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Primera edición digital: mayo 2018
Ilustración de la cubierta: María Elena Calvo Campos
Fotografía de la cubierta: Pablo Pérez Cano
Diseño de la colección: Jorge Chamorro
Edición: Juan Francisco Gordo
Revisión: Bárbara Fernández

Versión digital realizada por Libros.com

© 2018 Rocío Alfaro Calvo
© 2018 Libros.com

editorial@libros.com

ISBN digital: 978-84-17236-76-2

Rocío Alfaro Calvo

Un abrazo a la vida

A nuestros hijos, Jesús, Paula y María, gracias por
hacer tan fácil todo lo vivido.

 

A nuestra familia, por ayudarnos y apoyarnos tanto siempre.

 

A Virginia, porque nunca 6.000 kilómetros estuvieron tan cerca.

 

A María y Javi con sus tres joyas, por hacer posible
que la amistad se convierta en familia.

 

A Manolo, Olivia y M.ª José, por estar siempre ahí
para escuchar o lo que haga falta.

 

A todas las compañeras de la AECC, por impregnar con vuestra
VIDA la de los demás.

 

Y a Paloma…, qué difícil es decir el porqué.

Índice

 

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Título y autor
  4. Dedicatoria
  5. A modo de introducción
  6. Prólogo
  7. Que la medicina de los médicos de mamá siga funcionando…
  8. Mecenas
  9. Contraportada

A modo de introducción

 

La intención de esta recopilación de escritos no es otra que darte las gracias por haberme animado a escribirlos.

Recuerdo perfectamente el día que me propusiste que escribiese. «¿Tú escribes, se te da bien escribir, has escrito alguna vez?», estas fueron tus tres preguntas y yo contesté que sí, y entonces llegó tu invitación: «Pues escribe lo que sientes, lo que vas viviendo, quizá le pueda servir de ayuda a otras personas que pasen por lo mismo y así yo también aprenderé». En ese momento pensé yo: «¿qué vas a aprender de mí?»; las cosas que hay que escuchar. Si alguien tenía que aprender de alguien, era claro y evidente que sería yo de ti.

Tu propuesta hizo que contase con orgullo a mi familia y amigos más cercanos que me habías pedido que escribiese mi proceso. Tomé con ganas la idea y unas veces me servía de desahogo, otras de reflexión, otras sólo para relatar y, muchas de ellas, eran una manera de plasmar sentimientos y vivencias.

A lo largo de este año he aprendido mucho de una gran cantidad de personas a las que he conocido gracias al cáncer, pero también he aprendido mucho de Joaquín, de mi madre y de mí. Sí, de mí también lo he hecho, pero de lo que más he disfrutado ha sido de la oportunidad de aprender de todo lo vivido.

Si bien es cierto que el 3 de noviembre de 2011 desapareció la tierra debajo de mis pies y casi caigo al vacío, el 4 de noviembre de 2011 comenzó a crecer otra tierra bajo mis pies… Ilusiones nuevas, inquietudes nuevas, retos nuevos, experiencias nuevas, caminos nuevos que recorrer… El reencuentro con antiguos amigos, estrechar lazos con otros, descubrir algunos nuevos, el desbordante cariño familiar, aprender a vivir «parecido» a como lo había hecho hasta entonces, aprender a dejarme ayudar… Un nuevo mundo.

Para mí ha sido fabuloso descubrir todo lo bueno que el cáncer ha traído a mi vida, y entre eso nuevo y bueno estás tú.

Gracias a tu propuesta he intentado, en algunas ocasiones, ordenar mis ideas, mis pensamientos, mis experiencias y mis sentimientos. Gracias a ti me he sentido acompañada, con la seguridad de que tú estabas ahí para cualquier consulta, para cualquier duda, por si necesitaba a alguien que diera luz a mi incertidumbre. Tú estabas ahí para acompañarme en este recorrido.

Tanto Joaquín como yo nos sentimos afortunados por contar con tu apoyo, por ser beneficiarios directos de tu vocación, lo que genera en nosotros un sentimiento de gratitud máxima.

A raíz de releer los escritos que componen esta recopilación, he podido apreciar cómo muchas veces hablo de un futuro muy corto, de la posibilidad de no disfrutar de un mañana lejano. Cuando te encuentres estos párrafos tienes todo mi permiso para saltarlos, y he descubierto que quizá mis escritos son más pesimistas de lo que yo me siento, ya que si algo tengo claro desde el primer día es que soy muy afortunada: no todo el mundo tiene las posibilidades que a mí se me han presentado. El hecho de tener un diagnóstico de cáncer, de haber encontrado el tumor primario, de tener un tratamiento con tanta calidad de vida, ¡uf!, y un montón de cosas, pero creo que a veces estos escritos no reflejan ese sentimiento de verdadera fortuna porque, aunque parezca irracional, me siento feliz sólo por el hecho de seguir viva y luchando y con ganas de seguir.

Esta es mi manera, nuestra manera, ya que ha sido Joaquín quien me animó a imprimirte los relatos, de agradecerte que el 7 de noviembre de 2011 llevases el busca de urgencia.

Gracias, muchas gracias, Javier[1].

Rocío Alfaro Calvo
25 de octubre de 2012
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Prólogo

 

Me piden que escriba una breve introducción a los textos, correos electrónicos y reflexiones grabadas de Rocío Alfaro; en resumen, a una parte de su legado personal. Recuerdo bien el primer encuentro profesional con ella el día 7 de noviembre de 2011, que fue completamente casual, pues mi ocupación ese día no era mi puesto de trabajo habitual. Con posterioridad, durante seis años tras su diagnóstico inicial de cáncer de mama con enfermedad diseminada, y hasta el día de su muerte, he mantenido con ella y con Joaquín, su marido, una relación sobre todo personal, pues la responsabilidad de sus cuidados recayó en otros compañeros de profesión, aunque me mantenía informado de todo lo que sucedía y de los cambios de tratamiento.

Desde el principio me pareció una mujer muy especial, que afrontaba su enfermedad con una entereza ejemplar, con un deseo firme de saber la verdad, con avidez de conocer y de participar con los médicos en la toma de decisiones, y con un positivismo desbordante. Yo sabía que le quedaba un largo y tortuoso camino, que cada vez sería más empinado y difícil. En su primer ingreso, al percibir su capacidad de observación y elocuencia, me pareció una buena idea sugerirle que escribiera sus experiencias con la enfermedad. Este consejo lo olvidé hasta que un día de 2012, Rocío y su esposo vinieron a verme al despacho del hospital. Ella, sonriendo, me entregó un librito encuadernado con pastas azules y me dijo: «Hace un año exacto del diagnóstico de mi enfermedad y de tu sugerencia de que escribiera mis vivencias y experiencias durante este tiempo. ¡Aquí las tienes!».

Su lectura me creó sorpresa, perplejidad y de alguna forma me abrumó por cuanto se decía y cómo se describía. Ahora, pasado el tiempo, creo que el hecho de reflexionar para escribir, que requiere introspección y una mayor precisión lingüística que el lenguaje hablado, le resultaron de gran utilidad durante estos años. Ahora que nos falta, pueden ser muy útiles a otros pacientes y a sus familiares y, por supuesto, a los profesionales que tendrán una perspectiva de primera mano de qué sienten y cómo nos ven los enfermos.

Creo que la escritura le sirvió para ordenar y profundizar en sus pensamientos, para aceptar la enfermedad, para relacionarse con los demás, para preparar sus visitas médicas y al hospital, para hacer planes y para conceder a cada día y a cada hecho una importancia trascendental; en definitiva, a vivir cada día con plenitud. En el texto, como en la vida misma, se mezclaban reflexiones y preguntas existenciales (¿cuánto tiempo viviré?, ¿qué pasará con los míos cuando yo no esté?) con otras referidas a sus cuidados, a los tratamientos, a su relación con los médicos y las enfermeras, y con algunas acerca de sus rutinas diarias de la intendencia familiar, de la educación y del cuidado de sus tres hijos. En las relacionadas con los profesionales uno puede entender la importancia de nuestros gestos, de nuestras miradas, de nuestras palabras, de una sonrisa a tiempo. Todo ello debe complementar, de manera imprescindible, nuestra calidad científica y nuestro rigor en la aplicación de los protocolos y los procedimientos más actualizados. Los sanitarios debemos recordar que cada paciente es «único» desde el punto de vista biológico y humano, y que tenemos que darle una atención individual a cada uno, considerando su contexto personal, familiar, social y espiritual. Una fórmula práctica para hacerlo mejor es imaginar cómo se sienten, tanto el enfermo como los suyos, reconocer sus emociones intensas y ofrecer apoyo y ayuda. La esencia es tener siempre presentes los valores intemporales de la profesión como son la calidez, la empatía, la dedicación, la cercanía emocional y la consideración personal.

Los sanitarios, de manera continua, estamos sobrexpuestos al sufrimiento, y tenemos que protegernos poniendo una barrera emocional para no desfallecer y poder seguir cumpliendo con nuestro papel, curando a otros enfermos. Esta tarea entraña una mayor dificultad cuando atendemos a personas jóvenes con enfermedades incurables —como era Rocío—.

Ella era una mujer con un toque mágico que impregnaba a todos a los que tocaba. Su muerte cercana nos ha privado de su presencia, pero nos ha dejado su herencia de ilusión, energía y ánimo. De humanidad compartida. Ha sido una de las personas que más han contribuido estos años a todas las actividades de la AECC en Málaga y Andalucía y a la organización de los congresos de pacientes con cáncer, sacando fuerzas de un pozo desconocido. Todos recordaremos sus ojos brillantes, su eterna sonrisa, su voz cálida e ilusionada, y hoy estaría radiante sabiendo que su legado sirve a los demás. Cuando no pudimos hacer nada más por su cáncer, todos los que la cuidábamos quedamos abatidos por una profunda tristeza. Pocos días después dos enfermeras con mucha experiencia me dijeron que se sentían muy afortunadas por haberla conocido, por haberla ayudado, por haber participado en sus cuidados, y todos los profesionales coincidimos en que nos ha dejado un poso imborrable.

Entre los aspectos positivos que tenemos los sanitarios está el privilegio de ayudar a los demás y recibir agradecimientos, la fortuna de ver la vida desde una plataforma privilegiada por el contacto con múltiples personas excepcionales que te dejan huella, la oportunidad de ganarte la vida con una profesión divertida y con cambios continuos, y el honor de compartir tu trabajo con compañeros de múltiples profesiones que tienen un alto sentido ético y del compromiso con los demás.

Pacientes como Rocío: muchos de ustedes y sus familiares nos enseñan, nos hacen mejores personas, nos hacen madurar como profesionales y nos dan fuerza en la flaqueza. Estas páginas que hoy se publican están llenas de vida, de ilusión, de optimismo, de todo lo que era y tenía Rocío.

Marbella, 16 de agosto de 2017
Javier García Alegría

Que la medicina de los médicos de mamá siga funcionando…

 

 

El título de esta primera recopilación de escritos, Que la medicina de los médicos de mamá siga funcionando…, es el principio de una de las oraciones que mis hijos rezan todas las noches. La oración completa es: «Que la medicina de los médicos de mamá siga funcionando, y que ella siga bien», a lo que Paula, mi hija mediana, no se resiste en añadir: «… y que mamá se cure pronto». Entonces yo le vuelvo a explicar que lo bueno es que yo siga así de bien como estoy.

… A ver qué sale de todo esto.

Construyendo un nuevo suelo

 

El 2 de noviembre de 2012 tenía que hacerme una ecografía de la cadera derecha porque llevaba cuatro meses con un dolor que no cesaba. Después de haber acudido tres o cuatro veces a mi médico de cabecera, en dos ocasiones a urgencias en mi centro de salud, Las Lagunas, en Mijas, y en otra más a las urgencias del Hospital Costa del Sol, por fin mi doctora me derivó al traumatólogo para que él valorase mi situación.

Respecto a la medicación, apenas tomaba nada, ya que ni el ibuprofeno, ni el diclofenaco, ni los relajantes musculares que me recetó mi médico de familia me quitaban el dolor. Había decidido que una vez al día o cada dos o tres me tomaría un gramo de paracetamol, que era lo que me ayudaba a conseguir que el dolor no fuese tan agudo, aunque lo que temía era que al tomar tantos medicamentos y de manera tan continuada ya no me hiciesen efecto y no fuesen efectivos cuando me doliese otra cosa. También tenía muy claro que por una tendinitis o por un problema muscular, que era el diagnóstico que mi médico de familia barajaba, yo no iba a cojear ni a dejar de hacer todo aquello que hacía siempre. Es más, me obligaba a subir escaleras o ir andando a muchos sitios donde podía haber ido en coche.

El día 13 de octubre de 2011 me valoró el traumatólogo y determinó que mi dolor provenía de una tendinitis que el rehabilitador debía determinar si era mejor tratar con rehabilitación o con infiltraciones. De este modo, para que el rehabilitador tuviese más datos sobre mí solicitó la ecografía que me realizaron en el CHARE[2] de Benalmádena.

Ese 2 de noviembre, como sólo era para hacerme una ecografía, acudí sola a Benalmádena. A la vuelta tenía que recoger a mis dos hijos mayores, Jesús y Paula, de las clases de inglés, y así lo hice. Cuando la doctora Ana Álvarez comenzó a realizarme la ecografía quedó un poco extrañada de que yo no notase el bulto que ella veía y notaba al tacto. Acto seguido me realiza un TAC de la cadera y al terminar esta prueba volvió a realizarme otra ecografía, esta vez acompañada de otro médico.

Cuando terminó de hacerme las pruebas y yo reaccioné, después de vestirme, le pedí a la enfermera poder hablar con la doctora.

La doctora ‘Ángel’, como estuve llamándola hasta conocer su verdadero nombre —ya que me vine del hospital sin saberlo—, me explicó que no tenía tendinitis y que tenía un bulto, una masa, incluso una vez dijo «tumor», y que había que averiguar su nombre y apellidos. Me aseguró que haría todo lo posible para reducir el tiempo de espera para que la incertidumbre, que se hace muy dura, fuese lo menor posible.

Desde luego que así lo hizo, porque al día siguiente a las 9:30 me estaban dando una cita para esa misma tarde en Benalmádena a las 19:30. Era una magnífica noticia, desde luego la doctora ‘Ángel’ había hecho todo lo que estaba en su mano para acelerar el proceso, pero a la vez esto me estaba dando pistas de la gravedad de la situación y empecé a pensar seriamente en que el bulto de la cadera era cáncer.

Esa tarde, dos magníficos médicos y una estupenda enfermera me atendieron y confirmaron el prediagnóstico de la doctora Álvarez: era cáncer y el hueso ilíaco estaba afectado. Había que ponerse en marcha de manera rápida para empezar a conocer más información sobre el tumor.

Mi vida se había parado. Tenía la convicción de que, en algún momento, me encontraría con el cáncer, pero no me lo esperaba con 38 años. Mi marido, Joaquín, me decía: «Esto no entraba en nuestros planes». Claro que no, pero había llegado. Estábamos muertos de miedo. Joaquín lloraba y me pedía perdón por ello. Yo no tenía nada que perdonar, si la situación hubiese sido a la inversa yo estaría igual de destrozada que él. No lo veía llorar desde que murió su abuelo, hacía un año y medio.

Yo tenía sentimientos enfrentados, nunca me he preguntado por qué a mí, por qué a nosotros, nunca lo he sentido como un castigo de Dios o como un injusto pago a mi manera de vivir; «Si yo intento ser buena con todo el mundo, ¿por qué me envías esto, Señor?». Tenía el gran miedo de que el cáncer estuviese tan extendido y fuese tan agresivo que no dispusiese del tiempo suficiente para pelear, para plantarle cara.

Ese era mi gran miedo, pero a la vez tenía un sentimiento de agradecimiento porque por fin se sabía qué era lo que me estaba provocando tanto dolor y por la misma razón no conseguía tener la movilidad de la pierna al cien por cien. Pero, ante todo, tenía muy claro que se me acababa de presentar un reto que superar, un trabajo a realizar.

La del jueves 3 de noviembre fue una de las noches más largas de mi vida. Ni Joaquín ni yo conseguimos dormir, estuvimos toda la noche dando vueltas en la cama, cada uno sufriendo con sus pensamientos. Antes de apagar la luz ya habíamos hablado de cómo íbamos a afrontar la situación: ese era el único día en el que podíamos llorar, desde el día siguiente no podíamos perder el tiempo con lágrimas. Sólo podía poner toda mi energía curándome.

El día anterior, cuando aún no teníamos ese prediagnóstico, yo tenía muy clara la actitud: si era benigno el tumor, sería maravilloso, aunque si tenía que operarme me daba un poco de yuyu, y si era cáncer yo estaba allí para vivir. Ahora ya sabía lo que tenía que hacer.

El 4 de noviembre fue el día de la comunicación. Había que empezar a contar la noticia. Como el día anterior Joaquín me acompañó a Benalmádena, mi madre se vino a casa para la hora de la cena y para acostar a los niños por si tardábamos, así que al regresar con el prediagnóstico ya pude hablar con ella y darle la noticia. Mi madre es una mujer fuerte y reaccionó como tal. Yo podía sentir su dolor y su ánimo a la vez. Su sentimiento fue de «habrá que volver a vivir este proceso», ya que vivió dos años de cáncer con mi padre, que finalmente no lo pudo superar.

Esa misma noche ya habíamos pensado a quién y cómo lo íbamos a decir.

Por la mañana, después de dejar a los niños en el colegio, se lo conté a los padrinos de Paula, que nos ayudarían a organizarnos con los niños los días que yo tuviera que estar en el hospital. Esta es una de las mejores ayudas, porque saber que tus hijos están bien atendidos y tienen la posibilidad de que su rutina se altere lo menos posible da mucha tranquilidad.

Esa mañana de viernes fui a casa de mi hermano para contárselo y después a casa de mi madre. Ella, que estaba abierta para ayudar en lo que fuese, aceptó muy gustosamente irse a mi casa por las tardes y noches para que los niños se viesen lo menos afectados posible.

Antes de la salida de los niños del colegio hablé con las profesoras de los tres para que conociesen los cambios que los niños iban a vivir. Pude hablar con la dirección del colegio también y todos ellos se mostraron muy amables y dispuestos a colaborar en todo lo que pudiesen.

Por la tarde reunimos a parte de la familia de Joaquín: padres, hermanos y tíos para contárselo. Hasta el momento las reacciones eran las esperadas, impacto, llanto, tristeza y sobre todo ofrecimiento. Todo el mundo ofrecía su disponibilidad para lo que fuese necesario. Y todo el mundo, cuando reaccionaba, te daba ánimos, te abrazaba, te decía que rezaría por ti, por los dos, por todos…

Todo el mundo me aconseja que descanse, que este periodo de tiempo deba ser para mí, pensar sólo en mí. Que mi objetivo debe ser únicamente pensar en mí, en cómo me siento, en cómo quiero las cosas, en lo que yo quiero, deseo, o no quiero ni deseo.

Qué es lo que yo quiero. Quiero curarme, quiero poder decir que yo superé un cáncer. Cómo quiero vivirlo. Quiero seguir siendo igual de feliz como hasta la llegada de la noticia. Ni siquiera el miedo a no tener tiempo de plantarle cara a la enfermedad puede restarle felicidad a mi vida ni a la de mi marido y mis hijos, ni a la de mi madre, ni a la de mis amigos o familia.

Si ya no quedaba tiempo para luchar, esta es mi visión: he sido una persona feliz. Le doy gracias a Dios por ello, por mi marido y mis hijos. Tengo pena porque ellos son pequeños y aún me necesitan, pero tengo la seguridad de que Joaquín sabrá hacerlo estupendamente sin mí. No sin pena ni dolor, no sin un gran esfuerzo, pero lo hará bien. Es un excelente padre y educador. El tiempo que me quedase —debía— tenía que ser de calidad, de disfrutar, no de pena y llanto.

Por otro lado, si aún había tiempo, tenía la plena convicción de que mi actitud debía ser optimista, que es realmente lo que me sale del corazón. Hasta que llegasen los días en los que no me pudiese levantar del sofá, debía seguir haciendo mi vida normal y disfrutar del cariño que la gente me expresaba.

Estaba comenzando una maravillosa experiencia, la gente me daba besos y abrazos. Te dicen que todo va a salir bien, que te quieren, recibes llamadas de gente que hace meses o años que no ves, todo el mundo se ofrece para ayudar, todo el mundo intenta cuidarte y yo estoy feliz por tener un diagnóstico, por saberme con la fuerza y capacidad de luchar, por toda la gente, profesionales y no profesionales de la medicina, que voy conociendo, por el trato, por su preocupación médica, por todo lo que soy capaz de dar. Me gusta tratar de infundir esperanza y tranquilidad a quien se me acerca con inquietud y gran preocupación. Todo esto me hace sentir bien.

A los niños les hemos pedido que cuando recen lo hagan por dos cosas: para que los médicos encuentren la medicina y para que mamá se cure. Creemos que Dios está con nosotros y tenemos la seguridad de que Él escuchará las oraciones de los niños. Tenemos la convicción de que mi fuerza y mi poder es el Señor, creemos en la fuerza de la oración, creemos en que esta experiencia nos va a hacer crecer como personas, como matrimonio, como familia, como amigos. Estamos seguros de que, aunque sea una experiencia dolorosa, física y emocionalmente, va a ser, y de hecho así está siendo, muy enriquecedora.

Es fabuloso vivir los sentimientos sin contención, poder vivir y transmitir el agradecimiento sin temor a hacer el ridículo o resultar artificial. Agradecer la dedicación de quien vamos encontrando en nuestro camino.

Me resulta asombroso saber que hay mucha gente rezando por mí para darme fuerza, para pedir por mi curación, etcétera. Hay gente en Fuengirola, en Mijas, en Marbella, en Málaga, en Torremolinos; en Mozambique hay monjas ofreciendo una novena; hay quien ha hecho promesas que mantener hasta que solucione mi problema; hay quien nos ofrece sus conocimientos médicos para aportar una segunda opinión; hay quien nos ofrece la sabiduría de haber recorrido este camino, quien nos ofrece acompañamiento terapéutico, profesional, para el proceso; hay quien me hace reiki, quien como sacerdote ofrece la Eucaristía por mí. Todo el mundo da de lo que tiene y de lo que sabe, cómo no voy a sentirme feliz. Es imposible que alguien no encuentre fuerzas para luchar contra lo que sea teniendo tanta gente ocupada y preocupada por una. Es muy enriquecedor conocer que hay tanta gente que te quiere.

Joaquín me cuenta que, para él, los momentos de mayor angustia han sido en los tres partos, pero el parto tiene una duración determinada, más o menos larga, y además le acompaña el feliz desenlace del nacimiento de un hijo o hija. Para Joaquín, esa situación de peligro por mi vida ha sido sólo entonces, pero ahora es una sensación continua durante mucho tiempo, días de estar en el filo de la navaja. Entiendo que es un sentimiento agotador, por esta razón creo que es importante encontrar la estabilidad emocional lo antes posible para poder abordar la enfermedad con el mayor equilibrio interior posible.

Yo no estoy acostumbrada a ser la protagonista de las historias, y sólo durante los embarazos era coprotagonista. Pero ahora es diferente, me ha tocado el papel principal, exceptuando a los médicos. Los demás sufren por mi sufrimiento, se preocupan por mí, rezan por mí, se sienten impactados por mi enfermedad, preguntan constantemente por mí, y yo no estoy acostumbrada, es un poco abrumador y no quiero que los demás pasen angustia por mí, preocupación, dolor sentimental. Así que mi única forma de reducir esos efectos que mi cáncer provoca en los demás es mi testimonio, que vean realmente lo que siento y vivo, cómo estoy, lo bien que estoy. Esto me hace más libre de poder expresar mi alegría y mi gratitud a todos.

El lunes 7 de noviembre de 2011, después de dejar a los niños en el colegio, Joaquín y yo nos fuimos al Hospital Costa del Sol. Mi «prima» Mar había llamado a sus compañeros para avisar de que a primera hora de la mañana iba a llegar yo para realizar el ingreso con el informe médico de Benalmádena. Todo el personal fue excelente, muy amable, y las primeras pruebas se realizaron rápidamente.

No sé quién lo avisó, lo único que sé es que Dios lo puso en mi camino. Me atendió el doctor Javier García Alegría.

Mi primera impresión sobre él fue fantástica: un hombre sereno, atento, encontró un charco delante de la camilla donde me exploró y él mismo lo secó con gesto grave, dando importancia a la situación. Comenzó a realizarme preguntas que nunca me había hecho un médico tales como: «¿Te ayuda alguien en casa?» o «si tuvieses que quedarte ingresada, ¿cómo podrías organizar a los niños?». Yo estaba impresionada con esa categoría humana que emanaba de un médico.

Ya había pedido que avisaran a Joaquín. Pudimos ver con él las imágenes de las radiografías que me habían hecho un rato antes y nos explicó que el tumor se originaba desde dentro del hueso hacia fuera. El doctor estaba impresionado por que le dijese que hacía vida totalmente normal; me preguntó si trabajaba y me pidió que le contase cómo había sido mi proceso hasta llegar ese día allí.

Por el gesto de su cara, yo veía que él observaba las imágenes en el ordenador y me miraba a mí, y pensaba que éramos pacientes diferentes. Sus ojos transmitían seguridad, paz, serenidad, sus ojos me decían: «Tú no te preocupes, quédate tranquila, que yo voy a averiguar qué te ocurre, qué pasa aquí». Eran los ojos de un profesional experto, con un gran baño de una tierna humanidad que llenó mi corazón de confianza y admiración, de un cariño especial hacia él. Creo que fue en ese momento cuando se produjo un hecho —creo que recíproco— espectacular, lo que yo defino como flechazo médico-paciente. Por afinidad, Joaquín también desarrolló ese sentimiento.

Al haber acudido al hospital con todo organizado —niños, colegio, comidas, etcétera— me daba tranquilidad. A veces no estoy tranquila si hay aspectos de mi vida que no tengo bajo control. Por ese lado todo estaba programado y controlado, no tenía por qué preocuparme, y por el lado médico estaba en las mejores manos.

Durante los días siguientes en los que puse mi cuerpo a disposición de la ciencia, me realizaron muchas pruebas. Por cada sitio por el que yo pasaba —mamografía, revisión ginecológica, punciones— el doctor García Alegría ya había pasado personalmente. Yo estaba impresionada, cada día que pasaba en el hospital el doctor me llenaba más. Descubrí que el jefe de Medicina Interna se tomaba la molestia de ir por el departamento por el que yo iba a pasar para asegurarse de lo que él considerase necesario. Mi admiración hacia él crecía día a día, y la de Joaquín, y la de mi madre. Incluso yo llego a sospechar que la punción de la cadera me la realizaron el jueves porque el doctor García Alegría quería que fuese Manolo, el médico que me la realizó, quien la hiciese. Mi sentimiento de alegría y de gratitud hacia las personas que me iba encontrando por donde yo iba pasando no hacía más que crecer.

Estaba muy contenta porque se había diagnosticado el dolor de la cadera y porque por medio de la mamografía se descubrió el tumor primario. Además, el doctor García Alegría se mostró contento también de que fuese de mama. No pudiendo elegir, creo que cáncer de mama era un buen diagnóstico.

Cuando me realizaron la exploración ginecológica sucedió algo curioso. Mientras esperaba para que me avisaran para pasar a la revisión, estuve en la sala donde ponen los monitores a las embarazadas. Todo estaba bastante tranquilo, sólo había una muchacha con los monitores puestos. Desde dentro se escuchaban voces de las enfermeras y los médicos: estaban comentando el caso de una paciente. Por el ruido de los monitores, esos caballos galopando, no podía escuchar toda la conversación, pero hablaban de una chica de 34 años, algo de un tumor, algo de Benalmádena, y otro tumor en la cadera, algo del doctor García Alegría y algo de que habría que adelantar la edad de las mamografías. Me sentí un poco rara. Era evidente que hablaban de mí y sólo pensé en darles las gracias por quitarme cuatro años. Me acordé de que a veces en mi trabajo tampoco cuidamos ese aspecto de asegurarnos de que nadie escucha cuando comentas un caso con una compañera.

La revisión ginecológica parecía el camarote de los hermanos Marx; estábamos seis personas y mucho mobiliario en una consulta diminuta. Fue como casi todas, desagradable, pero era otra prueba más por la que había que pasar y ya está. La punción del pecho fue muy bien, me encantó la enfermera y el médico, muy agradables y contándome qué hacían, eso da seguridad. La de la cadera fue aún mejor, menos dolorosa, aunque el resquemor me duró unos días. La experiencia del traslado en ambulancia para la gammagrafía al Hospital Clínico de Málaga fue un poco deprimente. Tenía su lado bueno: nos dejaron ir juntos a Joaquín y a mí y nos recogieron en la puerta del hospital, pero eso de ir en una ambulancia no me pareció interesante. Además, siempre he dicho que al igual que los guardas jurados, los conductores y enfermeros de ambulancias son diferentes y ninguno de ellos me da demasiada seguridad.

Durante los cinco días que pasé en el hospital, todo era igual pero diferente; igual porque sigues la rutina horaria del hospital y el aspecto físico es el mismo. Diferente porque cada día me hicieron algo distinto, y porque cada día llamaba gente nueva que se había enterado y quería saber cómo estaba y de qué manera podría ayudarnos. Esta es una de las partes más reconfortantes y plenas de esta experiencia, cómo la gente expresa su cariño, su preocupación, cómo quieren ayudarte, cómo muestran su disponibilidad, cómo ofrecen sus creencias y sus saberes. Estoy convencida de que esta es una de las muchas cosas buenas que tiene el cáncer.

Cuando volví del hospital y llegué a casa de mi madre me sentía muy a gusto de volver a la normalidad, aunque todavía me quedaban unas 24 horas para ver a mis hijos, ya que tras la gammagrafía no podía tener contactos con ellos.

Después de comer, lo primero que hice fue enviarle un mensaje a mi hermana y ella contestó con otro en el que decía que cuando llegase a casa llamaría. Ella es seglar, laica, de misiones en Mozambique, y poder comunicarle la noticia del tumor sin crear en ella demasiada preocupación era muy importante para mí, así que pedí consejo a mi madre, a mi hermano y, cómo no, a Joaquín. La decisión era escribirle un correo contándole que me habían encontrado un bulto ubicado en mi dolor de cadera y que la semana siguiente me harían más pruebas. Después de la biopsia de la cadera ya le daríamos el diagnóstico definitivo.

Total, que le escribí el correo y luego sucedió lo que Joaquín había adelantado: llamó a casa. Como nosotros no estábamos llamó a mi madre y habló con ella. Mi madre le contó todo cuanto sabíamos hasta el momento, ya que todo esto fue el viernes 4 de noviembre y sólo sabíamos lo de la cadera. Al día siguiente le escribí otro correo para poder contarle lo bien que estaba y las ganas que tenía de que me hiciesen las pruebas necesarias. Ella me respondió que estaría pendiente y rezando. El domingo 6 de noviembre me llamó por teléfono para poder hablar antes de ingresar en el hospital. Ella estaba seria y yo muy contenta de que me llamase, sólo quería que escuchase lo animada que estaba y que no se preocupase. Le aseguré que le iríamos contando todas las novedades según fuesen sucediendo y que no le ocultaríamos nada. Creo que desde la distancia se ven las cosas de otro modo y que se sufre más. Para mí es importante que ella no lo viva con demasiado sufrimiento y así se lo hice saber.

Desde aquel momento le poníamos varios mensajes de móvil al día durante la semana del hospital y algún correo electrónico.

El día que volví del hospital volvimos a hablar por teléfono y a reírnos de algunas anécdotas hospitalarias con las que yo estaba segura de que ella se reiría. Luego las llamadas se han ido distanciando de nuevo, pero seguimos manteniendo el contacto muy frecuente a través de correo electrónico, sobre todo cuando tengo una prueba o una visita con el médico.

Tras volver del hospital las llamadas para saber cómo estaba, cómo me había ido o de gente que se acababa de enterar se sucedieron unas tras otras. En el colegio de los niños los profesores me paraban para darme dos besos, para desearme lo mejor, o solamente me saludaban diciendo «me alegro de verte» con una gran sonrisa. Algunas madres que ya se habían enterado también se acercaban y otras que preguntaban qué me pasaba se quedaban conmocionadas por la noticia.

Joaquín dice que hay gente que me mira, que nos mira con pena. No lo sé, no me he fijado, pero me da igual, no necesito su pena. Sólo necesito mi fuerza y a los médicos para curarme, así que sus miradas de pena no me afectan, me resbalan. Es que no las percibo. No es que me sienta por encima de nadie, ni que yo sea tan digna que nadie me tenga que mirar con pena, es sólo que las miradas que yo necesito o en las únicas en las que yo reparo son en las que me miran con alegría al verme, en las que intentan transmitir fuerza y apoyo. Esas son las únicas miradas que yo veo.

El martes 15 de noviembre tenía que hacerme un TAC con contraste a las 9:00 y cuando terminase tenía que subir a la cuarta planta a buscar al doctor García Alegría. Mientras esperaba para el TAC, una de las enfermeras que estaba en otra puerta para otras pruebas me saludó y más tarde salió para hablar conmigo. Era la enfermera que estuvo conmigo, o mejor dicho con el doctor, en la punción de mama. Se llama Carmen y es un encanto. Me preguntó cómo estaba y hablamos un poquitín; es un gusto encontrar gente así.

Cuando acabé con el TAC subimos a ver a García Alegría, quien me confirmó que de la biopsia sólo podía decir que era positivo: era cáncer. El resto de datos de la biopsia aún no estaban porque necesitaban su tiempo para hacerse. Estuvimos viendo en el ordenador los resultados de la gammagrafía, el TAC aún no estaba disponible, y nos explicó que había alguna vértebra, la número doce, afectada también, pero que estaba todo dentro de lo normal. Fue entonces cuando me pidió que escribiese mi proceso, a nivel experiencial y sentimental, porque eso me iba ayudar a mí, a él y a otras personas que pasasen por lo mismo. Me sentí halagada, nunca pensé que mi experiencia le fuese a servir a otros como ejemplo, y menos al doctor.

Por esta razón lo hice. En broma le dije a García Alegría que él escribiría un artículo sobre mí en una revista médica y que me llevaría a un congreso para exponer mi caso. Él se rio. Con lo tímido que parece —o lo serio que parece—, es una satisfacción verle reír. Nos despedimos entre risas y con dos besos y un medio abrazo. Qué paz, qué seguridad transmite. Cada vez que lo veo salgo llena de fuerza.

De vez en cuando veo un artículo suyo que hay en internet que está acompañado de su foto y recuerdo algunas de sus palabras. Me río y me lleno de paz y seguridad.

Ese mismo día 15 de noviembre tenía cita con el oncólogo. El día anterior me llamaron por teléfono para dármela, y por Toñi, estupenda enfermera del hospital de día de oncología, supe que, antes de que ella se pasara en la mañana del lunes para decirle a la administrativa que me diese la cita, el doctor García Alegría ya había pasado por allí también. ¡Es que es único!

El oncólogo tenía poco que decirme, ya que los datos de la biopsia no estaban listos, y sin ellos él no podía decirme qué tratamiento me pondría. Estaba acompañado por la ginecóloga que me hizo el reconocimiento y que me tomó la muestra para la citología un poco brusca. Qué barbaridad, qué poco delicada fue.

Me confirmó que tenía algunas vértebras y costillas afectadas, pero todo dentro de lo normal. Por la tarde ya estaba el TAC que me había hecho por la mañana, hecho que recalcó el oncólogo como no muy normal, porque suelen tardar más tiempo en cargar los resultados. Me preguntó si tenía mucho dolor y yo le dije que no. Me explicó que si estuviese dolorida podían darme un par de sesiones de radio para disminuir el dolor, pero yo le dije que estaba bien, pues así era.

Me dijo que tenía que hacerme un par de pruebas de rutina antes de la siguiente cita, una extracción de sangre y una ecografía del corazón. Me exploraron las mamas y las caderas. También me explicó el riesgo que corría de que me fracturase la cadera, así que debía cuidarme y no realizar excesos. Joaquín y yo teníamos la sensación de que esta primera cita con el oncólogo había sido propiciada por García Alegría, ya que apenas podía darnos datos nuevos del siguiente paso y justo cuando ya nos íbamos, que ya nos habíamos despedido y estábamos de pie, él dijo: «Tú es que vienes muy recomendada, tú eres familia del doctor García Alegría». «Ojalá», pensé yo, sería un orgullo, y le conté que sólo hacía ocho días que nos conocíamos, pero que él era maravilloso y se había tomado mucho interés por mi caso. Nos dijo que era verdad que era muy buena gente y que ellos eran vecinos. Joaquín y yo salimos muy contentos de la consulta, nos abrazamos y besamos y le dije: «Quien nos vea pensará que me han dado el alta».

La primera impresión con el oncólogo fue buena, pero tuve la sensación de que me lo iba a tener que ganar. Durante la consulta le dije: «Que sepas que me voy con el disgusto de que no empiezo el tratamiento la semana que viene», y él me dijo: «No te preocupes que te vas a hartar de tratamiento». Sentía la necesidad de empezar cuanto antes. No quería perder tiempo para comenzar la lucha. El tiempo de espera también es importante porque forma parte del tratamiento.

El jueves 24 de noviembre fui al hospital para el ecocardiograma. Todo muy bien, y me acerqué por el hospital de día a ver si Toñi estaba por allí. Desde el día anterior el dolor había aumentado y quería saber si se me podía ajustar la medicación e incluso pedir esas sesiones de radio que el oncólogo me ofreció.

Vi a Toñi y ella se encargó de hablar con él y de que se me ajustase la medicación. Además, me solicitó la radioterapia, ¡estupendo! Toñi me advirtió de que estaban tardando en dar las citas de radioterapia, pero que ya me llamarían. Le agradecí su interés e intervención y me marché. Ese día, al tener más medicación, estuve mejor.

A la mañana siguiente me llamaron para acudir el lunes 28 de noviembre a las 11:20 a la consulta de radioterapia. Todo iba superrápido. Avisé a Toñi para que supiese lo efectivas que eran sus intervenciones.

Durante el fin de semana no hubo mucho cambio, sólo el domingo por la tarde estuve más dolorida y cansada y por primera vez me sentí enferma. Eso de notarme enferma no me gustó porque me sentí débil y limitada. No estoy acostumbrada a ello y no me gusta. Lo lloré y lo hablé con Joaquín y empecé a trabajar que durante este proceso ese sentimiento aparecería y debería saber reconocerlo para no dejarme dominar por él.