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© 2018, Araceli Samudio

© 2018, de esta edición: Nova Casa Editorial

 

Editor

Joan Adell i Lavé

Coordinación

Abel Carretero Ernesto

Portada

Guillermo Sandoval

Fotografía

Fernanda Salinas

Maquetación

María Alejandra Domínguez

Revisión y corrección

Nathalia Tórtora

Primera edición: Mayo de 2018

ISBN: 978-84-17142-97-1

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 917021970/932720447).

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Doy gracias a Dios por darme la vida y regalarme las oportunidades para alcanzar mis sueños y tocar corazones por medio de mis letras. A mi familia, especialmente a mi marido Andrés, por creer en mí y estar a mi lado incondicionalmente; a mis hijos, Ezequiel, Nayeli e Iñaki, que siempre escuchan con atención cuando una nueva historia surge en mi corazón y mi mente, y a mi madre, por su apoyo constante e incansable.

Quiero agradecer a mis amigos, a Guillermo Sandoval por las hermosas portadas que ha diseñado para esta serie, a Fernanda Salinas por haber conseguido las fotos más perfectas para dar vida a la serie «Amor en un mundo inclusivo», a Carolina Méndez por ser mi compinche, mi amiga, la primera en embarcarse conmigo en cada historia cuando aún son solo un suspiro en mi mente. A Nathalia Tórtora por sus consejos, su buenísima onda y por compartir conmigo sus conocimientos.

A Nova Casa Editorial, por confiar en mí y en mi trabajo, por haberme dado la oportunidad de atravesar fronteras por medio de mis historias y por haber hecho tangible esta serie.

Y a cada uno de mis lectores, los que me siguen desde antes y los que se van sumando, los que creen en mis historias y las viven, las gozan, las ríen o las lloran. Gracias por estar allí en todo momento, por dejarme mensajes que me acarician el alma, por el apoyo constante, por el cariño inmenso que me regalan. Sin ustedes nada de esto sería posible, sin ustedes mis personajes no hubieran cobrado vida.

 

 

 

Era uno de esos días en los que la tristeza hacía mucho más profundo el abismo de mi existencia. Estaba sentado en el huerto con una manzana en la mano, perdiéndome en su aroma, respirándola una y otra vez. Hay gente que dice que el sonido del mar le genera calma, otras personas gustan de oír música relajante, a mí solo me tranquilizaba el aroma de las manzanas.

Aún recuerdo la primera vez que olí una. La hermana Rita me había traído hasta aquí para enseñarme que podía reconocer las cosas por su textura o por su aroma. La verdad es que no lo creía posible, no me creía capaz de poder lograrlo; sin embargo, ella creyó en mí.

Las manzanas se convirtieron en el aroma del hogar, en uno de los pocos recuerdos felices de una infancia llena de dolor, en un perfume que asocié al cariño de una mujer que me quiso como una madre y me acogió entre sus besos y abrazos como si yo fuera lo más importante de su vida. El huerto era para mí el lugar donde hallaba paz cuando todo se tornaba complicado, cuando los miedos azotaban a mi alma ya demasiado torturada por la vida misma.

—¿Qué haces aquí, Mariano? ¿A qué hora llegaste? —preguntó Rita, mientras se acercaba. Al oír sus pasos y el sonido de su respiración, pude deducir su presencia incluso antes de que hablara.

—Vine a pensar un poco, a tomar fuerzas para el nuevo semestre —añadí.

—No sé qué es lo que te da miedo, Mariano. Llevas años enseñando en la universidad, todos conocen tus capacidades y, según me contó la señora Marina, que suele venir a la parroquia, todos los alumnos te aprecian y te respetan —comentó orgullosa con su voz cantarina.

—Más bien creo que me tienen miedo, Rita —negué.

—No digas eso, ¿quién podría tenerle miedo a un ser tan bello y lleno de luz como tú? —preguntó, acariciando mi cabello como si aún fuera el niño pequeño a quien mecía en su regazo en las noches de tormenta.

—Eso lo dices porque no conoces mi faceta de profesor —bromeé; ella era capaz de cambiarme el ánimo de inmediato.

—Bueno, pero que seas exigente es algo bueno. Los jóvenes de hoy necesitan un poco más de esa clase de docentes —añadió.

—Vamos a ver qué me depara este año, tengo varios cursos nuevos y tú sabes, hay de todo entre los alumnos. A algunos no les gusta que yo sea, bueno… que sea ciego, ya sabes —comenté, exteriorizando mi ansiedad, que era la misma siempre que iniciaba un nuevo periodo académico.

—¡Bahh! ¡Esas son tonterías! El único que nunca termina de aceptarse eres tú, Mariano. Pero ¿sabes? este será un buen semestre, ya lo verás. Algo nuevo te traerá la vida —añadió.

—Cada vez que inicia un periodo dices lo mismo, Rita. Ya no soy un niño, por más que tenga fe y crea en muchas de las cosas que he aprendido aquí, esa «magia» a la que tú llamas milagros, ya no existe para mí —añadí, sonriendo.

—Eso es lo que tú crees, todavía la vida te puede sorprender. Cuando tú llegaste a mi vida, yo no esperaba recibir tan bello milagro, sin embargo, aquí estás —dijo posando su mano sobre la mía; ella siempre había dicho que yo era su milagro más grande en esta vida.

—No todas las personas obtienen esos milagros, Rita, quizás a ti te fue más fácil porque eres religiosa y estás más cerca de Dios —bromeé, desenfadado.

—Todos estamos tan cerca de Dios como queramos estarlo, y yo confío en que pronto llegará el milagro que esperas —insistió.

—No volveré a ver, y eso era todo lo que anhelaba de niño —dije con tristeza—. Era el milagro que esperaba.

—No puedo creer que estés tan grande y sigas creyendo que solo se puede ver con los ojos, Mariano. Todavía te queda aprender que, así como puedes ver esa manzana que tienes en las manos por su bello aroma, también puedes ver la vida con tus otros sentidos. Pensé que te lo había enseñado —bufó algo enfadada, pero sabía que solo bromeaba—, solo espero que tus alumnos sean mejores aprendices —añadió.

—Es cierto, me enseñaste a reconocer el mundo con mis otros sentidos, pero eso sigue siendo diferente a poder ver —rebatí, a pesar de saber que mi punto de vista la incomodaba.

—Un día me darás la razón, Mariano, un día aprenderás que también puedes ver con el corazón, con la mente, con el alma…

—Ya, ya, Rita. Mejor vayamos a comer esa tarta tan deliciosa que preparaste hoy. Mi tren sale en unas horas y necesito recargar fuerzas para este nuevo semestre —dije, incorporándome.

La hermana Rita se aferró a mis brazos. Caminamos lento hasta la cocina del convento, los años ya le pasaban factura, pero aun así, su alma era joven y fresca, yo lo podía sentir. Quizás a eso se refería ella cuando me hablaba de ver con el corazón o con el alma: sentía que a ella la conocía tanto como si alguna vez la hubiera visto; después de todo, ella y esas manzanas con las que preparaba las mejores tartas eran mi único hogar en este mundo.

 

 

 

Me había trasladado a una nueva ciudad, a una nueva universidad. Sabía que huir no era la mejor forma de afrontar los problemas; de hecho, no era una buena forma de hacerlo, pero algunas veces es la única manera. La idea era respirar aire nuevo, fresco; hablar con personas para quienes sería un completo libro en blanco y que no construirían su imagen de mí sobre prejuicios o ideas preconcebidas, sino sobre lo que yo quisiera mostrar, sobre lo que quisiera ser hoy y no sobre lo que fui ayer.

Siempre me consideré un alma libre con ganas de volar alto y lejos, sin riendas, sin limitaciones de ningún tipo, con ganas de leer y escribir historias donde pudiera ser quien quisiera, donde pudiera llegar a donde hasta donde mis sueños me llevaran. Por eso, me había decidido a volar del nido; por eso, había elegido empezar de nuevo. Y ahí estaba, frente a mi nueva universidad, en una ciudad que distaba bastante de mi pueblo natal. Sentía la adrenalina correr por mi sangre, esa mezcla de ansiedad y temor que siempre me agradó y que se genera en mi interior cada vez que estoy por iniciar una nueva aventura. A la mayoría de la gente, el temor la paraliza, le genera angustia; a mí, por el contrario, me motiva, me da ganas de seguir, de probar mis límites, de vencerlos.

Fui hasta la administración para recoger los horarios de mis clases; tenía que equiparar algunas materias. Nadie dijo que mudarse de universidad fuera sencillo, pero tampoco era como que a mí me gustara lo fácil.

A primera hora tenía clase de Literatura Universal, interesante materia, aunque no sabía bien cuál sería el enfoque. Revisé el nombre del profesor y el número del salón al que debía asistir: Prof. Dr. Mariano Galván, Aula Magna.

¡Dios! no podía creer que en realidad fuera a tener una clase con el Dr. Mariano Galván. Había leído muchos de sus libros y realmente me habían encantado; no tenía idea de que el hombre enseñara en esta universidad, ni siquiera que viviera en esta ciudad. Pero definitivamente esto era una señal, mi día no podría haber arrancado de mejor manera.

Desafortunadamente, no conocía el inmenso campus. Me perdí por el camino, tomé la dirección equivocada y, cuando llegué a la clase, habían pasado diez minutos desde el inicio. Eso fue fatal porque no quería que el profesor se llevara una impresión equivocada de mí. Me planteé la opción de saltarme la clase e iniciarla otro día, pero la admiración que tenía por este hombre hizo que las ganas de participar de su clase fueran mucho mayores que el temor a que se enfadara. Me aproximé a la puerta y tomé una gran bocanada de aire para ingresar.

—Permiso, profesor. —Todos los alumnos me miraron con expresión de susto, era obvio que había interrumpido la clase.

—¿Qué desea? —respondió el hombre, sin voltear a verme. No era para nada como me lo imaginaba, e incluso me pregunté si no sería algún profesor suplente; era demasiado joven para ser el profesor en cuestión. Me lo imaginaba como a un hombre de sesenta y algo, con canas, bigotes, tiradores y anteojos gordos y redondos como la base de una botella—. Dije: ¿qué desea? —repitió el profesor en tono gélido, todavía sin mirarme.

—Soy… soy Ámbar Vargas y soy nueva en la universidad, siento llegar tarde, me he perdido —contesté. Sentía que la voz me temblaba porque el profesor era intimidante.

—La típica excusa —respondió sin prestarme atención—. Pase adelante, y espero que para la próxima ajuste mejor su GPS. —Me adelanté con premura, buscando algún asiento desocupado. Pude ver a algunos chicos sonreír en silencio mientras otros parecían estar asustados.

—Ven a sentarte aquí —susurró una chica mientras me señalaba un lugar libre a su lado.

El silencio absurdo en la gigantesca clase me ponía nerviosa. Fui hasta ella lo más rápido que pude.

El profesor retomó la clase, levantando la cabeza. Recién allí pude notar que traía gafas de sol. Hice un gran esfuerzo para no reírme de semejante ridiculez; por lo demás, se veía joven, fuerte y guapo. Iba vestido con un traje gris claro, una camisa blanca y una corbata azul; su piel era clara y su cabello rubio ceniza, aunque parecía un poco largo. Estaba perfectamente peinado hacia atrás. Era alto y se podían notar sus brazos fornidos bajo el saco gris que le quedaba exquisitamente elegante.

—¿Ese es el Profesor Doctor y no sé cuántos títulos más Mariano Galván? —Le susurré a mi compañera que asintió temerosa, llevándose un dedo a los labios para que hiciera silencio—. Pero ¿no es muy joven?

—Tiene solo veintinueve años, es terriblemente joven y guapo, pero es una eminencia. Dicen que es superdotado —mencionó mi compañera y no pude evitar malpensar aquello. Volví a atajar una carcajada que quiso escapar de mis labios.

—Ha de ser —murmuré, dejando escapar una risa que corté de inmediato. Mi compañera entendió mis segundas intenciones y también rio.

—¿Tiene algún comentario que hacernos, señorita Vargas? —preguntó el profesor con la vista fija en el centro del salón.

—Perdone, profesor —contesté, fingiendo arrepentimiento.

Decidí hacer silencio en lo que quedaba de la clase. Unos minutos después, recibí una nota de mi compañera de al lado.

«Me llamo Fátima; un gusto, Ámbar. Te recomiendo que llegues a tiempo y que mantengas silencio durante esta clase. El profesor es único, sus clases son fabulosas, pero es la persona más insoportable del planeta tierra, no admite ningún error, ninguna falla, no escucha razones y es bastante dictatorial. Lo que él dice es ley. Las reglas con él son claras, hay que atender su clase y cumplirlas o vas muerta».

Tomé la hoja y le respondí:

«¿Tan joven y tan amargado? ¿Y siendo tan perfectamente bello? ¿Por qué es así?».

«Ni idea, pero es uno de los docentes más respetados de aquí».

«¿Y por qué trae esos lentes tan ridículos en plena mañana y adentro del aula?».

Mi compañera me observó, frunciendo el ceño como si lo que acababa de decir fuera una tontería.

«Es ciego, ¿no lo sabías?», preguntó.

Negué con un movimiento de mi cabeza y la miré con asombro. Luego, vi al frente y lo observé hablar decidido, firme, pero siempre con la vista al frente. Noté que tenía un libro abierto en su escritorio, y que sus dedos ocasionalmente paseaban por este. Estaba leyendo braille. Me sorprendí, realmente me sorprendí. Lo único que sabía de él era que se trataba un verdadero genio, de una eminencia.

El resto de la clase presté atención a todo lo que él decía; su tono de voz era cálido e imponente, no daba lugar a dudas ni a confusiones. Explicaba todo de una forma tan especial que lo hacía parecer sencillo y completamente entendible a todos los que estuvieran concentrados. Se notaba que amaba lo que hacía y que sabía muy bien de lo que hablaba. Como lo había pensado, su clase era sencillamente genial y yo no parecía ser la única que se sentía así; todos los demás chicos estaban absortos en sus palabras.

Al terminar la clase, el profesor se marchó, no sin antes dejarnos la primera tarea: leer un libro de cuatrocientas páginas para el próximo jueves. Eso significaba noches sin dormir; esperaba que al menos el libro fuera emocionante. Fátima se paró y me sonrió.

—Hola de nuevo, soy Fátima Lugo, un gusto conocerte. Él es mi amigo, Alejandro Reyes —dijo, presentando a un chico que se había acercado a nosotras.

—Hola, un gusto, y gracias por llamarme a sentarme a tu lado, me puse tan nerviosa que no podía encontrar un solo lugar libre —expliqué.

—Tranquila, el Profesor Galván tiene ese efecto en todos los alumnos. Además, una vez que oye tu voz, no se le olvida; tiene una memoria increíble, fuera de serie. Nos conoce por la voz, así que cuando alguien habla en clase, no hay forma de engañarlo, sabe perfectamente quién fue —aclaró un joven que se encontraba junto a mi compañera, con una sonrisa cómplice.

—Sí, le comentaba a Ámbar que dicen que es superdotado.

Ambas reímos recordando mi broma.

—Dios las cría y ellas se juntan —suspiró Alejandro—. También dicen que es gay chicas, así que no se hagan ilusiones.

—¿Quién es gay? —preguntó un chico moreno que se nos aproximaba.

—El maestro Galván —contestó Fátima, rodando los ojos.

—Uff, pues ojalá cariño, ojalá. —Suspiró él mientras se abanicaba con sus manos.

—Él es Roberto, y como ya te habrás dado cuenta, también quiere saber si el profe es superdotado —bromeó Alejandro, poniendo una mano sobre el hombro de su amigo.

—Hola, belleza, ¿cómo te llamas? —me saludó Roberto, bastante amanerado.

—Ámbar Vargas —sonreí entre besos en la mejilla.

—Oh, bonito nombre y hace juego con tus hermosos ojos —dijo con una sonrisa en su rostro—. ¡Bienvenida al club! —agregó, entusiasmado.

—¿Cuál club? —pregunté, confundida.

—A este, el club de los alumnos más divertidos de la universidad —agregó.

Alejandro lo golpeó suavemente en la cabeza.

—No le hagas caso, termina excitado luego de dos horas de clases con Galván —mencionó divertida Fátima.

—¡Quién no! —exclamé yo, y entonces Roberto me abrazó.

—Lo decía yo, eres de las mías, la pasaremos lindo por aquí.

Salimos los cuatro de la clase, entretenidos con las ocurrencias de Roberto. Ya lo había dicho antes, sería un gran día, el primer día del resto de mi vida.

 

 

 

Estaba contenta, las clases iban mejor de lo que podía imaginar, la ciudad estaba llena de vida y de magia y mis amigos me hacían sentir como si nos conociéramos de toda la vida. No podía quejarme y pensaba quedarme por aquí un buen tiempo.

Mis clases favoritas eran las del profesor Galván, además de que lo podía mirar una y otra vez desde todos los ángulos posibles sin peligro a ser descubierta, mientras me deleitaba con la hermosura de su cuerpo. Escucharlo hablar era simplemente estupendo. Jamás pensé que adoraría esa clase, el hombre realmente sabía de lo que hablaba, no dudaba ni un segundo y sus explicaciones y análisis de cualquiera de los textos que estábamos viendo eran capaces de transportarnos a otro mundo. Incluso daba la impresión de saber de memoria cada libro, era increíble.

Para trabajar con mayor facilidad, tenía un ayudante. El asistente de ese semestre se llamaba Víctor, un alumno más avanzado. Según me había contado Fátima, todos deseaban el cargo, no porque se cobrara algo —ya que no era así—, sino por el estatus que te brindaba aquello y el peso que tendría en el futuro. Decían que Galván había recomendado a varios alumnos que habían trabajado con él y que estos habían conseguido buenos puestos laborales, uno de ellos se había quedado incluso como profesor de la universidad.

—¿Y cuáles son los requisitos para presentarse? —pregunté durante la charla.

—Haber cursado al menos un semestre completo con el profesor y tener un promedio de nueve y medio en su materia, y de al menos ocho y medio en las demás materias, porque ser su asistente toma mucho tiempo —explicó Fátima.

—El profesor necesita de esos asistentes porque son los que le leen los trabajos prácticos que realizamos y los que pasan las presentaciones en clase a medida que él habla. La verdad es un trabajo bastante duro, sobre todo teniendo en cuenta que él no admite errores —completó Alejandro.

—Yo no podría ser su asistente, no resistiría tenerlo tan cerca —bromeó Roberto, y todos reímos.

—No podrías ni aunque quisieras, porque no te alcanzan las notas —zanjó Fátima.

Seguimos riéndonos de aquello, pero la verdad es que desde ese momento sentí la inmensa necesidad de intentarlo. Yo quería ser la asistente del profesor Galván y podía postularme para el siguiente semestre, ya que mis notas siempre habían sido buenas y era excelente alumna. Además, tenía tiempo suficiente para trabajar en ello y, por sobre todo, las ganas: quería llegar lejos y alto, y esto podía ser una gran oportunidad.

Y así fue pasando el tiempo, las clases se fueron sucediendo unas a otras sin mayores inconvenientes; me dediqué con ahínco a la materia de Galván para poder sacar el puntaje necesario para presentarme. Entregué los trabajos en fecha y me pasé noches sin dormir leyendo en un semestre más libros de lo que leí en cinco años. Vivía a base de café o energizante para poder despertarme temprano y llegar a sus clases luego de haber leído toda la noche; pero ahí estaba yo, con mi carpeta lista para presentarla y postularme como asistente el semestre entrante.

Debíamos entregar una composición sobre un tema libre, un ensayo sobre un libro que debía ser elegido entre una extensa lista que nos facilitaron y, además, teníamos que completar un cuestionario con nuestros datos y horarios disponibles, los conocimientos de informática que poseíamos y experiencias previas en cargos similares —si hubiere, cosa que no era mi caso—. Por último, había que responder en una hoja en blanco el motivo por el que aspirábamos a ser asistentes del profesor Galván. Todo aquello debía ser presentado en una carpeta de color verde, el lunes de ocho a diez de la mañana, a su secretaria en su despacho.

Me esforcé muchísimo en la preparación de la carpeta; tardé más de un mes en completar todo lo necesario y en sentir seguridad sobre lo que había redactado. El tema que elegí para la composición fue «La libertad», y para el ensayo tomé el libro «Orgullo y prejuicio», que era uno de mis favoritos.

Alejandro me recomendó que eligiera otro género, porque quizá Galván no era adepto a los sentimentalismos. A decir verdad, su reflexión me dejó pensando; era cierto que el romance no parecía ser del estilo del profesor, pero al final, decidí trabajar sobre lo que a mí más me agradaba de todas formas. Si no lo hacía, no estaría siendo yo misma. Después de todo, la literatura romántica era una de mis pasiones.

Con los nervios a flor de piel y mucha ansiedad, me presenté ante Sonia, su secretaria. Era una mujer que en realidad se veía mucho mayor de lo que probablemente era. No creía que superara los cincuenta años, pero se veía como alguien de cincuenta y cinco, o hasta sesenta quizá. Decían que era la debilidad de Galván, que la quería como a una madre y por eso era la única que lo aguantaba. Era su mano derecha en todo. Algunos comentaban que ella elegía las cinco mejores carpetas y solo esas pasaban a manos del profesor.

—Buenos días, señorita Sonia —saludé con educación.

—Buenos días, joven Vargas —me contestó, levantando su mirada de algo que estaba completando. Ella sabía los nombres de todos los alumnos que pasaban por los cursos de Galván.

—Vengo a dejar mi carpeta para aspirar al puesto como asistente del profesor Galván —dije, tendiéndole el material. Ella lo tomó y lo hojeó parsimoniosamente.

—Muy prolijo —sonrió con amabilidad. Luego, colocó mi carpeta sobre una enorme pila de otras similares, que ya se acumulaban en el extremo derecho del escritorio—. Le avisaremos por correo electrónico si ha sido seleccionada o no, a más tardar el próximo lunes.

—Muchas gracias. —Asentí con la cabeza. La verdad era que quería quedarme a conversar con ella un poco más, decirle lo importante que esto se había vuelto para mí, ofrecerle mi mayor esfuerzo para que todo saliera bien, pero no podía hacer eso, ¿cierto? Solo lograría espantarla.

La secretaria regresó a lo que hacía antes de mi llegada. Yo caminé hacia la salida del despacho con la mirada en el suelo, pensativa. Cuando llegaba a la puerta, sentí un empujón en mi hombro; iba a levantar la cabeza para mandar al infierno a quien me hubiera chocado, pero cuando lo vi, me di cuenta de que no podía hacerlo.

—Disculpe, profesor Galván, estaba distraída —me excusé con prisa.

—Debe prestar más atención por dónde camina, Vargas.

Nunca terminaría de entender cómo era capaz de saber con quién hablaba con solo escuchar su voz, sobre todo porque había varias decenas de alumnos sus clases.

—Lo siento, profesor —repetí. Me agaché a levantar una agenda que se le había caído por el impacto—. Se le ha caído esto —dije mientras se la ofrecía.

Él tanteó el aire en su búsqueda, sin bajar la cabeza. Lo moví con torpeza en un intento por alcanzárselo, pero él también sacudió su brazo y nuestras manos chocaron. Una suave corriente eléctrica atravesó mi piel. Alejé mi mano de golpe por un instante, pero volví a pasarle la agenda de inmediato.

—Gracias —murmuró apenas, podría jurar que él también sintió aquello.

Dejé que él ingresara y luego salí del despacho, observando mi mano y preguntándome qué había sido eso. Energía estática, quizá.

—¡¿Qué tal te fue?! —Mis amigos cuestionaron emocionados al verme en la cafetería.

—Lo sabré la próxima semana, pero si tomamos en cuenta que me he tropezado con él y que he tirado su agenda al suelo, creo que me fue un poco peor de lo que esperaba. Ese hombre es muy intenso, tiene la capacidad de erizarte todos los bellos del cuerpo con solo hablarte, es… intimidante. No sé si hice lo correcto, no sé cómo podría trabajar a su lado sin ponerme nerviosa y volverme torpe.

—¿Le tiraste las cosas? ¡Oh, qué romántico! ¿Cómo en las películas? —preguntó Roberto, bromeando mientras agitaba las pestañas en un gesto exagerado.

—¡No te burles, tonto!, aquello fue realmente incómodo.

—Tranquila, Ámbar —dijo Alejandro con una sonrisa.

—Si tiene que ser, será —dijeron al unísono Roberto y Fátima, interrumpiendo a Alejandro.

Todos reímos. Esa era su frase de cabecera, él basaba su vida en aquello y lo repetía constantemente.

 

 

 

—Buenas tardes, Sonia —saludé al entrar a la oficina. Ella contestó al saludo con una sonrisa y luego se levantó e ingresó al despacho tras de mí.

—Te preparé el chocolate caliente como te gusta —dijo de forma maternal.

Yo me senté en mi lugar y, una vez allí, ella colocó la taza en mi mano. Me apeteciera o no, lo tomaría; era la bebida más deliciosa y uno de los pocos buenos recuerdos que tenía de mi infancia.

—Gracias, mamama —sonreí, una vez dentro del despacho podía llamarla de la forma cariñosa en la que lo hacía en la intimidad, Sonia y Rita eran lo más parecido a una madre para mí.

—Mariano, tengo las cinco carpetas para elegir al próximo asistente.

—¿De verdad debo elegir uno nuevo? Me va tan bien con Víctor, es de los pocos de los que no tengo ninguna queja, es respetuoso, aplicado y se lleva muy bien con los alumnos, le respetan lo suficiente.

—Sabes que no puedes quedarte con un asistente por dos periodos consecutivos. —Me lo recordó.

Yo lo sabía. Los alumnos tomaban ese puesto porque les importaba el peso que les daba a sus currículos el haber trabajado conmigo, pero ellos debían estudiar y el puesto de asistente les llevaba demasiado tiempo. Durante un semestre se les otorgaba ciertos permisos, pero yo no podía mantener a un mismo asistente por dos periodos, era la regla. Además, mientras trabajaban para mí, no podían tomar mis clases, así que debían dejar de hacerlo para poder continuar con las materias que yo dictaba, si es que alguna estaba en su malla curricular. Y yo dictaba varias materias, la universidad y la docencia eran toda mi vida, literalmente.

—Bien. ¿Y quiénes son los osados alumnos que se han atrevido a dar semejante paso y además, han sido elegidos por ti? —pregunté.

Sonia era la persona que mejor me conocía, estaba completamente capacitada para decidir incluso por sí sola quién sería el indicado. Pero ella no quería dejarme fuera de la elección, decía que no era justo. Entonces, hacía la preselección, descartaba a la mayoría y me elegía a los cinco que consideraba más aptos. Aun así, después de escuchar las historias y trabajos de todos, y luego de que Sonia me dijera sus opiniones, casi siempre terminaba eligiendo al que ella decidía. Fueron solo dos veces las que la contradije, y debo admitir que en las dos me equivoqué, el tiempo me enseñó que su elección hubiera sido la adecuada.

Ese día estaba cansado, había sido una semana bastante larga y estresante. Los exámenes de fin de semestre eran agotadores tanto para los alumnos que debían estudiar, como también para los profesores que teníamos que prepararlos y luego corregirlos uno por uno. Ese trabajo lo hacía con mi asistente; Víctor debía leerme todas las respuestas para poder enterarme qué tanto habían aprendido los chicos en mis clases del semestre.

—Javier Romero, Analiz Sammuel, John Steveen, Carolina Mendieta y Ámbar Vargas.

—Mayoría femenina esta vuelta —sonreí.

—Casualidad. —Sonia tenía una fijación con encontrarme pareja y pensaba que debía aprender a relacionarme con el sexo opuesto, aunque fuera con alumnas. Lo cierto es que los estudiantes apenas me dirigían la palabra y mis asistentes siempre fueron muy profesionales, ellos sabían que yo no admitía errores—. John Steveen parece tener todas las características de lo que buscamos, pero no me convence su español. Aún le cuesta bastante y considero demasiado importante que tu asistente maneje bien el idioma.

—Lo entiendo. —El señor Steveen era un alumno de intercambio, era responsable e inteligente, pero era cierto, aún le costaba expresar todo lo que sabía en palabras del castellano.

—Analiz Sammuel me agrada, ha hecho una presentación excelente sobre «Cien años de soledad», he incluso aunque no la elijamos, deberías leerla.

—Sé que la leerás de todas formas —sonreí, sabiendo que luego de la pequeña presentación de cada uno, y aunque en su cabeza ya hubiera elegido al indicado, me leería todas esas carpetas.

—Javier Romero es un alumno excelente, además tiene muy buena reputación entre los demás chicos. Creo que puede ser una gran elección, así como lo fue Víctor. —Era muy importante que los asistentes fueran buenos con las relaciones públicas, que fueran aceptados por el alumnado para evitar que se creara una situación hostil entre ellos—. Carolina Mendieta me ha sorprendido con la carpeta presentada, pero sé que tiene algunos problemas de relacionamiento por lo que no estoy segura que sea la mejor opción y, por último, está Ámbar Vargas; sé que es nueva y no tiene mucho contacto con el resto de los estudiantes, pero considero que es una chica sumamente agradable e inteligente y su presentación ha tocado mi corazón.

—Bien, solo dime a quién elegimos.

—Comenzaré a leerte las presentaciones de cada uno. —Ignoró mi comentario. Sabía que lo haría, pero debía intentarlo.

Me habló entonces sobre estos chicos: sus nombres, con quienes vivían, lo que hacían en su tiempo libre, lo que aspiraban. Yo trataba de no dormirme, no me interesaba en lo más mínimo la información personal, solo quería saber a quién elegiríamos. Mamama era demasiado humana, a ella sí le importaban esas cosas, ella era la que pedía los datos, para hacerse una idea de qué clase de persona era cada aspirante. Yo no estaba de acuerdo, ¿en qué afecta que a uno le guste el tenis o que sea bueno ejecutando el piano?

Procedió luego a leer el tema libre de cada uno: ética, la tecnología en la educación, la diversidad de género bla, bla, bla. Este punto tampoco me interesaba, no me apetecía saber qué es lo que pensaba cada uno sobre cualquiera de estos temas, no estaba eligiendo a un amigo, solo a un asistente.

Y por último, me leyó los ensayos sobre los textos escogidos. Esto me importaba más que el resto de la carpeta. Primero, porque la elección de la obra me hablaba mucho de los alumnos; segundo, porque el análisis de la misma me llevaba a interiorizarme en una parte del mundo de cada candidato. Lo que más me interesaba era saber qué pensaban o cómo analizaban estas obras. Eso era lo único que valía para mí.

Cuando mamama terminó, le pregunté directamente cuál era su preferido. Lo dudó un momento; eso fue extraño porque era muy rápida al elegir.

—Me quedaría con Javier Romero, pero creo que debemos darle la oportunidad a la señorita Ámbar Vargas.

Esa conclusión sí que me sorprendió, pensé que la última candidata sería Vargas, de hecho, no entendía por qué la había elegido. Su análisis de «Orgullo y prejuicio» no estuvo mal, pero la verdad fue muy normal, por decirlo de algún modo. Eligió romance para jugarse el puesto, casi nadie elegía ese género, quizá porque creían que no me agradaba, aunque no era cierto, me gustaba el romance, al menos en los libros. En su composición, habló sobre la libertad, tenía interesantes conceptos o formas de ver aquello, pero me pareció una persona de esas que siempre corren tras una utopía. Vargas decía perseguir la libertad, y yo pensaba que la libertad no se alcanzaba jamás. Siempre somos reos de nosotros mismos.

—¿Vargas? —pregunté, confundido.

—Es una chica interesante —murmuró mamama—. ¿Sabes que ha elegido hojas con diseños variados para la carpeta? Acá hay una que tiene muchos corazones, y esta otra tiene palomas. Quiso darle un sentido a lo que escribía al seleccionar hojas que tuvieran relación con el tema. —Por el sonido de su voz, sabía que sonreía.

—¿Y eso no te parece demasiado inmaduro? ¿Una chica de la edad de Vargas con hojas con dibujitos te parece una buena opción para mi asistente?

—Sí, hay algo en ella. Me agrada su sentido de libertad, su capacidad de ver más allá de las cosas.

—¿Y todo eso lo entendiste de su redacción? Yo creo que Romero será mejor asistente, Vargas tiende a ponerse nerviosa ante cualquier situación. Si un alumno le levantara la voz o le faltara al respeto, no creo que fuese capaz de solucionarlo. No sé si tiene ese temple para hacerse respetar por sus coetáneos —añadí.

—Yo creo que puede aprender. Todos aprendemos por el camino; tiene buenas notas y sus trabajos en tus clases son excelentes —refutó mamama.

—Sí, son buenos y es muy responsable, en eso no tengo quejas, pero…

—La elección está en tus manos, Mariano, pero si me lo preguntas a mí, definitivamente elegiría a Vargas.

Lo dudé un buen rato. Esa chica era todo un enigma para mí desde el primer día que ingresó al salón. Cuando estaba cerca, cuando la oía hablar, cuando exponía alguna lección, su voz me resultaba tan melodiosa y cantarina que se me colaba por todos los sentidos. Tenía una gran curiosidad por tocar su rostro para imaginarme cómo era. Normalmente, cuando oía las voces, me hacía ideas mentales de cómo se verían las personas, pero nada más que eso, al rato lo dejaba pasar. Con ella, no podía. Me hubiera gustado poder verla, saber cómo se veían sus ojos o su cabello. Vargas me generaba curiosidad.

—¿Cómo es Vargas? —le pregunté a mamama, aprovechando la oportunidad; no podría preguntarle eso en otro momento porque le parecería demasiado extraño.

—Es una jovencita de mirada dulce, sus ojos son del color de la miel y es bastante pequeña de estatura. Su cabello está colmado de rizos y es de color negro, muy negro. —Podía darme cuenta de que mamama sonreía.

—Pareciera que le tienes un cariño especial. ¿Por qué la elegirías? —pregunté con curiosidad.

—Porque me lo dice el corazón.

Debo decir que aquella confesión me consternó. Mamama era muy profesional cuando se trataba de elegir a mi asistente, el corazón solía quedar excluido de esas situaciones, aunque sabía que ella tenía uno enorme. Estuve a punto de elegir a Romero por sobre la elección de mamama, pero aquello realmente me sorprendió, aunque yo no tuviera corazón.

—Entonces no se diga más, Vargas será. Confío en ti —asentí.

 

 

 

El viernes fue el último día de clases del semestre y también el examen final. Por fin, me esperaba un mes de descanso en el que podría relajarme y salir un poco con los chicos. Las semanas anteriores habían sido extenuantes, pero no me podía quejar, las notas fueron fantásticas.

Era el primer lunes sin ir a clases, me encontraba desayunando tranquila mientras veía algún programa matutino y disfrutaba de la calma de no tener que hacer todo contra reloj. Entonces, mi celular empezó a sonar. Sonreí al ver el número.

—Hola, papá —saludé, feliz de oírlo.

—Hija, ¿cómo estás? Hace mucho que no me llamas, estoy preocupado.

—Estoy bien, papi, solo que he estado ocupada con los exámenes. Al fin ha terminado todo, tendré unos días de descanso.

—Me alegro y estoy seguro de que todo te ha ido perfecto —añadió con certeza, me agradaba la confianza que mi padre siempre había depositado en mí.

—Algo así

Seguimos hablando un poco más y luego se despidió. Su señora lo esperaba para ir de compras al supermercado. Quedamos en volver a hablarnos pronto.

El resto de la mañana me dediqué a arreglar un poco el departamento, a limpiarlo y a ordenarlo. Entre el poco tiempo que me dejó el estudio y el cansancio con el que regresaba a casa cada noche, pareciera que había pasado un tornado por mi hogar.

Me preparé algo liviano para comer y luego fui a encender la computadora. Esperaba ansiosa la llegada de este día para revisar el correo electrónico y saber si había sido aceptada o no para trabajar con el profesor Galván.

Un correo del Centro de Estudiantes de la Universidad, notificaciones de actualizaciones de Wattpad, algún amigo que me etiquetó en una publicación de Facebook, noticias y ahí estaba: un email de la señorita Sonia Mora, la secretaria de Galván. Lo miro con temor, no sabía si abrirlo o no. En realidad, ansiaba saber cuál era la respuesta, pero a su vez no quería afrontar la posible desilusión. Lo pensé un rato y, después de todo, acepté que en la incertidumbre todavía quedaba lugar para la esperanza. Al final, y como es lógico, terminé por abrirlo.

«Estimada señorita Ámbar Vargas:

Me place informarle que ha sido seleccionada para ejercer el cargo de asistente del Prof. Dr. Mariano Galván por el siguiente semestre educativo. Es un honor para nosotros contar con sus servicios.

A efectos de informarle sobre sus funciones y coordinar tareas y horarios, la esperamos en una reunión el próximo jueves a las diecisiete horas en el despacho del Profesor Galván.

Sin otro particular, nos despedimos atentamente.

Sonia Mora – Secretaria

Prof. Dr. Mariano Galván»