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Presentación

Un ingeniero que vive en las rendijas del idioma su pasión, con gracia y profundidad; un humorista cercano y cariñoso; un lector respetuoso y perceptivo; una mente abierta al mundo, a los idiomas; un conocedor de la gramática y el decir correcto, que se regocija con el poder de las palabras para transformarse y darle a la existencia más gozo y precisión; un apasionado de la historia de Colombia y de los mitos griegos, de la historia sagrada que vuelve a ser contada por un zapatero remendón en la lengua de esa Antioquia pícara e ingeniosa que le da su valor justo a cada cosa, al mostrarnos en su exagerada manera de decir que todo es importante, y que podemos detenernos en la realidad y disfrutar con el flujo rumoroso del lenguaje que la hace ser de una forma u otra; todo eso fue Argos.

En sus libros encontraremos la pasión del escritor, la precisión del gramático, la ilustración del erudito que no se toma muy en serio, la vida del hombre que goza con el mundo que le ha sido dado y que critica sus absurdos recovecos sin amargura.

Tuve la fortuna de ser su nieto, y de conocerlo charlatán y sabio y juguetón, al regalarme libros de Julio Verne y hacerme partir de la risa al contar las aventuras de Júpiter tonante en una vereda antioqueña, o explicarme qué es la banda de Moebius con una hoja de cuaderno recortada con maestría. Lo leí por años y su sabia manera de no decir las cosas de forma enfática me enseñó que debemos buscar la difícil sencillez al escribir; que es posible hacer de los libros amigos que nos acompañan en las horas difíciles y en las luminosas, siempre dándonos comprensión y bondad e inteligencia; que los áridos temas de la sintaxis y la gramática no tienen que reservarse a los académicos de la lengua, aunque él mismo lo fuera, y que podemos reírnos aprendiendo; y que es bueno pasearse por el lenguaje, porque él es nuestro amigo cuando lo conocemos, y nuestro más poderoso rival cuando ignoramos su poder y sus tesoros.

Esta Biblioteca quiere mostrarnos una manera distinta de vivir la cultura, es un gozoso llamado al humor y a la inteligencia que no se llena de vanidad sino que está cerca, jugosa, saltarina, y que nos hace posible acercarnos a la realidad casi inabarcable de la historia o la gramática o la mitología con desparpajo y penetración, descubriendo el gusto por las palabras, su misterio que va siendo revelado en el trato diario, cómo el conocerlas y amaestrarlas para que nos oigan en el momento que así lo queramos, sin rigidez, con cariño, vuelve la vida mejor y nos da alegría y lleva la risa a todos los rincones, tal y como siempre lo deseó Argos.

JUAN FELIPE ROBLEDO CADAVID

Para Argos

(El día que parió su libro)

En tu Cursillo de Mitología

eres un genio de la travesura:

lo trágico lo pintas con ternura

y lo tierno con ágil ironía:

dioses griegos en trance de arriería,

Penélopes rajadas en costura,

Midas guayaquileros de la usura,

Cupidos que no tienen puntería;

Edipitos que arreglan con la mama

su complejo filial en una cama,

y Argonautas tras áureo vellocino,

son otros tantos seres fabulosos

que poblaron tus sueños asombrosos

de paisa griego allá en tu risco andino.

JORGE FRANCO VÉLEZ

Nota a esta edición

El Cursillo de Mitología fue publicado inicialmente en el periódico El Espectador hace veinte años, cada domingo durante más de un año y medio. En esta edición tratamos de ser lo más fielmente posible al original, aunque eliminamos algunas referencias a la actualidad de esos días que ahora serían confusas para muchos lectores. Además, para facilitar la consulta, hemos agrupado las distintas historias sobre cada personaje o tema en un solo capítulo. No obstante, conservamos la partición de las columnas semanales, y cuando cambiamos el orden de ellas lo indicamos con una nota al pie de página. De esta manera, el lector podrá leerlas como fueron publicadas, con el humor inigualable y el particular estilo de Argos.

Júpiter

PARA QUE NO SE VAYAN A IMAGINAR que lo que les voy a contar son invenciones mías, les informo que la sustancia de estos relatos la iré tomando del delicioso librito Mythology, de Edith Hamilton, del cual no conozco versión española. Fue la señora Hamilton una de las más reconocidas autoridades mundiales en Mitología, estudio al que dedicó toda su larga vida. Con decirles que a los noventa años de edad fue declarada ciudadana honoraria de Atenas.

Empecemos, pues, por los dioses mayores, que eran doce. Pero que no se me vayan a dejar venir todos en cargamontón, sino de a uno.

El primero que sale es Zeus, el Comandante Uno de todos ellos. Con este nombre figuraba en la cédula de ciudadanía griega; en la romana, como Júpiter. Él era el que mandaba en el cielo; el que juntaba y arremolinaba las nubes y cuando se enverracaba decía a disparar rayos y centellas (que, entre otras cosas, no sé qué son), y desataba unos lapos de agua que eso parecía la hora llegada. Y seguía lloviendo, agua, Dios, misericordia, hasta que se le quitaba la bejuquera. ¿Y saben con qué? Con una sardina bien querida o con alguna señora ajena, no importaba de quién fuera.

Porque nuestro padre Zeus, para que lo sepáis, mis queridos camaradas machistas, fue el primer promotor, o como quien dice el pionero y decidido impulsor de la liberación masculina. Era la fiera sarda para jugársela a la casinadita de Hera, que era...

—¿Hera que era? Cacofonía...

—No le hace. No me interrumpa. Hera, que era su mujer. La misma a la que los romanos le decían Juno. Esa sí era la maldita vieja más intransigente y celosa que ustedes se puedan imaginar. Cómo les parece que un vez... Pero ya sonó la campana y tengo que soltarlos a recreo.

La semana entrante les cuento algunas de las perradas de nuestro padre Zeus, si mi Dios me da vida y salud. Y si no les da pereza a ustedes.

Hasta después, pues.

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EN LA CLASE DE HACE OCHO DÍAS empecé a hablarles de Zeus o Júpiter como un dios ya hecho y derecho, que vivía echándole el cuento a toda la que se dejara. Pero, en vista de que han resultado más interesados en este cursillo de los que yo imaginaba, lo voy a dictar en debida forma, empezando por el principio.

Y el principio de Zeus (y de cualquiera) son los padres. El taita de él era Cronos, que viene a ser el Saturno de los romanos. Era el dios del Tiempo. Con Rea Cibeles, su hermanita, tuvo a Zeus. Porque en ese tiempo como que no le ponían muchas bolas a impedimentos de parentescos y cismatiquerías de ésas y le echaban mano a la que estuviera más cerquita.

Pero, cómo les parece que a Cronos le dijeron que uno de sus hijos lo iba a destronar, y entonces, cuando dijo él a llenarle la barriga de huesos a Rea y ella a tener muchachos, hágase de cuenta una paisa sin planificación familiar, el malvado padre desnaturalizado se los iba tragando uno por uno. Y llegó a zamparse hasta cinco; pero cuando Rea tuvo el atraso para el sexto fue a consultar el oráculo, y éste le dijo:

—Hija mía: ese niño que te va a nacer va a ser el dios más importante de todos, pa que te pongás orgullosa. Él va a destronar a ese infame marido tuyo, que te ha hecho perder todas esas preñeces... ¡Será por buenas que son...! Pero ésta sí no la vas a perder. Cuando nazca, escondelo bien escondido del viejo. ¡Cuidadito, pues!

Rea le obedeció al oráculo al pie de la letra, de modo que cuando empezó a sentir las afugias y los retorcijones cogió una piedra larguita y la envolvió en unos trapos y quedó hágase de cuenta un culicagadito recién nacido envuelto en pañales. Y con una sirvienta se lo mandó como desayuno a su adorado esposo, y ella salió a coger, no la cama, como cualquier otra, sino el monte, como las gallinas.

Pues allá le nació Zeítus (así era como que le decían cuando estaba chiquito), y ella cogió y lo lavó bien lavadito en un agua que salía de una peña y se lo entregó a una ninfa para que se lo llevara a esconderlo bien escondido, donde Cronos no lo fuera a encontrar. Y la ninfa, que era muy buena y muy querida y que se llamaba Adrastea (pongan atención: A-dras-te-a) alzó con él y fue a dar a la isla de Creta, que quedaba de allá como decir de Cartagena a San Andrés. Allá en esa isla dio con una cueva que ni mandada a hacer: muy amplia y muy amañadora y bien tapadita con rastrojo en la entrada. Allá acomodó al muchachito y ahí mismo le consiguió una nodriza que lo alimentara: era una cabra que se llamaba Amaltea. No la vayan a confundir con Adrastea, porque de pronto se noja ésta. Y cómo les parece que el tal Zeítus no pensaba sino en vivir pegado de la ubre de Amaltea. Seguro que como iba a ser semejante tumbalocas cuando estuviera grande, empezó a entrenarse con Amaltea, imaginándose que estaba pegado de Sofía Loren. Es lo que decía Adrastea: “Si chiquito quiebra grano, ¡qué será cuando marrano!”. Y lo entretenía con cascabeles y pendejaditas para que no llorara y no lo fuera a sentir de pronto Cronos.

Y así fue pasando el tiempo, hasta que un día, cuando ya estaba crecidito, se puso a jugar con la chiva Amaltea y resultó quebrándole uno de los cachos contra una barranca. Ese cacho se volvió mágico: cuando uno quería alguna cosa, la pedía y ahí mismo iba saliendo del cacho. Es lo que llaman el cuerno de la abundancia. Ustedes han visto un par que hay al pie del escudo nacional, tan llenos de frutas y de revuelto que hasta se están derramando.
Esto es todo por hoy. La semana entrante vamos a empezar a conocerle las perradas al joven Zeus.

Reflexión final

Se me ocurre que a este mito se le puede encontrar un significado aplicable a la vida moderna. Y es éste: el contenido de este cuerno era para los antiguos griegos lo que para nosotros la canasta familiar: así pues, la casa de mercado más abundante es aquélla donde el marido tiene los cuernos más grandes.

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CUANDO ZEUS FUE CRECIENDO y se sintió ya polligallo empezó a arrastrarle el ala a Metis (la Prudencia), y breve, breve se enmozó con ella y fue haciendo su modo y su maña de que su papá, el corrompido de Cronos, la colocara como copera. ¿Y saben para qué? Para que ella le diera al viejo un menjurje que sabía preparar, a ver si vomitaba a sus hermanitos, que se los había tragado. Y así fue: no bien probó el brebaje le fueron entrando unas ansias espantosas, y lo primero que arrojó fue la piedra. ¿Se acuerdan? La que le dio Rea para engañarlo haciéndole creer que era Zeítus recién nacido. De ahí como que viene el dicho de “sacar la piedra”. Y detrás fueron saliendo los cinco hermanos de Zeus que tenía el viejo en la barriga y que estaban vivos y ya criados. Eran tres mujeres: Hestia (Vesta), Deméter (Ceres) y Hera (Juno); y dos hombres: Hades (Plutón) y Poseidón (Neptuno).

Fue pasando el tiempo, y así que se vio Zeus ya tatabrón, macanudo y con hermanos que le ayudaran, los llamó y les dijo:

—Bueno, jovencitos: ¡a trabajar se dijo! Tenemos que bajar de la tarima a ese viejo desnaturalizado papá de nosotros. Voy a conseguir quién nos ayude, porque él está amangualado con los Titanes y con los Gigantes, que es gente muy guapa y muy jodida.

Y fue y libertó a los Cíclopes, que los tenía amarrados Cronos, y que eran unos muanes inmensos que no tenían sino un ojo en la mitad de la frente. Mejor dicho, para pelear serían muy buenos, pero para cazar gazapos no tenían oficio. También soltó a los Hecatonquiros, que no tenían sino de a cien brazos cada uno... ¡Qué tal para raponeros...!

Resulta que los Cíclopes eran los Krupp de ese tiempo: unos famosos fabricantes de armas que en un dos por tres le forjaron a Zeus el rayo, a Hades un casco mágico y a Poseidón un tridente.

Pero, antes de seguir adelante les voy a contar la primera perrada del amigo de nosotros. Resulta que Rea, la mama de él, apenas lo vio como tan poderoso y engrandecido y disparando rayos y centellas a dos manos, le prohibió que se casara, porque de pronto iba y le resultaban los hijos unos guerrilleros de mala clase. ¿Y saben cuál fue el caso que le hizo el sinvergüenza ése a la prohibición? Pues que empezó ahí mismo a perseguirla a ella con malas intenciones. ¿Cómo les parece? A la propia mama. Yo no me explico por qué es que hablan del complejo dizque de Edipo, viendo que el de Zeus fue primero. ¿Y qué tuvo que hacer Rea para despistarlo? Pues convertirse en culebra; pero como él no era ningún bobo, se dio cuenta y ahí mismo fue y se escondió en un rastrojito donde ella no lo viera, y se volvió culebro, y vino y se enredó con ella en una trabazón lo más particular, y ni pa qué les digo. Éste sí no era como Adán, que se contentó con un mordisquito a una manzana. Éste no: éste se comió hasta la culebra.

Sigamos. Cuando Zeus se vio acompañado de sus hermanos y reforzado por los Cíclopes y los Hecatonquiros, le declaró a Cronos y a sus Titanes y a los Gigantes una guerra que duró diez años: como tres veces la Guerra de los Mil Días. Pero al fin la ganaron los hijos, y cuando se vieron dueños del patio se repartieron la marrana en esta forma: a Zeus (Júpiter) le tocó el Olimpo, que es, como quien dice, el firmamento, y por ahí derecho la tierra; a Poseidón (Neptuno) le correspondió el mar, y a Hades (Plutón), el sótano del mundo, que es donde están los muertos. ¡Ah pereza pa éste!

Pero no perdamos de vista a Zeus, que ya va a empezar a dar qué hacer. Porque no bien se adueñó de la hacienda se puso a recorrerla, y una tardecita, ya tiñendo la oración, se encontró por allá en una maguita a su hermana Hera, que también era de las que se había tragado Cronos, y que estaba ya como mango, muy embarnecida y sintiendo ya cierta rasquiñita que dizque les da en la edad de la sardinez. Y cómo les parece que va llegando el caballerito éste lo más de tierno, y se le va sentando al lado y empieza a echarle labia y a sobarla lo más hermanadito y lo más querido él, hasta que se fue alebrestando de tal manera que no se aguantó más y le hizo la propuesta sin más vueltas.

Pero más le hubiera valido estar duermes, porque ahí mismo se paró ella hecha una fiera, toda digna, y le dijo “atrevido”, que “respetara”. Y lo volió pa la porra.

Pero pongan atención a lo que pasó a los pocos días. Una mañana que estaba haciendo un frío espantoso estaba la hermosa Hera muy arropada en su pañolón, recostada en la ventana de su aposento, cuando va llegando volando y le cae al pie un pajarito lo más de lindo. El libro dice que era un cuclillo; pero háganse de cuenta un pinche o copetón. Cayó con las alitas en un solo temblor y tiritándole las paticas. ¡Pobrecito! Y ahí mismo se agachó ella a recogerlo y se lo metió entre el seno, que, aquí entre nos, era mucho más amañador que el de Abrán, y empezó a acariciarlo y a sobarle la cabecita y la pechuguita, y cuando menos se dio cuenta era que ya estaba violada, porque el tal pajarito se había vuelto Zeus de un momento a otro.

Y es que es muy natural, como ustedes se pueden dar cuenta: él cuclillo y ella en cuclillas, no había de otra…

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Minerva

PERO EL GUSTICO QUE TUVO JÚPITER haciéndose el cuclillo, con Juno en cuclillas, le salió por un ojo. Antes de seguir adelante les quiero decir que resolví seguir llamando a los dioses por los nombres que les tenían los romanos, que son como más familiares para nosotros. Entonces Zeus y Hera van a ser Júpiter y Juno en adelante. Sigamos. Les decía que la violada que le pegó el joven Júpiter a su hermanita le salió cara porque se tuvo que casar con ella, y le resultó más brava, más cantaletosa, más celosa, más envidiosa y más insoportable que Ramona la de don Pancho.

Pero al principio sí la pasaron de oro. ¿Saben cuánto les duró la lunita de miel? La bobadita de trescientos años. ¿Se imaginan ustedes la cantidad de maneras que inventaría ese Júpiter, como era de perro? ¡Ah bueno haber tenido un anteojo de larga vista, o una de esas cámaras con teleobjetivo con que retrataban a Yaquelín en la playa, en pura almendra, pero sola, porque lo que es el viejito de Onasis, “mí dobla”! No era como ese garañón de Júpiter que no se le apeaba a Juno ni en los malos pasos. Pero dejémolos que se diviertan ahí solitos y no nos metamos en lunas de miel ajenas.

Y venido a ver: tanto trabajo y no vinieron a tener sino un hijo, que fue Marte, o Ares, como lo llamaban los griegos; fue el dios de la guerra, que desde ese tiempo hasta ahora no ha dejado de trabajar ni un solo día.

Una cosa que se me olvidaba contarles de la luna de miel: que después de cada talco, para no decir polvorete, que es una palabra como tan fea, se iba ella pa una fuente que se llamaba Canato, y se lavaba bien lavadita y volvía a quedar doncella. ¡Cuánta plata no hubiera levantado uno en otro tiempo vendiendo agua de Canato envasada! Porque lo que es hoy se arruina el que ponga ese negocio.

Pero sigamos con el cuento. Juno, dígase lo que se quiera, y pa qué si no es la verdad, a pesar de todos sus inconvenientes fue una señora muy respetable y muy puesta en orden. No se sabe que se la hubiera jugado ni una sola vez a Júpiter, y ¡hay que ver la clase de lengüitas que había en ese Olimpo! Y no es que no la hubieran gallinaceado dos o tres dioses, y hasta un mortal: Ixión. Porque la vieja era muy troza y muy bonita, para qué negarlo. Pero, eso sí: como brava, celosa y envidiosa, no me la mienten.

Oigan esto, por ejemplo. Resulta que una tarde conoció Júpiter en uno de esos cocteles que daban los dioses, a una tal Metis, y esa misma noche le echó el cuento, y al día siguiente se la llevó pa una casa de citas, y ustedes ya se imaginan el resto. Pero como no hay dicha completa, a los pocos días se encontró Júpiter con otro dios que se las daba de adivino, que le dijo:

—Ve, hombre: así como vos destronaste a tu papá, así te va a destronar el hijo tuyo que va a tener Metis.

Pues esto que oye el amigo Júpiter y ahí mismo convirtió a Metis en una mosca y se la tragó. Y como que a los nueve meses empezó él a sentir un dolor de cabeza horrible, que se le estallaba, y cuando ya no aguantó más se fue pa la maternidad del SSO (Seguro Social del Olimpo) a que le rajaran la cabeza y le sacaran lo que tuviera. ¿Y saben qué le fue saliendo? Pues muy hermosa, y muy oronda con su armadura completa, la que iba a ser diosa de la sabiduría y de la guerra: Minerva, la que los griegos llamaban Palas Atenea.

¡Y qué fue aquello cuando supo Juno que su marido había tenido una hija él solo! Dizque le prende la envidia más horrible y salió diciendo:

—¿Se está creyendo él que me va a humillar a mí? ¡Ahí manece!

Y se puso a rezarle al San Judas Olímpico para tener un hijo ella sola. Y no se sabe si fue milagro de San Judas o qué, pero lo cierto del caso es que quedó embarazada sin la ayuda de nadie. ¿Y saben el hijo que tuvo? Le nació Hefestos, al que los romanos llamaban Vulcano, que después se volvió un herrero cojineto pero buena persona: fue marido de Venus nada menos.

El domingo seguimos, Zeus mediante.

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Io

AHORA LES VOY A TENER QUE REPETIR una historia que algunos de ustedes ya conocen, porque hace días la conté, pero es pa que quede completo el cursillo, porque veo que todos están muy formales y muy atentos, y poniéndome mucha atención.

Es el cuento de Io. Se dice í-o, no ió. Pues esta Io, que trabajaba como sacerdotisa de Juno, era una sardinita tan de primera que el mismo día que la conoció mi amo Júpiter le echó el ojo y le dijo, como el médico aquél del cuento viejo a la sirvienta nueva:

—De esta noche no pasás...

Y ésa era la intención que él tenía; pero como de un momento a otro le fueron entrando unas ganas que no se las aguantaba, y al mismo tiempo le tenía un miedo horrible a misiá Juno, cuando vio a Io por allá sola en una manguita al pie de una quebrada, hizo que se fuera formando una nube bien oscura que tapara todo, y apenas estuvo bien toldado se fue pa donde la muchacha y se le sentó al lado.

Pero Juno, que no era ninguna boba, dizque pensó:

—Aquí hay gato encerrado. ¿Semejante nubarrón con un verano de éstos, que ya casi empieza el racionamiento? ¡Ya voy, Toño! Que no me crea tan pendola el tumbalocas ése.

Y se fue metiendo por entre la nube, y cuando el pobre Júpiter, que estaba ya lo más de entretenido en los primeros toquecitos, que no se cambiaba por nadie, la alcanza a divisar que venía flechada, ahí mismo ¡ran! convirtió a Io en una ternera blanca orejinegra lindísima.

Así que cuando llegó mi doña donde él y lo encontró sobándole el lomo a una ternera se tuvo que quedar callada. Pero siempre con su entripado y con una dudita por allá muy maluca. Y pensaba:

—¿Conque una ternera? ¡Cómo ño, moñito! Ésa que se la meta a Juan Vélez.

Y le va diciendo a su marido, toda zalamera:

—Mijito: ¿Por qué no me regalás esa ternerita? Vos tenés mucho ganado, y yo no tengo ni una mera vaquita. Yo me comprometo a cuidarla bien y a guardarle la mejor aguamasa del Olimpo. Yo mando que se la sirva el mismo Ganimedes.

(Ganimedes era el que les escanciaba el néctar a los dioses. Eso dizque quiere decir que era el que les servía el trago).

Con esa propuesta corchó Juno a Júpiter porque él no encontró disculpa pa no regalarle la ternera y se la tuvo que entregar. Y tan pronto se vio mi doña dueña de ella, ahí mismo la amarró de un estacón con el cordón de la bata y salió a buscar a... ¡Apuesto a que no adivinan a quién salió a buscar! Pues nada menos que a Argos. Al mismo que me prestó el nombre a mí pa escribir estas carajadas.

Argos era un gigante. En eso me ganaba. Tenía, como yo, cien ojos que le daban la vuelta en redondo a la cabeza, y no dormía sino con cincuenta, y con los otros cincuenta cuidaba lo que le encargaran. Porque ése era el oficio de él: celador. O guachimán, como dicen en Cali. Pa eso sí no tenía precio, porque trabajaba de día y de noche y no cobraba extras nocturnas con el 75 por ciento.

Pues a esa casinadita fue al que puso Juno a cuidar la tal ternera.

Con la recomendación muy templada de que no se la dejara güeler ni de lejos a Júpiter.

Imagínense ustedes cómo sería la desesperación de este pobre, que se había quedado todo empezado... Pa venir a ver que no tenía arrimadero. Pero de pronto cayó en cuenta que estaba pendejeando y dijo:

—¡Ésta no es conmigo! ¡Si yo soy el que mando aquí!... ¡Se van muy pa la porra misiá Jodelina y ese lambón de Argos!

Y mandó llamar a su hijo Mercurio, ése que los griegos llamaban Hermes, que era el mensajero de los dioses. Otro día les cuento la historia de éste. Y el encargo que le dio fue que con disimulo matara a Argos, pa que la ternerita quedara libre y él poder ir a acabar la tarea que tenía empezada.

Mercurio, que era muy obediente, fue ahí mismo y se puso las alas... Porque él en el sombrerito tenía un par de alas chiquitas, y una en cada quimba. Ustedes lo deben haber visto por ahí en láminas, con una pata levantada, como pa alzar el vuelo. Y decoló, y cuando llegó allá aterrizó en un rastrojito que había y se disfrazó de montañero y fue llegando donde estaba Argos cuidando la ternera y lo saludó lo más de formal y empezó a cacharle tan sabroso y tan parejo que a lo último tenía a Argos embobado con la labia. Después empezó a contarle un cuento de esos larguísimos que no se acaban, como Sebastián de las Gracias, hasta que al gigante se le fue cerrando el ojo 51 y después el 52 y el 53, y así todos los 50 que tenía que tener despiertos, hasta que quedó profundo. Y ahí mismo va sacando Mercurio el machete de la vaina y lo levanta como pa mandarle el guascazo a la nuca, y...

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(Suena la campana).

Bueno, mis hijos: aquí los dejo por hoy, porque, si sigo, lo que voy es a quitarles campo a los avisos.

Yo ya vi que esto se va a volver como esas películas de aventuras en serie que daban cuando estábamos chiquitos.

Argos

ÍBAMOS EN QUE ARGOS se había quedado profundo con esa musiquita tan cansona que le estaba tocando Mercurio y con ese cuento, que estaba más largo y más aburridor que una historia socio-económica del siglo XIX en Colombia. Pues ahí mismo llegó y le mochó la cabeza y no dio un brinco mi compadre Argos. Pero hay que ver la ira y la desesperación que le dio a misiá Juno cuando fue a darle vuelta a la ternera y lo encuentra a él ahí estirado, con la cabeza a un lado. Y de la ternera, el rastro frío. Lloró, gritó y pataleó, pero qué se suplía. Hasta que a lo último resolvió traerse al pavo real, que era el ave de ella, pero que todavía tenía la cola de color parejo, y le fue poniendo en ella los ojos de Argos, de a uno por uno. Y ésa es la historia de la cola del pavo real. Bonita, ¿cierto?

Apenas acabó Juno esa tarea salió medio loca a buscar la ternera, cuando al rato la alcanza a divisar que iba por allá por un filito, y ahí mismo le mandó un tábano a que la picara y la mortificara y no le dejara tener vida. Ésa sí es sal, la de la pobre Io. Cómo les parece, uno bien aburrida porque la volvieron ternera, sin poder siquiera ni hablar, y pa colmo de males venir un maldito tábano detrás de uno a joder y a picarlo bien horrible... ¡No hay derecho! Y pa eso que ni siquiera le había dejado acabar la violadita tan deliciosa que le estaba haciendo el rey de los dioses...

Y sale disparada por esa playa pa arriba, y ese maldito tábano encima de ella día y noche. Todo el mundo la vio correr como loca: cómo sería, que a ese mar le pusieron el nombre de ella: Iónico o Jónico, que quiere decir “de Io”. Y siguió y siguió hasta que por allá encontró un pasadero estrecho, como pa atravesarlo a nado, y al otro lado fue a dar. Y el tábano encima. Y qué tan importante se volvería la tal ternerita que a este paso del mar también le dieron el nombre de ella: el Bósforo (acuérdense por fósforo), que quiere decir “el paso de la vaca”. Y es que con esto hasta griego aprende uno.

Y siguió la pobre Io por el otro lado del mar hasta que fue a templar a Egipto. Cuando Júpiter supo que estaba allá, allá fue a dar él también y apenas llegó, ahí mismo la desterneró y se la comió a la llanera en uno de los potreros del Buey Apis. Y fueron muy felices, porque allá no estaba Juno, y tuvieron un muchachito. Y colorín, colorado, se acabó el cuento de Io.

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Latona

AHORA, PARA QUE NO DIGAN que son exageraciones mías lo malaley que era la señora esposa de don Júpiter, oigan lo que le hizo a la pobre Latona. Resulta que a ésta también le había mandado el guascazo mi amo y señor, y estaba toda entamborada esperando, con su buena barrigona de tamaño familiar, porque iban a ser mellizos, cuando se alcanza a dar cuenta doña Juno de que iban a ser entenados de ella y ahí mismo llamó a la diosa de los partos, que se llamaba Ilitia (¿cómo les parece el nombrecito para bautizar a una caleñita de Terrón Colorado?)... Pues, sí. Le dio orden a Ilitia que no fuera a dejar que Latona se alentara hasta que ella no le diera la orden. Y empieza esa pobre mujer —digo diosa— a revolcarse en esa cama, con esos dolores tan espantosos... ¡Y nada! Hágase de cuenta cuando uno está bien estítico y no hace sino pujar y pujar ahí sentado. Y perdonen la comparación. Hasta que una diosa que andaba por ahí y oyó la quejumbre y fue a ver qué era la cosa, y vio que era su amiga Latona que no podía dar del cuerpo o de lo que sea, llamó ahí mismo a Ilitia y le untó la mano pa que le desobedeciera a Juno. Y como las mujeres, aunque sean diosas, siempre han sido como muy apegaditas a la plata, llegó Ilitia a donde estaba berriando Latona y le dijo:

—Te voy a dejar parir, pero eso sí: te me perdés de aquí, no vaya y sea que la vieja se dé cuenta.

Y ahí mismo Latona se volvió codorniz, que es un pájaro que ustedes no conocen pero que se parece mucho a una perdiz, y se fue volando hasta que llegó a una roca pelada que había en medio mar, que se llamaba y se llama todavía la isla de Delos. Y allá se volvió diosa otra vez y al fin parió (casi que digo Paula), y la que primero le nació de los mellizos fue Diana, la que los griegos llamaban Artemis, o mejor Artemisa, ésa que no lo quiso aflojar y vivió doncella toda la vida. ¿Y saben por qué?

Porque le tocó ver nacer a su mellizo Apolo, que era el otro guardado que tenía su mamita. Es que hay que ver las afugias de esa pobre mujer —digo diosa otra vez— para tenerlo. Ése fue un voleo muy espantoso. Pero al fin nació el angelito, y bien querido por cierto: porque ése iba a ser nada menos que el dios del Sol. El más bien plantado de todos los dioses. Pero Dianita, que lo vio nacer, dizque dijo:

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—Lo que es a mí sí no me verán en ésas. ¿Ustedes creen que por un gustico que dizque dura siete minutos voy a aguantarme yo

nueve meses de barriga

y cuarenta días de cama?

Está libre. Prefiero irme pal monte a cazar.

Y ahí mismo le echó mano de la oreja a un venado y silbó un par de chandosos que pasaban, y cogió un arco, porque en ese tiempo no había escopetas, y se enmontó. Y se volvió la diosa de los cazadores. Como quien dice, la patrona de Guillermo León.

Europa

YO CREO QUE LO MEJOR es acabar de despachar a Júpiter, pa que podamos seguir hablando de los otros dioses, que ya deben estar hasta disgustados porque no los hemos determinado. De Júpiter no nos quedan faltando sino dos o tres aventuritas, que yo creo que entre este domingo y el otro se las acabo de contar.

Una es la de Europa. Europa era una peladita tan sumamente querida que le dio nombre, no a un marcito de mala muerte, como el Jónico de Io, sino a todo un continente (que, entre otras cosas, me voy a quedar sin conocer. Porque no es que ya tenga el sol a la espalda, sino que me cogió la noche). Pues sí. Como les decía: Europita era la hija del rey de Sidón, que quedaba en lo que llaman hoy el Líbano. Y resulta que una mañana se había ido ella pa la orilla del mar, donde desemboca un río serenito que tiene a lado y lado como unos jardines lindísimos, y pa allá se fue con unas compañeras, a jugar y a coger florecitas, y como daba la casualidad de que Juno no andaba por ahí, porque se había ido a visitar a una comadre, andaba el amigo Júpiter como perro sin tramojo. O, mejor dicho, remolineando hágase de cuenta un gallinazo, atisbando a ver qué muchacha había por ahí descuidada pa enviarle el picotazo. Yo creo que de ahí es que viene la palabra gallinacear.

Lo cierto del caso es que él, ahí mismo que la vio, bajó a tierra y, sin que ella se diera cuenta, se volvió en forma de toro. ¡Pero qué toro! ¿Oye? ¡Ése era mucho toro! ¡Había que verle esos lomos redonditos y lisitos, y esa cola que parecía un penacho, y esa cara, hombre! ¡Y qué ojos! Eran unos ojos grandotes, todos tiernos, que parecía que hablara con ellos. Y los cachos sí que eran una belleza: así volteados en curva, de pa arriba, que parecían la luna en menguante. Y mansitico. Cómo sería que fue llegando donde estaba Europa y se le echó al pie y a ella no le dio ni esto de miedo, sino que ahí mismo empezó a sobarlo y a acariciarlo. Y él dejándose, lo más querido. Y se puso ella a adornarlo con flores, y le amarró un ramo en la cola y le metió por la nuca una corona como ésas que se usaban antes en los entierros, pero de puras orquídeas, y le enredó en los cachos un arreglo tan hermoso, que muchos maridos se morirían de la envidia de tenerlos así de pintas.

Y él ahí echado, mansitico, dejándose hacer, feliz y dichoso. Hasta que ella no se aguantó la gana y se le montó encima y llamó a las compañeras a que vinieran también a montársele, pa que las llevara a pasear a alguna parte. Pero, ¡quién dijo! Ahí mismo se va parando ese toro y arranca a toda pal mar, con la muchacha encima. Y sigue mar adentro, como si nada, sin meterse al agua sino galopando por encima, como ese milagro de Nuestro Señor en el lago de Tiberíades. Todas estas cosas hay que creerlas, sobre todo en Mitología.

Y siguió pa adelante el toro Júpiter, y a lado y lado iban saliendo a saludarlos y a aplaudirlos todos los dioses que viven en el mar, que son unas ninfas que les dicen las Nereidas, montadas encima de unos manatíes, y los Tritones, tocando unas trompetas, y hasta el mismo dios principal del mar, que era aquel hermano de Júpiter que ustedes se acuerdan que los romanos lo llamaban Neptuno, y los griegos Poseidón, que tenía un tenedor grande que era el tridente.

Europa siempre estaba medio cabreadita, y con una mano se agarraba de un cacho y con la otra se subía la falda pa que no se le chilgueteara, y al fin no se aguantó y le preguntó:

—Ve, torito querido: ¿vos sos un dios, o qué?

—Sí, mi amor. Adivinaste. Yo soy nada menos que Zeus, o Júpiter. Pero no se te dé nada. Lo que pasa es que estoy tragado de vos y por eso me disfracé de toro pa venir a secuestrarte. Ya te imaginarás lo que me vas a tener que dar por tu rescate. Pero, tranquila, hermanola, que vamos a ser muy felices y vamos a tener unos hijos muy queridos y muy importantes. Dejate y verés cuando lleguemos a la isla de Creta, que pa allá es pa donde te llevo. Allá me crió en una cueva mi querida mamá-cabra Amaltea, la que se le quebró un cacho, que es el cuerno de la abundancia, o cornucopia como dicen los pinchados. Es una isla muy amañadora. Allá verés cómo no vas a querer salir.

Y como lo dijo, así fue. Apenas llegaron, ahí mismo volvió a coger la figura de él, porque en forma de toro sí le quedaba más bien como incómodo trabajarle a la muchacha. Y pa eso que era tan bien plantado que ella ahí mismo se le fue entregando, como cualquier pendeja de éstas de ahora a un cantante de moda.

Bueno, pues: pa no hacerme muy largo: de esos amores les nacieron tres hijos, dos de ellos muy importantes: Minos, que fue después el rey de Creta, y muy mentado por cierto; otro día les cuento la historia de él; y Radamanto, que fue juez nada menos que de los Infiernos; y un tal Sarpedón, que ése sí no tengo ni idea quién fue.

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Leda

ESTA VEZ LE TOCÓ EL TURNO fue a Leda. Leda era la mujer de un rey de Esparta que se llamaba Tíndaro. Era una belleza de mujer, pa que no nos digamos carajadas. Y resulta que un día estaba sentada en su aposento, reposando muy tranquila cuando va entrando por la ventana un cisne todo asustado, brincando y chapaleando porque lo venía persiguiendo un águila, y Leda ahí mismo, toda conmovida, le abrió los brazos pa protegerlo de esa águila tan atrevida. Y le decía:

—Venga pacá, mijo, no sea bobito, que yo no lo dejo unir a esa águila.

Pero hay veces que no se puede poner uno de buena persona. ¿Saben lo que le pasó a Leda? Que ahí quedó como tres y dos, porque no había tal cisne: era el maldito Júpiter que había llamado a Venus, que es la misma griega Afrodita, y le había dicho:

—Ve, ole: yo que le manejo una gana horrible a aquella vieja, pero yo sé que si me le acerco así como soy se asusta toda y pierdo mi tiempo... ¿Por qué no te disfrazás de águila, y yo me vuelvo cisne y salís como persiguiéndome? Yo sé que a ella ahí mismo le da lástima y me defiende, y ahí sí dejámela por mi cuenta.

Pues así ocurrió, y la pobre no dio un brinco. Qué lo iba a dar, si el señor cisne no le dio tiempo, porque la tenía casi asfixiada abrazándola con esas machas de alas. Porque en el afán y en la emoción se había quedado en forma de cisne, y así fue como le hizo el mandado. Ahora, no me pregunten cómo hizo, que yo tampoco tengo ni idea: y no sé cómo serán los cisnes por debajo. Pero lo cierto del caso fue que dejó a Leda toda culeca, esperando huevo.

Y vean cómo se enredan las cosas a la hora menos pensada. Resulta que esa misma noche se le pasó pa la cama su marido Tíndaro, que estaba todo recalentado porque hacía días que no veía mujer por andar en una guerra. Pero ella no tenía ni pizca de ganas, porque Júpiter la había tranquilizado como pa quince días; pero no hubo de otra, y tuvo que aguantarse a su adorado esposo, que también la dejó en embarazo: ¡qué encartadita la de esa pobre!

Porque a los nueve meses, cuando llamó a Ilitia (¿se acuerdan quién es? La diosa de los partos), cómo sería el susto de ésta cuando ve que lo que le va saliendo a Leda es un huevo inmenso, como de dos yemas y ahí mismo se le va rompiendo el cascarón y aparecen un par de mellizos, los más lindos que ustedes se puedan imaginar: el uno era Pólux —yo digo Polus—, y la otra iba a ser nada menos que Miss Universo cuando estuviera grande: Helena, la de la guerra de Troya. Después hablamos de esta guerra.

Pues sí: nacieron Pólux y Helena, y Júpiter los tuvo que reconocer, porque nacieron del huevo, aunque no como cisnecitos. Y no había pasado media hora cuando le empiezan otros dolores a la pobre Leda, que ese día amaneció con explosión demográfica: esta vez fueron otro par de mellizos, hombrecito y mujercita también: Cástor (acuérdense del aceite de castor) y Clitemnestra. A mí me dio mucho trabajo grabarme el nombre de ésta, que iba a ser la mujer de Agamenón, hasta que inventé este sistemita: acordarme de lo que decía Agamenón cuando peleaba con ella:

—¡Quítenme ésta!

De manera que estos cuatro muchachos, que Tíndaro creía que eran cuatrillizos y que eran de él, no había tal: eran dos parejas. Y yo no me explico por qué los griegos siempre les dijeron mellizos a Cástor y a Pólux: los llamaban los Dióscuros, que quiere decir los hijos de Zeus. Fueron un par de muchachos muy queridos, que no se separaban: eran uña y mugre. Pero lo malo es que Pólux era inmortal y Cástor no. Y una vez en una batalla con unos primos de ellos cayó Cástor herido de muerte, y Pólux dizque lloraba a moco tendido:

—¡Ay, qué desgracia la mía ser inmortal! Se va a morir mi hermanito y no lo voy a poder acompañar a la otra vida…

Y Júpiter que lo oyó, le dio lástima, y los puso a que compartieran la inmortalidad, y así, mientras el uno estaba muerto un día, el otro estaba vivo, y se iban turnando. Y los puso en el cielo, en un grupito de estrellas que los romanos llamaban Géminis, que quiere decir los Mellizos. Los que creen en horóscopos, saben que el mes de Géminis es de mayo 21 a junio 20.

Las historias de las hermanitas de ellos, Helena y (¡quítenme ésta!) Clitemnestra, que no fueron frutas que comió mono, son muy divertidas. Después se las cuento, muchachos.

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Dánae

OTRA SALIDA DEL CORRAL MUY INTELIGENTE del maestro Júpiter fue la de Dánae. Ni pa qué decir que ésta también era un lapo de vieja: porque él no le clavaba el ojo sino a lo mejorcito de la feria, y res que le mandaba el guasque, res que se traía de los cachos.

Pero, empecemos por orden. Acrisio, el rey de Argos... Un momentico, yo les explico que este Argos no era mi tocayo, el de los cien ojos, sino una ciudad. La más vieja de Grecia, por cierto. Acrisio era el rey de allá y no tenía sino una hija, que era ese bombón de Dánae. Acrisio se mantenía muy aburrido porque no había sido capaz de tener un hijo macho, por mucho que le había bregado, en todas las formas y maneras. Y una tarde armó viaje y al otro día se madrugó pa donde el oráculo a preguntarle qué sería lo que le pasaba. Que él necesitaba un heredero del trono. Y el oráculo le dijo:

—Olvidate, hombre Acrisio. Lo que sos vos, no soñés con muchacho. Tu hija, ésa sí. Ésa va a tener uno que va a dar mucho qué hablar: muy importante que va a ser tu nieto; pero también va a ser el que te va a matar.

—¿Que me va a matar a mí mi propio nieto? Ahí manece. No me creás tan pendejo, hombre Oráculo. No creás que yo lo voy a dejar nacer.

Y se volvió pal palacio y mandó hacer una pieza en el suterráneo y la forró de bronce por dentro y allá encerró a la pobre Dánae, pa que ninguno de la parranda de pretendientes que tenía pudiera dar con ella. La pieza tenía un huequito por donde le entraba la comida, y por encima tenía un enrejado tupido, tupido, que no cabía ni un cucarrón.

Pero ni por ésas se le escapó a Júpiter que, una tarde que andaba remolineando por los aires, pasó por encima y la alcanzó a ver allá abajo, que estaba descuidada, medio dormida, más mal sentada que una turista en un aeropuerto, y ahí mismo dizque dijo:

—Lo que es este bizcocho va a ser mío, y es ya. Que no se esté creyendo ese viejo bobo que yo no voy a ser capaz de entrar a esa jaula.

Y, ¿saben en qué se convirtió? En lluvia de oro en polvo, y en esa forma se coló por entre la reja y se le dejó ir encima a la bella Dánae y le dio su buena tanqueada. Es que ésas son bobadas: el jefe de los dioses es muy malicioso, y él sabía muy bien que el oro en polvo es el polvo que más les gusta a las mujeres...

Pues a los nueve meses ya tenía Dánae su buen muchacho berreándole al lado. Y Acrisio que alcanza a oír ese llantico y va a ver qué es la cosa y se da cuenta que ya es abuelo, y arma semejante escándalo:

—¿De quién es ese muchacho, gran sinvergüenza? No vale ni encerrarte con siete llaves. Esta... ¡ni sé qué decirte!

Y ella se le arrodilla y le abraza las piernas y le dice llorando:

—Vea, papacito, por Dios: no se enoje ni me haga nada, que el niño es hijo de Júpiter.

—¡Ah! ¿Conque así es la cosa? Pues porque siempre le cargo recelito a ese maldito viejo no te lo despescuezo ya mismo, pero ¡ah poquito que te va a durar!

Y mandó hacer un cajón muy doble y bien forrado y la metió adentro con el muchachito y con agüita y comida y mandó tirar el cajón a medio mar. Y ese cajón anduvo pacá y pallá sobreaguando en el oleaje un poco de días, hasta que por allá a las quinientas lo alcanzó a divisar un pescador que se llamaba Dictis y lo llevó remolcado hasta la isla de Serifos, donde él vivía. Allá abrió el cajón y los sacó a ellos y se los llevó pa la casa y le dijo a su mujer:

—Ve, mija, lo que me encontré en el mar. Vamos a criar este muchachito, ya que vos no has sido capaz de darme hijos. Y a esta pobre mujer cuidala bien, que viene desfallecida, y por el añaje se ve que es gente.

Bueno, pues: para acortar el cuento les digo que en ese rancho se crió Perseo hasta que se volvió un tatabrón más bien plantado y más buen mozo que el carajo. La mama seguía siendo el mismo bizcocho de cuando estaba más muchacha, aunque tal vez más gustadora, ahora que ya no estaba tan pintona. Cómo sería, que un día pasó por ahí el rey de la isla, y apenas la vio se pegó la tragada de ella más horrible que ustedes se puedan imaginar. Este rey se llamaba Filoctetes y era hermano de Dictis, pero no era buena persona como éste sino que tenía fama de mala ficha. Dictis, Filoctetes: ¿cómo les parecen los nombrecitos? ¡Ni de Dosquebradas que fueran!

Ya como que sonó la campana. El domingo, si mi Dios me da vida y salud, les empiezo a contar las aventuras de Perseo, que son de primera.

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Perseo

ÍBAMOS EN QUE FILOCTETES, el rey de la isla, estaba medio loco por Dánae, la mama de Perseo, aunque ella no le ponía ni cinco de bolas. El mismo Perseo era muy opuesto y celaba mucho a su mama y le rogaba que no se fuera a dejar echar el cuento; pero el maldito viejo era juro a taco que se casaba con ella o que no se llamaba. Y se puso a pensar la manera de desengüesarse de ese muchacho que no se despegaba de la funda de la mama ni de noche ni de día. Y se le ocurrió esta perrada: decir que se iba a casar con otra, y pa celebrar el compromiso armó una fiesta a todo taladro, y invitó a todos los amigos de él, que eran una parranda de oligarcas, y también a Perseo. A éste lo invitó con su segunda intención, porque éste era un pobre pelagatos que no tenía un cristo en qué morir. Y si vieran la clase de regalos con que se fueron apareciendo: un vellocino de oro, un yelmo con un penacho de crin de Pegaso, betamaces y creo que hasta un Mercedes.

Y Perseo manivacío. Pero como él no se creía menos que nadie, se fue presentando muy tranquilo donde Filoctetes, y se le cuadra y le dice: