Pues que eso muestra su imperdonable desconocimiento del idioma.

03

Todo indicaba que la literatura era más que sensibilidad, profundidad e inspiración. Y si bien hoy tampoco creo que el arte se constriña a la gramática, en aquel momento me retraje confundido porque autores consagrados y a los que yo admiraba —Cortázar, Arlt y otros— no tenían escrúpulos en repetir las conjunciones y en abusar de los adverbios. Entonces me dediqué al estudio del idioma, comencé a dictar clases de español en una facultad de periodismo y a corregir pruebas en una agencia de noticias. Leí cada definición del Diccionario de la lengua española, de la Real Academia; del Diccionario de uso del español, de María Moliner; del Diccionario Ideológico, de Julio Casares; del Atlas Lingüístico y Etnográfico de Colombia y del Diccionario de construcción y régimen del español, del Instituto Caro y Cuervo. Leí a Dámaso Alonso, Menéndez Pelayo, Andrés Bello, Menéndez Pidal, Rufino José Cuervo. Leí diccionarios de sinónimos y antónimos, de etimología, gramáticas griegas y latinas y tantas gazaperas que al final sabía cuándo lleva tilde la palabra tilde, las veintisiete tipologías de la coma, por qué los enclíticos son propensos al metaplasmo y, lo más revelador, que soler es verbo defectivo sin participio ni futuro.

Con cuarenta años, un saber minucioso de la lengua y el alma devastada por el adiós de mi mujer, me sentí listo para escribir una tercera obra. Si se trataba de gramática, esta humillaría al mismísimo Cervantes. En cuanto al tema, sostenía que la moda de tomar yagé sintetizaba el fin de la Guerra Fría. Me explico: el muro de Berlín había caído porque ya existía otro más inexpugnable: el que separa a los países ricos de los explotados. La caída del muro de Berlín implicaba también que los críticos del capital se vieran conminados a replantear tanto la estrategia como el frente: de la lucha de clases, se pasó a la paz verde. Capa de ozono, sostenibilidad, biodiversidad y naturismo eran el nuevo manifiesto en pro de un sueño arcaico: si el capitalismo destruía el paraíso, si el nazismo y el fascismo eran dudosos paraísos y si el comunismo no había podido construir el paraíso, entonces se debía defender lo que en la Tierra había de paraíso: la naturaleza. Así, seres y saberes que por siglos habían sido negados, de pronto fueron símbolos de lo esencial, exaltados en los medios progresistas e integrados a la oferta global del turismo místico.

Se trataba, pues, de El tema, y de nuevo tuve la convicción de que escribiría la arqueología del futuro. Sin embargo, al trazar las primeras líneas, quedé paralizado: me preocupaban tanto la morfología y la sintaxis que después de horas de corregir un párrafo, ya no sabía de qué estaba escribiendo. Por suerte, mi disciplina se pudo avenir con el rigor, y dos años después concluí las trescientas páginas que envié a tres concursos.

Jamás las mencionaron.

Luego las llevé a otro editor que a los seis meses tuvo la cortesía de citarme. «Será un best-seller», pensé. Una vez en la oficina, la secretaria me miró con el respeto que inspiran los iluminados. Para entonces, yo no era apuesto: había perdido pelo, el tabaco me había ennegrecido los dientes y la cocaína me había quitado color y lozanía, así que debía atribuir aquel respeto a la calidad de mi escritura. «La van a publicar», volví a decirme. El editor, un sujeto con aspecto de yuppie, me recibió con expresión de lástima.

—Gracias por presentarnos su novela —dijo—. Pero no nos interesa.

—¿Podría darme sus razones? —pregunté con el dolor de quien sostiene un niño muerto.

—El tema es fascinante, los diálogos bordean la metafísica y la redacción es impecable. ¡Por Dios! ¡Qué elegancia! Pero, con todo respeto, para el lector promedio es una novela oscura, ininteligible y somnífera que, aunque no lo sea, da la impresión de ser espuma de lenguaje.

04

Confirmé que el arte no se constreñía a la gramática y que, por tanto, debía recuperar la inspiración y la alegría. Entonces dejé las clases de español, el trabajo de corrector de pruebas y comencé a dictar clases de literatura a señoras ricas. Dediqué mis días y parte de mis noches a leer y releer los clásicos. Los catorce mil versos de la Odisea, los diecisiete mil de la IIíada, Virgilio, Dante, la Biblia, el Corán, lo bello, lo malo y lo feo de Cervantes. Leí a Shakespeare en inglés, todo Flaubert, todo Dostoyevski, todo Kafka, todo Joyce y todo Borges. Comprendí que los mitos vivían en mi cabeza y que yo los animaba y lo corroboré al estudiar el psicoanálisis, el estructuralismo, la hermenéutica, el postestructuralismo. Entonces supe que las personas son textos y que los textos son personas; descubrí por qué a Joseph K le entablaron un proceso y entendí de Borges lo que no entendí a los treinta años: «No existen otros paraísos que los paraísos perdidos». Por supuesto, elevé mi alma en la música de las palabras: Sor Juana Inés y San Juan de la Cruz, Rimbaud, Verlaine, Baudelaire, Mallarmé, Shakespeare, siempre Shakespeare, Keats, Yeats, Chapman, Whitman, Robert y Elizabeth Browning...

Con cuarenta y cinco años, parte de la tradición literaria en mi cabeza y la fe de un nuevo amor, me sentí listo para escribir mi obra maestra. Si se trataba de sensibilidad, yo sería Lord Byron con los nervios de una quinceañera. Retomé la alegría de mi primera novela, la profundidad de la segunda, la perfección formal de la tercera y con los nuevos ingredientes escribí doscientas páginas dignas de enmarcarse. Las envié a tres concursos. Gané los tres, pero decliné dos para aceptar el Premio Nacional del Ministerio de Cultura.

La noche de la entrega, compensé en algo a mis hijas con la dignidad del cheque y extasié a críticos y público al leer ciertos apartes. Sin embargo, yo no me sentí feliz: por recortes en el presupuesto, la obra no sería impresa. Entonces me vi obligado a enviársela a una editora que después de un año, tuvo tiempo para recibirme. «Por fin», pensé. Era una graciosa muchachita de unos veintidós años, que me atendió sin despojarse de su iPhone.

—Gracias por traernos tu novela —dijo—. Pero no nos interesa.

—¿Me podría decir por qué? —pregunté con la humildad del minero que vuelve del derrumbe.

—Pues mira —dijo jugando con uno de sus rizos—: el tema es tenaz, pero no sé… es como densa… y no es lo que entretiene a los lectores.

—Y ¿qué es lo que entretiene a los lectores?

—Cómo te dijera… Libros como los que publicamos… Como los que hace la gente linda… De los que todo el mundo habla… Libros sobre los primeros amores, los primeros viajes, las primeras experiencias... Tú sabes: drogas, sexo, música y cosas así, cosas divertidas. Por ejemplo: una nena viaja a Nepal y una noche, en un bar, siente que está bisexual y seduce a otra nena...

—Ajá…

05

Quedaba probado que la literatura no era asunto de editores. Había escrito un texto admirable, pero que sin un público que lo gozara, era como un zafiro en un glaciar. Con todo, escribiría la arqueología del futuro, al costo aún de envilecerme. Entonces me di a ver televisión y tras meses de perplejidad, comprendí el sabor de MTV, de VH1, de Maxim, de Coca-Cola, de McDonald’s. Vi los éxitos de taquilla de la última década: Pixar, Walt Disney, James Cameron. Estudié los sonidos que contaminaban el aire: hip hop, techno, reguetón, bachata, champeta. Plastiné mis neuronas con éxtasis, ácidos y poppers. Me sumergí en los laberintos de Xbox y Playstation. Me tatué los brazos y me perforé la lengua. Me etiqueté de Nike, Puma, Adidas y Diesel y asistí a conciertos, raves y bares LGBTI… Todo, todo, todo aquello fue fácil, ridículo y hasta divertido, pero lo tortuoso, lo insoportable, lo casi imposible fue leer lo que se publicaba como ópera prima, novelas tan estúpidas y deplorables en factura que, en comparación, la que escribí a los dieciocho años merecía un Nobel. Desde luego, no daré títulos ni nombres, pues no es de hombres mencionar a quien se ve en los bajos fondos.

Con cuarenta y siete años, el nuevo mundo en la cabeza y el adiós de la mujer que me creyó en la crisis de la mediana edad, me sentí listo para escribir ya no mi obra maestra, sino la primera en publicarse. Si se trataba de superficialidad, yo sería Paris Hilton en charlas con su peluquero. Un mes más tarde, puse fin a las ochenta páginas que me produjeron risa pero también respeto. Aquella novelita era flaca, caótica y audaz como son las niñas hoy. Pero en sus genes había años de guerra, miseria y heroísmo: sus abuelos se habían calcinado en la Guerra Fría, y sus bisabuelos, despedazado en El Alamein, el Pacífico y Stalingrado. Aquella novelita tenía un sabor y un olor como de chicle, y al mirar las anteriores, me pareció que murmuraban una máxima de Borges: «Que el cielo exista aunque nuestro lugar sea el infierno». La envié a una editora, una exmodelo con voz de seda, que jamás me respondió. Entonces me di a escribir libros de español para bachillerato, volví al oficio de corrector de pruebas y retomé mis lecciones de literatura a damas ricas. Dos años después, cuando volvía de Nueva York, de la boda de mi hija menor, vi en el avión a la editora. Al reconocerme, hizo arreglos para sentarse junto a mí. Se sentía apenada, así que evité preguntar por mi novela. Eso acabó de avergonzarla.

—Perdóneme —dijo—. Pero la verdad, nunca supe cómo responderle… Pensé que buscaría otra editorial. O que quizás la pondría en Internet, en uno de esos blogs…

—Y ¿usted por qué no la publicó? —pregunté.