Debían encontrarse a las cinco de la tarde en el pequeño jardín
de la Capilla Expiatoria; pero Julio Desnoyers llegó media hora
antes, con la impaciencia del enamorado que cree adelantar el
momento de la cita presentándose con anticipación. Al pasar la
verja por el bulevar Haussmann, se dio cuenta repentinamente de que
en París el mes de julio pertenece al verano. El curso de las
estaciones era para él en aquellos momentos algo embrollado que
exigía cálculos.
Habían transcurrido cinco meses desde las últimas entrevistas en
este square que ofrece a las parejas errantes el refugio de una
calma húmeda y fúnebre junto a un bulevar de continuo movimiento y
en las inmediaciones de una gran estación de ferrocarril. La hora
de la cita era siempre las cinco. Julio veía llegar a su amada a la
luz de los reverberos, encendidos recientemente, con el bulto
envuelto en pieles y llevándose el manguito al rostro lo mismo que
un antifaz. La voz dulce, al saludarlo, esparcía su respiración
congelada por el frío: un nimbo de vapor blanco y tenue. Después de
varias entrevistas preparatorias y titubeantes, abandonaron
definitivamente el jardín. Su amor había adquirido la majestuosa
importancia del hecho consumado, y fue a refugiarse de cinco a
siete en un quinto piso de la rue de la Pompe, donde tenía Julio su
estudio de pintor. Las cortinas bien corridas sobre el ventanal de
cristales, la chimenea ardiente esparciendo palpitaciones de
púrpura como única luz de la habitación, el monótono canto del
samovar hirviendo junto a las tazas de té, todo el recogimiento de
una vida aislada por el dulce egoísmo, no les permitió enterarse de
que las tardes iban siendo más largas, de que afuera aún lucía a
ratos el sol en el fondo de los pozos de nácar abiertos en las
nubes, y que la primavera, una primavera tímida y pálida, empezaba
a mostrar sus dedos verdes en los botones de las ramas, sufriendo
las últimas mordeduras del invierno, negro jabalí que volvía sobre
sus pasos.
Luego, Julio había hecho un viaje a Buenos Aires, encontrando en
el otro hemisferio las últimas sonrisas del otoño y los primeros
vientos helados en la Pampa. Y cuando se imaginaba que el invierno
era para él la eterna estación, pues le salía al paso en sus
cambios de domicilio de un extremo a otros del planeta, he aquí que
se le aparecía inesperadamente el verano en este jardín de
barrio.
Un enjambre de niños correteaba y gritaba en las cortas avenidas
alrededor del monumento expiatorio. Lo primero que vio Julio al
entrar fue un aro que venía rodando hacia sus piernas empujado por
una mano infantil. Luego tropezó con una pelota. En torno de los
castaños se aglomeraba el público habitual de los días calurosos,
buscando la sombra azul acribillada de puntos de luz. Eras criadas
de las casas próximas que hacían labores o charlaban, siguiendo con
mirada indiferente los juegos violentos de los niños confiados a su
vigilancia, burgueses del barrio que descendían al jardín para leer
su periódico, haciéndose la ilusión de que los rodeaba la paz de
los bosques. Todos los bancos estaban llenos. Algunas mujeres
ocupaban taburetes plegadizos de lona, con el aplomo que confiere
el derecho de propiedad. Las sillas de hierro, asientos sometidos a
pago, servían de refugio a varias señoras cargadas de paquetes,
burguesas de los alrededores de París que esperaban a otros
individuos de su familia para tomar el tren en la gare
Saint-Lazare… Y Julio había propuesto en una carta neumática el
encontrarse, como en otros tiempos, en este lugar, por considerarlo
poco frecuentado. Y ella, con no menos olvido de la realidad,
fijaba en su respuesta la hora de siempre, las cinco, creyendo que,
después de pasar unos minutos en el Printemps o las Galerías con
pretexto de hacer compras, podría deslizarse hasta el jardín
solitario, sin riesgos a ser vista por algunos de sus numerosos
conocidos.
Desnoyers gozó una voluptuosidad casi olvidada -la del
movimiento en un vasto espacio- al pasear haciendo crujir bajo sus
pies los granos de arena. Durante veinte días, sus paseos habían
sido sobre tablas, siguiendo con el automatismo de un caballo de
picadero la vista ovoidal de la cubierta de un buque. Sus plantas,
habituadas a un suelo inseguro, guardaban aún sobre la tierra firme
cierta sensación de movilidad elástica. Sus idas y venidas no
despertaban la curiosidad de las gentes sentadas en el paseo. Una
preocupación común parecía abarcar a todos, hombres y mujeres. Los
grupos cruzaban en alta voz sus impresiones. Los que tenían un
periódico en la mano veían aproximarse a los vecinos con sonrisa de
interrogación. Habían desaparecido de golpe la desconfianza y el
recelo que impulsan a los habitantes de las grandes ciudades a
ignorarse mutuamente, midiéndose con la vista cual si fuesen
enemigos.
«Hablan de la guerra -se dijo Desnoyers-. Todo París sólo habla
a estas horas de la posibilidad de la guerra».
Fuera del jardín se notaba igualmente la misma ansiedad que
hacía a las gentes fraternales e igualitarias. Los vendedores de
periódicos pasaban por el bulevar voceando las publicaciones de la
tarde. Su carrera furiosa era cortada por las manos ávidas de los
transeúntes, que se disputaban los papeles. Todo lector se veía
rodeado de un grupo que le pedía noticias o intentaba descifrar por
encima de sus hombros los gruesos y sensacionales rótulos que
encabezaban la hoja. En la rue des Mathurins, al otro lado del
square, un corro de trabajadores, bajo el toldo de una taberna, oía
los comentarios de un amigo, que acompañaba sus palabras agitando
el periódico con ademanes oratorios. El tránsito en las calles, el
movimiento general de la ciudad, era lo mismo que en otros días;
pero a Julio le pareció que los vehículos iban más aprisa, que
había en el aire un estremecimiento de fiebre, que las gentes
hablaban y sonreían de un modo distinto. Todos parecían conocerse.
A él mismo lo miraban las mujeres del jardín como si le hubiesen
visto en los días anteriores. Podía acercarse a ellas y entablar
conversación, sin que experimentasen extrañeza.
«Hablan de la guerra», volvió a repetirse; pero con la
conmiseración de una inteligencia superior que conoce el porvenir y
se halla por encima de las impresiones del vulgo.
Sabía a qué atenerse. Había desembarcado a las diez de la noche,
aún no hacía veinticuatro horas que pisaba tierra, y su mentalidad
era la de un hombre que viene de lejos, a través de las
inmensidades oceánicas, de los horizontes sin obstáculos, y se
sorprende viéndose asaltado por las preocupaciones que gobiernan a
los grandes grupos humanos. Al desembarcar había estado dos horas
en un café de Boulogne, contemplando cómo las familias burguesas
pasaban la velada en la monótona placidez de una vida sin peligros.
Luego, el tren especial de los viajeros de América le había
conducido a París, dejándolo a las cuatro de la madrugada en un
andén de la estación del norte entre los brazos de Pepe Argensola,
joven español al que llamaba unas veces mi secretario y otras mi
escudero, por no saber con certeza qué funciones desempeñaba cerca
de su persona. En realidad era una mezcla de amigo y de parásito,
el camarada pobre complaciente y activo que acompañaba al señorito
de familia rica en mala inteligencia con sus padres, participando
de las alternativas de su fortuna, recogiendo las migajas de los
días prósperos e inventando expedientes para conservar las
apariencias en las horas de penuria.
-¿Qué hay de la guerra? -le había dicho Argensola antes de
preguntarle por el resultado de su viaje-. Tú vienes de fuera y
debes de saber mucho.
Luego se había dormido en su antigua cama, guardadora de gratos
recuerdos, mientras el secretario paseaba por el estudio hablando
de Servia, de Rusia y del káiser. También este muchacho escéptico
para todo lo que no estuviese en relación con su egoísmo, parecía
contagiado por la preocupación general. Cuando despertó, la carta
de ella citándole para las cinco de la tarde contenía igualmente
algunas palabras sobre el temido peligro. A través de su estilo de
enamorada, parecía transpirar la preocupación de París. Al salir en
busca del almuerzo, la portera, con pretexto de darle la
bienvenida, le había pedido noticias. Y en el restaurante, en el
café, en la calle, siempre la guerra… , la posibilidad de una
guerra con Alemania…
Desnoyers era optimista. ¿Qué podían significar estas
inquietudes para un hombre como él, que acababa de vivir más de
veinte días entre alemanes, cruzando el Atlántico bajo la bandera
del Imperio?
Había salido de Buenos Aires en un vapor de Hamburgo: el König
Friedrich August. El mundo estaba en santa tranquilidad cuando el
buque se alejó de tierra. Sólo en México blancos y mestizos se
exterminaban revolucionariamente, para que nadie pudiese creer que
el hombre es un animal degenerado por la paz. Los pueblos
demostraban en el resto del planeta una cordura extraordinaria.
Hasta en el transatlántico, el pequeño mundo de pasajeros de las
más diversas nacionalidades parecía un fragmento de la sociedad
futura implantado como ensayo en los tiempos presentes, un boceto
del mundo del porvenir, sin fronteras ni antagonismos de razas.
Una mañana, la música de abordo que hacía oír todos los domingos
el Coral, de Lutero, despertó a los durmientes de los camarotes de
primera clase con la más inaudita de las alboradas. Desnoyers se
frotó los ojos creyendo vivir aún en las alucinaciones del sueño.
Los cobres alemanes rugían la Marsellesa, por los pasillos y las
cubiertas. El camarero, sonriendo ante su asombro, acabó por
explicar el acontecimiento: «Catorce de Julio». En los vapores
alemanes se celebran como propias las grandes fiestas de todas las
naciones que proporcionan carga y pasajeros. Sus capitanes cuidan
escrupulosamente de cumplir los ritos de esta religión de la
bandera y del recuerdo histórico. La más insignificante República
ve empavesado el buque en su honor. Es una diversión más, que ayuda
a combatir la monotonía del viaje y sirve a los altos fines de la
propaganda germánica. Por primera vez la gran fecha de Francia era
festejada en un buque alemán; y mientras los músicos seguían
paseando por los diversos pisos, una Marsellesa galopante, sudorosa
y con el pelo suelto, los grupos matinales comentaban el
suceso.
-¡Qué finura! -decían las damas sudamericanas-. Estos alemanes
no son tan ordinarios como parecen. Es una atención… algo muy
distinguido. ¿Y aún hay quien cree que ellos y Francia van a
golpearse?…
Los contadísimos franceses que viajaban en el buque se veían
admirados, como si hubiesen crecido desmesuradamente ante la
pública consideración. Eran tres nada más: un joyero viejo que
venía de visitar sus sucursales de América, y dos muchachas
comisionistas de la rue de la Paix, las personas más modositas y
tímidas de a bordo, vestales de ojos alegres y nariz respingada,
que se mantenían aparte, sin permitirse la menor expansión en este
ambiente poco grato. Por la noche hubo banquete de gala. En el
fondo del comedor, la bandera francesa y la del Imperio formaban un
vistoso y disparatado cortinaje. Todos los pasajeros alemanes iban
de frac y sus damas exhibían las blancuras de sus escotes. Los
uniformes de los sirvientes brillaban como en un día de gran
revista. A los postres sonó el repiqueteo de un cuchillo sobre un
vaso, y se hizo el silencio. El comandante iba a hablar. Y el bravo
marino, que unía a sus funciones náuticas la obligación de hacer
arengas en los banquetes y abrir los bailes con la dama de mayor
respeto, empezó el desarrollo de un rosario de palabras semejantes
a frotamientos de tabletas, con largos intervalos de vacilante
silencio. Desnoyers sabía un poco de alemán, como recuerdo de sus
relaciones con los parientes que tenía en Berlín, y pudo atrapara
algunas palabras. Repetía el comandante a cada momento paz y
amigos. Un vecino de mesa, comisionista de comercio, se ofreció
como intérprete, con la obsequiosidad del que vive de la
propaganda.
-El comandante pide a Dios que mantenga la paz entre Alemania y
Francia y espera que cada vez serán más amigos los dos pueblos.
Otro orador se levantó en la misma mesa que ocupaba el marino.
Era el más respetado de los pasajeros alemanes, un rico industrial
de Düsseldorf que venía de visitar a sus corresponsales de América.
Nunca lo designaban por su nombre. Tenía el título de consejero de
Comercio, y para sus compatriotas era Herr Comerzienrath, así como
su esposa se hacía dar el título de Frau Rath. La señora consejera,
mucho más joven que su importante esposo, había atraído desde el
principio del viaje la atención de Desnoyers. Ella, por su parte,
hizo una excepción en favor de este joven argentino, abdicando su
título desde las primeras palabras.
«Me llamo Berta», dijo dengosamente, como una duquesa de
Versalles a un lindo abate sentado a sus pies. El marido también
protestó al oír que Desnoyers le llamaba consejero, como sus
compatriotas. «Mis amigos me llaman capitán. Yo mando una compañía
de la Landsturm». Y el gesto con que el industrial acompañó estas
palabras revelaba la melancolía de un hombre no comprendido
menospreciando los honores que goza para pensar únicamente en lo
que posee.
Mientras pronunciaba el discurso, Julio examinó su pequeña
cabeza y su robusto pescuezo, que le daban cierta semejanza con un
perro de pelea. Imaginariamente veía el alto y opresor cuello del
uniforme haciendo surgir sobre sus bordes un doble bullón de grasa
roja. Los bigotes enhiestos y engomados tomaban un avance agresivo.
Su voz era cortante y seca, como si sacudiese las palabras… Así
debía de lanzar el emperador sus arengas. Y el burgués belicoso,
con instintiva simulación, encogía el brazo izquierdo, apoyando la
mano en la empuñadura de un sable invisible.
A pesar de su gesto fiero y su oratoria de mando, todos los
oyentes alemanes rieron estrepitosamente a las primeras palabras,
como hombres que saben apreciar el sacrificio de un Herr
Comerzienrath cuando se digna divertir una reunión.
-Dice cosas muy graciosas de los franceses -apuntó el intérprete
en voz baja-. Pero no son ofensivas.
Julio había adivinado algo de esto al oír repetidas veces la
palabra franzosen. Se daba cuenta aproximadamente de lo que decía
el orador: «franzosen, niños grandes, alegres, graciosos,
imprevisores. ¡Las cosas que podrían hacer juntos los alemanes y
ellos, si olvidasen los rencores del pasado!» Los oyentes germanos
ya no reían. El consejero renunciaba a su ironía, una ironía
grandiosa, aplastante, de muchas toneladas de peso, enorme como el
buque. Ahora desarrollaba la parte seria de su arenga, y el mismo
comisionista parecía conmovido.
-Dice, señor -continuó-, que desea que Francia sea muy grande y
que algún día marchemos juntos contra otros enemigos… , ¡contra
otros!
Y guiñaba un ojo sonriendo maliciosamente, con la misma sonrisa
de común inteligencia que despertaba en todos esta alusión al
misterioso enemigo.
Al final, el capitán consejero levantó su copa por Francia.
Hoch!, gritó como si mandase una revolución a sus soldados de la
reserva. Por tres veces dio el grito, y toda la masa germánica
puesta en pie, contestó con un Hoch! Semejante a un rugido,
mientras la música instalada en el antecomedor rompía a tocar la
Marsellesa.
Desnoyers se conmovió. Un escalofrío de entusiasmo subía por su
espalda. Se le humedecieron los ojos, y al beberse el champaña
creyó haber tragado algunas lágrimas. Él llevaba un nombre francés,
tenía sangre francesa, y lo que hacían aquellos gringos -que las
más de las veces le parecían ridículos y ordinarios- era digno de
agradecimiento. ¡Los súbditos del káiser festejando la gran fecha
de la Revolución!… Creyó estar asistiendo a un gran suceso
histórico.
-¡Muy bien! -dijo a otros sudamericanos que ocupaban las mesas
inmediatas-. Hay que reconocer que han estado muy gentiles.
Luego, con la vehemencia de sus veintiséis años, acometió en el
antecomedor al joyero, echándole en cara su mutismo. Era el único
ciudadano de Francia que iba a bordo. Debía haber dicho cuatro
palabras de agradecimiento. La fiesta terminaba mal por su
culpa.
-¿Y por qué no habló usted, que es hijo de francés? -dijo el
otro-.
-Yo soy un ciudadano argentino -contestó Julio-.
Y se alejó del joyero, mientras éste, pensando que podía haber
hablado, daba explicaciones a los que le rodeaban. Era muy
peligroso mezclarse en asuntos diplomáticos. Además, él no tenía
instrucciones de su Gobierno. Y por unas cuantas horas se creyó un
hombre que había estado a punto de desempeñar un gran papel en la
Historia.
Pasaba Desnoyers el resto de la noche en el fumadero, atraído
por la presencia de la señora consejera. El capitán de la
Landstrum, avanzando un enorme cigarro entre sus bigotes, jugaba al
póquer con otros compatriotas que le seguían en orden de dignidades
y riquezas. Su compañera se mantenía al lado suyo gran parte de la
velada, presenciando el ir y venir de los camareros cargados de
bocks, sin atreverse a intervenir en este consumo enorme de
cerveza. Su preocupación era guardar un asiento vacío junto a ella
para que lo ocupase Desnoyers. Le tenía por el hombre más
distinguido de a bordo porque tomaba champaña en todas las comidas.
Era de mediana estatura, moreno, con un pie breve -que la obligaba
a ella a recoger los suyos debajo de las faldas-, y su frente
aparecía como un triángulo bajo dos crenchas de pelo lisas, negras,
lustrosas cual planchas de laca. El tipo opuesto de los hombres que
la rodeaban. Además, vivía en París, en la ciudad que ella no había
visto nunca, después de numerosos viajes por ambos hemisferios.
-¡Oh París! ¡París! -decía abriendo los ojos y frunciendo los
labios para expresar su admiración cuando hablaba a solas con el
argentino-. ¡Cómo me gustaría ir a él!
Y para que le contase las cosas de París se permitía ciertas
confidencias sobre los placeres de Berlín, pero con ruborosa
modestia, admitiendo por adelantado que en el mundo hay más, mucho
más, y que ella deseaba conocerlo.
Julio, al pasear ahora en torno de la Capilla Expiatoria, se
acordaba con cierto remordimiento de la esposa del consejero
Erckmann. ¡Él, que había hecho el viaje a América por una mujer
para reunir dinero y casarse con ella!… Pero en seguida encontraba
excusas a su conducta. Nadie iba a saber lo ocurrido. Además, él no
era un asceta, y Berta Erkmann representaba una amistad tentadora
en medio del mar. Al recordarla, veía imaginariamente un caballo de
carreras grande, enjuto, rubio y de largas zancadas. Era una
alemana a la moderna, que no reconocía otro defecto a su país que
la pesadez de sus mujeres, combatiendo en su persona este peligro
nacional con toda clase de métodos alimenticios. La comida era para
ella un tormento, y el desfile de los bocks en el fumadero un
suplicio tantalesco. La esbeltez conseguida y mantenida por esta
tensión de la voluntad dejaba más visible la robustez de su
andamiaje, el fuerte esqueleto, con mandíbulas poderosas y unos
dientes grandes, sanos, deslumbradores, que tal vez daban origen a
la comparación irreverente de Desnoyers. «Es delgada, y sin
embargo, enorme», decía al examinarla. Pero a continuación la
declaraba igualmente la mujer más distinguida a bordo; distinguida
para el Océano, elegante a estilo de Munich, con vestidos de
colores indefinibles que hacían recordar el arte persa y las
viñetas de los manuscritos medievales. El Marido admiraba la
elegancia de Berta, lamentando en secreto su esterilidad casi como
un delito de alta traición. La patria alemana era grandiosa por la
fecundidad de sus mujeres. El káiser, con sus hipérboles de
artista, había hecho constar que la verdadera belleza alemana debe
tener el talle a partir de un metro cincuenta.
Cuando entró Desnoyers en el fumadero para ocupar el asiento que
le reservaba la consejera, el marido y sus opulentos camaradas
tenían la baraja inactiva sobre el verde tapete. Herr Rath
continuaba entre amigos su discurso, y los oyentes se sacaban el
cigarro de los labios para lanzar gruñidos de aprobación. La
presencia de Julio provocó una sonrisa de general amabilidad. Era
Francia que venía a fraternizar con ellos. Sabían que su padre era
francés, y esto bastaba para que lo acogiesen como si llegase en
línea recta del palacio del Quai d'Orsay, representando a la más
alta diplomacia de la República. El afán de proselitismo hizo que
todos ellos le concediesen de pronto una importancia
desmesurada.
-Nosotros -continuó el consejero, mirando fijamente a Desnoyers
como si esperase de él una declaración solemne- deseamos vivir en
buena amistad con Francia.
El joven Julio aprobó con la cabeza, para no mostrarse
desatento. Le parecía muy bien que las gentes no fuesen enemigas.
Por él podía afirmarse esta amistad cuanto quisieran. Lo único que
le interesaba en aquellos momentos era cierta rodilla que buscaba
la suya por debajo de la mesa, transmitiéndole su dulce calor a
través de un doble telón de sedas.
-Pero Francia -siguió quejumbrosamente el industrial- se muestra
arisca con nosotros. Hace años que nuestro emperador le tiende la
mano con noble lealtad, y ella finge no verla… Esto reconocerá
usted que no es correcto.
Aquí Desnoyers creyó que debía decir algo, para que el orador no
adivinase sus verdaderas preocupaciones.
-Tal vez no hacen ustedes bastante. ¡Si ustedes devolviesen,
ante todo, lo que le quitaron!…
Se hizo un silencio de estupefacción, como si hubiese sonado en
el buque la señal de alarma. Algunos de los que se llevaban el
cigarro a los labios quedaron con la mano inmóvil a dos dedos de la
boca, abriendo los ojos desmesuradamente. Pero allí estaba el
capitán de la Landnstrum para dar forma su muda protesta.
-¡Devolver! - dijo con una voz que parecía ensordecida por el
repentino hinchamiento de su cuello-. Nosotros no tenemos por qué
devolver nada, ya que nada hemos quitado. Lo que poseemos lo
ganamos con nuestro heroísmo.
La oculta rodilla se hizo más insinuante, como si aconsejase
prudencia al joven con sus dulces frotamientos.
-No diga usted esas cosas -suspiró Berta-. Eso sólo lo dicen los
republicanos corrompidos de París. ¡Un joven tan distinguido, que
ha estado en Berlín y tiene parientes en Alemania!…
Como Desnoyers ante toda afirmación hecha con tono altivo sentía
un impulso hereditario de agresividad, dijo fríamente:
-Es como si le quitase a usted el reloj y luego le propusiera
que fuésemos amigos, olvidando lo ocurrido. Aunque usted pudiera
olvidar, lo primero sería que yo le devolviese el reloj.
Quiso responder tantas cosas a la vez el consejero Erckmann, que
balbució, saltando de una idea a otra:
-¡Comparar la reconquista de Alsacia a un robo!… ¡Una tierra
alemana!… La raza… , la lengua… , la historia…
-Pero ¿dónde consta su voluntad de ser alemana? -preguntó el
joven sin perder la calma-. ¿Cuándo han consultado ustedes su
opinión?
Quedó indeciso el consejero, como si dudase entre caer sobre el
insolente o aplastarlo con su desprecio.
-Joven, usted no sabe lo que dice -afirmó con majestad-. Usted
es argentino y no entiende las cosas de Europa.
Y los demás asintieron, despojándolo repentinamente de la
ciudadanía que le habían atribuido poco antes. El consejero, con
una rudeza militar, le había vuelto la espalda, y tomando la
baraja, distribuía cartas. Se reanudó la partida. Desnoyers,
viéndose aislado por este menosprecio silencioso, sintió deseos de
interrumpir el juego con una violencia. Pero la oculta rodilla
seguía aconsejándole la calma y una mano no menos invisible buscó
su diestra, oprimiéndola dulcemente. Esto bastó para que recobrase
la serenidad. La señora consejera seguía con ojos fijos la marcha
del juego. Él miró también, y una sonrisa maligna contrajo
levemente los extremos de su boca, al mismo tiempo que se decía
mentalmente, a guisa de consuelo: «¡Capitán, capitán!… No sabes lo
que te espera».
Estando en tierra firme no se habría acercado más a estos
hombres; pero la vida en un transatlántico, con su inevitable
promiscuidad, obliga al olvido. Al otro día, el consejero y sus
amigos fueron en busca de él, extremando sus amabilidades par
borrar todo recurso enojoso. Era un joven distinguido, pertenecía a
una familia rica y todos ellos poseían en su país tiendas y otros
negocios. De lo único que cuidaron fue de no mencionar más su
origen francés. Era argentino, y todos a coro se interesaban por la
grandeza de su nación y de todas las naciones de la América del
Sur, donde tenían corresponsales y empresas, exagerando su
importancia como si fuesen grandes potencias, comentando con
gravedad los hechos los hechos y palabras de sus personajes
políticos, dando a entender que en Alemania no había quien no se
preocupase de su porvenir, prediciendo a todas ellas una gloria
futura, reflejo de la del Imperio, siempre que se mantuviesen bajo
la influencia germánica.
A pesar de estos halagos, Desnoyers no se presentó con la misma
asiduidad que antes a la hora del póquer. La consejera se retiraba
a su camarote más pronto que de costumbre. La proximidad de la
línea equinoccial le proporcionaba un sueño irresistible,
abandonando a su esposo, que seguía con los naipes en la mano.
Julio, por su parte, tenía misteriosas ocupaciones que sólo le
permitían subir a cubierta después de medianoche. Con la
precipitación de un hombre que desea ser visto para evitar
sospechas, entraba en el fumadero hablando alto y venía a sentarse
junto al marido y sus camaradas. La partida había terminado, y un
derroche de cerveza y gruesos cigarros de Hamburgo servía para
festejar el éxito de los gananciosos. Era la hora de las
expansiones germánicas, de la intimidad entre hombres, de las
bromas lentas y pesadas, de los cuentos subidos de color. El
consejero presidía con toda su grandeza estas diabluras de los
puertos anseáticos, que gozaban de grandes créditos en el Deutsch
Bank, o tenderos instalados en las repúblicas del Plata, con una
familia innumerable. Él era un guerrero, un capitán, y al celebrar
cada chiste lento con una sonrisa que hinchaba su robusta cerviz,
creía estar en el vivac entre sus compañeros de armas.
En honor de los sudamericanos, que, cansados de pasear por la
cubierta, entraban a oír lo que decían los gringos, los cuentistas
vertían al español las gracias y los relatos licenciosos
despertados en su memoria por la cerveza abundante. Julio admiraba
la risa fácil de que estaban dotados todos estos hombres. Mientras
los extranjeros permanecían impasibles, ellos reían con sonoras
carcajadas, echándose atrás en sus asientos. Y cuando el auditorio
alemán permanecía frío, el cuentista apelaba a un recurso infalible
para remediar su falta de éxito.
-A káiser le contaron este cuento, y cuando káiser lo oyó,
káiser rió mucho.
No necesitaba decir más. Todos reían, «¡ja, ja, ja!» con una
carcajada espontánea pero breve; una risa en tres golpes, pues él
prolongarla podía interpretarse como una falta de respeto a la
majestad.
Cerca de Europa, una oleada de noticias salió al encuentro del
buque. Los empleados del telégrafo sin hilos trabajaban
incesantemente. Una noche, al entrar Desnoyers en el fumadero, vio
a los notables germánicos manoteando y con los rostros animados. No
bebían cerveza; habían hecho destapar botellas de champaña alemán,
y la frau consejera impresionada, sin duda, por los
acontecimientos, se abstenía de bajar a su camarote. El capitán
Erckmann, al ver al joven argentino, le ofreció una copa.
-Es la guerra -dijo con entusiasmo-, la guerra que llega… ¡Ya
era hora!
Desnoyers hizo un gesto de asombro. ¡La guerra!… ¿Qué guerra era
ésa?… Había leído, como todos, en la tablilla de anuncios del
antecomedor, un radiograma dando cuenta de que el Gobierno
austríaco acababa de enviar un ultimátum a Servia, sin que esto le
produjese la menor emoción. Menospreciaba las cuestiones de los
Balcanes. Eran querellas de pueblos piojosos, que acaparaban la
atención del mundo; distrayéndole de empresas más serias. ¿Cómo
podía interesar este suceso al belicoso consejero? Las dos naciones
acabarían por entenderse. La diplomacia sirve algunas veces para
algo.
-No -insistió ferozmente el alemán-; es la guerra, la bendita
guerra. Rusia sostendrá a Servia, y nosotros apoyaremos a nuestra
aliada… ¿Qué hará Francia? ¿Usted sabe lo que hará Francia?…
Julio levantó los hombros con mal humor, como pidiendo que le
dejasen en paz.
-Es la guerra -continuó el consejero-, la guerra preventiva que
necesitamos. Rusia crece demasiado aprisa y se prepara contra
nosotros. Cuatro años más de paz, y habrá terminado sus
ferrocarriles estratégicos y su fuerza militar, unida a la de sus
aliados, valdrá tanto como la nuestra. Mejor es darle ahora un buen
golpe. Hay que aprovechar la ocasión… La guerra. ¡La guerra
preventiva!
Todo su clan le escuchaba en silencio. Algunos no parecían
sentir el contagio de su entusiasmo. ¡La guerra!… Con la
imaginación veían los negocios paralizados, los corresponsales en
quiebra, los Bancos cortando los créditos… , una catástrofe más
pavorosa para ellos que las matanzas de las batallas. Pero
aprobaban con gruñidos y movimientos de cabeza las feroces
declamaciones de Erckmann. Era un Herr Rath, y, además, un oficial.
Debía de estar en el secreto de los destinos de su patria, y esto
bastaba para que bebiesen en silencio por el éxito de la
guerra.
El joven creyó que el consejero y sus admiradores estaban
borrachos. «Fíjese, capitán -dijo con tono conciliador-; eso que
usted dice tal vez carece de lógica». ¿Cómo podía convenir una
guerra a la industriosa Alemania? Por momentos iba ensanchando su
acción: cada vez conquistaba un mercado nuevo; todos los años su
balance comercial aparecía aumentado en proporciones inauditas.
Sesenta años antes tenía que tripular sus escasos buques con los
cocheros de Berlín castigados por la Policía. Ahora, sus flotas
comerciales y de guerra surcaban todos los Océanos y no había
puerto donde la mercancía germánica no ocupase la parte más
considerable de los muelles. Sólo necesitaba seguir viviendo de
este modo, mantenerse alejada de las aventuras guerreras. Veinte
años más de paz, y los alemanes serían los dueños de los mercados
del mundo, venciendo a Inglaterra, su maestra de ayer, en esta
lucha sin sangre. ¿Y todo esto iban a exponerlo -como el que juega
su fortuna entera a una carta- en una lucha que podía serles
desfavorable?…
-No. ¡La guerra -insistió rabiosamente el consejero-, la guerra
preventiva! Vivimos rodeados de enemigos, y esto no puede
continuar. Es mejor que terminemos de una vez. ¡O ellos o nosotros!
Alemania se siente con fuerzas para desafiar al mundo. Debemos
poner fin a la amenaza rusa. Y si Francia no se mantiene
quietecita, ¡peor para ella!… Y si alguien más… ¡alguien!, se
atreve a intervenir en contra nuestra, ¡peor para ella! Cuando yo
monto en mis talleres una máquina nueva, es para hacerla producir y
que no descanse. Nosotros poseemos el primer Ejército del mundo, y
hay que ponerlo en movimiento para que no se oxide.
Luego añadió con pesada ironía:
-Han establecido un círculo de hierro en torno de nosotros para
ahogarnos. Pero Alemania tiene los pechos muy robustos, y le basta
hincharlos para romper el corsé. Hay que despertar antes que nos
veamos maniatados mientras dormimos. ¡Ay del que encontremos
enfrente de nosotros!…
Desnoyers sintió la necesidad de contestar a estas arrogancias.
Él no había visto nunca el círculo de hierro de que se quejaban los
alemanes. Lo único que hacían las naciones era no seguir viviendo
confiadas ni inactivas ante la desmesurada ambición germánica. Se
preparaban simplemente para defenderse de una agresión casi segura.
Querían sostener su dignidad, atropellada a todas horas por las más
inauditas pretensiones.
-¿No serán los otros pueblos -preguntó- los que se ven obligados
a defenderse, y ustedes los que representan un peligro para el
mundo?
Una mano invisible buscó la suya por debajo de la mesa, como
algunas noches antes, para recomendarle prudencia. Pero ahora
apretaba fuerte, con la autoridad que confiere el derecho
adquirido.
-¡Oh señor! -suspiró la dulce Berta-. ¡Decir esas cosas un joven
tan distinguido y que tiene… !
No pudo continuar, pues su esposo le cortó la palabra. Ya no
estaban en los mares de América, y el consejero se expresó con la
rudeza de un dueño de casa.
-Tuve el honor de manifestarle, joven -dijo, imitando la
cortante frialdad de los diplomáticos-, que usted no es más que un
sudamericano, e ignora las cosas de Europa.
No le llamó indio; pero Julio oyó interiormente la palabra lo
mismo que si el alemán la hubiese proferido. ¡Ay, si la garra
oculta y suave no le tuviese sujeto con sus crispaciones de
emoción!… Pero este contacto mantuvo su calma y hasta le hizo
sonreír. «¡Gracias, capitán! -dijo mentalmente-. Es lo menos que
puedes hacer para cobrarte».
Y aquí terminaron sus relaciones con el consejero y su
grupo.
Los comerciantes, al verse cada vez más próximos a su patria, se
iban despojando del servil deseo de agradar que les acompañaba en
sus viajes al Nuevo Mundo. Tenían, además, graves cosas de que
ocuparse. El servicio telegráfico funcionaba sin descanso. El
comandante del buque conferenciaba en su camarote con el consejero,
por ser el compatriota de mayor importancia. Sus amigos buscaban
los lugares más ocultos para hablar entre ellos. Hasta Berta empezó
a huir de Desnoyers. Le sonreía aún de lejos: pero su sonrisa iba
dirigida más los recuerdos que a la realidad presente.
Entre Lisboa y las costas de Inglaterra habló Julio por última
vez con el marido. Todas las mañanas aparecían en la tablilla del
antecomedor noticias alarmantes transmitidas por los aparatos
radiográficos. El Imperio se estaba armando contra sus enemigos.
Dios los castigaría, haciendo caer sobre ellos toda clase de
desgracias. Desnoyers quedó estupefacto de asombro ante la última
noticia. «Trescientos mil revolucionarios sitian a París en este
momento. Los barrios exteriores empiezan a arder. Se reproducen los
horrores de la Commune».
-Pero ¡estos alemanes se han vuelto locos! -gritó el joven ante
el radiograma, rodeado de un grupo de curiosos, tan asombrados como
él-. Vamos a perder el poco sentido que nos queda… ¿Qué
revolucionarios son ésos? ¿Qué revolución puede estallar en París
si los hombres del Gobierno no son reaccionarios?
Una voz se levó detrás de él, ruda, autoritaria, como si
pretendiese cortar las dudas del auditorio. Era el Herr consejero
el que hablaba.
-Joven, esas noticias las envían las primeras agencias de
Alemania… Y Alemania no miente nunca.
Luego de esta afirmación le volvió la espalda, y ya no se vieron
más.