Imaginar una situación límite es lo más fácil del mundo.

Durante años hemos practicado esta habilidad, a diario por la mañana, sentados a una mesa cubierta por un hule a cuadros, junto a nuestros platos de sopa de leche. Colocábamos acertijos bajo nuestros pies, como si fuéramos esos espías norteamericanos que al parecer están entrenados para lanzar sobre los civiles bombas en forma de preciosos bolígrafos de colores a los que nadie se puede resistir. Por ejemplo: si estuvieras en medio del mar en una barca que se hunde por exceso de peso, ¿a quién tirarías por la borda: a tu hermano o a tu hermana? Los acertijos no tenían soluciones fáciles y cuando alguien empezaba a manipularlos explotaban y herían los sentimientos dolorosamente.

El lugar donde vivían nuestras familias era tranquilo en apariencia, pero estaba minado por el miedo y la ira contenida, y lleno de un nerviosismo indefinido, una tensión más o menos palpable que con facilidad encontraba una vía de escape en escenas de agresividad y humillación. Algunos afirman ahora que su infancia fue apacible, pero si se les pregunta por esos acertijos incluso ellos aportan montones de ejemplos. Éramos demasiado pequeños para saber de qué sucesos habían surgido nuestros tormentos, dieciséis años después del final de una guerra que se perdió. Dieciocho años después de Yalta, donde nuestro destino se había decidido de antemano, antes de que naciéramos. Dieciocho años eran para nosotros una eternidad y la eternidad resulta inconcebible. Stalin ya había muerto, pero Hitler seguía gozando de excelente salud. Nos enviaba a alemanes que salían de los sueños de padres y madres y que, por la mañana, cuando nos sentábamos frente a los platos de sopa de leche, marcaban el tono de nuestra pequeña frustración, alimentada por una frustración más profunda y más extensa, omnipresente como una corriente de agua subterránea, o más bien como regueros de hiel fluyendo bajo la superficie.

—¿Y quién ganó la guerra? —tuve que preguntar, porque al principio ni siquiera conocía ese dato.

—Los alemanes —dijo alguien.

—¿Qué dices? Los alemanes perdieron —replicó otro mejor informado.

Al parecer, los alemanes primero ganaron y luego perdieron, y los rusos al revés: perdieron primero y vencieron después. Nuestro país perdió tanto al principio como al final, cosa que nos veíamos obligados a tragar junto con la asquerosa nata que se formaba en la sopa de leche con fideos, algo pasada de cocción. Nuestro país tiene esa particularidad: nunca gana. Y de algún modo ya entonces lo notábamos a través de la piel. Nunca gana, pero, tal y como nos sugerían con insistencia en el parvulario, lo amábamos más que a nuestra propia vida. Por alguna razón ya entonces sospechábamos que negarnos a ello quedaba descartado. Pero si nuestro país siempre perdía, cabía la posibilidad de que nos preguntáramos con inquietud si no sería peor que otros países. O si nosotros mismos…

Por eso es mejor volver a los acertijos. Por ejemplo: ¿qué harías si unas figuras borrosas, con las cabezas quizá en forma de hervidor de agua, y conocidas con el nombre de alemanes, estuvieran persiguiendo a tu familia y pudieras esconder a todos sus miembros salvo a uno? Las emociones turban la mente, así que es mejor observar la cuestión desde la distancia. Quien observa desde la distancia tiene en cuenta la medida y el peso de los asuntos, además de una consciencia, digamos, divina. No se estremece y no se le llenan los ojos de lágrimas. Su tarea es la más sencilla del mundo: debe decidir quién queda con vida. ¿La madre o el padre? ¿O puede que alguno de los niños? Mala idea, los niños aman con mucha insistencia, no se desalientan, no se los puede apartar. No pienses que te vas a librar de esto. Hagas lo que hagas, tu decisión te acompañará siempre.

Hagamos esta otra pregunta: ¿saltarías a un pozo negro si los alemanes te fueran a perdonar la vida por hacerlo? Una decisión difícil, porque un pozo negro es repugnante y apesta, y los alemanes pueden engañarte. No te creas que van a permitir que salgas chorreando inmundicias. No se quedarán mirando tranquilamente cómo te marchas, dejando un rastro nauseabundo. Quien salta a un pozo negro puede darse por muerto en el acto, incluso aunque le hayan prometido una montaña de oro. Olvídate de inmediato de esas promesas que te han hecho antes de embadurnarte. Pero si lo que está en juego es la vida, ¿no te dicta la razón intentarlo al menos, para no arrepentirte, una vez muerto, de haber desperdiciado tu única oportunidad? Por esa razón lo más probable es que te dejes enredar y que te disparen cuando salgas del pozo. Te desangrarás hasta morir o bien te ahogarás, una agonía que se prolongará durante largas horas, puedes imaginarlo de antemano. Pero si se te ocurre eludir la respuesta, entonces permanecerás durante largos años junto a ese pozo negro, con un fusil apuntándote. Y la cosa no acabará hasta que no digas si prefieres hundirte en la porquería, primero con una vaga esperanza en el corazón y luego desesperado porque te habrán engañado, o si eliges directamente una limpia y segura bala en la cabeza. Llegado el caso, y aunque el reglamento no lo mencione, uno puede optar por lanzar una moneda al aire. ¿Cara o cruz? Que decida la última instancia: el azar. Allí de pie, con los cañones vueltos hacia ti, rebuscas en la cartera, pasas una a una las tarjetas de crédito, pasas los billetes, y al final te despiertas sudando: no tienes monedas, ni una sola.

Pero, a fin de cuentas, la guerra ya había acabado, y no el día anterior ni hacía un año. No importaba quién la hubiera ganado: los que recordaban la vida de antes de la guerra deseaban seguir viviendo igual que entonces. Nadie tenía fuerzas para aguantar nuevos sufrimientos. Algunas personas habían desaparecido y las demás empezaron a apañárselas sin ellas. Por lo visto no hay gente insustituible. Aunque tras la guerra perdida todo se volvió más complicado. Las piezas con las que nuestras familias debían recomponer sus vidas estaban torcidas e incompletas. Todo lo que hubiéramos construido con ellas se habría venido abajo. Quedó prohibido recordar tiempos mejores y si alguien no podía olvidarlos era mejor que se ocultara bajo tierra, que desapareciera de la vista de los omnipresentes retratos de los dignatarios, en lugar de intranquilizarlos y ofenderlos con su presencia. Algunos padres trataron de olvidar y otros desaparecieron de la vista. Mi padre era el único que no necesitaba olvidar nada ni esconderse. No es que él fuera mejor que otros padres, pero sí lo era el mundo del que había venido. Mi padre vivía en este país con derechos especiales, llevaba un pasaporte extranjero en el bolsillo.

Se podría decir que se encontraba aquí por pura casualidad. Parecía haber caído de la Luna y por eso no dejaba de sorprenderse por cualquier cosa. Hasta cuando aguardaba en la parada del tranvía, se esperaba que lo hiciera con infinita paciencia y sumisión, cosa que resultaba inconcebible en él. A los organismos encargados de arreglar esto o aquello siempre les faltaba la tuerca o la junta necesarias, la herramienta adecuada o la firma pertinente. Antes o después, cualquier proyecto sensato resultaba imposible de realizar. Por lo visto, durante los primeros años mi padre observó estupefacto esa omnipresente falta de resolución. «¿Por qué no es posible fabricar una junta? ¿Por qué no se puede implantar una norma?», preguntaba con las cejas enarcadas en una lengua que le era extraña. La gente de aquí conocía la respuesta, pero preferían callar por prudencia. Y, aunque envidiaban sus derechos especiales, lo miraban con lástima: un hombre hecho y derecho, pero no se entera de nada.

Aquí al principio todos contaban con recibir alguna compensación, algo que los consolara por todo lo que habían sufrido durante la guerra. Pero tras la guerra al águila del escudo le quitaron de inmediato la corona de la cabeza, circunstancia que ya nos daba una idea de la manera en que nos iban a tratar. Algunos buscaron amparo en la subordinación: aceptaron cortar por lo sano con lo evidente y sólo levantaban la mano en las reuniones, cuando votaban como si se lo ordenaran, todos a favor y ninguno en contra. Ellos al menos sabían que no estaban solos, porque sus voces se fundían para formar un potente coro. Otros creían sólo en el mercado negro, que funcionaba a escondidas, alimentado por una confianza deficitaria que venía de antes de la guerra y por los dólares americanos, aunque al parecer quien los tuviera se arriesgaba a acabar en el patíbulo; y también por la ropa que enviaban las familias desde el extranjero y por los objetos que algunos habían logrado salvar de la conflagración, a los cuales se podía calificar como «de preguerra», expresión que significaba poco menos que «auténtico», al igual que el adjetivo «extranjero». El mero hecho de desear tener objetos auténticos ya se consideraba inadmisible. No era casual que no se los encontrara en las tiendas: la industria estatal, cuya deficiente y enloquecida producción se presentaba jactanciosamente en los periódicos como la prueba de nuestra victoria sobre la inseguridad y el desaliento, no era capaz de suministrarlos.

Estando en el parvulario conocí la goma de mascar. Llegó hasta mí a escondidas, procedente de un paquete que venía del extranjero y que había superado la frontera de los mundos contra todo pronóstico. Me enteré de la existencia de los chicles cuando un negociante novel —sobrino de un tío mío que había pertenecido a un ejército no reconocido por las autoridades— me regaló uno en un rincón oscuro junto al guardarropa.

—Escóndelo —me dijo—. No está permitido tenerlo. Si lo ve la señorita, te lo quita.

El blanco ligeramente brillante del envoltorio era inmaculado y el azul marino de las letras tenía una saturación y una pureza poco frecuentes. A través de él se filtraba un aroma excepcional que portaba una promesa: hablaba vagamente de que la vida podía ser muy distinta de como nos parecía en el parvulario. No sabía para qué servía el chicle, pero me extrañó que estuviera prohibido tenerlo.

Ese día, antes de la merienda, en aquel mismo rincón oscuro junto al guardarropa me asaltaron dos chicos, más avispados que la señorita y que como ella observaban lo que pasaba de mano en mano, aunque por motivos diferentes.

—¡Dame el chicle! —dijo uno mientras me retorcía la muñeca.


Tras la guerra, nuestro país aún estuvo durante muchos años lleno de violencia encubierta. Los malos recuerdos se habían asentado en él como si fueran sedimentos, y las nociones anteriores sobre lo que se podía o se debía hacer se volvieron de repente un poco ingenuas, pero también un poco tristes. Durante mucho tiempo nuestro país no fue capaz de comprender que había perdido la guerra y había sido hecho prisionero. Oficialmente nos hablaban de una magnífica victoria y, para despejar las dudas, nos enseñaban la fotografía de nuestra bandera ondeante junto a aquella otra sobre la Puerta de Brandemburgo en Berlín. No sabíamos que la habían alzado sólo para hacer la foto y enseguida la habían bajado, mientras que la otra sigue izada en las imágenes que se muestran hoy día en todos los demás países del mundo.

En esa época nadie sabía por los periódicos lo que ocurría en realidad. Ni por los noticiarios cinematográficos que proyectaban en las salas antes de cada sesión. Ni por la radio. Nuestros padres hablaban de ello con nuestros tíos junto a una botella de vodka de medio litro con etiqueta roja, discutían apasionadamente toda la noche y lloraban al amanecer. Un departamento especial del Estado contrataba empleados provistos de tijeras para que recortaran de antemano las insinuaciones encubiertas que aparecían en los textos mecanografiados y las enviaran a otro departamento, en el cual los autores debían presentarse después con piernas temblorosas. Ya que nos habían excluido como si tal cosa de la victoria colectiva y además lo habían hecho a la hora de firmar los tratados de paz, y ya que nadie nos había consultado sobre nuestro futuro cuando fueron cerradas de golpe las fronteras, debía estar claro para nosotros lo que significábamos para el mundo: poco menos que nada. La humillación experimentada entonces se infectaba como una llaga oculta bajo una camisa y una chaqueta mal cortadas. No se llegó a curar y se fue transmitiendo de una persona a otra, de los adultos a los niños, de los niños a los gatos y los perros.

Dejando a un lado esa enfermedad, que destruía los restos de nuestra fe en nosotros mismos, la vida aquí se desarrollaba igual que en cualquier otra parte, igual que en lugares donde vivía gente que llevaba ropas mejores que las nuestras. La experiencia nos decía que la calidad de la tela tenía gran importancia en muchos aspectos. Los ciudadanos bien vestidos de países que gozaban de una situación más halagüeña eran tratados con respeto por sus gobiernos, que así se granjeaban la simpatía de aquéllos. Su tweed y su cachemir podían ser admirados en nuestras salas de cine, antes de cada sesión, en las noticias breves sobre protestas callejeras en países lejanos que, para contrastar, se incluían entre las crónicas de los felices acontecimientos locales. Las contemplábamos asombrados: ¡les permitían incluso protestar! Menospreciados por todos, nos sentíamos como un cero a la izquierda, aunque, gracias al cierre de las fronteras, no nos veíamos forzados a comparar nuestra ropa con aquella otra. Y además nosotros teníamos animales salvajes en el zoo y teníamos teatros de marionetas. En los días ventosos no nos prohibían volar las cometas. A comienzos del otoño todos podían recoger castañas en el parque, tomar el sol en verano y montar en trineo en invierno. ¿Qué más se podía desear? Con eso bastaba.

De vez en cuando, tras la comida, en la sala abarrotada de camitas plegables alguien se despertaba gritando de la siesta obligatoria. Enseguida comprobaban si había mojado las sábanas. Nuestra escuela infantil luchaba contra el pis en las sábanas sin escatimar esfuerzos. Avergonzar resultaba un castigo poco efectivo: la práctica demostró que era demasiado leve. Se precisaba algo más duro, que helara la sangre en las venas. El culpable lloraba y se embadurnaba las mejillas con sus lágrimas mientras esperaba junto a la pared con su abriguito puesto a que lo llevaran al lugar donde aprendería la lección. Ninguno de nosotros sabía dónde enseñaban esa lección. Circulaba la palabra «reformatorio», que no acabábamos de comprender del todo. Estábamos convencidos de que cuando por la tarde llegara a buscarlo su madre, cansada por la jornada de trabajo, tendría que aceptar un hecho consumado. No nos costaba imaginar como la madre agachaba la cabeza y volvía a casa sin decir palabra con el mismo sentimiento de impotencia que nosotros. En nuestro país todos sabíamos cómo era ese sentimiento. Teníamos seis años, pero ya estábamos desalentados e imaginábamos que las influencias de nuestras madres carecían del alcance necesario. Así que a la fuerza tratábamos de confiar en los represores. ¿Qué habría ocurrido si el culpable no hubiera llorado ni hubiera pedido clemencia? ¿Si no se hubiera anulado el castigo? Nunca supimos qué habría sucedido: siempre lloraba, siempre suplicaba.

A veces también había faltas colectivas que imponían una responsabilidad igualmente colectiva. Por ejemplo, escupir en el plato de otro. En realidad, intuíamos que escupir en la sopa era algo estúpido y vulgar. No exigía una tecnología desarrollada, al contrario que los maliciosos acertijos. Las emociones buscaban salida en cosas como los empujones inocentes, poner motes o zancadillear. Los escupitajos en la sopa resultaban más efectivos que los empujones, la vejación que sentía la víctima la dejaba aniquilada. Quien escupía en la sopa de otro sabía que las normas del lugar harían el resto, porque todos estaban obligados a terminar su comida. El que no lo hacía, se quedaba después castigado en la mesa durante toda la tarde, a solas con su daño y vertiendo lágrimas sobre el plato. Por eso a veces la víctima, en un ataque de desesperación, forcejeaba con su atacante y derramaba la sopa fuera del hule a cuadros, sobre el suelo encerado. Aquello siempre acababa mal. La investigación era un puro formalismo. En cada mesa había seis sillas: una víctima, cinco causantes. Antes de la siesta los culpables ya aguardaban de pie junto a la pared, los seis, vestidos con sus abriguitos, listos para ser llevados allí donde aprenderían la lección. Lloraban y no deseaban lección alguna, sólo un acto de compasión. Observábamos la escena aterrorizados, aunque también aliviados por no ser esta vez nosotros los que estábamos junto a la pared con los abrigos puestos, sino que seguíamos sentados a las mesas cubiertas por hules. No nos habríamos derrumbado con tanta facilidad de haber sabido que por encima de aquéllas existían otras normas, que regían al menos hasta cierto punto, y que la impotencia de nuestras madres tenía sus límites. Pero tampoco los adultos estaban seguros de si las normas superiores regían realmente ni de si la impotencia tenía de veras límites.

Debió de ser un mes de julio la vez que me llevaron a una escuela infantil distinta, porque abría durante todo el verano. No me había ido de vacaciones porque se retrasaba el visado de regreso a Polonia para mi padre. Nadie podría dar crédito a sus oídos: ¿qué visado?, ¿qué pasaporte? Me vi en un parvulario desconocido, abierto todo el verano, donde conocí unas normas totalmente diferentes. Allí también luchaban contra el pis en las sábanas, pero lo hacían de otra manera, no con la misma suavidad y bondad que en mi escuela. No se organizaban dramáticas representaciones que finalizaban en escenas de arrepentimiento y perdón. En lugar de ello, quitaban bragas y calzoncillos. Los castigados se enfrentaban solos a su vergüenza. El primer día vi de lejos un grupo de niños gritando: «¡Que lo quemen, que lo quemen!». En el centro, encogido, había alguien que se parecía a todos nosotros.

—¿Por qué hay que quemarlo? —me acerqué a preguntar.

—¡Porque no tiene calzoncillos! —me aclaró alguien con esa lástima que despiertan quienes desconocen cuestiones básicas. Sin la ropa interior las personas estaban perdidas, igual que quienes hubieran optado por meterse en el pozo negro.

—¿A la gente se la quema? ¿Cómo?

—Pues cómo va a ser, en hornos.

Me avergoncé por no saber nada sobre el tema, pero no sólo por eso. Recordaba perfectamente que yo misma me había orinado alguna vez mientras dormía. Por eso me sentí incapaz de gritar con los demás aquello de «¡que lo quemen!».

En casa tenía una enciclopedia italiana para niños editada por Palazzi. Conocía todas las imágenes de memoria: el árbol, el automóvil, el avión… Pero ninguna de ellas tenía relación con el asunto que tanto me preocupaba.

—¿Se puede quemar a la gente? —pregunté en cuanto se me presentó la ocasión.

—No se puede —contestó tajante mi madre.

¿Cómo era posible? No me podía ayudar, desconocía un tema que ni siquiera para los niños de mi parvulario constituía un misterio. ¿En qué mundo vivía ella? Evidentemente, no en el mismo que los demás. Estaba claro que también se había caído de la Luna, como mi padre.


—¡Vaya, vaya! —murmuró el zapatero cuando mi madre me envió con unos zapatos para arreglar—. ¿Dónde ha conseguido tu padre unos zapatos como éstos?

—Los compró en Milán, porque él es de allí —me apresuré a explicar.

—¡Ja, ja! —se rio el zapatero—. ¡Que los compró! ¡En Milán!

Porque si era de allí —supongamos por un momento, guiñando un ojo, que de veras fuera así—, ¿por qué habría de quedarse en este país? ¿Para qué necesitaría venir a nuestras lluvias y lloviznas, a nuestras oscuras mañanas, a nuestros prematuros anocheceres invernales? ¿A los productos de la industria estatal? ¿A los macarrones recocidos y a las manzanas ácidas?

Es cierto que, dos veces al año, aparecían naranjas en las tiendas. Nuestro Estado debía pagar por ellas en países extranjeros con dinero de verdad al que llamaba moneda fuerte y cuyo empleo escatimaba con la pretensión de alimentarnos a todos con sopa de leche, que salía más barato. Las costosas naranjas aparecían —sólo unas pocas, las suficientes para que quedara su aroma— bajo la presión de los anhelos navideños, que hasta cierto punto el Estado tenía en cuenta, ya que esas fiestas eran para nosotros más importantes que todos los demás meses del año. El Estado nos entregaba con dolor las naranjas a cambio de nuestros desvalorizados billetes con el águila sin corona y encima se veía obligado a dar las vueltas en monedas de aluminio contantes y sonantes. La gente hacía largas colas con la esperanza de que no se acabaran antes de llegar al mostrador. Los limones aparecían algo más a menudo, pero eran igual de inalcanzables. En un abrir y cerrar de ojos, antes incluso de que empezaran a sacarlos del camión de reparto, se formaba una cola en la que de inmediato se montaba una escandalera y no cesaba mientras sobre el mostrador quedaran limones, aunque fuera sólo uno.

Nos explicaban que en los países de los que procedían esas frutas la gente sólo las observaba a través de los escaparates, porque allí todo resultaba tan inimaginablemente caro que casi nadie las podía comprar y comérselas. Pero cada uno de nosotros sospechaba que aquello era un cuento chino. Las fronteras nos separaban de los limones y las naranjas. Si hubieran abierto las fronteras, aunque hubiera sido por unos instantes, todos habrían huido de aquí. No sólo los zapateros. Los primeros que hubieran salido corriendo, encabezando el gentío, habrían sido los funcionarios de los servicios secretos. Nadie deseaba vivir en nuestro país, nadie en absoluto… aparte de mi padre. Por eso no abrían las fronteras.