De esta edición:

© Círculo de Tiza (Derecho y Revés, S.L.), 2015, Madrid

www.circulodetiza.es

C) del texto: Javier Aznar

C) de la fotografía Jerónimo Álvarez

Primera edición: abril 2017

Diseño gráfico: Rodrigo Sánchez

 

ISBN 978-84-946299-3-8

 

Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su almacenamiento, tratamiento o transmisión de ninguna manera y por ningún medio, ya sea electrónico, físico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia sin autorización previa por escrito de la editorial.

 

 

 

El veraneo del alma

Hemingway dijo de Scott Fitzgerald que saltó directamente de la juventud festiva a la vejez amargada sin pasar por la “madurez viril”. No veo en Javier Aznar riesgo de convertirse en un viejo prematuro, no mientras queden alicientes existenciales tales como la apertura de un restaurante con barman y “cocottes” acodadas en la barra, un club para caballeros en el que entrar con la gabardina húmeda o el fichaje de un nuevo crack para el Real Madrid. Pero este libro que ha escrito, y que no en vano versa sobre lo efímero –todo es efímero menos los pelmazos, todo es efímero menos el catastro-, por momentos me ha evocado la nostalgia de quien se despide de una edad.

La madurez viril según la ley de Hemingway es imposible vivirla en la calle con pretensiones de Soho de Jorge Juan siendo uno un “It-Man”. Faltan paquidermos y munición. Pero Javier tal vez haya escrito lo último suyo en lo que todavía no se aprecia el peso de la siguiente edad, cuando el hombre se vuelve consciente de su finitud, cuando habla más del último médico que visitó que de la última chica que conoció, cuando las cosas o se hacen o no se harán ya, cuando hay hijos. Javier, resulta obvio al leer estas estampas suyas vitales, ligeras, sofisticadas, urbanas y bien vestidas, todavía vive en estado de veraneo. De pandilla. De novia nueva. De domingo perezoso en la cama. De disponibilidad para viajar y subirse a un avión que pasa. De fin de semana en Nueva York. En estado de calle, de Champions y de bar. Si habla de cromos de fútbol resulta que son suyos, y no de un hijo. Si habla de las cosas que le gustan, pocas son antiguas. Habla de chicas para las cuales yo ya no tendría paciencia, qué cosa fastidiosa es dedicar tanto tiempo y tanto ingenio a un enamoramiento o a liberar un enfurruñamiento. Y tiene amigos con los que juega a la Play Station mientras se dan consejos de amor, como en una comedia romántica americana en la que los amigos sirven precisamente para eso: para jugar a la Play Station mientras escuchan el desahogo sentimental del muchacho que ligó en la cola del Starbucks y no sabe ahora qué hacer para retener un sentimiento… efímero.

Por debajo de los tumultos, los amigos, los cócteles, los futbolistas, los viajes y las marcas de ropa, en los textos de Javier aparece también un solitario gambardelliano que puede encontrar fascinación, como Holden, en el arcoíris de gasolina de un charco. Tengo una noción de la elegancia muy relacionada con la soledad del “flâneur”, del caminante observador, que a veces viene de una fiesta, lleno de estragos, o va a ella. Para ser un gran “flâneur”, a Javier sólo le falta una dosis mínima de dolor, de melancolía, de esa madurez viril que surge cuando al veraneo de la vida de repente le asoma un septiembre. Lo pasa tan bien, tiene amigos tan divertidos y entuertos sentimentales tan fugaces, que aún necesita cierta maceración en el fracaso para alcanzar la aureola del “spleen”. Qué menos que un par de erecciones fallidas o aceptar ya, de una puñetera vez, que jamás triunfará en Primera. Es un hombre todavía no hastiado, aún apetente, que gusta a las chicas y a los camareros y tiene, para narrar lo mundano, una gracia como la de Capote en “Côte-Basque” pero desprovista de la maldad de Capote. A mí me ha llenado la tarde de un olor extraño pero familiar que me ha costado un rato identificar como el de la radiante juventud cuando se tiene un billete de cien euros en el bolsillo y una chica o un amigo con quien gastarlo. Ah, sí, no recuerdo los cromos, pero sí ese verano del alma y de la determinación en el que también estuve durante un tiempo efímero.

 

David Gistau

 

 

 

Una nota al lector

Una mañana de otoño de 2015, en el Museo de Arte Contemporáneo de Bolzano, una limpiadora se encontró en una de las salas con los restos de lo que parecía haber sido una gran fiesta: botellas vacías de champán, cajetillas de tabaco en el suelo, vasos de plástico, confeti y serpentinas. Sin dudarlo demasiado, agarró una bolsa de basura XXL y empezó a meter los restos para llevarlos luego a un contenedor.

Lo que no sabía en ese momento era que estaba desmantelando la instalación de las artistas Sara Goldschmied y Eleonora Chiari, cuya obra, una sala con los restos de una gran fiesta, pretendía ser «una metáfora de la década de los ochenta, el fin de la fiesta del consumismo y la especulación financiera».

Tengo en mi casa el recorte de esta noticia. Muchas veces veo la vida parecida a esta anécdota. Una sucesión de momentos de inadvertida y efímera felicidad que, de la noche a la mañana, desaparecen ante nosotros. A veces por nuestra culpa, por un malentendido, o por el simple paso del tiempo.

Aquella obra se llamaba Dove andiamo a ballare questa sera?. En castellano: «¿Dónde vamos a bailar esta noche?».

Así que bailemos la última antes de que vengan a limpiar.

 

Jac

Nueva York, septiembre de 2016

 

 

 

No echaba de menos nada, salvo lo que ya comprendía que se iba llevando el tiempo.

 

Fernando Savater

 

 

Mi último refugio: los placeres sencillos, como encontrar cebollas silvestres al borde del camino, o como un amor feliz.

 

Tracy Letts

 

 

Él bebía Campari; Christiane solía tomar un Martini blanco. Bruno miraba los reflejos del sol sobre las paredes (blancas en el interior, ligeramente rosadas en el exterior). Le gustaba ver a Christiane andar desnuda por el apartamento mientras iba a por hielo o las aceitunas. Lo que sentía era extraño, muy extraño: respiraba con más facilidad, a veces se quedaba minutos enteros sin pensar, ya no tenía tanto miedo. Una tarde, ocho días después de su llegada, le dijo a Christiane: “Creo que soy feliz”.

 

Michel Houellebecq

 

 

No se recuerdan los días, se recuerdan los instantes.

 

Cesare Pavese

 

 

 

Vértigo

Nada más llegar a Nueva York, alguien deslizó una hoja doblada por debajo de la puerta de mi apartamento. Me hizo especial ilusión recibir un mensaje así, a través de un método tan en desuso. Confieso que abrí la hoja con cierta emoción, esperando que fuera el anónimo de un psicópata con letras recortadas de revistas y un amenazante “Sé lo que hicisteis el último verano”. O una cita retándome a un duelo con pistolas al amanecer por alguna deuda de honor. Pero mis ilusiones se hicieron añicos tan pronto como comprobé que se trataba de una nota de la comunidad de vecinos invitándome a una fiesta.

¿El motivo? Celebrar el Cuatro de Julio y ver los fuegos artificiales. La fiesta tendría lugar en la azotea del edificio. Piso 47.

El ascensor subió tan rápido que mis oídos se taponaron, pero fingí normalidad delante de unos vecinos muy elegantes y actué como si me pasara el día subiendo y bajando rascacielos —cuando no en aviones privados— y mis oídos ya estuvieran habituados a los cambios de altitud y a las velocidades supersónicas. Siempre he pensado que, cuando uno va a una fiesta en la que no conoce a nadie, lo mejor que puede hacer es entrar mostrando esa seguridad del que se pasea en bata por el salón de su propia casa. Ya sea una fiesta en la embajada británica, en una barbacoa o en una orgía tipo Eyes Wide Shut. Pero que no se note que es tu primera vez. Nada de mirarlo todo embobado como un adolescente ante su primer desnudo. Como solía decir una amiga sobre las primeras impresiones: antes parecer puta que paleta.

Desde aquella enorme azotea se podía ver todo el downtown neoyorquino: el distrito financiero, la Estatua de la Libertad, los depósitos de agua de los tejados, la Ellis Island a la que llegara un jovencito Corleone, la misteriosa Governor’s Island, la bahía del Hudson, la Freedom Tower, Brooklyn y Nueva Jersey. A esa altura, el ruido de los aires acondicionados de los gigantescos edificios era, en medio de la noche, un zumbido constante como el de un enorme enjambre de abejas. El rugido de la bestia. En la terraza, la brisa que llegaba del Hudson levantaba a traición el vestido veraniego de alguna invitada incauta.

Pese a ser noche cerrada, algunos vecinos iban con gafas de sol con los colores de la bandera de Estados Unidos y te invitaban a beber champán frío al mismo tiempo que te servían un generoso plato de ensalada de pollo; todo esto sin ni siquiera darte tiempo a presentarte. Retumbaba la música por los altavoces y todos parecían conocerse entre sí. Yo, mientras tanto, vaciaba copas como si contuvieran el antídoto para la enfermedad mortal de mi timidez y me puse a hablar sobre restaurantes veganos en Brooklyn con unos desconocidos.

Cuando los fuegos artificiales comenzaron a explotar sobre el East River, los teléfonos móviles empezaron a disparar sus flashes como un pelotón de fusilamiento. Por momentos, uno no sabía bien cuál de los dos espectáculos contemplar. La explosión de los fuegos se reflejaba en la cristalera del resto de rascacielos. Me acordé de mi madre y de cómo nos asomábamos al mirador de casa en Santander para ver cómo los fuegos parecían encender la bahía.

A aquella altura, los fuegos artificiales subían como burbujas de champán y explotaban ante nuestros ojos en virutas de colores, tan cerca que ni siquiera hacía falta aupar sobre los hombros a los niños para que los pudieran ver. No había que mirar hacia arriba torciendo el cuello, bastaba con posar la mirada al frente. Era como estar a hombros de un gigante.

A mi lado, una señora elegante —una de esas WASP con la cara estirada de Park Avenue que parecen sacadas de alguna página de La hoguera de las vanidades— contemplaba embelesada el espectáculo mientras su hija —una universitaria de mirada lánguida— jugueteaba con su teléfono en vez de observar los fuegos.

—No pareces muy entusiasmada —le espetó su madre con indisimulado tono de reproche.

La chica levantó la mirada de su teléfono y se quedó pensativa un momento, masticando en silencio aquellas palabras.

—¿Sabes qué? Creo que, cuando estás tan arriba, los fuegos artificiales ya no te impresionan tanto.

Y su madre se quedó callada, entre asombrada y asustada, con la reflexión de su hija milennial/nihilista.

Supongo que ese es el peligro de vivir en una ciudad como Nueva York: vivir tan arriba que ya nada te impresiona. Dejar de confundir las estrellas con carteles publicitarios y viceversa, tal y como le ocurría a Lorca cuando paseaba por estas calles.

Perder el vértigo es algo peligroso. Es una ciudad que desafía lo que escribió Milan Kundera en La insoportable levedad del ser: “Aquel que quiere permanentemente llegar más alto tiene que contar con que algún día le invadirá el vértigo”. El vértigo es un instinto de supervivencia. Si lo pierdes, estás más cerca de caer. Como el trapecista que deja de temer al vacío. Como el marinero que pierde el respeto al mar.

En una de mis viñetas favoritas del New Yorker, sale un grupo de mafiosos en un sótano planeando las distintas formas de torturar a un rehén que tienen amordazado y el capo sugiere de forma malévola: “Primero dejémosle solo ante las estrellas para que sienta cuán insignificante es”.

Siempre que las cosas me superaban —algo habitual en Nueva York— solía subir a aquella azotea. Con los oídos taponados y el viento del Hudson soplando, me asomaba y miraba hacia abajo. Y dejaba que el vértigo se apoderara de cada centímetro de mi cuerpo.

Todavía no he conocido un remedio más eficaz contra los delirios de grandeza.

 

 

 

La música que perdí en el taxi

En una ocasión, al salir de una fiesta, subí a un taxi junto a una chica. Tampoco es que mi vida sentimental sea tan desastrosa como para anotar en mi diario un evento semejante.

“Querido diario: Hoy me ha saludado una chica. ¿Ha sido eso un cañonazo o es el corazón, que me late?”.

Lo cuento porque aquella fue una ocasión especial.

Era una madrugada de primavera. El aire cálido premonitorio del verano se empezaba a levantar por las calles, aún mojadas tras el paso del camión de la limpieza. Las casas tenían en las fachadas esa paleta de colores tan de Madrid cuando amanece, ese Madrid velazquiano, que diría Luis Carandell. Paramos un taxi en la Castellana. Ella enseguida se quedó dormida apoyada en mi brazo y yo intentaba que pareciera el brazo de un leñador para impresionarla, como si los músculos que no tenía me convirtiesen tal vez en el hombre que no soy. Uno siempre tiene ideas sorprendentemente estúpidas de madrugada. Recuerdo su pelo, que olía a frutas, frutas tropicales que solo encuentras en el buffet de algún hotel exótico y que luego no sabes si son comestibles. El taxista conducía en silencio, mirada al frente, con las manos fijas en el volante, enfundadas en unos guantes de rejilla sin dedos, como los que usa Ryan Gosling en Drive. Yo confiaría mi vida a un taxista que conduce su coche con unos guantes así. Me transmite profesionalidad y dedicación. Veo en esos detalles el compromiso y veteranía que busco en un conductor. Alguien que se toma su oficio en serio. Me provoca un efecto tranquilizador semejante al de las batas en los médicos. A mí alguien con una bata blanca me dice que me tengo que operar y yo no hago más preguntas. Aunque sea el carnicero.

Por la radio del taxi sonaba bajito la emisora de Radio Clásica de RNE. La verdad es que yo no he sido nunca un experto en música clásica. Al contrario. Mi conocimiento sobre la materia es escaso tirando a nulo. Soy de esa generación que cuando escucha el nombre de Beethoven lo primero que le viene a la cabeza es la imagen de un san bernardo gigante. Ya luego un pianista sordo.

Sin embargo, aquella música que sonaba en la radio me conmovió. En el asiento de atrás del taxi, con el aire entrando a través de las ventanillas bajadas, cruzando calles vacías, atravesando esa bajada de María de Molina con Serrano que siempre consigue moverme ligeramente el estómago, admito que me estaba emocionando por momentos. Tal vez fuera la alegre y cálida embriaguez, pero notaba perfectamente cómo la música me recorría las terminaciones nerviosas. Tenía la extraña sensación de que cada nota sonaba justo en el momento adecuado. Todo fluía. Todo estaba en orden. La melodía que inundaba el taxi había hecho un clic en mi cerebro; mis pensamientos y mis sentidos, que a menudo van cada uno por su lado, encajaron como las piezas de un puzzle.

Cuando acabó la sinfonía, el locutor musitó el nombre de la obra con ese tono bajo e inaudible que usan los locutores de radio taciturnos cuando sospechan que no hay nadie al otro lado escuchándoles y parece que fueran a pegarse un tiro nada más cortar la emisión: “Y esto era Sibelius. Opus ghthshtr [interferencias]. Variación sfwrrecer. Piano. Asdiofjioff [nombre incomprensible]”. No pude enterarme por mucho que agucé el oído.

Al día siguiente me desperté con la energía propulsora con la que se amanece cuando uno se cree medio enamorado. Compré los periódicos con todos los suplementos, hice planes para todo el día y desayuné copiosamente en la cocina. Mientras bebía el café, intentaba localizar la obra de la noche anterior. Tras explorar en vano toda la discografía de Sibelius, comprendí que necesitaba ayuda. Llamé a un amigo experto en música clásica al que intenté replicar la armonía que me explotaba en la cabeza. Pero pese a mis esfuerzos interpretativos, no consiguió identificar la pieza.

Era momento de pasar al plan B.

Compré un disco de Sibelius y quedé de nuevo con aquella chica. Fuimos a cenar, nos tomamos unas copas, nos metimos en un taxi y entonces le pedí al taxista que pusiera ese disco mientras dábamos vueltas por Madrid. Los psicólogos llaman a esto terapia de regresión. Intentaba que, recomponiendo aquella misma escena, rehaciendo los mismos pasos que había dado esa madrugada, una campana volviera a sonar en mi cabeza. Que el sonido emergiera de las lagunas del olvido.

El taxista me miró raro. Ella me miró raro. Por supuesto, no expliqué nada a ninguno de los dos. “¿Qué te parece formar parte de un experimento de regresión para intentar recuperar de mi memoria una obra de un compositor finlandés que escuché en el taxi de madrugada mientras tú dormías como un tronco y yo te olía el pelo?”.

No había forma de dar con la sinfonía. Sabía que tan pronto como la escuchara la reconocería al instante, como a un sospechoso habitual en una rueda de reconocimiento. Empezaba a desesperar, la música era solo ruido, ni rastro de armonía. Pero no aparecía. Decía Ray Loriga que la memoria es el perro más estúpido: le tiras un palo y te trae cualquier otra cosa.

Muchas veces me he preguntado si realmente escuché aquellos acordes. Si esa pieza de Sibelius que yo sentí más que oí no fue sino una versión potenciada y adulterada de otra composición que ya he vuelto a escuchar mil veces, pero que siempre me pasa desapercibida. Si no fue todo una suerte de alucinación que produjeron en mí las neuronas por estar medio enamorado, en primavera, por el olor de su pelo, por esa sensación de que las cosas por fin marchan como uno quiere, por el amanecer en Madrid, por la perfecta sincronía con la que nos saludaban los semáforos. Por la felicidad. Por los guantes de rejilla.

Dicen que cuando Beethoven se quedó sordo (el pianista, no el san bernardo) serró las patas de su piano y empezó a aporrearlo para intentar distinguir las notas según la vibración que producían en el suelo. Yo estaba intentando hacer lo mismo: replicar un estado al que ya no podía volver a puro golpetazo. Y solo los genios pueden salir airosos de ciertas empresas.

Me compré más discos de Sibelius. Me subí a más taxis. Hubo más chicas y más madrugadas pidiendo a taxistas aleatorios que pusieran Radio Clásica. Pero no volví a escuchar esa música. Me obsesioné con ella como el capitán Ahab con Moby Dick. O como el periodista Robert Graysmith con el asesino Zodiac. Se hizo humo. Explotó como una pompa de jabón en cuanto la quise tocar con los dedos.

No sé muy bien qué fue de aquella chica. No tener Facebook es la mejor herramienta que conozco para no caer en el pozo de la nostalgia. Tan solo espero que no esté leyendo este libro, para que no me recuerde a partir de ahora como el psicópata que olfateaba su pelo frutal cuando ella dormía. Esa es una fama difícil de borrar.

 

 

 

Desayuno incluido

Y entonces supe que era la mujer de mi vida.

Me levanté de la mesa de aquel restaurante masticando un trozo de filete con la urgencia del que acaba de resolver el teorema de Fermat. Dejé veinte euros a mis amigos y salí escopetado a la calle. No sin antes ofrecer un vergonzoso forcejeo con la puerta de cristal, como si bailara con ella un vals torpón propio de un recién casado. Me temo que jamás aprenderé a dominar de forma instintiva lo de empujar y tirar. Que no donen mi cerebro a la ciencia.

Paré el primer taxi que vi por la calle.

—¡Rápido, al aeropuerto! —dije señalando con mi dedo índice el infinito que se abría a través del parabrisas, como si fuera Cristóbal Colón o Moisés separando las aguas del mar Rojo.

El taxista, sin embargo, parecía obstinado en encontrar lagunas en mi improvisado plan.

¿Pero a la T4?

Aquello me pilló completamente en fuera de juego.

No tengo ni idea. Solo sé que vuela a Roma. ¿Eso dónde es?

¿Roma? Italia.

No, coño. Que de qué terminal salen los vuelos a Roma.

Ah, ni idea. Eso depende de la compañía, ¿no?

Nervioso, empecé a teclear en mi smartphone, buscando información del vuelo mientras daba gracias a Steve Jobs por no vivir en 1995. Notaba mis dedos inseguros, como en aquellos exámenes de historia en los que tenías que empezar a inventarte un momento histórico tras una pregunta hecha a traición y acababas escribiendo un novelón de entreguerras conmovedor. Tras navegar a la deriva por la página de Aena, finalmente di con el vuelo: apenas quedaba una hora para el embarque. Había que darse prisa. O la perdería. Para siempre.

Existe una regla inversamente proporcional entre la urgencia que tiene uno y la pericia al volante del taxista que te ha tocado en suerte. Y eso es algo que todo usuario habitual de taxis puede notar al instante. El conductor novato jamás acierta a parar a tu altura, pone los warning en un exceso de prudencia y se gira para hablar contigo cara a cara, mostrando una inquietante amabilidad, justo antes de soltar a modo de aviso: “Es que llevo poco tiempo con el taxi, ¿sabe?”.

Aquel taxista apestaba a novato. Llevaba no más de una semana. Todavía no sé si con el taxi o directamente con el carnet de conducir.

Llegamos con apenas cuarenta minutos para el embarque. Tiré un billete al taxista, pero esperé pacientemente las vueltas. Cincuenta euros son cincuenta euros. Tampoco era cuestión de volvernos locos. Ni yo era millonario ni aquello era Las Vegas.

Intenté llamarla por teléfono, pero saltaba el contestador. Corrí hacia el detector de metales. Ya era mi única opción.

Y ahí estaba ella. A punto de pasar al control, con la tarjeta de embarque en la mano. Grité su nombre. Se dio la vuelta. “No te vayas. Quédate”. Lágrimas.

Besos. Tequieros.

¿Pero qué hace uno después de una escena así? ¿Cuál es el siguiente paso? ¿Cómo continúa su vida? En las películas románticas, los protagonistas se besan al final como estrellas del cine en blanco y negro, comienzan a sonar los primeros acordes de una canción moderna, la cámara se va alejando, se abre un plano general de la ciudad —Manhattan tal vez— llegan el the end, los títulos de crédito, la gente se levanta de sus asientos, pisan palomitas, sus ojos se adaptan de nuevo a la luz, van al cuarto de baño, comentan someramente la película de vuelta a casa en el coche. “Está bien para pasar el rato”, “Es simpática”, dirán al día siguiente en la oficina. Tal vez se vuelvan a acordar de aquella película cuando se encuentren con la carátula del DVD en un VIPS. O cuando vean al actor guapo en alguna otra película similar. Y ya está.

Yo, sin embargo, estaba atrapado en una película romántica en la que nadie parecía dispuesto a gritar “¡Corten!”.

Agarré su bolsa de mano y nos pusimos en marcha. Sin saber muy bien adónde. Ambos estábamos borrachos de adrenalina. Nos quedamos en uno de esos hoteles tristes cerca del aeropuerto. Enseguida empecé a sentirme culpable. Por todo y por nada. El miedo colonizaba cada centímetro de mi cuerpo. Un angustia se iba apoderando de mi pecho. Ella lo notó. Bajé solo a fumarme un cigarro para calmar los nervios. Al subir, nos miramos, pero no nos dijimos nada. No hacía falta. Los dos ya lo sabíamos.

Al día siguiente, a primera hora, la acompañé al aeropuerto en silencio. Pagué el billete del primer vuelo a Roma. Nos despedimos educadamente, nos deseamos suerte, nos besamos en las mejillas. Arrastrando los pies, volví al hotel. A fin de cuentas, el desayuno estaba incluido.

 

 

 

Las mejores fiestas acaban en la cocina

Hace frío esperando fuera del restaurante. Doy pequeños saltos sin despegar los pies del suelo, como un tenista esperando para restar. Unas luces espantosas cuelgan de los árboles. Es admirable la capacidad que tiene el encargado de escoger estas luces navideñas para conseguir superar cada año al anterior en espanto y atrevimiento. Siempre me he imaginado al tipo encerrado desde septiembre en su despacho del Ayuntamiento hasta altas horas de la madrugada, peinando el mercado mundial de bombillas navideñas en su impenitente búsqueda de las bombillas más siniestras de todo el continente.

Una señora mayor sale del restaurante y se queda junto a mí contemplando las luces de Navidad mientras enciende un cigarro. “Deberíamos copiar a los franceses, que saben mucho de decorar”. A continuación me dice que hace más de veinte años que no va a Francia y que odia a los franceses porque son unos esnobs que se consideran superiores y silban a Nadal, y mira, por ahí sí que no. Se va sin despedirse.

Destapo ligeramente uno de mis guantes para mirar mi reloj. JJ se retrasa y yo empiezo a tener mucho frío. Un grupo de chicas Erasmus, ataviadas con gorros de Papa Noel y cuernos de renos, interrumpe mis pensamientos. Bailan y festejan. Una trastabilla con un bolardo de la calle mientras me grita “¡Feliz Navidad!” a una distancia amenazadoramente cercana. Me tiende una petaca. Tentadora oferta que rechazo cortésmente.

—¡Es Jagger! —me dice como si me estuviera ofreciendo mojar mis labios en el néctar de los dioses.

Viene a mi cabeza la canción Erasmus borrachas, de Francisco Nixon.

Erasmus borrachas que llevan sandalias,

Erasmus borrachas levantan la falda.

Tienen pinta de ser holandesas. Pregunto a mi nueva amiga, la de la petaca, que incomprensiblemente tiene pinta de ser la más sensata o la que va a vomitar más a largo plazo, que de dónde son.

–De Suecia –responde en un castellano que parece un potrillo aprendiendo a levantarse por primera vez.

“Suecia. Buen olfato, muchacho. Cualquier día te llaman de Scotland Yard”.

Sigo esperando a JJ. Hay que ser verdaderamente impuntual para conseguir que yo esté esperando a alguien. Ojalá fumara para al menos poder llevarme algo caliente a los labios mientras me congelo aquí fuera.

Aparece a lo lejos JJ con su halo de despistado. Cogiendo el cigarro de esa forma tan años veinte. Hace poco vi una película de Woody Allen con Colin Firth en la que uno de los actores fumaba igual que JJ. No podía dejar de pensar en ello cada vez que aparecía en la pantalla. El pelo alborotado. Solo él es capaz de dar la impresión de haberse peinado en un interrogatorio de la policía y conseguir mantener cierto encanto. Ya lo decía Alvite: “Las chicas monas y decentes siempre se casaron con el muchacho al que le sienta bien la ropa de tenista, pero en el fondo no le quitaron el ojo al tipo rudo y baqueteado que siempre parece que viene de peinarse a bofetadas durante un interrogatorio en comisaría”. JJ es alto, se cimbrea al andar, lleva un abrigo largo y una nube de humo le envuelve siempre. No te puedes enfadar con JJ, tiene los mismos ojos que el perro que nunca tuve en mi infancia.

—Disculpa la tardanza. Lo acabo de dejar con Inés. Ha sido todo un poco traumático.

Inés es su novia de los últimos 58 días. Se conocieron por Tinder. Al cuarto día de conocerla me preguntó qué historia podía inventarse para contar a sus hijos cuando les preguntaran cómo se conocieron. Así es JJ. “Traumático”, dice.

—¿Te importa esperar un rato aquí fuera mientras me fumo un cigarro? Me viene bien un poco de aire frío. Es bueno para el cutis. No todos tenemos tu piel de geisha.

Me miro de reojo en el escaparate que tenemos enfrente.

—Siento lo de Inés. Realmente parecía buena chica.

Digo esto como el que comenta con un extraño el tiempo en el ascensor. Qué coño voy a decir. Con las novias fugaces de JJ uno siempre tiene la sensación de estar invitado a un funeral de alguien a quien no conocías de nada. Hago repaso mental de los escasos datos que realmente sé de Inés tras una cena exprés en la que se pasaron toda la noche acaramelados: morena, mide menos de 1,70, media melena, bebe ron con Coca-Cola, lleva pendientes asimétricos como si los hubiera elegido a oscuras (nota: no le hace demasiada gracia que le pregunten si se pone los pendientes a oscuras). Su libro favorito es El curioso incidente del perro a medianoche, gasta en Asos más de lo que debería, sus últimas vacaciones de verano las pasó en las islas griegas, estudió Arquitectura pero trabaja en una consultora, tiene los dedos llenos de anillos de esos que ahora se ponen en la falange, usa turbante en invierno, lleva las uñas muy cuidadas, fuma, tiene ojeras, habla demasiado de su trabajo y de la gente de su trabajo, dientes perfectos, se ríe con todas las partes del cuerpo, es lista, tiene una hermana, pasa los veranos en Galicia.

En fin, los restos de otro naufragio.

JJ se queda mirando el escaparate de una tienda de cocinas que tenemos delante.

—¿Qué quieres por Navidad? ¿Lo has pensado ya? –me pregunta sin apartar la mirada de la tienda.

Antes de que responda, saca otro cigarro y se lo enciende. Es posible que nunca entremos en el restaurante, que antes él muera de cáncer de pulmón y yo de hipotermia.

—¿Sabes qué quiero yo por Navidad? Esto. —Y da un golpecito con los nudillos al cristal.

—¿Una cocina?

—Sí. Una cocina. Una cocina exactamente igual que esta. Tal cual. Sin estrenar. Sin pasado. Sin manchas. Sin marcas. Sin platos rotos. Sin grifos goteando. Sin trapos sucios. Sin periódicos de ayer. Sin el reloj del horno parpadeando en 00:00. Luminosa. Silenciosa. Espaciosa. Con unas piñas de decoración en un plato rectangular en la encimera. Y con muchas botellas de vino a una temperatura perfecta.

Los dos nos quedamos en silencio mirando la cocina, tibiamente iluminada por una luz que parece provenir de una chimenea.

—Me da miedo aburrirme de todo últimamente. Me cuesta leerme las columnas de los periódicos. No soporto los telediarios. Las canciones me parecen muy largas. Me duermo en el cine. Ya me he aburrido en esta cena de Navidad antes siquiera de empezar. Ni yo mismo me aguanto a veces. Quiero algo como esta cocina. Que alguien de fuera, como nosotros ahora, me vea por el cristal cenando pizza con una chica, en unos elegantes platos, y que se lleve ese momento perfecto a casa sin saber nada más. Solo eso. No sé si me entiendes. Llevo ya un par de vinos de antes.

Me quedo callado un rato.

Entramos en el restaurante. El dueño probablemente contratara de decorador al de las bombillas en el momento más duro de su experimentación con las metanfetaminas. Nos sentamos en la mesa. Somos los últimos. Es una de esas multitudinarias cenas de Navidad en las que al final terminas hablando solo con quien tienes enfrente, aunque no sepas quién es ni te interese llegar a saberlo. Pido una ensalada y una Coca-Cola Light, pero no tengo demasiada hambre.

Al salir, nos despedimos del resto y nos quedamos mirando de nuevo el escaparate. En silencio. Veo nuestras siluetas reflejadas en el cristal. Ninguno de los dos sabe si el otro está llorando por el frío.