La Fe explicada hoy. Joe Babendreier

La Fe explicada hoy. Joe Babendreier

Índice

La Fe explicada hoy

Cita

Introducción

PRIMERA PARTE. La fe cristiana

Capítulo 1. Dios

Capítulo 2. Dios, Creador del mundo

Capítulo 3. Dios, Creador del ser humano

Capítulo 4. La rebelión del hombre contra Dios

Capítulo 5. Dios se hace hombre

Capítulo 6. Dios Redentor del hombre

Capítulo 7. El Espíritu Santo

Capítulo 8. La Iglesia

Capítulo 9. La Virgen María

Capítulo 10. El designio de Dios

Capítulo 11. El Cielo y el Infierno

Capítulo 12. Dios juzga al hombre

Capítulo 13. Dios pone fin al tiempo

 

SEGUNDA PARTE. Dios se revela al hombre

Capítulo 14. Dios habla con el hombre

Capítulo 15. La Sagrada Tradición

Capítulo 16. La Sagrada Escritura

Capítulo 17. El Magisterio

Capítulo 18. El Credo

 

TERCERA PARTE. La moral cristiana

Capítulo 19. La ley y la libertad

Capítulo 20. El pecado

Capítulo 21. La justicia

Capítulo 22. La conciencia

Capítulo 23. Adorar a Dios

Capítulo 24. El respeto al nombre de Dios

Capítulo 25. Santificar el día de Dios

Capítulo 26. El honor debido a los padres

Capítulo 27. El respeto a la vida

Capítulo 28. El respeto al matrimonio

Capítulo 29. El respeto a la propiedad

Capítulo 30. El respeto a la verdad

Capítulo 31. Conservar la pureza del corazón y del alma

 

CUARTA PARTE. El camino de la adoración cristiana

Capítulo 32. La liturgia y los sacramentos

Capítulo 33. El bautismo

Capítulo 34. La confirmación

Capítulo 35. La Eucaristía

Capítulo 36. La adoración eucarística

Capítulo 37. Penitencia y reconciliación

Capítulo 38. La unción de enfermos

Capítulo 39. El orden sacerdotal

Capítulo 40. El matrimonio

 

QUINTA PARTE. La persona humana

Capítulo 41. El ser personal

Capítulo 42. La inteligencia

Capítulo 43. La voluntad

Capítulo 44. El cuerpo

Capítulo 45. Persona y sociedad

 

SEXTA PARTE:. El camino de la oración cristiana

Capítulo 46. El fin de la oración

Capítulo 47. Cómo rezan los cristianos

 

Epílogo

Índice analítico

Créditos

 

 

 

 

 

 

 

 

Toda la tierra se cubrió de tinieblas desde la hora sexta hasta la hora nona. Hacia la hora nona, Jesús clamó con fuerte voz: «Elí, Elí, ¿lemá sabachthani?» —es decir, «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?»

Algunos de los allí presentes, al oírlo, decían: «Este llama a Elías».

E inmediatamente uno de ellos corrió, tomó una esponja, la empapó en vinagre, la sujetó en una caña y se la dio a beber. Los demás decían: «¡Déjalo! Vamos a ver si viene Elías a salvarle».

Pero Jesús, dando de nuevo una fuerte voz, entregó el espíritu.

Y en esto, el velo del Templo se rasgó en dos de arriba abajo y la tierra tembló y las piedras se partieron, se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de los santos, que habían muerto, resucitaron. Y saliendo de los sepulcros, después de que Él resucitara, entraron en la Ciudad Santa y se aparecieron a muchos.

El centurión y los que estaban con él custodiando a Jesús, al ver el terremoto y lo que pasaba, se llenaron de gran temor y dijeron: «La verdad es que este era Hijo de Dios».

Mt 27, 45-54

Introducción

 

 

 

 

 

 

Dios quiere revelarse a nosotros. Dios tiene un plan para cada persona. Tú y yo hemos venido al mundo para algo.

El estudio de la religión pone de manifiesto la forma elegida por Dios para darse a conocer, y el designio que Dios tiene para la humanidad. Cuanto mejor comprendemos el proyecto de Dios para la creación, cada uno entiende mejor su propio lugar en ese plan. Saber cómo empezó Dios a revelarse, hace mucho tiempo, nos ayuda a comprender de qué forma quiere revelarse ahora, a cada uno de nosotros, a ti y a mí.

Este libro es una ayuda para estudiar las verdades reveladas por Dios en Jesucristo, según las ha creído, conservado y atesorado la Iglesia desde el principio. Se propone exponer lo que la Iglesia lleva enseñando dos mil años. La transmisión de esas verdades empezó con san Pedro y los apóstoles. Después, la Iglesia ha mantenido viva la misma enseñanza, por medio del sucesor de san Pedro y de los sucesores de los demás apóstoles, es decir, el papa y los obispos.

 

 

El mensaje

 

Si se pudiera resumir en una sola frase el contenido de este libro, sería la siguiente: «Llegamos a saber todo lo que necesitamos de Dios por medio del conocimiento personal de Jesús». Este libro resume la enseñanza de la Iglesia. Pero, si queremos aprender de verdad la revelación de Dios, tendremos que avanzar mucho más en el conocimiento de la enseñanza de la Iglesia. Más que saber unos hechos, necesitamos conocer a Jesús. Y conocerle con la misma profundidad que conocemos a nuestros padres y hermanos, o a nuestro mejor amigo.

Uno de los santos más grandes de la historia decía: «Con Cristo estoy crucificado: vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Ga 2, 19—20).

El autor de esas palabras es san Pablo. En ellas expresa su forma de vida, que es la misma que Dios quiere para cada uno de nosotros. Es decir, nuestra meta como cristianos es lograr que Jesús viva dentro de cada uno.

 

 

Dos mundos

 

Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; sentid las cosas de arriba, no las de la tierra. Pues habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con Él (Col 3, 1-4).

 

Existen dos mundos: este en el que vivimos y el mundo futuro. En nuestro mundo actual, el bien y el mal están entremezclados; pero en el mundo futuro, Dios va a separarlos. En este mundo, puede resultar difícil distinguir el bien del mal, o por lo menos nos cuesta hacerlo en todo momento y de la forma correcta. Por otra parte, nos cuesta comprender de dónde procede el mal; e igualmente nos cuesta comprender el origen del bien. Tanto el bien como el mal son misterios. Y tanto este mundo como el futuro son misterios.

La causa de que este mundo se nos presente como una realidad misteriosa y difícil de entender es la mezcla de bien y mal, que encontramos en nuestra experiencia diaria.

Para entender el bien y el mal, el primer paso que tenemos que dar es mirarnos a nosotros mismos. Cada uno tiene en su interior mucho bien; pero también tiene mucho mal. Hemos nacido así, y por eso nuestra vida es un misterio.

Jesús es nuestro Salvador, y esta verdad significa muchas cosas. La principal de ellas es que solo Él —y nadie más que Él— tiene el poder necesario para expulsar el pecado de nuestro interior. Es el único capaz de hacernos buenos total y definitivamente.

Uno de los modos que tiene Jesús de obrar esa transformación en nosotros consiste en hacer que veamos nuestro interior con claridad. Una vez que lo hemos visto, nos pide que trabajemos con él, para construir sobre el bien que contiene y suprimir el mal que pueda haber. Cuando lo hagamos, estaremos preparados para el mundo futuro, cuando llegue el momento de separar el bien del mal. Después de ese momento, estaremos con Jesús para siempre: todos nuestros sentimientos serán definitivamente buenos. En cambio, tendremos un problema grave si consentimos, voluntaria y deliberadamente, que el mal se asiente en nuestros corazones, y si no cambiamos. En ese caso, en el mundo futuro solo seremos capaces de conocer el mal, y también será para siempre.

PRIMERA PARTE
La fe cristiana

 

 

 

 

 

Capítulo 1: Dios

 

Capítulo 2: Dios, Creador del mundo

 

Capítulo 3: Dios, Creador del ser humano

 

Capítulo 4: La rebelión del hombre contra Dios

 

Capítulo 5: Dios se hace hombre

 

Capítulo 6: Dios Redentor del hombre

 

Capítulo 7: El Espíritu Santo

 

Capítulo 8: La Iglesia

 

Capítulo 9: La Virgen María

 

Capítulo 10: El designio de Dios

 

Capítulo 11: El Cielo y el Infierno

 

Capítulo 12: Dios juzga al hombre

 

Capítulo 13: Dios pone fin al tiempo

Capítulo 1
Dios

 

 

 

 

 

Dios es el Creador, que ha hecho todas las cosas de la nada. Es el único viviente que no necesita de otro ser para existir.

Dios es Señor. Gobierna toda la creación. Tiene un designio para ella. Y su proyecto quedará completado totalmente al final de los tiempos.

Gentes de todos los lugares y de todas las épocas, al contemplar la belleza y el orden del mundo, han llegado a la conclusión de que su Creador tiene que ser sabio y poderoso. Los judíos sabían bastante más de Dios que los demás pueblos, porque Dios mismo se había manifestado a Abrahán, a Moisés y a los profetas. Sin embargo, nosotros sabemos mucho más que ellos, desde que Dios nos envió a su único Hijo, nuestro señor Jesucristo. Por último, cuando Jesús vuelva por segunda vez, quedarán completados el proyecto de Dios y su revelación.

 

 

La naturaleza divina

 

Dios es libre. Hace lo que quiere y de la forma que Él quiere. Nosotros podemos rebelarnos, pero también nuestras rebeliones encajan en su designio. Él no desea esas rebeliones nuestras, pero es capaz de preverlas. Nuestra libertad entra dentro de sus planes, por lo que somos nosotros quienes decidimos si obedecer o rebelarnos.

Dios es sabio. Solo Él es capaz de contemplar de una sola vez la creación entera, de principio a fin. Nadie puede juzgar sus acciones.

Dios es infinito: no tiene límites, por lo que no se puede abarcar toda su perfección. Dios es inmutable: no cambia jamás, y nadie puede hacer nada por cambiarle. Dios es inmenso: es mayor que todas las combinaciones de universos posibles juntas; no hay medida para su grandeza.

Dios es simple y es uno: un solo ser, único y perfecto. No tiene partes, y tampoco hay quien pueda competir con él. Dios es eterno: es el principio y el fin; carece de historia y de futuro, porque vive fuera del tiempo. El pasado es un presente permanente para Él. De la misma manera, el futuro también es presente para Él.

Dios es omnisciente. Solo Él se conoce totalmente a sí mismo. Solo Él conoce con precisión infalible hasta el último detalle del pasado, el presente y el futuro.

Dios es omnipresente. Está en todas partes. Su conocimiento alcanza a todas las criaturas, y no lo hace desde fuera, sino desde su mismo interior. Dios es todopoderoso: la criatura más poderosa, ante Él, no es más que un ser pequeño e indefenso, incapaz de realizar una sola respiración que no dependa completamente de su creador.

Dios es santo: el mal no le toca, no le influye ni es capaz de tentarle. Dios es bueno: las criaturas son buenas porque Dios las ha hecho así. La única causa de que exista el mal es nuestra rebelión contra Dios. Dios es luz: en Él no tiene cabida la menor oscuridad. Dios es vida: la muerte no tiene poder sobre Él.

Dios es misericordioso: perdona a los pecadores. Ningún pecado es tan grave que no lo pueda perdonar, siempre y cuando nos arrepintamos de él. Dios es justo: aunque en esta vida tenemos que sufrir, para purificarnos del pecado, Él no permite que el mal sea superior a nuestras fuerzas, si ponemos en Él nuestra esperanza.

Dios es la majestad suprema: ante Él, somos más pequeños que una mota de polvo. Dios es absoluto: no necesita de sus criaturas. Aunque no hubiera creado nada, seguiría siendo totalmente perfecto. No tiene puntos de referencia; no hay comparación capaz de explicar plenamente lo que es. «YO SOY» es el nombre más perfecto de Dios: Él es puro ser. Su esencia más pura es ser.

 

 

Dios supera nuestros conceptos de Dios

 

Acabamos de enunciar algunas características de Dios, de las que nos servimos para tratar de definir cómo es. Sin embargo, aunque pusiéramos todo el esfuerzo en hacer una lista exhaustiva, siempre nos quedaríamos cortos. Él es tan superior a nosotros que ni siquiera somos capaces de hacernos una imagen aproximada de la distancia entre Dios y la creación. Por eso se trata de una distancia infinita, realidad a la que nos referimos con la palabra «trascendencia».

Dios trasciende el espacio y el tiempo. Dios trasciende el conjunto de la creación. Por mucho que puedan cambiar todas las cosas, a Dios nunca le afecta. Pero esto no quiere decir que se mantenga ajeno. Al contrario, nos quiere tanto que ha enviado a su Hijo para que sea nuestro Salvador:

 

No os engañéis, hermanos míos queridísimos. Toda dádiva generosa y todo don perfecto vienen de lo alto y descienden del Padre de las luces, en quien no hay cambio ni sombra de mudanza. Por libre decisión nos engendró con la palabra de la verdad, para que fuésemos como primicias de sus criaturas (St 1, 16-18).

Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y lo somos! Por eso el mundo no nos conoce, porque no le conoció a Él. Queridísimos: ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal como es (1 Jn 3, 1-2).

 

 

Conceptos erróneos acerca de Dios

 

Se han usado muchas nociones para describir a Dios, pero no todas son correctas. A continuación, presentamos los errores sobre Él. Es importante reconocerlos cuando oigamos hablar de ellos, porque pueden adoptar diferentes disfraces bajo los que presentarse. A pesar de su falsedad, están muy difundidos y han provocado considerables daños en numerosas personas.

 

Politeísmo o paganismo: Cree en la existencia de numerosos dioses y diosas. Aunque son inmortales, tienen el aspecto de seres humanos, animales u otras criaturas. Cada uno de ellos gobierna una parte del universo, la que haya creado.

Deísmo: Dios habita muy lejos, en su mundo perfecto. No presta atención alguna a lo que nos sucede. Igual que un rico, desde su palacio, no tiene motivo para preocuparse por un pobre, Dios también es feliz en el cielo, aunque en la tierra haya sufrimiento. Se parece a un relojero que ha fabricado un reloj, lo ha puesto en marcha y después se ha olvidado de él.

Panteísmo: Todo es Dios. Nosotros también somos Dios. Dios es un resultado final, la combinación completa de todas las cosas, que coexisten en armonía.

Ateísmo: No hay Dios. No existe ese ser supremo y creador del universo. Todo existe, sin más. El universo no tiene una causa y tampoco una finalidad. La vida no tiene otro sentido que el que nosotros decidamos darle. Creer en Dios es una pérdida de tiempo. Por otra parte, la religión aparece como una causa frecuente de sufrimiento, porque la fe es mentira.

Agnosticismo: Somos incapaces de saber algo de Dios. Algunos piensan que creer en Dios es bueno, porque todos sabemos que su existencia es posible. Sin embargo, la fe debe mantenerse en privado, porque no hay forma de comprobar si eso que creemos es verdad.

Naturalismo: El principio y fin de todas las cosas es la naturaleza. Las leyes que rigen el orden del universo explican todo lo que necesitamos saber sobre el mundo. Pero esas leyes no han sido dictadas por ningún ser supremo. Simplemente existen, también han existido y existirán. El ateísmo, el agnosticismo y el naturalismo tienden a ir juntos.

Indiferentismo: Todas las religiones son iguales. Todas adoran al Creador, aunque ninguna es capaz de contar toda la verdad sobre Dios. Todas tienen algo de verdad, pero es imposible distinguir las partes verdaderas y las falsas. La mejor solución al problema es seleccionar y escoger elementos de distintas religiones y adaptarlos a nuestra forma de vida, de acuerdo a nuestras necesidades personales.

 

El único elemento común a todos estos errores es que contradicen los misterios que Dios ha revelado por medio de Jesucristo. No es difícil conocer la verdad sobre Dios, porque Él mismo se ha revelado a nosotros. Si analizamos esta revelación, si la escuchamos con atención, la estudiamos y acogemos, entonces nos estaremos acercando un poco más a saberlo todo de Dios.

 

 

Dios y la Palabra de Dios

 

Veremos a Dios. Y esta realidad será tan grande —todo lo grande que pueda ser una cosa— que, en comparación con ella, todo lo demás es nada (SAN AGUSTÍN DE HIPONA, Sermón 127, 8).

 

«En el principio…»: son las primeras palabras de la Biblia. Con esa referencia al comienzo, la Biblia nos está hablando también de la eternidad en la que Dios habitaba antes de crear el universo. «En el principio…» son también las primeras palabras del Evangelio de san Juan. Es decir, el apóstol nos pide que volvamos al principio, porque es el único camino para entender a Dios.

También san Juan está hablando de cómo vivía Dios antes de crear el universo. (En realidad, este «antes» solo es una forma de hablar, porque en Dios no existen el antes y el después). San Juan se refiere a ese momento, imposible de imaginar, de la eternidad «antes» de que existieran un cielo y una tierra. Se refiere a un «tiempo» antes de que Dios diera comienzo al tiempo.

 

En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios (Jn 1, 1).

 

En el principio, había una persona llamada el «Verbo». Existía antes de la creación. Esta persona —esta Palabra— es misteriosa. La Biblia le da varios nombres. Se le llama también «Hijo», porque es el Hijo de Dios. Y, desde que se hizo hombre, empezamos a llamarle «Jesús».

San Juan empieza su reflexión por el principio porque quiere que entendamos una verdad fundamental de esta persona: que existía antes de la creación del universo. ¿Cómo era el Verbo antes de que nosotros empezáramos a llamarle Jesús? ¿Cómo era al principio de todo?

El Verbo estaba al principio «junto a Dios». Aquí, la palabra «Dios» se refiere a Dios Padre. Y el Verbo es su Hijo. Es decir, antes de crear, Dios Padre vivía con su Hijo. Desde el primer momento, el proyecto de Dios había consistido en enviar a su Hijo al mundo y llamarle Jesús. El Evangelio nos cuenta cómo era Dios antes de crear; tal y como ha sido, es y será siempre; y nos dice que Dios es Padre e Hijo.

El texto de san Juan nos transmite una revelación de Dios. Solo sabemos que Dios es Padre e Hijo porque Dios ha decidido revelarlo. En otras palabras, se trata de un misterio. Todo lo que conocemos de Dios se debe a que Él ha querido revelarlo. Si no lo hubiera hecho, nunca hubiéramos sabido que es un Padre y un Hijo.

 

Envió a su Hijo, es decir, al Verbo eterno, que ilumina a todos los hombres, para que viviera entre ellos y les manifestara los secretos de Dios (CONCILIO VATICANO II, constitución dogmática Dei Verbum, sobre la divina revelación, n. 4).

 

En Dios hay una persona que engendra vida, llamada Padre. Hay otra persona que recibe esa vida, llamada Hijo. El Hijo procede del Padre, real y verdaderamente. En Dios hay una persona que conoce (el Padre) y una persona que es conocida (el Hijo). El Hijo es también llamado «Verbo» de Dios porque el Padre le conoce.

El Padre es Dios y el Hijo es Dios. No son dos dioses distintos: hay un solo Dios. El Hijo es igual al Padre. Entender esto es empezar a penetrar la verdad más misteriosa de Dios. Dios Padre y Dios Hijo siempre han estado juntos, también antes de la creación del mundo. Y siempre estarán juntos, porque es imposible separarlos.

 

 

El Espíritu Santo

 

La Biblia presenta a una tercera persona que es Dios: su nombre es el Espíritu Santo. El Padre es Dios. El Hijo es Dios. El Espíritu Santo es Dios. Y aun así, no hay más que un solo Dios. El Padre y el Hijo están unidos en el Espíritu Santo como un solo ser. Así lo expresa el Catecismo de la Iglesia católica:

 

El ser mismo de Dios es Amor. Al enviar en la plenitud de los tiempos a su Hijo único y al Espíritu de Amor, Dios revela su secreto más íntimo; Él mismo es una eterna comunicación de amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo, y nos ha destinado a participar en Él (Catecismo de la Iglesia católica, n., 221).

 

El Espíritu Santo es como una corriente de amor que circula entre el Padre y el Hijo, y viceversa. En palabras de san Juan, «Dios es amor» (1 Jn 4, 8). Este ser infinitamente poderoso quiere sumergir a cada ser humano en su propia corriente de amor. A eso se refiere el Catecismo cuando dice que estamos destinados a participar en el intercambio de amor que existe entre el Padre y el Hijo.

Esto significa que Dios quiere derramar su amor en tu corazón y en el mío. Como dijo Jesús:

 

Si alguno tiene sed, venga a mí; y beba quien cree en mí. Como dice la Escritura, de sus entrañas brotarán ríos de agua viva (Jn 7, 37-38).

 

Cada hombre, cada mujer que quiera convertirse a Jesús y creer en Él recibirá este don. Dios derrama el Espíritu Santo de forma totalmente abierta, como una fuente de agua fresca. Cuando el Padre y el Hijo envían el Espíritu Santo a nuestros corazones, nos están permitiendo participar en su mismo amor.

 

 

Dios ha creado todas las cosas por la Palabra y el Espíritu

 

Dios, Padre todopoderoso, ha creado el cielo y la tierra. Pero el Padre no actúa nunca sin el Hijo y el Espíritu. El Padre ha creado por medio de su Hijo y su Espíritu. El Padre se ha servido del Hijo y del Espíritu para crear el universo. El Catecismo expresa esta idea con una cita de san Ireneo:

 

Solo existe un Dios…: es el Padre, es Dios, es el Ordenador. Ha hecho todas las cosas por sí mismo, es decir, por su Verbo y su Sabiduría (Catecismo de la Iglesia católica, n. 292; cf. SAN IRENEO DE LYON, Contra las herejías 2, 30, 9).

 

 

Qué significa «misterio»

 

La vida del Padre con el Hijo y el Espíritu Santo es un misterio: nunca llegaremos a entenderla plenamente. Los misterios son realidades que se encuentran más allá del alcance de nuestra imaginación y de nuestra inteligencia. El único motivo por el que nosotros conocemos este misterio es que Dios ha decidido revelarlo al ser humano. Si no lo hubiera hecho, nosotros nunca habríamos sabido de su existencia.

El hecho más admirable en la historia de la humanidad es que Dios haya querido revelarse a nosotros. El autor de los salmos del Antiguo Testamento se pregunta: «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el hijo del hombre para que te ocupes de él?» (Sal 8, 4). Que Dios haya decidido contarnos todo de sí mismo es algo realmente extraordinario, porque no tenemos derecho alguno a conocer la vida íntima de Dios. Sin embargo, esto no es todo. Dios no solo ha decidido contarnos su vida como Padre, Hijo y Espíritu Santo. Además, ha querido revelar este misterio con dos hechos impresionantes. En primer lugar, ha enviado a su Hijo, para que se hiciera uno de nosotros. Después, ha enviado al Espíritu Santo para que nos convirtiera en hijos e hijas de Dios.

 

¡Oh Padre Eterno! ¡Fuego y abismo de caridad! ¡Oh eterna Belleza! ¡Eterna Sabiduría! ¡Oh eterna Bondad! ¡Oh Loco de amor! ¿Necesitas, acaso, de tu criatura? Sin embargo, así lo parece, porque obras de tal manera como si no pudieses vivir sin ella, siendo así que tú eres vida y que todo tiene vida por ti, y sin ti nada vive (SANTA CATALINA DE SIENA, El diálogo de la divina Providencia, n. 25).

 

 

El Padre revela todas las cosas por su Hijo y su Espíritu

 

Dios empezó a revelar su ser a Adán y Eva. En las etapas sucesivas de la historia lo siguió haciendo, por medio de otros hombres y mujeres:

 

En diversos momentos y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas. En estos últimos días nos ha hablado por medio de su Hijo, a quien instituyó heredero de todas las cosas y por quien hizo también el universo (Hb 1, 1-2).

 

Para revelarse a nosotros, el Padre envió primero a su Hijo y después a su Espíritu. Cuando llegó el tiempo de enviar al Salvador que iba a aplastar la cabeza de Satanás, Dios Padre envió a su Hijo. Dice el Evangelio de san Juan:

 

Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre (Jn 1, 14)

 

Jesús es el Verbo hecho carne. Jesús es el unigénito de Dios. Jesús es Dios hecho hombre.

El Hijo descendió del cielo haciéndose hombre. Este hacerse hombre es un acto al que la Iglesia da el nombre de «Encarnación». En-car-nación deriva de caro, el término latino para designar la carne. Así, «encarnarse» quiere decir convertirse en carne. El Hijo de Dios encarnó, es decir, se hizo carne.

El Padre ha enviado a su Hijo para salvarnos. También le envió para que nos hablara de Dios. Jesús ha venido a decirnos que Él es el Hijo único de Dios. Ha venido a comunicarnos que el Padre nos ama y quiere hacer de nosotros hijos e hijas de Dios. Pero solo son capaces de acoger este misterio aquellos que abren sus inteligencias y sus corazones a la acción del Espíritu Santo.

De la misma forma que Dios ha creado todo por medio del Hijo y del Espíritu, así también Dios revela todas las cosas por el Hijo y el Espíritu. Por eso, solo alcanzaremos la salvación por medio del Hijo y del Espíritu Santo.

 

 

El Padre y el Hijo envían al Espíritu

 

A lo largo de su vida en la tierra, Jesús habló del Espíritu Santo a sus amigos más cercanos. Les dijo con claridad que el Espíritu es igual al Padre y al Hijo, y más adelante les anunció su venida.

Jesús dijo que iba a enviar el Espíritu Santo a los discípulos y que el Espíritu iba a quedarse con ellos para siempre.

 

Yo rogaré al Padre y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros siempre: el Espíritu de la verdad, al que el mundo no puede recibir porque no le ve ni le conoce; vosotros le conocéis porque permanece a vuestro lado y está en vosotros (Jn 14, 16-17).

Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de la verdad que procede del Padre, Él dará testimonio de mí (Jn 15, 26).

 

En estos textos, Jesús llama al Espíritu Santo «Abogado» y «Paráclito» (que significa consolador). Empieza a habitar dentro de nosotros en el mismo instante de nuestro bautismo.

Antes de eso, Dios había enviado a su Hijo, a quien había pedido que se entregara en sacrificio sobre la Cruz, para salvarnos de nuestros pecados. Después de resucitar de entre los muertos, Jesús ascendió al cielo y se sentó a la derecha del Padre. A continuación, el Padre y el Hijo enviaron al Espíritu Santo.

 

 

Convertirnos en hijos de Dios

 

Podemos quedar libres de la esclavitud del pecado si acogemos a Jesús en nuestros corazones. Somos libres de aceptarle, por lo que también tenemos la libertad de no aceptarle. Hay unas palabras de san Juan que lo explican muy bien:

 

Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron. Pero a cuantos le recibieron les dio la potestad de ser hijos de Dios (Jn 1, 11-12).

 

Cuando creemos en Jesús y le entregamos nuestras vidas, Él nos da un poder. Se trata de un poder amable, porque es el poder de ser niños. Lo recibimos en el mismo instante de nuestro bautismo.

No se trata de «poder» en el sentido terreno de la palabra, porque es un poder que viene de Dios. Es la capacidad de amar a Dios y de amarnos unos a otros. La alcanzamos cuando el Espíritu Santo nos convierte en hijos de Dios.

¿Qué es ser hijos de Dios? Quiere decir que empezamos a parecernos a Dios, que es amor. Nos asemejamos a Dios —empezamos a parecernos a este ser de amor infinito— cuando Él nos da la gracia. Jesús nos pide que creamos en Él. San Pablo lo expresa del siguiente modo:

 

Justificados, por tanto, por la fe, estamos en paz con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo, por quien también tenemos la gracia en la que permanecemos, y nos gloriamos apoyados en la esperanza de la gloria de Dios […] Una esperanza que no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado (Rm 5, 1-2. 5).

 

Dios no revela sus misterios para aumentar el propio misterio. Lo que quiere es compartir su amor con nosotros. Por eso, aunque estudiar a Dios es bueno, para conocerle de verdad hace falta mucho más que una lectura. Para conocer a Dios y amarle, es necesario hablar con Él. De todas formas, ordenar un poco las ideas puede ayudarnos a evitar los errores que han apartado a otros del conocimiento de Dios y de la posibilidad de llegar a ser hijos suyos.