CAPÍTULO LXXXII

UNA PLUMA BLANCA EN EL CIELO AZUL


Reino de Wondjina, Pie del Valle, año 129 de la “Nueva era”.

El viento había dejado de soplar y los silbidos eran tan sordos como la cima de una montaña desde el llano. El olor a mar golpeaba contra la arena húmeda y les arrebataba un descanso a los cielos tatuados de violeta y celeste con nubes impolutas.

Subió al valle de Alümapu cansada y enfebrecida, repitiendo la decepción en las últimas palabras que tuvo con los que consideraba sus hermanos, sus hijos, su familia…

Maahiset conservaba la misma figura joven y esbelta de hacía más de cincuenta años. Cada paso se hundía en la tierra como una aguja dentro de una fruta podrida, atravesaba un sendero de cueros y esqueletos de bestias empaladas como una belleza en medio del horror. Estaba enfurecida, su pueblo se había desvanecido como el rocío de la mañana al salir el sol, suplantados por lágrimas incalculables.

Una paloma negra llegó hasta ella, había sobrevolado Pie del Valle durante unos momentos hasta que se acercó al valle Alümapu y descendió sobre la mano de Maahiset. Tenía un mensaje, provenía de Vasanta…

Cuando terminó de leer la carta de Victoria, comenzó a golpear el espejo con los puños hasta que le sangraron los nudillos. Con cada golpe, la sangre derramada en el espejo brillaba como la lava ardiente. Parecía como si ese objeto rugiera un chirrido áspero y ensordecedor, pero Maahiset estaba sorda de odio, angustia, ira… gritó con todas sus fuerzas y el último golpe de puño que dio, atravesó el cristal. Su brazo apareció dentro del laberinto de Kyoga como si saliera de una de las paredes. Aunque de eso ella no se enteró. Todo su cuerpo parecía estar siendo invadido por una fuerza descomunal. Su piel brillaba como un destello azul, y tuvo que jalar haciendo un esfuerzo que casi la hace desmayar, para que el espejo la liberara.

Miró el páramo, la soledad en medio de la belleza. La nostalgia en medio de la nada. Quiso abrazar los recuerdos que se le escapaban. Y dejó caer la tristeza al suelo salpicada por las lágrimas que ya no pudo contener. Lágrimas que caían en el corazón del mundo. Había fallado, no podía culparse, pero sí era su culpa, ella era la Reina y debía proteger a su pueblo, mantenerlos a salvo. Y sin embargo para todos era una cobarde que se escondió en Nubia mientras su gente era masacrada y ahora también había perdido a sus únicos amigos.


Hubo un tiempo en que las bardas eran las señoras de todas las praderas y montañas, sus casas eran los picos más altos de las montañas y desde allí eran dioses que controlaban Laurasia.

Luego sobrevino el silencio. Durante años. Cientos de años. Se oían historias que pasaban de padres a hijos, de cuanta familia y reino hubiera en la tierra. Pero a ella nadie le había contado nada, sus abuelos solo conocían el silencio y una historia muerta.

«¿Qué había pasado en el medio de esta historia partida a la mitad?» —Se preguntaba sin cesar.

Lo cierto era que de pronto las bardas se habían convertido en un pueblo reducido y confinado a un valle que bien podía ser reclamado por Melqart, y no tenían como oponérseles. «El día que Melqart quiera conquistar los mares, Pie del Valle desaparecerá» —decía su abuela. Pero por alguna razón, nunca Melqart se había siquiera acercado a Pie del Valle, no estaban interesados, por el momento, en el comercio marítimo, los negocios que mantenían con Sukavati se cobraban en oro y sus habitantes siquiera gastaban lo que ganaban, parecían un pueblo vacío, cerrado, sin alma.


«¿Reina de qué? ¿De escombros y de ruinas? No… mejor dicho de niños, mujeres y hombres muertos, destripados… de huesos y carroña» —se durmió repitiendo esa frase.

—Nunca seré eso —se dijo como una forma de consuelo antes de perderse en un sueño profundo.


*

El valle resplandecía y la luna se transparentaba hasta desaparecer por completo. Despertó con un brillo inusual en sus ojos y un ardor la recorrió como la sangre por sus venas. La sensación fue horrible, pero cuando se calmó, percibió un alivio que la elevó. Comenzó a sentir una intensa comezón en la espalda. Llevó las manos para intentar rascarse y sintió un peso liviano pero descomunal. No podía creerlo.

Sus manos esgrimían unos destellos que la hicieron estremecer. Se puso de pie y estiró las alas. Casi como si siempre las hubiese tenido. Su sonrisa se abrió hasta el cielo, sus ojos se hicieron brillantes como el resplandor de la luna sobre el mar, era una sensación tan increíble que por un momento pensó que aun estaba soñando.

Las batió una vez, dos veces, muchas veces, y se sintió como una Diosa sobre el mundo recién creado, levantó una gran polvareda y despegó por los aires como una pluma blanca en el cielo azul.

 Quindt, Nicolás Alejandro

   Lágrimas que caen en el corazón del mundo : 1 / Nicolás Alejandro Quindt. - 1a ed ilustrada. – Buenos Aires : 2015.

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   ISBN 978-987-33-9605-2

   1. Novelas de Aventuras. 2. Novelas de Caballería. 3. Novelas de Ciencia Ficción. I. Título.

   CDD A863 

© Nico Quindt2015

Queda hecho el depósito legal establecido por la ley 11.723.

Laurasia

1-laurasia
2-laurasia


Gondwana

1-gondwana

PRÓLOGO

El honor, desde el código de caballeros de Nubia hasta los monjes del Claustro Negro, es una marca a fuego en el corazón. La vida misma rige su felicidad y su desgracia pendiendo del daño que sufra o no el orgullo.

Cuando el honor llama, atender ese llamado es vital para todo lo que sobrevendrá.


Hay mil maneras distintas de catalogar la venganza, pero ninguna tan precisa como «satisfacción». Y cuando esa satisfacción viene acompañada de la total destrucción del causante de tal ira, las sensaciones son tan intensas y se entremezclan de tal forma, que rara vez pueden describirse. La venganza ha despertado muertos de su tumba, ha derrumbado imperios completos, y enardecido los corazones más fríos. La venganza puede obsesionar a tal grado una mente, hasta volverla una sola idea. Puede ser un fin para la vida o el fin de la vida. Puede volver valiente a los cobardes, puede regalarle fuerzas descomunales al más débil, y tornar en una bestia a un simple roedor. Puede enceguecernos o prevenirnos, consumirnos o hacernos estallar. Pero lo único que nunca consigue, es que logremos olvidarla. Porque solo hay venganza contra quien humilló nuestro honor, y nuestro honor es incluso más importante que nuestra vida, por lo tanto, quien olvida la venganza: se está olvidando de vivir.


*

Era un ritual tan antiguo como el mismo Niflhei. Cada vez que alguien tenía motivos para tomar venganza, para darle muerte a quien insultara su honor, o le quitara la vida a un padre, hijo, hermano, esposa o esposo, el afrentado marcaba a fuego una línea en su brazo no hábil, diciendo la frase «un sajmet nunca olvida» recordándole que hasta que esa persona no estuviera muerta, otra línea no la cruzaría y algo estaría incompleto.

Se decía que cuando un sajmet era cachorro, los olores que sentía en esa instancia, no los olvidaba jamás, y recordaba a la primera persona que le diera de comer, para siempre. Si el cachorro era regalado o por algún motivo se perdía, o era alejado de esa persona, podrían pasar cien años, pero ni bien el sajmet percibía nuevamente el olor de su amo, lo reconocería y volvería a su lado de inmediato si éste lo llamara.

Reyes, herreros, princesas, carpinteros, madres, hermanas, esposos. Estas marcas igualaban a nobles y escorias, a vasallos y doncellas. Una delgada línea de fuego significaba una vida que acabaría, cada marca era un nombre que solo la persona conocía. Cualquiera podía tener tu nombre, no necesitaba escribirlo, solo te enterarías cuando la muerte te llegue, porque un sajmet nunca olvida.

letra

CAPÍTULO I

EL ESPEJO DE AKASHAGARBA


Niflhei, ciudad de Gilgamesh, año 100 de la “Nueva era”.

El hielo del último invierno había dejado varias familias congeladas dentro de sus casas, almaqahs de pelaje lanudo y cuero casi impenetrable, petrificados cuando abandonaron el movimiento; aves achicharradas en pleno vuelo, sorprendidas por una brisa espesa que fulminaba todo dentro de una quietud escalofriante. Juntos comprendían una suerte de efigies que comenzaban a apestar, mientras los árboles más jóvenes se desvestían luciendo un esqueleto quemado y encogido. Bien al sur en el Niflhei, después de la ciudad de “Reino de Hielo”, levantada dentro de un anfiteatro de rocas escarchadas que brindaba una protección natural a las criaturas, aunque a veces parecía que el viento helado atravesaba las murallas y quemaba el aliento. Bien al sur, donde las ventiscas de frío eran tan espesas que las personas podían morir congeladas mientras estaban dialogando, donde nunca se hubiera podido cultivar, donde la vida se repartía entre la caza y la pesca alrededor del río Itr-âa, montada sobre enormes almaqahs albinos, una horda del pueblo khoisan, los hombres del “Último Sur”, marchaba al son de un concierto de dientes chirriantes, manos temblorosas y sobre todo hambre. Sus pieles de osos blancos no lograban protegerlos del intenso frío. De los cientos que habían salido a refugiarse a la ciudad de Gilgamesh o “Reino de Hielo” como se la conocía comúnmente, quedaban menos de la mitad. Las madres que habían visto morir a sus hijos, de los cuales no fueron desperdiciadas ni las tripas, en las escasas comidas de los días siguientes, viajaban todas juntas para fortalecerse y darse ánimos. Sin embargo, durante las últimas noches, antes de decidir encaminarse hacia el norte, habían peleado como fieras por la carne helada de algunos hombres mayores y almaqahs muertos por el frío.

No llevaban comida, pero, aunque la llevaran no era muy probable que fueran bien recibidos por los gameshis de la ciudad de hielo. Tampoco podían pelear e irrumpir por la fuerza, estaban al borde de la muerte. Solo les quedaba suplicar por piedad.

Los llantos resoplaban al sonar del viento y acompañaban la caravana raquítica y agonizante. Nadie quería verse los pies hundidos en la nieve, temían haber perdido varios dedos a causa del congelamiento. Manos y labios azules, morados o negros. Ver a otros era suficiente para imaginar cómo estaría cada uno.


Llegaron a las puertas de tres capas de metal sólido de la ciudad, pero solo fueron abiertas para negarles el paso. Los hombres khoisan de más edad sugirieron continuar hasta Lorelei, pero estaban demasiado débiles, hambrientos y enfermos.

Desde las guardias tempranas, ubicadas en unas inusuales torres albarranas salientes de las paredes y los adarves de las murallas, mitad naturales, mitad forjadas por constructores, talladores y escultores, miraban a la horda khoisan acampar en su lecho de muerte. Solo algunas familias gameshis que habían tenido mucha fortuna con la última cosecha y, después de rumiar por largos días, se acercaron a los forasteros desfallecientes a darles pan y algunos sacos de semillas. Temían que si salían a ayudarles los dejaran afuera a morir junto a ellos, y muchos de los guardias estuvieron tentados a hacerlo, pero al final desistieron y les permitieron entrar nuevamente, burlándose de ellos. Unos pocos sacos no serían suficientes para soportar un frío tan gélido como no se recordaba en años anteriores.


Al terminar el invierno, solo diez hombres y cuatro mujeres habían sobrevivido. No comiendo pan, sino comiendo a los muertos. La carne congelada era más fácil de masticar que la caliente. Al menos cuando se trataba de un ser querido. La vida siguió su curso, se levantaron de aquella tumba de hielo, dejaron a sus familiares y amigos muertos en las puertas del “Reino de Hielo” y regresaron a Khoisan.

Imperio de Kyoga, ciudad de Kyoga, año 101 de la “Nueva era”.

No era un gigante como los hombres provenientes del Niflhei, pero la estatura de Quzah, era considerable. Contaba para ese entonces, con cuarenta y ocho años. Había oído una vez que un hombre del “Reino de Hielo” llegó a ser tan alto que los adultos apenas si alcanzaban sus rodillas estirando los brazos en puntas de pie. También escuchó la historia del forjador de la ciudad de hielo, pero nunca atendió con credulidad a esas leyendas que consideraba absurdas. Aunque el tamaño de las mesas, sillas de roca y de todo el palacio de Gilgamesh era bastante impresionante, bien podía haber sido construido por un pueblo temeroso de algún Dios antiguo que los hombres ya no adoraban.

Durante el tiempo que llevaba siendo Emperador, Quzah había dado mucha importancia a ampliar la biblioteca real y al entrenamiento de su ejército, creía que sus hombres debían ser igualmente hábiles como inteligentes. Su reino había prosperado enormemente los últimos años, las ovejas pastaban en las praderas no sembradas que circundaban el castillo, las cabras y almateas daban una leche exquisita, y la almatea de cuerno plateado, en particular, entregaba una leche tan pura y blanca que los quesos que los artesanos elaboraban con ella eran buscados desde todos los rincones del mundo.


Observó las calles de Kyoga, desde una de las ventanas del castillo imperial que coronaba la ciudad dando la espalda al Niflhei, y pensó por un momento en todas las historias acerca del túnel que existía dentro de la montaña, tan extenso que comunicaba los dos mundos. Observaba todo desde allí, recordando los días que había invertido en buscarlo en vano.

El castillo estaba labrado en su totalidad dentro de la roca sólida en la montaña Axis-mundi, que era el pico más alto de la cordillera que dividía el imperio a la mitad y que se encontraba justo en el centro del encadenamiento. Kyoga era una ciudad magistral adornada de reliquias y piedras preciosas incrustadas en los alabastros y mampostería de mármol y rocagema. Las bases de las columnas de los puentes cimbreantes de lineja y madera de sefirots de mil inviernos de la ciudad, eran de metales tan puros que no se corroían. De las dos montañas hermanas, surgían las vertientes y los deshielos que daban nacimiento, hacia sendos lados, norte y sur, al río Itr-âa. Los miles de cascadas que se formaban brindaban un resplandor de incontables arco iris en toda la ciudad, y cientos de puentes colgantes las cruzaban de un rincón a otro. Los últimos años, las lluvias en el norte habían sido suficientes y salvo el último invierno, las nevadas en el sur no habían sido devastadoras como las relatadas en épocas anteriores. Quzah se sentía complacido y esperaba morir viendo la abundancia llegar a ser tan o más grande que la que existía del otro lado del mar. Los primeros años fueron tan pacíficos que las tolderías y ciudades del norte dudaban acerca de si el Emperador había muerto, acostumbrados al antiguo Rey Magni, que no solo enviaba a sus soldados a recaudar tributos para la corona, sino que a su paso mataban, violaban y quemaban todo lo que les venía en gana, anunciando un poder por medio del terror. Con Quzah las cosas habían cambiado radicalmente. Los tributos que los campesinos, señores y jefes de familia pagaban, les eran devueltos en armas y herramientas forjadas en Kyoga. La gente del Musspell pagaba sus impuestos ya con monedas de oro, plata o cobre, ya con maderas y alimentos, como trigo y frutas o simplemente con sal, y la gente del Niflhei lo hacía con pescado, pieles, cobre o vidrio volcánico trabajado.


La mirada de Quzah descansaba orgullosa sobre su hijo mayor y heredero, un muchacho de veintiún años, robusto y altanero, pero sensible. De grandes músculos y con una fuerza desproporcionada. Crono llevaba la sangre de los gigantes del sur en las venas y eso enorgullecía a su padre. El Emperador se sentó junto a él en el salón real, acomodando su larga cabellera del color de la plata, de manera que pudiera mostrarle el rostro de perfil para hablarle. Era el momento de almorzar. Quzah vestía en casi todas las ocasiones un jubón sin mangas de seda engarzada y bordado en oro con dos apliques de cuero en los hombros donde se abotonaba la capa púrpura de tela liviana que habían lucido todos los reyes y emperadores de Kyoga, pero que él solo usaba en ocasiones formales, femoralia de cuero de behemot trabajado y acordonado en los laterales, y botas de hebillas de metal que tenían una terminación de piel de almaqah albino a la altura de las pantorrillas.

—No tenemos enemigos, heredarás un trono en paz —dijo el Emperador dichoso.

—Ha sido un buen gobernante, padre —reconoció Crono haciendo una mueca cómplice y apretujando los botones de plata con forma de cabeza de dragón que ajustaban el sayo cárdeno.

—Nunca olvides a la gente de Niflhei, recuerda que tu madre proviene de allí.

La mirada de Crono se enraizó en un tiempo lejano, cuando era un chiquillo desgarbado que apenas podía sostenerse en pie, ahora era casi tan fuerte como un almaqah de colmillos.

—¿Cómo conoció a mi madre? —Preguntó el joven al regresar de sus pensamientos.

Quzah dirigió una mirada soez a Crono, no le gustaba que se hurgase en la vida del Emperador, aunque fuera su propio hijo. Se quedó pensando por un momento y su desprecio inicial fue desapareciendo, su corazón se ablandó un instante y pensó en compartir la historia. Ya no podía dolerle demasiado aquel recuerdo o al menos eso esperaba. Sin embargo, no todo podía contarse, más que nada porque alguna cosa no sabía si fueron reales. Habían pasado demasiados años y lo que antes parecían certezas, ahora se habían convertido en dudas; lo que antes pudo jurar haber vivido, ahora podía considerar haber soñado.

—Lo siento, mi Rey —se disculpó el muchacho avergonzado.

—Está bien, es tu madre por la que preguntas, supongo que algún derecho tienes de conocer su historia.

Crono celebró dentro de su cabeza el poder escuchar al fin la historia que creyó que nunca oiría.

—El refugio Lorelei no era la ciudad que es ahora. Ella era tan solo una niña y yo el hijo del Emperador recorriendo sus tierras y aprendiendo a gobernar junto a mi padre. Era huérfana e iba a morir de frío y hambre. Le rogué a mi padre que la lleváramos con nosotros. Él se negó, me dijo que no podíamos llevar a todo aquel que nos inspirase compasión al castillo porque de ser así, no cabríamos todos en él. Le dije que compartiría mi comida con ella y que nunca le volvería a pedir más nada, entonces aceptó. Creció y se convirtió en una hermosa mujer y me casé con ella cuando mi padre murió, él nunca lo hubiera aceptado.

—¿Es verdad, padre? ¿Qué nunca le volvió a pedir nada?

—No, pero lo que es verdad es que él tomó en serio mis palabras y no volvió a darme nada de lo que le pedí.

—Me gustaría que madre estuviese con nosotros —expresó Crono con nostalgia. Aun recordaba las historias de “gigantes del sur” que la Reina le contaba por las noches, de hombres tan grandes que podían quebrarle el cuello a un almaqah con sus propias manos. De dragones congelados por Gigantes de Hielo y de ejércitos de sajmets al otro lado del mar. El Emperador sonrió con tristeza, una mueca inexplicable salió de su boca adueñándose de su rostro por completo y lo sumió en varios recuerdos amargos y dulces.

—¿Qué sucederá si nunca me desposo, si nunca tengo hijos? —Preguntó el joven intentando desviar el curso de la conversación.

—Entonces roguemos que tu hermana sí los tenga. ¿Dónde está esa niña? Ve a buscarla por favor.

La niña Skadi correteaba por todas las habitaciones que estuvieran abiertas, abría las puertas de par en par y se apresuraba por los pasillos hasta ingresar en otro cuarto, era una niña de seis años con la misma mirada alegre y sagaz que su madre, demasiado inquieta y curiosa, y de piel blanca como el cuerno de una almatea plateada. Así era Skadi, siempre estaba inventando nuevas travesuras. Uno de sus juegos favoritos era imaginar que volaba. Al principio le encantaba pensar en que le salían alas de la espalda como los brotes que surgían de las papas cuando se las dejaba en las canastas por mucho tiempo. Pero luego comenzó a soñar con volar sobre un dragón, suponía que nunca le iban a brotar alas de la espalda y encontrar un cachorro de dragón y criarlo hasta que pudiera llevarla a recorrer los cielos sobre su lomo escamoso, le parecía más factible.

Abrió una de las puertas de madera roja y cuando salió corriendo, se llevó por delante a las sirvientas que transportaban la comida hasta el salón real. El carro de metal que traía el almuerzo se derrumbó y las mujeres tras él.

—Pequeña estúpida, mira lo que has hecho, nos dejaste sin comida, ¿no puedes comportarte como una dama? —Regañó Crono que acababa de ver toda la escena.

—Prepararemos nuevamente el almuerzo —dijo una de las siervas ayudando a la niña Skadi a ponerse de pie—, ¿se encuentra bien Princesa?

—Estoy bien —dijo sobándose la rodilla e intentando disimular el dolor del golpe.

Crono tomó de los cabellos a su hermana, esos largos cabellos de color escarlata y la condujo de esa manera al salón real.

—Por culpa de esta salvaje nos hemos quedado sin almorzar. —Skadi jaló y Crono soltó sus cabellos, no la tenía tomada con fuerza.

—¡Estoy cansada de estar siempre encerrada dentro de este castillo! ¡Quiero jugar con otras niñas! ¡Quiero salir de aquí! —Gritó la niña queriendo justificar su mal comportamiento a los ojos de su padre—, ya no es divertido sin mamá. —Echó la mirada al suelo y perdió sus ojos amarillos entre los recuerdos.

Quzah no soportaba la insolencia, pero Skadi lo doblegaba cuando le nombraba a su esposa Zemyna.

El silencio creció de tal manera que parecía no caber dentro de aquel enorme salón.


*

Un amanecer penetrante desparramaba la luz del sol por sobre las terrazas, balcones y tejados tiñéndolos de un fulgor amarillento. Las calles que cruzaban la plaza principal de Kyoga ofrecían una gran variedad de tiendas tanto fijas, como lo eran el herrero y el forjador de espadas, armaduras y yelmo; los joyeros y quincalleros de monedas y los carpinteros; como así también los ambulantes que por lo general recorrían el centro de la plaza al costado del paso de las personas. Algunos vendedores provenientes del Musspell ofrecían frutos y especias cosechadas sobre el légamo resultante de la inundación del río Itr-âa, y que solo se conseguía en las regiones lejanas a la montaña en el extremo norte, ya que la parte central estaba conformada por un desierto donde los calores alcanzados en los veranos más intensos calcinaban la piel de los habitantes. También carniceros con animales que mataban en el momento y vendían sus trozos; y otros pescadores y vendedores de cueros y telas venidos de Nifhlei.


Xolotl había visto a Skadi escaparse varias veces de los ojos de su cuidadora. Los dos guardias que vigilaban los pasos de ella y la niña se habían entretenido un instante con dos prostitutas que les provocaban acariciándoles por debajo de los faldones de cuero ceñidos por cinturones de plata trenzada. Xolotl la observaba desesperado, sin saber que se trataba de una niña perteneciente a la realeza, de otro modo quizás hubiera desistido de intentar atraparla, aunque ciertamente era una de las niñas más hermosas que había visto en su vida. Lo mismo que una bestia, observaba sigilosamente a su presa, acercándose con cautela y en silencio. El hombre tenía un aspecto deplorable, de modales toscos y ordinarios, conservaba solo unos cuantos dientes amarillos y podridos, y su piel parecía haber sido picada por un enjambre de avispas, su cabeza exhibía unos pocos cabellos apelmazados, y su cuerpo maltrecho y esquelético. Una vez más, Skadi se escapó a corretear por una callejuela, detrás de un niño que corría con un pescado en las manos que había robado, y los brazos de Xolotl la encontraron para amordazarla de manera imprevista. Con la manga sudorosa del brial de tela áspera y mal trabajada, le tapó la boca para que no gritara y la condujo a uno de los reductos de los laterales de los edificios que casi siempre terminaban en alcantarillados que corrían hacia el Itr-âa. Allí donde nadie miraba y donde, a causa del ruido acorralado por las cloacas y los ecos de los gritos de los vendedores de la plaza, ofreciendo a dos voces sus mercancías, comenzó a quitarle la ropa. La niña se resistió en un primer momento, pero luego de dos golpes de puño contra su pequeña cabecita contra el suelo quedó tan aturdida que casi perdió el conocimiento, no lo suficiente como para no sentir su entrepierna desgarrarse una y otra vez, tampoco lo suficiente para no recordar esa horrible sensación de ultraje y humillación, para no sentir el asco dentro de su inocencia que comenzaba a abandonarla poco a poco y que al final se escapó arrastrándose como un gusano detrás de aquel hombre que le había enseñado la maldad del mundo en unos momentos y le marcó las entrañas a fuego candente para toda la vida.

Tenía a ese animal jadeante sobre ella. El olor que despedía la sofocaba. Pensaba que nunca se iba a terminar, parecía como si el tiempo estuviese detenido. La embestía una y otra vez como un cuchillo filoso entre sus piernas que la desgarraba. En medio de sus pensamientos la idea de que iba a morir se le hacía carne y la carne le quemaba el alma.

Lloró y gritó con todas sus fuerzas al ver que aquel monstruo no volvería. El tiempo aun parecía lento. Al darse cuenta de que no sería escuchada, apagó los gritos junto al último destello de dignidad que le quedaba y con lo que esperaba que la fortaleciese, se puso de pie apretando los estropajos de sus prendas contra su pequeño cuerpo, intentando tapar una vergüenza cabal, y salió en dirección a la plaza, buscando a su cuidadora y arrepintiéndose de todas sus travesuras.

El niño salió detrás de ella. Había visto todo y había abandonado el pescado robado que quizás fuera su única comida durante el día.


Los dos guardias, la cuidadora y las dos prostitutas fueron conducidos a los emparedados de Kyoga y se los encadenó a los grilletes de los muros. Primero les cortaron las manos a las mujeres y luego los miembros a los hombres y se les dejó sangrar y sufrir por un buen rato, con intenciones de que comprendieran el enorme error que habían cometido y luego se les dio muerte a los cinco.

Quzah estaba en silencio sobre el trono; Nanautzin, el Comandante de la guardia imperial; Jano, el joven Mago de la corte y algunos de los consejeros menos importantes esperaban que una palabra saliera de su boca.

—Quiero que me lo traigan vivo —dijo inmutable.

Hubo algunos murmullos de disconformidad que el Emperador identificó de inmediato.

—Está condenado a muerte, pero su muerte durará cien años —ordenó al fin y, cuando todos se retiraron, tomó una cuchilla y la calentó en una de las hogueras. Desnudó su brazo izquierdo y lo marcó con una delgada línea que cruzaría una vez que la venganza estuviera consumada.


Aquel niño se acercó a uno de los guardias imperiales, no sabía si contar todo lo que había visto. Temía ser castigado por robar pescado y pan y frutas y muchas cosas más, pero de todos modos lo hizo. Imaginaba recibir una recompensa o la amistad de aquella niña que por sus vestimentas seguramente pertenecía a una familia rica. Conocía a Xolotl como conocía a todos los otros ladrones que rondaban por la plaza aguardando el descuido de los vendedores.

—Señor… —Tironeaba suavemente de la cota de malla del guardia. Les temía, ciertamente, había visto como algunos soldados maltrataban a la gente y casi nunca se atrevía siquiera a mirarlos a los ojos.

—¿Qué quieres? Aléjate de aquí —mandó el soldado quitándolo de una bofetada.

—La niña… el hombre que le hizo todo eso… —Murmuró el niño, tomándose la boca, sintió que el labio superior se le había cortado por el golpe y con el dedo quiso comprobar si le sangraba.

—¿La niña? ¿Quieres decir la Princesa?

—Sí, Señor… No lo sé, Señor…

—¿Qué sabes del hombre que lo hizo? —Preguntó el guardia—, responde antes que te abofoteé de nuevo.

—Que regresará a la plaza, Señor —dijo el niño protegiéndose el rostro con temor.

—¿Por qué habría de hacerlo? Sabe lo que hizo y que si lo descubren está muerto.

—Porque sabe dónde esconderse y yo sé dónde se esconde.

—Vendrás con nosotros —ordenó el Capitán de la guardia imperial sujetándolo de los hombros.

Caminaron tratando de esquivar a los vendedores que levantaban sus carpas antes de que anocheciera. En una de las grutas naturales que se había conservado intacta, dado que servía de pasaje entre uno de los pasos al puente más angosto por el que se podía acceder al otro lado de la ciudad sin tener que oler la pestilencia de las cloacas, Xolotl tenía su guarida, dentro de una suerte de caverna que se sumergía en la roca. El niño señaló el lugar y los dos guardias lo apartaron, le dieron una moneda y lo dejaron ir.

—Pero… quiero ver a la Princesa, saber si ella está bien —Reclamó el niño.

—Lárgate antes que te azote y te encierre…


Instantes más tarde, los orgullosos soldados llevaban al violador que habían apresado, atado de sus manos con un lazo improvisado y golpeándolo en las piernas para impedirle que escapara fácilmente. Cuando caía al suelo por la intensidad de los golpes, lo pateaban hasta que lo obligaban a levantarse nuevamente. La ciudad de Kyoga no tenía prisiones, por lo que cualquier desobediencia de la ley, tenía dos condenas: los azotes o la muerte. Y, ni bien eran apresados y condenados los criminales, se los marcaba con cortes en el rostro. A los violadores se les trazaba una cruz en la mejilla; a los asesinos, una línea horizontal en la frente; y a los ladrones, un corte vertical en cada pómulo. De esta manera en caso de escaparse podían ser reconocidos.

—Bebamos unos tragos —propuso el más viejo de los guardias. Vestía una toga roja resguardada por cueros blancos enlonjados, que se trenzaban desde debajo del almofar que protegía los hombros hasta la cintura, donde los sujetaba un cinto de hebilla de cobre tallado, desde el cual bajaban unos trubucos que se confundían con las botas acorazadas, segmentadas y estrechas de cuero trabajado.

—Deberíamos llevarlo primero —sugirió el joven iniciado. No hacía mucho que había sido traído desde Musspell, de trabajar en las salinas de la familia Pichuiman, para formar parte de la guardia juramentada de Kyoga, y no quería meterse en problemas, tampoco quería desobedecer a un superior, pero sabía que el Emperador lo mandaría a colgar si aquel bandido lograba escapar.

—Si lo llevamos, luego tendremos que escuchar al Emperador maldecir y hasta quizás quiera ejecutarlo de inmediato o lo que es peor, que pasemos toda la noche torturándolo —explicó—, bebamos ahora, no irá a ningún lugar.

—Si se nos escapa, pasarán toda la noche torturándonos a nosotros.

—Nadie sabe que lo atrapamos y no se escapará —aseguró el guardia cortándole el rostro al prisionero para que pudieran reconocerlo donde fuera. Las incisiones en cruz que le hizo fueron tan profundas que pronto el rostro se le tiñó de sangre.

Lo único que destinguía a la posada de las demás casas, era el barril de cerveza colgando encadenado en perpendicular a la puerta. Dejaron al hombre amarrado en una esquina de la taberna, para sentarse a beber algunos tragos de aguamiel. El rostro del tabernero era amigable, pero seco. Demasiados criminales pasaban las tardes y noches en su posada y, para mantenerlos a raya, debían entender que su amabilidad era solo para atraer a nuevos clientes y no un signo de debilidad.

—Es un violador —comentó en voz alta el más joven de los guardias a los otros borrachos con caras de pocos amigos que inundaban el lugar— lo ejecutaremos esta misma noche. —Agregó.

Uno de los hombres, que bebía apostado sobre una silla de madera, se levantó de su asiento desenfundando su espada y apoyándola con fuerza en el culo del prisionero.

—¿Por qué esperar hasta la noche? —Dijo presionando el acero.

El más viejo de los guardias empuñó su espada plateada sin sacarla de la funda de cuero con encajes de bronce y se le acercó desafiante.

—Porque la sentencia debe dictarla el Emperador, guarda tu espada o habrá dos ejecuciones esta misma noche.

—Le dan demasiada importancia a este animal, las mujeres que violó pudieron ser mi madre o mi esposa —alegó el hombre quitando la espada del culo del prisionero lentamente.

—Tu madre o tu esposa no hubieran sido violadas, habrían abierto las piernas sin resistirse —bromeó uno de los borrachos y todos se lanzaron a carcajadas.

El hombre se dio la vuelta para enfrentar al que había faltado el respeto a su madre y esposa, y le cortó la mano cuando estaba por beber un trago. La espada no rompió ningún hueso, separó la mano del resto del brazo y chocó con la mesa haciendo caer los jarros de metal y derramando las bebidas por el suelo. El corte fue justo en la coyuntura de la muñeca, o demasiada puntería o mera casualidad. Los que le acompañaban se pusieron de pie y le lanzaron las sillas y la mesa, al tiempo que sacaban sus espadas. Los guardias quisieron intervenir y quedaron trenzados en una lucha confusa.

Xolotl aprovechó la contienda para huir, corrió perseguido por el guardia más joven, que estuvo a punto de perder la cabeza por un golpe de espada que le acarició la barbilla, hasta el pie de la montaña Axis-mundi, eludiendo los asilos inviolables del noreste y sumergiéndose en el laberinto de rocas, altas como árboles y anchas como barcos, del noroeste. Las paredes del laberinto se ensanchaban en las puntas, haciendo que sea casi imposible escalarlas. Cuando el guardia imperial lo vio entrar allí, cesó la persecución y lo dio por muerto. Aquel laberinto era en realidad una trampa mortal que no tenía salida, salvo para los magos de la corte.

Luego de correr por algunos momentos dentro de aquel lugar, supo que estaba completamente perdido, y no solo eso, sino que además ya nadie lo perseguía. De pronto algo le llamó la atención, había un extraño objeto similar a un espejo en el suelo junto a una de las paredes de roca. Pudo recogerlo luego de varios intentos ya que parecía estar pegado al piso. Quiso romperlo para cortar las cuerdas que le sujetaban las manos. Cuando intentó azotarlo contra el promontorio rocoso, sintió temor, si su cabeza aun funcionaba y llegara a situarse frente a otra persona no sabría controlarla, no sabía si ella era clara como el agua o negra como la sombra, observó que algo se agitaba en el lugar donde había estado reposando el espejo, algo oscuro que bien podía ser la humedad que se habría acumulado, aunque la humedad no era algo frecuente en esa región. Estrelló el espejo contra la piedra, pero nada, se mantenía intacto, indestructible. Al ver que no podría romperlo, se sentó con las piernas estiradas y lo puso entre ellas sujetándolo con fuerza. Frotó las cuerdas contra el filo un poco romo y al cabo de unos momentos, el borde del espejo había cortado la soga y le había liberado de sus ataduras. Se puso de pie y escondió el objeto entre sus ropajes, intentó escalar la roca para ver la forma de salir de ese laberinto, mientras desde el cielo se percibía un desánimo elemental.

De pronto sintió una fuerte quemazón en el estómago, justo donde había ocultado aquel espejo. Estaba sosteniendo el saliente de una de las paredes de roca para trepar por ella y se soltó dejándose caer. La caída fue un poco brusca, pero el escozor lo sobrepasaba. Se quitó las ropas apremiado por el ardor. Quedó con el torso desnudo e intentó sacarse el espejo de encima. Sin embargo, ya no pudo hacerlo. Le estaba quemando la piel, pero también se estaba arraigando a sus entrañas, a su alma. Se desesperó por completo y sintió un fuego escaldarle las tripas desde adentro.

Agotado por la sed y aquejado por el intenso dolor que lo estaba haciendo delirar, se sentó junto a un esqueleto humano que conservaba algunos escasos ropajes polvorientos, a descansar y a morir. Los entornos del abismo absorbían cualquier movimiento y pensó que estaba perdido. En un arrebato de malestar por demás unido a la bruma, vomitó sobre sus piernas sin tener el tiempo y las fuerzas suficientes para apartar la boca hacia un costado, y luego de eso se desvaneció. Tuvo un sueño vívido: en él veía todos los pasillos del laberinto, la roca sólida arañada con tanta desesperación que había cedido y reconocido marcas, la impregnada saladura de la sed del desierto, el sol azotando la tierra y quebrándola en mil pedazos, el viento levantado la arena, y entre todo el dolor del agotamiento y del hambre: la salida. Allí como una puerta esperando a ser abierta con un halo que recubría el sueño y le acariciaba los parpados para devolverlo a la vigilia, despertó; y recobrando una fortaleza que no le era propia, una energía maligna le iluminaba el semblante, caminó hasta que el sol volvió a salir y allí apoyó sus manos sobre una pared. La empujó casi sin esfuerzo y el muro se movió dejando paso a una puerta que descubría el desierto de arena. Una sonrisa se dibujó en su boca y se alejó.

Perdió la cuenta de cuánto tiempo hacía que estaba caminando, comenzó a sentir la sed tan profunda que le quemaba la garganta al entrarle el aire caliente por la boca. Bebió el jugo de varios cactos y decidió arriesgarse a que reconocieran su marca en la mejilla, al adentrarse en el río Itr-âa. Necesitaba agua o moriría en el desierto.

Cuatro aldeanos pescaban a orillas del río, llevaban media docena de pescados pequeños en una cubeta de madera y se sentían bastante conformes, no solían tener tanta suerte.

Xolotl bebió toda el agua que pudo caber en su estómago y ahora observaba el cuchillo al costado de la cubeta. En el momento oportuno lo tomó y sorprendió a uno de ellos por las espaldas, obligando a los otros tres a que soltasen los puñales con los que estaban limpiando de escamas a los pescados que habían conseguido para la cena. Los tomó prisioneros y los obligó a navegar río abajo hacia sus chozas. Los asustados hombres obedecieron sin dudar, ignorando que esa obediencia era lo mismo que cavar una tumba y enterrarse en ella. Encontraron a las cuatro mujeres en la primera cabaña que visitaron, estaban aguardando a sus esposos, para preparar el pescado y cenar todos reunidos. Cuando las mujeres vieron a Xolotl, no pudieron disimular el miedo y el asco que sintieron. Era un ser horrendo ya de por sí, y la sangre que se le había secado en ese rostro, que parecía haber sido picado por un enjambre de avispas, lo hacían más asqueroso. Los pocos cabellos sucios que tenía en la cabeza eran tan desagradables como sus ropajes. Aprovechando ese temor, tomó a una de las mujeres amenazándola con el cuchillo en la garganta.

—Mataré a estas mujeres, al menos a dos de ellas antes de que alguno de ustedes pueda hacerse de un cuchillo para matarme, de todas maneras, estoy muerto —dijo Xolotl—. Obedezcan y nadie saldrá lastimado, liberaré a sus esposas, me iré y los dejaré en paz.

Los hombres comprendían la situación y decidieron entregarse. Le pidió al más grande que atase a los otros tres y luego se acercase y se pusiera contra el suelo para poder amarrarlo también.

Los sujetó con varias linejas, y los amontonó como sacos de sal. No iban a poder soltarse fácilmente, las linejas eran unas lianas que crecían enroscadas en los árboles de sefirots como una enredadera, pero más resistentes que el cuero de sajmet.

—Estás marcado, eres un violador, dónde vayas te encontrarán y te apresarán, te torturarán por varios días y te darán muerte —habló el más brabucón de los cuatro hombres.

Xolotl recorrió las ataduras de cada uno de ellos y descubrió que evidentemente no estaban sujetas con demasiada fuerza, de modo que podían escaparse en cuanto quisieran, así fue como amarró firmemente las linejas.

Obligó a las mujeres a desnudarse sosteniendo a los hombres amarrados y presionando el cuchillo sobre uno de ellos.

—Prometiste que liberarías a nuestras esposas y nos dejarías en paz.

—Y lo haré, solo que no quiero que me cacen mientras estoy huyendo. Los amarraré a todos y les dejaré un cuchillo cerca de las mujeres para que ellas se desaten y luego los desaten a ustedes, para ese entonces ya estaré río arriba con sus arcos y flechas y así me aseguraré de que no me sigan.

—Nadie te seguirá, lo único que queremos es que te largues. —Prometió el barbudo.

—Lo siento, estoy marcado, si me atrapan me torturarán por días antes de darme muerte, no puedo confiar en nadie.


Una vez desnudas las amarró también. Los tenía a todos atados cuando cortó la garganta del primero de los hombres. Las mujeres gritaban y se sacudían intentando deshacerse de las cuerdas. Degolló al segundo, al tercero y al cuarto.

Estuvo un tiempo aguardando a que ellas acabaran con su llanto mientras la sangre se esparcía, y se lanzó por el río llevándolas atadas dentro del pequeño bote que, para su suerte, disponía de un improvisado camarote donde las escondió amontonadas y amordazadas. Una de ellas intentó resistirse, pero Xolotl la tomó de los cabellos acariciándole el cuello con el cuchillo ensangrentado.

—Obedecerás mujer, o acabarás como tu esposo —amenazó impasible.

Cielos color púrpura y mareas bajas los recibieron, las arboledas refrescaban el paso mientras los sollozos se perdían por el miedo que provocaba la mirada de Xolotl. Temían correr la misma suerte que sus esposos. Pero pronto se calmaron y volvieron a desesperarse cuando comprendieron que las conservaba con vida para otros fines.

La primera noche estuvo tranquila. Las mujeres intentaron dormir mientras él permanecía en la proa del bote observándolas con fiereza. Comió algunos pedazos de charqui y cuando se sintió satisfecho obligó a dos de ellas a que le lamieran el miembro y las bolas, mientras las otras permanecían amarradas y aterradas, con las manos y pies casi entumecidos por la presión que ejercían las ataduras de lineja. Les dio algunas sobras y durmieron, aunque despertaron varias veces en la noche a causa de las pesadillas.

Al día siguiente castigó a las muchachas por pura diversión ni bien asomó el sol. La desesperación de sentirse perdido, o creer que iba a ser atrapado lo incitaba a desquitarse con aquellas desdichadas. Al comenzar el quinto día, el cauce del rio se hizo más ancho, lo que indicaba que ya estaban navegando sobre el mar de Iumâ.

Reino de Wondjina, valle de Alümapu.

Navegó durante interminables noches a la deriva, hasta que arribó nuevamente a tierra. No pudo calcular con certeza donde se encontraba, sin embargo, la última noche le pareció avistar una luz muy al este, inmediatamente supuso que se trataba del faro de la isla Alejandría.

Durante algunos meses estuvo alimentándose de peces crudos, frutos de la playa y cuanto animal caminara por las arenas. Las últimas noches, las cuatro mujeres que continuaban atadas, sucias, maltrechas y embarazadas, estaban a punto de parir. Sentían sus vientres pujar de una manera tan dolorosa que parecía chamuscarles las entrañas. Era muy poco el tiempo que había pasado para lo que habían avanzado sus embarazos. Sabían que lo que saldría de dentro no podía obra de la naturaleza.


Detrás de un alarido que acompañó los desgarros de la entrepierna de la mujer, se arrastró una criatura asquerosa, las piernas de la muchacha se pudrieron inmediatamente al contacto con el bebé y comenzó a envolverla una muerte tan dolorosa como repugnante.

Las contracciones invadieron a la segunda mujer, a la tercera y a la cuarta, y mientras parían, veían aterradas como esa criatura que había surgido del vientre de aquella que tiempo atrás era su amiga, se la estaba devorando, comiendo babeante la carne podrida de su propia madre.

Todas corrieron la misma suerte. Murieron de una forma horrenda mientras daban a luz, y fueron devoradas por sus propios hijos.

CAPÍTULO II

UNA ESTRELLA BRILLA EN EL CIELO NEGRO


Musspell, ciudad de Carahue, año 102 de la “Nueva era”.

Las primeras casas de piedra de Carahue eran tanto más estrechas y bajas que las tolderías más recientes, los caminos de piedra irregulares circundaban la esfera de todo el pueblo y eran cortados por calles donde los trabajadores se agrupaban por oficios. La calle del acero y los forjadores, la calle del oro y las piedras preciosas al otro lado de la plaza de huesos, llamada así por la cantidad de huesos que se arrojaban en la pileta de arena y que eran utilizados por los niños para sus juegos. En la parte oeste, detrás del bancal escalonado, terminando casi en las playas del Itr-âa, las calles de los cueros y las telas, y en el centro de la villa, los frutos, cereales, carnes, quesos y vinos.

En las proximidades de la ciudad podían apreciarse las huertas de frutas y hortalizas, un poco más alejados las leguminosas y cultivos de regadío y, finalmente, tierras de secano destinadas a cereales y las tierras no roturadas que proporcionaban pastos para el ganado que se repartía entre almateas y behemots, caballos y camellos.

El cuerno en la toldería de oración a la lluvia sonaba cada tres vueltas de reloj de arena, la jornada total era de veintiún vueltas de reloj desde que amanecía hasta que oscurecía. Y ya había pasado un buen momento desde que sonara por última vez. La mensajera había regresado la noche anterior y Ankalli esperaba verlo llegar la tarde del día siguiente, antes de que el sol se pusiera. Llamó desde la playa de plata a la estrella que brillaba en el cielo. Trataba de ver la señal de la que había hablado su padre cientos de veces, «él sí recibía respuestas, o fingía que lo hacía». Acariciaba su barba rizada, con los dedos resecos por la saladura del desierto, el aire caliente y la tierra áspera y sofocante. Un hombre vestido solo en las piernas con un trubuco de lino amarillento lo saludó con una reverencia respetuosa.

—El Señor de la Sal está aquí —dijo complaciente.


Nihuel había sido llamado por petición suya. Era la mañana muy temprano, así que supuso que había cabalgado toda la noche para llegar en ese momento, quizás lo apresuró en vano, y eso provocaría alguna especie de enfado en el Señor de la Sal. Ciertamente lo esperaba al día siguiente o al otro, llegando sobre una lujosa carreta.


Las manos de Ankalli mecían una cuna de maderas lisas. Detrás, un siervo cortaba un cacto en rodajas y las exprimía dentro de un vaso largo de plomo.

—Sus padres murieron —expresó Ankalli esquivando los ojos marrones como los cafetales de Nihuel Pichuiman, un hombre de piel morena, satisfecho y orgulloso, heredero de la familia más rica del Musspell, pretención que siempre quedaba en claro, bastaba verlo llegar o escucharlo hablar. Las prendas que vestía siempre eran finas y costosas, sus anillos valían lo que una toldería completa.

—¿Ambos? —Preguntó Nihuel dejando a un lado el pellizón de seda, el calor era agobiante.

—Él, hace unos días cazando cobras, un escorpión en el desierto, y ella cuando le daba a luz.

—¿Para qué me llamaste? ¿Quieres que me haga cargo de este niño? —Nihuel no era amante de perder el tiempo, y además tenía una cierta confianza con aquel hombre, hasta existía la posibilidad de haberle cobrado afecto, quizás él lo suponía, pero nunca se lo diría. La gente tendía a abusarse de ello.

—Su padre dejó estos manuscritos. —Ankalli dejó los pergaminos sobre la mesa de mármol mientras Nihuel tomaba asiento sobre la silla de madera refinada de patas con relieve e incrustes de rocagema ordinaria.

—Un cazador de cobras que sabía escribir, esto debe ser interesante. —Nihuel Pichuiman pareció concernir.

—No era un cazador de cobras, no le quedó otra opción cuando llegó aquí…

Nihuel comenzó a leer mientras el siervo de Ankalli le servía un té de cacto.

—Este té está frío… —se sorprendió Nihuel y lo bebió hasta la última gota.

—¿El señor desea más? —Preguntó el siervo, en una reverencia ligera.

—Por supuesto ¿cómo lo hacen?

—Esta especie de cacto, concentra su jugo bien frío, solo hay que abrirlo un momento antes de beberlo y estará frío por un tiempo, aquí hace mucho calor —explicó Ankalli mientras bebía como un puerco. Sus modales no eran tan finos como los del Señor de la Sal.

—Es fantástico, me llevaré varios de estos cactos. Si crees que aquí hace calor nunca has ido a Sunica o Lamecura.

—¿Qué piensas? —Preguntó el Jefe de Carahue al observar que Nihuel ya había terminado la lectura del códice.

—Envíalo a Pa-Hsien, que se cumpla su destino, no puedes dudarlo, es la tradición —aseguró con soberbia.

—No es mi tradición.

—Tienes a un Rey que no es de aquí, no te toca a ti decidir qué tradición le aplicarás —contradijo Nihuel Pichuiman.