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José Miguel Ortí Bordás

Revoluciones imaginarias

© El autor y Ediciones Encuentro, S. A., Madrid, 2017

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Colección Nuevo Ensayo, nº 34

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A Sefa

PRÓLOGO

No solo les ocurre a las personas. También los libros cuentan con su circunstancia. Son criaturas nacidas de la encrucijada vital de su autor. En ocasiones esta circunstancia específica, la de su alumbramiento, resulta determinante para entenderlos. Que partamos de un concepto bien conocido de Ortega y Gasset tampoco tiene nada de fortuito. Arranca de él porque las escalas sobre las que se retrepó —que no precipitó— este ensayo fueron confesamente orteguianas. José Miguel Ortí Bordás redactó el original a mediados de los años ochenta del pasado siglo; al menos así lo recuerda y se deduce de la bibliografía empleada. En aquel momento se había rebasado sobradamente la Transición, obra histórica de la que Ortí fue significado protagonista. Ese singular y exitoso cambio operado desde la legalidad franquista a la monarquía parlamentaria hoy vigente fue, a su juicio, «lo único verdaderamente importante que en política hemos hecho los españoles desde la Constitución de Cádiz». El estudio que el lector tiene ante sí, lúcida y sugestiva reflexión sobre España y los españoles, bascula entre esos dos momentos medulares de nuestra Historia Contemporánea: la crisis del Antiguo Régimen y la exitosa democratización que culmina en la Constitución de 1978.

Bien instalado en esa última cota Ortí Bordás se propuso diseccionar cinco cambios políticos contemporáneos: el de 1868, con el destronamiento de Isabel II; el de 1873, que proclamó la Primera República; el de 1874, que posibilitó la Primera Restauración; el de 1931, que supuso el advenimiento de la Segunda República; y, por último, la transición hacia la democracia iniciada en 1976 y culminada con la carta magna de 1978. Asumió el empeño poniendo en juego una «historia radical». Historió desde la raíz —etimología última de «radical»— tratando de esclarecer el común denominador de esas transformaciones. La Historia, como ciencia, no enhebra un más o menos afortunado «cuento», sino que desenmascara el mecanismo oculto de los cambios. Se alimenta de la savia del discurrir humano a través de la cepa.

Lejos de adoptar un relato sólito, meramente cronológico y descriptivo, nuestro autor quiso pasar estos acontecimientos cruciales por el tamiz categorial que estableció Ortega y Gasset. En «El sentido del cambio político español», un artículo que Crisol publicó el 16 de septiembre de 1931, el maestro relataba la extrañeza de «ciertos grupos de extranjeros en Suiza, Alemania y Francia» ante el sorpresivo e incruento advenimiento republicano en España. Por esa razón se propuso desentrañar las escondidas causas de nuestro proceder colectivo.

La autoría del delicado cedazo aconseja detenerse en Ortega. A estas alturas puede parecer descabellado o presuntuoso glosar brevemente la figura del pensador más influyente de nuestro pasado siglo. Sin embargo, es preciso hacerlo para contextualizar su citado artículo, que es el marco categorial de este libro. Hijo de periodista, José Ortega y Gasset nació en la capital de España en 1883. El gran agitador intelectual e inigualable prosista estudió el bachillerato con los jesuitas de Málaga y, tras un breve paso por Deusto, concluyó Filosofía y Letras en Madrid, donde se doctoró. Su posterior experiencia germana (La Codorniz lo motejaría de «primer filósofo de España y quinto de Alemania») le movió a reflexionar sobre los conceptos básicos del conocimiento, la procura de una visión sistemática de lo existente. Su mentor en Marburg, el neokantiano Hermann Cohen, había fijado como ciencia modelo la física matemática. Y con su rigor metodológico y la realidad como objeto de estudio se aprestó Ortega a consolidar su magisterio. Lo hizo desde la doble posición avanzada de su cátedra de Metafísica en la Universidad Central y las páginas de El Imparcial, el diario familiar. Desde esas atalayas privilegiadas Ortega sale al encuentro de la España de su tiempo.

Clientelismo y caciquismo dibujan el apático paisaje de la Restauración. Frente a la postración nacional derivada del desastre del 98, ha surgido el Regeneracionismo. El filósofo, que asume «el naufragio como punto de partida», echa a andar con una consigna: la europeización. Su primer empeño es el de definir Europa, que se eleva a categoría ideal. Reprocha a Costa no haberla demarcado: Europa es la ciencia y el programa reformador que el país demanda es de corte educativo. La salvación de España procederá de la cultura, de una tarea exigente de fijar principios éticos ideales y renunciar a siglos de espontaneidad, de «africanismo». De ahí el escaso respeto intelectual de Ortega hacia Ganivet y los hombres del 98. De ahí que el grueso de su polémica se centre en Unamuno, genial «celtíbero». De ahí, en suma, su rechazo al visceral y oscuro concepto que representa el «alma nacional» unamuniana.

En sus Meditaciones del Quijote (1914) aletea ya la «razón vital», que al correr de los años se transmutará en «razón histórica». Ese nuevo método se expondrá en su forma más acabada en Historia como sistema (1935), donde afirmará que «(...) el hombre no tiene naturaleza, sino que tiene... historia». Y rebatirá al maestro Cohen: «La razón histórica es, pues, ratio, lógos, rigoroso concepto. Conviene que sobre esto no se suscite la menor duda. Al oponerla a la razón físico-matemática no se trata de conceder permisos de irracionalismo. Al contrario, la razón histórica es aún más racional que la física, más rigorosa, más exigente que ésta».

Resulta paradójico que el Ortega diáfano y rectilíneo en términos intelectuales proceda en lo personal de forma sinuosa. En los trances difíciles, en contraste con el coraje que a Unamuno o al autor del libro que prologamos les lleva a entrar a saco en toda polémica, se suele mostrar equívoco y acomodaticio. Se enroca en los sobreentendidos o en los silencios.

En todo caso, los años veinte suponen la eclosión de su producción intelectual. En 1921 publica España invertebrada para definir la «grave enfermedad» que el país sufre. Se lamenta así de que no pueda «esperarse ninguna mejora apreciable en nuestros destinos mientras no se corrija previamente ese defecto ocular que impide al español medio la percepción acertada de las realidades colectivas». Hace falta perspectiva. Para ello, se remonta nada menos que a la Roma clásica para forjar el conocido concepto de «nación» como «proyecto sugestivo de vida en común». El espíritu guerrero de Castilla ha configurado a España como «gran iniciador de empresas». La unión, como proceso «incorporativo», se hace «para lanzar la energía española a los cuatro vientos, para inundar el planeta, para crear un Imperio aún más amplio». Y, sin embargo, surge el «particularismo». Cada grupo «deja de sentirse a sí mismo como parte, y en consecuencia deja de compartir los sentimientos de los demás». La insolidaridad se esponja con la «hipersensibilidad para los propios males». El país deviene en compartimientos estancos, donde cada grupo se cierra sobre sí mismo y trata de «imponer directamente su voluntad» al resto.

¿Por qué razón todo es «decadencia y desintegración» a partir de 1580? ¿Cómo se explica que España se vaya deshaciendo hasta verse reducida a la «polvareda que queda cuando por la gran ruta histórica ha pasado galopando un gran pueblo»? La respuesta se le antoja clara a Ortega: se ha producido una subversión de las masas frente a las minorías selectas. Se ha instalado «el odio a los mejores». España sufre una dramática ausencia de hombres egregios que se retrotrae hasta la Edad Media. El franco había irrumpido indómito en la Galia y su vitalidad incontaminada engendró el feudalismo. Por el contrario, los visigodos que arribaron a España lo hicieron plenamente romanizados. Habían perdido la virtud creadora tras largo contacto con un imperio decadente. Degenerados, fueron barridos por «un soplo de aire africano». La «anormalidad» de la historia española se debe, a juicio de Ortega, a una «embriogenia defectuosa». El resultado, con la salvedad de la unión forjada por los Reyes Católicos y la colonización de América, es la entera historia de una decadencia.

El antídoto corresponde ahora administrarlo a las nuevas generaciones. Consiste en darle un vuelco a la situación, en forjar un «nuevo tipo de hombre». En esa reivindicación del «afinamiento de la raza» ya es posible rastrear el pesimista concepto hacia el pueblo español de Ortega. Ese país que luego caracterizará —en el artículo de Crisol que Ortí Bordás rescata— «anormalmente no-revolucionario, políticamente tardígrado y sustancialmente gubernamental» aparece ya poco entreverado: «Nos falta la cordial efusión del combatiente y nos sobra la arisca soberbia del triunfante. No queremos luchar: queremos simplemente vencer». Incluso lo corrobora una intuitiva interpretación de los pronunciamientos decimonónicos: los espadones que los protagonizan, «seguros de que casi todo el mundo, en secreto, opinaba como ellos, tenían fe ciega en el efecto mágico de ‘pronunciar’ una frase. No iban, pues, a luchar, sino a tomar posesión del Poder público».

La vitalidad en el más amplio sentido le hace figurarse la sociedad de los años veinte fundada en estos conceptos: a) minorías y masas; b) idea de generación marcada por la minoría dominante; c) épocas femeninas frente a épocas masculinas; y d) épocas de viejos frente a épocas de jóvenes. La inmediata antesala de su compromiso político la perfila una conmoción. La lectura de Ser y tiempo de Heidegger, en 1928, precede a la publicación de La rebelión de las masas (1929).

Ortega se ha acercado a los problemas de España con perspectiva histórica, científica. Ahora se trata de involucrarse en la vida pública hasta los tuétanos. Es la existencia la que, nueva e inadvertidamente, da la razón a Unamuno. Su cerebral antagonista se lanza a la política del mismo modo que «nuestros caballeros metieron las manos hasta los codos en aquello que llamaban aventuras». La «benévola expectativa» ante el general Primo de Rivera se acaba súbitamente en mayo de 1927. El Sol, que había coincidido con el dictador en el desmontaje de la ficciones restauracionistas, denuncia entonces que se había finiquitado la «vieja política» sin dar paso a la nueva. Exige la irrupción de nuevos partidos, que canalicen las energías del país, y un limpio parlamentarismo. Una «gran reforma», como pide Ortega en el periódico, forjaría un nuevo tipo de español.

Gregorio Morán, en su despiadado El maestro en el erial (1998), sitúa con acierto al español en las antípodas de Kant. Nada que ver con el monástico relojero de Königsberg: Ortega «participó por acción u omisión en las batallas de su siglo; amó y sobre todo fue amado hasta el delirio por una cohorte de discípulos y damas que le reverenciaban; decidió e incidió en acontecimientos trascendentales de la historia de España e incluso más allá de la península. En esa misma historia de España no hay ningún otro intelectual cuyo influjo en el mundo fuera mayor que el suyo». Y eso que la nación vive en aquellos años su Edad de Plata de las ciencias y las letras. Pintores vanguardistas como Picasso, Gris y Miró coexisten con literatos de la talla de García Lorca, Baroja o Juan Ramón Jiménez, y científicos como el matemático Julio Rey Pastor o el histólogo Ramón y Cajal, Premio Nobel de Medicina. El escritor Ramón Pérez de Ayala reivindica un «generalato de la mollera». Como sentenció Gonzalo Redondo en Las empresas políticas de Ortega y Gasset (1970), «he ahí la palabra mágica y totémica de los hombres de El Sol: la cultura, y la cultura —si necesario fuera— impuesta desde arriba por el gobernante. Por supuesto, siempre que el gobernante fueran ellos mismos». En la vanguardia de ese «generalato» habrán de formar los colaboradores del diario de Urgoiti: el propio Pérez de Ayala, Araquistáin, Madariaga, Zulueta y, por supuesto, Ortega. La batuta corresponde a este último como adelantado de esa gran reforma liberal y laica que auspician el círculo de El Sol y la Revista de Occidente. Es, según Morán, «el mandarín de la intelectualidad española».

En el ocaso de la Dictadura de Primo de Rivera se publican los artículos que darán forma a La rebelión de las masas. La serie, aristocrática denuncia de la hiperdemocracia y los totalitarismos, se ve interrumpida por la caída del general. El sucesor de este, Dámaso Berenguer restituye de inmediato a Ortega y a otros muchos en sus cátedras. En la primavera de 1930 se acentúa la movilización de los republicanos. La situación, irreversible, alcanza su punto álgido en agosto con la firma del Pacto de San Sebastián. Los prebostes del republicanismo acuerdan su estrategia para poner punto final a la monarquía.

No se ha ponderado suficientemente hasta qué punto la conducta de Ortega hace justicia a su posterior examen de las cosas. Su archiconocido artículo «El error Berenguer» escenifica su tardía ruptura con la Corona. Ese 15 de noviembre de 1930 el filósofo se desentiende de un régimen «indecoroso». Pero rompe con él porque ya ha percibido el desplazamiento de la opinión pública dominante. No es tanto que el republicanismo se haya convertido en un ariete incontenible; el muro se tambalea por la aún más indecorosa defección de los políticos dinásticos. Las sublevaciones de Jaca y Cuatro Vientos, en diciembre, fracasan, pero el fruto ya está maduro. El 11 de febrero de 1931 El Sol publica el manifiesto fundacional de la Agrupación al Servicio de la República. Ortega, Marañón y Pérez de Ayala denuncian cómo la monarquía de Sagunto, oligárquica y antinacional, había especulado durante más de medio siglo con los vicios nacionales. Manejan un programa intelectual y abstracto, para el que convocan a las fuerzas vivas del país.

En El Sol del 17 de marzo Françesc Cambó caracteriza a Ortega como «un dilettante de la política». Ese dilentantismo, a juicio del regionalista catalán, impulsa al pensador «a ‘flirtear’ con todos los ideales, aun los más contrapuestos, sin llegar a casarse con ninguno». Con todo su talento, cultura y elocuencia, está «forzosamente condenado a ver morir en flor, en medio de la universal indiferencia, sus iniciativas políticas». Aun no se ha instalado la República y ya sufre, de hecho, el primer revés. Un cambio en el accionariado de El Sol le catapulta fuera del medio. Urgoiti y Ortega impulsan entonces Crisol, que sale a la calle el 4 de abril. Las elecciones municipales se celebran el 12 y el 14 se proclama el nuevo régimen. Para los hombres de la nueva cabecera la República llegó demasiado pronto; como escribió Redondo, «les debía muy poco».

Aunque Crisol justifica la quema de conventos del 11 de mayo y la expulsión de la Compañía de Jesús, el 14 se publica otro manifiesto de la Agrupación al Servicio de la República de título inequívoco: «La multitud caótica e informe no es democracia, sino carne consignada a tiranía». Pronto pudo apreciarse que la controversia constitucional más delicada afectaría a cuestiones como el divorcio y la educación.

Las Cortes Constituyentes republicanas están integradas fundamentalmente por clases medias profesionales y burocráticas. Los abogados son mayoría (unos 150), pero sobresalen maestros y catedráticos (80). Por eso aún hoy sigue sorprendiendo que, a despecho del orteguiano consejo de centrarse en asuntos prácticos y económicos, expresen pronto el personalismo, radicalidad y sentido patrimonialista del régimen que conducirá a su colapso.

La Agrupación al Servicio de la República obtiene 16 escaños en la primera cámara republicana. Magro resultado para el «generalato de la mollera» frente a las 116 actas de los socialistas; probo saldo si se coloca frente al solitario, ni siquiera testimonial diputado monárquico electo que tan bien apunta Ortí Bordás para fortalecer sus tesis. Ortega, que había debutado en la tribuna en julio, interviene de nuevo ante las Cortes el 4 de septiembre con motivo de la discusión sobre el proyecto constitucional. Postula una prudente separación Iglesia-Estado que cuide las formas y evite «cartuchos detonantes» como el artículo 26. La aprobación del citado causaría la dimisión de Alcalá Zamora y Maura del Gobierno provisional.

No obstante, ya había anticipado Ortega su radical impericia para la actividad de partido. En una muestra de su personalidad equívoca y en el fondo vanidosa, se cubría las espaldas ante el hipotético fracaso. Confesándose a la primera de cambio —ante su primera intervención parlamentaria— un «ingenuo» en términos políticos, se declaraba tan solo fiel a un presunto «oficio de ideador». Esa única vocación haría de él siempre «sólo un jefe de Negociado en el Ministerio de la Verdad». La falsa modestia del observador participante solo podía llevarle a la publicación de la pieza «Un aldabonazo». Ese 9 de septiembre concluía su diagnóstico amargo: «Una cantidad inmensa de españoles que colaboraron en el advenimiento de la República con su acción, con su voto o con lo que es más eficaz que todo esto, con su esperanza, se dicen ahora entre desasosegados y descontentos: ‘¡No es esto, no es esto!’«. Una semana después publicaba el referido «Los cambios políticos en España» que presta las coordenadas analíticas a este libro. El artículo en cuestión no solo expresaba, quintaesenciados, algunos de los conceptos orteguianos sobre el comportamiento colectivo de sus connacionales. Resultaba una fiel instantánea de su decaído estado de ánimo. A partir de ahí los acontecimientos no hicieron otra cosa que confirmarlo. El 10 de diciembre el Congreso elegía presidente de la República a Niceto Alcalá Zamora, impenitente cacique entre dos mundos. Frente a los 362 sufragios de este, Ortega obtendría un solo voto. Resultado inane y similar al de Miguel de Unamuno. Sus colaboraciones periodísticas se reducen y a finales de octubre de 1932 se anuncia la disolución definitiva de la Agrupación al Servicio de la República. En lo sucesivo, y salvo fugaz excepción, el soberbio escritor que era se mantuvo en soberbio silencio. En la primavera de 1935 el gabinete centrista de Lerroux le concedió la recién creada «Banda de la República», que el galardonado declinó. Pretextó que nada tenía que ver con la política.

El sueño de la República se había esfumado como por ensalmo. La polarización que condujo a la Guerra Civil fue la otra cara de la implosión de todos los particularismos. El maestro ya había alertado de ellos en 1921: separatismo, anticlericalismo, sindicalismo, militarismo (y antimilitarismo). El enfrentamiento fratricida significaba el último estadio de la nefasta desvertebración española. La biografía de Ortega quedó truncada por la desgarradura cainita. Y no de cualquier forma. Fue despedazada en su aspiración más entrañable, la de una gran empresa nacional de educación política. Su equívoco regreso a la España de Franco merece más comprensión que censura. Es un retorno a medias. Mientras mantiene siempre un pie en su residencia lisboeta, una gran parte de la intelectualidad post-bélica se reconoce bajo su égida sin escatimarle reproches. Sus coqueteos republicanos, su ponderación, su axial laicismo se compadecen poco con el signo de los tiempos. Pero el grueso del pensamiento falangista (Laín Entralgo, Tovar, Maravall, Díaz del Corral, Conde, etc.), nucleado en torno a la revista Escorial y al Instituto de Estudios Políticos, es profundamente orteguiano. Y, por orteguiano, resulta igualmente «comprensivo» en contraste con la línea adversaria, «nacionalcatólica» y mendezpelayista. Al retornado se le reconoce el magisterio, pero en la práctica se le ignora. Muchos le citan, nadie acude a recabar su consejo.

Dos décadas atrás había insistido Ortega en que los grandes cambios históricos suponen el cambio de generaciones. A las generaciones no las separa simplemente la cronología. Las separa su relación con los acontecimientos decisivos. Y un dato crucial, la Guerra Civil española, se ha introducido en la ecuación de la historia. Su superación marca la ejecutoria de nuestro autor. José Miguel Ortí Bordás (Tous, 1938) estudia Derecho en Madrid, a donde llega un año después del fallecimiento del fundador de la Revista de Occidente. Se forja pronto una imagen de progresista radical. Se le tacha incluso de «castrista» por ese empeño tan español de etiquetar extemporáneamente a todo aquel que se sale de la fila.

Convertido en Jefe Nacional del SEU, presenta una propuesta representativa y liberalizadora que fracasa. Su destitución viene acompañada de la liquidación por decreto del Sindicato. Cuando la exploración de la libertad se hace penosa, aspira repetidamente a introducir la electividad en las instituciones. Ya en 1966 postula la integración de España en Europa, que entiende «perfectamente deseable tanto en el aspecto económico como en la dimensión cultural y en el plano político».

Forma parte, y en vanguardia, de aquel reformismo «azul» que había surgido en la universidad auspiciada por Ruiz-Giménez (defenestrado como ministro de Educación en 1956). «Modesta bestia negra» del almirante Carrero Blanco, mascarón de proa de la parálisis política franquista, Ortí engrosa lo que sucesivamente se denomina «Generación de la Paz» y «del Príncipe». Ese grupo humano está marcado por un acontecimiento decisivo: la Guerra Civil que no ha conocido y cuyo definitivo arrumbamiento constituye el leitmotiv de su actuación en la vida pública. El futuro de España pasa por una pedagogía democrática que alcance la reconciliación de todos los españoles. Ha de respetar únicamente tres límites infranqueables: la unidad de España, la justicia social y la vía legalista de acceso a un modelo político homologable con el de la Europa occidental.

Enfrentados con la «tecnocracia» imperante, que soslaya el desarrollo político en bien de un escueto mejoramiento económico, Ortí y los suyos hallan un interlocutor decisivo en don Juan Carlos de Borbón, entonces príncipe de España. El elegido en 1969 como «sucesor a título de Rey» de Franco actúa por entonces a la manera bifaz de Jano: para el inmovilismo representa la permanencia del Estado del 18 de Julio; para los reformistas será la principal baza del cambio. Como se ve, otra vez el sustrato generacional se muestra determinante.

El principal consejero del futuro rey, Torcuato Fernández Miranda, reclama a Ortí Bordás como número dos en la Secretaría General del Movimiento. Corre el año 1969 y ambos postulan el aperturismo. El inescrutable y difícil ministro renunciaría finalmente a las asociaciones políticas, a la espera de la oportunidad propicia. La reforma política solo será posible a la muerte de Franco y servida desde las Cortes que él presidirá. Por su parte, el nombre de Ortí Bordás, madrugador partidario a carta cabal de ese aperturismo que hizo posible la Transición, se barajará luego como uno de los más probables para presidir el Gobierno del cambio democrático.

Tras participar en la exitosa empresa de devolución de la soberanía al pueblo español, redacta en 1985 lo que constituye el grueso de este manuscrito. Goza ya, en terminología orteguiana, de la «necesaria altura de pretérito amontonada» para pergeñar una síntesis de la historia contemporánea de España realizada desde su personal óptica. En este compendio Ortí Bordás vivifica al maestro. En primer lugar, rescata del olvido su clarividente propuesta, esto es, pone en juego su escalpelo analítico y demuestra que en todos los casos se verifican las claves formuladas por Ortega.

Existe un segundo aspecto en el que nuestro autor reaviva al filósofo. Se trata del estilo expositivo. Unamuno había sentenciado que «escribe claro el que concibe e imagina claro; con vigor, quien con vigor piensa, por ser la lengua un vestido transparente del pensamiento». No le desmintió en este aspecto Ortega, para quien la claridad constituía la «cortesía del filósofo». El gran pensador de la España contemporánea aspiró, antes que nada, a ser el aristócrata en la «plazuela intelectual» que es el periódico. Nadie le discute que lo consiguió. Su estilo pulcro, evocador y gracianesco establece un diálogo con el lector embaucador, incitativo que se renueva en Ortí Bordás. Fundador en su juventud de la revista 24, nuestro autor también se fogueó en las páginas de la prensa. Firmó habituales «terceras» en Arriba y Pueblo, colaboró con La Vanguardia e, incluso, participó como comentarista político en Televisión Española. Tareas estas que consolidaron luego su descollante calidad como orador parlamentario. Su testimonio cotidiano en prensa sirve, además, para dar testimonio de la sinceridad de su compromiso político. Creencias e intuiciones vertidas vertiginosamente apenas pueden disimularse. El periodismo no da tiempo al enmascaramiento.

Las páginas de este libro, por lo demás, expresan su impecable estilo y la profundidad de su pensamiento. En la senda de Ortega, Ortí Bordás cumple con el rigor metódico «cuando investiga y persigue sus verdades», pero al emitirlas y enunciarlas huye «del cínico uso con que algunos hombres de ciencias se complacen, como Hércules de feria, en ostentar ante el público los bíceps de su tecnicismo».

El ensayo confeccionado hace ahora más de tres décadas resulta básicamente aquel que el lector de hoy tiene entre las manos. Aparte del prólogo a cuyo final nos aproximamos, solo cuenta con un acertado colofón que lo actualiza. Su autor felizmente lo titula como un «Epílogo para posmodernos». Ortí Bordás, fiel a la idea fuerza que ha animado todo su recorrido por la vida pública, no puede resistirse ahora a una nueva defensa de nuestro porvenir nacional, consciente de que la obra de España sigue siendo aquella «flecha caída a mitad de camino, que espera el brazo que la recoja y lance al blanco».

A este respecto aborda aguda y sintéticamente los dos grandes logros que siguen a la modélica Transición. La modernización política de España y su integración en la Europa comunitaria desmienten, a su juicio, la orteguiana condición tardígrada del pueblo español. No obstante, la ruptura del consenso en torno a la ejemplaridad de nuestro cambio democrático representa un nuevo cuestionamiento. Y toma cuerpo otra vez el desbocado asturcón de ese particularismo denunciado por Ortega. El Estado de las Autonomías no solo ha representado un rotundo fracaso administrativo, sino la quiebra del proyecto común alumbrado en la Constitución de 1978. El populismo, la desafección ciudadana y una nefasta recuperación de la demonización del adversario reflejan esta sorpresiva situación de desvertebración nacional y abatimiento. Que no es, ni mucho menos, irreversible. El llamamiento de Ortí Bordás nos recuerda el verso catártico de T.S. Eliot: «Cuando llegue el amanecer, esta noche será también un recuerdo».

Este texto, treinta años después, sigue perteneciendo a la estirpe de los mejores libros de historia, que son aquellos en los que vive lo presente. Su autor se liga a la muy escasa progenie de quienes pueden presumir de haber sabido combinar admirablemente la teoría política con su práctica. Prosigue el camino del más edificante regeneracionismo. Desvela las pautas escondidas de nuestro comportamiento comunitario en la línea de Larra («escribir nuestros mismos defectos para que los corrijamos»), Costa («es sabido que, para ponerse en cura, lo primero que hace falta es conocer la enfermedad»), Unamuno («el estudio de la propia historia debería ser un implacable examen de conciencia») y, claro está, Ortega. Y le anima un propósito encomiable. Quiere colaborar a que cada español se sepa y se comporte como «dueño de sí mismo», y no como el titular de un corazón que Fígaro describió convertido en la urna cineraria de un deseo o de una esperanza.

Álvaro de Diego

Profesor Titular de Historia Contemporánea

Universidad a Distancia de Madrid – UDIMA

INTRODUCCIÓN

El 14 de abril de 1931, tras el revés sufrido por los monárquicos en las elecciones municipales, el rey Alfonso XIII abandona España y es proclamada la República entre el gozo y la esperanza del pueblo. La repentina, pacífica y civilizada transformación del Estado español llena de sorpresa, primero, y de admiración, después, a la opinión pública internacional, sobre todo a la hispanoamericana y a la europea. Fuera de nuestro país, nadie se explica muy bien cómo ha podido ocurrir un cambio político tan imprevisto y extraño. Deseosos de que se les aclare, ciertos grupos de extranjeros de Suiza, Alemania y Francia solicitan de Ortega y Gasset una interpretación de lo acontecido.

Ortega satisfizo su curiosidad, pero no quiso privar a los españoles del esquema elaborado al efecto. Procedió a su publicación en Crisol el 16 de septiembre del mismo año bajo un título por demás sugestivo y atrayente: «El sentido del cambio político español». Y volvió sobre el particular en el artículo de La Nación en el que comenzó a desgranar sus memorias de quince meses de República.

En ambos trabajos, tan breves como lúcidos, Ortega no se limitó a tejer una explicación de la caída de la monarquía. Quiso ir más allá. Alumbró, enunciándolas tan sólo, una serie de tesis sobre el comportamiento político del pueblo español tan deslumbrantes como esclarecedoras, entre las que destacan tres capitales: la de que España es una país anormalmente no- revolucionario, la de que el pueblo español es políticamente un pueblo tardígrado y la de que nuestra sociedad es una sociedad sustancialmente gubernamental.

Estas nuestras profundas y almendrales peculiaridades políticas no fueron aceptadas entonces en España. A ello contribuyó sin duda la falta de desarrollo de las proposiciones orteguianas, su radical novedad y, sobre todo, la irritación que causaron tanto en la izquierda como en la derecha. Iban a contracorriente de las ideas preconcebidas, atentaban contra tópicos y lugares comunes fuertemente arraigados en nuestro suelo y rompían las viejas presentaciones y los monoculares enfoques de nuestro modo de actuar político. Los hechos expuestos y las conclusiones extraídas por Ortega de su indagación histórica pasaron, lamentablemente, inadvertidas. El tiempo y el grave trauma al que España fue sometida años más tarde se encargaron de archivarlas en el más o menos polvoriento museo de cera que, quiérase o no, constituyen todas las obras completas. Y, sin embargo, en ellas yacía, y todavía reposa, uno de los grandes secretos y una de las explicaciones más clarividentes de los destinos políticos españoles.

Este libro, que intenta ser una especie de tardío homenaje al Ortega cuyas ideas impregnaron en su momentos una de las más nuevas y vigorosas corrientes de pensamiento de nuestro país, tiene el propósito de revelar semejante secreto, dando actualidad a las deducciones de quien ha sido el auténtico e indiscutible maestro de toda una generación de españoles, entre los que me cuento, e insertándolas en el proceso histórico seguido por España, entre sobresaltos y decepciones, desde principios del XIX hasta hoy.

El método elegido ha sido el de exponer y analizar cinco cambios políticos concretos, de notoria importancia y acaecidos todos ellos en España durante la época contemporánea, incidiendo en el por qué y en el cómo de los mismos y poniendo de relieve las principales notas comunes que les acompañan.

Cada uno de estos cambios supuso una mudanza de régimen: el de 1868, con el destronamiento de Isabel II; el de 1873, que proclamó la Primera República; el de 1874, en el que el pronunciamiento del general Martínez Campos en Sagunto posibilita la Primera Restauración; el de 1931, que entraña el advenimiento de la Segunda República; y, por último, la transición hacia la democracia que se inicia en 1976 y culmina con la Constitución de 1978. En todos sin excepción se verificaron plenamente las constantes formuladas por Ortega.

Aspiro a que su lectura descubra algunas de las más interesantes pautas de nuestro comportamiento comunitario, desvele determinadas claves insospechadas y ocultas de nuestra vida pública pretérita y presente, y haga aflorar a la superficie, desde el subsuelo de la historia, nuestra verdadera condición política.

Albergo la confianza, por último, de que estas páginas contribuyan también de algún modo a nuestra última y definitiva modernización: la de convertirnos, ser, sabernos y comportarnos como un pueblo real y efectivamente dueño de sí mismo.