Cómo educar con inteligencia. Tony Little

Cómo educar con inteligencia

Índice

 

 

 

 

 

 

Cómo educar con inteligencia

Índice

Dedicatoria

Introducción

1. “¿Qué tienen de bueno los colegios?”

2. Vocación, vocación y vocación

3. La adolescencia

4. Sexo, drogas y rock’n’roll

5. Carácter y disciplina

6. Imaginación

7. Espiritualidad

8. Démosle un giro al colegio

9. ¿Educación mixta o diferenciada?

11. “¿En qué consiste vuestro trabajo?”

11. Diez preguntas que necesitan respuesta

Agradecimientos

Créditos

 

 

 

 

 

 

 

A Jenny,

sin la cual mi vida como director

habría resultado imposible.

Introducción

 

 

 

 

 

Han sido los padres quienes me han animado a escribir este libro. Bien sea por una inquietud sincera o bien movidos por la buena educación, lo cierto es que, durante años, los padres de mis alumnos han ido pidiéndome que pusiera por escrito algunas ideas sobre las que me habían ido oyendo hablar en conversaciones públicas o privadas. Al acercarse ya mis últimos días como director de colegio, creo que ha llegado el momento de hacer este tipo de reflexiones.

Paguen mucho o poco, los padres invierten una parte enorme de sí mismos en la educación de sus hijos. Al igual que otros padres, yo también creo que una buena educación es el regalo más grande que podemos darles a nuestros hijos, y queremos hacer todo lo posible por ellos. Sin embargo, muchas veces los padres tienen miedo y se sienten como apartados de un mundo que alguna vez les fue familiar, pero que ahora les resulta extrañamente ajeno; se sienten como si estuvieran releyendo una historia que ya conocían y descubrieran que las palabras han cambiado. Este libro es para ellos.

Lo que está escrito a continuación no es más que los pensamientos y las experiencias de mi vida como director. Este libro responde fundamentalmente a tres cuestiones sobre las que me han preguntado con frecuencia: ¿Qué es lo que hace que un colegio sea bueno? ¿Qué he aprendido de los adolescentes en todo este tiempo? ¿Qué hace exactamente el director de un colegio?

En estas páginas hay pocas referencias a los grandes gurús de la educación de nuestra época, y espero que también poco uso del argot. En su mayor parte es algo sencillo y personal, tras 26 años como director de tres colegios bastante diferentes entre sí, incluidos colegios mixtos, masculinos, internados y no internados.

La mitad de esos años los he pasado en el Colegio Eton[1], un colegio que parece ejercer una gran fascinación. Dependiendo del punto de vista de cada uno, se considera bien un centro meritocrático de excelencia o un símbolo de esos valores con los que habría que acabar, en beneficio de la igualdad y la justicia social. En ocasiones me encuentro con personas que parecen no saber que Eton es un colegio con adolescentes reales, que son fundamentalmente iguales que los adolescentes de cualquier otra parte.

Habrá quienes consideren que el director de Eton no puede decir nada que merezca la pena sobre educación. Quizá tengan razón. Excepto por el hecho de que todos los profesores somos parte del debate nacional y deberíamos tener algo útil que aportar.

Es inevitable que lo que pienso y escribo esté influenciado por mi experiencia, de modo que los adolescentes varones y el internado privado son los protagonistas de estas páginas, aunque parte del privilegio de estar en Eton es la oportunidad que he tenido de visitar muchos colegios, tanto en Gran Bretaña como en el extranjero; colegios que, al menos en apariencia, tienen un estilo y un contexto radicalmente distinto, aunque yo siempre me haya sentido como en casa. Sea en un colegio privado de primaria en un barrio acomodado de Londres o en uno en pleno campo, en una torre de pisos de una ciudad china o en una aldea rural africana, un colegio es un colegio. Hay muchas más cosas que unen a padres y profesores de las que nos separan.

Como una especie de leitmotiv, en este libro encontrarás referencias a A. C. Benson, un escritor prolífico de la época victoriana, íntimamente ligado a la literatura, a la Iglesia y al mundo de la universidad. Además de ser profesor en Eton. En 1902 publicó un librito con descripciones y comentarios sobre su profesión. The Schoolmaster me parece una lectura extraordinaria, en parte porque nos permite asomarnos a algunos temas e ideas que hoy en día ya no están vigentes, y en parte por constituir una inagotable fuente de sabiduría. Como mínimo, hacer referencia a sus observaciones de hace más de cien años resulta útil para arrojar luz sobre algunas actitudes de nuestra propia época. Los temas, problemas y alegrías de la educación son universales.

 

 


[1] Eton es un colegio británico privado y masculino de gran prestigio, fundado en 1440 por el rey Enrique VI de Inglaterra en una localidad muy cercana al Castillo de Windsor (N. de la T.).

1

“¿Qué tienen de bueno los colegios?”

 

 

 

 

 

Era una tarde nublada y aburrida. Estaba estudiando para ser profesor e iba contemplando con ojos impasibles una sucesión de asignaturas de calidad variable. Iba a empezar en aquel momento una sesión con un título nada atrayente, algo así como “Evaluación de sistemas educativos”. Presentaron al ponente, cuya apariencia me pareció llamativa: cara pálida, mirada penetrante y un brazo muerto. Sus primeras palabras me parecieron aún más llamativas: “Los colegios son malos y vosotros, que estáis a punto de dar clase en ellos, seréis partícipes de ese mal”.

Como estudiante de Magisterio estaba acostumbrado a tener que defenderme de las bromas de mis amigos, que me decían que ser profesor era un trabajo basura y sin expectativas de futuro, algo pensado exclusivamente para gente que no sabe hacer ninguna otra cosa. Sin embargo, el hecho de que me describieran como la garra del diablo suponía para mí un nuevo punto de partida. El ponente resultó ser discípulo de Ivan Illich, de quien hablaré más tarde, y me hizo pensar por primera vez en esas instituciones que llamamos colegios. Es algo que damos por hecho porque nos resulta familiar, pensé, pero, ¿qué tienen de bueno esos lugares?

Hay cierta parte de la literatura inglesa que discrepa de todo el asunto de la educación escolar. En palabras de Saki: «¡Dios mío, tenemos que educarlo cuanto antes! No podemos esperar a que el chico sea un salvaje para llevarlo entonces a una buena escuela». La memorable descripción de Osbert Sitwell de su propia educación en Who’s Who, «La educación, durante las vacaciones de Eton», resume muy bien este tipo de acercamiento. Quizá escritores como estos escondan algún tipo de creencia en que los colegios son verdaderamente nocivos, pero más bien me parecen ironías de quien ha tenido la suerte de recibir una buena educación y proviene de familias instruidas. Ser despectivo con algo de lo que uno ha tenido el privilegio de beneficiarse parece ser un rasgo muy común.

Sin embargo, los visionarios políticos y sociales tienden a ver en la educación la respuesta a todo. Con toda la fuerza de su retórica fabiana, H. G. Wells dijo que «la historia humana está convirtiéndose poco a poco en una competición entre la educación y la catástrofe». La idea de que la educación es un asunto esencial para la salud y el desarrollo de una buena convivencia ha pasado a ocupar un lugar determinante en el panorama político. Lo vimos ya cuando, en 1997, como punto central de su legislatura, el primer ministro abanderaba el lema de “educación, educación, educación”. O en el discurso de tinte heroico pronunciado por un secretario de Estado: “Debemos ser inflexibles en nuestra vigilancia. Debemos ser incansables en nuestra determinación. La reforma de nuestro sistema educativo es un imperativo moral…”.

Merece la pena dejar a un lado la retórica y la ironía y definir qué entendemos por educación. Pese al riesgo de ser pedante, me atrevo a decir que resulta instructivo acudir a la raíz etimológica de la palabra. Existe una distinción entre dos palabras del latín de sonido similar: educare y educere. Educere significa liderar tropas, prepararlas para la batalla, lo que asociamos con un cierto ruido. Educare significa nutrir, sacar a relucir, atender y apoyar el crecimiento. Este último es el origen correcto. Pero es interesante el hecho de que ambas ideas se hayan confundido durante siglos. Incluso a día de hoy, una definición típica de diccionario describe la educación como el hecho de “impartir conocimiento a un alumno a través de una instrucción formal”. Yo mismo tengo una imagen basada en un antiguo verbo inglés, “educe”[2], que significa “ayudar a avanzar como avanza un río”. Lo que aprendemos al encontrar nuestro propio cauce –sin ser canalizados por otros–, tal y como hace un río en su camino hacia el mar, es algo muy poderoso.

Las dos descripciones entre educare y educere delimitan bien la cuestión: la educación que deseamos, ¿ha de llegar a nuestros jóvenes a través de una instrucción formal, impartiendo determinados conocimientos, o se trata más bien de alimentar todo lo posible las habilidades naturales de cada uno?

La mayoría de nosotros diría que la educación que queremos para nuestros hijos es un equilibrio entre ambas cosas. Pero si echamos un vistazo a lo que pasa en el mundo, esto no es tan evidente. En China, por ejemplo, una combinación de cultura (una creencia confucionista en el maestro como un sabio a quien los alumnos han de escuchar y, de hecho, escuchan) y logística (con unos cincuenta estudiantes de media por clase) origina una creencia muy arraigada en el poder de la instrucción.

Sea cual sea el punto de vista, sigue pensándose que existe un valor innato en una institución que reúne a jóvenes en un lugar, para educarlos. ¿Y por qué ocurre esto?

Volvamos al hombre del brazo muerto. Parafraseando a Ivan Illich en su obra La sociedad desescolarizada, publicada en 1971, dicho profesor decía a los aspirantes a profesores que le escuchaban: «La escalada de las escuelas es tan destructiva como la de las armas, si bien menos visible». Que las escuelas son armas de destrucción masiva es una afirmación contundente y, en consecuencia, quizá también fácil de refutar. Sin embargo, es cierto que Illich también tiene puntos elocuentes. Sean buenas o malas, dice que las escuelas dividen por naturaleza, porque la unidad misma de la escuela refleja divisiones de clase, religión y cultura. Y enfrentar a estas unidades construidas al azar, por ejemplo en una competición, es algo absurdo. Los colegios son opresivos, además, porque inhiben los deseos, las ambiciones y los sentimientos que tenemos por naturaleza, y además van en contra del individuo, ejerciendo como resultado un control de masas. En todo caso, diría Illich, existe cierto sentimiento de superioridad en el hecho de querer acorralar a un grupo de jóvenes de ciertas edades en instituciones en las que se les dice qué hacer y cómo pensar. Los colegios son algo mecánico; su estructura de clases, rutinas y horarios impide la libertad en el desarrollo, ofrecen un paradigma de sociedad capitalista… Y así un largo etcétera. Según esta idea, las escuelas son esencialmente contraproducentes, y las afirmaciones de que los colegios producen individuos bien formados son falsas; en vez de eso, lo que hacen es producir gente inmadura y desequilibrada, carne de cañón para la maquinaria de la sociedad.

Illich tiene una visión de la sociedad en la que la educación está a disposición del individuo, quiera este o no. Si alguien de cuarenta años tiene la necesidad de hacer un curso de matemáticas, es en ese momento cuando debería hacerlo, y de ese modo se acabaría con los obstáculos de la adolescencia y con la obligación de terminar el colegio a una edad concreta; la educación ya no se “malgastaría en los jóvenes”. Es difícil no sentirse verdaderamente atraído por este ideal de vida de constante desarrollo personal. Yo mismo comparto esa preocupación de que el país tiende a ejercer un control sobre los colegios, y comparto también esa fe en que todos los individuos tienen la capacidad de desarrollar actitudes y habilidades únicas. De hecho, creo fervientemente que todos somos capaces de forjar nuestro propio destino. En lo que no estoy de acuerdo con esta visión optimista de la sociedad es en la creencia de que los seres humanos realmente irán en busca de una educación cuando verdaderamente les apetezca. Ahí es donde entran los colegios.

Para empezar, los colegios suponen para los jóvenes un puerto seguro. Un caballo puede no querer beber si le llevan al agua, pero cuando no podrá beber en absoluto es si el agua no está allí. Los colegios son una manera eficaz de preparar a la gente joven de la manera que la sociedad ha ido considerando más apropiada. Al tiempo que animar a los jóvenes a pensar por sí mismos es imprescindible para cualquier buena educación, la sabiduría que reciben es una guía útil para desarrollar las herramientas necesarias para aprender a aprender.

Los colegios son también maneras relativamente económicas de ayudar a los jóvenes a comprometerse con habilidades y actitudes que los ayudarán a embarcarse en la vida adulta. Por poco romántico que parezca, la crítica “mecánica” se opone a los grandes beneficios de negociar los ritmos de la vida escolar. Es verdad que los colegios giran en torno a rutinas. Comprender el valor de estas rutinas, su capacidad de crear tiempo y liberar al individuo constituye una gran lección para un adolescente.

Sin embargo, donde los colegios alcanzan su máximo esplendor es en su papel como comunidades donde la gente joven comprende la diversidad de las relaciones; ofrecen modelos a seguir fuera del hogar e inculcan valores y requisitos necesarios para la vida en sociedad. Resumiendo, les enseña a ser parte de la tribu. De manera significativa, esta preparación para la tribu implica aprender cuáles son los parámetros de conducta, y aceptar y valorar la disciplina. La sociedad necesita individualidad, imaginación y energía para seguir adelante pero también, y no menos importante, necesita individuos que sepan poner límites. Saber frenar los sueños personales en favor de un bien mayor es una marca distintiva de la civilización, y los colegios deberían ser el medio para alcanzar ambos objetivos: los colegios sí tienen sentido.

 

 

El propósito de los colegios: una prueba para los adolescentes

 

Para animar a los estudiantes adolescentes a pensar cuál era el objetivo y el propósito de su educación, suelo usar el siguiente texto, tomado de la obra de Benjamin Franklin Observaciones sobre los salvajes de Norteamérica:

 

En el tratado de Lancaster en Pennsylvania, año 1744, entre el gobierno de Virginia y las Seis Naciones, mediante un discurso, los comisionados de Virginia comunicaron a los indios que en Williamsburg existía un colegio con recursos destinados a la educación de los jóvenes indios. Si los jefes de las Seis Naciones querían enviar a media docena de sus hijos a ese colegio, el gobierno se ocuparía de cubrir sus necesidades y su instrucción en el conocimiento de los hombres blancos. El portavoz de los indios respondió: “Sabemos muy bien cuánto estiman ustedes los conocimientos que se enseñan en esos colegios, y el costo que supondría mantener a nuestros jóvenes. Por tanto, estamos convencidos de que su propuesta es bienintencionada y se lo agradecemos de todo corazón.

Pero ustedes, que son sabios, sabrán también que las distintas naciones tienen distintos conceptos acerca de las cosas, así que no se tomarán a mal que les digamos ahora que nuestras ideas sobre educación no se corresponden con las de ustedes. Hemos tenido alguna experiencia al respecto; varios de nuestros jóvenes fueron instruidos adecuadamente hace tiempo en los colegios de las provincias del norte; se les enseñaron todas las ciencias, pero cuando volvieron con nosotros eran muy malos corredores, no sabían cómo vivir en el bosque, no podían soportar ni el frío ni el hambre, no sabían construir una cabaña, cazar un ciervo o matar al enemigo, hablaban mal nuestro idioma y, en conclusión, eran inútiles para la caza, para la guerra y como consejeros; realmente, no servían para nada. Sin embargo, aunque no aceptemos su amable ofrecimiento, no por ello les estamos menos agradecidos y, para demostrárselo, si los caballeros de Virginia nos envían a una docena de sus hijos, nos ocuparemos de su educación, les enseñaremos todo lo que sabemos y los convertiremos en hombres”.

 

El valor que tienen los colegios para nosotros viene en buena medida determinado por nuestras opiniones y nuestros prejuicios, normalmente muy arraigados. Les entrego a mis alumnos una lista de preguntas extraídas de un antiguo ejercicio del Bachillerato Internacional, y les pido que piensen una las posibles respuestas de los nativos americanos de los que habla Benjamin Franklin.

 

— ¿Cuáles son los objetivos del colegio al que perteneces? Mediante esos objetivos, ¿qué se pretende que sepas? Los nativos americanos podrían responder que se espera de ellos que sean “el mejor cazador de todos los tiempos”.

 

— En el colegio, ¿qué ideales hay tras esos objetivos? Quizás una creencia en la unión con la naturaleza.

 

— ¿De dónde proceden esos ideales? ¿Qué razones los justifican? Puede que estos ideales estén más allá de nuestra memoria y sean tradiciones heredadas gracias a los cuentos y las canciones, y justificadas por el ciclo de la vida, igual que el día sucede a la noche y la muerte a la vida.

 

— ¿Qué conflictos pueden surgir de estas ideas? En un orden natural establecido puede resultar complicado encontrar una explicación razonable a lo anómalo, a un eclipse de sol, a un terremoto o a la llegada del hombre blanco.

 

Los alumnos suelen disfrutar mucho con este ejercicio, y de él surgen muy buenas conversaciones, normalmente caracterizadas por un gran sentido moral respecto a la educación, y cierto escepticismo sobre los modelos adultos que se manifiestan en la esfera pública. No suelen ser muy eruditos en historia (de dónde proceden nuestros ideales), pero se explayan cuando debaten sobre el conflicto. Y, sobre todo, les hace pensar.

Pensar en la experiencia personal y comunitaria y analizar el propósito de la educación son maneras fundamentales de hacer que los alumnos se comprendan mejor a sí mismos y comprendan también la conexión entre ellos y la sociedad.

Por desgracia, en Gran Bretaña no hay obligación de que los colegios involucren a sus alumnos en este proceso, pero los buenos colegios saben que deben hacerlo.

 

 


[2] Actualmente, este verbo en inglés se utiliza con el significado castellano de deducir o inferir (N. de la T.).