CAPÍTULO LVI

DESIERTO DE HIELO


Niflhei, territorio Yankton, año 142 de la “Nueva era”.

Perdió la cuenta de cuantos días había estado dentro de aquel barco. Por fin se oyó el estruendo de las voces de tierra, y a la tripulación alborotada como cada vez que se tiene que amarrar.

La pequeña Naga comenzó a caminar sin darse tiempo a pensar tan solo en la crueldad a la que había sido sometida, el frío le cortaba los dedos y apenas si el espeso aire helado alcanzaba a entrar en sus pulmones. Era muy pequeña para estar sufriendo todo eso, tenía apenas siete años. No tardaría mucho tiempo en deshidratarse si no hallaba pronto donde beber. Atrás se perdía en el mar, la embarcación que la había abandonado. Sus lágrimas se habrían escarchado, pero no lloró. Tenía las extremidades entumecidas por el frío y el agotamiento le provocaba calambres que se unían a los temblores y espasmos acuciantes de todo su delicado e inmaduro cuerpecito. Los árboles continuaban sepultados por la última tormenta de hielo que había azotado las cercanías de toda costa invernal. Aunque si se los mirase con atención podría distinguirse claramente el verde de las hojas en su interior.


No existían ya rastros del bosque que hubiera allí, solo árboles fantasmas y rocas muertas. La vida había sido arrinconada hacía algún lugar que por el momento no parecía acercarse.

Y en medio de ese espectáculo desolador, la sombra de una niña se aproximaba a una muerte segura. Ya había comenzado a sentirla pisarle los talones, y esa sensación la había apresurado varias veces. Caminaba para no morir de frío y caminaba sabiendo que, de todos modos, moriría de frío y de hambre y de sed… moriría.


En algún momento de su marcha cuando el hambre comenzaba a hacerse más dura, los copos de nieve que se deslizaban por el aire le parecieron migajas de pan, luego cuando el frío le hizo estremecer el alma, creyó confundirlos con cenizas. Antes de caer la tarde hubo un pequeño momento en que el sol se dejó ver, aunque sus rayos eran tenues, bastaron para otorgar un alivio estremecedor. Naga aprovechó para sacar de entre sus vestimentas el libro que había traído escondido y comenzar a leerlo se llamaba: “La Danza de la Espada Blanca”, escrito por un tal Jigoku del Bosque Blanco, hijo de Jigoku, nieto de Milkom, asesinado por Devel “el traidor”, padre de Bolthorhn “el usurpador”.


La noche estaba próxima y debía buscar un refugio donde pasarla, no podía dormir a la intemperie o moriría congelada. Encontró una pequeña caverna. No se hubiera metido en una más grande, supuso que de vivir algún animal dentro de la misma no sería de un tamaño mucho mayor al de ella.

Despertó por la mañana tosiendo. Había oído de la toz roja que había enfermado y matado a muchísimas personas antes de que ella naciera y tenía miedo de habérsela contagiado.

Inició su caminata nuevamente, solo se dirigía hacia el norte, no porque supiera donde dirigirse sino porque le parecía menos frío, trataba siempre de no internarse mucho para tener el mar como referencia. Mordió un pedazo de raíz y le supo agrio y rasposo, pero no le quedó más remedio que masticarlo por un buen rato y tragarlo. El hambre ya la estaba desesperando. Si no comía, tampoco podía usar la nieve derretida para beber o se le congelaría el estómago.


De repente se había levantado sobre su cabeza algo que la hizo sonreír y llorar, una pequeña toldería se asomaba en el horizonte. Seguramente hubiera podido verla desde hacía tiempo, pero el simple movimiento de alzar la cabeza podía implicarle que el cuello terminara de congelarse y no poder respirar. Atravesó lo que parecía ser una especie de entrada natural y se encontró con el primer indicio de vida en días. No lloró, solo ahogó un grito de dolor en lo profundo del abismo del alma.

Quindt, Nicolás Alejandro

Gritos de dolor en lo profundo del abismo del alma : 2 / Nicolás Alejandro Quindt ; ilustrado por Nicolás Alejandro Quindt. - 1a ed . – Buenos Aires : Nicolás Alejandro Quindt, 2016.

Libro digital

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-42-0460-8

1. Novelas de Ciencia Ficción. 2. Novelas de Caballería. 3. Novelas de Acción. I. Quindt, Nicolás Alejandro, ilus. II. Título.

CDD A863

© Nico Quindt2016

Queda hecho el depósito legal establecido por la ley 11.723.

Nota del autor

Reconozco que me he enamorado profundamente de esta historia y de muchos de sus personajes, esto seguramente va a provocar, varias veces, que algunos de ellos vivan más tiempo de lo que deberían o que quizás me resulte más doloroso matarlos. Sin embargo, ya ha llegado ese punto en que los personajes tienen vida propia y yo casi que no tengo participación en sus decisiones, en la forma en la que van a resolver las situaciones y demás. Me estoy limitando ya para la mitad de la tercera parte (que es en donde estoy actualmente) a ponerles trabas en el camino y contextos aleatorios que pudieran surgir, porque ya sus personalidades se mueven independientemente de lo que a mi respecte, a lo largo de esta historia.

El mundo resulta ser un lugar frío e inhóspito donde se tiene que sobrevivir a cualquier costo, donde la diversión es escasa y la muerte puede encontrarte en cualquier momento. Quizás esto tenga como resultado una historia sin demasiado suspenso, pero siempre voy a preferir el realismo y la fantasía conviviendo uno con el otro y encontrándose en los momentos precisos donde una requiere de la otra para poder continuar. De esta manera queda conformada la segunda parte de esta saga que me ha dado tanto placer escribir, que espero de igual manera sea disfrutada.

CANCIÓN DEL SAJMET


La venganza es la fuente de la voluntad.
Sirvan a la mesa, la familia por siempre unida.
Si un lugar en tu mesa ha quedado vacío, deja un lugar vacío en la mesa de tu enemigo.

No he olvidado.
Un sajmet nunca olvida.

Aquí es donde he muerto.
No hay vida sin honor.
Las afrentas se pagan con sangre,
tu familia sangrará si eres afrentado.

Acostarse con odio,
dormir con odio,
amanecer con el odio necesario para tomar venganza.

No he olvidado.
Un sajmet nunca olvida.

La muerte antes que la deshonra.
El pan sobre la mesa.
La familia será vengada.

Laurasia

1-laurasia

2-laurasia


Gondwana

1-gondwana

letra



Parte 1

CAPÍTULO I

MERCENARIOS


Reino de Luyef, ciudad de Keops, Año 129 de la “Nueva era”.

Había dejado crecer demasiado su cabello los últimos meses, las raíces amarillas comenzaban a hacer notar que el naranja era demasiado postizo. Para Candel Sirius, entrar en Keops fue a pesar de toda la vorágine de una de las ciudades más grandes del mundo, una gran calma. El reguero de muerte que había dejado atrás esperaba no volver a verlo por un buen tiempo. Necesitaba curar un poco su estómago, aunque luego de haber vivido toda la vida en Isla Negra, pudiera decir que ya estaría acostumbrada, pero no. Hay cosas a las que nunca se termina de acostumbrar y que no quisiera volver a ver.

Salir de Kyoga, cruzar el Musspell y navegar por el Iumâ, fue tan extenuante que parecía no terminar más. Si bien durmieron plácidamente casi todas noches, tanto en el húmedo camarote del barco tipo mesana de tres palos que tuvieron que compartir con Pincén, como en los carromatos que los transportaron, nunca se descansaba de igual manera que cuando se sabe que se llegó a destino y algunas ratas que correteaban en el barco como las piedras que hacían saltar el carro, hacían su parte para volverlo más dificultoso. Y ahora el primer destino estaba cumplido: Laurasia.


Atravesar el túnel que comunicaba ambos rincones de Gondwana, por adentro de la cadena montañosa de Kyoga fue como descubrir una leyenda real en un viejo libro. Muy pocos lo conocían y Candel era una de ellos. Durante esa travesía Pincén se arrepintió de haberla recogido por el camino, el túnel era oscuro y cegador, por lo que debieron reducir el trote de los caballos a un galope leve, tardaron casi medio día en salir, pero al final, cuando comenzaba a verse la luz de la salida, no solo Pincén, sino todos se alegraron de haberla encontrado.


El puerto Kudel los recibió en su explanada con aromas pestilentes y sellados, las groserías se oían por doquier, algunas dirigidas a Candel, otras a Pincén. Mientras el mercader del barco pagaba el impuesto de ancoraje y los marineros comenzaban a descargar el esparto, cuerdas, pasas, higos disecados, especias del légamo del Musspell, aceites de foca y resinas del sur, y todas las mercaderías que traían, ellos buscaron alquilar un carro y un cochero.

—Solo los llevaré hasta Aker, hay un poblado nuevo allí, se llama “La Venta”, con suerte encontrarán alguien que los lleve a Hamkar, pero no creo que sea cuestión de suerte tanto como de inconsciencia —dijo el hombre calvo y de mirada perturbada y triste. Cerró las portezuelas de madera gastada, pisó la lanza y subió a la caja delantera. Jaló las riendas de los caballos poniendo en marcha la vieja carreta al tiempo que daba un grito a los animales.

—De la única manera que nos llevarán es si el cochero está borracho, por lo tanto, debemos emborracharnos —dijo Candel Sirius, mientras su jubón de lino pegado al cuerpo que había comprado cerca del puerto, comenzaba a acalorarla, se acomodó la esclavina. El lino era muy grueso. Pincén la miró serio y callado—. Di algo de una vez, pareces un niño estúpido.

—Tal vez prefieras ir corriendo detrás de la carreta —respondió Pincén. Sus ojos negros ni la miraron, eran tan apagados que incluso le apagaban el rostro, asfixiando cualquier expresión que viniera del alma, si es que le había quedado algún resto de ella.

Al costado del camino los braceros y jornaleros trabajaban la tierra. Algunos perros ladraban alrededor de una mujer que hilaba debajo del atrio de su casa, de muros de adobe y techo de madera de palma, cuando vieron pasar el carro. Candel Sirius hablaba sin parar, lo había hecho durante todo el camino, pero cada una de las preguntas que ella hacía, Pincén las respondía, las que respondía, con evasivas: “sí”, “no”, “tal vez”, eran sus palabras favoritas.

—¿Qué esperas encontrar en Hamkar?

—Al Señor Ganesha, quiero que me entrene. Dicen que es muy bueno entrenando mercenarios. Quisiera hacerlo en el Claustro Blanco, pero es imposible ser aceptado en esos lugares. —Pincén había hablado lo suficiente, apenas la conocía, y no se fiaba demasiado de ella, aunque sí gustaba tener un poco de compañía.


Descansaron varias veces durante el trayecto hacia “La Venta”. Era un lugar que siempre se mantenía en actividad, debido a que uno de los eventos más importantes del mundo se desarrollaba un par de veces al año allí mismo. Se habían establecido herreros que cambiaban herraduras a los caballos, criadores de gansos y gallinas, dos nuevas posadas atendían al otro lado, y una más estaba en construcción. También se formaron, de manera espontánea, tres grandes plazas, algunas con tablones, tenderetes móviles, paradas y casetas, donde los comerciantes que llegaban a negociar en “La Venta” iban a surtirse de vino, carnes frescas, huevos, frutos silvestres y miel.

La Venta.

Alquilaron una habitación por tres días en una de las nuevas posadas. Más de eso no iban a estar sin conseguir quien los llevara a Hamkar, o al menos eso era lo que esperaba Candel. El dueño del lugar donde se hospedaron era un hombre amable y refinado en sus modales, aunque no lo era tanto en su vestimenta raída. La primera noche pasó sin mayores sobresaltos. Encendieron las mechas de las lámparas de cebo y se sentaron a comer algunas carnes adobadas con jengibre y nuez moscada, con unos punzones bastante sucios que tuvieron que lavar en la jofaina del patio por un buen rato.

—¿Nadie te ha enseñado modales? —Preguntó Pincén al observar a su compañera comer—. No apuntas a nadie con un cuchillo en la mesa, no te limpias con el mantel y no arrojas los huesos por encima del hombro.

Candel hizo como si no lo hubiera escuchado. Solo pensaba en que no se iría a dormir hasta no acabar con al menos una azumbre de vino.

—¿Nunca has estado casada? ¿Ningún Caballero te ha enseñado? Cierto que eres una pirata sin modales…

—He estado casada, para que sepas… —exclamó Sirius con desdén.

Pincén quedó sorprendido.

—¿Lo amabas? —Preguntó. Quiso hurgar en los esquivos ojos añiles de la mujer.

—¿Amarlo? ¿A ese cerdo? —Candel soltó una carcajada—. Tuve que casarme para proteger al hombre que amaba, iban a matarlo a traición.

—¿Estuviste con otro hombre para proteger al que amabas? Eso no suena muy creíble.

—Nunca permití que ese bastardo me tocara, cuando se dio cuenta de que haberse casado conmigo había sido un error, ya estábamos embarcados en otra aventura.

—¿Aventura? ¿Así lo llamas? A ir a saquear y asesinar a mi pueblo. —La piel de Pincén parecía haberse puesto más pálida por la ira—. ¿Y qué sucedió con este esposo tuyo? ¿Murió durante la batalla?

—No, lo asesiné antes de que la batalla comenzase —respondió la mujer esgrimiendo una leve sonrisa que trató de ocultar al percibir la indignación de Pincén.

—He estado pensando acerca de ti, y cada vez que te oigo hablar me convenzo más que no eres más que una prostituta sin honor, que traiciona a quien sea con tal de conservar su culo con vida, que no tiene respeto ni modales, ni el más mínimo reparo en acabar con una vida.

Terminó de comer y se fue a descansar. Ella sonreía como si él la estuviera elogiando.


*

La siguiente noche, Candel Sirius ya no cenó en la posada. Le agradaba mucho más el ambiente inhóspito de la taberna que se encontraba a unas cuantas callejuelas improvisadas de allí. La ronda de tragos había comenzado temprano, el oro era de Pincén, pero quien invitaba era Sirius. La taberna estaba siempre poblada de personas indeseables, algunos fugitivos; otros, solo borrachos que esperaban trabajar de cualquier cosa durante alguna venta para continuar emborrachándose todo el tiempo que pudieran.

—Así que una mujer pirata —comentó uno de los cocheros bebiendo un sorbo de cerveza negra y espumosa.

—Capitana —corrigió Candel.

—Tenía respeto por los hombres de mar. Siempre los tuve como hombres rudos, pero si una mujer puede ser Capitana entonces ya no son tan rudos.

—Yo también pensaba que los cocheros eran hombres valientes que pudieran transportar a cualquiera al lugar que sea sin temor, pero veo que me equivoqué de llano.

—¡Puedo transportar al cualquiera al lugar que sea! —Se enfadó el cochero.

—Lo dudo. —Candel lo miró con el rabillo del ojo, con desprecio y bebió un sorbo de vino.

El hombre se enervó, no le gustaba que una mujer pusiera a prueba su hombría por muy pirata que dijera ser.

—Tres monedas de oro contra su carro a que no —desafió Sirius.

—Solo dígame el lugar y la llevaré allí. Déjeme ver sus monedas de oro.

—Si no puede llevarme a donde quiero ir, me quedaré con su carreta.

—Hecho —afirmó el cochero.

—Hamkar.

Un trato era un trato, solo un suicida hubiera mencionado ese destino. «Maldita sea —pensó el cochero— ¿esta estúpida será capaz de morir solo por una apuesta sin sentido?»

Candel rozó el mango de la espada que había obtenido de Pincén, con la punta de los dedos. Estaba dispuesta a desenfundarla y cortarle la cabeza al cochero si llegaba a cancelar la apuesta. Un trato era un trato.

—Señora, le pido por favor que no empuñe su espada aquí. “La Venta” es un lugar neutral donde solo se comercia —solicitó el tabernero.

—Este hombre ha hecho una apuesta y debe cumplir su palabra, si no lo hace, morirá —demandó la mujer.

—Este hombre está un poco borracho. Quizás no sabía lo que decía.

—Entonces también mataré al tabernero que le vendió el vino.

El tabernero decidió no entrometerse más. Si el cochero había sido tan estúpido de cerrar una apuesta que no iba a poder pagar, no era su problema si moría.

—Me asiste el derecho de cobrar mi apuesta y lo haré —insistió la mujer.

—No te daré mi carreta, es lo único que tengo, y no dejaré que se me llame cobarde el resto de mi vida. Te llevaré a Hamkar si es lo que deseas, supongo que si morimos en el desierto al menos cerraré de una vez mi gran boca.

Ciudad de Hamkar.

Algunos vientos soplaban levantando las arenas y arremolinándolas por los aires. El trayecto por el desierto era tan duro como un desierto podía serlo. El calor acuciante, los granos de arena raspando la piel que las prendas no protegían. Y sobre todo la sed. Pero una sed que no se saciaba nunca. Aunque habían llevado agua, hubo momentos en que parecía evaporarse por el mismo calor y cada sorbo era sofocante. No era tan agudo para Candel, una mujer de Isla Negra acostumbrada a los calores intensos, pero sí para Pincén, un muchacho del Nifhlei que solo conoció el frío, apenas había sobrevivido al Musspell y ahora estaba casi agonizando en aquel desierto.

—Este es un trayecto para hacer en camellos, los caballos morirán —acusó el cochero. Había partes en las que todavía se dejaba ver la vieja calzada hacía Hamkar, pero la mayor parte del tiempo era arena. Seguramente el camino había quedado sepultado varios codos debajo.


Tardaron varios días en llegar. Las murallas de la ciudad brindaban una sombra extensa que enfriaba el suelo y las puertas se abrieron crujiendo y rechinando. Dos guardias salieron armados con alabardas y armaduras finas al encuentro con la carreta. Uno tenía el rostro poco amigable y la piel áspera por el sol.

—¿Qué transportas? —Preguntó ese mismo.

—A dos visitantes —respondió el cochero.

—Solo hay dos formas de entrar, invitación u oro.

Pincén oyó estas palabras, estaban bajando de la carreta junto con Candel.

—Yo no voy a entrar, solo los traje hasta aquí —dijo el cochero sonriendo.

Pincén le entregó dos monedas de oro al guardia. No quiso ofrecerle una sonrisa, no sabía de las costumbres de estos pueblos totalmente nuevos para él.

—No tenemos invitación.


El cochero regresó, Candel le pagó las tres monedas de oro. Ya no era su problema lo que hicieran dentro de la ciudad, ahora le tocaba regresar, otra empresa donde podía perder la vida, si se apresuraba era probable que, así como en la ida nada los había retrasado a la vuelta tampoco.

Candel y Pincén cruzaron la plaza central y llegaron al norte de la ciudad. Tenían el palacio de Ten frente a sus narices.

—Hubo un tiempo en que Hamkar fue la ciudad más próspera de todo Laurasia —comentó Candel.

—Y ¿Qué ocurrió? —Interrogó el eunuco.

—Siguen siendo prósperos, pero Nubia se lleva una buena tajada de esa prosperidad. Los reyes no quieren que las familias poderosas se vuelvan más poderosos que ellos, y las familias poderosas no quieren que los reyes tengan más poder sobre sus vidas que ellos mismos, supongo que eso hace un balance, pero cuando una de las dos partes cede, tropieza o es derrotada, se la succiona casi hasta secarla, no hay piedad en eso…

Chocaron con una guardia temprana que los interrogó.

—Buscamos al Señor Ganesha, nos han dicho que trabaja para Amatsukami.

—El Señor Ganesha ha muerto.

—¿Qué lo ha matado? —Preguntó Candel con brusquedad.

—La vida, supongo. Tenía setenta y cuatro años… —Respondió el guardia.


La mirada de Pincén se perdió en el suelo, Candel torció la boca guiada por la ira. Los planes se habían estropeado y había que elaborar unos totalmente diferentes.

Se quedaron maldiciendo a los vientos.

CAPÍTULO II

RISCOS HELADOS, CAVERNAS TIBIAS…


Niflhei, el Último Sur, año 130 de la “Nueva era”.

No podía dejar de pensar en esos monstruos grises y azules y en esa niña, o ese demonio con cuerpo de niña. Él se había topado con ellos o ellos se habían topado con él y estuvo quince años congelado, que pudieron ser cien o una eternidad, según le había dicho Muyfrío. Era una suerte, por otro lado, el no haberlos visto cuando lo congelaron, hubieran sido quince años de pesadillas horrorosas. Y en cambio una niña pudo resistir ese huracán helado, una pequeña había soportado sin conmoverse esa flama de frío indescriptible que salió de la boca de ese monstruo. Y no solo eso, sino que además la habían llevado como si se tratase de una mascota o de su ama.

—¿Qué se supone que debo hacer ahora? ¿Regresar a Khoisan? A contar lo que vi, que nadie creerá. Vaya a saber con qué me encontraré. Necesito volver con mi gente… —exclamó Ehecatl. Dio un sorbo a la alcuza de aceite de foca caliente y por poco vomita de nuevo, no terminaba de acostumbrarse a beber esa asquerosidad.

—Necesita hacer lo que la muchacha dijo, quedarse aquí y esperar —insistió Resef enmarcando su aliento en el aire, que olía siempre a desolación. Dejó caer los guantes de piel de oso sobre la piedra y frotó sus manos antes de tomar la olla de caldo de foca y fruches que hervía sobre la hoguera.


La decisión era difícil de todas formas. Quería esperar a Zenenet, quería volver a verla, pero no tenía ninguna certeza de si algún día regresaría. Por lo que sabía, en el “Último Sur” los tiempos eran diferentes. Todo era diferente, la comida era solo foca, carne de foca, grasa de foca, sangre de foca, aceite de foca y tripas de foca, y solo algunas veces, con mucha suerte, pescado blanco. El frío era insoportable, si alguien de Khoisan se atrevía a decir que su pueblo era frío, era porque nunca había estado en el Último Sur. También extrañaba a Amarú y a su gente, pero habían pasado veintidós años desde el día que lo envió a buscar a esos Gigantes de Hielo. No sabía si al regresar lo encontraría con vida o si él mismo moriría en el camino. Extrañaba las peleas con Los Grasosos del Río, la cerveza negra con caña norteña y a la mujer peluda que muchas veces lo calentó en la cama. La caverna donde ahora se encontraba era helada a pesar de que la hoguera estaba casi siempre encendida con carbón de las minas de rocagema. El frío en el Niflhei era estremecedor, pero en el Último Sur era peor que la misma muerte. Las ventiscas de la intemperie habían empeorado, si se quedaban cobijados en la cueva morirían de hambre, si salían y una de ellas los atrapaba morirían congelados. Todas las decisiones implicaban la muerte. Por eso debía aguardar a que llegara el verano para partir, y el verano tampoco era suficiente, incluso Resef le había contado que hubo un verano más frío que los mismos inviernos.

Esperaba ver antes a Zenenet. La esperaría hasta el verano siguiente, si no regresaba para entonces, volvería a Khoisan. De todos modos, vivir así y morir, eran la misma cosa. Se sintió bien al tomar esa decisión, aunque poder ver a la niña no estaba dentro de su alcance, eso no podía decidirlo, solo aguardarlo.


*

Los días eran tan similares a las noches que casi no se distinguían, el sol estaba apagado sobre el cielo grisáceo y enlutado. Un candil alumbraba la caverna de paredes talladas con grabados de miles de años que describían escenas diversas como la pesca, la caza de foca o de almaqah.

—Lo mejor que podemos hacer es largarnos de aquí —sugirió Ankatu con orgullosa voz ronca, sus cabellos marrones como la mierda que se cagaba luego de beber sangre de foca estaban blanquecinos por la escarcha—. Si esa niña regresa, quedaremos en medio de una guerra entre dragones y gigantes y seremos los primeros en morir.

—No ha habido dragones en mil años, los que quedan están todos congelados —anticipó Resef. Sus orejas ardían un poco por la quemazón del frío.

—Pero hubo hace mil años, es suficiente que una cosa haya sucedido una vez, para que vuelva a suceder.

—Nuestra mejor opción es estar del lado de la niña y los gigantes, ellos al menos nunca nos habían molestado —interrumpió Muyfrío.

—Nuestra mejor opción es estar a miles de leguas de aquí cuando los dragones vengan —Ankatu estaba convencido de lo que decía.

—Cuando los dragones vengan no habrá leguas que puedan ponerte a salvo —corrigió Muyfrío.

Ehecatl no participaba en la conversación. Estaba recostado sobre una piel. Había salido a cazar y había traído tres focas esa mañana, suficientes para alimentarse seis días o quizás más. Seguía tratando de calentarse, pero el frío era demasiado penetrante y no había forma de ahuyentarlo, aunque durante los últimos días lo había sentido menos intenso. Su decisión ya estaba tomada, o al menos era un deseo fuerte debido a que todo dependía del clima afuera, ciertas veces salir de la cueva era morir al instante.

CAPÍTULO III

LA SOMBRA QUE YACE EN LA IGNORANCIA


Reino de Wondjina, ciudad de Melqart, Año 130 de la “Nueva era”.

Entre los valles de perfil plateado que se formaban con el amanecer, en el oeste de Wondjina se conservaba la nostalgia de épocas estancadas en la bruma matutina tiñendo el contorno de las casas de dos, tres y hasta cuatro pisos. Impresión segura en las pupilas del viajante que arribaba desde tales alturas. Ya en las puertas de la ciudad, el bajorrelieve que cubría las hojas de jade del portal corredizo representaba la trágica escena del día en que el espejo llegó al lugar y que Pie del Valle fue arrasado. Melqart se había cerrado por primera vez en su historia. Para el que se aproximaba ignorante de los acontecimientos que protegían el pasado celosamente de la ruina del tiempo, fijar la mirada en las puertas de la ciudad era semejante a derramar lágrimas que acrecentaban el dolor en lugar de erradicarlo del alma.


La mujer estaba atada de pies y manos, y un nudo le sostenía las cuatro extremidades. Lloraba e imploraba por su vida sin siquiera ser escuchada. “Los Diáfanos” discutían sobre cómo la levantarían para dejarla caer al foso de agua de manera que todos pudieran presenciarlo. Alrededor, la gente miraba desconcertada, temerosa, pero también entusiasmada con presenciar una muerte.

—Por favor, no soy una hechicera, si me lanzan al agua moriré —lloraba la mujer aterrada.

Los hombres continuaron riendo y hablando entre ellos.

—Si no eres una hechicera no tienes nada de qué preocuparte, el Señor Ardelac te recibirá en sus brazos, serás salva. —Mencionó Abekani, uno de los primeros diáfanos incorporados a la orden y también uno de los más atroces.

Cruzaron una barra de hierro por debajo de las ataduras de la muchacha, la levantaron y la dejaron caer al agua.

Gritó, lloró, suplicó. La gente miraba. Algunos se reían de la desdichada, otros parecían más pensativos.

Cayó dentro del foso y se desesperó. Trató de desatarse con todas las fuerzas que le quedaban. Si hubiera podido arrancarse las manos y los pies, lo hubiese hecho sin dudarlo. El líquido invadió sus pulmones y le llenó completamente las entrañas, lo sentía colarse por todas partes como si se tratase de un demonio que la tomaba por dentro, hasta que finalmente la mató.


Cuatro años atrás, la calzada principal de la ciudad de Melqart estaba cubierta de flores, Sirao con tan solo dieciséis años, se había convertido en Rey y Señor de Wondjina. Había quedado ciego correteando en la cocina real cuando era un niño. Volcó una olla de aceite hirviendo que se derramó de lleno en sus ojos. La cara le quedó desfigurada y los ojos quemados.

Así lo llamaban: “ojos quemados”. Un Rey ciego era despreciado por todos. Un Rey ciego despreciaba todo lo que no podía ver. Era un día de reunión en el parlamento, a Sirao le gustaba como se oían las palabras en ese edificio, por eso le agradaba trasladarse hasta allí en lugar de hacer venir a todos los parlamentarios hacia el palacio real, como solía hacer siempre su padre, el Rey Bidai. Era una verdadera pena que Sirao no pudiera apreciar la belleza del parlamento, todas las piedras negras talladas eran extraordinarias.

—Dicen que el Mago de Nubia, apresó a las cuatro bestias más poderosas de Pie del Valle dentro de rocas —comentó Pidrai, el miembro más antiguo del consejo, a quien llamaban el “Diáfano Mayor”. Un hombre calvo y flaco, de ojos saltones y enfurecidos, que se encontraba sentado a la diestra del Rey.

—Dentro de rocas… —se bufó Sirao arqueando sus grandes cejas.

—Dicen que tenía cuatro huevos de midgard.

—Eso es aún más increíble —replicó el Rey.

—Las serpientes se comieron a las bestias y quedaron petrificadas dentro de las rocas. —Pidrai ya no quería continuar la discusión, hacerlo con el Rey era siempre perder el tiempo.

—Alguien llevó ese espejo y a esas bestias hasta el valle de Alümapu, alguien que fue responsable de la muerte de los últimos hijos de los bardas de Pie del Valle. El único recuerdo que nos quedaba de ellos —planteó Sirao—. Nunca me importó demasiado Pie del Valle, pero era parte de mi reino y nadie entra a mi reino a hacer lo que le plazca.

—No hay magos en Luyef Señor, solo hechiceros y curadores que ayudan a los enfermos en Alejandría. Luyef es un reino que se dedica a construir bibliotecas, no a criar bestias, eso lo hacen en Pa-Hsien o Nubia —resaltó Daho, mirando las cicatrices en lo que quedaba de los ojos del Rey. El Primer Parlamentario era un hombre de más de cincuenta años, de ojos agudos como un gato, frente prominente y tatuajes sobre las orejas que se podían apreciar debajo de unos cabellos rasurados a esa altura, cuando descorría la mitad de ellos que le llegaban hasta los hombros.

—Maldito brujo. Pa-Hsien está muy lejos, Nubia es el responsable de todo esto, y no descansaré hasta que el mal sea erradicado para siempre del mundo —aseguró el Rey de Wondjina. Se acomodó la bata negra de seda acordonada e intentó imaginar el rostro de ese Mago, hacía tanto tiempo que no veía un rostro humano que le era difícil recordar los colores particulares de las pieles de los hombres. Había declarado una guerra contra las artes oscuras. Todo hombre o mujer que practique la brujería era traído a un tribunal donde se determinaba su culpabilidad y se ejecutaba la sentencia en la plaza, a la vista de todos, como si de un espectáculo de circo de tratara. Sirao no disfrutaba de aquello, pero lo reconfortaba saber que esas sombras que a veces percibía en la oscuridad de sus días eran exterminadas del mundo.

«El Mago de Nubia» —se repetía Sirao.


La plaza se había convertido en un escenario de muerte. La “Orden de los Diáfanos” sumaba cada día más y más locos que disfrutaban de torturar y asesinar. Bastaba que alguien acusara a cualquier persona, de quien se quisiera deshacer de brujería o hechicería para que comenzara un proceso de torturas en donde se consideraba al acusado culpable hasta que se demostrase lo contrario. Por lo general, el acusado nunca podía demostrar su inocencia y acababa muerto de las maneras más horrorosas.

El centro de la plaza estaba ahora adornado con dos maquinarias. Por un lado “la rueda”, una rueda de calesa con la que se golpeaba en las coyunturas hasta despedazarlas y donde luego se colocaba a los sentenciados entrelazados en ella y se los dejaba morir a la intemperie en una agonía que a veces duraba semanas. Y, por otro lado, “el potro”, una mesa sólida de madera con ejes en sus cabeceras, para jalar los brazos y piernas de los acusados. Se hacían girar los ejes produciendo un torque que estiraba los músculos y hacía dislocar las articulaciones. La persona que por alguna razón salía con vida de allí, quedaba incapacitada de por vida si se la perdonase, pero casi siempre se le cortaba la cabeza enseguida que abandonaba la camilla.


Pidrai acariciaba a las niñas en la cabeza. Tenían entre cinco y nueve años, y temblaban de miedo. El recinto era un lugar mal acomodado para el escaso ajuar que poseía y adornado de aromas pestilentes a esperma y orina. Las cucarachas se escondían en las grietas mientras el encargado del orfanatorio se trasladaba hacia él.

—Tenemos solo estas tres, no está resultando tan fácil conseguirlas de estas edades… —explicó el encargado. Era un servidor de la orden. Un hombre robusto, pero sumiso, de mirada terca y sonrisa espeluznante.

—Más grandes o más pequeñas no me sirven. Haz lo posible.

—Sí, Señor.


La habitación estaba bastante iluminada, con ventanales altos y candelabros de pie de bronce decorados. Los verdugos tomaron a las niñas y las ataron a las camas de metal y tablones de madera. Con espadas gruesas como hachas y calientes al rojo, se les cortó las piernas y brazos a la altura de codos y rodillas. Las pequeñas lanzaron tales gritos que el lugar entero pareció trepidar. Uno de los boticarios les arrojó alcohol de caña para que las heridas no se pudrieran, mientras las crías se retorcían en dolores inimaginables.

Luego vendría el proceso de los sesenta y seis días, así se le llamaba porque mientras el cuerpo de cada una de ellas trataba de recuperarse de las heridas terribles de las amputaciones, se les arrancaba uno a uno todos los dientes y muelas con pinzas, dejándoles solo un día de descanso entre las extracciones. Después, se las dejaba ciegas quemándoles los ojos con las anteojeras de dos puntas y se les cortaba la lengua.

Al final solo una había sobrevivido. Muchas eran las veces en las que ninguna lo hacía. Pidrai las vendía a diferentes señores que pudieran pagar los altísimos precios. Las llamaba “Muñecas”, ya que podían ser utilizadas por el tiempo que fuera, sin temor a venganzas, mordeduras de miembros o quejas. Eran auténticas muñecas de placer.

—Mi cliente predilecto… —dijo el Diáfano Mayor, refiriéndose al Señor que acababa de entrar. Era un hombre un poco obeso, de mirada vil, sonrisa lasciva y aterradora. Además de ruin en sus modos y soez en sus gestos—. ¿Cómo resultó la última adquisición?

—De lo más divertido… —se referían a una muchacha embarazada que Pidrai le vendiera semanas atrás. Había sido acusada de tener relaciones de carne con un demonio y de quedar encinta del mismo. Aquel Señor la había obligado a golpes a recostarse en el suelo, se subió a un taburete y saltó sobre ella, haciéndole estallar el abdomen.

—¿Qué puedo ofrecerle esta vez? —Preguntó Pidrai.

—Me han dicho que tiene un nuevo “juguete”.

—Les llamo “Muñecas” y tengo varias de ellas. Eso sí, son muy costosas, pero son verdaderas muñecas de placer y diversión, como la palabra lo dice.

—¡Oh! Deben ser verdaderas delicias… —se relamió el hombre.

—De lo mejor…

—Y ¿de cuánto estamos hablando cuando hablamos de costosas?

Ciudad de Melqart, sala de torturas.

Uno de los verdugos al servicio de la orden, se había quedado en la sala de torturas toda la noche, violando y atormentando a una mujer acusada de brujería por un vecino. El lugar apestaba a sangre, restos de tripas, huesos rotos, estiércol y orina. La mujer torturada había muerto gracias a todo el tormento padecido. La había quemado con la pinza para quemar ojos, que era una estructura metálica del tamaño de unas anteojeras con dos pinches que se calentaban al rojo vivo y con los cuales se aguijoneaban los ojos del acusado para ponerlo ciego e infligirle un dolor que nunca había experimentado en su vida. Luego la había castigado con el látigo para desollar, un látigo con varias lonjas que terminaban sujetando unas hojas de metal bien afiladas que desgarraban la carne con cada golpe hasta volverla una pulpa por donde se escapaban las tripas y todo lo demás. Tan arduo trabajo había sido igualmente placentero como agotador. Despertó entre la sangre y orina de la mujer embarazada. Se había quedado dormido luego de violarla por última vez, cuando más que una mujer parecía una bola de entrañas que se le arrojaba a los cerdos o a los perros. Aun después de dormir se sentía algo cansado, pero de una manera que le había provocado un escalofrío. No le dio importancia y se dirigió a su casa a tomar un baño.


*

Varios días pasaron y el verdugo no volvió a aparecer. Debía limpiar ese chiquero o sería castigado.

Cuando “Los Diáfanos” fueron a buscarlo, lo encontraron muerto. Había escupido más sangre que la que tenía en todo su cuerpo. Parecía un esqueleto horroroso, con la piel ampollada y lacerada.

—¡Hechicería! —Gritó uno de los Diáfanos.

Algunos hicieron un paso atrás, mientras que otros se dirigieron a las habitaciones para encontrar a toda la familia del hombre en las mismas condiciones. Allí no quedó la duda, era una hechicería.

Corrieron tan pronto como pudieron a alertar a Sirao. Ese tipo de cosas le encantaban al soberano.

El Rey de Melqart entró en la sala de torturas, allí estaba muerta la mujer que el verdugo había violado incontables veces antes de morir. De pronto se sintió un gimoteo inusitado en aquel sitio de pesadilla, que por suerte el Rey no tenía que ver, aunque el olor era ciertamente nauseabundo. Era el llanto debilitado de un bebé, que de no ser por el agudo oído de Sirao, nadie hubiera advertido. Con el último aliento, aquella mujer había dado a luz. Sirao siguió el sutil chillido y tomó al niño entre sus manos, primero pensó en matarlo, luego el olor a sangre lo hizo cambiar de parecer.

—Yo lo haré, Alteza —se ofreció uno de los guardias que no perdía oportunidad para arrebatar una vida.

—No harás nada.

El Rey condujo al bebé hasta la cocina del palacio y ordenó a las cocineras que lo cuidasen.

—Llévenlo a la casa de siervos y díganle al Chambelán que es mi comando que el niño permanezca allí bajo sus cuidados.

—Debe pasar el puerperio —dijo la más anciana de todas.

—Si él no lo pasa, tú tampoco —aseguró Sirao—. Lo he salvado y ha nacido de la muerte, así que lo llamaremos Daeli.

—Su Alteza —se inclinó la sierva de la cocina—, sabe que necesitamos buscar una almatea de cuerno plateado que haya parido recientemente, ninguna de nosotras tiene leche para alimentar a este niño, ni el dinero para pagar una almatea, morirá sino y…

Sirao arrojó una saca de monedas de oro al suelo, sin dejarla terminar de hablar, la aburrían las mujeres de la servidumbre. Para él eran solo escoria.

—Consigue la almatea, y pronto, o tú morirás de hambre como ese niño…


*

Con el correr de los días más y más personas iban muriendo de la misma manera. La mayoría de los Diáfanos que habían estado en la sala de torturas moría escupiendo más sangre de la que tenían dentro del cuerpo y con la piel ampollada. Al cabo de un tiempo se comenzó a considerar a todos los que tosieran sangre como “malditos”.


El Diáfano Mayor hablaba con una calma tan malograda que parecía que las palabras iban a salírsele por la piel pegada al hueso que poseía. Sus puños se cerraban a cada rato, como si sus impulsos se estuvieran conteniendo.

—Quiero que trasladen los confesionarios a otro lugar —ordenó Sirao. Así les llamaba a las salas de tortura.

—Dispondré el lugar —dijo Pidrai sin dejar de mirar las horribles cicatrices que el Rey tenía en lugar de ojos. Había dejado de abrir y cerrar los puños ni bien oyó la voz de Sirao.

—Lo más alejado de la ciudad como sea posible, no quiero a esos “malditos” desperdigando su “peste roja” por todos lados.

—No solo la persona maldita muere, sino toda su familia, los que han estado cerca de él. Debemos alejarlos también.

—Entiérrenlos vivos o quémenlos —fue la sugerencia de Hödur. Para un Consejero de Guerra era más fácil expresar muerte que cualquier otra cosa.

Todos estaban algo alterados y temerosos, se sentía en el aire el olor a miedo, desparramando un aroma ácido y una nostalgia opresora.

—Esta enfermedad es un castigo de los dioses —conjeturó el Diáfano Mayor.

—¿Por qué nos la envía a nosotros? Hemos luchado contra la brujería, hemos estado acabando con todo lo despreciable… —Se interrogó Sirao, en voz alta.

—Hödur tiene razón en algo, si dejamos a los enfermos aquí, la peste continuará hasta acabarnos a todos —infirió Pidrai.

—¿Y propones quemarlos? —Preguntó Daho rascándose la frente. Le picaba porque era muy grande y siempre sentía que lo miraban.

—¿Quién los amarrará? ¿Quién los llevará hasta las hogueras? Ya nadie quiere tocarlos, siquiera estar cerca de ellos. No, lo que yo propongo es prometerles que la cura está en Gondwana, subirlos a todos a un barco y enviarlos a que mueran lejos, en el mar… —fue la idea del “Diáfano Mayor”.

—Necesitarás más que un barco… —repuso Hödur. Era un hombre mondo con grandes ojeras y piel abultada, había sido soldado toda su vida, sus brazos tenían más cicatrices de cortes de espada que un tocón donde se hachaba la leña.

—Entonces sí diremos a la gente que deben quemar a todos los muertos.

—Algunos ya están quemando a los vivos, enfermos, pero vivos —comentó el Primer Parlamentario. Ya había dejado de rascarse la frente.

—Entonces pónganlos en un barco y envíenlos bien lejos… —rugió Sirao.


Hacía añares que los melqartienses no atravesaban la parte sur de Wondjina. Pie del Valle era un lugar hermoso, solo que ahora semejaba a un fantasma arrastrando recuerdos pesados. Ninguno pudo dejar de prestar atención al paisaje arrasado, a los demonios empalados que se veían delante del sol. A algunos se les heló la sangre de tan solo pensar en esas bestias irrumpiendo en la ciudad de Melqart y destripando a todo lo que respirase.


Tres barcos salieron de las playas de Pie del Valle a perderse en el océano…

CAPÍTULO IV

BASTARDO


Reino de Luyef, ciudad de Keops, año 130 de la “Nueva era”.

Los dolores no le habían permitido realizar sus tareas desde la mañana temprano. Temía que el Rey se enterase de que estaba embarazada, sin duda mataría al niño y la mataría a ella. Había tratado de esconder la barriga con una faja encorsetada, pero ya no podía seguir ocultando la verdad. Extrañaba su primer trabajo, junto a su madre en la panadería cerca del molino, ayudaba en la molienda del trigo, la preparación del morcajo y luego amasaba y cocinaba el pan. Allí estaba segura hasta que su padre pensó que un trabajo en la cocina del palacio real no solo sería mejor pago, sino más seguro. «Cuán equivocado estaba mi padre» —pensaba la muchacha en silencio mientras el dolor le pujaba cada vez más intenso.

En la corte real ya se hablaba acerca de los amoríos que tenía el Rey Tnong con las cocineras y siervas. Eso lo ponía en una situación compleja que quería evitar a toda costa.


Tnong era bastante apuesto, disfrutaba de las mujeres y las mujeres también disfrutaban con él. Le gustaban, sobre todo, las que estuvieran por debajo de su posición, y él era el Rey, de modo que todas estaban por debajo de su posición. Pero Tnong solía tener un carácter caprichoso, amaba a una mujer un instante y al siguiente le molestaba hasta el sentirla respirar a su lado.

—No me pone orgulloso lo que voy a pedirte, pero necesito deshacerme de esta cocinera. Pone en riesgo mi reinado y mi herencia —dijo Tnong con tono descorazonado. Sus cabellos rubios caían como hojas de otoño sobre sus hombros.

—Se hará como usted diga, Majestad —respondió el verdugo. Había trabajado de Ujier durante mucho tiempo hasta que le fue asignada otra tarea, así lo había dispuesto Urtzi. El trabajo de matar era necesario para mantener el reino en pie. Palabras más, palabras menos, era lo que el Rey anterior dijera para convencerlo de hacer lo que tenía que hacer.

—Está encinta, así que debes matar al niño que lleva en su vientre. Sé que no es una orden digna de un Rey para con un vasallo, pero no puedo permitir que acceda al trono el hijo de una cocinera y no tengo deseos de volverla mi esposa.

—Sí, Señor. Lo que ordene.


El niño nació con el último aliento de su madre. Ella quiso pronunciar algunas palabras antes de morir, pero fueron ininteligibles. El verdugo presenció el nacimiento de la criatura, dejó el cadáver de la madre y observó al niño llorar. Levantó nuevamente el hacha en el aire y la dejó caer, deslizándola por sus manos. Pero no le dio muerte, en lugar de eso cortó el cordón umbilical. Tomó al pequeño entre sus brazos y lo llevó con su esposa. Era la primera vez que desobedecía a un Rey. Y sería la última si se llegara a descubrir.

Tnong esperaba ansioso por escuchar el discuento de lo ocurrido, su rostro blancuzco y descolorido parecía haber cobrado un color vivo cuando vio entrar al verdugo por la puerta que dejaba ver el patio de piedra vigilado por los soldados de jade. El hombre se apoyó en sus rodillas. El Rey entendió que la tarea estaba cumplida.

—Ve a las cocinas y pide lo que quieras para comer. Tu labor, tanto como tu silencio serán gratamente recompensados —dijo el Rey lampiño entregándole además una saca de monedas de oro—. De más está decir que eres mudo ante los que quieran saber.

El hombre no respondió. Era mudo como una tumba.

—Me agrada ese silencio. Y me agrada que se me entienda.

—Me gustaría pedirle algo, si Su Majestad no se ofende.

—Adelante, pide.

—Que ese silencio sea compartido por ambos. No debería salir nunca a la luz esto que hemos hecho.

—Esta quizás sea la primera vez que un Rey hace un pacto con un plebeyo, pero como te he dicho, se hará lo necesario para mantener este reino en pie, así que tienes mi palabra de que nunca más se volverá a hablar de esto.

—La palabra de un Rey es la palabra más valiosa sobre la tierra.


El verdugo entró a la planta de la cocina, los muebles de palo blanco estaban distribuidos en dos frentes, de modo que la ventana quedaba despejada. En la pared más larga estaba instalada la mesa de sefirots sobre dos pequeñas murallas adoquinadas donde se pelaban y trozaban los alimentos antes de ser cocinados, y los muebles altos donde se guardaban las especias y condimentos. En la pared posterior, la que se enfrentaba a la cocina, se ubicaban los armarios donde se guardaban los trastos, copas, platos, cuchillos y cucharas, todos estos muebles acomodados para no interrumpir la luz natural que hacía ingreso por las ventanas que se intercalaban conformando un total de seis. En el centro, la cocina de hierro alimentada con leños.

Las cocineras se espantaron al verlo, algunas se sujetaron de las manos, otras temblaron y miraron la puerta para echarse a correr. Hubiera querido contarles que el niño estaba a salvo, pero cuando llegó con ellas se dio cuenta que no podía contarles nada, tenían mucho miedo y el miedo podía hacerlas cometer una estupidez que le podría costar la vida.

—¿Lo has hecho? —Preguntó una de las mujeres.

El hombre se mantuvo en silencio y mordió un bocado de presa de conejo sazonada con jengibre y canela.

—¿El niño también? —Insistió.

El verdugo se retiró sin responder, masticando de manera grotesca.

—Mataste a un bebé en el vientre de su madre, los dioses no tendrán piedad contigo.

Seguía caminando, ignorando sus palabras.

—Lo asesinaste ¿No es cierto? —Gritó la mujer mientras él se alejaba y se perdía en los pasillos del palacio. Ser verdugo significaba ejercer el oficio de demonio.


Llegó a su casa y su mujer estaba con el niño en brazos.

—Ya lo he decidido, no voy a matarlo, lo criaré yo misma. Le llamaré Tiamat —afirmó la mujer.

—Puedes hacer lo que quieras, pero que nunca sea un problema.

—Nunca lo será para ti.

El niño cesó de llorar y comenzó a sonreírle a la mujer, quizás entendiendo que iba a ser amado.

—¿De dónde sacarás una almatea plateada para que lo amamante? Su madre murió —preguntó el hombre.

—Lo alimentarán las almateas que tenemos, dos de ellas están dando de mamar a sus crías, darán de mamar al niño también.

—Solo la almatea de plata puede amamantar a un bebé de hombre, he visto como enferman y mueren los niños que son amamantados por otros animales.

—Pues éste no enfermará ni morirá… no lo hará —aseguró la mujer.

—No quiero oírte llorar por él si eso llega a suceder.

—Nunca me oirás llorar por nadie, solo por mí.

CAPÍTULO V

PAREDES CONGELADAS


Imperio de Kyoga, ciudad de Kyoga, año 130 de la “Nueva era”.