Los niños estaban acostados en la misma cama y Samara había decidido que ya era hora de dormir.

—Y Brian y Kiara vivieron felices para siempre…

—¡Qué linda historia! —dijo la pequeña Kiara.

—Y ahora, Kiara y Brian van a dormir hasta mañana —propuso Samara, cerrando el libro de cuentos que descansaba en su regazo, cuya tapa tenía unas extrañas letras. Por un momento, le había parecido que las letras cambiaban de forma, pero eso no podía ser…

DHRILLORGE

EL LIBRO INICIAL

Quindt, Nicolás Alejandro

Dhrillorge “El libro inicial” / Nicolás Alejandro Quindt. - 1a ed. – Buenos Aires : Nicolás Alejandro Quindt, 2016.

Libro digital

127p.

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-33-9778-3

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas de Aventuras. 3. Novelas de Ciencia Ficción. I. Título.

CDD A863

© Nico Quindt2015

Queda hecho el depósito legal establecido por la ley 11.723.

CAPÍTULO PRIMERO

EL CUARTO DON


Los rayos de sol se colaban entre las hojas de los árboles, trasluciendo entre los variados verdes, el brillo de una mañana que estaba a punto de irse. Algunos aromas se perdían en el aire, carnes, frituras, salsas. Era el mediodía y junto al olor de la ciudad se entremezclaban los de las comidas.

Aquella acera estaba reluciente, repasada por la escoba de una señora que la sacudía sin cesar como si fuese la labor más importante del mundo, en definitiva, como todos realizamos la mayoría de nuestros actos. Los pasos de Zoél Lassiter interrumpieron la acción de aquella mujer. Era un joven de veinticinco años, de cabellos cortos y desprolijos, ojos claros y cuerpo atlético. Lo seguía su hermana menor, Priscila; una niña hermosa a quien llevaba de la mano, de cabellos rubios recortados a la altura de los hombros y mirada inteligente. La pequeña de tan solo cinco años se encontró asombrada al ver la perspectiva del lugar por el cual estaban transitando; definitivamente, no era para nada conocido. Todo había cambiado de golpe. Caminaba conducida por su hermano, que no parecía estar muy seguro de hacia dónde se dirigían. Miraba los lugares a su alrededor tratando de entender y lo miraba esporádicamente a él, buscando una respuesta acerca de qué era lo que había sucedido, pero al verlo tan sorprendido como ella, supo que su pregunta no conseguiría una respuesta que le resolviera las dudas.

—Zoél, ¿dónde estamos? —Preguntó la niña.

—No lo sé —contestó su hermano, y continuó la marcha, aguardando que algo lo despertase. Algo tan extraño como lo que acababa de ocurrir, no podía ser otra cosa que un sueño.


Día 1

10 a.m.

Las paredes blancas atizadas de la habitación más austera de la iglesia se entremezclaban con los cabellos canos de la abadesa. La vieja monja se aproximaba a los sesenta años con una mirada dulce y profunda. Estaba sentada junto al escritorio de madera finamente tallada, que había sido su confesionario durante tantos años que necesitaría sacar cuentas para establecerlos, no era necesario, pasaría sus últimos años allí sin importar cuántos hubo por detrás. Transcribía un antiguo libro, mientras las palomas cruzaban por sobre su cabeza, atravesando los ventanales cuneiformes de aquella antiquísima estructura de roca. El chirrido de la puerta de metal a la que había ordenado una decena de veces que aceitaran la interrumpió en ese momento, la hermana Cinthia entró en la habitación con la misma timidez que se consigue luego de la vergüenza por no haber golpeado antes. Cinthia era una apagada joven de rostro inexpresivo y tez blanca como la nieve, enmarcada por unos largos cabellos negros. No sonreía con demasiada frecuencia y creía haber perdido el sentido del humor, había olvidado por completo cuándo fue la última vez que se riera a carcajadas de algo.

—Madre, los albañiles han encontrado algo; es precisa su presencia —aseguró Cinthia con voz temblorosa, presintiendo que tal vez podría haber interrumpido algo más importante para la abadesa.

—Enseguida estaré con vosotros —dijo la mujer sin levantar la mirada para no desviarla de su trabajo. No podía creer que fuesen tan inútiles de no poder solucionar un solo problema sin ella.

Cinthia agachó la cabeza saludando y se retiró.


Minutos más tarde, la abadesa caminaba de mala gana por uno de los pasillos de la iglesia. Decidida a levantarle el peso a la hermana Cinthia por la estupidez por la que seguramente había sido interrumpida.

La antigua orden parecía conservarse intacta en aquella monja; marchaba entre santos esculpidos en mármol a ambos lados de las mamparas. Su solemnidad era, quizá, la causa que la apartaba de la intriga que debía de estar atravesando.

Al aproximarse al lugar señalado, divisó un empapelado roto en la pared relativamente nueva en comparación con el resto de aquella antigüedad edilicia, arremangado hacia los costados que descubría una habitación en la que las antiquísimas estanterías bañadas por el polvo guardaban varios libros viejos, perfectamente acomodados.

La abadesa hizo su ingreso en aquella habitación. Y casi como abrumada por lo que había visto, respiró profundamente.

—Debemos llamar al padre Bressac. Él entenderá mejor que nadie la aparición de estos ejemplares en esta humilde morada del Señor —dijo de inmediato, confiando en su intuición.


Día 1

10.44 a.m.

El padre Tiano Bressac se acariciaba la barba prolijamente recortada, mientras contemplaba la habitación sin poder ocultar el asombro y la admiración que sentía. Su condición de científico le otorgaba un aire convincente y la mezcla de dicha condición con su cargo eclesiástico hacían de él un hombre demasiado complicado. Tomó un antiguo libro entre sus manos y sopló sobre él despojándolo de la capa de polvo que lo cubría, dejando leer su nombre: Necronomicón. De forma instantánea se le vino a la mente el rostro sobrehumano del árabe loco que fuese responsable de la versión de ese libro que desafiaba a la naturaleza.

En cuanto tuvo dudas acerca de lo que se trataba, no se atrevió a abrirlo.

—Este es un libro muy peligroso; no debería estar al alcance de cualquiera —sostuvo, movido más por la superstición que por la ciencia o la fe.

Dejó el libro donde lo había hallado y luego tomó otro, uno que tenía la tapa completamente en blanco y la contratapa en igual condición. Abrió sus páginas y todas, absolutamente todas estaban en blanco, pero un blanco que no habría podido persistir al paso de los años; debían de estar amarillas…, pero no. Por el contrario, poseían un fulgor sobrenatural. De pronto cruzó por su mente una idea descabellada. Algo le advertía acerca del mismo daguerrotipo que había oído que una colega suya estaba investigando. Todo le indicaba que Alexandra se encontraba muy cerca de la verdad. «Pero ¿qué tiene que ver ella en todo esto? ¿Por qué he hecho esa singular asociación?» —Se preguntaba a sí mismo.

—Por favor, madre, haga venir a la hermana Estefanía —pidió Tiano con amabilidad forzada.

—Sí, señor. —Respondió la abadesa y se alejó.


La monja Estefanía había quedado ciega antes de conocer la vida. Era una anciana de mediana estatura y contextura física robusta. Ingresó en la habitación acompañada por otra monja y se dirigió directamente al libro que segundos antes el padre Bressac había tomado. Era absolutamente blanco, tanto por dentro como por fuera.

—Es sorprendente; puedo verlo, veo sus formas, su diámetro —dijo la invidente con una mezcla de asombro y estupor que se dilataba en los pliegues de su avejentado rostro. Estefanía giró la cabeza para dar veracidad a su propia conciencia de lo que estaba ocurriendo, pero toda la habitación estaba a oscuras; lo único que podía divisar era ese extraño libro que brillaba como una luz radiante.

La vida de un ciego no pretendía grandes sorpresas y la vida de un ciego vuelto a los hábitos, muchísimo menos. Por eso, la monja experimentaba un asombro tácito. Al final, todos esos años dedicados al servicio del Señor, dispuestos a una austeridad cabal y a una entrega absoluta del alma, se verían recompensados.

Abrió el libro y una mueca de conmoción la paralizó.

—Tiene escrituras… —dijo sollozando—; escrituras que, aunque no conozco, porque nunca he visto, sé exactamente lo que dicen.

De pronto, Estefanía comenzó a llorar, pero no de tristeza; había una inmensa alegría en todo su temple, casi era imposible describirla.

—Son poesías —dijo—, poesías de una hermosura y una pureza innombrables; parecen redactadas por el mismo Dios. Mi alma las comprende, pero no creo que existan palabras para poder transmitirlas.

Tiano interrumpió a la monja, quitándole el ejemplar de entre sus manos.

—Todos estos libros se creían perdidos. Se dice que fueron los árabes quienes incendiaron la biblioteca en la cual estaban alojados originalmente, pero cuando los árabes conquistaron la ciudad en el siglo VII, ya estaba destruida. También se cree que fue Julio César o hasta el propio Alejandro Magno, aunque yo tengo mis dudas de que haya sido él. Puede que alguien los haya tomado de entre las llamas, como puede que la quema de la biblioteca haya sido provocada de manera premeditada precisamente para robarlos. No lo sé… Hay tantos misterios alrededor de dicha biblioteca que es imposible determinar lo que realmente pasó. —Discurrió el padre Bressac.

Como llevados en contra de su voluntad, los ojos de Tiano divisaron un libro que parecía tener luz propia, y allí el nombre de Alexandra Paris volvió a aparecer en su cabeza, pero esta vez con una insistencia mayor. Cuando lo tuvo ante él, reconoció que las escrituras ilegibles, muy similares a jeroglíficos, que había en su cubierta, cambiaban constantemente, como si el libro tuviese vida propia, como si se escribiera a sí mismo.

—¡¡Dhrillorge!!… Dios santo… ¡¡Es increíble!! —Exclamó consternado. Se persignó como poseído por alguna entidad, y algunas de las monjas lo imitaron sin saber por qué—. Madre, ¿quién más ha visto esto, además de usted y estas dos monjas? —Preguntó Tiano con gran preocupación al dirigirse hacia la abadesa. Sabía que de todas maneras ella no entendería una sola palabra, por lo que se abstuvo de perder el tiempo en explicarle.

—Dos o tres albañiles. —Respondió ella.

—Esta iglesia ha de tener un sótano con cerraduras.

—Sí, señor —dijo la madre superiora, sin terminar de entender lo que pretendía Tiano.

—Madre, lleve todos los libros sin obviar ninguno hasta ese sótano y jamás permita que nadie los vea hasta mi regreso.

El padre Bressac tomó el libro brillante de extraños símbolos que cambiaban constantemente, al que él había llamado Dhrillorge, y lo guardó en una vieja cartera de cuero que portaba colgando de su hombro.

—Ahora montaremos una escena. Deben seguirme en mis palabras. Es para evitar inconvenientes. —Aclaró.

Salió de la biblioteca y se acercó a los albañiles con cierto descuido, luego dio un medio giro sobre sus pasos, retornó caminó con torpeza y volvió a girar simulando haber recordado algo. Los hombres estaban sentados conversando y se pusieron de pie adivinando que el padre venía a hablarles.

—Señores, los libros hallados no son más que diarios poco importantes guardados por algún obispo al que le encantaba juntar vejestorios. Ayuden a las hermanas a llevarlos a donde les indiquen, que luego serán incinerados para que no ocupen espacio, y puedan continuar con su trabajo. Se les agradece, porque gracias a ustedes se descubrió una habitación secreta que ahora puede ser usada para algún huésped que realmente la necesite y no ocupada por papeles inservibles.

—Como usted diga, señor —contestó el encargado de la obra.

Las explicaciones eran totalmente innecesarias, dado que había escasas posibilidades de que alguno de estos hombres sospechara algo, pero el hecho de tener a Dhrillorge en sus manos no le permitía darse el lujo de suponer.

Tiano besó a las tres hermanas y abandonó el convento. Estaba totalmente inseguro. Caminaba por las calles perseguido por un presentimiento aterrador. Entró en su departamento mirando hacia todos lados antes de introducir la llave en la cerradura. Su hija Kiara leía un libro de historietas japonesas sentada sobre el sillón de terciopelo púrpura. Aquella muchacha conservaba la dulzura de una niña en su rostro. Los rostros angelicales son llamados así justamente por eso; una curvatura en la frente que nunca se desarrolló como suele suceder en las personas adultas, le daba una belleza sin igual; por eso, a pesar de tener ya veintiún años, la joven rubia de ojos claros y figura perfecta parecía de quince.

Tiano la miró asustado. Nada le preocupaba más en el mundo que su amada hija. Eran muy apegados, y si algo le ocurriera seguramente se suicidaría detrás de ella, sin importarle tener que arder por siempre en el infierno que relataba aquel libro en el que tanto creía.

—Hija, junta tus cosas. Ya he sacado pasajes. Debemos irnos. Aquí no estamos seguros —dijo tan entrecortado e indeciso que fue difícil entenderlo.

—¿Qué sucede, papá? —Preguntó ella, dejando de lado su lectura y poniéndose de pie.

—Tengo en mi poder, algo que nadie debería tener. Debo encontrarme con Brian. Es el único que puede ayudarme.

—¿Brian?… Papá… No quiero verlo.

—¡Kiara!… Tu vida es más importante para mí que tus caprichos. Así que toma tus cosas y ya.

Día 1

1.10 p.m.

Alexandra Paris corrigió de posición sus pequeños anteojos redondos para que no la incomodaran, se acomodó el sinsonte entre las tetas y continuó caminando, con paso decidido, por el pasillo que conducía al laboratorio principal. Llevaba una carpeta de papel madera color roble claro entre sus brazos. La pulcritud de aquel lugar era notable, así como el diseño futurista de la ingeniería que se desarrollaba en él. Estaba orgullosa de ser partícipe de uno de los más costosos proyectos científicos del siglo. La carpeta que cargaba consigo contenía los ensayos precedentes al que estaba a punto de realizar. En ellos, el acelerador de partículas y las pruebas con los neutrinos no habían dado los resultados que ella esperaba.

La puerta de acero se abrió luego de que la lente leyera en la retina de su ojo derecho y de que ella pronunciase su nombre completo. El laboratorio sujetaba varios receptáculos gigantes de unos nueve metros de altura, y en el centro de este se hallaba un nuevo colisionador apenas instalado. A simple vista, semejaba una caja de vidrio blindado de dos metros cúbicos aproximadamente, y repleto en su interior de blancos móviles de doble rendija; es decir que simulaban la apariencia de los neutrinos, o al menos en teoría eso esperaba Alexandra. Aquel lugar carecía de ventilación ordinaria y era totalmente estéril. La refrigeración estaba únicamente dirigida a las pruebas de aceleración. Y los detectores instalados habían dejado al Atlas como un artefacto prehistórico. Los escritorios de acrílico transparente permitían divisar cada uno de los elementos que se hallaban en los cajones, aunque la mayoría de ellos permanecieran vacíos. En los esquineles se ubicaban los precintos de los rayos catódicos, que se habían utilizado primeramente y que ahora se encontraban en la antesala que estaba frente al laboratorio personal de investigaciones de Alexandra. Estos habían sido suplantados por los dipolos eléctricos, y más tarde, cuando ella llegó, se dispuso una tecnología específica para sus proyectos, ya que hasta ese momento no se contaba con los elementos necesarios para lograr lo que la flamante catedrática se proponía realizar.

El ratón de la computadora principal se manejaba por sensores de movimiento sobre el aire, de modo que Alexandra colocó su mano sobre el haz de luz y llevó la flecha hacia un icono que decía: “Black hole”. Cliqueó figurativamente sobre él y el programa le pidió una palabra clave para acceder. Alexandra ingresó la clave rápidamente y en el monitor apareció XXXXXXXXXX —diez letras equis—. Aguardó unos segundos. Se sonrió a sí misma con esa intensidad que se siente cuando se ha alcanzado un objetivo único en la vida y con el orgullo de que no existiese quizás otro ser que pudiera encontrarse en su misma situación. Al fin, dio Enter…

En ese momento, la habitación comenzó a ponerse oscura intermitentemente, se escuchó un estruendo ensordecedor que se concentró como si tuviese una barrera que no le permitiera escapar y se abrió, dentro de la caja de cristal, un hoyo que giraba hacia su centro. La caja se comprimió sin hacer un solo crujido; solo se desintegró inexplicablemente y fue absorbida por el hoyo, que luego, en microsegundos, terminó absorbiendo la habitación completa, quedando todo en la más profunda oscuridad. Alexandra observó brevemente cómo aquel extraño objeto engullía todo a su alrededor, sorprendida por lo que sus atónitos ojos divisaban desde el interior de la cámara de ingravidez donde había alcanzado a protegerse.

De pronto, la nada, no estaba dormida, siquiera inconsciente. Era algo más profundo. Estaba sumergida en un extraño coma.

Once años atrás…

Samara era una mujer delgada, de cabellos negros y ojos del mismo color, piel extremadamente blanca, de mirada simple y abnegada, y poseedora de una gran belleza. Era una noche cálida y ella se encontraba sentada a los pies de la cama de su hija Mélody acariciándola por sobre las sábanas. La niña de diez años, de cabellos negros y piel casi tan blanca como su madre, cerró brevemente sus ojos marrones, invitando al sueño a apoderarse de su consciencia y a llevarla a aquellos mundos mágicos y cálidos que tanto anhelaba. Samara acercó su cara hacia la de Mélody para darle un beso en la frente.

—Buenas noches, mi vida. —Pronunció la madre con ternura.

—Buenas noches, mamá. —Respondió la niña.

Al retirarse del cuarto de Mélody, cuando se dirigía a la habitación de su hijo Brian, tropezó en el pasillo con un juguete y lo recogió. Brian era un niño de siete años, de cabello crespo negro, ojos color marrón claro, tez blanca y cuerpo delgado.

Samara entró en la habitación del niño, que aguardaba, como todas las noches, a que su madre le contara un cuento y le diera un beso.

—Quiero un cuento antes de dormir —dijo el pequeño.

—Brian, es muy tarde —aclaró ella.

—Vamos, mamá, sino tengo pesadillas cuando duermo.

—Ok, ok. —Complació Samara. Se dirigió hacia una estantería de madera blanca, en donde había varios libros y tomó uno.

Luego de leer aquel cuento que ya sabía de memoria por las incontables noches que esta escena se repetía, entró en su habitación y se acostó en la cama junto a su marido. Dorian era un hombre de treinta y siete años, de cabellos rubios, ojos claros y cuerpo robusto. Era una persona de pocas y contundentes palabras, de personalidad retraída, que parecía estar siempre en un planeta lejano.

—¿Se durmieron los niños? —Preguntó él.

—Sí —respondió su esposa, con una intranquilidad que intentó disimular.

—Voy al baño —dijo Dorian, al tiempo que se levantaba de la cama.

Luego de varios minutos, Samara ya no pudo contenerse y, a pesar del miedo que la invadía, se puso de pie y se dirigió hacia la habitación de Mélody. Abrió la puerta y encendió la luz, pero la niña no estaba en su cama como ella esperaba o como ella temía. Rápidamente, se dirigió hacia el baño. Quiso entrar, pero un temor la paralizó. Un miedo conocido y negado, una realidad a la que no pertenecía o no quería pertenecer.