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El guardián del fuego

© 2014, Javier Darío Restrepo

© 2014, Intermedio Editores S.A.S.

Edición, diseño y diagramación

Equipo editorial Intermedio Editores

Diseño de portada

Lisandro Moreno Rojas

Intermedio Editores S.A.S.

Av Jiménez No. 6A-29, piso sexto

www.circulodelectores.com.co

www.circulodigital.com.co

Bogotá, Colombia

Primera edición, octubre de 2014

Este libro no podrá ser reproducido,

sin permiso escrito del editor.

ePub por Hipertexto / www.hipertexto.com.co

ISBN: 978-958-757-430-2

ABCDEFGHIJ

Para Gloria, María José y Gloria Inés:mi orgullo y mi alegría.

Capítulo 1

«Tiene veinticuatro años y se está muriendo. La obligaron a abortar y se infectó. Deliraba de fiebre cuando la dejé para venir a pedirte que la salves».

César, el médico amigo de Santiago, de su misma edad y compañero de colegio, no supo si reir o protestar ante el inesperado pedido y la irrupción de su amigo periodista en su consultorio meticulosamente ordenado y aséptico, a pesar del ambiente descuidado y pobre de aquel puesto de salud de San José del Guaviare.

–¿Y qué se supone que debo hacer? –le dijo tratando de entender.

–Evitar que se muera.

–¿Y dónde está?

–A un día de canoa y ocho horas de caminata por entre el monte.

–¿Cómo? –más que una pregunta fue una forma de lamento. Y en un instante, como un chispazo repentino, le llegó la explicación de todo–. ¿Estuviste con esa gente otra vez?

–Sí y tenemos que irnos ya.

La voz de Santiago sonó imperativa y clara: no estaba para discusiones. Una vida en riesgo no es una teoría que se somete a debate. Es un hecho de sí o sí, sin alternativa.

Santiago erguía sus 180 centímetros de estatura contra la puerta y hacía parecer pequeño el consultorio. Delgado y con una musculatura ganada merced a la disciplina de su gimnasia diaria, irradiaba buena salud y optimismo. De sonrisa fácil, no pasaba desapercibido por su figura y muy pocos hubieran creído que estaba a punto de cumplir setenta años. Había comenzado a encanecer, pero la piel del rostro, tersa y ligeramente quemada por los soles de sus frecuentes viajes de reportería, no exhibía ni una arruga. Conservaba sanos sus ojos y solo de vez en cuando usaba unas gafas de miope para leer documentos.

César lo miró con resignación, comenzó a desabotonar su batón blanco de trabajo, buscó su chamarra de lona, agarró su maletín negro y le dijo: estoy listo.

Cinco días después, mientras un obstinado desvelo le multiplicaba y agrandaba pensamientos y preocupaciones en la habitación que compartía con César en un modesto hotel de san José, revivieron todos los detalles de aquella escena que había sido el comienzo de su aventura.

César, en la cama de al lado, dormía vencido por la fatiga de un viaje largo e incómodo por el río Caguán. Al desembarcar en el puerto, ya al anochecer, una patrulla del ejército los había rodeado para una requisa, que hubiera transcurrido normalmente si no hubieran aparecido su computador portátil y el maletín del médico.

–¿Dónde tiene pacientes, doctor? –preguntó el sargento con una falsa indiferencia.

–En la vereda la Hermosa –respondió él con aplomo.

–¿Algo grave?

–Una infección producida por un aborto mal tratado.

Y después, con una sospechosa cortesía y mientras extraía de su funda el computador, el mismo sargento le había dicho:

– Le prometo tratarlo con cuidado, pero debo retener esta noche su computador.

Sargento, viajaré en el avión de la mañana, –objetó Santiago sin muchas esperanzas de éxito.

El militar, sin perder su sonrisa, le dijo tranquilizador:

–Lo tendrá a la hora de abordar. No se preocupe. Extrajo de su bolsillo un talonario, firmó una de las hojas de recibo y se la entregó.

–Muestre esto a la patrulla y se lo devolverán. Es posible que yo mismo esté allí.

Solo cuando la patrulla se retiró, el periodista y el médico cayeron en la cuenta de que los habían estado esperando. Entre los pasajeros que venían en la lancha solo a ellos los habían requisado.

Dos pensamientos le quitaron el sosiego a Santiago desde ese momento: que a César pudiesen involucrarlo en un asunto que no era el suyo y en el que había intervenido con un limpio espíritu profesional. Pero más inquietante era tratar de imaginar lo que a esas horas estarían buscando los militares en su computador.

Su preocupación hubiera sido mayor si hubiera podido ver la intensa actividad que el sargento desplegaba en ese momento. Con ayuda de los técnicos de la brigada copiaban y leían los archivos que se encontraban en la carpeta de cartas. También habían seleccionado una carpeta que figuraba con el enigmático nombre de El Guardián del fuego, en la que figuraban archivos titulados: «Datos de las guerras», «Las prisiones» y, el más intrigante de todos: «Pasos para una subversión». Después abrieron la carpeta de fotografías y allí encontraron, al parecer, la información que desde inteligencia, en Bogotá, les habían ordenado obtener. Esa misma noche los expertos en la capital, iniciaron el estudio de una fotografía.

Después de una noche de desvelo, Santiago hizo su primera llamada al celular de Marcela.

En la brigada, a unas cuantas cuadras de su hotel, un técnico que acababa de recibir el turno de la mañana, con los audífonos puestos, oprimió la tecla que activó el mecanismo de grabación:

La voz de Marcela se oyó nítida:

–Aló.

–Marcela, soy yo, desde San José.

–Hola Santiago, ¿cómo estuvo todo?

–Bien, bien, Con algunos inconvenientes que ya te contaré. ¿Entre ayer y hoy has recibido alguna llamada para mí?

–Hubo una que se cortó. No les debió gustar mi voz –respondió entre risas–. ¿Esperabas alguna en especial?

–Sí. Hay algo en marcha, pero no te preocupes. ¿Encontraste los planos?

–Aquí te los tengo. Están todos los datos que necesitas. Se ve que tuvieron que hacer una buena investigación. Te van a gustar.

–Otro favor, he intentado comunicarme con los de El Faro para decirles que estén listos porque les llevo el encargo. Esta tarde tendrán todo.

La cinta, con la grabación debidamente rotulada, fue a parar a una caja metálica archivada con el nombre de Santiago.

Desde que lo tuvo como profesor en su curso de postgrado, Marcela se había convertido, más que en una devota alumna, en una ferviente seguidora de todo lo que Santiago hacía o decía. Había reunido en una abultada carpeta recortes de sus artículos, se enorgullecía de su colección de los libros que Santiago había publicado, que incluía ediciones que ya no se encontraban en las librerías, y lo mantenía al día sobre los comentarios de los críticos y los columnistas sobre sus trabajos periodísticos y sus textos académicos.

Cuando supo que el viejo periodista estaba preparando una serie de artículos sobre Antonio Nariño, a pedido de una editorial que había decidido sumarse a las celebraciones de los doscientos años de la independencia, se convirtió en su asistente para reunir una extensa bibliografía y para ordenarle documentos, recortes de prensa y un voluminoso paquete de fichas.

Santiago, consciente del criterio independiente e inteligente de Marcela, la había nombrado su primera lectora. Confiaba ciegamente en su juicio crítico, les daba un gran valor a sus observaciones y a las sugerencias que, desde sus disciplinas como socióloga e historiadora, hacía a medida que avanzaba en la lectura de los originales.

Era la tarea en la que estaban concentrados aquella tarde en el estudio de la casa de Santiago, concluido el trabajo intenso de redacción de los informes periodísticos sobre su viaje a las selvas del Caguán. Esa mañana había aparecido el primero con un titular provocador: «La guerrilla no está vencida».

Con una libreta a su alcance y mientras jugueteaba con un lapicero plateado que despedía reflejos brillantes al moverlo entre sus dedos, Marcela oía a Santiago mientras leía con su magnífica voz de locutor de noticias:

Tanto me habéis importunado con preguntas que van y preguntas que vienen, sobre el infortunado papel que tantas desgracias trajo sobre la cabeza de mi amo, que al fin he de rendirme y contar lo que por tantos años he guardado solo para mí.

Habéis presionado con mayor constancia, que no con mayor fuerza, que la de aquel oidor obstinado y colérico que me hizo comparecer para que le dijese lo que estos ojos míos habían visto y lo que no. Pero todo el encendido interés con que se había dispuesto a recoger mis pareceres, como si de doblones de oro se tratase, se le ha venido por los suelos al responder, como debía decírselo para que no hubiera engaño, que de lo escrito en el tal papel no tenía idea alguna por ser yo persona sin letras, ni de las que se escriben, ni de las que se leen. Decir esto y volverme la espalda con cólera, fue todo uno y con tal ensoberbecimiento que temí ir a parar con mis huesos a una cárcel.

Habíame pasado por la mente decir al oidor, que no lo quiso oir, que el sábado antes de aquel domingo, pidióme mi amo llevar con la mayor priesa y discreción, un papel que debía entregar a don Diego. Ocultélo debajo de la ruana con el bulto de papel grueso, que no era papel común, para el trabajo del siguiente día.

Si tal dato hubiera llegado a los oídos del oidor, habríame preguntado qué decían los papeles que ocultaba y yo le habría dicho que nada, porque ignorante, ningún papel escrito, aunque fuese con la letra de mi amo don Antonio, me decía nada.

¿Qué cómo un hombre sin letras servía en una imprenta, donde todo son letras desde la mañana hasta la tarde? Porque entintar y dar vuelta a la palanca, mojar y poner al sol las hojas hasta que estuvieran secas, llevar y traer papeles a las personas distinguidas y letradas, barrer el taller y ordenar en pilas los papeles entintados, todos son trabajos en que me apercibo sin necesidad de letras.

Muy numerosas y dichas en todos los tonos fueron las preguntas que hube de responder sobre cosas que iban más allá de mis entendederas. Nada hube de responder sobre lo que en esas hojas se decía. En cambio lo que sí recordaba y agora veo en mi memoria es que ese domingo entramos al taller de la calle de los carneros, don Diego Espinosa y yo cuando en las torres de la catedral sonaban las campanadas de la misa de siete. El día antes ya había traído las hojas de papel, así que al llegar las vi sobre la mesa y apiladas contra la pared.

A la hora de las nueve entró don Antonio cuando ya había comenzado la impresión. Vile muy atento con la primera copia en la mano y don Diego al pie, con su batín manchado de tinta. Debieron encontrar de su gusto lo que leían porque pronto requirieron mi ayuda para entintar y tirar de la prensa. En esas maniobras estuvieron entretenidos hasta las 11:45 los dos solos. A esa hora llevéle a don Antonio dos de las copias que estaban secas y él las miró con gusto y las guardó en un bolsillo de su casaca. Las demás se las llevé a su casa con el original y las pruebas sin melindres ni ocultamientos, que se trataba de un trabajo más.

Recuerdo sí que después de entintada la prensa, don Antonio ordenó que echáramos el pestillo de la puerta para que nadie nos interrumpiese. Y así trabajamos ese día del Señor en santa paz.

Santiago dejó las hojas sobre la mesa y se dispuso a responder las preguntas que presentía en el gesto de impaciencia de Marcela.

–¿De dónde sacaste eso? ¿Cómo así que el criado analfabeta de Antonio Nariño escribió sus memorias?

–En efecto, Marcela, en el acta del oidor Mosquera correspondiente al 21 de agosto de 1794 consta que Juan José González de veintidos años no firmó por no saber garrapatear su nombre y que muy poco agregó al conocimiento de lo ocurrido en la imprenta de Espinosa cuando se imprimieron,en día domingo, los ejemplares de la traducción de los Derechos del Hombre.

–Pues has de saber –agregó Santiago en tono solemne a la sorprendida muchacha– que ya anciano Juan José le hizo el relato de este y otros episodios de la vida de Nariño a un nieto suyo, también llamado Juan José González, y que ese papel pasó de baúl en baúl, hasta los actuales descendientes de aquel criado analfabeta.

La vida, que es juguetona e irónica, quiso que la tataratataranieta de Juan José fuera una maestra de escuela en una vereda de La Uribe adonde fui a parar en los días de los frustrados diálogos de El Caguán, buscando una entrevista con Marulanda. En medio de una tempestad y buscando protección para nuestra cámara de televisión, nos refugiamos en la escuela y allí pasamos la noche. La maestra nos mostró, entre sus papeles, esta herencia familiar que acabas de oir.

¿Auténticos, fraude? En todo caso es una pieza preciosa y ¿sabes lo mejor? Todos los datos encajan.

El criado analfabeta de don Antonio Nariño fue testigo ocular de la primera impresión de la traducción de los Derechos del Hombre hecha en Colombia, trajo y llevó el original y las copias y solo supo que era un papel importante cuando el oidor Joaquín Mosquera, impaciente y agresivo, quiso saberlo todo, hasta lo que González ignoraba sobre aquel misterioso papel.

Marcela se guardó sus comentarios para otra ocasión, encogió las piernas entre el sillón y se dispuso a cumplir con su tarea de primera lectora.

–¿Le has puesto nombre a este capítulo?

–Es la historia de un papel que desapareció. En el proceso contra Nariño fue una prueba inexistente, algo así como un reo ausente. Ni fiscales ni jueces lo vieron, sin embargo les quitó el sueño.

–Pongámosle como nombre provisional a este texto: Historia de un papel ¿te parece?

–Puede ser. Léelo y después hablamos.

Y Marcela leyó en hojas de papel porque, aunque hubiera podido seguir el texto en la pantalla del computador, encontraba más fáciles la lectura y las anotaciones en el papel. El texto decía:

El papel que imprimieron Nariño y Espinosa aquel domingo en la mañana, pasó por las manos de siete personas antes de quedar convertido en cenizas: fue la publicación más efímera del Precursor.

El mismo declaró ante el implacable oidor Joaquín Mosquera que el primer ejemplar se lo vendió a don Miguel Cabal por ocho reales; otro se lo dio a don Luis Rieux, pero ese lo recuperó Nariño y lo quemó junto con las otras copias «por su naturaleza perjudicial y que no convenía que estuviera en manos de todos». Según declaró ante el oidor.

Pero el ejemplar en manos de Cabal tuvo más circulación y le costó más que los ocho reales que le pagó a Nariño. Don Juan Nepomuceno Muñoz, que vivía en la misma casa de Cabal, lo tomó y se lo pasó al español Francisco Carrasco quien declaró: «lo tuve en mi poder un día y entre otros sujetos que no tengo presentes, se lo enseñó a don Juan Primo González. Al día siguiente se me pidió el papel por don Miguel Cabal». Cabal había recibido carta de Nariño en la que le pedía con urgencia remitirle el papel.

Don Antonio, advertido del peligro que representaban esas cuatro hojas que había publicado, quería hacer desaparecer hasta su último rastro. Diez meses después, don Miguel Cabal iría a prisión acusado de complicidad en la difusión del temido papel. En manos del dicho Carrasco lo vió también José de Oyarzábal, quien refirió que José Primo González lo había visto circulando en la Villa de San Gil y en otros parajes del Reino. El dato fue consignado por Carrasco en su delación: «infiero que se imprimió y repartió por varios parajes del Reino con fin premeditado».

Todavía hubo un séptimo declarante sobre la muy efímera vida del papel: fue el abogado de la Real Audiencia, don Faustino de Flórez: «el motivo para ver este papel fue porque un dia lo llevaba don Luis Rieux a quien se lo pidió para leer y después se lo devolvió».

El oidor Mosquera había seguido el rastro dejado por aquel papel y podía hacer un mapa de su breve recorrido por las manos de siete personas, después de su impresión en el taller de Espinosa. Y sin embargo el oidor estaba asustado.

–Pudo hacer el mismo mapa que hiciste para no perderte entre las declaraciones y delaciones que escuchó Mosquera –comentó Marcela interrumpiendo su lectura.

Santiago, que digitaba un texto en su computador, le contestó mirándola por encima de sus gafas:

–Yo me hubiera desalentado al ver el tal mapa. Fueran doscientas, que dijo Nariño, o los cien que confesó Espinosa, lo cierto es que todos los habían quemado, menos dos: uno en manos de Rieux y otro en poder de Cabal. El de Rieux lo vió el abogado Flórez y el de Cabal estuvo en poder de Carrasco, por quien lo conocieron Muñoz, González y Oyarzábal. En total siete personas. A primera vista no es motivo suficiente para un escándalo de la magnitud del que estalló diez meses después.

–Según eso no quedó un solo ejemplar de la edición. Es decir, no había cuerpo del delito en manos de los oidores Mosquera y Hernández de Alba, nombrados por el virrey para hacer la investigación, comentó Marcela.

–El papel nunca lo tuvieron, pero en cambio sí obtuvieron las más detalladas descripciones sobre el explosivo documento, como verás en el texto. Oye esto:

La voz de alerta sobre el papel la dio el español, desempleado, Francisco Carrasco cuando por su propia iniciativa denunció que meses antes había llegado a sus manos un papel impreso de letra bastardilla cuyo contenido era sobre las leyes establecidas por la Asamblea Constituyente de Francia, sobre los deberes, privilegios e igualdad de los hombres, con una nota o postdata que resultaba un aplauso de las ideas de aquellos legisladores.

–Esto que te leo es de las actas de delación firmadas por el regente de la Real Audiencia, Luis de Chávez y Mendoza, quien recibió esa denuncia en coincidencia con la alarma provocada por los pasquines que aparecieron en lugares públicos. La alarma fue tal que el virrey Ezpeleta que había viajado dos días antes a Guaduas por razones de salud, de inmediato regresó. Al llegar encontró que a la alarma por los pasquines se agregaba la denuncia de Carrasco, ampliada ante el mismo regente por Oyarzábal, Benítez y José Primo González quienes, como leales súbditos del Rey, cumplían su deber de revelar unos hechos muy semejantes a una conspiración.

El nerviosismo del virrey y de los oidores llegó a niveles de paranoia cuando el soldado español José Arellano, reveló ante el propio virrey «un complot en de servicio del Rey». De él hacían parte los autores de los pasquines, los doctores Luis Gómez, Pablo Uribe y José María Durán. Además, agravaba la situación, la noticia sobre las juntas celebradas en el colegio de Santo Tomás y en la casa de don Antonio Nariño, para urdir el asalto al cuartel de armas y el establecimiento de un gobierno republicano.

Cuando el soldado Arellano terminó de hablar, el virrey no tuvo duda alguna: estaba en marcha una conspiración y él debía detenerla.

–Para ahí, para ahí Santiago porque ya esto me parece una novela de conspiradores … De una historia con héroe que traduce los Derechos del Hombre y los hace conocer a la pacata Santafé colonial, me estás llevando a una novela como las de Gabriel García Márquez, con pasquines misteriosos que aparecen en las paredes, reuniones clandestinas para preparar el asalto de un cuartel y el robo de unas armas con el propósito de tumbar el gobierno.

–Sí, Marcela. Son dos historias distintas: la que tú y yo aprendimos en los textos escolares, y la que se lee en los documentos del archivo histórico de Madrid, publicados por el Banco de la República en 1974. Los datos que te he dado son tomados de las cartas de la Real Audiencia. Marcelita, la historia de la traducción de los Derechos del Hombre, no tiene la importancia retórica que le han dado. Es un hecho importante en la vida de Nariño y de Colombia, pero es una importancia de otra clase.

–Para pasar todo eso voy a necesitar un café caliente –dijo Marcela mientras abandonaba el sillón derrengado en que se había acomodado. Preparó dos tazas de café con abundante azúcar para ella y las trajo al escritorio mientras decía en tono alto que no se podía identificar como de reproche o de entusiasmo por los descubrimientos que estaba haciendo–. Me estás cambiando la imagen que tenía de Nariño. Lo que aprendí en el colegio se me está desmoronando. ¿Te das cuenta, Santiago?

–Pero vas a ver que tu Nariño solo va a perder el maquillaje. Sigo con mi historia. Te advierto, no oirás un solo dato inventado.

El virrey no tenía tiempo que perder. Su primer pensamiento y actividad fueron para demandar la ayuda de la Iglesia. En la carta que le dirigió al superior de los capuchinos el 26 de agosto de 1794 – te lo cito con fecha y con nombres porque es un dato documentado– el virrey parece olvidar los pasquines y las reuniones clandestinas de Nariño porque le preocupan sobremanera «los papeles impresos dirigidos contra nuestra santa religión y contra el gobierno. Allí se publican los derechos del hombre y se vierten especies sediciosas con el fin de pervertir los ánimos». Era falso que se hubiera atacado a la religión, pero valía como motivación para que los capuchinos emprendieran «unas misiones circulares para predicar las verdades de la religión y las obligaciones para con nuestro católico monarca y los que gobiernan en su augusto nombre». Al mismo tiempo sugería el virrey que en el curso de esas misiones se recogieran todos los ejemplares de esos papeles que pudieran encontrarse.

Un oficio similar, con la firma y el sello de virrey les llegó a los superiores de los religiosos dominicos, de los franciscanos, de los agustinos y de los candelarios. Dispuesto a atacar por todos los frentes, el Virrey envío oficios al presidente de Quito, a los gobernadores de Guayaquil, Cuenca, Popayán, Chocó, Neiva, Mariquita, Antioquia, los Llanos, Cartagena y Panamá y a los corregidores de Tunja, Zipaquirá y El Socorro. Y como en los comunicados para la captura de un criminal peligroso, se lo describe en detalle, el virrey incluyó en su oficio el retrato hablado del peligroso y sedicioso papel, que debía ser recogido: «las señales del impreso son hallarse en un papel grande, grueso y prieto, en cuarto, con mucho margen, todo de letra bastardilla y de tres clases de mayor a menor, siendo la más chica la de una nota o especie de adición con que finaliza la cuarta y última hoja». Era como si el virrey hubiera tenido la hoja ante sus ojos, en realidad nunca la tuvo en sus manos, pero como si la hubiera ojeado: los datos de los denunciantes que sí habían visto y tocado el documento abundaban en detalles que luego complementarían los procesados en el curso de la investigación.

El propio Nariño declararía que «había impreso cosa de doscientos ejemplares, que el papel estaba impreso en tres letras bastardillas que hay en su imprenta, en papel marquilla, en cuatro folios, que la primera letra grande que se empleó decía:“los representantes del pueblo francés. En lo que respecta a la libertad solo se acuerda que decía: el hombre nace y muere libre; que sobre religión y monarcas no trataba cosa alguna».

El abogado de la Real Audiencia, don Faustino de Flórez recordó que esas tres hojas en cuarto contenían «cuanto se puede decir sobre la libertad del hombre en su origen, en un estilo tan conciso y con una propiedad de palabras tan rigurosa que no es posible recomendar a la memoria sus particulares cláusulas». Al abogado le hizo sospechar que fuera una hoja furtiva o clandestina, que no constara en el impreso el lugar de impresión del papel.

Cuando el impresor don Diego Espinosa declaró el 2 de septiembre de 1794, confesó todos los datos que ya conocía el virrey: «el papel era de una calidad que no había visto hasta entonces: grande, grueso y trigueñote,» el uso de la bastardilla de tres tamaños, que fueron cuatro hojas de papel grande y con harto margen. Distinto del dato de Nariño, Espinosa afirmó que «el número de ejemplares impresos llegaron a ochenta o más».

A pesar de todos estos minuciosos detalles que habrían permitido identificarlo, el funesto papel nunca fue capturado. En el extenso expediente, a pesar de todos los esfuerzos del virrey y de los oidores para obtener la prueba reina contra Nariño, no se incorporó ejemplar alguno de las facciosas hojas. Hubo reos, hablaron testigos, se hicieron inspecciones «in loco» allanaron bibliotecas, dormitorios y salones, pero nadie pudo mostrar un solo ejemplar de un papel que según el virrey era tan peligroso para la autoridad real como un pueblo en armas.

A falta de papel, los investigadores del virrey fueron a parar a la biblioteca del capitán Cayetano Ramírez de Arellano, de la guardia virreinal. Él guardaba entre sus libros los tres tomos de La Historia de la Revolución de 1789 y del establecimiento de una constitución francesa, impresos en París en 1790. Del tomo tercero había tomado don Antonio Nariño el texto de los Derechos del Hombre, que había traducido y publicado. Como cómplices o coautores del crímen de sedición, los tres tomos fueron secuestrados por los diligentes investigadores comandados por el oidor Mosquera y, después, dato curioso y revelador, cuando se promulgó la sentencia contra Nariño, los libros también fueron condenados «a ser quemados en la plaza mayor de esta ciudad por mano del verdugo».

Los restos del café se habían enfriado en la taza de Santiago; así se los tomó, de un solo trago mientras Marcela, que no sabía si reír o maldecir, trataba de encontrar la palabra precisa.

–No, no Santiago, no puede ser cierta tanta … tanta brutalidad … ¿cómo es posible algo así?

–Analízalo en frío –le dijo mirándola por encima de la taza vacía que sostenía con las dos manos– y vas a encontrar que sí es posible:

»1. las cosas no iban nada bien en Europa. Carlos IV había cerrado los pirineos como si se tratara de contener una epidemia o una invasión. Su temor a los efectos de la revolución francesa le inspiró una política defensiva en las fronteras con Francia, como si las ideas, igual que un ejército pudieran invadir a España. En las colonias cundió ese mismo miedo a las ideas revolucionarias de modo que tanto el virrey como la Real Audiencia acabaron convertidos en cancerberos para impedir el contagio.

»2. estas colonias contaban con un criollato que soñaba con tener un rey, o al menos un príncipe europeo, como premio de consolación.

»3. cualquier acto, idea o palabra que pudieran revivir las zozobras que produjo el levantamiento de los comuneros del Socorro, ponía en peligro el dominio del rey sobre estas tierras.

»4. el virrey Ezpeleta sabía muy bien quién era Antonio Nariño. Su predecesor lo había hecho alcalde de Bogotá cuando solo tenía veitidos años; contrariando el poder de los canónigos, lo había impuesto como tesorero de diezmos y lo había sostenido a pesar de las quejas de los pomposos eclesiásticos al rey.

»Suma esos hechos y encontrarás la explicación del nerviosismo con que se hizo todo en un proceso cuya celeridad contradice la habitual parsimonia con que todo marchaba en esta colonia. Te voy a mostrar una hoja de ruta que logré reconstruir… Por aquí debe estar».

Dispersos sobre su mesa había cuadernos, libretas, libros, periódicos, revistas de la academia de historia, en un razonado desorden. De lo razonado dio prueba cuando rescató, con gesto triunfal, un paquete de fichas atadas con una banda de caucho. Distribuyó veitisiete cartones rectangulares en tres líneas con las que cubrió la casi totalidad de la superficie de la mesa.

–Aquí tienes veintisiete fichas, una por día, que cubren el período entre el 20 de agosto y el dieciséis de septiembre de 1794. Con una prisa insólita ocurrieron los hechos, como verás. El veinte se presentaron espontáneamente, para hacer delación, tres personas. El principal delator, Francisco Carrasco, quien se convirtió en el mayor acusador de Nariño. Después le pediría al virrey un empleo como contraprestación por el servicio prestado a la corona.

»Desde ese día comenzó en la casa del virrey una actividad nunca vista. Durante esos veintisiete días hubo venitiocho indagatorias minuciosas, con frecuentes reprimendas a los indagatoriados cuando las respuestas no se ajustaban a las preguntas sobre el papel publicado por Nariño: de quién lo habían recibido, a quién lo habían entregado, si lo habían leído o no; si habían comentado con alguien su contenido. La hipótesis que se trataba de confirmar era la existencia de un movimiento sedicioso encabezado por Nariño y promovido con las ideas del papel.

»El virrey en esos veintisiete días ofició a dieciocho funcionarios del continente para que estuvieran vigilantes y dispuestos a retener y a enviarle copias del documento; también ofició a la Real Audiencia sobre el grave asunto y a las congregaciones religiosas para que asumieron la defensa de la religión y del Rey, amenazados por el satánico papel. Su actividad llegó hasta las personas que enviaban o recibían cartas o periódicos de Nariño, para evitar la difusión del funesto documento entre su correspondencia.

»Hubo días de actividad frenética. Esta es la ficha donde consigno el trabajo del oidor Mosquera, que se había posesionado veinticuatro horas antes. Inmediatamente después de su posesión emitió su primer decreto sobre inspección a la imprenta y a la casa de Nariño, y sometió a la Real Audiencia su primera consulta: ¿podía poner preso al acusado y embargar sus bienes? Los abogados de hoy conocen este detalle y se asombran.

»El día 29 de agosto fue especialmente atareado para el oidor: visitó la imprenta de Espinosa y ordenó la prisión de sus empleados, fue a la casa de Nariño y selló la habitación donde tenía su biblioteca; fue a la tesorería de diezmos y selló la entrada, ordenó el traslado de Nariño, preso, al cuartel de caballería y tuvo tiempo, además, para escuchar la indagatoria de diego Espinosa y de Juan Nepomuceno Muñoz. Durante ese período ordenó el traslado de un cuadro y de un busto que adornaban la biblioteca de Nariño, examinó uno a uno sus documentos: apuntes, cartas, proyectos, en busca de la prueba definitiva de la existencia de un complot contra el rey. Obsesivo y dogmático, el oidor instructor, Joaquín de Mosquera y Figueroa, partía en sus meticulosos interrogatorios, de la presunción de culpabilidad del acusado en forma tan evidente que, finalmente, el 14 de septiembre, Nariño recusó al oidor «por la forma en que se le interroga y se le acusa». El mismo día, no obstante ser domingo, la Real Audiencia negó la petición “por frívola y maliciosa, dirigida solo al fin de entorpecer el curso de la grave causa”».

–¿Qué clase de hombre era ese oidor Mosquera? –quiso saber Marcela.

–Te lo voy a mostrar en retrato y me vas a decir qué te sugiere esa imagen. Los que han entrado a la sala rectoral del Colegio del Rosario observan en lo alto de la pared, este cuadro del verdugo de Nariño. A ver, ¿qué te parece?

Marcela se quedó mirando en silencio la reproducción en blanco y negro del viejo cuadro. Olvidó la toga y la ostentosa condecoración, y se concentró en el rostro.

–Veo unos labios delgados y apretados, y unos ojos redondos e inmóviles como los de un ave rapaz; el mentón fuerte y voluntarioso y una nariz ordinaria. No es la persona que yo querría como socia en un negocio, ni como suegro. Admito que me condiciona lo que me has contado, pero creo comprobar que no son solo los ojos el espejo del alma. Es todo el rostro. Este es un hombre que se ha hecho a sí mismo, para odiar

Santiago la escuchó con cierto aire de condescendencia, aunque estaba de acuerdo. Había ordenado en la ficha respectiva, cerca de quince datos diversos y les había puesto el título de El oidor implacable.

–No solo es el retrato –le dijo– los datos te dan la razón, Marcela. Era un hombre implacable. Ya lo has visto hiperactivo, como si un fuego malo lo estuviera consumiendo. Ya viste la prisa impaciente con que recién posesionado, y cuando aún no había obtenido pruebas que confirmaran la acusación, consideró la posibilidad de poner preso al acusado y de despojarlo de todos sus bienes. Las preguntas en los interrogatorios no están dirigidas a buscar la verdad, sino la confirmación de su versión. Con el mismo objetivo va a la imprenta, busca hasta debajo de las piedras, interroga a los operarios, uno de ellos analfabeta, inspecciona la casa de Nariño, escudriña en su biblioteca, revuelve sus papeles, las cartas, los memorandos, los escritos, con una ansiedad creciente porque su hipótesis de Nariño conspirador no encuentra sustento alguno; y el papel, el sacrílego papel que ni él ni el virrey han visto, no aparece por parte alguna, como si nunca hubiera existido. Esa angustia de investigador frustrado lo vuelve irascible e inescrupuloso. Así lo vió y oyó durante su declaración el propio don Antonio Nariño.

»Acababa el acusado de relatar su encuentro con don Miguel Cabal en el altozano de la catedral, ocasión en la que le anunció: tengo un excelente papel, en dando un peso lo verá. Era una versión que no coincidía con la historia que Mosquera tenía armada en su cabeza. En esa historia, la hoja nefanda no había sido vendida sino prestada porque eso es lo que debió ocurrir en una conspiración criminal: difundir gratuitamente la ponzoñosa doctrina. Y en el acta anotó: «No es creible que pensó en imprimirlo clandestinamente para venderlo, sino con los designios de esparcirlo para hacer comunes y populares sus ideas».

»Pero no solo quiere destruir al conspirador, el oidor se complace en destruir a la persona. En las actas quedó el relato escueto de la ejecución del embargo, el 29 de agosto de 1794. Ese día se confiscaron utensilios domésticos, el mobiliario, dos esclavas, Nicolasa y Luisa, la biblioteca, tan extensa que su inventario ocupó varios días, algunas joyas y las ropas de uso personal. Cuando nada quedó en la casa, comenzó el embargo en la estancia de Nariño en Sopó. Con el inmueble se embargaron 307 corderos y algunas ovejas, animales de carga, montones de trigo. Al terminar Mosquera, Nariño, su esposa y sus hijos habían quedado en la más absoluta pobreza. Era evidente que no se trataba solo de desactivar y desmontar una conjura, el oidor Mosquera quería destruir al hombre.

»Y casi lo logra. Cuando el médico Honorato de Vila, por orden de Mosquera, visitó a Nariño el 8 de septiembre en el cuartel de caballería, se encontró a un hombre físicamente destruido. Habían aparecido los primeros síntomas de la tuberculosis, febril y con repetidas crisis nerviosas, «consecuencia de una prisión inesperada, la pérdida del honor y los bienes, la memoria de su esposa desconsolada y de los hijos, la idea de una muerte cercana, dejando en execración y por herencia a sus hijos la miseria y la infamia». Este es un testimonio personal de Nariño sobre esos primeros días de prisión que minaron su salud.

»El médico de Vila, a quien se le había prohibido hablarle de cualquier cosa distinta de la enfermedad, manifestó su impotencia al salir del cuartel: «la enfermedad, por su naturaleza es de difícil curación, por ser propia del espíritu». Aún no había comenzado el juicio y el reo ya había sido destruido física y espiritualmente.

»Antes de su traslado al cuartel, Nariño había tenido que contemplar la escena del embargo de todos sus bienes y del gesto de estupor y desvalimiento de su esposa y de sus hijos.

»El metódico e implacable despojo de sus bienes había comenzado el 29 de agosto, horas antes de su traslado al cuartel de caballería. En el camino a su prisión lo acompañaron, como imágenes de pesadilla, las escenas de ese día. Llegaron en la mañana con los papeles de ley y echaron mano de todo, mientras un escribano anotaba: arreos de montar, la mesa de jugar trompo, veintiún sacos de fique, imágenes de santos, un violín, un estuche de matemáticas, hasta su ropa. De los armarios y barriles sacaron casacas, pantalones, vestidos enteros, los ternos de fiesta, el sombrero de pelo, una sortija de diamantes, el bastón con puño de marfil y, como si fuera un objeto más, figura en las actas la negra Nicolasa, una esclava de ochenta años que había criado a sus cinco hijos. Solo alcanzó a ver el comienzo de las acciones de despojo en la biblioteca. Durante los tres días siguientes se cumplirían las órdenes del oidor Mosquera de espulgar hasta el último libro de la bien surtida biblioteca. Pero de todas esas cosas podía prescindir don Antonio, pero no del sostenimiento de su esposa y de sus hijos. Saberlos desamparados y sin recurso alguno, condenados a vivir del favor de amigos y familiares fue el comienzo de «la enfermedad del espíritu» que derrotó los conocimientos y medicinas del doctor de Vila.

»A las primeras manifestaciones de la tuberculosis se agregaron la profunda tristeza y depresión, que impidieron el desarrollo normal de las indagatorias.

»Cuando la diligencia de declaración programada para el 12 de septiembre tuvo que suspenderse, el médico de Vila explicó que había advertido en su paciente «la constante decadencia en el pulso y el mayor abatimiento de ánimo, por lo que le parecía se suspendiese la diligencia hasta las once» pero a esa hora, certificó el médico «don Antonio permanecía con suma debilidad producida por la pérdida del espíritu animal y por ello era conveniente el sosiego del paciente por todo el día».

»La destrucción física y espiritual del reo se estaba logrando. Ahora solo faltaba encontrar la confirmación de la hipótesis que desvelaba al virrey y a sus oidores: las acciones subversivas que Nariño encabezaba.

»El 14 de septiembre, recuperado del abatimiento de los días anteriores, Nariño reencontró la suspicacia rencorosa del oidor Mosquera: «¿por qué puso en su estudio, al pie del retrato de Franklin la frase: Quitó al cielo el rayo y el cetro a los tiranos? Frase escandalosa y ofensiva a todos los monarcas legítimos y por consiguiente al Rey nuestro señor».

»Sin perder su serenidad, Nariño explicó que la frase aludía a la electricidad de las nubes, tema al que era aficionado; la segunda, agregó, se había usado públicamente en Francia, sin oposición del gobierno, «por lo que no la había creído ofensiva a su majestad a quien tengo por Rey piadoso y justo». Su declaración solo tuvo por respuesta una agria reconvención del oidor «por sostener sentimientos y principios opuestos a la legítima autoridad de los monarcas».

»Para el ánimo inquisitorial de Mosquera, hablar de cetros arrebatados a los tiranos, se entendía como preparación de una maniobra contra el virrey.

»En ese momento la impresión y difusión del texto de los derechos del hombre, era un tema secundario. El verdadero interés de los investigadores del virrey es el hallazgo de las pruebas de una subversión.

»Indignado por la manifiesta mala fe de Mosquera y por su permanente voluntad de declararlo culpable, Nariño exigió hablar directamente con el virrey y recusó a Mosquera. Ante el virrey pidió que se le nombrara otro señor ministro, pero la Real Audiencia calificó de frívola y maliciosa su recusación y la negó.

»Entre el mes de septiembre de 1794 y el 19 de mayo de 1795, Nariño redactó cuatro súplicas al Rey para que su caso fuera examinado con acuciosidad y se le devolviera la libertad. Pidió una persona imparcial como instructora de su causa, razonó las acusaciones que se le hacían por la naturaleza del impreso y la intención con que había procedido al imprimirlo, puso ante los ojos del monarca que sin haber sido condenado, habían quedado él y su familia en estado de miseria, despojado de sus bienes, de su empleo, encerrado en un calabozo, privado de toda comunicación. Pedía, en consecuencia, que se le permitiera hablar con libertad para poner en claro lo injusto del procedimiento con que se le había tratado.

»En cada caso la respuesta fue la misma de parte del rey y del virrey: «no ha lugar».

Estirando los brazos y dando grandes zancadas mientras recorría el breve espacio de la habitación, Marcela manifestó el desasosiego y la indignación con que había recibido y seguido el relato. Incapaz de seguir en silencio, interrumpió el discurso de Santiago:

–Otra vez David y Goliat, o la pelea del tigre contra el burro amarrado. ¿Fue tan monstruosa en la realidad, la asimetría: un hombre solo, enfermo y pobre contra un imperio?

–Eran de ese tamaño las desproporciones –Santiago había abandonado el escritorio y estiraba las piernas también, mientras agregaba– Lo admirable es que, sabiéndose insignificante frente al lejano y casi inaccesible Rey, Nariño no transigió. ¿Sabes lo que se le ocurrió después de todas esas negativas? En un acto de fe en la justicia que aún le pudiera quedar, Nariño le pidió a la Real Audiencia que se citara al virrey a declarar por qué y con qué fines había traído al país los tres tomos de la Historia de la Revolución Francesa, que era el texto de donde había tomado, para traducirlos, los Derechos del Hombre.

La audacia de Nariño y el argumento ad hominem contenido en esa pregunta, no tuvieron más respuesta que la seca negativa, sin explicaciones. Pero quedó el interrogante acusador. Si era tan diabólico y abominable el texto traducido por Nariño con fines comerciales, ¿por qué el virrey lo tenía en su biblioteca y lo había prestado al capitán Ramírez? ¿Era perjudicial y criminal si lo imprimía Nariño e inofensivo en la biblioteca del virrey?

–Es una historia cruel y de una gran torpeza –comentó como en un susurro Marcela, desde el fondo del sillón. Apoyaba los pies en el borde, descansaba su cabeza sobre las rodillas que rodeaba con sus brazos. Durante todo su relato, Santiago había sentido la fuerza adolorida de sus ojos casi inmóviles y fijos en él, como si en sus palabras, igual que en una película, ella hubiera seguido el desarrollo de aquellos lejanos acontecimientos.

–Déjame precipitarte ahora en los pantanos de la historia virtual, le dijo Santiago sin sonreir. ¿Qué crees que le hubiera sucedido a Nariño si no se hubiera metido en la aventura de traducir e imprimir el texto de los derechos del hombre?

–Estaba pensando –le respondió ella sin abandonar la posición que la hacía parecer una escultura tallada sobre el sillón, tan inmóvil se había quedado–. Pensaba que sin ese hecho, Nariño se habría quedado como un buen negociante, como investigador científico aficionado, nunca a la altura de Caldas o de Humboldt, pero no habría sido el precursor que llegó a ser. El hecho de la traducción e impresión de aquellos papeles fue insignificante. Los imprimió y los quemó todos. Solo un puñado de personas vio ese texto, que después desapareció. Si un hecho tan poco significativo llegó a tener las consecuencias que tuvo sobre la vida de Nariño, no fue por las ideas que allí había, sino por el miedo enfermizo del Virrey y el odio entrañable del oidor Mosquera.

Llevado por su costumbre de investigador y de reportero, Santiago llenó una de sus fichas con el comentario de la muchacha. Pensaba que en algún momento le sería útil. Cuando ella calló tuvo la sensación de que aún le quedaba mucho por decir. Por ejemplo: ese miedo cerval de Nariño al recoger y quemar todas las hojas, en cierta forma niega o reduce la imagen heróica del Nariño Precursor que esgrime en su mano derecha el texto de los Derechos del hombre.

–A los héroes hay que defenderlos de la retórica de sus admiradores. Al investigar para escribir tus crónicas históricas tienes que haberlo sentido así –dijo Marcela con un gesto de inmenso cansancio.

–Sí, es una curiosa situación. Ni los oidores ni el virrey tuvieron a mano la prueba reina para condenarlo; les fue imposible presentar siquiera una sola de las hojas impresas en el taller de Espinosa. Pero a los que quieran encumbrar a Nariño como el heroico difusor de los derechos humanos, también les hará falta la prueba. Lo condenan o lo siguen exaltando pese a esa prueba ausente. Pero volviendo a tu primera pregunta, dijo Santiago mientras recorría el espacio de la habitación de estante a estante, la historia de Nariño habría sido otra sin el bautismo de fuego que oficiaron el virrey y los oidores, aconsejados por sus miedos. Ese Nariño perseguido, despojado de sus bienes, encarcelado, sometido al rencor de Mosquera, condenado y fugitivo, es el que aprende a ver la historia a la que debía ponerle fin, y la historia que estaba por hacer. Sin las cárceles y la persecución, no hubiera tenido esa revelación y su vida habría sido otra. Lo de los derechos del hombre no fue ninguna hazaña, pero sí le creó las condiciones para emprender las brillantes hazañas que lo convirtieron en el Precursor.

El celular que sonó en ese momento lo sobresaltó. Habían reflexionado los dos sin interrupciones, pero ahora ese persistente sonido les había introducido un nuevo ritmo en su tiempo: el de lo urgente.

–Que veas el noticiero –le dijo ella cuando cerró, con un chasquido, la tapa del celular.

Minutos después aparecía en la pantalla del televisor la imagen del señor presidente en el discurso de clausura de un congreso nacional ganadero. «La amenaza terrorista no cede y el país debe saberlo para que nadie baje la guardia,» fue la frase con que se abrió la nota. El locutor incluyó aquí la información sobre el evento y sobre los temas principales de la reunión; después señaló que con sorpresa cercana al estupor se había recibido la siguiente denuncia presidencial:

«Cuando el país esperaría de sus periodistas un elemental sentido patrio, de apoyo a las instituciones, recibe con desconcierto la noticia de veteranos y reconocidos periodistas convertidos en propagandistas de la subversión».

«Quiero esta noche advertir que el gobierno tratará con mano de hierro a los responsables de cualquier acto de apoyo o de tolerancia con la subversión».

«En poder de las autoridades hay pruebas de que al menos un periodista que por veterano debería ser prudente y por respetado debería ser respetable y ejemplar en el acatamiento de la ley, se ha convertido en estafeta de la guerrilla y en su auxiliar para llevar medicinas y médicos a los campamentos de la subversión y para la introducción de armamento pesado».

Marcela, que espiaba hasta los mínimos gestos y reacciones de Santiago, esta vez lo sintió tenso y desconcertado.

–¿Qué pasa, Santiago?

–Creo que estoy en problemas, se lamentó.

–¿Qué pasó? apremió ella.

Normalmente no hubiera cedido a la presión de ella, pero desconcertado como estaba buscó un respiro exponiendo su situación como si pusiera sobre la mesa todos los elementos de un problema que debía solucionar.

–Como sabes, después del contacto con la gente de Jojoy me metí al monte y encontré en un campamento a una muchacha que agonizaba. No había enfermero porque lo habían matado en un bombardeo y solo estaba una vieja comadrona que le había inducido un aborto. La muchacha volaba de fiebre, creyó que yo era el médico y me agarró la mano como si se aferrara a la vida. Uno de los muchachos, tal vez el padre de la criatura abortada, se acercó: –¿Puede hacer algo? ¿Puede salvarla. – No soy doctor, le dije – Yo conozco una trocha rápida para salir de aquí. ¿Puede traer un doctor? Le conseguiremos lo que sea. Yo le dije que sí, que enseguida, que esa muchacha no se podía morir. César lo hizo. Le salvó la vida. Y resulta que en este desbarajuste en que vivimos, en que los malos son los buenos y los buenos aparecen como lo peor, salvar una vida es un crimen y yo soy el cómplice.

–¡Por Dios, Santiago! –fue todo lo que pudo decir Marcela.