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ASOCIACIÓN DE FILOSOFÍA Y CIENCIA CONTEMPORÁNEA

 

 

OBRAS COMPLETAS DE ANTONIO MILLÁN-PUELLES

 

 

 

 

 

 

Comité editorial:

Alejandro Llano, Juan Arana, Lourdes Flamarique

 

 

Adjunto al Comité:

Javier García Clavel

 

 

Consejo Editorial:

Rafael Alvira, José María Barrio, José Juan Escandell, Juan José García Norro, José Antonio Ibáñez-Martín, Tomás Melendo, José Antonio Millán, Julián Morales, Ángel d’Ors (†), Juan Miguel Palacios, Ramón Rodríguez, Rogelio Rovira

 

 

 

 

Volumen X

Portadilla

Índice

 

 

 

 

 

 

 

Comité editorial

Portadilla

Índice

Antonio Millán-Puelles Obras Completas, Volumen X

 

El valor de la libertad (1995)

 

Introducción

Primera parte. Las dimensiones de la libertad

I. Un análisis necesario

II. Acepciones metafóricas y clasificaciones deficientes

1. Las acepciones metafóricas

2. Clasificaciones deficientes

III. Sinopsis de las dimensiones cardinales de la libertad humana

1. La división primordial

2. El catálogo de las libertades innatas

3. La clasificación de las libertades adquiridas

Segunda parte. La libertad innata y la dignidad esencial del ser humano

IV. La libertad trascendental del entendimiento humano

1. La infinitud objetual de la potencia humana de entender

2. El valor de la reflexividad como apertura del entendimiento humano a sí mismo

V. Las libertades de la voluntad humana

1. La libertad trascendental de la facultad volitiva

2. La libertad de arbitrio

Tercera parte. La libertad adquirida y la dignidad humana conquistada

VI. La libertad moral

1. El dominio sobre las pasiones

2. La elevación al bien común

VII. La libertad política

1. La libertad del ciudadano

2. La específica libertad del gobernante

Índice onomástico

 

El interés por la verdad (1997)

 

Introducción

Primera parte. El interés cognoscitivo

I. Los conceptos fundamentales

1. El fenómeno mental del interés

2. La verdad propia del conocimiento

II. El doble supuesto preconsciente

1. El carácter innato de la tendencia humana a conocer la verdad

2. La inteligibilidad de lo real

III. La perspectiva fenomenológica

1. Hechos y explicaciones

2. Examen de las objeciones principales

IV. Los aspectos morales

1. La función dispositiva

2. La función regulativa

Segunda parte. El interés comunicativo

V. El concepto de la comunicación humana de la verdad

1. El ámbito humano de la verdad comunicable

2. Los modos humanos de la comunicación de la verdad

VI. Los supuestos fundamentales del interés comunicativo

1. El plural del yo

2. La innata tendencia humana a comunicar la verdad

3. La transmisibilidad de la verdad

VII. El fenómeno del interés por comunicar la verdad

1. Las manifestaciones positivas

2. Discusión de las objeciones

VIII. Las dimensiones éticas de la comunicación de la verdad

1. La veracidad y el problema de la mentira

2. Las funciones de la justicia y la prudencia en la comunicación de la verdad

Índice onomástico

 

Créditos

ANTONIO MILLÁN-PUELLES
OBRAS COMPLETAS

X

 

 

El valor de la libertad

(1995)

 

El interés por la verdad

(1997)

 

 

Edición a cargo de José María Barrio

El valor de la libertad
(1995)

INTRODUCCIÓN

 

 

 

 

 

 

 

Con gran frecuencia la libertad ha sido objeto de exaltadas apreciaciones —positivas o negativas— esencialmente retóricas: proclamadas o declamadas con solemnidad tanto mayor cuanto menor es su apoyo argumentativo (a veces por completo inexistente). No es de extrañar, por tanto, que se haya escrito: «Si hay (…) un nombre que con error o con acierto ha sido ensalzado, cantado, aclamado, en las más diversas circunstancias y, ocasionalmente, hasta en las más contradictorias, ese nombre es, a buen seguro, el de la libertad; palabra mágica que electriza, agita, transporta, entusiasma hasta el delirio, incluso cuando no se la entiende, como a menudo ocurre»[1].

Tal vez estas afirmaciones resulten algo retóricas, y sin duda lo son en la apariencia; pero en el fondo se ajustan bien a la verdad: no adulteran los hechos, sino que los describen con esencial exactitud. A lo sumo, cabe hacerles el reproche de no haber prestado atención a las estimaciones negativas, casi siempre tan desquiciadas como las positivas. En cualquier caso es menester reconocer que tanto las alabanzas como también las descalificaciones que de la libertad se han hecho y siguen haciéndose son, en muy buena parte, más sentimentales que lógicas: más movidas por la pasión que iluminadas por la reflexión.

Ello se hace patente, muy en primer lugar, cuando la libertad de que se habla es la civil o pública, i. e., la libertad política en su más ancho sentido (donde entra también la tan traída y llevada libertad económica). En este ámbito la libertad ha llegado a ser —y, por todos los síntomas, parece que sigue siendo— no sólo objeto de una retórica ingenua, sino ocasión y pretexto para una deliberada demagogia puesta al servicio de las más contrarias banderías.

Con todo, no sería leve el error de quien creyera que las apreciaciones hiperbólicas del valor de la libertad afectan únicamente a su aspecto público o político. También el libre arbitrio ha sido objeto de valoraciones desquiciadas, con signo positivo o negativo, comenzando por las que atañen a su propia existencia. Quienes no admiten que en el hombre exista el libre arbitrio se extralimitan en su negación, porque lo que rechazan no es una libertad absoluta o ilimitada, lógicamente imposible en un ser que no es absoluto, sino la limitada y relativa libertad que es compatible con la finitud del ser humano y de la que éste tiene una íntima conciencia o experiencia (sin la cual carecerían de sentido todas las formas de la libertad política, todas las leyes concernientes al uso de este tipo de libertad y todo el lenguaje de la ética).

Mas tampoco la afirmación del libre arbitrio ha sido llevada a cabo sin excesos en todas las ocasiones. Entre quienes admiten que en el hombre es real esta libertad, los hay que llegan a considerarla el más alto valor humano. La desmesura de semejante apreciación se echa de ver cuando se cae en la cuenta de que, al pensar de este modo, se está poniendo el valor de la bondad moral en un nivel inferior al del libre arbitrio del hombre. Para que nada ensombrezca el reconocimiento del valor positivo de esta forma de libertad, ¿hay que atribuirle más valor que el que es propio de la conducta éticamente recta, de la cual es condición imprescindible, pero no suficiente? Y, por otro lado, si la libertad de elección fuese, como sostienen algunos, un valor negativo o contravalor —nada menos que una «condenación» la llaman Ortega y Sartre—, ¿cómo cabe entender que prefiramos su posesión a su carencia? Cierto que el libre arbitrio pone en nosotros la carga, difícil de soportar en ocasiones, de nuestra propia responsabilidad; pero sería insincero, o hablaría en pura hipérbole, quien dijese que con tal de sentirse libre de ese peso no tendría el menor inconveniente en quedar convertido en un autómata.

 

* * *

 

La apertura, en principio, del entendimiento humano a todo ser y de la voluntad humana a todo bien son otros tipos o modos de libertad —sin los que el libre albedrío resultaría imposible—, y respecto de ellos hay también valoraciones incorrectas, no tanto por desmesura, cuanto por obra de algunas ambigüedades no siempre bien advertidas. Y otro tanto puede decirse de la «libertad moral» en el sentido de la posesión de las virtudes que confieren al hombre, por un lado, el dominio de sus pasiones y, por otro lado, la elevación al bien común. En torno a esta libertad los equívocos surgen cuando no se mantienen juntas sus dos fundamentales dimensiones. Y la idea de la «verdadera libertad» resulta oscura si no va definida por el concepto de la libertad moral en el sentido indicado.

Todo ello hace necesaria, como esencial y primordial cautela, una rigurosa distinción de las heterogéneas acepciones del término «libertad». De ahí que el punto de partida de este libro haya de consistir en el discernimiento de los varios sentidos en que se habla de la libertad no sólo en el lenguaje filosófico, sino también fuera de él. Precisamente una de las razones, la de alcance más amplio, de las ambigüedades a que antes me he referido es la inexistencia, o el desconocimiento, de un suficiente análisis de la pluralidad de los sentidos de la voz «libertad». Cuando este cabal análisis semántico no se efectúa, o cuando por alguna eventualidad viene a quedar desatendido, puede ocurrir que explícita o implícitamente se digan cosas tan ciertas y hasta evidentes de suyo en una determinada acepción de la libertad, como falsas e incluso absurdas en otra acepción distinta.

Mas la importancia del análisis semántico en cuestión no se comprende bien si no se advierte que es algo más que un asunto meramente semántico. Los diversos sentidos de la libertad se encuentran en un caso irreductible al de las diferentes acepciones de todo término equívoco. No son tan sólo distintos significados de una y la misma palabra, sino diferentes dimensiones de una compleja realidad fundamentalmente unitaria, integrada por varios aspectos peculiares del hombre en tanto que hombre. La realidad cabal de la libertad es en el ser humano el conjunto de esas diferentes dimensiones, a cada una de las cuales, sin embargo, cabe también llamarla libertad. (La pluralidad de los sentidos de este término no es, en suma, otra cosa que una consecuencia y un reflejo de la pluralidad de las dimensiones efectivas que la libertad del hombre tiene).

Así, pues, la Primera Parte de este libro estará destinada a establecer un repertorio de los diversos sentidos en que la libertad del ser humano puede ser entendida, y, en virtud de las consideraciones que acabo de exponer, tendrá por título «Las dimensiones de la libertad». No se tratará todavía del valor que a la libertad se le deba reconocer en cada una de sus acepciones, pero se dejará abierto el camino para la posibilidad de que a las diversas flexiones o dimensiones de nuestra propia libertad les pertenezcan respectivamente unos valores que también sean diversos entre sí.

La Segunda Parte, bajo el título «La libertad innata y la dignidad esencial del ser humano» consiste en la axiología de las libertades con las que el hombre cuenta por el solo hecho de ser hombre. Ya en el repertorio formulado en la Primera Parte se establece, ante todo, la distinción entre las libertades innatas y las libertades adquiridas; y después se llevan a cabo las subdivisiones correspondientes, de las cuales no voy ahora a ocuparme porque su examen requiere un detenimiento que no es propio de este lugar. En cambio, no está de sobra advertir en este momento que ya el hablar del valor de unas libertades innatas deja ver claramente que aquí el valor no se toma como referido tan sólo a «algo por realizar», sino de un modo incomparablemente más amplio, según el cual puede también hablarse del valor de algo ya realizado y que sigue siendo efectivo.

Por último, y bajo el título «La libertad adquirida y la dignidad humana conquistada» se estudiarán en la Tercera Parte, desde el punto de vista del valor, las libertades que únicamente por adquisición pueden ser poseídas. En la clasificación de estas libertades no entro ahora por no ser éste el lugar adecuado para fundamentarla y explicarla. Es, en cambio, oportuno hacer constar que las libertades adquiridas (activa o pasivamente) presuponen en todos los casos las libertades innatas, por cuanto éstas son naturales condiciones de la posibilidad de aquéllas. Lo cual justifica el orden en que aquí aparecen los esquemas de la Segunda y la Tercera Parte del presente trabajo.

 

 


[1] «S’il est (…) un nom à tort ou à raison béni, chanté, acclamé dans les circonstances les plus diverses et parfois même les plus contradictoires, c’est assurément celui de liberté; mot magique qui électrise, soulève, transporte, enthousiasme jusqu’au délire, alors même que souvent on ne le comprend pas», J. Baucher, en el artículo «Liberté» del Dictionnaire de Théologie Catholique, Vacant, t. 5, Létouzey et Ané, Paris, 1913, p. 661.

PRIMERA PARTE
LAS DIMENSIONES DE LA LIBERTAD

I. Un análisis necesario

 

 

 

 

 

 

La necesidad de disponer de un inventario, rigurosamente establecido, de las «acepciones» de la libertad que simultáneamente son «dimensiones» de ésta, ha quedado justificada ya en la Introducción por la imposibilidad de excluir de otro modo las hipérboles retóricas y las abusivas reducciones y equivocidades a que da ocasión la inexistencia, o el desconocimiento, de un suficiente análisis de los varios usos de la voz «libertad» en la terminología filosófica y en el lenguaje común.

Para ilustrar de un modo gráfico y muy concreto la conveniencia de ese análisis pueden servirnos de estímulo unas confusas y discutibles palabras de Alexis de Tocqueville: «La libertad es verdaderamente algo santo. Sólo otra cosa, la virtud, es más merecedora de ese título. ¿Pero qué es la virtud sino la libre elección de lo que es bueno?»[2].

Ante estas afirmaciones lo primero que un elemental sentido crítico incita a preguntar es dónde se encuentra la razón que autoriza a decir que la libertad es algo santo. Para no darnos por satisfechos con una proclamación, meramente declamatoria, de la santidad de la libertad, hemos de conocer el porqué de la afirmación de la libertad como algo realmente santo, y es el caso que Tocqueville no nos ayuda a encontrar el fundamento de semejante apreciación. Pero todavía importa más otra pregunta, sin responder a la cual no podemos en modo alguno decidir si Tocqueville tiene, o no tiene, razón al atribuirle a la libertad la santidad; y esa otra pregunta es justamente: ¿de qué libertad se trata? Por supuesto, no habría cuestión si en verdad se tratase de la absoluta libertad divina, ya que incluso un ateo no negaría que esta absoluta libertad es santa, sino que diría que no la hay. (Tal negación concierne a la existencia de la absoluta libertad divina, no a ningún calificativo de su esencia). Sólo cabe, por consiguiente, que la libertad a la que Tocqueville se refiere en este caso sea la propia del hombre. Mas entonces surge otra cuestión: ¿es, en verdad, algo santo la libertad humana justamente en tanto que humana y, por lo mismo, en todas las maneras de ejercerla?

Que Tocqueville se refiere al libre arbitrio o libertad de opción es cosa que desde luego parece que ha de admitirse a la vista de su consideración de la virtud como libre elección del bien. De esta libre elección sostiene que su santidad es superior a la de la pura y simple libertad, lo cual, evidentemente, equivale a decir que, aunque en grado inferior, la libre elección del mal es —en tanto que libre— también santa. Ello, indudablemente, no sólo es inadmisible —por cuanto la santidad es un valor positivo de carácter moral, inconciliable con la libre opción de lo moralmente malo—, sino que también lo rechazaría Tocqueville, a pesar de que en buena lógica se infiere de lo que él mismo asegura. Y la necesidad de esta inferencia queda probada de un modo incontrovertible, además de lo ya expuesto, también por el hecho mismo de que, en la consideración de la virtud como libre elección del bien, lo subrayado por Tocqueville no es la fórmula «ce qui est bien», sino el término «libre».

El único modo lícito de poder atribuir la santidad a la libertad (humana) es entender por ésta la especial libertad que las virtudes morales confieren a todo hombre que efectivamente las posee (y ello sobre la base, por supuesto, de tomar, a su vez, la «santidad» en un sentido muy amplio, no en la acepción sobrenatural de esta palabra). A esa especial libertad es a lo que en repetidas ocasiones he llamado la libertad moral en la acepción del peculiar dominio de sí mismo que el hombre adquiere con la posesión de las virtudes morales. Es, pues, una libertad que presupone la capacidad humana de elegir libremente, pero que no se confunde en modo alguno con ella.

El recurso al contexto de las equívocas frases de Tocqueville con las cuales nos estamos ocupando no permite una efectiva aclaración del sentido en que han sido dichas; antes por el contrario, hacen todavía más ambigua la significación del texto arriba transcrito. «Para ser libre —observa Tocqueville en un lugar anterior, muy próximo a ese pasaje y a propósito de la relación que el comercio mantiene con la libertad— es necesario concebir una empresa difícil, perseverar en ella y tener la práctica de actuar por sí mismo; para vivir libre hay que acostumbrarse a una existencia llena de agitación, de movimiento, de peligro; vigilar incesantemente y echar a cada instante una inquieta mirada en torno a sí: tal es el precio de la libertad. Todas estas cosas son igualmente necesarias para triunfar en el comercio…»[3].

Aun dejando perfectamente claro que todas esas cosas necesarias, según Tocqueville, tanto para el comercio como para ser libre y vivir libremente son requisitos de la libertad —el «precio» de ella— y no unos elementos o ingredientes de su propia constitución, tampoco puede por menos de resultar indudable que ninguno de esos requisitos, ni el conjunto de ellos, son condiciones de la libertad de opción o libre arbitrio. Porque es ésta una libertad que no puede ser atribuida al hombre sin afirmarla como innata en él en cuanto hombre y, por ende, en todos los hombres, no sólo en los que poseen las cualidades exigidas por Tocqueville. Tales eminentes cualidades, lejos de ser algo innato en todos los individuos de la especie humana, se dan sólo en algunos. Y aun admitiendo que a ningún ser humano le sea imposible en principio el llegar a adquirirlas, ha de advertirse que lo que todo hombre puede conseguir si las adquiere es realmente una cierta parte de la libertad moral (en el sentido según el cual hemos hablado aquí de ella). Y no cabe que consista en otra cosa, dado que presupone ciertas virtudes morales, como en efecto lo es la magnanimidad imprescindible para acometer empresas arduas, o la perseverancia indispensable para mantenerse en su gestión, o la fortaleza necesaria para llevar una vida llena de agitación, movimiento y peligro; etc.

Vemos, por tanto, cómo la ambigüedad y, junto con ella, la retórica del lenguaje de Tocqueville en su atribución de la santidad a la libertad, no pueden ser superadas sin distinguir entre sí la libertad de arbitrio y la libertad moral, y sin diferenciar, a su vez, en la segunda lo que es el todo y lo que solamente es una parte o una cierta faceta. De ahí que, si no se tienen en cuenta ambas distinciones, la concepción de Tocqueville según la cual la virtud (se sobreentiende, la virtud moral) es la libre elección del bien (del bien moral, se sobreentiende igualmente) pueda con error interpretarse como una óptima síntesis expresiva de la relación entre la libertad y el bien.

 

 


[2] «La liberté est, en vérité, une chose sainte. Il n’y en a qu’une autre qui mérite mieux ce nom: c’est la vertu. Encore qu’est-ce que la vertu, sinon le choix libre de ce qui est bien?», Oeuvres complètes, tome V, Voyages en Angleterre, Irlande, Suisse et Algérie, 1958, 4ª édit., p. 91.

[3] «Pour être libre, il faut savoir concevoir une entreprise difficile et y persévérer, avoir l’usage d’agir par soi-même; pour vivre libre, il faut s’habituer à une existence pleine d’agitation, de mouvement, de péril; veiller sans cesse et porter à chaque instant un oeil inquiet autour de soi: la liberté est à ce prix. Toutes ces choses sont également nécessaires pour réussir dans le commerce…», Op. cit., también en la página 91.