Portada: Philip Trent y el caso Trent. E. C. Bentley y H. Warner Allen
Portadilla: Philip Trent y el caso Trent. E. C. Bentley y H. Warner Allen

 

Edición en formato digital: mayo de 2018

 

Título original: Trent’s Own Case

En cubierta: Image courtesy of the Advertising Archives

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© E. C. Bentley, 1936

© De la traducción, Guillermo López Gallego

© Ediciones Siruela, S. A., 2018

 

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Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-17454-29-6

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Capítulo I. Rumbo al sur

Capítulo II. Una hojita de papel

Capítulo III. La muerte de un filántropo

Capítulo IV. No era duro de oído

Capítulo V. Trent se queda atónito

Capítulo VI. Ha habido un arresto

Capítulo VII. En bandeja y guarnecido de perejil

Capítulo VIII. La blanca flor de una vida sin tacha

Capítulo IX. La diadema de Megabizo

Capítulo X. Cuestión de temperamentos

Capítulo XI. Un callejón sin salida

Capítulo XII. El conde explica

Capítulo XIII. Felix Poubelle de 1884

Capítulo XIV. Los genios tienen que vivir

Capítulo XV. Eunice confiesa

Capítulo XVI. La palabra susurrada

Capítulo XVII. Un cuerpo excelente

Capítulo XVIII. Información recibida

Capítulo XIX. Resurrección

Capítulo XX. Una partida de golf

Capítulo XXI. La Tía Judith hace punto

 

ἔνθ᾽ αὖτ᾽ ἄλλ᾽ ἐνόησ᾽ Ἑλένη Διὸς ἐκγεγαυῖα:

αὐτίκ᾽ ἄρ᾽ εἰς οἶνον βάλε φάρμακον, ἔνθεν ἔπινον,

νηπενθές τ᾽ ἄχολόν τε, κακῶν ἐπίληθον ἁπάντων.

ὃς τὸ καταβρόξειεν, ἐπὴν κρητῆρι μιγείη,

οὔ κεν ἐφημέριός γε βάλοι κατὰ δάκρυ παρειῶν,

οὐδ᾽ εἴ οἱ κατατεθναίη μήτηρ τε πατήρ τε,

οὐδ᾽ εἴ οἱ προπάροιθεν ἀδελφεὸν ἢ φίλον υἱὸν

χαλκῷ δηιόῳεν, ὁ δ᾽ ὀφθαλμοῖσιν ὁρῷτο.

 

Odisea, IV 219-226

Capítulo I

Rumbo al sur

—He de marcharme —dijo Philip Trent—. Tengo un compromiso, como te había dicho, y no puedo llegar tarde. Sigue con la cena, Slick... Toma unas gambas Waldorf; verás qué buen color se te pone. Si mañana paso a recogerte con el coche hacia las diez, ¿estarás más o menos preparado?

—Creo que menos —gruñó Slick Patmore—. Salvo que esta noche mejore el tiempo. Un paseo de dos horas con frío y llovizna no es mi idea de placer matinal.

—Va a cambiar por la noche —le aseguró Trent—. Lo que no sé es cuántas veces. Por eso los climas variables como el nuestro son tan entretenidos; y todo el mundo sabe que en abril están en su mejor momento. Oh, qué privilegio, encontrarse en Inglaterra ahora que ha llegado abril, y que quien amanece en Inglaterra no tiene la menor idea de si van a caer chuzos de punta o va a salir el sol, los pájaros y las flores. Además, lo de mañana no es placer, sino deber, Slick, un deber cuyo imperativo inexorable nos impone la proeza de asistir a la boda de Julian Pickett.

—Y de brindar con lo que, según el bueno de Blinky Fisher, es champán —añadió Patmore, sirviéndose de mala gana otra copa de La Tour-Figeac.

—¿Es que no puede tener imaginación, solo por que sea el canónigo de Glasminster? —preguntó Trent—. Me parece que va a hacerle falta cuando le entregue su sobrina a Julian y haya de fingir que tiene cierta responsabilidad sobre una chica moderna. ¡Ja! Ya lo estoy viendo. «¿Quién entrega a la novia?». Vamos, Blinky; ¿a qué verde altar, oh, misterioso sacerdote, llevas a esa becerra1? Seguro que pierde las gafas e intenta entregar a Julian.

—¿No has dicho que tenías un compromiso? —dejó caer Patmore.

 

 

Al bajar la escalera del club Cactus, Trent se detuvo en el umbral y encendió un cigarrillo mientras reunía fuerzas para despedirse de su tía preferida, que salía en el transbordador ferroviario de Newhaven. Forma parte del patrimonio de nuestra isla, razonó, que, cuando estamos a punto de salir del país, el tiempo sea atroz. Dios aprieta, pero no ahoga, y el británico que está a punto de separarse del suelo natal suele verse aliviado y consolado por la idea de que el clima del lugar al que va no puede ser tan desagradable como el que deja, idea esta tal vez errónea, pero ¿qué idea, se preguntó, no lo es? Al menos aquella velada en concreto era lo bastante espantosa para justificar las predicciones más optimistas acerca de cómo iba a hacer al otro lado del canal de la Mancha, fuera donde fuera. ¡Sí, qué suerte tenía Tía Judith!

Miraba más allá de Piccadilly, y el aire estaba lleno de una llovizna amarillenta que no tenía suficiente personalidad para ser niebla. Detrás de la verja de Green Park, los árboles dejaban ver unas siluetas mortecinas e imprecisas que sugerían la escenografía de un infierno en el que no reinaba el sufrimiento, sino el dolor de una depresión sorda. Se veía por doquier el fango fino y exiguo que las ciudades modernas dignifican con el noble nombre de «barro».

Trent echó un vistazo al reloj de la portería. Le había dicho a Patmore la verdad, y nada más que la verdad, pero no toda la verdad, que, al fin y al cabo, nunca se dice, aunque solo sea porque nadie tiene tiempo. Tenía un compromiso, y no podía llegar tarde, dado que el tren que salía de la estación Victoria a las ocho y veinte no esperaba a nadie; pero ni el hecho de que quisiera presentarse con un cuarto de hora de adelanto ni el motivo de que lo quisiera habrían interesado a su amigo. Aunque Trent, como casi todos nosotros, aborrecía las despedidas prolongadas, sabía que Tía Judith esperaba que se siguieran las convenciones sociales de la manera apropiada; y le parecía que quince minutos constituían el feliz punto medio entre el exceso de celo y la indiferencia. Durante el corto trayecto hasta la estación podía devanarse los sesos —¡fútil esperanza!— en busca de una fórmula de despedida afortunada y original.

Cuando se estaba abotonando el abrigo, oyó fuera que alguien cerraba un coche de un portazo. La puerta batiente de la entrada se entreabrió, y un hombre alto, que reía a carcajadas, se detuvo con un pie en el umbral y habló mirando por encima del hombro:

Gute Nacht, du alte gute Kerl —gritó—, und herzlichen Dank.

Ach Quatsch —ladró en respuesta una voz áspera, mientras el coche se alejaba—. Wiederseh’n!2.

El recién llegado franqueó la puerta y cruzó el zaguán a grandes zancadas. Trent lo conocía bien; lo suficiente para no querer conversar con él. Por regla general, un egoísta sin vergüenza ni escrúpulos no es la mejor compañía, ni siquiera si uno no tiene —y Trent las tenía— razones personales para ver su existencia con malos ojos. Por otra parte, había muchas posibilidades de que Eugene Wetherill no tratase de ser la mejor compañía. Las costumbres de aquel brillante literato incluían la tendencia al ataque gratuito, y Trent ya había tenido más de un encuentro desagradable con él.

Al llegar a las escaleras, Wetherill volvió la cabeza , vio a Trent y lo saludó con la mano.

—Tiene usted un aspecto condenadamente serio —observó con mueca lobuna—. Espero que no haya sido el verme lo que ha desterrado su sonrisa triunfal. Olvide sus problemas, querido amigo. Aún puede salir todo bien. Olvide nuestras pequeñas desavenencias pasadas. Ahogue sus penas en el bar conmigo... Es sorprendente todo lo que puede ahogarse en un simple cóctel de ajenjo.

—Gracias, pero he de marcharme —dijo Trent. Y añadió—: No tiene usted aspecto de tener gran cosa que ahogar. Yo estaré serio, pero usted parece bastante satisfecho.

—Así es. —Wetherill rio mientras se quitaba el sombrero negro de ala ancha y la bufanda blanca para que pudiera verse que debajo del abrigo llevaba traje de etiqueta—. Muy satisfecho. No tengo nada que ahogar, como observa con ese infalible criterio suyo; así que voy a tomar ese cóctel por pura cuestión de principios... Sin propósito práctico alguno. ¡Satisfecho! Ya lo creo que estoy satisfecho. Ayer hice un buen negocio, querido amigo, y todavía no me he repuesto. —Hizo una breve pausa, como si recobrase la compostura; y luego prosiguió—: Cuando eso ocurre, tengo un impulso irracional de perdonar al mundo por ser como es, y a los humanos por ser como son.

—También a Eugene Wetherill, espero —sugirió Trent con simpatía—. No debería juzgarse con tanta dureza, ¿sabe?... Es una tendencia fatal. Combátala. No permita que lo domine. Ahora tengo que esfumarme, pero no olvide mis palabras.

Cruzó la puerta a toda prisa y bajó a la pringosa acera en dirección a Piccadilly.

Pensó que, sin duda, Wetherill estaba muy satisfecho. La expresión de desprecio que solía exhibir probablemente fuera, como el resto de su apariencia externa, un efecto cuidadosamente estudiado; pero aquella velada la expresión había cedido su lugar a un gesto de verdadero placer, y Trent se preguntaba qué podría causarlo. Era bastante probable que lo que agradase a Wetherill tuviera un efecto muy diferente en mentes más normales; y casualmente Trent sabía —como, por desgracia, mucha gente— de un sucio negocio de Wetherill en el que muy pocos habrían querido verse involucrados. Sin embargo, de aquello hacía meses; era evidente que este otro era reciente, y le llamaba la atención que Wetherill hubiese vacilado claramente a la hora de explicar de qué se trataba. Por regla general, no era nada discreto con sus asuntos, ni siquiera con los más indignos; le gustaba presentarse como un dechado de inmoralidad. Resultaba difícil lidiar con un hombre que presumía de haber destruido su amor propio.

Un policía colosal acechaba en la esquina de la calle Charles.

—Vaya nochecita, agente —observó Trent.

—Y que lo diga, señor —murmuró el guindilla en un tono que sugería que la sucia neblina había penetrado su pesado impermeable y calado todo su ser—. Pero parece que a algunos les gusta. ¿Ve a esos corredores que vienen por el otro lado de la calle? ¡Madre mía! Conmigo que no cuenten. Bonita forma de pasar el rato, ¿verdad, señor?, con una noche así.

—Para ellos, espléndida, en realidad —dijo Trent—. Después de unas buenas friegas y con ropa caliente, estarán tan contentos como los reyes de Persia. Es la juventud, agente... Juventud que ligera camina hacia el alba3, o hacia el Politécnico, o a algún lugar delicioso. Deberíamos estar celosos.

Dejando atrás la dispersa procesión de muchachos zarrapastrosos en pantalón corto y camiseta que corrían de dos en dos y de tres en tres por el borde de la acera, Trent encontró la parada de taxis que buscaba.

 

 

Sentado en el taxi, Trent volvió a darle vueltas a la conversación con el viejo James Randolph que había precedido a la cena en el club Cactus. Había sido, caviló, más breve de lo que había pensado; más breve y todavía más desagradable. No cabía esperar que uno se alegrase al descubrir que alguien que no le deseaba nada bueno conocía un secreto suyo, e indudablemente humillante, por cierto. Aun así, la rabia incontrolable de Randolph había excedido con mucho lo que requería la ocasión; al fin y al cabo, si se portaba bien, nada había de perder, ni dinero ni reputación. De eso no cabía la menor duda. Obviamente, la amenaza de Trent de ponerlo en evidencia había resultado muy efectiva. Fuera o no sincero Randolph al asegurar que no había tenido mala intención, ahora indudablemente estaba asustado, y se comportaría en consecuencia. Todo escándalo relacionado con la diadema de Megabizo asestaría un golpe mortal a la hinchada autoestima del viejo. En fin, Tía Judith podía marcharse muy tranquila. Si se hubiera ido albergando la menor preocupación por Eunice, eso solo le habría estropeado el viaje que tanto había anhelado.

Toda su vida Trent había estado íntimamente unido a su tía, esa insólita anciana. Aquel era un gran momento en la vida de la señorita Judith Yates. Iba a salir de Inglaterra por primera vez en casi cuarenta años. Había crecido en el crepúsculo de la época victoriana, y en su juventud había recorrido mucho mundo; pero luego llegó el momento en que un hermano excesivamente confiado había malgastado la mayor parte de la fortuna de la familia en cierta empresa creada por un financiero todavía más optimista. Después de eso, Tía Judith había vivido en el campo con muy poco, sin protestar... Es más, especialmente feliz. Mantenía contacto con un amplio círculo de amigos, muchos de los cuales estaban al cabo de la calle de la actualidad; respecto de los asuntos del mundo, oía todo lo que se hacía público, y buena parte de lo que no, y lo más sórdido de la alta sociedad y la política apenas tenía secretos para ella. Su aspecto remilgado escondía una mente sumamente activa, bien amueblada y experimentada. A veces, para diversión suya, alguna joven moderna imaginaba haberla asombrado; lo cierto es que, en su momento, la señorita Yates había contemplado con calma transgresiones de las convenciones sociales más alarmantes que cualquier cosa que la filosofía de aquella joven pudiera concebir. Solo pedía que hubiese en la infracción algo que mereciera la pena considerar; ponía el límite en la mezquindad y la futilidad. El lazo afectivo más estrecho de su vida, efectivamente, era una amistad, que empezó de forma bastante fortuita, con Eunice Faviell, la actriz más brillante de su generación, cuya historia personal estaba centrada en una relación que no tenía secreto alguno para el mundo en el que vivía.

Unos meses antes, la señorita Yates había recibido una herencia, e inmediatamente había decidido volver a ver algo del mundo europeo mientras tuviera salud. «Me propongo», le dijo a Trent, «viajar con lujo, y seguir viajando hasta que se acabe el dinero». El periplo que tenía en perspectiva era una visita a unos amigos de Roma, y declaró estar tan ilusionada como cuando fue a su primer baile, preparada para paladear cada momento y cada incidente...

Fue casualidad que fuese por la ruta de Dieppe. Había tenido intención de disfrutar de las comodidades del transbordo más corto, pero sucedió que un encargo que le había hecho a su sobrino Philip no pudo llevarse a cabo hasta la noche del día de su salida, así que, recordando haber sido una marinera competente, decidió coger el servicio nocturno.

Fue este cometido el que condujo a Trent a su agria entrevista con James Randolph; y ahora, en el taxi que lo llevaba a la estación Victoria, repasaba los fundamentos de su convicción de que había cumplido correcta y plenamente con su misión. Sabía que Tía Judith tenía ojos muy penetrantes, y, si mostraba el menor signo de incertidumbre, no tardaría en darse cuenta.

Al llegar a la estación, con un poco más de margen de lo que había planeado, se dirigió al andén del tren-barco, haciendo una parada por el camino para comprar algo en la floristería del recinto. Para su sorpresa, no vio a Tía Judith. Por supuesto, tenía un asiento reservado; pero Trent, conociendo bien sus costumbres, y sabiendo además que era la primera vez que viajaba en primera clase, había dado por supuesto que, cuanto más tiempo dedicase a los prolegómenos, más disfrutaría.

No obstante, al renunciar a la búsqueda de un coche de primera inexistente en la cabecera del tren, encontró a su tía supervisando el traslado del equipaje de mano en una sección de la parte trasera. Debía de haber cruzado la barrera muy poco después que él. Mientras él se acercaba, ella departía con el mozo del vagón de primera, y dicho optimista profesional estaba expresando una opinión favorable sobre las perspectivas para el cruce del canal de la Mancha. Trent presentó su homenaje de claveles exuberantes.

—¡Oh! Muy amable por tu parte, Philip. ¡Mis flores favoritas! Y justo lo que hacía falta para poner el toque final en esta etapa de la aventura. Cielo, no te haces idea de lo que representa para mí. Es todo tan diferente de como era... O sea, todo lo relacionado con los viajes al extranjero.

Desde luego, Tía Judith parecía estar gozando al máximo del entusiasmo que había saboreado de forma anticipada. Sus ojos brillaban, y había un rubor insólito en las mejillas.

Trent se refirió inmediatamente a lo que ocupaba el primer plano de su mente.

—Te alegrará saber que lo de Eunice está arreglado. He visto a Randolph esta tarde, como habíamos quedado, y me he cerciorado de que no vuelva a molestarla. Ya sabes, Tía Ju, que me di cuenta de que no te quedabas muy convencida cuando te comenté que podría conseguir que el viejo jurase dejar de importunarla. Bueno, pues eso mismo he hecho; puedes estar tranquila. No pude explicarte cómo iba a hacerlo, y tampoco puedo contártelo ahora. Verás, le dije que le guardaría el secreto, al menos mientras viviera; fue un trato. Pero ya está.

—Qué alivio saberlo, Philip. —La señorita Yates hundió la nariz en los claveles con gratitud—. Tienes toda la razón, no he podido evitar estar un poco preocupada hasta saber que quedaba garantizado.

—De todas formas —prosiguió Trent—, tengo la impresión de que Eunice me va a montar una escenita por esto. Por lo visto, le escribiste diciéndole que me habías contado lo que pasaba, y que me estabas azuzando en contra del viejo. No le hace gracia. Ayer recibí una nota suya, y no era agradable, aunque, conociéndola, no me sorprendió del todo.

La barbilla de la señorita Yates se levantó de forma leve pero perceptible.

—¿Qué quieres decir con eso de «conociéndola», Phil?

—No te pongas a la defensiva, Tía Ju. Claro que no me refería a...

—Querido muchacho, no me pongo a la defensiva, pero...

—Bueno, pues llámalo a la defensiva. No soportas escuchar la menor crítica de Eunice; lo sabe todo el mundo. Yo tampoco, por cierto. Pero no hay nada de malo en decir que no me sorprendió en absoluto que me dijera que sus asuntos personales no son cosa mía, maldita sea, y que mucho agradecería que mantuviera la nariz alejada de los susodichos, y que era completamente capaz de cuidar de sí misma..., y otras cuantas lindezas por el estilo.

Sonriendo, la señorita Yates posó una mano pulcramente enguantada sobre su brazo.

—Si te refieres a eso cuando dices «conociéndola», Phil, bueno, claro que sí... A nadie se le escapa cómo las gasta Eunice. Sospecho que ya le has oído cosas en ese tono. Yo también, a veces. Y también tu mujer, aunque son amigas desde hace mucho más tiempo que vosotros. No me cabe duda de que ninguno nos lo tomamos a la tremenda. Todos sabemos...

—Cómo es. ¿No ibas a decir eso, Tía Ju? Así que henos aquí de nuevo en el punto de partida de nuestro malentendido, y nos hallamos plenamente de acuerdo..., como ministros de Asuntos Exteriores en un comunicado oficial.

—Sí; pero, en nuestro caso, es verdad, cielo. Te confieso, Phil, que me pareció muy posible que te escribiese algo así, y esperaba que no se lo tuvieras en cuenta. Siempre ha insistido en manejar su propia vida como le parezca, y en echarla a perder como le dé la gana... Y sabe Dios que así ha sido.

Trent asintió.

—Dios lo sabe, en efecto. Hablando de lo cual —añadió—, me he cruzado con Wetherill justo antes de venir. Lamento decir que tenía muy buen aspecto. Siempre que me encuentro a ese fulano, me dan ganas de asesinarlo.

—Ojalá lo hicieras, por lo que a mí respecta —dijo la señorita Yates con gran sentimiento—, aunque no hay forma de hacerlo que no sea demasiado buena para él.

—Sí; y otra pega es que a ese juego pueden jugar dos. Podría darme consejos. Wetherill no es el típico malo facilón que siempre permite que el protagonista le dé su merecido sin mover un dedo. Seguro que es capaz de salir airoso de cualquier escaramuza; no tiene miedo a nadie y le encantan las broncas. ¿Sabes qué? Está probado que mató a un hombre en un duelo en La Spezia después de recibir dos heridas.

—Seguro que hizo trampa —dijo la señorita Yates—. Nunca me ha entusiasmado La Spezia, y a partir de ahora me gusta todavía menos. Wetherill debería haber vivido en Italia en el siglo XV, con los Sforza y las demás bestias del Renacimiento.

—Tienes razón —convino Trent—. Pero siempre ha dejado inacabadas las cosas que debería haber hecho.

—Hace tiempo que no tiene relación con él... Me lo dijo ella misma. Pero ha ocurrido antes, y nunca dura. Ojalá Eunice hubiera podido encapricharse así de cualquier otro —dijo con ansiedad la señorita Yates—. ¡Sabe Dios que tenía dónde elegir! Y muchos eran tipos decentes, no me cabe duda, como aquel médico joven amigo tuyo, no me acuerdo de cómo se llama...

—Bryan Fairman.

—Sí. No llegué a conocerlo, pero siempre pensé que sería bonito que se casara con un amigo tuyo y de Mabel, y, por cómo hablabais los dos de él, sabía que era lo que le convenía. Lo que lo hace todavía más molesto es que a su manera siempre le ha tenido cariño.

—No sé —dijo Trent— cuántas veces ha rehusado casarse con él... No me extrañaría que ambos hayan perdido la cuenta. Pero estoy seguro de que siempre lo ha hecho de la manera más afectuosa. ¡Pobre Tía Ju! Cuando decidiste prohijar a una chica como Eunice Faviell, no sabías dónde te metías.

La señorita Yates sonrió, traviesa.

—¡Cuando «decidí»! Fue Eunice la que resolvió adoptarme..., y lo sabes. Me imagino que ni ella sabe por qué.

La señorita Yates desvió la conversación a sus planes de viaje y a los cambios acaecidos en Roma desde la década de 1890. Las previsiones del propio Trent para el futuro inmediato también fueron objeto de examen. Al día siguiente temprano iba a ir a Glasminster para asistir a la boda de Julian Pickett. A lo mejor Tía Judith se acordaba de Julian. Claro que Tía Judith lo recordaba. Era el muchacho que cojeaba desde que un tigre le mordió no sé dónde en el Himalaya.

—En el gluteus maximus —musitó Trent.

—Sabía que era por ahí —dijo Tía Judith—. Sí; y el día que lo llevaste a verme enrolló una partitura y la usó para imitar a una pantera, con lo que a Elizabeth se le cayó la bandeja del té en la alacena, y hubo que darle sales de amoniaco.

A las 8:15, la señorita Yates estaba instalada en su asiento, y continuaba la conversación a través de la ventanilla abierta. A las 8:19 y tres cuartos, un hombre que llevaba un morral cruzó la barrera a toda prisa. Corrió hasta el vagón de primera y entró de un salto cuando el tren empezaba a moverse. Estaba de pie en la puerta, y el mozo acarreaba su bolsa, cuando se volvió por casualidad y miró a Trent a la cara.

Trent, que al mirar sin prestar atención tan solo había visto en él a un desconocido con un abrigo amplio, un traje de tweed marrón y un sombrero blando calado hasta los ojos, profirió una exclamación.

—¡Bryan! ¡Cielos, un poco más y pierdes el tren!

—¡Phil! ¡Qué sorpresa! —Con un gesto brusco, el hombre se asomó desde el vagón que se alejaba—. ¿Qué diablos...?

El resto del grito quedó ahogado por el ruido sordo del tren que aceleraba. Por la sorpresa, Trent apenas se acordó de responder al saludo de su tía desde la ventanilla.

¿Qué podía significar el estado de agitación de Bryan Fairman? ¿Por qué su amigo, por lo general estrictamente circunspecto, parecía y actuaba como un hombre desmoralizado y desesperado?

 

 

 

 

 

 

1 Fragmento de la «Oda a una urna griega», de John Keats. (Todas las notas son del traductor).

2 «—Buenas noches, querido Kerl, y muchas gracias.

Bah, es una tontería. ¡Hasta pronto!».

3 Paráfrasis del poema «The Day of the Daughter of Hades», de George Meredith.

Capítulo II

Una hojita de papel

La señorita Yates, por su parte, no se había percatado de la breve escena precedente, y ahora estaba entregada en cuerpo y alma, y con gran satisfacción, a observar lo que ocurría. Tomó nota del cambio en el ambiente del vagón cuando el tren dejó atrás la estación y fue ganando velocidad. Algunos pasajeros, que habían estado enfrascados en despedidas prolongadas y dolorosas, recobraron la compostura. Parecían más vivaces y menos inhibidos. Estaban en puertas de una especie de vida nueva, en la cual, durante un tiempo, se verían libres de las convenciones sociales y la curiosidad del prójimo. Consciente o inconscientemente, esperaban poder ser ellos mismos. Además, iban rumbo al sur, dejando atrás la neblina y la llovizna. Prevalecía la sensación de alivio a la que se refieren los médicos cuando utilizan la delicada expresión «cambio de aires».

Sonriendo, la señorita Yates se puso cómoda e inspeccionó el vagón con la mirada. Había un toquecito de lujo que le pareció tremendamente relajante. El menú no tenía un aspecto demasiado apetecible, pero para ella cenar a bordo del tren tenía algo de aventura. Y el camarero era tan agradable y cortés, sobre todo después de pedir media botella de borgoña...

Cuando sirvieron la cena, empezó a observar con tranquilidad a sus compañeros de viaje, y se hizo una composición imaginaria de sus vidas. Porque la señorita Yates sentía una ardiente curiosidad por todos los desconocidos con los que entraba en contacto, y se entretenía atribuyéndoles historias personales. A veces disfrutaba del placer adicional de cotejar lo que suponía con los hechos que se revelaban más tarde.

Apenas dudó a la hora de tomarle la medida al hombre alto, envarado y distinguido, vestido de manera atildada y con un cuidadísimo bigote gris, que era quien tenía sentado más cerca, leyendo una revista. Casi militar, pero no del todo, decidió; más intelectual. Algo diplomático, sin duda alguna; tal vez un embajador recién nombrado o un ministro. Su conjetura no le habría hecho gracia a su objeto, que se envanecía de su porte completamente marcial. En realidad, era un eminentísimo catedrático de Historia de camino a Túnez, donde esperaba poder comprobar nuevos datos relativos a la batalla de Tapso que destrozarían la reputación de otro historiógrafo eminente al que se la tenía jurada desde hacía años.

La señorita Yates no estuvo mucho mejor encaminada con el joven bien vestido y de magnífica presencia en quien se fijó a continuación. Pensó que la nariz ligeramente torcida aumentaba no poco su atractivo; había observado a menudo que en los hombres los rasgos demasiado regulares con frecuencia iban de la mano de una presunción indeseable. Tal vez se pudiera considerar que tenía el pecho y los hombros demasiado desarrollados, pero eso solía ocurrirles a los remeros, que normalmente eran chicos estupendos; y la señorita Yates decidió que aquel joven era un universitario de Cambridge que iba a visitar a sus padres en el extranjero. Sin duda la ropa que llevaba era como tenía que ser. Durante la cena, dio muestras de tener muy buen apetito, y no bebió más que unos sorbos de agua mineral, mientras estudiaba feliz una carta que la señorita Yates supuso le habría enviado una chica. Se preguntó qué le habría hecho el joven a su oreja izquierda.

El estado de dicho órgano, ¡ay!, no era propio de un joven como él. La señorita Yates estaba contemplando los inicios de una deformación causada por los golpes de Baker Isaacs, de Hoxton; y el joven era el Cañonero Brand, antiguo campeón de los pesos pesados del Ejército, poseedor del cinturón Abingdon, ganador de una serie de lucrativos combates profesionales y aspirante al título mundial que se celebraría tres meses más tarde. Iba a encontrarse con su entrenador en su retiro del cabo de Antibes, y se hallaba leyendo y releyendo una larga carta de su prometida, que en su opinión no tenía rival en el mundo entero.

La señorita Yates erró menos en su juicio de la pareja vecina. Su rápida ojeada captó una multitud de detalles de expresión y apariencia. A la bellísima muchacha la catalogó, sin vacilar y con toda la razón, como una estúpida vanidosa, egoísta y de mal corazón. Su actitud con los camareros del tren, cuando sirvieron la cena, se le antojó a la señorita Yates el colmo de esa clase de altanería de la alta sociedad inglesa que retratan las películas estadounidenses. El joven, con quien a todas luces acababa de contraer matrimonio, era un necio débil, aunque no exento de encanto. Todo en ellos traslucía una riqueza considerable; y la señorita Yates meditó, no por primera vez, acerca del peligroso grado en que aparece representada entre los ricos la más completa inutilidad.

Tal vez a quien mejor entendía era al tipo de hombre que había estado a punto de perder el tren. Le gustaba su cara, con las líneas bien definidas y el hoyuelo en la barbilla. De unos treinta años, se dijo; un sujeto serio; de mente curtida y trabajador; médico, tal vez; comedido por lo general, pero que ahora daba señales de enfermedad y de agitación casi incontrolable. Su aspecto tenía algo temerario y atormentado. A la poco moderna mente de la señorita Yates se le ocurrió la palabra «byroniano». ¿Tal vez le hubieran roto el corazón? La señorita Judith creía en los corazones rotos, pero había aprendido que pueden romperse de diversas maneras. Sin duda, aquel hombre estaba desesperadamente preocupado por algo. Apenas cenó, y se bebió una botella de champán entera sin que por ello pareciera animarse. Cuando levantaba la copa, le temblaba la mano. La señorita Yates pensó que tal vez estuviera huyendo de la justicia; sin embargo no concebía que fuera un facineroso.

En cuanto hubo acabado el champán, llamó al camarero para que limpiase la mesa a la que se sentaba a solas. Una vez despejada, puso encima su morral y lo abrió. La señorita Yates pudo ver que sobre lo que contenía había unos cuantos fajos de papeles, todos asegurados con gomas; y el hombre procedió a reunirlos en un paquete compacto, envuelto en una hoja de periódico y atado con cordel. Tras volver a meterlo en la bolsa, sacó unos cuantos folios que puso ante sí en la mesa.

Cerrando la bolsa como si estuviera ocultando un secreto culpable, se puso a escribir afanosamente con un lapicero. La señorita Judith podía seguir las idas y venidas de su inspiración desde donde estaba sentada. Llenaba hojas de grandes garabatos y a continuación, dando muestras de desaprobación, parecía volver a empezar de cero.

«¿Será escritor?», se preguntaba la señorita Yates. «Pero sin duda nadie puede componer a semejante velocidad. Y no tiene aspecto de literato. A lo mejor es periodista..., aunque ¿un periodista vacilaría tanto? A lo mejor está preparando un discurso... Sin embargo, por otra parte, parece la clase de hombre que siempre sabe lo que quiere decir, y lo dice sin rodeos».

Mientras la señorita Yates se divertía con estas elucubraciones, el hombre seguía escribiendo. A la postre, rechazando el enésimo borrador, se detuvo y reflexionó; a continuación, garrapateó lo que parecía un documento más breve. Al soltar el lapicero, sus ojos se encontraron con los de la señorita Yates, y pareció como si sus azules ojos, atentos a algo que estaba mucho más lejos, la atravesaran. Al menos, eso esperaba ella, porque lo vio temblar violentamente antes de apartar la mirada, con la sensación de que estaba viendo a hurtadillas algo que no tenía derecho a ver.

Miró distraída alrededor del vagón, y se dio cuenta de que los pasajeros se estaban preparando para llegar a Newhaven. Algunos se guardaban en los bolsillos, con aire medio furtivo, los cigarrillos o el tabaco de las maletas, para esquivar a la Aduana francesa. Otros, todavía más avergonzados, engullían píldoras y pastillas de medicamentos que prometían plantar cara al demonio del mareo.

La señorita Yates siguió su ejemplo y se preparó para pasar al barco. No tenía miedo a marearse, ni tabaco que esconder, pero preparó los billetes y el pasaporte. Su mirada volvió a detenerse en el viajero alterado. Este había doblado la última versión y la había introducido en un sobre largo. Enrolló el resto de lo que había escrito y lo metió debajo del paquete forrado de periódico que la señorita Yates ya había visto.

Cuando el tren se detuvo en el andén, fue el primero en salir del vagón de primera, y la señorita Yates reparó en que, al levantarse de su asiento, una corriente de aire movió una delgada hoja de papel, sin que él se diera cuenta, y la hizo caer al suelo del tren. Se trataba, sin duda alguna, de una página arrancada de una agenda, ya que tenía un encabezamiento con fecha impresa en gruesas letras mayúsculas y, debajo, notas borroneadas con lapicero. La señorita Yates no pudo por menos que verlo al agacharse para recogerla. Para entonces el hombre ya iba encabezando un torrente de pasajeros que salía, y, cuando ella pisó el andén, no lo vio.

«Pero seguro —pensó— que cruza a Dieppe, y he de verlo a bordo del barco».

Efectivamente, allí estaba, recorriendo la cubierta superior con rápidas zancadas por el lado de estribor. La señorita Yates se ocupó, antes de nada, de dejar su propio equipaje bien colocado. A la postre, el tumulto de la estiba y de las amarras al ser soltadas desapareció; el vapor comenzó a navegar hacia Francia lentamente. En aquel momento, la señorita Yates se acercó al hombre que tanta simpatía le había despertado.

—Señor, al salir del tren —dijo sin ninguna clase de prolegómeno nervioso—, se ha dejado esta hojita de papel que se había caído de su asiento. He pensado que podría ser importante y que debía devolvérsela.

El hombre la miró con cierta hosquedad; luego miró la hoja que le alcanzaba. Entornó los ojos al examinarla a la media luz de las lámparas de la cubierta; luego apartó la vista, con la cara retorcida, como si tuviera miedo o sufriera de una ansiedad aguda.

De pronto se giró y miró a la señorita Yates.

—Se ha equivocado, señora —dijo con voz trémula—. Es muy amable por haberse molestado, pero ese papel no es mío. No lo había visto nunca. En todo caso, muchísimas gracias.

Hizo una reverencia brusca y de inmediato volvió a recorrer la cubierta, intranquilo.

Naturalmente, la señorita Yates se quedó perpleja. Era incapaz de concebir por qué aquel hombre rehusaba sus buenas obras. Sin duda alguna, el papel se había caído de su asiento. Es más: lo había visto examinar atentamente ese mismo papel más de una vez mientras escribía, perplejo y con el ceño fruncido. Podría haberla dominado la indignación, pero la señorita Yates era de esas personas que siempre encuentran la manera de disculpar a quienes parecen tan angustiados y alterados como su compañero de viaje. Notó el agradable escalofrío de lo misterioso mientras con cuidado guardaba el escrito repudiado en un bolsillo de su bolso.

La mayoría de los pasajeros se había instalado en salones y camarotes para la travesía, porque hacía una noche húmeda y fría. La señorita Yates, resplandeciente de libertad y aventura, estaba resuelta a no perderse una sola de las sensaciones propias del viaje; prefirió recluirse con una manta al abrigo de uno de los botes. Cuando volvió a verlo, el hombre que tanto había despertado su interés pudo pensar que ese extremo de la cubierta estaba desierto. Saliendo de un camarote de la cubierta superior, reanudó su recorrido; y ella se dio cuenta de que ahora llevaba el paquete informe debajo del brazo. Poco después, se detuvo junto a la barandilla; y se alejó de ella sobresaltado cuando un miembro de la tripulación pasó cerca de camino a sus responsabilidades.

Un minuto después sucedió lo que la señorita Yates, más o menos, había estado esperando. El viajero misterioso se acercó de nuevo a la barandilla y discretamente dejó caer por la borda lo que llevaba, fuera lo que fuera, hecho lo cual, bajó y desapareció; y la señorita Yates no se lo encontró otra vez hasta que desembarcaron en Dieppe. Se fijó en que fue uno de los primeros en salir de la garita de la Aduana, pero ni en el tren ni en ningún otro lugar volvió a poner los ojos en el hombre que de forma tan sorprendente había repudiado la hojita de papel.

 

 

La señorita Yates no pensó en la cuartilla que había intentado devolverle a su dueño hasta media hora después, tras saborear el placer de hojear el primer periódico francés que veía en muchos años. Prescindiendo de las animadas polémicas del Homme Trompé, que había hallado no poco desconcertantes, repasó de nuevo los detalles del rompecabezas que tanto había intensificado la felicidad de su liberación de la vida cotidiana en Farnham. ¡A ver, el papelito! Si su propietario había optado por negar todo derecho sobre él, estaba claro que podía leerlo cualquiera.

La señorita Yates sacó el papel de su bolso e inmediatamente se fijó en que el encabezamiento llevaba la fecha de aquel mismo día. No obstante, lo que leyó a continuación, escrito con letra segura e inteligible, fue una sorpresa todavía más emocionante que todo lo que había ocurrido hasta entonces en el breve caso del pasajero misterioso de Dieppe.

Varias cabezas se volvieron bruscamente y otras tantas miradas se fijaron sobresaltadas en aquella inglesita tranquila que exclamó en voz alta: «¡Madre mía!».

Capítulo III

La muerte de un filántropo

Para la experimentada mirada del inspector jefe Gideon Bligh, la escena se explicaba por sí sola..., hasta cierto punto. El competente funcionario estaba de pie en mitad del dormitorio del difunto James Randolph, en el piso de arriba del número 5 de la plaza Newbury, que en una época más sencilla se conocía como Caballerizas de Newbury. Era un recinto pequeño, al que se llegaba por unos pasajes abovedados desde las calles que había a ambos lados, en los alrededores de Park Lane; de la pulcra fila de establos y cocheras transformadas en viviendas acomodadas, el número 5 era el que se hallaba más cerca de la calle Bullingdon4.

Mientras reflexionaba sobre su posición, el señor Bligh se acarició con una mano de buen tamaño el cráneo prematuramente calvo. Su apariencia siempre había causado respeto. Era alto y desgarbado. Iba bien afeitado, y su rostro, de rasgos enormes y vigorosos, mostraba habitualmente una expresión adusta. Tenía la piel algo bronceada, pero por lo demás incolora.

Un sargento de la Policía estaba de pie en la puerta, siguiendo atentamente el trabajo del hombre de la central. Ya había informado a su superior de lo que había averiguado desde que una llamada telefónica había convocado a la Policía en aquel lugar, poco después de medianoche; había mencionado lo más notable de lo que había revelado el examen del dormitorio, y lo que consideraba una «prueba rara» en la sala que había debajo. Eran ahora las ocho y media de la mañana.

El médico de la Policía había dejado el cuerpo tal como lo había encontrado, tumbado bocabajo delante del aparador. Habían disparado al anciano por la espalda, y este había muerto al instante, y la bala había penetrado por debajo del omóplato izquierdo. En aquel momento —tuviera o no importancia—, se hallaba en situación de particular indefensión; porque, vestido de pies a cabeza con ropa de diario, había estado quitándose el abrigo. La manga izquierda la encontraron a la mitad del brazo correspondiente, y la derecha acababa de resbalar hombro abajo, de manera que momentáneamente tenía los brazos inmovilizados. A todas luces, no había pensado que corría el menor peligro de que lo atacasen.

La habitación, mantenida en un estado de inmaculada pulcritud, estaba amueblada con cierta sobriedad; sin embargo, el inspector Bligh sabía lo suficiente del tema como para darse cuenta de que los escasos muebles eran artículos de valor..., probablemente, dada la reputación de sibarita que había tenido el muerto, de gran valor.

Era evidente que Randolph había estado a punto de vestirse para la cena. Su ropa de etiqueta estaba dispuesta con esmero en dos sillas. Lo que había llevado en los bolsillos estaba amontonado delante del espejo de cualquier manera: una billetera que contenía siete libras; un puñado de monedas; un reloj de bolsillo con una fina cadena de eslabones de oro y platino; un estuche para las gafas; un llavero de cuero; unas cuantas cartas, correspondencia comercial corriente; un lapicero; y, sin congruencia alguna con los demás artículos, un tapón de champán.

El inspector examinó esto último con cierto interés. Sin duda, era extraño que Randolph, si uno se dejaba llevar por las apariencias, lo hubiera llevado encima. ¿Lo habría utilizado para cubrir la punta de un objeto aguzado? El agente de la ley llegó a la conclusión de que no era el caso. El tapón no presentaba marca alguna, y todo parecía indicar que estaba en el mismo estado que cuando salió de la botella; llevaba la marca «Felix Poubelle 1884». El inspector se frotó la barbilla mientras examinaba estos datos; sin embargo, no fue capaz de atribuirles el menor significado.

Cerca de la pila de efectos personales se hallaban las piezas de una maquinilla de afeitar desmontada a la que le faltaba la cuchilla. Los otros utensilios para el afeitado, como no tardó en averiguar el señor Bligh, se encontraban entre los artículos de un estante del cuarto de baño contiguo. No habían sido utilizados recientemente. En el mismo estante estaba el estuche de la maquinilla, y en el interior había dos cuchillas nuevas dentro de unos envoltorios intactos. Por lo tanto, la presencia sobre el aparador de la maquinilla solitaria, desmontada y sin cuchilla era llamativa.

A continuación, el inspector se volvió hacia una cómoda pequeña que había contra la pared, al lado de la puerta que daba al pasillo. Sobre el camino de mesa bordado de lino azul que cubría la parte superior, había una jarra de agua medio vacía y un vaso del que al parecer alguien había bebido agua. Bastaba una ojeada para ver que tanto en la una como en el otro habían quedado las inevitables huellas dactilares (probablemente, las del propio Randolph, concluyó triste el inspector). Aun así, más valía asegurarse. En general —así pensaba el señor Bligh—, los asesinos no eran como los demás delincuentes. Todos los criminales corrientes conocían las huellas dactilares; y ninguno asesinaba de manera deliberada. Los asesinos tendían a ser muy respetables; por lo menos, a no saber nada de los métodos de los delincuentes, ni tampoco de los de la Policía. De todas formas, una vez más, era mejor asegurarse.

Posponiendo esa cuestión hasta una investigación posterior, se giró hacia el hogar. La Policía había averiguado que, cuando hacía frío, Randolph siempre tenía encendido un buen fuego de carbón. El fuego de la víspera se había apagado, y el inspector examinó las cenizas con el atizador pequeño que estaba a mano. Sin embargo, su búsqueda fue infructuosa.

Luego recorrió con la mirada el suelo de la habitación, y se detuvo bajo la ventana, donde había un gurruño de papel de estraza y cordeles enredados que echaba a perder el escrupuloso orden del lugar. Un breve examen reveló que habían abierto varios paquetes, atados con cordel sellado, que su contenido había desaparecido, y que los envoltorios estaban tirados sin orden ni concierto. Del aspecto de dichos restos, el señor Bligh dedujo que se trataba de paquetes finos que habían contenido cartas o alguna clase de documentos, y que cada paquete estaba marcado claramente con un número trazado con un lapicero negro blando. En todos los casos, los sellos estaban intactos y habían cortado el cordel con un instrumento particularmente afilado, como saltaba a la vista por la sección perfectamente limpia de los cabos.

El inspector entornó los ojos al tiempo que sus hábiles dedos alisaban los envoltorios arrugados para devolverles su forma original... Conchas ahora vacías de material tal vez explosivo. ¿Habían disparado a Randolph por lo que había en los paquetes? ¿Era ese el botín que buscaba el asesino? ¿Cartas, papeles? Ni dinero ni objetos de valor, estaba claro —de eso quedaba bastante encima del aparador—. ¿Y qué tipo de cartas o papeles podía justificar quitarle la vida a un hombre? Aparte de tratados secretos y otros elementos típicos de los libros de suspense, que no se tomaba muy en serio, al señor Bligh se le ocurría uno que hubiese valido su precio en culpa y peligro, y ello no pocas veces.

No obstante, ¿en qué cabeza cabía que el anciano James Randolph, el hacendoso arquitecto de obras de caridad, tuviera el menor interés en el chantaje? Aunque Scotland Yard estaba al corriente de algunas pequeñas excentricidades suyas —tanto es lo que sabe de tantos personajes públicos, por poco que estos lo imaginen—, no había nada que sugiriera la más leve ilegalidad. Además, hacía años que el hombre era inmensamente rico, y los orígenes de su riqueza no eran ningún secreto. No había podido estar tentado de cometer uno de los delitos más sórdidos.

Dejando esta dificultad de lado por el momento, el señor Bligh hurgó con diligencia en el papel de estraza y el cordel, y no tardó en descubrir debajo, encima de la alfombra, una cuchilla de afeitar. Frunció los labios en un silbido mudo. No cabía duda de que se trataba del instrumento elegido apresuradamente para abrir los paquetes: una cuchilla sacada de la maquinilla en la que estaba colocada y preparada para ser usada. Al agacharse, el inspector reparó en que era una cuchilla de la marca que correspondía a la maquinilla desmontada del tocador, igual a las dos que había dentro de sendos envoltorios sin abrir en el estuche de la maquinilla.

El señor Bligh pensó que, si quien había cortado los cordeles con aquella cuchilla no había dejado huellas, solo podía ser porque había tomado precauciones para no dejarlas. El inspector usó su propia navaja para recoger la laminita de acero de la alfombra y colocarla al lado de la jarra de agua y del vaso, que ya estaban apartados para ser examinados por los expertos.

Entonces empezó a explorar con la mirada la pared de aquella área de la habitación, y al punto descubrió la diminuta cerradura de una caja fuerte empotrada; una caja rudimentaria, sugería la experiencia del señor Bligh.

En el momento en que esto ocurría, se escucharon unos pasos pesados y veloces en las escaleras, y el rostro rojo y emocionado de un joven agente apareció por encima del hombro del sargento que se hallaba en la puerta. La fórmula que el señor Bligh había empleado cientos de veces en los inicios de su carrera le acudió de nuevo a los labios:

—A ver —dijo, malhumorado—, ¿se puede saber qué pasa?

4 Tanto la plaza Newbury como la calle Bullingdon, al igual que más adelante el callejón Torrington y la calle Wigram (capítulo VIII), parecen ser ficticias.