CAMPOS DE MUERTE

 

 

 

SIMON SCARROW

 

Traducción de Francisco Rodríguez de Lecea

Título original: The Fields of Death

Diseño de la sobrecubierta: Enrique Iborra

Diseño de la colección: Jordi Salvany

Primera edición impresa: noviembre de 2011

Primera edición en e-book: septiembre de 2016

© Simon Scarrow, 2010

© de la presente edición: Edhasa, 2016

Avda. Diagonal, 519-521

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ISBN: 978-84-350-4567-4

Producido en España

A James y Bob, por su inestimable dedicación al equipo.

NOTA DEL AUTOR

Ha sido una historia épica, y después de reseguir las vidas de dos de las mayores figuras de la historia, supongo que muchos lectores querrán saber qué fue de Napoleón y Wellington después de acabada la lucha titánica que les enfrentó.

A Napoleón le quedaban menos de seis años de vida. Los pasó en la Longwood House de Santa Elena, un acomodo muy modesto para un ex emperador. Napoleón siguió despotricando de su prisión, con quejas continuas al gobernador de la pequeña colonia y cartas dirigidas al gobierno inglés para pedir mejores condiciones y su traslado a un lugar de exilio menos desolado. Cuando no protestaba por su cautividad, Napoleón se ocupaba en escribir, o más bien dictar, sus memorias. Éstas son parciales hasta un punto inconcebible, y pintan a Napoleón como una figura heroica, de moral impoluta e infalible. Culpa del colapso de su imperio a las traiciones y la incompetencia de sus subordinados. Sus enemigos son descritos como bobos y corruptos, y Wellington es objeto en ellas de un rencor siempre en aumento. En parte ese rencor se debió a que culpaba al duque de la decisión de enviarle a Santa Elena –un error, pues la idea partió de un funcionario del gobierno británico–, pero sobre todo al hecho de que Wellington había vencido a Napoleón, como asimismo a los mariscales más destacados del emperador, y en consecuencia había destruido su fama de invencibles.

Cuando no protestaba o se dedicaba a rescribir la historia, Napoleón emprendía algunos paseos por la pequeña isla, siempre bajo la mirada vigilante de sus carceleros. Comía en exceso, y engordó mucho. Su salud empezó a decaer en 1821; se quejó de punzadas muy dolorosas en el estómago, que empeoraron rápidamente al paso de las siguientes semanas. Napoleón murió el 5 de mayo y fue enterrado con honores cuatro días más tarde. Su tumba fue cubierta con una losa sencilla de cemento y su cuerpo reposó allí hasta 1840, año en el que fue devuelto a Francia y enterrado en Les Invalides. A la procesión del funeral asistieron los veteranos supervivientes del Gran Ejército, que acompañaron llorosos a su antiguo amo hasta el lugar de su descanso final.

Todavía se debate acerca de la causa de la muerte de Napoleón. En su época se habló de cáncer, el mismo mal al que había sucumbido Carlo Buona Parte, el padre de Napoleón. Pruebas recientes con muestras de cabellos de Napoleón han revelado la presencia de una fuerte concentración de arsénico, y los síntomas registrados por sus doctores encajan en la hipótesis del envenenamiento. Es posible que el arsénico fuera administrado en dosis pequeñas durante los dos años anteriores a su muerte, de modo que el efecto acumulado resultó fatal. La identidad del envenenador nos es desconocida. Algunos suponen que el asesino actuó por encargo del gobierno británico, pero también es posible que se tratara de una persona de la reducida servidumbre de Napoleón, a sueldo de los Borbones.

La noticia de la muerte de Napoleón fue recibida con bastante ecuanimidad en Europa. A pesar de cierto grado de histeria entre quienes aún mantenían su lealtad a Napoleón, una frase típica de Talleyrand es la que mejor resume la significación real de su muerte. Se dice que cuando se conoció el óbito, Talleyrand jugaba a las cartas en el salón de su anfitriona. Esa dama guardó silencio un momento para luego exclamar: «¡Qué acontecimiento trascendental!». Talleyrand sacudió la cabeza y respondió: «No. Es sólo una noticia».

El principal vencedor de Waterloo (en términos de reconocimiento general, cuando no de la responsabilidad absoluta de la derrota de Napoleón) tuvo una vida larga y próspera. Las recompensas de todo tipo en dinero y en especie que le concedió el Parlamento ascendieron a más de tres cuartos de millón de libras, una fortuna fabulosa según los estándares de la época. A su regreso a Inglaterra, Arthur insistió en crear la medalla de Waterloo, el primer galardón que se extendió a todas las clases del ejército. Aunque nunca volvió a ser llamado a servir en el campo de batalla, asumió por breve tiempo el cargo de comandante en jefe de los ejércitos, un honor reservado por lo común a un miembro de la familia real inglesa. Después del fallecimiento del primer ministro Canning, en 1828, Arthur aceptó a regañadientes la jefatura del gobierno y rápidamente se vio implicado en una crisis política. Durante muchos años, los reformistas habían presionado en favor de una ley que levantara las opresivas restricciones bajo las que se veían obligados a vivir los católicos. Temiendo el estallido de una guerra civil si no se abolían las restricciones, Arthur apoyó la nueva ley en el Parlamento e incluso se batió en duelo con un opositor radical a los derechos civiles para los católicos. Por fortuna, los dos hombres fueron lo bastante sensatos para disparar al aire y dar por concluido el asunto sin perder cierto grado de dignidad.

Amargado por aquella experiencia, Arthur se opuso a apoyar otra reforma, en esta ocasión para ampliar el número de ciudadanos con derecho a votar a los miembros del Parlamento, y su gobierno acabó por caer. Después de varios años en la oposición, desempeñó el cargo de ministro de Exteriores antes de retirarse de la política en 1846.

A su regreso de la guerra, el matrimonio de Arthur y Kitty se agrió sin remedio. Él no sentía el menor amor por ella, y le frustraba continuamente la falta de elegancia y de sentido común de su esposa. Por su parte, Kitty mantuvo siempre la esperanza de recuperar siquiera un poco del sincero afecto que él había sentido hacia ella en los primeros tiempos de su noviazgo, antes del estallido de la Revolución francesa. Kitty murió en 1831, sin haber conseguido realizar esa esperanza. La decepción de Arthur con su mujer se extendió a sus dos hijos, que vivieron siempre encogidos bajo el peso excesivo de la fama de su padre. La relación de Arthur con sus nietos fue mucho más feliz, y pasó muchas horas gratas en su compañía mientras envejecía y se convertía progresivamente en un inválido.

Arthur murió en 1852 y su cuerpo fue depositado en una tumba en la catedral de San Pablo después de un funeral espectacular. Diez mil soldados acompañaron el féretro, junto a la reina Victoria y a los principales estadistas de la época. Más de un millón de personas contemplaron la procesión fúnebre y honraron con su respeto al hombre que durante dos décadas de servicio libró a su país de las garras de un dictador extranjero.

Los lectores que deseen profundizar en sus conocimientos sobre el duque de Wellington pueden recurrir a un gran número de biografías, así como a una interesante historia de sus herederos, escrita por su descendiente directa Jane Wellesley. Asimismo, recomiendo encarecidamente una visita a Apsley House, en Londres. Número 1, Londres. A pesar de tener una dirección tan singular, la casa no atrae en la actualidad a tantos visitantes como podría esperarse, pero resulta una experiencia fascinante recorrer los salones y las estancias del hogar londinense del duque. Allí están expuestos algunos de los tesoros que le regalaron los españoles agradecidos después de la batalla de Vitoria. Lo más destacado es la gran estatua de Napoleón, representado como un desnudo clásico, que ha quedado como un trofeo permanente en memoria de las guerras que decidieron el destino de Europa y de buena parte del resto del mundo.

* * *

Quiero despedir estas páginas recordando las palabras de un ilustre historiador al que tuve ocasión de oír responder a la pregunta de un estudiante. Le preguntaron cuál era el principal significado de la Revolución francesa y el ascenso de Napoleón. El historiador guardó silencio durante un instante, y respondió: «Creo que es demasiado pronto para poder decirlo».

Tiene razón. Hasta el día de hoy nos acompañan los ecos del mundo en el que se enfrentaron Napoleón y Wellington, y que ellos contribuyeron a moldear; y sin duda sus nombres seguirán resonando entre las generaciones que nos van a suceder, mucho tiempo después de que nosotros hayamos desaparecido.

CAMPOS DE MUERTE

CAPÍTULO I

Napoleón

El Danubio, abril de 1809

Las defensas de la ciudad bohemia de Ratisbona eran verdaderamente formidables, constató en silencio Napoleón mientras paseaba su catalejo por las añosas murallas y los fosos que tenía delante. El ejército austríaco en retirada había levantado a toda prisa más terraplenes para reforzar las defensas existentes, y en todas las troneras de los reductos asomaban las bocas de los cañones, con más piezas aún emplazadas en las torres gruesas y macizas de la ciudad vieja. Por todas partes, enemigos uniformados de blanco observaban la aproximación del ejército francés a la ciudad. Más allá de las murallas, los tejados pinos y las agujas de las torres de las iglesias asomaban fantasmales por entre los últimos residuos de la niebla matinal que ascendía del Danubio. En la otra orilla del río, Napoleón apenas alcanzaba a divisar los rastros desvaídos de los humos que se alzaban del campamento austríaco.

Su ceño se acentuó al bajar el catalejo y cerrarlo con un golpe seco. El archiduque Carlos y sus hombres habían escapado de la trampa que Napoleón les había tendido. De seguir Ratisbona en manos francesas algunos días más, el enemigo se habría visto obligado a luchar con el río a su espalda. Pero el comandante de la guarnición se rindió después de una breve resistencia y dejó intacto el puente sobre el Danubio, de modo que los austríacos pudieron cruzar a la orilla norte dejando en la ciudad una fuerza numerosa para afrontar a sus perseguidores. El archiduque Carlos le había sorprendido, pensó Napoleón. Él estaba convencido de que los austríacos retrocederían hacia Viena para proteger sus líneas de suministros y defender la capital. En lugar de eso, el general enemigo había cruzado el río y entrado en Bohemia, dejando abierta la carretera a Viena. Sin embargo, las cosas no eran tan sencillas, y Napoleón lo comprendió muy bien. Si se dirigía a Viena con su ejército, estaría invitando a los austríacos a caer a su vez sobre sus propias líneas de suministros. Sería un riesgo inevitable.

Napoleón se volvió a los oficiales de su estado mayor.

–Caballeros, Ratisbona debe ser tomada si queremos cruzar el Danubio y forzar al enemigo a combatir.

El general Berthier, jefe del estado mayor de Napoleón, alzó las cejas y desvió la mirada, más allá de su emperador, hacia las defensas de la ciudad, a menos de dos kilómetros de distancia. Tragó saliva al tiempo que, inquieto, volvía de nuevo la vista hacia Napoleón.

–Muy bien, sire. ¿Doy órdenes al ejército para que prepare el asedio?

Napoleón negó con la cabeza.

–No hay tiempo para un asedio. En el momento en que nos pongamos a cavar trincheras y levantar parapetos, la iniciativa pasará a manos de los austríacos. Es más, puede estar seguro de que nuestros demás enemigos... –Napoleón hizo una pausa y sonrió con amargura–, e incluso algunos de los que llamamos amigos, se alegrarán de semejante retraso. No les costará mucho cambiar de bando y apoyar a Austria.

Los oficiales más sagaces comprendieron de inmediato el razonamiento. Varios pequeños estados pertenecientes a la Confederación Germánica sentían simpatía por la causa de Austria. Pero el mayor peligro, con diferencia, venía de Rusia. Aunque Napoleón y el zar Alejandro estaban ligados por un tratado, en los últimos meses sus relaciones se habían enfriado notablemente, y cabía la posibilidad de que el ejército ruso se alineara con uno u otro bando en la actual guerra entre Francia y Austria.

A Napoleón le había sorprendido la temeridad de los austríacos al romper las hostilidades en abril, sin una declaración formal de guerra. Antes hubo muchos informes de los espías sobre la reorganización y ampliación del ejército austríaco, y su equipamiento con nuevos cañones y mosquetes más modernos. Eran señales indudables de que el emperador Francisco se proponía empezar otra guerra, y Napoleón dio órdenes de concentrar un ejército poderoso para prevenir tal amenaza. Una vez iniciada la campaña, la acostumbrada lentitud de movimientos de las columnas enemigas había permitido a los franceses adelantárseles y obligar a los austríacos a luchar en las condiciones establecidas por Napoleón. La actuación de su ejército había sido excelente, a juicio de Napoleón. Muchos de los soldados que se habían enfrentado al enemigo hasta ahora eran reclutas nuevos, pero aun así combatieron magníficamente. De no ser por el fracaso al intentar impedir que los austríacos escaparan al cerco cruzando el Danubio, la guerra estaría ya prácticamente ganada.

Napoleón se volvió a uno de sus oficiales.

–Mariscal Lannes.

El oficial se puso firme.

–¿Sire?

–Sus hombres tomarán la ciudad, a cualquier costo. ¿Comprendido?

–Sí, sire –asintió Lannes, y se encasquetó con desenfado su bicornio emplumado sobre los rizos castaños–. Los muchachos espantarán de ahí a los austríacos en un santiamén.

–Ojalá sea así –replicó Napoleón, seco. Luego se acercó a Lannes y clavó su mirada en el mariscal–. Dependo de usted. No me falle.

Lannes respondió con una sonrisa beatífica:

–¿Os he fallado alguna vez, sire?

–No, nunca. –Napoleón le devolvió la sonrisa–. Buena suerte, mi querido Jean.

Lannes saludó, dio media vuelta y se dirigió a paso vivo hacia el sirviente que le sujetaba el caballo. Saltó sobre la silla, picó espuelas y condujo su montura al trote por la ladera de la pequeña loma hasta el lugar donde estaban formadas las columnas de infantería de su división, fuera del alcance de los cañones austríacos. La quietud se prolongó durante un breve instante en las posiciones francesas; luego una trompeta llamó a avanzar, y al ritmo de los tambores las columnas de infantería marcharon en dirección a las fortificaciones enemigas. Delante de ellas se movía en orden disperso una línea de batidores que apuntaban sus mosquetes en busca de blancos aislados en la línea de las defensas austríacas.

Napoleón sintió una punzada de pesar en el corazón al ver las columnas uniformadas de azul confluir hacia la ciudad enemiga. De un momento a otro, los austríacos harían fuego y la metralla abriría huecos sangrientos en las filas de sus bravos soldados. Pero era indispensable tomar Ratisbona.

–«Por lo que vamos a recibir» –murmuró Berthier mientras se esforzaba en no perder de vista la aproximación a las defensas enemigas de los batallones que encabezaban la división.

Los austríacos retuvieron el fuego hasta que los batidores casi habían llegado ya al foso abierto frente a las murallas de la ciudad. Entonces cientos de nubecillas de humo brotaron de los muros, al tiempo que las bocas de los cañones instalados en torres y reductos escupían brillantes lenguas de fuego. Napoleón alzó su catalejo y vio que varias decenas de batidores habían sido derribados, y detrás de ellos las primeras filas de las columnas de Lannes titubearon, azotadas por una tormenta de balas de plomo de los mosquetes y de balas de hierro de los cañones. Los oficiales alzaron sus sables en el aire, algunos incluso colocaron sus sombreros en la punta para resultar más visibles, y ordenaron avanzar a sus hombres. Los soldados rebasaron el murete del foso, se perdieron de vista por unos momentos, reaparecieron trepando por la otra orilla y corrieron luego hacia la muralla. Por encima de ellos, las almenas de la ciudad aparecían ribeteadas por los uniformes blancos de los austríacos, apenas visibles entre los jirones de humo suspendido en el aire como un sudario. Los atacantes eran abatidos uno tras otro en cuanto intentaban llegar a la muralla.

Luego, de forma bastante repentina, el ímpetu del avance decayó y los soldados se tendieron en el suelo acurrucados detrás de cualquier refugio que podían encontrar, y empezaban a intercambiar disparos desesperados con el enemigo. Aún más hombres bajaron al foso, agolpándose contra los que en el terraplén del otro lado se veían impedidos de seguir avanzando. Aquella densa masa de hombres ofrecía un blanco irresistible al enemigo, que hizo llover la metralla sobre el foso y lo batió con la trayectoria curva de las granadas disparadas desde lo alto de los muros. Detonaban con fogonazos fulgurantes que esparcían esquirlas de hierro en todas direcciones, mutilando a los hombres de la primera oleada lanzada por el mariscal Lannes.

–Rediós –gruñó Napoleón, irritado–. Malditos sean. ¿Por qué se sientan ahí, a morir en esa zanja? Si quieren vivir, tienen que seguir avanzando.

Su frustración creció a medida que la carnicería aumentaba también. A la larga ocurrió lo inevitable, y los hombres de la primera oleada empezaron a retroceder poco a poco; entonces el ritmo se aceleró a medida que la urgencia de la retirada se extendió entre los soldados como una ola invisible que recorría sus filas. A los pocos minutos, los últimos supervivientes refugiados en el foso corrían para alejarse de la ciudad dejando a los muertos y heridos esparcidos por el campo o amontonados junto al muro. Mientras la marea humana retrocedía, los austríacos continuaron disparando, hasta que los franceses se encontraron fuera del alcance de sus mosquetes, y entonces sólo siguió el tronar de los cañones, que aún efectuaron varias descargas de metralla antes de quedar también en silencio.

Napoleón picó bruscamente espuelas y obligó a su caballo a bajar la suave pendiente del otero antes de galopar hacia el puesto de mando avanzado de Lannes, en las ruinas de una pequeña capilla. La guardia de corps y los oficiales del estado mayor del emperador se apresuraron a seguirle, esforzándose en mantener su paso. El mariscal Lannes se había adelantado a recibir a los primeros fugitivos tan pronto como se dio cuenta de que el ataque había fracasado. En el momento en que Napoleón llegó a su lado, leía la cartilla a un nutrido grupo de soldados cabizbajos.

–¿Y vosotros os llamáis hombres? –gritaba Lannes a voz en cuello–. ¿Y echáis a correr como malditos conejos en cuanto algún austríaco tiene cojones para pararse a luchar? ¡Por Cristo que me avergonzáis! Mancilláis vuestros uniformes y avergonzáis a vuestro emperador –Lannes señaló a Napoleón, que se había acercado y ahora detenía su montura–. Y ahora los enemigos se ríen de vosotros. Se burlan de vuestra cobardía. ¡Oídles!

Por supuesto, llegaba el eco débil de la rechifla y los abucheos de los defensores de Ratisbona, y los hombres clavaron la vista en el suelo sin atreverse a afrontar la mirada de su comandante.

Napoleón desmontó y observó fríamente a los hombres reunidos frente a Lannes. Siguió en silencio un instante, y sacudió la cabeza con aspecto abatido.

–Soldados, no estoy enfadado con vosotros. ¿Cómo podría estarlo? Habéis obedecido mis órdenes y habéis atacado. Habéis avanzado a pesar del fuego y habéis seguido adelante hasta que los nervios os han traicionado. Entonces, os habéis retirado. No habéis hecho sino lo que hace cualquier otro hombre de cualquier otro ejército de Europa. –Napoleón hizo una breve pausa para dar mayor énfasis a sus siguientes palabras–: Pero no estáis en cualquier ejército de Europa. Marcháis bajo los estandartes que os ha confiado vuestro emperador. Los mismos estandartes que llevasteis a la victoria en Austerlitz. Y en Jena, y en Auerstadt. En Eylau y en Friedland. Juntos hemos derrotado a los ejércitos del rey de Prusia y del zar. Hemos humillado a los austríacos, a los mismos austríacos que ahora os provocan desde los muros de Ratisbona. Creen que los hombres de Francia se han debilitado y tienen miedo, que se ha apagado el fuego que ardía en su pecho. Creen que el enemigo que en tiempos se enfrentó a ellos, y al que temían con sobrados motivos, es ahora manso como un cordero. Os desprecian. Se ríen de vosotros. Os ridiculizan... –Napoleón pasó la mirada a su alrededor y vio una expresión intensa de rabia en los rostros de algunos de aquellos hombres, tal como había confiado en ver. Dio entonces una nueva vuelta de tuerca a su argumento–. ¿Cómo puede un hombre soportar una cosa semejante? ¿Cómo puede un soldado de Francia no sentir que su corazón hierve de ira ante las burlas de quienes sabe que son inferiores a él? –Napoleón señaló Ratisbona con el brazo extendido–. ¡Soldados! Vuestros enemigos os esperan. Enseñadles lo que significa ser un francés. Ni las balas ni las bombas podrán detener vuestro coraje ni hacer vacilar vuestra resolución. Recordad a los que han luchado por vuestro emperador antes que vosotros. Recordad la gloria imperecedera que han merecido. Recordad la gratitud y los regalos que su emperador les ha concedido.

–¡Larga vida a Napoleón! –El mariscal Lannes agitó su puño en el aire–. ¡Larga vida a Francia!

El grito fue repetido al instante por los hombres más cercanos y se propagó a las filas de los allí reunidos. Otros soldados, más alejados, se volvieron a mirar y luego se unieron a ellos, de modo que las burlas de los austríacos quedaron sofocadas por el clamor de los vítores tumultuosos lanzados por toda la división de Lannes. Éste siguió gritando aún unos instantes, y luego ordenó a sus hombres que guardaran silencio. Cuando se apagaron los gritos, el mariscal aspiró una gran bocanada de aire y señaló a los soldados las banderas de sus regimientos.

–¡A vuestras banderas! ¡Formad y preparaos para enseñar a esos perros austríacos cómo luchan los verdaderos soldados!

Los hombres corrieron a ocupar sus puestos y Napoleón vio una determinación nueva en sus expresiones; asintió satisfecho.

–La sangre corre otra vez por sus venas. Sólo espero que esta vez puedan tomar la muralla. –Se volvió a observar las defensas enemigas. Se encontraban a poco más de un kilómetro de los cañones austríacos más próximos–. Estamos aún dentro de su alcance. Y los hombres, también.

–Haría falta mucha suerte para alcanzar a alguien a esta distancia, sire –respondió Lannes con despreocupación–. Sería un desperdicio de buena pólvora.

–Espero que tenga razón.

Un instante después brotó una nube de humo de una tronera del reducto austríaco más próximo, y los dos hombres siguieron con la vista la trayectoria curva del tenue borrón de la bala a través del aire de la mañana, ligeramente desviada en relación con su propia posición. El proyectil se estrelló en el suelo un centenar de metros delante de ellos, y rebotó en medio de una nube de polvo y tierra antes de caer de nuevo cincuenta pasos más allá y rebotar otra vez para detenerse por fin a escasa distancia de la primera fila del batallón francés más avanzado, dejando un surco chamuscado en la hierba alta.

–Buenas condiciones para la artillería –murmuró Napoleón–. El suelo es duro, el alcance eficaz aumentará y los rebotes de los proyectiles enemigos nos supondrán un coste muy alto.

Otros cañones austríacos abrieron fuego y un proyectil de una de las piezas más pesadas fue a caer delante mismo de uno de los batallones antes de rebotar y abrir un profundo hueco en las filas, derribando a los hombres como si de un juego de bolos se tratara.

Lannes carraspeó.

–Sire, veo que también nosotros nos encontramos dentro del alcance de la artillería enemiga.

–Cierto, pero tal y como ha señalado, sus probabilidades de alcanzarnos son desdeñables.

–A pesar de todo, sire, sería prudente que os retirarais fuera del radio de acción de los cañones.

Napoleón miró hacia el reducto y se dio cuenta de que la boca de una de las piezas apuntaba hacia su posición de modo que sólo aparecía un punto negro. De pronto el cañón desapareció en medio de una nube de humo, y un instante después grumos de tierra saltaron en el aire delante de ellos.

–¡Cuidado! –advirtió Lannes.

Antes de que Napoleón pudiera reaccionar, la bala rebotó mucho más cerca, y luego de nuevo justo a sus pies. Sus rostros quedaron salpicados de polvo y cascajo, y Napoleón sintió un golpe como una coz salvaje en su tobillo derecho. La fuerza del impacto lo aturdió, y siguió en pie, erguido, sin atreverse a bajar la vista, mientras Lannes se quitaba el polvo de la casaca de su uniforme con una risita.

–Tal como decía...

Napoleón sintió que su tobillo cedía y cayó hacia un lado, con los brazos extendidos para amortiguar la caída.

–¡Sire! –Lannes se apresuró a arrodillarse a su lado–. ¿Estáis herido?

El dolor de la pierna de Napoleón se había hecho insoportablemente agudo, y apretó los dientes al contestar:

–Pues claro que estoy herido, bobo.

–¿Dónde? –Lannes lo examinaba inquieto–. No consigo ver la herida.

–Mi pierna derecha –gimió Napoleón–. El tobillo.

Lannes vio que la bota de Napoleón estaba destrozada y se inclinó en busca de señales de la herida. Napoleón tragó saliva e intentó incorporarse. Por encima del hombro de Lannes, vio que varios oficiales y ordenanzas corrían hacia él. Más lejos, los hombres del batallón más próximo rompían la formación para mirar en dirección al emperador con expresiones de alarma.

–¡El emperador está herido! –gritó una voz.

El grito fue repitiéndose y un coro de lamentos desesperados recorrió las filas de la división formada para iniciar el segundo ataque. Napoleón se dio cuenta de que debía restablecer con urgencia la moral de sus hombres, antes de que se esfumara la oportunidad de apoderarse de Ratisbona.

–Ayúdeme a ponerme de pie –murmuró a Lannes.

El mariscal sacudió la cabeza.

–Estáis herido, sire. Os llevaré a un lugar seguro y haré llamar a vuestro médico.

–No hará semejante cosa –gritó Napoleón–. Póngame de pie. Traiga aquí mi caballo.

–A vuestras órdenes.

El mariscal era un hombre robusto; agarró el brazo del emperador y lo puso en pie con facilidad. Napoleón cargó todo el peso del cuerpo en el pie izquierdo y se esforzó en disimular el dolor punzante que convertía en agónico cualquier movimiento de su pierna derecha. Apoyó una mano en el hombro de Lannes mientras éste reclamaba su caballo. Un guardia de corps del emperador sujetó las riendas, y Lannes aupó con cuidado a Napoleón sobre la silla y colocó su pie derecho en el estribo. Napoleón tomó las riendas y aspiró profundamente.

–¿Cuáles son vuestras órdenes, sire? –Lannes levantó la vista hacia él.

–Continuar el ataque, hasta tomar Ratisbona.

Napoleón chascó la lengua y presionó con los talones con tanta suavidad como le fue posible, sin poder evitar una mueca por la terrible punzada que sintió en el tobillo derecho al hacerlo. El caballo avanzó y Napoleón pasó frente a los regimientos formados para el segundo ataque a las defensas enemigas. Berthier se aproximó al trote y se situó a su lado.

–¿Deseáis que haga venir aquí vuestro carruaje?

–No. Seguiré a caballo. Donde los hombres puedan verme.

Napoleón alzó la mano para saludar al batallón más próximo, y provocó con ello un estallido de vítores prolongados. Lo mismo ocurrió con las siguientes formaciones de la división de Morand. Napoleón siguió cabalgando delante de la primera línea de soldados, forzándose a sí mismo a sonreír a sus hombres e intercambiando saludos con sus comandantes a medida que pasaba ante ellos.

Llegó al extremo de la formación, dio media vuelta y emprendió el regreso. El mariscal Lannes había vuelto a montar en su caballo y se adelantó al trote de modo que todos sus soldados pudieran verle bien. Napoleón hubo de tirar con fuerza de las riendas, esforzándose por mantener una expresión impasible, cuando otra bala de cañón rebotó a corta distancia de la banda de música de la división y arrancó de cuajo la cabeza de un joven tambor antes de aplastar el pecho del situado en la segunda fila.

Lannes se quitó el bicornio emplumado y lo agitó bien alto mientras se llenaba de aire los pulmones y gritaba:

–¡Voluntarios para el pelotón de las escalas, un paso al frente!

Su voz resonó en el aire templado y sus ecos se extinguieron poco a poco, pero ningún hombre se movió. Los que ocupaban la primera fila miraban obstinados al frente, evitando que sus ojos se cruzaran con los de su mariscal o su emperador. Los voluntarios para llevar las escalas deberían avanzar inmediatamente detrás de los batidores, y era seguro que el enemigo concentraría su fuego en unos blancos tan visibles. El suelo, frente a las defensas austríacas, estaba ya alfombrado de muertos y heridos en el ataque anterior, y el recuerdo de la tempestad de fuego desencadenada desde las murallas seguía aún fresco en las mentes de los supervivientes.

Lannes fijó en las filas inmóviles y silenciosas una mirada sorprendida, que enseguida pasó a ser desdeñosa.

–¿No hay un hombre entre todos vosotros que quiera tener el honor de ser el primero en escalar los muros...? ¿Y bien?

Nadie se movió, y Napoleón percibió la terrible tensión que se había creado entre el mariscal y sus hombres. Si no se resolvía de alguna forma, y pronto, no habría un segundo ataque. Lannes debió de sentir lo mismo, porque dirigió una mirada inquieta al emperador y, de repente, desmontó y se dirigió apresuradamente, con largas zancadas, a la más próxima de las escalas. Mientras los soldados miraban, Lannes la aferró y se la echó al hombro para llevarla él solo. Se volvió a sus hombres y gritó con desprecio:

–Si no hay aquí ningún otro hombre con redaños, lo haré yo solo. Antes que mariscal fui granadero... ¡y lo sigo siendo!

A continuación, dio media vuelta y empezó a marchar hacia Ratisbona, con la incómoda escala fuertemente asida.

–Buen Dios –murmuró Berthier–. ¿Qué diablos se propone?

Napoleón no pudo evitar una sonrisa.

–¿Qué otra cosa, sino cumplir con su deber?

Durante un instante ningún hombre se movió; luego, uno de los oficiales de estado mayor de Lannes corrió a interponerse en el camino de su comandante.

–¡Señor! No puede hacer eso. ¿Quién mandará las tropas si lo matan?

–¡A mí qué me importa! –gruñó Lannes–. Fuera de mi camino, maldita sea.

Empujó a un lado al oficial y siguió avanzando hacia los defensores austríacos. El otro hombre volvió la vista atrás, espantado. Luego, ya rehecho de su estupor, corrió hacia Lannes y agarró el otro extremo de la escala.

–¡Espere, señor! –gritó otro de los oficiales, y él y sus compañeros se adelantaron, tomaron las escalas más próximas y corrieron detrás de Lannes.

Hubo una breve pausa y luego el coronel del batallón más próximo se volvió a sus hombres, atónitos, y rugió:

–¿Qué estáis esperando? ¡Que me condenen si permito que un mariscal de Francia reciba una bala que iba destinada a mí! ¡Adelante! –Alzó el sable y señaló con él la ciudad–. ¡Larga vida a Francia!

Sus hombres corearon el grito y se pusieron en movimiento, corriendo a recoger las escalas para seguir a Lannes y sus oficiales. El resto de la división de Morand avanzó también en una marea desigual de soldados que vitoreaban, y a su paso empuñó las escalas que aún quedaban. Napoleón sintió como su pulso se aceleraba al ver aquello, y espoleó a su caballo para avanzar con los demás hombres. Los defensores reaccionaron con rapidez ante la nueva amenaza y todas las bocas de fuego disponibles vomitaron proyectiles sobre la ola humana que corría a campo abierto hacia el foso y la muralla que se alzaba detrás. Una bala de cañón pasó silbando junto a la cabeza de Berthier, que instintivamente agachó la cabeza.

–Sire, ¿es esto prudente? Ya habéis sido herido. Os imploro que os retiréis para que os curen la pierna.

–Luego. Ahora lo más importante es tomar Ratisbona.

–Con todo respeto, sire, el mariscal Lannes puede dirigir por sí solo el ataque.

–¿De verdad? –Napoleón miró con severidad a su jefe de estado mayor–. Ya ha visto a los hombres. Ha visto hasta qué punto flaquea su moral. Si su emperador está con ellos, no se desanimarán.

Berthier sacudió la cabeza con aire cansado.

–Con toda seguridad estáis en lo cierto, sire. Pero, ¿y si os matan? ¿Aquí mismo, delante de los hombres? No sólo fracasaría el ataque, sino que sería un golpe terrible para la moral de todo el ejército.

Napoleón se esforzó en sonreír.

–Mi querido Berthier, puedo asegurarle que la bala que me ha de matar todavía no ha salido del molde. Ya basta. Nos quedaremos junto a nuestros soldados.

–Sí, sire –respondió Berthier con docilidad, y procuró parecer imperturbable mientras seguían cabalgando al paso.

Delante de ellos, Napoleón pudo distinguir el oro de los uniformes de Lannes y sus oficiales, que todavía encabezaban el asalto. Llegaron hasta el foso, en parte a la carrera y en parte deslizándose pendiente abajo desde la loma más próxima, cruzaron hasta el terraplén del otro lado y treparon por él para llegar a la última franja de terreno que les separaba de la muralla. Por encima de ellos, las almenas estaban repletas de soldados austríacos que disparaban y volvían a cargar sus mosquetes tan deprisa como les era posible, mientras la marea de uniformes azules avanzaba hacia ellos. Por los dos flancos de la división de Morand, los cañones de los reductos enemigos arrojaban una lluvia de metralla sobre las filas francesas y abatían en cada ocasión a varios hombres convertidos en piltrafas ensangrentadas. Napoleón y Berthier detuvieron sus monturas a corta distancia del foso y desde allí observaron como Lannes y sus oficiales llegaban al pie de la muralla. Plantaron a toda prisa la escala y el mariscal saltó a los travesaños inferiores y empezó a trepar. A uno y otro lado, otras escalas se apoyaron en el muro y los hombres de la división de Morand se precipitaron a ellas, saltaron los parapetos y cayeron sobre los defensores.

La mayoría de ellos habían disparado sus mosquetes al aproximarse a la muralla, y ahora empuñaban el frío acero de sus bayonetas o utilizaban sus mosquetes como garrotes en la lucha brutal cuerpo a cuerpo con los austríacos. La misma suerte corrieron los defensores de los reductos de los dos flancos cuando los franceses se abrieron paso por las troneras de los cañones y atacaron a los artilleros que se encontraban en el interior. Después de los terribles destrozos causados por aquellos cañones, Napoleón sabía que la ira vengadora de los atacantes no tendría piedad con ni uno tan sólo de los sirvientes de las piezas.

Mientras más y más hombres trepaban a lo alto de las murallas, hubo una ovación entre quienes aún se encontraban fuera al empezar a abrirse las puertas de la ciudad. Por un instante Napoleón se tensó, preguntándose si el enemigo se disponía a iniciar un contraataque; pero cuando las puertas se abrieron de par en par, del interior asomó tan sólo una figura con los intrincados bordados de oro en el uniforme y sin sombrero.

–¡Es Lannes! –exclamó Berthier.

–Sí –sonrió Napoleón aliviado, y taloneó a su montura en dirección al foso. Cuando el caballo empezó a descender cautamente por el terraplén, Napoleón vio por primera vez los cuerpos amontonados en el fondo del foso, algunos de ellos prácticamente despedazados por las gruesas balas de hierro de la metralla. El caballo relinchaba y se resistía a avanzar, hasta que Napoleón se inclinó a palmearle el cuello para tranquilizarlo y obligarlo a cruzar hasta el otro lado. Lannes llamaba a sus hombres desde las puertas con gestos y gritos de ánimo. Napoleón y Berthier se acercaron a él, y Napoleón advirtió el desgarrón en la casaca del uniforme del mariscal y la mancha de sangre en su cuello.

–Veo que ahora es usted el imprudente, mi querido Jean.

Lannes lo miró, se llevó una mano enguantada al cuello y la retiró manchada de sangre fresca.

–Un arañazo, sire. No es nada.

Napoleón volvió la mirada al foso y al terreno abierto hasta los muros de la ciudad. Estimó que cerca de mil franceses habían caído delante de las defensas de Ratisbona. Se volvió a Lannes.

–Se diría que algún hechizo le protege la vida.

–A todos nos ocurre, sire, hasta el día en que morimos.

Los dos rieron a coro, y Berthier se unió a ellos después de una ligera vacilación. Luego Napoleón se inclinó para dar a su mariscal nuevas instrucciones.

–Dé a sus hombres la orden de limpiar a fondo la ciudad. Mientras tanto, quiero que usted y todos los granaderos que consiga reunir se dirijan de inmediato al puente. Tenemos que capturarlo intacto. No se detenga por nada, y después de tomarlo manténgalo a toda costa. ¿Está claro?

–Sí, sire.

–Vaya, entonces.

Mientras Lannes volvía al trote al interior de la ciudad y convocaba a sus oficiales de estado mayor, Napoleón y Berthier permanecieron junto a las puertas y el emperador devolvió los saludos de los soldados de los restantes regimientos de la división, que desfilaron hacia Ratisbona. Muchos, en particular los nuevos reclutas, sólo habían visto hasta entonces a su emperador de lejos, si habían llegado a verle, y ahora lo observaban con curiosidad, excitación y no poco temor. Algunos de los veteranos, con distintivos de varias campañas cosidos a las mangas, felicitaron a viva voz con frases desenfadadas a Napoleón, con la intención de impresionar a sus camaradas más jóvenes. Napoleón sabía que aquella noche se reunirían alrededor de los fuegos de campamento y contarían historias sobre cómo habían luchado al lado del emperador cuando aún no era más que un joven oficial.

Esperó hasta que los dos primeros regimientos estuvieron dentro de la ciudad antes de cruzar las puertas. El ruido de la lucha había retrocedido hacia el río, y el agudo redoble de la mosquetería se veía puntuado de tanto en tanto por las explosiones de los cañonazos disparados desde la orilla del Danubio que seguía en poder de los austríacos. Había cadáveres diseminados por el suelo, tanto franceses como austríacos, a lo largo de la calle que partía de las puertas. Muertos y heridos habían sido apresuradamente retirados a un lado para que no entorpecieran la marcha de las tropas. Los vivos se acurrucaban contra las paredes de las casas, a la espera de ayuda para dirigirse a los hospitales de retaguardia, donde sus heridas podrían ser atendidas. Algunos dieron vivas al paso de Napoleón; otros lo miraban sin expresión, demasiado conmocionados o doloridos para preocuparse de él.

Delante de ellos, la calle desembocaba en una plaza que el enemigo había utilizado como parque de vehículos. Era un espacio acotado por las fachadas profusamente decoradas que Napoleón se había acostumbrado a ver en las aldeas y ciudades de las orillas del Danubio. Armones de artillería, trenes de munición y carros de suministros arrimados unos a otros ocupaban el centro de la plaza.

En el otro extremo, Napoleón vio la amplia avenida que llevaba al puente tendido sobre el gran río. Una multitud de soldados de uniforme azul se agolpaba ante el puente. Napoleón espoleó a su caballo. Al acercarse al extremo del puente, vio a Lannes y a sus oficiales en un espacio despejado junto a la embocadura. Más allá, las aguas del Danubio fluían en una extensión de unos cien pasos hasta la primera de las pequeñas islas situadas entre las dos orillas. El puente, construido con macizos contrafuertes de piedra, cruzaba recto el gran río sobre pilares que estribaban en las isletas. Napoleón se dio cuenta de que era tan sólido que no sería fácil destruirlo con cargas de pólvora de cañón. En el extremo más alejado, se distinguían con toda claridad densas formaciones de soldados enemigos y varias baterías de artillería que defendían el paso. Más allá, sobre las lomas próximas al río, se extendía el campamento del ejército del archiduque Carlos. Mientras Napoleón observaba la situación, las tropas francesas empeñadas en el cruce del río empezaron a retroceder bajo el intenso fuego de mosquetería y las granadas que barrían toda la longitud del puente. Los hombres caían, y los más resueltos se detenían aún a efectuar un último disparo antes de correr en busca del refugio que les ofrecían los edificios que bordeaban el río.

Al oír aproximarse el ruido de cascos sobre los adoquines de la avenida, Lannes se volvió y él y sus oficiales se inclinaron para saludar.

–Informe –ordenó Napoleón en cuanto detuvo su montura. El dolor agudo del tobillo se había convertido poco a poco en una pulsación insistente que le exigía toda su atención para escuchar al mariscal.

–La ciudad es nuestra, sire. La mayor parte de la guarnición ha conseguido escapar cruzando el río, pero tenemos a varios cientos de prisioneros y hemos capturado veinte cañones. Un puñado de austríacos resiste aún en algunos edificios de los barrios del este de Ratisbona, pero no durarán mucho. En cuanto a nuestras pérdidas...

–Eso no importa ahora. ¿Está a salvo el puente?

Lannes asintió.

–El mayor de ingenieros Dubarry lo ha inspeccionado en busca de cargas. Parece que los austríacos no han hecho ningún intento de destruir el puente.

–Bien. Entonces, aún tenemos una posibilidad de perseguir al archiduque Carlos.

Lannes alzó las cejas por un instante.

–Sire, como podéis ver, el enemigo se ha desplegado en la otra orilla. No podemos forzar el cruce por este lugar. El enemigo se nos ha escapado, por el momento.

Napoleón apretó los labios y se esforzó por controlar su ira. Llevaba más de diez días sin disfrutar de una buena noche de descanso, y en aquel repentino estallido de rabia reconoció los síntomas del agotamiento. No se podía culpar a Lannes de nada. Al examinar la otra orilla del río, Napoleón pudo ver por sí mismo que cualquier intento de pasar el puente sólo serviría para provocar una carnicería. Se sintió abatido de pronto al contemplar aquel callejón sin salida. Los austríacos habían conseguido colocar el Danubio entre ellos y sus perseguidores. Si se movían en paralelo al ejército francés, podrían bloquear cualquier intento de cruzar el río para obligarlos a combatir.

Emitió un suspiro amargo.

–Parece que el enemigo ha aprendido la lección de la guerra anterior. El archiduque Carlos se lo pensará dos veces antes de aceptar una batalla bajo mis condiciones.

–Podemos encontrar otro punto para el cruce, sire –replicó Berthier–. Masséna se dirige a Straubing. Si cruza el río antes de que los austríacos lo detengan, podrá atacar su flanco.

–¿Él solo? –Napoleón sacudió la cabeza–. Aunque Masséna consiguiera sorprender a los austríacos, ellos podrían sencillamente retirarse a los estados alemanes del norte, e intentar conseguir su alianza al tiempo que nos tientan a seguirles, apartándonos de Viena. –Guardó silencio por unos instantes mientras se rascaba suavemente la barbilla sin afeitar–. No. No vamos a seguir el juego del archiduque Carlos. Al revés, vamos a procurar que sea él quien nos siga.

–¿Cómo, sire?

–Marcharemos sobre Viena. Dudo que los austríacos estén dispuestos a permitir que ocupemos su capital por segunda vez sin luchar.

Lannes señaló las fuerzas enemigas apiñadas en la otra orilla.

–¿Y si vuelven a cruzar el río e intentan cortar nuestras comunicaciones?

Napoleón sonrió.

–En ese caso, nos volveremos contra ellos y les obligaremos a combatir. Sospecho que no tienen estómago para arriesgarse a eso durante un buen tiempo. De modo que vamos a llevar la guerra a Viena, amigos míos. Allí tendremos nuestra batalla.

CAPÍTULO II

El ejército austríaco se retiró durante la noche y Napoleón envió a Davout y su cuerpo de ejército a la otra orilla del Danubio para mantener el contacto con el enemigo y hostigarlo. Mientras, el grueso del ejército marchaba en dirección este, hacia Viena, empujando por delante al resto de las fuerzas austríacas. El tiempo seguía siendo primaveral y los soldados del ejército francés forrajeaban en las tierras del enemigo y mantenían la moral alta.

Durante todo ese tiempo, Napoleón estudió con suma atención los informes que Davout le enviaba con regularidad. Tan pronto como se materializó la amenaza sobre Viena, el archiduque Carlos hizo dar la vuelta a su ejército y avanzó por la orilla norte del Danubio con la intención de llegar a su capital antes que los franceses. Había pocas posibilidades de que lo consiguiera, calculó Napoleón, porque el ejército austríaco siempre se había movido a un ritmo trabajoso. Las únicas noticias preocupantes procedían de Italia, donde el hermano del archiduque Carlos, el archiduque Juan, había obtenido una victoria sobre el ejército francés desplazado allí. Cabía, pues, la posibilidad de que Juan regresara a Viena con la intención de que los dos ejércitos austríacos se enfrentaran unidos a Napoleón.

A principios de mayo, el ejército francés llegó a la vista de las agujas de las iglesias y los techos de la capital austríaca, y Napoleón dio a la artillería orden de prepararse para bombardear Viena. Antes de que los cañones abrieran fuego, las puertas de la ciudad se abrieron para dar paso a una pequeña comitiva de civiles, que se dirigió al puesto de mando francés.

–Me pregunto qué es lo que querrán –murmuró Berthier, mientras levantaba su catalejo y les observaba aproximarse con precaución a las avanzadillas francesas. Se volvió a su emperador–. Tal vez están ya dispuestos a pedir la paz.

–Ése sería mi deseo –replicó Napoleón–. Pero si intentan defender Viena, en esta ocasión no dudaré en arrasar la ciudad. No daré al emperador Francisco una tercera oportunidad de desafiarme.

Napoleón reclamó con un gesto el catalejo, y aplicó el ojo a la lente. Había cinco hombres vestidos de civil, con una pequeña escolta de miembros de la milicia montada de la ciudad.

–Llévelos a la batería principal –fueron las instrucciones de Napoleón a Berthier–. Les veré allí. De ese modo se darán cuenta de lo que pueden esperar si no aceptan mis condiciones.

–Sí, sire.

Berthier asintió y maniobró con su caballo para dirigirse a cumplir la orden. Napoleón desvió el catalejo de los jinetes que se aproximaban y examinó las defensas de la ciudad que se alzaba más allá. Un puñado de fortines protegían los accesos a Viena, y luego se alzaban las murallas. Sin embargo, no había señales de actividad en ninguno de los fortines, y tampoco ondeaban sobre ellos banderas ni estandartes de regimientos. Bajó el catalejo con un ligero ceño de preocupación y murmuró:

–¿A qué diablos están jugando?