La vida soñada
de Rachel Waring

Stephen Benatar

 

 

Traducción del inglés a cargo de

Jon Bilbao

 

 

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Stephen Benatar nació en 1937 en Londres. Ha sido profesor de inglés en la Universidad de Burdeos, ha vivido en el sur de California, ha sido vendedor de paraguas, portero del hotel y empleado del Servicio Forestal. No publicó su primer libro, «The Man on the Bridge», hasta que cumplió los cuarenta y cuatro años. Su segunda novela, «La vida soñada de Rachel Waring», quedó finalista del James Tait Memorial Prize y está considerada su obra más lograda. En 2007 intentó que fuera reeditada pero fue rechazada por 36 editoriales, a pesar de un elogioso prólogo de John Carey. Finalmente fue publicada por «The New York Review of Books».Tras esta edición, «La vida soñada de Rachel Waring» pasó a ser considerada una de las mejores novelas de las últimas décadas en lengua inglesa.

 

 

 

Título original: Wish Her Safe at Home

 

Edición en ebook: junio de 2018

 

Wish Her Safe at Home

Copyright © 1982, Stephen Benatar

All rights reserved

Copyright de la traducción © Jon Bilbao, 2015

Copyright de la presente edición © Editorial Impedimenta, 2018

Juan Álvarez Mendizábal, 34. 28008 Madrid

 

www.impedimenta.es

 

La traducción de este libro se rige por el contrato tipo propuesto por ACE Traductores.

 

Diseño de colección y dirección editorial: Enrique Redel

Maquetación: Cristina Martínez

Corrección: Susana Rodríguez

Composición digital: leerendigital.com

 

ISBN: 9788417115746

 

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

 

 

 

 

Como en anteriores ocasiones, dedico con amor este libro a

mi familia, y con especial agradecimiento a Prue, por sugerir

cambios pequeños, si bien importantes, para la presente edición.

(Gracias también a tu cohorte: Katie y Pascale.)

 

Este libro está también dedicado a Charlotte Barrow.

Siempre te estaré agradecido por rescatarlo, en

1982, del montón de manuscritos no solicitados.

 

Y, finalmente, a mi compañero, John. Gracias, querido.

 

 

 

 

 

Un clásico de culto redescubierto, una obra maestra del humor, el horror y la locura.

 

 

 

 

 

"Una novela que no puede ser más original y sorprendente. Difícil de olvidar."

DORIS LESSING

 

La vida soñada de
Rachel Waring

 

 

CubiertaRachel Waring es una mujer feliz. Demasiado. Una tía lejana le ha dejado en herencia una mansión georgiana en Bristol, y de la noche a la mañana decide romper con todo. Sin pensárselo deja atrás su aburrida vida en Londres, se despide de su trabajo de oficinista y de su deprimente compañera de piso y se transforma de la noche a la mañana en la mujer que siempre quiso ser: devota del amor, la creatividad y la belleza, y siempre con una canción en los labios. Instalada en su nueva casa, Rachel contrata los servicios de un jardinero, empieza a escribir un libro e impresiona a todos con su optimismo insano. Sin embargo, a medida que Rachel se sumerge más y más en un mundo de lujo y de placeres, su entorno empieza a cuestionar lo excéntrico de su comportamiento y lo enfermizo de su euforia.

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Índice

 

 

PORTADA

LA VIDA SOÑADA DE RACHEL WARING

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ÍNDICE

SOBRE ESTE LIBRO

SOBRE STEPHEN BENATAR

CRÉDITOS

1

Al alcanzar la mediana edad mi tía abuela se convirtió casi en una reclusa y, cuando murió, yo recordaba muy pocas cosas de ella, porque la última vez que visité el sofocante semisótano en St. John’s Wood había sido treinta y siete años antes, en 1944, cuando yo solo tenía diez años. Quizá mi más vivo recuerdo era el de cómo nos contó, de cabo a rabo y sin cambiar una coma, a mi madre y a mí, al menos media docena de veces, como si de su cuento de hadas favorito se tratara, una obra de teatro titulada Agridulce. No puedo creer que fuera el único espectáculo del que había disfrutado de veras, pero así lo daba a entender; quince años después de haberla visto, seguía hablando de la obra como si hubiera asistido a su representación la noche anterior. Y a continuación nos interpretaba siempre las dos mismas canciones. Aquella mujer más bien regordeta se ponía en pie y, con las manos apoyadas sobre el pecho o con los brazos abiertos, la mirada penetrante y empañada, y la voz un poco ronca, entonaba las baladas con un estilo tan vibrante que mi madre y yo bajábamos la vista, y yo me clavaba las uñas en las palmas de las manos, en lo que suponía un extraño momento de comunión para ambas. Y casi cuarenta años después yo aún escuchaba, con toda claridad, cantar a mi tía Alicia: «Al descender las sombras pienso que solo con que…». A continuación seguía un silencio breve y sacramental.

… alguien excepcional de veras me necesitara,

alguien afectuoso y encantador,

los pesares concluirían, si supiera que

él desea tenerme cerca…

Memoricé sin esfuerzo este pequeño fragmento y una tarde, en el recreo, sorprendí a las demás niñas al soltarlo de repente. Las canciones más populares del momento eran Swinging on a Star y Don’t Fence Me In y otras de ese tipo, que te subían la moral y que te hacían un nudo en la garganta, como The White Cliffs of Dover, pero aquella canción se convirtió en un éxito fulminante; era una rareza y no dejaban de pedírmela: «La canción de fiesta de Rachel». Mis perversas imitaciones de la anciana (cincuenta y siete años cuando la vi por última vez), que yo ejecutaba exagerando cada vez más y más, me proporcionaban aceptación y reconocimiento. A menudo, por supuesto, me sentía culpable; prometía dejar de hacerlo. Sin embargo, al día siguiente me convencía de que no causaba perjuicio alguno a mi tía abuela y sin duda a mí me reportaba muchos beneficios, en cierto modo. Me resultaba francamente difícil conciliar estas imitaciones con la convicción que ya para entonces tenía: que deseaba con toda mi alma «ir al cielo».

Cada vez que mi madre y yo salíamos de Neville Court, ella decía algo como: «Pobre Alicia. Lo único que se puede hacer con ella es tomársela con sentido del humor».

—¿Está loca? —pregunté en una ocasión.

—Por Dios, no. O al menos…

Aguardé.

—En caso de estarlo —continuó—, es completamente feliz. Muchos le envidiarían esa forma de locura.

En mi opinión, la tía Alicia no era precisamente la viva imagen de la felicidad: rechoncha, mejillas fofas, la cara densamente empolvada; usaba vestidos que, como decía mi madre, debían de llevar en el armario toda la vida, y que probablemente no le quedaban bien ni cuando eran nuevos. Una mujer que, como luego llegué a creer, escrutaba los rincones oscuros de aquella estancia recargada y sofocante en busca de algo inasible, seguramente de alguien excepcional, alguien afectuoso y encantador. No, a los diez años, no me parecía en modo alguno una persona envidiable. Ni me lo pareció cuando tuve veinte, la verdad. Ni treinta… ni nunca.

Y luego mi madre dijo:

—Lo cierto es que una vez tu padre mencionó ciertos antecedentes de locura en su familia. —Pausa—. Así que las niñas malas deberían estar atentas, por lo que pueda pasar. ¿No crees?

Por la risa que siguió al último comentario me di cuenta de que se trataba de una broma. En cualquier caso, yo no era especialmente mala. En general era una niña tranquila que no buscaba llamar la atención de los demás. Me habría sorprendido —y aterrado— saber lo que en breve se revelaría en el patio del colegio.

Cuidaba de la tía Alicia una irlandesa grandullona y jactanciosa llamada Bridget, que puede que una vez me salvara la vida, al soltar un grito, cuando yo iba a pulsar el interruptor de la luz de la cocina con las manos mojadas y cubiertas de jabón. Y cuando mi tía abuela se mudó de St. John’s Wood sin informar a nadie de a dónde se dirigía, Bridget la acompañó. Ni siquiera dieron su nueva dirección al portero; y él no recordaba el nombre de la empresa de mudanzas. Dejamos de recibir felicitaciones de Navidad y de cumpleaños, y poco a poco nos olvidamos por completo de Neville Court y de la vida recluida que allí se llevaba. El fragmento de canción y las imitaciones —si se las podía llamar así— se volvieron cosas del pasado.

Ni siquiera cuando mi madre falleció tuve noticias suyas. Sin detenerme a pensar mucho en ello, supuse que Alicia también habría muerto.

Pero no era así. Por aquel entonces aún le quedaban una docena de años por delante.

Supe posteriormente que ella y Bridget habían ido a parar a Bristol; y que allí Bridget se suicidó a los ochenta y cuatro años, y allí la tía Alicia, diez años mayor que ella, había seguido conviviendo con el cuerpo sin vida de Bridget, en la misma casa; una situación que solo salió a la luz al cabo de dos semanas, dos semanas de cellisca y nieve y temperaturas bajo cero. Bridget fue trasladada al depósito de cadáveres del St. Lawrence’s, y Alicia al pabellón geriátrico del mismo hospital.

—Una historia trágica… —me contó la señora Pimm, la asistente social, una mujer de cara redonda y rebosante de salud, cuando por fin me decidí a hacer averiguaciones—. Trágico —reiteró, en un tono que parecía denotar satisfacción y que, a pesar del tiempo transcurrido, mantenía el entusiasmo del buen narrador—. La anciana solo aguantó un mes o dos. Qué manera de acabar… Imaginarlo ya es espantoso, ¡no digamos hablar de ello! ¡Más aún si pensamos en sus orígenes! Saltaba a la vista que provenía de una familia de clase media, con una posición acomodada, que probablemente habría recibido una educación rigurosamente victoriana. Seguro que tuvo una niñera que le empolvaba amorosamente el culito… Una chica mona, imagino; la típica niña mimada…

La señora Pimm frunció los labios y meneó la cabeza y guardó silencio: un pésame bastante poco convincente. Su pequeña oficina, blanca y funcional por lo demás, albergaba una foto enmarcada de su familia sobre el escritorio y dos acuarelas de gran formato en la pared, ambas de jardines.

—Como la mujer de los gatos —dijo.

—¿Gatos?

—Sí. ¿No lo ha leído? Nueve. Sus mascotas. Cuando murió, también ella muy vieja, las pobres criaturas no tenían nada de comer, así que la devoraron a ella… y después se devoraron entre sí. Bueno, así es la naturaleza, la supervivencia, supongo. Pero la más pequeña de mis niñitas me dijo: «¿Mamá, y si no aguantaron hasta el último momento?». La hice callar de inmediato, claro, pero luego no me lo podía quitar de la cabeza.

Sentí un escalofrío.

—Y a menudo pienso que también ella habría sido un bebé al que le empolvarían el culito, y que estaría rodeada de regimientos de parientes que la adorarían y la besarían en la boquita… Toda la carne en torno a la boca, ¿sabe usted?, estaba desgarrada.

Cerró los ojos y realizó una serie de solemnes asentimientos.

—Horrible.

—Estoy segura de que nunca pensó que acabaría así.

En cierto modo, su risa no fue cruel, pues más que de la pobre mujer con nueve gatos de zarpas afiladas, se reía de las ironías que tiene la vida.

—Linda Darnell, la gran actriz, murió en un incendio —siguió—. C. B. Cochran, escaldado en la bañera. Seguro que hasta ese momento habían sido la envidia de todos: sus vidas cuajadas de éxitos, el glamour

No cabía duda de que coleccionaba un catálogo de desgracias similares. Y sí, provocaban en ella algo próximo al entusiasmo: un mecanismo compensatorio mediante el cual se protegía de la carencia de belleza o glamour o éxito que echaba de menos en su propia vida.

La oficina se había ido volviendo más y más claustrofóbica: las paredes se acercaban, el techo descendía. Era imposible que aquella mujer te cayera bien. Me contó la historia de un tipo que se había tirado al vacío desde una ventana en Nueva York. Estaba decidido a matarse y lo logró. Pobre hombre. Además, mató al caballero sobre el que había aterrizado. Seguro que pensó que las cosas no podían empeorar, pero debía haber hecho caso a William Shakespeare, ¿verdad? Las cosas siempre empeoran.

Definitivamente, era imposible que te cayera bien.

Y sin embargo seguí allí sentada, y sin embargo la escuché. ¿Por qué? Al final logré reconducir la conversación al tema de mi tía abuela.

—¿Está al corriente de que estaba majareta? —preguntó—. El misterio es… ¿cómo se las apañaron ella y la irlandesa para sobrevivir? Ya hubiera resultado increíble que lo lograran durante treinta y siete días, ¡pero treinta y siete años! A veces, según los vecinos, eran las personas más dulces del mundo, ¡pero otras veces las oían gritar de tal manera que temían que se estuvieran matando entre ellas! Igual que un manicomio, decían los vecinos. Daban gracias al cielo por lo sólido y grueso de aquellos muros. Presentaron innumerables quejas en el ayuntamiento.

Pregunté cuál había sido el resultado de esas quejas, pero la señora Pimm pareció no oírme.

Dijo:

—Uno se imagina que los últimos días de su existencia transcurrirán apaciblemente, ¿no? El comienzo de una época dorada. Los rayos del sol poniente reflejados sobre el agua. No la mugre —me dejó caer—, la miseria. La montaña de basura en una habitación, en una de aquellas habitaciones tan espaciosas…

Sin embargo, yo ya estaba al tanto; lo había visto con mis propios ojos.

Me acompañó a la salida; insistió en escoltarme hasta la puerta principal.

—Y ahora, aquí está usted —dijo—. Supongo que ninguno sabemos lo que nos aguarda a la vuelta de la esquina.

Creo que su intención fue, de algún modo, tranquilizarme. Mientras la señora Pimm regresaba a su fotografía en color de un marido con mejillas iguales a las suyas, rojas como manzanas, y de tres hijas con sonrisas idiotas, mientras regresaba a sus jardines veraniegos repletos de rosas, yo caminaba pensativa hacia la parada de autobús y recordaba cómo Bridget, mientras metía la tarta en el horno, me dejaba rebañar con el dedo el cuenco donde había preparado la masa. Me acordé de cuando me contaba las películas que veía en sus días libres, y de cuando me hablaba de los dos rebeldes sobrinos que tenía en Donegal, y que pretendían casarse conmigo.

Naturalmente, pensé asimismo en mi tía abuela. Volví a oír sus descripciones de vestidos de baile —todos en tonos pastel— que giraban y giraban, y de lady Shayne, anteriormente Sarah Millick, enemiga de los convencionalismos y siempre huyendo de la felicidad (y también de la tragedia, ¿pero no sería que había sacrificado la primera para evitar la segunda?), ya canosa y con más de setenta años, pero conservando la figura juvenil y luciendo un exquisito vestido largo. Al final de la obra, debido al ensimismamiento de cuantos hasta entonces la habían rodeado, se queda sola en el escenario. Lentamente, lo recorre hasta ocupar el centro. Al principio permanece inmóvil. A continuación comienza a reír. Una risa extraña, entrecortada, desdeñosa. De pronto despliega los brazos.

Aunque mi mundo se ha venido abajo,

aunque el final se halla próximo,

os amaré hasta la muerte.

¡Adiós!

En eso pensaba mientras esperaba pacientemente el autobús que me sacaría de allí: en la única velada sin mácula de la extensa pero decepcionante vida de la tía Alicia; una velada repleta de simpatía, excelencia, gozo y, casi con toda seguridad —a sus cuarenta y dos o cuarenta y tres años—, de esperanzas de romance.

2

—¡Sylvia! ¡No puedo creerlo! ¡Escucha! —Era sábado y desayunábamos más tarde de lo habitual; ella leyendo el periódico de ese día, yo el de la víspera. Yo me entretenía en la sección de anuncios personales. «El amor es un paracaídas de seda roja. Cuídate. Bandadas de besos.»

«¿Divorciado? ¿Separado? ¿Soltero? Conoce a gente nueva en fiestas privadas.» Juzgaba poco caritativamente a la feliz pareja cuya imagen acompañaba este anuncio —en especial al hombre—, cuando mis ojos, como si fueran un paso por delante de mi mente, advirtieron algo familiar en la siguiente columna. Di un respingo. Había leído mi nombre.

—¡No!

Me sentí como si estuviera aprisionada en una cabina de cristal y una densa niebla girara a mi alrededor.

—¡Sylvia! ¡No puedo creerlo! ¡Escucha!

Mi compañera de piso había bajado con estrépito su periódico y me miraba fijamente por encima de las hojas, frunciendo el ceño y con los ojos achicados para protegerse del penetrante humo de su Marlboro.

—¡Venga! ¡Suéltalo!

Lo leí con atención. «Se ruega a la persona cuyo nombre de soltera era Rachel Waring, con último domicilio conocido en Marylebone, en el año 1944, que se ponga en contacto con los señores Thames & Avery (a la atención de Wymark), Bristol 5767, con el objeto de recibir noticias que redundarán en su beneficio.»

Se hizo el silencio.

—¡Jesús! —me interrumpió Sylvia.

El zumbido persistía en mis oídos. ¡Estaba como en una nube!

—¡Cariño, no te quedes ahí sentada! ¡Corre al teléfono!

Rompió a toser, si bien por una vez no se me encogió el estómago.

—Debe de ser la tía Alicia —dije.

—Nunca has mencionado a ninguna tía Alicia.

—No sabía que siguiera viva.

Sylvia rompió a reír y las carcajadas derivaron en otro ataque de tos.

—Joder, ¡espero que no!

Volví a mirar el periódico.

—¿Qué le haría ir a Bristol?

—¿Y qué más da? ¡Muévete, Raitch! ¡A ver de qué va eso!

Pero enseguida averigüé que los señores Thames & Avery no ejercían la abogacía los sábados.

El lunes, a la hora del almuerzo, Sylvia me llamó a la oficina.

—¿Y bien? —preguntó. Me la imaginé sacudiéndose la ceniza del jersey mientras hablaba; a veces puedes acabar casi odiando a alguien por un motivo tan trivial que hasta te avergonzaría reconocerlo.

Confirmé que se trataba de la tía Alicia.

—¿Y era asquerosamente rica?

—No. Parece que dejó un montón de deudas.

Sin embargo eran menos de las que habían parecido en un principio, y la venta de parte del mobiliario, como me había sugerido el señor Wymark, bastaría sobradamente para cubrirlas. Aunque no era un experto, como él mismo había reconocido, creía que el polvo y las telarañas ocultaban piezas de valor.

—¿Y eso era lo que iba a redundar en tu beneficio? —preguntó Sylvia. No obstante, a pesar de su decepción, me pareció detectar una leve nota de alivio—. ¿Me estás diciendo que no has heredado millones?

—No tanto.

—¡Maldita sea! ¡A la mierda el gran regalo que esperaba que me hicieras!

Puede que me hubiera equivocado.

A continuación se impuso el sentido común.

—Pero tiene que haber quedado algo.

—Sí, algo queda —concedí.

—¡Suéltalo, por amor de Dios!

—Su casa.

—¿Su casa? ¡Su casa! Rachel Waring eres…, eres… ¡Gastas unas bromas muy crueles! —Soltó un silbido, al que siguió una carcajada—. ¿Dijeron si está en una zona decente?

—En una zona decente sí, pero no en un estado decente, ni mucho menos. Dos ancianas solas… e imagino que seniles. Ya te puedes hacer una idea.

—Jesús. No suena muy alentador. Pero no importa. ¿Cuándo irás a verla?

Y añadió:

—¿El próximo fin de semana? Una buena excusa para librarme de la fiesta de Sonia.

Pero yo había previsto ese momento y, a pesar de cierta inquietud, había trazado un plan de contraataque, no sin una leve satisfacción.

—En realidad estoy pensando en ir mañana. Tomarme el día libre.

Siguió una pausa de varios segundos.

—¿Sigues ahí, Sylvia?

—Sí. Haz lo que quieras, querida. Es tu casa, por supuesto. —El tono fue lúgubre.

—Comprende que el sábado no es el mejor día para el señor Wymark.

—Una excusa muy floja.

El señor Danby no se mostró mucho más complacido que Sylvia. «Bueno, señorita Waring, ¡mi enhorabuena! No se me ocurre nadie que lo merezca más. Me complace enormemente. ¿Pero a qué viene tanta prisa? Doy por sentado que, con un poco de suerte, su casa seguirá en pie el sábado.»

Ni en los once años que llevaba trabajando en el Departamento de Venta por Correo ni en los siete que llevaba siendo su mano derecha, había solicitado más tiempo libre del necesario para hacerme un empaste o para asistir a una consulta médica.

Muy bien, señor Danby, le ha llegado la hora de enterarse. De enterarse de que a todo cerdo le llega su San Martín.

Trabajé como de costumbre el martes, el miércoles y el jueves. El viernes llamé para decir que no me encontraba bien.

Luego pedí un taxi para ir a la estación.

Pues tampoco hay tanta diferencia entre el viernes y el sábado, podría decir usted. Pero se equivocaría.

En primer lugar, ir el viernes significaba poner en práctica mi recién descubierta independencia; era una propietaria. Significaba, asimismo, que podía viajar sola, que podía leer una novela durante el viaje, ir al restaurante que me apeteciera: vivir una pequeña y tonta aventura.

Significaba que podía ser yo misma.

Y la mujer de mediana edad, hasta entonces sosa e insegura, que dijo al taxista: «A Paddington, por favor», se sentía más como una chica de diecisiete años que partiera hacia climas exóticos. A los diecisiete se me presentó la oportunidad de ir a París, esa clase de oportunidad que surge sólo si encuentras una compañía adecuada. En mi caso habría sido la de otras cinco chicas, y podría haberse tratado de una experiencia trascendental para mí. La chica cuyos padres habían puesto el anuncio era, sin la menor duda, perfecta. Durante la hora más o menos que pasé con ella en el Richoux, se mostró segura de sí misma y amable y encantadora. Era de esperar que todas sus amigas se le parecieran bastante.

Sin embargo, yo nunca había salido de casa, no sin mi madre, salvo una vez, cuando ella estuvo enferma y los vecinos de arriba se ofrecieron para cuidar de mí. De manera irracional (yo sabía que era irracional), cualquier lugar a más de cincuenta millas de Londres me parecía ajeno a la realidad. Me lo imaginaba desprovisto de comodidades, hostil casi; y en el último instante hice lo que me había jurado que esa vez no haría: perdí los nervios. Estaba francamente agradecida a mi madre cuando colgó el teléfono, y, no obstante, al mismo tiempo, decepcionada e incluso resentida; agradecida porque ella no parecía molesta, y resentida por el mismo motivo. Esa tarde me llevó a ver Oro en barras al New Gallery en Regent Street. Pero a los diecisiete perdí la oportunidad de ir a París… y estaba convencida de que ese viaje habría cambiado mi vida.

«Salta a la vista que eran una familia adinerada. —Solté, malhumorada, a la mañana siguiente, durante el desayuno—. Me sorprende que no me hayas obligado a ir. Sé cuánto idolatras a los ricos.»

Mi madre rodeó la mesa y me abofeteó. Pero no sugirió que volviera a llamar y preguntara si aún estaba a tiempo de cambiar de parecer. Yo, asustada y esperanzada a la vez, confiaba en que lo hiciera.

Pero no me habría atrevido ni a insinuarlo.

Treinta años después, sin embargo, rumbo a mi primera aventura de verdad, volvía a tener diecisiete años, y partía hacia París.

3

El exterior de la casa era precioso. Terrazas, buena altura, siglo xviii, elegante. La cantería necesitaba una limpieza y los marcos de las ventanas requerían cierta atención, al igual que la puerta principal y otra media docena de cosas. Pero era preciosa. No sé por qué, no me lo esperaba.

—¿Quién fue Horatio Gavin? —Filántropo y político, había residido allí, por lo visto, desde 1781 hasta su muerte en 1793—. ¿Debería conocerlo?

La mirada del señor Wymark siguió la dirección de la mía, hacia la placa colocada entre las ventanas de la planta baja. Era un hombre joven, menudo y, bajo un abrigo de buen corte, vestido de negro riguroso.

—Hizo mucho a favor de los pobres —comentó—. Trató de introducir algunas reformas. Ese tipo de cosas.

—Buena gente.

—Sí. Pero, si no recuerdo mal, no tuvo mucho éxito. Un adelantado a su tiempo, seguramente.

Me cayó todavía mejor, el antiguo residente. Con cierta perspectiva, siempre hay algo conmovedor en el fracaso.

Pasamos adentro y, por alguna razón —con mis tacones altos repicando sobre las tablas desnudas del suelo—, iniciamos el recorrido desde lo más alto de la casa. Dejando el sótano al margen, cada una de las tres plantas disponía de dos hermosas habitaciones. Al principio me pregunté cómo se las habría apañado la tía Alicia con unas escaleras tan empinadas; y también Bridget, por supuesto. La respuesta era que no lo habían hecho; al menos durante sus últimos años. Se habían limitado sobre todo a la planta baja.

Las habitaciones del piso superior tenían un aire dickensiano. Casi esperabas encontrarte allí con la señorita Havisham sentada a solas al atardecer, la eterna solterona ataviada con su vestido de novia, cubierta de telas de araña y presa de la desolación.

Parecía un museo sin un ordenanza que se encargara de retirar el polvo. Las mayores piezas expuestas allá arriba consistían en varias cómodas, un armario de caoba, dos divanes individuales, un clavicordio y un telar.

—Tal como le dije —señaló el señor Wymark—, salta a la vista que poseían buenas piezas.

Asentí. No recordaba el clavicordio, pero el telar me sonaba. Puede que mi tía abuela se hubiera colocado cerca de él en alguna ocasión mientras se servía el té.

—¿Bridget, por qué cortas rebanadas tan espantosamente gruesas?

—Le gustarán, seguro.

—Gruesas como escalones; ningún refinamiento. ¡Qué irlandés!

—Disculpe la pregunta —no fue Bridget quien lo dijo—, pero ¿se encuentra usted en situación de invertir algún dinero en todo esto? Probablemente le cueste unos miles, aunque será una buena inversión. Y, por cierto, conozco a un manitas que me gustaría recomendarle. Y también le puedo poner en contacto, cuando ponga usted la casa en venta, con alguien que…

—No tengo intención de ponerla en venta.

Se mostró sorprendido. También lo estaba yo; más incluso, probablemente. Rara vez tomo decisiones impulsivas.

—Disculpe —dijo—. Había pensado que…

Era comprensible. Antes de ver la casa, no se me había ocurrido que pudiera querer conservarla. Mis raíces estaban en Londres; también mis amigos —los pocos que tenía—, mi trabajo y mis intereses. Lo familiar podía resultar tedioso e insatisfactorio. Pero también cómodo; seguro.

—¿Quiere decir —continuó el señor Wymark— que va a ponerla en alquiler?

—¡Por Dios, no! Quiero decir que tengo intención de vivir aquí. ¡En serio! Hay algo en el ambiente… —Busqué la palabra idónea—. ¡Seductor! No me diga que no lo ha sentido.

Se limitó a responder secamente:

—Me temo que todavía no ha visto la planta baja. No con detenimiento.

Pasé por alto el comentario.

—Es extraño; nunca he pensado que fuera sensible a los ambientes. Pero creo que mi tía abuela debió de ser más hospitalaria de lo que recuerdo.

No dijo nada.

—O quizá este lugar era ya hospitalario antes de que ellas se mudaran. ¿Antes de 1944?

Porque lo cierto era que «hospitalaria» no se encontraba entre los adjetivos que asociaría con Alicia. Los que me venían a la cabeza eran más bien «eterna sufridora» o «melancólica», salvo, por supuesto, cuando la animaban los recuerdos de Agridulce. Bridget era la hospitalaria.

Nada de lo que luego me contaría la señora Pimm sobre gritos e insultos alteraría de manera significativa mis recuerdos de suavidades empolvadas, de miradas tristes a los rincones oscuros, del hecho de que quizá me salvaron la vida en la cocina, del buen sabor de la masa de las tartas, de los resúmenes de películas con que me embelesaban y de las historias sobre robustos jóvenes, impacientes por casarse conmigo.

Sería benévola; las diferencias entre las ancianas no dejarían en mí una huella mayor que la que parecían haber dejado en la casa. Es una lástima que eso no suceda siempre; una lástima que las últimas impresiones sean con tanta frecuencia las que perduran. ¿Cuántos querríamos que nos recordasen por lo que fuimos al final?

Se me ocurrió de repente que Bridget, cuando llegó a Bristol, debía de tener cuarenta y siete años; mi edad en ese momento. Algo en lo que pensar.

Resultaba evidente que las dos habían vivido, dormido y hecho la colada, además de cocinado, en una habitación de la planta baja. Entre dos catres, había un hornillo de queroseno Primus con una costra de grasa; un aguamanil junto a una palangana mugrienta; ante las ventanas, colgaban largas cortinas de terciopelo, originariamente de color burdeos. El tejido estaba gris —casi gris oscuro—, tan podrido que el más leve contacto lo desintegraba. Me fijé en que el Primus llevaba el eslogan: «La buena compañía».

Y allí vivía también la población vegetal; todas las plantas —o sus sucesoras—, demasiado grandes para los tiestos en que crecían, que habían sido uno de los rasgos característicos de la casa de St. John’s Wood. Una de ellas, increíblemente, todavía mostraba signos de vida.

En comparación, la otra estancia estaba desnuda. Allí, como fui detalladamente informada, los desechos de años y años se habían ido apilando en un montón que rivalizaba con el vertedero municipal; en el centro de la estancia la montaña había tocado techo. Y a pesar de que el ayuntamiento había fumigado, a pesar de que el exterminador había puesto veneno para los roedores, el aire seguía siendo fétido, las paredes estaban húmedas, descoloridas; en algunos lugares el papel colgaba como la muda de piel de una serpiente.

El abogado me sonrió afable.

—¿Le hace esto reconsiderar la situación?

—En absoluto.

En el angosto patio trasero, poco más que un erial con suelo de hormigón, descubrimos un retrete repugnante (no usaban eso, ¿verdad?) y un par de carboneras.

El señor Wymark prestaba atención a mi reacción. Me sorprendió la idea, repentina e incómoda, de que yo no le caía bien; cosa que no me pasaba solo con él, pues por aquella época tenía la sensación de no caerle bien a nadie. En todas partes me parecía entrever segundas intenciones.

Me recompuse. En la vida que había llevado hasta entonces, como una ancianita, sufría una terrible manía persecutoria. Cerraba con llave cada puerta, ventana, cajón y armario, encontraba dobles intenciones en cuanto decía la gente, me preguntaba por qué los presuntos amigos no me escribían, o por qué lo hacían; no quitaba ojo a la clienta que me precedía en la cola del supermercado para asegurarme de que no ponía ninguno de mis artículos en su bolsa; revisaba y volvía a revisar el recibo que me entregaba la cajera: puede que la chica se hubiera vuelto loca o quizá hubiera algo en mí que no le gustaba…

No. No. ¡No!

Sonreí.

Volví a mirarlo.

Era un joven moreno, bien afeitado, dueño de sí mismo, que, claramente, no albergaba más que buenas intenciones. Dije:

—Gracias por enseñármelo todo, señor Wymark. Ha sido de lo más amable. Ahora acompáñeme y permítame invitarle a un café y un bollo de Chelsea.

Creí sonar como la tía favorita de cualquiera.

Pero él miró su reloj y, distraído, mencionó otro compromiso y dijo que, si no me importaba, nos veríamos más tarde en su oficina. ¿O prefería que me dejara en algún sitio?

Esperó mientras yo regaba la única planta superviviente y le dedicaba unas palabras de ánimo. Eso pareció revigorizarlo; como si lo hubiera regado a él, como si me hubiera dirigido a él, suave y persuasiva.

—Veo que tiene buena mano con las plantas —dijo.

—Mi madre no estaría de acuerdo con usted.

—En cualquier caso, puedo ponerla en contacto con alguien a quien sin duda se le dan muy bien; ¡alguien que haría maravillas con su jardín! Un amigo mío, un universitario. Se llama Allsop.

Se lo agradecí y volví a decirle lo amable que era.

—Tiene usted muy buenos contactos.

—He vivido en Bristol toda mi vida.

—¿De veras? ¿Llegó a conocer a mi tía abuela? ¿La atendió usted mismo? —No se lo había preguntado hasta entonces—. Y si fue así, ¿qué opinión le merecía?

—¿Se refiere usted a cuando hizo testamento?

—Sí.

—Debería haberla informado, señorita Waring, de que entonces yo ni siquiera había nacido.

—¡Oh, Dios! ¿Fue hace tanto? Me hace usted sentir muy vieja.

Añadí rápidamente:

—Pero no es que haya perdido la cabeza del todo. Podría haber mantenido el trato con su firma por algún otro asunto…

—Podría haber sido. Pero la verdad es que no sucedió.

A continuación, con un sentimiento similar a la tristeza, lo vi alejarse, al hombre moreno, bien afeitado, dueño de sí mismo, que, de forma tan manifiesta, no albergaba más que buenas intenciones.

No obstante, no me devolvió el gesto de despedida y pensé que, por algún motivo, no me había cogido cariño.

4

—Me gustaría haber sido la tía favorita de alguien —dije—. Creo que habría sido divertido.

Me dirigía a la mujer a la que le había preguntado en el salón de té si le importaba que compartiéramos la mesa.

Ella sonrió, dudó, y finalmente dijo:

—A lo mejor no es demasiado tarde.

—Sin hermanos, sin hermanas, sin marido; ¡algo me dice que sí lo es!

—Lo lamento.

—¿Ha visto usted Dear Brutus?

—¿Dear Brutus? ¡Sí! Una obra adorable.

—¿No sería maravilloso que todos disfrutáramos de una segunda oportunidad?

Asintió; parecía más relajada.

—Yo habría ido a la universidad y recibido una buena educación. —Cosa que le habría venido muy bien, la verdad—. Pero, por lo demás, no habría querido que las cosas fueran muy diferentes, creo.

Soltó una risa que no venía a cuento y reunió su novela y su revista preparándose para marcharse. Pobre mujer. Qué poca imaginación. (Y qué sombrero tan soso, horrible.) Sin embargo, me percaté de que la envidiaba.

—¿Qué hay de usted?

Lo preguntó como si se sintiera obligada. Se estaba poniendo un guante.

Sentí una inquietud repentina pero pasajera al pensar en mi propio sombrero.

—¿Yo? —Siempre he opinado que no tiene sentido implicarse en una conversación seria si no estás dispuesta a confesar cada detalle—. Supongo que, por encima de todo, no habría sido tan estúpidamente amable con mi pobre madre.

Eso pareció incomodarla.

—¡Estoy segura de que su madre lo apreciaba! De hecho, estoy completamente convencida. ¡Ah, vaya, por ahí viene mi autobús! Lamento irme así. —Me dedicó una sonrisa de camino a la puerta y se precipitó a la calle.

Yo no había visto ningún autobús.

—No. —Meneé la cabeza—. Ella consideraba que era su derecho y mi deber. Pero esa es una historia muy, muy vieja. Nada nuevo bajo el sol, como suele decirse.

Pero aquel era un día feliz. No uno para sumirse en tristezas. Cogí la nota, sumé las cifras.

Después de todo, yo no era precisamente la ganadora de un concurso de belleza. Así que no había razón alguna para suponer que, de no haber estado atrapada en casa con mi madre, me habría cortejado algún caballero como el señor Darcy o Rhett Butler o Jervis Pendleton. No había ninguna razón.

¿O sí la había? Me puse los guantes con alegre decisión. De repente, me parecía importante estar alegre. En Londres rara vez lo estaba; en el trabajo, casi nunca. Seguí sentada a la mesa sumida en mis pensamientos y el regocijo fue en aumento. Fue como si hubiera experimentado una revelación. Allí, en el salón de té, entre los bollos con fruta escarchada y los donuts rellenos de mermelada. Ni siquiera estaba segura de qué la había causado. En el pasado, había dado varias veces con el momentáneo secreto de la felicidad: coraje en una ocasión, aquiescencia en otra, gratitud en una tercera. Pero esta vez había algo distinto, una seguridad, una sencillez… Quizá se tratara del momento idóneo para descubrir el verdadero y absoluto secreto. Alegría, me dije. Viveza. Pensamiento positivo. A punto estuve de aplaudir. Aún a la mesa, en el local vacío, supe que, respecto a la casa, había tomado la decisión correcta. Bristol, antes nada más que un nombre para mí, iba a tratarme bien, me proporcionaría un nuevo comienzo. En mi imaginación Londres se había vuelto gris (¿lo había sido siempre, quizá?). Bristol era de un resplandeciente tecnicolor.

Eran tan distintos entre sí como Kansas y la tierra de Oz.

5

Mi madre era tonta. Se lo explicaba a la mujer del salón de té mientras paseábamos por el parque; aunque no tenía ninguna necesidad de hacerlo. A mi madre siempre le preocupaba, dije, lo que ella consideraba la forma correcta de comportarse.

—Y hay algo en concreto que hace que todavía se me encoja el estómago.

—¡Oh, vaya!

—¡Sí! Cuando yo era niña me ordenó que rechazara siempre los regalos en forma de dinero. Y no me refiero solo a regalos de desconocidos, sino también a los de mis propios parientes. Me recuerdo diciendo una y otra vez: «No, no, gracias. No puedo aceptarlo», pero luego, después de mucho engatusamiento: «Bueno, es muy amable por su parte», y más tarde a mi madre: «Lo intenté, de verdad que lo intenté».

La mujer del sombrero emitió unos sonidos de comprensión.

Proseguí.

—En cierta ocasión fue un anciano primo de mi padre el que obtuvo la respuesta acostumbrada. Sencillamente, se encogió de hombros y volvió a guardar el billete de una libra en la cartera. «Muy bien, en ese caso, si de verdad no lo quieres…» Mi decepción debió de saltar a la vista. Sacó de nuevo la cartera. «No es que no lo quiera», mascullé, colorada, «es solo que…». «¿Solo que qué?», preguntó.

»“Intentaba ser educada.”

»“Rachel, no intentes ser educada. Solo tienes que ser natural. Sé una niña.”

»Más adelante (las dos historias guardan relación), mi madre pasó una Pascua en el hospital y yo me quedé con la pareja de ancianos que vivía encima de nosotras. El domingo por la mañana no había ningún huevo junto a mi plato (por supuesto, no esperaba que lo hubiera), pero lo que sí había era un paquete de barras de caramelo Ross’s Edinburgh. Cuando me senté y lo vi, me alegré muchísimo; en aquella época no era normal que te regalaran tal cantidad de dulces. Sin embargo no dije nada, porque también me habían aleccionado a no asumir que algo era tuyo hasta que te lo daban. Al cabo de un rato la señora Michaels, una mujercilla de piernas largas y delgaduchas, de espalda algo encorvada, se puso en pie de repente y, saliendo de la habitación, increpó a su marido: “Se suponía que era una sorpresa. ¿Por qué no le gusta?”.

»Me quedé sentada en silencio, estupefacta, durante un largo minuto, mirando como una boba el regalo, y luego dije en voz baja: “Sí que me gusta. Mucho”. Aunque para entonces el señor Michaels se había ido tras su mujer y nadie me escuchó.

»Nadie vio tampoco, cosa que agradecí, las lágrimas que me rodaban por las mejillas.

»No supe qué hacer con las barras de caramelo. Llevé los platos sucios al fregadero y los lavé, y guardé la caja de cereales y la mantequillera y la mermelada, pero acabé dejando el paquete en la mesa. No sabía qué decir.

Me encogí de hombros.

—Sencillamente desapareció y nadie volvió a hablar de él. Aún me quedé con los Michaels tres días más. Me pareció una visita terriblemente larga.

—¡Qué mala suerte! —dijo la mujer.

—Sí, mi madre era una persona muy tonta. Esnob y mezquina y manipuladora; muy diferente a como era cuando vivía mi padre. Junto a él, quién sabe, ella podría haber seguido siendo la madre de mis más tempranos recuerdos. ¡Junto a él, no puedo ni imaginar lo distinta que habría sido mi vida!

—No, estoy segura de que no.

Alcé la mano en un gesto de meritorio estoicismo.

—Bueno. C’est la vie!

Un pato —bicho maleducado— nos enseñó el trasero. A lo mejor la señora del salón de té habría mostrado más interés en mi historia si yo le hubiera imitado.

—¡Allí está su autobús! —exclamé—. ¡Tenga cuidado con su cesta!

La vi correr hacia la salida del parque, perdiendo por el camino un libro de la biblioteca, el Woman’s Weekly y un ovillo de lana verde lima. El sombrero se le cayó sobre los ojos. Le quedaba bien. La hacía parecer más elegante.