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Akal / Pensamiento crítico / 67

Perry Anderson

La palabra H 

Peripecias de la hegemonía

Traducción: Juanmari Madariaga

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Pocos términos son tan relevantes en la literatura política contemporánea como el de «hegemonía», aunque su aceptación cotidiana sea relativamente reciente y su significado siga siendo esquivo y discutible.

En lo que constituye el primer estudio de la suerte diversa que ha corrido el concepto de hegemonía en la historia del pensamiento, Perry Anderson rastrea sus orígenes en la Antigua Grecia y su redescubrimiento durante los levantamientos de 1848-1849 en Alemania; sigue su accidentada trayectoria por la Rusia revolucionaria, la Italia fascista, los Estados Unidos en tiempos de la Guerra Fría, la Francia gaullista, la Gran Bretaña de Margaret Thatcher, la India poscolonial, el Japón feudal y la China maoísta, llegando finalmente al mundo de Merkel y May, Bush y Obama.

El resultado es un libro fascinante, un viaje a través de la historia intelectual del mundo en pos de una idea que hoy configura nuestro pensamiento e imaginación política.

Perry Anderson, ensayista e historiador, es profesor emérito de Historia en la Universidad de California (UCLA). Editor y piedra angular durante muchos años de la revista New Left Review, es autor de un volumen ingente de estudios y trabajos de referencia internacional entre los que cabe destacar: Transiciones de la Antigüedad al feudalismo, El Estado absolutista, Consideraciones sobre el marxismo occidental, Teoría, política e historia. Un debate con E. P. Thompson, Tras las huellas del materialismo histórico, Spectrum, El Nuevo Viejo Mundo, Imperium et Consilium, La ideología india y Las antinomias de Antonio Gramsci.

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RAG

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Antonio Huelva Guerrero

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Título original

The H-Word. The Peripeteia of Hegemony

© Perry Anderson, 2017

© Ediciones Akal, S. A., 2018

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4655-4

PREFACIO

Pocos términos son tan relevantes en la literatura política contemporánea, técnica o polémica, como el de hegemonía, aunque su difusión sea bastante reciente, como revela inmediatamente una mirada a los fondos de cualquier buena biblioteca. En inglés, la primera entrada en el catálogo de UCLA no se remonta más allá de 1961. A partir de entonces, siguiendo su uso en los títulos década por década, aparece en media docena de libros en la de los sesenta, 16 en la de los setenta, 34 en la de los ochenta, para dar un gran salto en la de los noventa, con 98 libros. En la primera década del nuevo milenio se publicaron 161 títulos sobre el tema, es decir, más de uno cada mes. El término ha dejado, pues, de ser marginal o arcano.

¿Qué motivos hay tras esa evolución? La idea de hegemonía –como la de modernidad, democracia, legitimidad o tantos otros conceptos políticos– tiene una historia complicada que desmiente su amplia difusión actual y que debe comprenderse para captar su repercusión en el paisaje contemporáneo que nos rodea. Esa historia recorre ocho o nueve culturas nacionales distintas, y será necesario decir algo sobre cada una de ellas. Al considerar la suerte del concepto, el enfoque adoptado aquí será, en primera instancia, un ejercicio de filología histórica comparada, pero los virajes en su uso –aplicaciones diferentes, connotaciones enfrentadas– nunca han sido sólo cambios semánticos. Constituyen un barómetro político de los poderes y tiempos cambiantes a lo largo de los siglos.

El estudio que sigue acompaña a otro, Las antinomias de Antonio Gramsci, donde se examina con mucho mayor detalle un cuerpo teórico particular centrado en la idea de hegemonía, quizá el más famoso, y el contexto en que surgió. Los lectores que se acerquen a ambos deben perdonar una breve repetición aquí, en forma muy comprimida, de lo que encontrarán ampliado allí, en una superposición intelectualmente inevitable. Los objetivos y métodos de los dos estudios no son los mismos, aunque puedan considerarse complementarios. Sus acentos, producto de épocas que tienen poco en común, difieren más radicalmente. Pero el que escribí hace cuarenta años fue un estímulo para el actual, una conexión lo suficientemente estrecha para su publicación como par asincrónico.

Debo la concepción de este libro al Institut d’Études Avancées de Nantes, donde se me ocurrió por primera vez su diseño mientras trabajaba en un proyecto relacionado, un estudio acerca de la política exterior estadounidense. Para su redacción debo agradecer especialmente la orientación en los textos en dos idiomas que no puedo leer, el chino y el japonés, a la amabilidad de otros estudiosos que sí pueden: Andrew Barshay, Mary Elizabeth Berry, Joshua Fogel, Annick Horiuchi, Eric Hutton, Kato Tsuyoshi, Peter Kornicki, Jeroen Lamers, Mark Edward Lewis, Kate Wildman Nakai, Timon Screech, Wang Chaohua y Zhang Yongle. El noveno capítulo de este libro no se podría haber escrito sin su ayuda, pero ninguno de ellos es responsable por los errores que seguramente contiene, y mucho menos de mis opiniones sobre muchos otros asuntos expresadas en otros apartados del libro. El octavo capítulo apareció originalmente, en una forma ligeramente más larga, en la New Left Review número 100 de julio-agosto (en castellano, septiembre-octubre) de 2016.

Octubre de 2016

CAPÍTULO I

Orígenes

Históricamente, los orígenes del término «hegemonía» son, por supuesto, griegos, a partir de un verbo que significa «guiar» o «dirigir» y que se remonta, al menos, a Homero. Como sustantivo abstracto, ἡγεμονία [hêgemonia] aparece por primera vez en Herodoto, para designar el liderazgo de una alianza de ciudades-Estado para alcanzar un fin militar común, posición de honor concedida a Esparta en la resistencia frente a la invasión persa de Grecia. Estaba ligado a la idea de una coalición, cuyos miembros eran en principio iguales, alzándose uno de ellos para dirigirlos a todos con un propósito determinado. Desde el principio coexistió con otro término que indica el predominio o mando en un sentido general: ἀρχή [arjê]. ¿Cuáles eran las relaciones entre los dos? En un famoso pasaje de su Historia de Grecia, sobre la evolución de la Liga de Delos encabezada en el siglo V a.C. por Atenas, el eminente historiador liberal George Grote –colaborador de John Stuart Mill– argumentaba que la hêgemonia era el liderazgo libremente basado en el «apego o consentimiento», mientras que arjê implicaba la «superior autoridad y dignidad coercitiva» del imperio, contrastándolo así con la mera «aquiescencia». Tucídides distinguía cuidadosamente entre los dos conceptos y criticó el paso de Atenas del primero al segundo como la causa fatal de la guerra del Peloponeso[1]. El último estudioso en considerar los textos clásicos se mostraba de acuerdo. Las concepciones de hegemonía e imperio estaban «en un conflicto mortal». La fuerza es «lo que marca la diferencia»[2].

Una oposición tan tajante era, sin embargo, ajena a los autores de la época. En Herodoto y Jenofonte, hêgemonia y arjê son utilizados casi indistintamente. ¿Era Tucídides más puntilloso? El párrafo en el que se basa Grote se inicia con el primer término y concluye con el segundo, presentando un desarrollo de uno a otro sin contraponerlos[3]. En otros lugares de su narración, los agentes no hacen distinción entre ambos. En el transcurso de la expedición siciliana, un emisario ateniense los equipara directamente: «Después de las guerras médicas adquirimos una flota y nos libramos del imperio y la hegemonía de los lacedemonios» –arjês kai hêgemonias–[4]. Más significativamente, el propio Pericles dejó claro a sus conciudadanos que era del arjê –no de la hêgemonia– de lo que debían estar orgullosos, y nunca dejarlo escapar. «Todos deben sentirse orgullosos del prestigio del que goza la ciudad desde el imperio y estar preparados para luchar en su defensa –les dijo–; no se puede eludir la carga sin abandonar también la búsqueda de la gloria. No penséis que lo único en cuestión es la esclavitud o la libertad: también está la pérdida del imperio y el peligro de sufrir el odio suscitado por vuestro ejercicio del poder». El estadista a quien Tucídides elogiaba incansablemente por su moderación concluía: «La posteridad recordará que tuvimos el más amplio ascendiente de unos griegos sobre otros, en las mayores guerras mantenidas contra enemigos unidos o individuales, y que habitábamos una ciudad que era en todo la más rica y la más excelsa»[5]. Subrayando la positividad del arjê, Tucídides procedió a señalarlo como el más noble elogio para el propio Pericles. «Así Atenas, nominalmente una democracia, se convirtió de hecho en un Estado gobernado por su ciudadano más insigne»: tou prôton andros arjê[6].

Que había una continuidad conceptual, más que un contraste claro entre las ideas de hegemonía y de imperio en la Grecia clásica, era algo arraigado en los significados de ambos. En el primer estudio erudito de la primera, de Hans Schaefer, escrito al final de la República de Weimar, se mostraba que la hegemonía era, de hecho, el liderazgo libremente concedido por los miembros de una liga, pero como comisión específica, no como una autoridad general; lo que le correspondía era el mando en el campo de batalla[7]. Su dominio de aplicación era la guerra, no la paz; pero dado que el mando militar es el más imperativo de todos los tipos de liderazgo la hegemonía era desde el principio el ejercicio de un poder incondicional. Ese poder era temporal y limitado. Pero ¿qué podría ser más natural o predecible que un hegemón, una vez elegido, lo ampliara en duración y ámbito?[8] Si la hegemonía era intrínsecamente inflable en un extremo del espectro del poder, el arjê era constitutivamente ambiguo en el otro, traducible según el contexto (o la inclinación del traductor) como mando neutral o imperio dominante. En la retórica del siglo V a.C., las asociaciones del primero con el consentimiento y del segundo con la coerción estaban tácticamente disponibles, pero la superficie de deslizamiento entre ellos impedía una demarcación estable.

En el siglo IV a.C. todo esto cambió. Después de la derrota en la Guerra del Peloponeso, la oratoria ateniense, incapaz de exaltar el imperio como antes, revalorizó las virtudes de la hegemonía, ahora adecuadamente moralizada como ideal de los debilitados. Isócrates, llamando a los griegos a unirse una vez más contra Persia bajo el liderazgo de Atenas, reclamaba la hegemonía de esta exaltando sus méritos culturales y los beneficios que estos habían conferido históricamente a otros, sobre todo sus bendiciones en filosofía, elocuencia y educación. Su panegírico es la reivindicación más sistemática que se encuentra en la literatura de la hegemonía como preeminencia libremente reconocida, pero ni siquiera esta podía prescindir de un contrapunto revelador: los griegos también debían estar profundamente agradecidos [a Atenas] por el «gran imperio» del que habían disfrutado[9]. Veinticinco años de reveses y humillaciones después, abogando por la paz con unos aliados que se habían alzado contra la dominación de Atenas, Isócrates lamentaba que «codiciamos un imperio que no es ni justo ni sostenible ni ventajoso para nosotros», cuya porfía en la Guerra del Peloponeso había causado «más y mayores desastres» a la ciudad que todo el resto de su historia[10]. Para entonces, tras abandonar el arjê, había sublimizado enteramente la hegemonía en su himno al logos, donde se convertía en el poder de la palabra sobre todas las cosas –hapantôn hêgemona logon– de cuya autoridad era portador[11]. En el mundo real, su final fue el opuesto más radical, en la figura del rey, a quien había solicitado que aplacara la resistencia aplastada ofrecida por la ciudad-Estado al gobierno macedonio. Por la fuerza de la conquista, Filipo se convirtió en el «hegemón de Grecia», formalmente instalado como tal en Corinto[12].

Retrospectivamente, Aristóteles escribiría sobre Atenas y Esparta que «cada uno de los dos Estados que fueron hegemónicos en Grecia tomó su forma de gobierno como norma y la impuso a otras ciudades, en un caso las democracias y en el otro las oligarquías, sin tener en cuenta el interés de las ciudades, sino sólo su propia ventaja», hasta que se convirtió en «un hábito del pueblo de las distintas ciudades no desear la igualdad, sino pretender la supremacía o resignarse a la obediencia cuando son venci­dos»[13]. Con otras palabras, la hegemonía era intrínsecamente intervencionista. Los artículos de la Liga de Corinto, que también era nominalmente una alianza entre iguales, iban más allá de cualquier precedente, como correspondía al poder autocrático de Filipo, al autorizar al hegemón emprender acciones contra cualquier cambio en la constitución de una ciudad y proscribir específicamente «la confiscación de propiedades, redistribución de tierras, cancelación de deudas y liberación de esclavos con fines revolucionarios». Hasta George Cawkwell, el principal historiador moderno de la carrera de Filipo y admirador incondicional del rey, se vio obligado a preguntarse: «¿Se congeló la sociedad griega a partir de 337? ¿Y en interés de quién o quiénes? ¿Iban a estar en el poder para siempre los colaboracionistas con Macedonia?»; a continuación insta a una «atenuación de ese juicio tan severo», ya que, después de todo, «la entronización de Filipo en 337 seguía siendo popular»[14]. Al concluir que «es en el papel del hegemón donde hay que buscar el verdadero secreto de la Liga de Corinto», podía estar diciendo más de lo que pretendía.

II

Allí, en tiempos de Aristóteles, el término quedó en reposo. El vocabulario político de Roma, donde los aliados eran quebrantados y absorbidos en una república en expansión cuya estructura ninguna ciudad-Estado griega podía igualar, no lo requería; había menos necesidad de ambigüedad o eufemismos. Tras la caída de Roma, la hegemonía tampoco halló un lugar en las lenguas de la Europa medieval o principios de la moderna. En la traducción de Hobbes de Tucídides, la palabra no aparece en ninguna parte[15]. Como término político contemporáneo, permaneció prácticamente desconocido hasta mediados del siglo XIX, cuando resurgió, en un contexto no relacionado con la Antigüedad, en Alemania, en la confluencia entre la unificación nacional y los estudios clásicos, cuando Prusia fue aclamada por los historiadores empapados en el pasado griego, que eran muchos en el país, como el reino capaz de liderar a los demás Estados alemanes en el camino hacia la unidad. En Inglaterra, Grote no había sido capaz de naturalizar la palabra, quejándose los críticos de que la hubiera introducido, después de que él mismo cayera en una vaga «jefatura» en sus últimos volúmenes. Subrayando la novedad extranjerizante del término, el Times observaba desde Londres: «No hay duda de que es una gloriosa ambición la que impulsa a Prusia a afirmar su derecho al liderazgo, o como lo expresa esa tierra de profesores, a la “hegemonía” en la Confederación Germánica»[16].

Desde las guerras de liberación contra Napoleón, los pensadores liberales y nacionalistas habían mirado a Prusia esperando que aportara unidad a una nación astillada; las esperanzas de su eventual Führung o Vorherrschaft en tal empresa eran comunes en una aspiración todavía incipiente. En 1831 un jurista liberal de Wurtemberg, Paul Pfizer, un clasicista consumado, alteró por primera vez ese vocabulario elaborando una argumentación mucho más desarrollada sobre el papel que Berlín debía desempeñar en el futuro de Alemania, bajo la forma de un diálogo entre dos amigos, Briefwechsel zweier Deutscher. ¿Debía Alemania alcanzar primero la libertad política para lograr la unidad nacional, o la libertad sólo podría llegar cuando el poder militar prusiano hubiera logrado la unidad nacional? Pfizer dejaba pocas dudas sobre cuál era el argumento más fuerte: «Si todos los signos no nos engañan, Prusia está llamada a ejercer el protectorado de Alemania por el mismo destino que otrorgó a Federico el Grande»; una «hegemonía» que, al mismo tiempo, estimularía «el desarrollo de una vida pública, la interacción y la lucha de diferentes fuerzas» en el espacio interno del país[17].

En el momento de la Revolución de 1848, el término se había convertido en una consigna para los historiadores liberales, que presionaban a Prusia para que asumiera un papel que la corte de Berlín declinaba. Mommsen, una estrella en ascenso en el estudio del derecho romano, sumido en el periodismo, declaró que «los prusianos tienen derecho de insistir en su hegemonía como condición para su entrada en Alemania», porque «sólo la hegemonía prusiana puede salvar a Alemania»[18]. Johann Gustav Droysen, titular de una cátedra en Kiel, había publicado un estudio pionero sobre Alejandro Magno en la década de 1830, seguido por dos volúmenes sobre sus sucesores en los que acuñó la noción de una época helenística de la civilización antigua, presentada como puente vital del mundo clásico al cristiano[19]. Pero, antes de ese tema piadoso presentaba un panegírico del poder macedonio como la fuerza creativa que había puesto fin a las «miserables y vergonzosas» condiciones de una Grecia «mortalmente enferma en su confusa política estatal», cuando Filipo y Alejandro triunfaron sobre la «andrajosa y decrépita democracia» de Atenas defendida por Demóstenes y «abrieron Asia» al «influjo de la vida helénica»[20]. Todos entendían la analogía contemporánea. «La posición de la monarquía militar de Macedonia frente al mundo fragmentado y particularista de Grecia parece casi como una fachada de estuco para la supremacía prusiana sobre los pequeños Estados alemanes que los patriotas anhelan», observaría Hintze en su obituario de Droysen. «La unificación nacional y un Estado nacional común figuran como la mayor hazaña y veredicto histórico de la época. Toda la luz cae sobre Alejandro, toda la sombra sobre Demóstenes[21].»

Droysen estaba, pues, perfectamente posicionado para desempeñar un papel de primer orden en el Parlamento de Fráncfort de 1848, de cuyo Comité Constitucional fue secretario. «¿No es el poder y la grandeza de Prusia una bendición para Alemania?», había preguntado un año antes. En vísperas del Parlamento, señaló en abril: «Prusia es ya un esbozo para Alemania», con la que debía fundirse, convirtiendo su ejército y su tesoro en marco de un país unido, porque «necesitamos un poderoso Oberhaupt»[22]. En diciembre escribía a un amigo: «Estoy trabajando, en la medida de mis posibilidades, en pro de la hegemonía hereditaria de Prusia», es decir, en la oferta a la dinastía Hohenzollern de un gobierno imperial en Alemania[23]. La negativa de Federico Guillermo IV a recibir una corona salida del albañal del Parlamento de Fráncfort fue un duro golpe, pero Droysen no perdió la fe. Su grupo debía retirarse de la Asamblea, dijo a sus colegas en mayo de 1849, pero seguir siendo fiel a «la eterna idea de la hegemonía prusiana»[24]. Él dedicó el resto de su vida a la historia de la monarquía Hohenzollern y sus sirvientes.

Más radical que Droysen y otros amigos en la Casino-Frak­tion del Parlamento, el historiador literario Gervinus –uno de los siete de Gotinga destituidos de sus cargos por desafiar la abrogación real de la Constitución de Hannover [Staatsgrundgesetz für das Königreich Hannover]– había fundado la Deutsche Zeitung a mediados de 1847 como la voz combativa del liberalismo alemán, después de años en los que, como más tarde él mismo iba a escribir, «yo prediqué el liderazgo prusiano en los asuntos alemanes, desde la cátedra y en la prensa, en un momento en que ningún periódico prusiano se atrevía a decir algo de ese tipo»[25]. Continuó instando en el Parlamento de Fráncfort y en las páginas de la Deutsche Zeitung a promover la hegemonía prusiana en una federación alemana y, a principios de 1849, llamaba a la guerra contra Austria para lograr la unidad kleindeutsch. Cuando Federico Guillermo IV declinó el papel que se le había asignado, Gervinus –exclamando: «Toda Prusia nos ha abandonado»– juró hostilidad a Berlín a partir de entonces, comparando al final de su vida la unificación prusiana de Alemania con la extinción por Macedonia de las libertades y las autonomías de Grecia, y la guerra de Bismarck contra Francia con la conquista francesa de Argelia[26]. Retrospectivamente se reprochó y se arrepintió de sus ilusiones anteriores, citando sus propios artículos en la Deutsche Zeitung como pruebas dolorosas contra sí mismo, aunque insistía en que, incluso en sus encomios a la dirección de Prusia, siempre había sido un estricto federalista, que nunca había defendido una «hegemonía coercitiva» (Gewalthegemonie), «Estado unitario» o «pseudo-liga»[27].

A su debido tiempo el resto de su generación se iba a adherir, de un modo u otro, al Segundo Reich; le correspondería a su colega Heinrich von Treitschke celebrar su triunfo. Ardiente defensor de una Alemania uniforme y centralizada a diferencia de sus mayores, superó su decepción de que la constitución bismarckiana conservara a príncipes menores y reinos en una estructura federal, exaltando al hegemón históricamente sin precedentes que, después de todo, había dado forma al sistema imperial manteniendo el mando firme de su ejército, su diplomacia y su economía como ningún otro había hecho[28].

Con la consolidación del nuevo régimen, esas discusiones se difuminaron. Se habían apoyado en una analogía, más que en una teoría, de la que no quedaron huellas y que incluso resultaba inconveniente una vez que se logró la unificación. Prusia conservó su preeminencia en el Imperio, ciertamente, pero exaltarla con demasiado entusiasmo como el poder hegemónico que mantenía unido al país podía ser contraproducente. Lo más relevante en el discurso oficial era, más bien, la unidad natural de la nación alemana, por fin recuperada. Los discursos de 1848 y el giro de la década de 1860 quedaron como meros episodios, sin continuidad posterior ni siquiera académica. Significativamente, cuando Brunner, Conze y Koselleck publicaron en 1975 su famoso compendio en ocho volúmenes de conceptos históricos básicos, Geschichtliche Grundbegriffe, no había lugar en él para la hegemonía.

[1] George Grote, A History of Greece; from the Earliest Period to the Close of the Generation Contemporary with Alexander the Great, Londres 1850, vol. V, pp. 395-397, basándose en Tucídides, I, 97. Más adelante en su narración, aunque deplora la reducción de los aliados de la ciudad a súbditos, Grote alababa sin reservas el imperio que Atenas había construido, «una visión admirable de contemplar», cuyas operaciones eran «altamente beneficiosas para el mundo griego», considerando «su extinción una gran pérdida para sus propios súbditos», Londres, 1850, vol. VIII, pp. 394-395.

[2] John Wickersham, Hegemony and Greek Historians, Londres, 1994, pp. 74 y 31.

[3] En una lectura alternativa plausible, su frase podía referirse al carácter, más que al desarrollo, del arjê ateniense, ya que en otros lugares –por ejemplo I, 99– Tucídides parece remontarse hasta la formación de la Liga de Delos. Para la crítica del uso por Grote del pasaje en cuestión y la prueba banal en que se convirtió, véase la cuidadosa documentación y tajante conclusión de Richard Winton, «Tucídides I, 97, 2: The “archê of the Athenians” and the “Athenian Empire”», Museum Helveticum 38 (1981), pp. 147-152.

[4] Consecuencia: «Ahora ejercemos el imperio con todo merecimiento», Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso (Ιστορία του Πελοποννησιακού Πολέμου), V-VI, Madrid, Biblioteca Clásica Gredos, 2001, pp. 278 y 279.

[5] Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso, cit., I-II, II, 63, 64, pp. 382 y 384-385.

[6] Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso, cit., II, 65, p. 389.

[7] Staatsform und Politik. Untersuchungen zur griechischen Geschichte des 6. und 5 Jahrhunderts, Leipzig, 1932, pp. 196-251.

[8] Como diría Victor Ehrenberg, «había una tendencia a que el poder supremo en la Liga pasara enteramente a manos del hegemón, y a que la autonomía de los aliados se redujera y finalmente quedara anulada. Eso significaba una tendencia a pasar de la alianza bajo un hegemón a un arjê, un imperio unido basado en la dominación. Esta tendencia se manifestó en diversas formas y grados, pero estaba presente en todas partes. Dejar la Liga significaba ahora no sólo transgredir un juramento, sino una rebelión política», The Greek State, Londres, 1969, p. 113.

[9] Panegírico (Πανηγυρικός), 107. Después de señalar que los atenienses habían «tratado a [los demás] griegos con consideración y no con insolencia», y que por eso «en justicia estaban autorizados a reivindicar la hegemonía», explicaba que, si los habitantes de Melos habían sido masacrados, sólo habían recibido lo que se merecían. No era una «señal de nuestro mal gobierno que algunos de los que habían batallado contra nosotros tuvieran que ser severamente disciplinados», 80 y 100-101.

[10] Sobre la paz (Περί ειρήνης), 66 y 86.

[11] Nicocles (Νικοκλής) , 9; Panathenaicos (Παναθηναϊκός), 13.

[12] Para la discusión de los pasajes de Arriano que informan sobre los títulos de hêgemon autokrator que Alejandro atribuía a su padre, y hêgemon tes Hellados a sí mismo, y variantes en otras fuentes, véase A. B. Bosworth, A Historical Commentary on Arrian’s History of Alexander, Oxford, 1980, pp. 48-49.

[13] Política (Πολιτικα), IV, 1296a: «Ἔτι δὲ καὶ τῶν ἐν ἡγεμονίᾳ γενομένων τῆς Ἑλλάδος πρὸς τὴν παρ’ αὑτοῖς ἑκάτεροι πολιτείαν ἀποβλέποντες οἱ μὲν δημοκρατίας ἐν ταῖς πόλεσι καθίστασαν οἱ δ’ ὀλιγαρχίας, οὐ πρὸς τὸ τῶν πόλεων συμφέρον σκοποῦντες ἀλλὰ πρὸς τὸ σφέτερον αὐτῶν»; «ἤδη δὲ καὶ τοῖς ἐν ταῖς πόλεσιν ἔθος καθέστηκε μηδὲ βούλεσθαι τὸ ἴσον, 1296b ἀλλ’ ἢ ἄρχειν ζητεῖν ἢ κρατουμένους ὑπομένειν. Τίς μὲν οὖν ἀρίστη πολιτεία, καὶ διὰ τίν’ αἰτίαν, ἐκ τούτων φανερόν».

[14] George Cawkwell, Philip of Macedon, Londres, 1978, pp. 171, 174-175.

[15] Para él, la hegemonía debía entenderse como «mando o autoridad»: I, 75, 96-97 y 120. Arjé es, sobre todo, «dominio» –I, 75; II, 62, 65; V, 69; VI, 83, 85)–, pero también «gobierno», «mando», «supremacía sobre los demás», «libertad»; sólo en una ocasión lo entiende como «imperio»: en el pasaje I, 97, que Grote escogió por su distinción, tal vez impulsado por Hobbes.

[16] OED, Times, 5 de mayo de 1860.

[17] Briefwechsel zweier Deutscher, Stuttgart-Tubinga, 1832, 2.a ed., pp. 270-272, 174-175.

[18] Añadiendo, a la inversa, que «el Estado prusiano representa el progreso» y, «grande y fuerte como es, caerá si se detiene. Por lo tanto, Prusia debe expandirse a Alemania». Los otros países alemanes tenían «simplemente el título de Estados aunque, de hecho, eran meras provincias»: Schleswig-Holsteinische Zeitung, 16 de mayo y 28 de agosto de 1848. Mommsen importaría más tarde el término griego en la historia que lo hizo famoso: véase Römische Geschichte, Bd I, en la que se dedica un capítulo a «La Hegemonía de Roma en el Lacio».

[19] Ansioso por borrar los primeros enunciados de Droysen de las imputaciones de un nacionalismo estrecho, era sobre esa lección religiosa sobre la que reflexionaría Momigliano, aunque reprochando más tarde a Droysen, «uno de los más grandes historiadores de todos los tiempos», que hubiera dado un enfoque demasiado político, y no sólo cultural, al helenismo, sin apreciar debidamente el peso del judaísmo en el surgimiento del cristianismo. Véase Filippo il Macedone, Florencia, 1934, pp. xi y xvi, y Essays in Ancient and Modern Historiography, Chicago, 2012, pp. 307-320.

[20] Geschichte Alexanders des Grossen, Berlín, 1917, pp. 33 y 45.

[21] Historische und Politische Aufsätze, IV, 1908, p. 97. La valoración por Grote de los gobernantes de Macedonia, desde el punto de vista del liberalismo inglés, era naturalmente opuesta. Filipo, quien obligó a los atenienses a reconocer «su supremacía en el mundo griego», era «el destructor de la libertad y la independencia» de los griegos. Véase History of Greece, vol. 11, Londres, 1853, pp. 700 y 716. De Alejandro, cuyos contingentes griegos en su invasión de Asia comparaba Grote con los desventurados alemanes enrolados a la fuerza por Napoleón en su invasión de Rusia, decía: «Sus grandes cualidades sólo eran aptas para el uso contra los enemigos, entre los que figuraban todos los seres humanos, conocidos y desconocidos, salvo los que decidían someterse a él», History of Greece, vol. 12, Londres, 1856, pp. 69-70 y 352. Como es lógico, juzgaba muy duramente a Droysen: ibid., pp. 357 y 360. Sobre los puntos de vista discrepantes de Droysen y Grote sobre Alejandro y el helenismo, así como sus actitudes filosóficas y políticas (hegeliano; nacionalismo romántico-benthamita; imperialismo liberal), véanse las agudas reflexiones de Ian Moyer en Egypt and the Limits of Hellenism, Cambridge, 2011, pp. 11-17, y Phiroze Vasunia, The Classics and Colonial India, Oxford, 2013, pp. 36-51.

[22] Politische Schriften, Berlín, 1933, pp. 83 y 135.

[23] Briefwechsel, Bd I, Osnabrück, 1929, p. 496.

[24] Karl Jürgens, Zur Geschichte des deutschen Verfassungswerkes 1848-9 (segunda parte, 2.a mitad), Hannover 1857, p. 561.

[25] «Denkschrift zum Frieden», Hinterlassene Schriften, Viena, 1872, p. 32, publicado por su viuda después de su muerte.

[26] Véase Jonathan Wagner, Germany’s Nineteenth-Century Cassandra: The Liberal Federalist Georg Gottfried Gervinus, Nueva York, 1995, pp. 162-165. Gervinus ya había invocado en 1848 la posibilidad de imponer una «unidad absoluta» de Alemania, en un «espíritu alejandrino», pero predijo que tal conquista macedonia fallaría por «falta de sucesores de cualquier Alejandro y la probable reacción localista», Hinterlassene Schriften, p. 95.

[27] «Selbst-Kritik», Hinterlassene Schriften, pp. 82-89: escrito en forma de dos voces, fiscal y acusado, expresa la angustia con un patetismo sin paralelo en la historia de la disciplina. La sugerente acuñación de Gewalthegemonie y sus correlatos viene de «Denkschrift zum Frieden», p. 32.

[28] «La hegemonía prusiana no descansa sólo en su poder superior, sino en todos Los fundamentos de nuestro nuevo orden estatal que Prusia ha generado», declaró. «La posición hegemónica de Prusia en el Imperio no tiene contrapartida en la historia de las federaciones.» El estatus de Holanda en las Provincias Unidas no se le podía comparar: «Bund und Recht» (1874), en Aufsätze, Reden und Briefe, Merseburg, 1929, vol. IV, pp. 236-237. Véanse también sus observaciones sobre los Países Bajos en Politik. Vorlesungen gehalten an der Universität zu Berlin, Leipzig, 1911, pp. 312-314.