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A las más de 20 mil víctimas que dejó el narcotráfico

-muertos y heridos- en las últimas tres décadas,

en especial a cerca de 5.200 policías que murieron

en el anonimato en medio de los operativos, y

7.000 más que sobrevivieron pero quedaron con

mutilaciones y lesiones permanentes.

MUCHO MÁS QUE UNA ANTOLOGÍA

Cualquier revisión de la historia reciente de Colombia implica un encuentro de frente con el flagelo del narcotráfico en sus múltiples derivaciones. Desde la bonanza marimbera de la década del sesenta, pasando por el aterrador asedio del Cartel de Medellín al Estado colombiano a finales de los ochenta, hasta el complejo problema social y ambiental que encarnan los cultivos ilícitos, la producción, el comercio y el consumo de estupefacientes, todo ello ha permeado de manera implacable la realidad colombiana de las últimas cinco décadas.

Lo contenido en estas páginas confirma, entre otros, que el trabajo de instituciones como la Policía Nacional ha sido, en líneas generales, exitoso. Prueba de esto es la desaparición de los grandes carteles con sus todopoderosos capos, así como una reducción importante, avalada por diferentes instancias, de la cantidad de hectáreas destinadas a los cultivos ilícitos. Microtráfico y consumo interno pasan a encabezar la lista de prioridades.

Lo anterior corrobora que se trata de un fenómeno con una asombrosa capacidad para mutar, reacomodarse y reinventarse, y que, por desgracia, ha sabido dejar huella en los más disímiles campos de la vida del país. Aquí se incluye la economía, la demografía, pero también la política e incluso la misma arquitectura, por no hablar de los valores y el tejido social.

Lo disímil de sus tentáculos y el ritmo vertiginoso con el que crecen y hacen estragos ha llevado a que los medios, por momentos, prioricemos el registro antes que el contexto a la hora de dar cuenta de cualquiera de sus expresiones. Conscientes de esto, lo cual es una suerte de deuda histórica con la sociedad, y en el marco de la responsabilidad social que nos asiste, hemos emprendido este esfuerzo en el que participaron siete periodistas de nuestra redacción bajo la dirección de Jineth Bedoya. Mediante un recuento riguroso, con la calidad periodística que caracteriza a este diario, hemos reconstruido, sin omitir detalle, los últimos veinte años de lucha contra el narcotráfico en el país. El punto de inicio lo marca la caída, el 2 de diciembre de 1993, de Pablo Escobar y, con él, del emporio criminal que construyó y lideró: un acontecimiento que marcó un punto de giro clave en esta historia, que es la de una sociedad que se resiste a ser cooptada por sus peores fantasmas.

El objetivo de este esfuerzo fue producir un trabajo periodístico que sea mucho más que una antología de historias particulares de tal o cual capo u organización. Y si así lo hemos planteado es porque queremos que las nuevas generaciones puedan entender la magnitud de este asunto en toda su complejidad, sin ignorar ni uno solo de sus matices. Para esto es preciso una mirada de larga duración, que supere la anécdota y desentierre las raíces. Esto permite alcanzar una mirada comprensiva e integral que, por supuesto, sirva para dimensionar el impacto del narcotráfico, pero, sobre todo, que sirva de referencia a la hora de trazar nuevas hojas de ruta en la manera de abordarlo.

Logros aparte, creemos que es el momento, tal y como ya lo hemos insistido en innumerables oportunidades, de cambiar los paradigmas que hasta ahora se han impuesto en el mundo a la hora de abordar este asunto. Aunque nuestras instituciones han demostrado la fortaleza necesaria para imponerse en las constantes batallas que esta guerra supone, no quisiéramos, en veinte años, tener que hacer un nuevo corte de cuentas; ni quisiéramos hacer un obligado saldo de vidas perdidas y recursos invertidos en este rubro antes que en otros sectores que garantizan mejores frutos en términos del bienestar de todos los colombianos. Por fortuna, en el panorama ya se asoman señales alentadoras.

Roberto Pombo

Director general EL TIEMPO

PRÓLOGO

Decía Abraham Lincoln que «la historia no es historia a menos que sea la verdad», y pocas personas en Colombia le han dedicado sus vidas a retratar la verdad como lo ha hecho Jineth Bedoya Lima. Por eso,
me he sentido muy honrado con su invitación a presentar esta nueva publicación, producto de un trabajo de investigación riguroso de más de tres años, en la búsqueda de darles significado a los acontecimientos
que han marcado nuestras vidas en las últimas décadas.

En años recientes, la industria del cine y la televisión ha demostrado un gran interés por revivir los episodios más crudos de una época de violencia desmedida, en la que perdieron la vida promesas de la política de la estatura de Luis Carlos Galán, Jaime Pardo Leal y Bernardo Jaramillo; también verdaderos héroes como Rodrigo Lara, Enrique Low Murtra, don Guillermo Cano y los generales Valdemar Franklin Quintero y Jaime Ramírez Gómez; pero también cientos de miles de ciudadanos, soldados y policías.

En contraste con esta apología, la obra de Jineth Bedoya refresca por su honestidad y refleja la realidad del surgimiento y la caída de los grandes carteles, el reagrupamiento de las organizaciones delincuenciales, su acomodamiento bajo nuevas condiciones políticas, económicas y sociales, y el espíritu de resiliencia de los colombianos que mantuvo al Estado en pie a pesar de la magnitud del desafío.

Los colombianos que recientemente adquirieron la mayoría de edad no tendrán un recuerdo vivo de aquellos años, cuando la democracia se vio amenazada por una minoría criminal cuya ostentación de poder intimidó a propios y extraños. Para fortuna de nuestras nuevas generaciones, el imperio de la Ley terminó por demostrar que el crimen no paga.

Ni Pablo Escobar, ni Gonzalo Rodríguez Gacha, ni Juan Carlos Ramírez Abadía, ni «Cuchillo», ni «Los Mellizos», con todos sus intentos por confundir a las autoridades y su ingenio para idear mecanismos de fuga impensables, encontraron refugio ante la determinación del Estado para ubicarlos y capturarlos. Ninguno de ellos pudo permanecer vigente para decir que su actividad ilegal se hubiera logrado imponer.

Sin embargo, y a pesar de los avances que han permitido la desaparición de mitos delincuenciales, las estructuras criminales continúan adaptándose al entorno y diversificando su portafolio de negocios más allá del tráfico de estupefacientes. Así, han terminado incorporando prácticas como la minería ilegal, el tráfico de armas, la extorsión y la trata de personas.

La naturaleza transnacional de estos fenómenos nos obliga a fortalecer los esfuerzos de cooperación entre las naciones para superar las asimetrías entre nuestras instituciones y actuar de manera más efectiva. Solo de esta forma será posible garantizar las condiciones de seguridad y bienestar que demandan nuestros compatriotas. No olvidemos que el desafío que impone la criminalidad debe ser abordado más allá de la perspectiva de la peligrosidad que implica el delincuente, desde la óptica de las víctimas y de los ciudadanos que de una u otra forma ven afectada su cotidianidad por cuenta de las diferentes expresiones de violencia.

Es por ello que en la medida en la que avanzamos hacia la terminación de un conflicto que ha estado caracterizado por la combinación de todas las formas de lucha por parte de múltiples y muy disímiles actores, la comprensión del papel que han jugado las economías criminales y, dentro de ellas, el narcotráfico adquiere una enorme trascendencia. Ya fuera como parte de una macabra muestra de poder de los llamados «extraditables», por luchas intestinas entre las organizaciones criminales o como fuente de financiación de los grupos armados ilegales, el tráfico de drogas ha estado siempre presente. Develar estos vínculos y comprender su dimensión como parte de las causas de la violencia perpetrada contra los colombianos contribuye de forma importante al conocimiento de la verdad histórica y se constituye en un elemento de reparación para las víctimas.

Desde luego, el recorrido histórico donde nos sumerge Jineth Bedoya en esta obra no solamente nos conecta con realidades sociales, institucionales o de Estado, sino que nos conmueve de manera personal, ya que se puede afirmar que el dolor de la violencia que produjo el narcoterrorismo marcó a miles de familias con el sello de la muerte. En mi caso personal, este recuento histórico de lecciones aprendidas, de éxitos y fracasos contra el narcotráfico, me conecta con el sentimiento que me embargó cuando acompañé los sepelios de cientos de policías que sacrificaron su vida en cumplimiento del deber. Durante cada encuentro en las ceremonias fúnebres con las familias de los policías, experimenté la impotencia de no poderlas consolar y me refugié en el argumento trascendente del deber cumplido y del carácter heroico que adquirían mis compañeros muertos por las balas asesinas de los narcotraficantes.

Desde la orilla de la satisfacción del deber cumplido, debo reconocer que cada vez que se produjo la captura de un capo reconocido, en la Policía Nacional experimentábamos de manera colectiva un sentimiento de alivio, pues entendíamos que se daba una señal incontrovertible de integridad y eficacia. Al mismo tiempo, con ello notificábamos a las organizaciones criminales de que el poder mafioso nunca se impondría definitivamente sobre una sociedad que comparte valores democráticos.

Durante estos años de violencia, hemos vivido bajo el riesgo de ser asesinados materialmente y caer bajo el ataque aleve instrumentado por sicarios o terroristas. Pero también hemos soportado el ataque jurídico que pretende asesinar con acusaciones falsas el buen nombre y prestigio de quienes hemos estado comprometidos en la lucha contra el crimen. A estas alturas, habría que decir que las huellas que deja la estrategia de la calumnia y la difamación son heridas que permanecerán en el alma y que probablemente solo mitigue el tiempo cuando historias como la narrada en este libro esclarecedor ubiquen la verdad en el sitial que le corresponde.

Este libro llega también en un momento en el que los líderes de las Américas discuten alternativas a lo que se ha descrito como «el fracaso de la guerra contra las drogas». Tras la presentación del Informe de la Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia en 2009, el debate en torno a los objetivos y prioridades de la política pública en esta materia se ha enriquecido gracias a diversos aportes, dentro de los cuales se destaca el documento elaborado por la Organización de Estados Americanos a instancias de la propuesta formulada por el Gobierno colombiano ante la Cumbre de las Américas en 2011.

El Informe de la OEA, construido de manera objetiva sobre un análisis de la situación actual, propone además una serie de escenarios alternativos al orden hemisférico vigente, a partir de los cuales será posible avanzar en la formulación de políticas públicas en los diferentes países. En efecto, a comienzos de 2013, el Ministerio de Justicia y del Derecho instaló la Comisión para la Política de Drogas en Colombia, un espacio conformado por expertos independientes en diversas disciplinas de quienes se espera la presentación de un informe con recomendaciones acerca de este proceso para consideración del Estado.

En este contexto, resulta oportuno apelar al realismo y reconocer que aún existen casillas vacías que demandan una respuesta más efectiva de la sociedad colombiana y de la comunidad internacional. De allí surgen preguntas que podrían orientar nuestros esfuerzos. ¿Dónde se encuentran los grandes capitales de la mafia del narcotráfico? ¿Por qué no se adelantan las acciones indispensables para controlar el trueque de drogas por armas que ha permitido el reciclaje de la violencia de las estructuras del narcotráfico?

En el marco del debate, formulamos una invitación a acercar la discusión a la ciudadanía, a las comunidades y a las familias, quienes tendrán mucho que aportar puesto que serán ellas las principales afectadas por las decisiones que adopten los gobiernos. Esta invitación también es a actuar con humildad de cara a la historia y al futuro, a fortalecer al Estado en términos de legitimidad, credibilidad, confianza y eficacia para atender los retos impuestos por la delincuencia y el crimen organizado transnacional. Es, en últimas, una invitación a garantizar el derecho de las personas a su seguridad y bienestar.

Por lo anterior, no hay que desconocer que la cotidianidad de nuestros conciudadanos ha cambiado para bien en los últimos diez años. A raíz de esto debemos reconocer y agradecer el compromiso, la dedicación y el esfuerzo de cientos de miles de mujeres y hombres que, desde las más diversas entidades y posiciones, le han dedicado sus vidas a garantizar el presente y el futuro a sus compatriotas. Ciudadanos y ciudadanas que aportaron lo mejor de sí mismos y trabajaron sin descanso en este empeño son los héroes, reconocidos y anónimos, a quienes debemos que Colombia sea hoy un mejor país.

Entiendo esta publicación como un homenaje a todos ellos, y agradezco a Jineth y a su equipo de trabajo, que contribuyan para que no los olvidemos.

Óscar Naranjo Trujillo

LA HORRIBLE NOCHE

Jineth Bedoya Lima

Algunos días, cuando el cielo de Bogotá está encapotado y las tormentas eléctricas se ciernen sobre el noroccidente de la ciudad, Beatriz Ortega regresa a las 4:32 de la tarde del 13 de mayo de 1990.
Era domingo, Día de la madre. Los truenos la transportan al impacto del carrobomba que acabó con la vida de Clara, su mejor amiga. Beatriz sobrevivió, pero perdió la audición del oído izquierdo y padeció durante casi cuatro años un cuadro agudo de estrés postraumático que la obligó a recurrir a medicación siquiátrica.

«Un día dije no más y me refugié en la valeriana y las hierbas aromáticas. No podía seguir consumiéndome y agotando a mi familia. Para ese entonces yo era una joven de veinticuatro años, cajera en un banco, estudiante de último año de Derecho, con un novio que iba a ser mi esposo en diciembre. Todo se acabó. Todo lo acabó Pablo Escobar Gaviria», dice.

Veinte años después, Betty, como le dicen sus amigos, conserva intacto el dolor, pero aprendió a perdonar. Perdonó parcialmente la tarde del 2 de diciembre de 1993, cuando vio la imagen de Escobar, muerto, tirado en la azotea de una casa. Perdonó un poco más cuando escuchó en las noticias la caída del Cartel de Cali, y siguió perdonando cada vez que se enteraba de la extradición de algún capo o mafioso. Pero no era suficiente. «Nunca fue ni será suficiente. Hace como seis años decidí no volver a ver noticias y prefiero dedicarme a mis talleres de pintura en tela y macramé», afirma. La guerra del narcotráfico la dejó soltera, aunque responde, como si fuera su propia hija, por la niña huérfana de su amiga Clara, que hoy es una brillante sicóloga. Las huellas de la peor plaga que ha tenido Colombia no solo están en el cuerpo y la existencia de Beatriz. Más de 46 millones de personas hoy siguen marcadas directa o indirectamente por un fenómeno criminal que, como un cáncer, hizo metástasis en cada rincón del país, y que dejó cerca de 20 mil víctimas, más de 10 mil millones de dólares empleados en su erradicación y una estigmatización a nivel mundial que ha sido difícil de anular.

El narcotráfico creó prototipos de vida, permeó a las guerrillas, alimentó a los paramilitares, engendró un modelo sicarial de «exportación», implantó en la mente de los jóvenes la consigna del «dinero fácil», cambió los cuerpos de las mujeres, corrompió la política, alienó a los más dignos integrantes de la Fuerza Pública y se convirtió en el combustible vital del conflicto armado colombiano.

Mirar hacia atrás es tener la certeza de que el país ha dado largas y devastadoras o gloriosas batallas, pero que aún no gana la guerra. Y documentar y plasmar ese recorrido es una obligación para salir de «la horrible noche», palabras con las que el capitán Wilson Valencia, de la Brigada contra el Narcotráfico, se refirió a su estadía de cuatro meses en las selvas de Nariño. Se trató de una operación militar en 2003, en la cual localizaron 104 laboratorios para el procesamiento de cocaína. Allí perdió a siete de sus hombres. De tres de ellos solo se encontraron jirones de uniforme. Las minas sembradas por las FARC los destrozaron.

Valencia es solo una de las miles de caras anónimas de la lucha contra el narcotráfico, una tarea que durante 31 años ha liderado la Policía Nacional, con apoyo de las Fuerzas Militares, la Fiscalía y otras instituciones. Esta responsabilidad la recibió el 7 de enero de 1982, cuando el presidente Julio César Tuybay Ayala, a través del Ministerio de Defensa, definió el primer modelo nacional de lucha antinarcóticos.

En ese momento, Pablo Escobar Gaviria avanzaba en el afianzamiento de un emporio criminal que tuvo como epicentro a Medellín, donde él vivía con su familia. Sin embargo, las primeras manifestaciones del narcotráfico se dieron en Colombia en los años sesenta con la llamada bonanza marimbera, que, aunque estuvo focalizada en la Costa Atlántica, tuvo un punto importante de expendio de marihuana en Cali así como repercusiones en todo el país. En medio de estas transacciones empezó la comercialización de pasta de coca que llegaba de Bolivia y Perú y que también tuvo buenos compradores en la capital del Valle. Allí fue realmente donde empezó a forjarse el negocio clandestinamente, así como el tráfico hacia los Estados Unidos. La demanda permitió consolidar las primeras rutas con personas que movían la droga a través de aeropuertos, sin mayores inconvenientes.

Pero a mediados de la década del setenta una mujer ya se había apoderado del negocio y a nivel internacional era conocida por su destreza para negociar, pero sobre todo para poner en los puertos norteamericanos alijos completos de cocaína de alta calidad. Griselda Blanco era una «dama reservada», según los propios narcos, pero respetadísima en el mundo de la mafia. Fue ella quien, con un madrinazgo soterrado, impulsó la actividad delictiva de Escobar, el cual ya había dado sus primeros pasos en el robo de vehículos.

Precisamente el DAS lo había capturado en Itagüí, en 1976, junto a su primo Gustavo Gaviria y otros cuatro hombres, cuando transportaban 19,5 kilos de cocaína. Las autoridades establecieron que no era el primer cargamento de droga que movían y que en otras oportunidades habían transportado el alcaloide en las llantas de camiones desde Ecuador, entrando por Pasto y atravesando el país hasta la Costa Atlántica, donde la embarcaban con rumbo a Estados Unidos.

Para el segundo semestre de 1981, Pablo Escobar ya tenía una relación financiera ilegal con los hermanos Jorge Luis, Juan David y Fabio Ochoa Vásquez, así como una visión global del narcotráfico que lo llevó a abrir nuevas rutas aéreas y marítimas por Centroamérica hacia las costas estadounidenses en Florida y California. Muy pronto tuvo el control del ochenta por ciento de los estupefacientes que ingresaban a ese país, así como del negocio en las calles de Los Ángeles, Miami, Nueva York y Chicago.

La demanda de cocaína significó el fortalecimiento del Cartel de Medellín y la pesadilla para Colombia. Pero las tácticas del capo echaron raíces en todos los sectores de la sociedad. «El Patrón», como lo llamaban, construyó un barrio popular en donde solía estar el basurero de Medellín; lo bautizó con su nombre y se ganó el aprecio y respaldo de los estratos uno y dos. Paralelamente, su popularidad lo acercó a la política y el 14 de marzo de 1982 fue elegido representante a la Cámara por el Movimiento Renovación Liberal de Antioquia, pero las denuncias y rumores sobre su actividad ilícita lo obligaron a dejar la curul.

En efecto, esa fue la puerta que se abrió para darle paso a la barbarie del Cartel de Medellín. El país la conoció el 30 de abril de 1984, con el asesinato del ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla: dos sicarios de Medellín, menores de edad, acabaron con su vida, y de ahí en adelante, los asesinatos de políticos, policías, investigadores, fiscales, periodistas e inocentes civiles vinieron uno tras otro ante los ojos aterrorizados de los colombianos y de una fuerza pública prácticamente acorralada por las acciones criminales y la corrupción.

El asesinato de Lara Bonilla estuvo precedido por un duro golpe de la Policía al cartel de Escobar. El 7 de marzo cayó el complejo cocalero más grande en la historia de Colombia: Tranquilandia, un gigantesco terreno con diez laboratorios para el procesamiento de cocaína de alta pureza, ubicado en los llanos del Yarí, entre Meta y Caquetá. Allí los uniformados encontraron ocho pistas clandestinas de aterrizaje y 13,8 toneladas de cocaína listas para ser embarcadas y despachadas hacia Estados Unidos.

Pero Escobar siguió desafiando al Estado y ordenó el asesinato del director del diario El Espectador, Guillermo Cano Isaza, el 17 de diciembre de 1986. Desde su columna «Libreta de apuntes», el editorial del periódico y las investigaciones de los periodistas que él alentaba y respaldaba, se dejó al descubierto, publicación tras publicación, quién era Pablo Escobar. La respuesta del capo fue el asesinato de Cano frente a las instalaciones del periódico.

Después de ese diciembre vendrían más asesinatos y devastación. La noche del 18 de agosto de 1989, cuando subía a la tarima que su movimiento político le había instalado en la plaza principal del municipio de Soacha, anexo a Bogotá, Luis Carlos Galán Sarmiento cayó víctima de un atentado. Era el candidato a la presidencia de la República (1990-1994) por el Nuevo Liberalismo, pero además había desenmascarado públicamente a Escobar y sus hombres. Colombia estaba en una de las más profundas crisis que había afrontado.

Ello significó la debacle de las instituciones y la instauración de la fortaleza del narcotráfico. El dinero de la mafia permeó desde el niño de escuela hasta respetables ministros.

Pero Escobar no estaba solo en el negocio. Tenía unos duros contendores con quienes también libró una guerra a muerte. Los hermanos Gilberto y Miguel Rodríguez Orejuela alimentaron por años el Cartel de Cali y amasaron poder en el Valle del Cauca mediante la compra de extensos terrenos, entidades financieras, empresas fachada, bienes raíces, exportaciones e importaciones de todo tipo y compraventa de autos. Los Rodríguez se especializaron en importar insumos químicos para el procesamiento de cocaína de alta pureza, y por eso instalaron decenas de laboratorios móviles en las áreas de cultivo de caña de azúcar.

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Si bien el Cartel de Medellín abarcó el mercado de Estados Unidos, el de Cali logró hacer las mayores alianzas con carteles internacionales como los de México, Panamá, Venezuela, España y Rusia.

Hasta ese momento -1990-, la Policía había hecho incansables esfuerzos por golpear la estructura sicarial y logística de Escobar, pero la fuga de información, el asesinato de policías y las poderosas redes urbanas de El Patrón frustraban cada operativo que se lanzaba. En consecuencia, en mayo de 1991, por orden del entonces presidente César Gaviria, se creó una unidad élite combinada de hombres de Inteligencia, Policía Judicial y dos grupos de choque y operaciones especiales: el Bloque de Búsqueda. Su misión: acabar con el cartel.

Tras dos años de persecución, el hombre que tuvo todo un ejército ilegal a sus órdenes y una escolta que podía reunir hasta trescientas personas para protegerlo, a las 2:50 de la tarde del 2 de diciembre de 1993 cayó Pablo Escobar Gaviria, acompañado tan solo de uno de sus hombres de confianza.

Esta operación se convirtió en el punto de quiebre en la lucha contra el tráfico de drogas. La caída del jefe de la organización narcotraficante más tenebrosa demostró que ninguno de los capos o estructuras eran imbatibles.

Una vez fuera de escena, el Bloque concentró sus acciones en el Cartel de Cali. Su desarticulación inició con la captura de Gilberto Rodríguez, el 9 de junio de 1995 en Cali. En los dos meses siguientes la interceptación de las comunicaciones llevó a los policías hasta su hermano Miguel Rodríguez. Luego el cartel se desmoronó: cayeron Víctor Patiño Fómeque, José Santacruz Londoño, Phanor Arizabaleta Arzayus y, el último en someterse a la justicia, Hélmer Herrera Buitrago. Con todos los capos en la cárcel, la organización llegaba a su fin.

Pero mientras la lucha se concentraba en estos puntos, otro grupo aprovechaba para avanzar con sus negocios desde Barranquilla hacia todo el Caribe. Dada su experiencia en contrabando de cigarrillos y whisky y la bonanza marimbera, de la que fueron los reyes de la exportación a Estados Unidos en los ochenta, varios clanes familiares retomaron sus negocios y se consolidaron como dueños de las rutas de cocaína tras la ausencia de Escobar y los Rodríguez Orejuela. Así fue como surgió el Cartel de la Costa, con Alberto Orlandéz Gamboa, «el Caracol», a la cabeza.

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Él y sus hombres colonizaron el mercado que otrora había sido de Gonzalo Rodríguez Gacha, socio de Escobar, y de los hermanos Ochoa Vásquez. Los cargamentos atravesaban el país desde Meta, Caquetá, Cauca y Putumayo y llegaban hasta los puertos en el Atlántico. Desde allí, trazaban la ruta a Estados Unidos y Europa.

Su experiencia en el contrabando le permitió al Cartel de la Costa ocultar fácilmente los cargamentos de droga y utilizar caletas en las playas y edificaciones, cerca de los sitios de embarque -las mismas caletas que ya había utilizado para camuflar licor y cigarrillos en los años ochenta-.

La Policía concentró entonces sus esfuerzos para desvertebrar la organización. El primer golpe se dio el 4 de octubre de 1997 con la captura en Santa Marta de Jattin Arnulfo Pinto Vásquez, el segundo hombre del cartel. Pero cinco meses después vendría la caída del resto de narcos de la cúpula, incluido su máximo jefe, el Caracol. La organización, que llegó a ser dueña de los inmuebles más costosos de Cartagena, Barranquilla, San Andrés y Santa Marta, y que anclaba yates de miles de millones de dólares en sus muelles, tuvo el puntillazo final la madrugada del 17 de julio de 1998, en un apartamento al norte de Bogotá. Allí estaba Carlos Alberto Nasser Arana en compañía de dos escoltas. Toda su familia fue capturada y finalmente extraditada a Estados Unidos.

Cuatro carteles, incluida la estructura del de Bogotá, que fue montada y dirigida por Luis Reynaldo Murcia Sierra, «Martelo», estaban fuera de circulación, pero a su sombra crecía una organización mayor que no se limitaba al mero tráfico de cocaína. La guerrilla marxista-leninista de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) habían impuesto un modelo nacional de siembra de coca y cobro de gramaje de la producción de esa siembra. Además, habían entrado también a competir en el negocio junto con los paramilitares que agrupaban los hermanos antioqueños Castaño Gil, en las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).

Por su parte, en el Pacífico colombiano, los rezagos del Cartel de Cali y tres clanes familiares que habían trabajado independientemente con todo el sigilo engendraban otro monstruo: el Cartel del Norte del Valle, con las familias Henao Montoya, Herrera Buitrago y Urdinola Grajales a la cabeza. Toda la droga que llegaba a sus manos para ser enviada al resto del mundo era cultivada en los terrenos controlados por las FARC y las AUC. En estas zonas, de la mano de «la revolución social» y la llamada «toma del poder de la guerrilla», se fueron creando microciudades en torno al negocio de la droga y la estrategia militar de las FARC. Entre 1997 y 2003, este grupo subversivo refundó poblaciones enteras -enclaves en la selva- a las que llamó «La otra Colombia es posible», y desde allí direccionó su plan político y sus negocios ilícitos que lo fortalecieron y le permitieron ampliar su capacidad bélica.

Un escenario le sirvió cómodamente para lograr este objetivo: el fallido proceso de paz (de noviembre de 1998 a febrero de 2002) del Gobierno de Andrés Pastrana, que implicó la desmilitarización de 42 mil kilómetros cuadrados de territorio que se convirtieron justo en el lugar donde las FARC controlaban el número más grande de cultivos de coca. Para ese momento estaban ya vinculadas en todas las fases de la cadena del narcotráfico: producción, tráfico y distribución.

Era un momento neurálgico para Colombia. La guerrilla había demostrado su capacidad bélica y de generar terror con más de quinientos secuestrados de la fuerza pública, otros 3.000 más civiles, y una escalada de ataques a lo largo y ancho del país que dejaba más de 3.500 víctimas de la población civil, sin contar la destrucción física de decenas de caseríos. Pero además, la cifra de terrenos sembrados con coca sobrepasaba las 162 mil hectáreas, cuyo epicentro era el departamento del Putumayo.

Paralelamente a los diálogos de paz, el presidente Pastrana anunció la puesta en marcha de un plan antidrogas apoyado por Estados Unidos, que comprometía recursos que fueron aprobados por el Congreso de ese país para su ejecución. El 19 de diciembre de 2000, entró en operación el Plan Colombia.

Al inicio de los diálogos, los negociadores de la guerrilla propusieron hacer un «Plan de Desarrollo Alternativo» como estrategia «para construir la paz y encontrar una solución definitiva al problema social y económico de los cultivos ilícitos». El tema ya había estado incluido en las conferencias de las FARC y, en medio de los Comités Temáticos a través del asesinado jefe «Iván Ríos», el 30 de marzo de 2000, la guerrilla propuso la legalización del consumo de droga, «como única alternativa para eliminar el narcotráfico». Esta decisión y «el cobro del impuesto a los cultivadores de coca», así como una coordinación nacional de este recaudo fueron definidos en el pleno del Estado Mayor Central de las FARC.

Tras la ruptura de los diálogos, en la última conferencia (la Novena), acordaron crear un «Modelo Agrícola Cocalero» como respuesta a la política antidrogas de erradicación forzosa, desarrollo alternativo y sustitución de cultivos del Gobierno colombiano.

Pero no todo marchaba bien en su estrategia. El primero de enero de 2004, un grupo de hombres de la Inteligencia Militar logró la captura, en Ecuador, de Juvenal Ovidio Ricardo Palmera Pineda, alias «Simón Trinidad» y uno de sus más conocidos jefes. El apoyo del vecino país fue clave para dar este golpe a la estructura política de la guerrilla, que vio la primera extradición a Estados Unidos, por narcotráfico, de uno de sus emblemáticos dirigentes.

Pero en su estrategia de guerra también estipularon, en 2006, un ataque sistemático contra la erradicación manual de cultivos ilícitos a nivel nacional que en ese momento empezaba a probarse en Vista Hermosa (Meta). La campaña de erradicación fue antecedida por la muerte de veintinueve militares, quienes tenían la misión de custodiar el procedimiento. Los uniformados cayeron en un campo minado que el frente Veintisiete sembró alrededor de los cultivos.

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Este se convirtió en un modus operandi en todas las zonas del país, y los ataques indiscriminados de los guerrilleros dejaron decenas de civiles y policías mutilados o muertos.

Según la medición de 2011 del Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos, SIMCI, las FARC mantenían, en ese momento, el monopolio del narcotráfico en 108 municipios de diecisiete departamentos, a través de 78 estructuras de su organización (frentes o columnas), con mayor incidencia en Cauca, Nariño, Meta, Caquetá, Guaviare, bajo Cauca antioqueño, sur de Bolívar y Norte de Santander.

En menos de tres años, las FARC afianzaron una multinacional de narcotráfico con la que financiaron la compra de armamento y, además, dejaron de lado sus ideales socialistas y terminaron aliándose con los capos de la droga de carteles como el del Norte del Valle o sellando pactos con narcos de México, Ecuador, Rusia y Brasil.

La estrategia de los hombres que habían sido sicarios, escoltas o lugartenientes de los Rodríguez Orejuela y de Orlando Henao Montoya fue proteger los cultivos de coca en las selvas colombianas, y la mejor garantía para hacerlo, sin lugar a dudas, era recurrir a las FARC. En efecto, la guerrilla mantenía allí su principal retaguardia y los campamentos de su ejército irregular,

Pero la estructura del Cartel del Norte del Valle se estaba resquebrajando. Las tres cabezas entraron en conflicto tras pactar una negociación con las autoridades que implicó el sometimiento a la justicia. Desde la cárcel empezaron a dividirse el negocio, y las desavenencias por los acuerdos y el control de las rutas llevó al asesinato de dos de los jefes. Hélmer Herrera fue asesinado por la banda sicarial de los Henao Montoya, y Orlando Henao fue ultimado por el hermano menor de Hélmer. La guerra la protagonizaron las estructuras de sicarios de un lado y otro: Wílber Varela, alias «Jabón», avezado sicario de Orlando Henao, y «los Pachos», la banda de los hermanos Herrera, dejaron centenares de homicidios en el Valle del Cauca. Abogados, testaferros, familiares y amigos de las dos estructuras se cuentan entre los muertos.

Esta batalla derivó en una tercera generación de narcos. Quienes estuvieron al servicio de los capos se apropiaron de redes, contactos y laboratorios, y originaron nuevas alianzas con los frentes de las FARC y los bloques paramilitares que se consolidaban en el Pacífico, desde Nariño hasta Chocó, sobre todo en el Darién.

Diego León Montoya, alias «Don Diego»; Hernando Gómez Bustamante, alias «Rasguño»; Juan Carlos Ramírez Abadía, alias «Chupeta»; y Jabón quedaron al frente del negocio y de la segunda parte de la guerra que estaba por desatarse.

Don Diego firmó alianzas con los paramilitares del Bloque Calima y llegó hasta Vicente Castaño, con quien envió conjuntamente varios cargamentos de droga a Estados Unidos. Chupeta afianzó sus relaciones con los carteles de México y dio un paso al costado en la lucha de poder en Colombia buscando refugio en Uruguay y luego en Brasil; lo propio hizo Rasguño con organizaciones criminales de Venezuela, Costa Rica y Panamá.

Pero Jabón, quien tenía todos los contactos de su asesinado jefe Orlando Henao, fortaleció al grupo de sus mejores matones a través de la banda «los Rastrojos», que sembró el terror en decenas de poblaciones de Valle, Risaralda y Quindío, desatado por las delaciones que varios integrantes del cartel empezaron a hacer a los agentes de la DEA en Estados Unidos. Un halo de traición envolvió a los integrantes de cada grupo y la confrontación entre Don Diego y Jabón quedó declarada.

En medio del contrapunteo fueron develadas las rutas, cargamentos, laboratorios e identidades de los principales líderes. Además, quedó al descubierto una de las zonas más estratégicas para el cultivo de coca, producción y transporte de cocaína y movilidad de armas e insumos: el Cañón de Garrapatas, ubicado entre Valle y Chocó, sobre la cordillera Occidental.

Don Diego también creó su tropa y reclutó a sicarios de los distritos de Siloé y Aguablanca, en Cali, y paramilitares rasos del Calima. «Los Machos», como los llamó, recibieron fusiles R-15 y M-4 y, en su última etapa, hasta entrenamiento de militares corruptos de las Fuerzas Especiales del Ejército colombiano. La estructura armada de Jabón estaba comandada por los hermanos Luis Enrique y Javier Antonio Calle Serna, conocidos como «los Comba», quienes abrieron «oficinas» de cobro y crearon escuelas de sicarios en la zona alta del Cañón de Garrapatas.

Wílber Varela se asoció con varios frentes de las FARC que cuidaban el traslado de los cargamentos hasta su embarque en costas nariñenses, del Valle y Chocó, y también los equipó de armamento usado que había traficado en su momento para el Cartel del Norte del Valle. Incluso, la guerra también se trasladó al mundo digital y cada bando creó una página en internet para atacar al otro. Peporva era la página «Perseguidos por Varela» creada por Diego Montoya. Diego León Montoya, buscado, fue el sitio web creado por Varela, y Copergrin, «Colombianos perseguidos por los gringos», fue otra página en la que uno de los bandos anunciaba que todos se someterían a la justicia, para dejar la sensación de que alguno de los bandos estaba adelatando al otro, y así alimentar la confrontación.

La guerra se prolongó en su mayor intensidad hasta 2004, cuando la presión de la Policía Nacional los obligó a salir del norte del Valle. Don Diego se refugió en el Magdalena Medio, protegido por las autodefensas; Jabón salió rumbo a Venezuela, y Rasguño se refugió inicialmente en México, luego en Venezuela y finalmente en Cuba, donde fue capturado.

Al mismo tiempo, se intensificaron las operaciones contra la estructura de Don Diego, quien perdió a sus hombres más importantes en menos de seis meses, hasta que las autoridades llegaron a él en septiembre de 2007, luego de que él buscara nuevamente ayuda en el norte del Valle. Tras su caída, fueron capturados el resto de sus lugartenientes.

Por otra parte, un mes atrás también había caído Chupeta en una urbanización de lujo de Aldeia da Sierra, uno de los municipios del área metropolitana de Sao Paulo, Brasil.

Solo faltaba Varela, que desde Venezuela seguía manejando rutas y despachos de cocaína. Sin embargo, su ausencia generó una división al interior de la organización, alianzas con paramilitares que no entraron en el proceso de desmovilización del Gobierno de Álvaro Uribe y la tercera fase de la guerra entre bandas criminales atomizadas. Y en últimas, produjo la puesta en escena de otro capo: Daniel «el Loco» Barrera.

Fueron precisamente los hombres de confianza de Jabón quienes terminaron asesinándolo, en una cabaña que había alquilado en el estado venezolano de Mérida. Javier Antonio Calle Serna y «Diego Rastrojo» coordinaron todo el operativo con la plata que por hacerlo les pagó el Loco. Ese 30 de enero de 2008 se cerró el macabro capítulo del Cartel del Norte del Valle.

Cuatro años más tarde, los Comba y Diego Rastrojo terminaron extraditados en cárceles de Estados Unidos.

La suerte del Loco Barrera fue la misma. El capo que más bajo perfil ha tenido y que además hizo negocios simultáneos con paras y guerrilla, cayó en Venezuela, el 18 de septiembre del 2012, tras una persecución de más de cinco años.

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Otro grupo, sin embargo, se había engendrado entre tanto en Medellín. Era una combinación de los rezagos del cartel de Escobar, sus antiguos sicarios y los paramilitares desmovilizados. «La Oficina de Envigado» también estaba en el negocio y había impedido que la capital antioqueña conociera al menos un día de paz. Quienes fueron los infantes hermanos de los sicarios del Patrón se convirtieron en los matones de la estructura, y de allí nacieron los nuevos pequeños capos. Año tras año fueron cayendo, pero nunca faltó alguien para reemplazar al que moría o era capturado: «Rogelio», «Danielito», «Douglas», «Yiyo», «Nito», «Valenciano» y «Sebastián».

Simultáneamente, los jefes de las FARC ubicados en el Pacífico ocuparon los espacios dejados por Varela y Montoya y crearon nuevas rutas. Sin embargo, el narcotráfico los sacó de su perfil de «ejército del pueblo», y muchos adoptaron el de mafiosos. Llegaron a las mismas o peores excentricidades que las que había en las fiestas y reuniones de los carteles de Medellín o del Valle, y los recursos que canalizaban para su guerra insurgente se invirtieron en vuelos chárter pagados a modelos y artistas que amenizaban sus eventos en medio de la selva, en lociones y cremas importadas y hasta cirugías estéticas.

Uno de los hombres que tal vez más dinero, producto del narcotráfico, les aportó a las FARC fue Tomás Medina Caracas, «el Negro Acacio», un caucano que, al mando del frente Dieciséis entre Vichada, Guainía y Guaviare, hizo alianzas con compradores extranjeros y se asoció con el narcotraficante brasileño Luiz Fernando da Costa Silva, conocido como «Fernandinho Beira-Mar». Precisamente esa relación le permitió hacer toda la transacción y compra de 10 mil fusiles AK-47, que en abril de 1999 fueron lanzados en cajas atadas a paracaídas, en Barrancominas (Guainía), desde un avión DC-3.

Acacio convirtió este poblado anclado en medio de la selva, sobre el río Guaviare, en el centro de despacho de avionetas cargadas con cocaína. Su socio lo visitaba frecuentemente, y, en una finca ubicada al otro lado del río, hacían parrandas hasta de cuatro días, acompañados de garotas que llegaban provenientes de Brasil en las mismas avionetas que despachaban la droga.

Tras un largo trabajo de Inteligencia, la Fuerza de Despliegue Rápido del Ejército llegó hasta Barrancominas el 11 de febrero de 2001. Fernandinho logró huir con Acacio, pero las tropas los persiguieron durante 69 días en medio de la selva. La segunda semana de abril, el capo brasileño, herido y sin comida, fue capturado. Acacio logró escapar, pero seis años después, los mismos hombres del Ejército lo ubicaron nuevamente. El jefe guerrillero murió en medio de la operación.

Como Acacio, los jefes de los frente 43 en el Meta, y primero en el Guaviare, también montaron industrias narcotraficantes en sus zonas de influencia. Gener García Molina, «John Cuarenta», uno de los hombres de confianza del abatido jefe militar de las FARC, «el Mono Jojoy», controló los cultivos, producción y tráfico de droga en el Meta, con ganancias superiores a los 2 mil millones de pesos (2 millones de dólares) semanales. Las operaciones militares y de la Policía contra este hombre no han permitido su captura, pero el negocio que manejaba quedó desvertebrado.

Las mismas FARC castigaron los excesos de John Cuarenta, en algunas oportunidades, pero era una de las gallinas de los huevos de oro, al lado de Gerardo Aguilar, «César», el máximo jefe del Guaviare, conocido por ser el carcelero de los políticos, militares y policías que permanecieron secuestrados por más de ocho años. Sin embargo, en realidad fue una ficha económica clave para la guerrilla gracias a la capacidad que tuvo de transformar la población de Miraflores en «la capital mundial de la coca», como la bautizaron narcos de otros países, compradores y hasta las mismas autoridades.

Allí hubo un estado independiente. La autoridad era impuesta por César, y la cédula de ciudadanía que valía era la que expedían las FARC. La moneda oficial fue el gramo de base de coca y en los fines de semana las transacciones se hacían en dólares y euros. En 2004 el Plan Patriota liberó el casco urbano de Miraflores de la presión de la guerrilla, pero el Estado la mantuvo en el abandono. El 2 de julio de 2008, César cayó en la «Operación Jaque», y el imperio se derrumbó, pero las secuelas del narcotráfico fueron devastadoras.

Siempre se discutió si la guerrilla de las FARC se había convertido en un cartel, pero nunca se le dio ese calificativo. Lo cierto es que sus jefes lograron establecer vínculos no solo con capos de Brasil, pues Carlos Ariel Charry Guzmán, del Cartel de Tijuana (México), visitó en la zona de distensión, durante los diálogos de paz, al Mono Jojoy. Son también comprobados los nexos de los frentes del Putumayo con narcos de Ecuador y carteles de México, y jefes de la mafia europea visitaron un par de veces los campamentos de la guerrilla en el Pacífico. Para 2010 existían treinta órdenes de extradición hacia Estados Unidos por narcotráfico contra los jefes de las FARC.

Pero sus pactos fueron más allá de las fronteras. La necesidad de mantener el negocio para financiar la guerra contra el Estado los llevó a asociarse con sus archienemigos: los paramilitares.

Más de 140 computadores y dispositivos electrónicos incautados entre 2004 y 2012 dan cuenta de la red financiera que el narcotráfico conformó con todos los grupos armados ilegales del país.

Las Autodefensas Unidas de Colombia surgieron, según su justificación, como un grupo que frenaría los desmanes de las guerrillas de las FARC y el ELN. A pesar de que el primer modelo de autodefensa que conocemos actualmente nació en el Magdalena Medio con Ramón Isaza en el año 78, los hermanos Fidel, Carlos y Vicente Castaño Gil fueron quienes las concentraron en los noventa, y quienes además reclutaron para sus ejércitos ilegales a los peores asesinos, muchos de ellos entrenados por mercenarios internacionales como el israelí Yair Klein. En las filas también había un numeroso componente de exintegrantes de la Fuerza Pública colombiana y exmilitantes de las mismas guerrillas.

Los bloques paramilitares tenían sus áreas de influencia en las zonas donde se encontraban los campamentos de las guerrillas, los laboratorios de los narcotraficantes y los cultivos ilícitos. Así que además de la lucha de bandos, se entabló una disputa abierta por la coca. Las autoridades han documentado cómo hombres de las autodefensas como Carlos Mario Jiménez, «Macaco», jefe del Bloque Central Bolívar, desde antes de pertenecer a la organización mantenía nexos con narcotraficantes en el sur del país y los trasladó al sur de Bolívar, donde se concentraba el poderío paramilitar en 1999. Pero además, en el Nudo de Paramillo, la zona de los Castaño, los cultivos también pasaron a sus manos y el cobro del denominado «impuesto al gramaje» se extendió a los nueve bloques y 97 frentes de las autodefensas.

Públicamente, el máximo líder de los paramilitares, Carlos Castaño, señaló que no estaba de acuerdo con que sus hombres estuvieran involucrados en el narcotráfico y desautorizó a quienes lo hicieran. Esto y su supuesta negociación con Estados Unidos para someterse a la justicia lo llevaron a la muerte en abril de 2003, a manos de sus subalternos de confianza y su propio hermano Vicente.

Este hecho se dio en medio de una negociación que los paramilitares iniciaban con el Gobierno de Álvaro Uribe. Ese año entregaron las armas los hombres del Bloque Cacique Nutibara, comandado por Diego Murillo Bejarano «Don Berna», y el resto de estructuras lo hizo paulatinamente en los tres años siguientes hasta agosto de 2006, cuando se desmovilizó el Bloque Élmer Cárdenas, en Urabá.

Tras entregar las armas, y gracias a las indagaciones de los investigadores, se estableció cómo las autodefensas movían gigantescos cargamentos de droga. Muchos de ellos lo hacían en complicidad con las FARC, como se evidenció el 12 de mayo de 2005 en Nariño, con la incautación de un cargamento de 7,9 toneladas de cocaína, en medio de la «Operación Mangosta», realizada en la isla de Cabo Manglares (Tumaco).

La droga tenía las marcas y sellos de los paramilitares del Bloque Calima y de los frentes Veintinueve y Treinta de las FARC. El cargamento estaba avaluado en más de 200 millones de dólares en el mercado negro y, según los informes de inteligencia de la Policía y el Ejército, no era la primera vez que se despachaba droga conjuntamente. Además, en medio de una negociación de dejación de armas, los paramilitares seguían con el negocio y se habían apropiado de varias rutas que quedaron a la deriva con la desaparición de los jefes del Cartel del Norte del Valle.

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A finales de 2007, varias investigaciones daban cuenta de que los jefes paramilitares que se habían desmovilizado seguían traficando y delinquiendo desde la cárcel. Así inició el camino hacia su extradición, y el 13 de mayo de 2008, catorce de ellos fueron enviados a Estados Unidos, donde continúan pagando condenas de hasta treinta años.

Sin embargo, no todos los jefes paramilitares cumplieron. Antes de irse a prisión dejaron montadas organizaciones -denominadas bandas criminales- que hoy siguen intimidando y controlando las rutas. Con menor poder, pero como una amenaza latente, «los Urabeños», así como el reciclaje de desmovilizados, delincuentes y militantes que no entregaron las armas, se mantienen en algunas zonas silenciosamente.

El panorama ha parecido despejarse. Los poderosos capos de la mafia, de los paramilitares y de la guerrilla cayeron; los grandes carteles desaparecieron; la incautación de droga aumentó; pero también bajaron los cultivos y la siembra de coca. Colombia se convirtió en el modelo de lucha contra las drogas a nivel mundial, y su Policía hoy capacita a uniformados de m ás de quince instituciones de América, Europa y África.

Algunos de estos países están viviendo la etapa que Colombia ya superó y por eso se habla de la «colombianización de México y Centroamérica», pero lo cierto es que son realidades y procesos distintos. El narcotráfico se convirtió en la gran amenaza del siglo XXI. Es el crimen transnacional que llevó a las Américas a unir esfuerzos para enfrentarlo.