BRITANIA

 

 

 

SIMON SCARROW

 

Título original: Britannia

Diseño de la sobrecubierta: Salva Ardid Asociados

Primera edición: noviembre de 2016

Primera edición en e-book: octubre de 2017

© Simon Scarrow, 2015

© de la traducción: Ana Herrera, 2016

© de la presente edición: Edhasa, 2016

Diputación, 262, 2º 1ª

08007 Barcelona

Tel. 93 494 97 20

España

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita descargarse o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra. (www.conlicencia.com; 91 702 1970 / 93 272 0447).

ISBN: 978-84-350-4673-2

Para John y Joan Prigent

NOTA DEL AUTOR

Desde el principio del conflicto entre Roma y las diversas naciones celtas, los romanos se sintieron irritados por los cultos druídicos que permanecían en la resistencia perpetua contra la expansión romana. Por lo poco que se sabe de ellos, parece que eran una élite educada, y que eran muy reverenciados entre las tribus de la Galia, Britania e Irlanda. En ese sentido, proporcionaban una influencia unificadora que los romanos (desde César en adelante) estaban decididos a erradicar. Como todos los poderes imperiales, Roma comprendía que nunca basta con destruir los ejércitos enemigos. También hay que destruir los lazos ideológicos que unen a los pueblos a los que conquistas, y forjar e imponer otros nuevos que unan a los conquistados con tu forma de ver el mundo.

Probablemente, parte del plan para la invasión de Britania por parte de Claudio se trataba de la supresión del culto druídico como medio de establecer y luego fortalecer el control de Roma sobre las tribus nativas. Dividir y conquistar siempre ha sido una estrategia de todos los poderes imperiales, y Roma no era distinta en eso. Si Roma podía eliminar de escena a los druidas, una de las fuerzas más poderosas que habían ayudado a consolidar la oposición de los invasores acabaría disuelta, y entonces las tribus serían mucho más fáciles de controlar.

La mayor dificultad para los romanos era que los druidas podían moverse libremente entre las tribus, por lo que resultaban muy elusivos. Sin embargo, pronto supieron los romanos que el hogar espiritual de los cultos druídicos era la isla de Mona (la moderna Anglesey), con sus bosques sagrados y los sangrientos trofeos de los enemigos de los celtas. Si se podía tomar y barrer a los druidas, y extinguir de ese modo toda traza de su existencia, se asestaría un golpe a las tribus nativas del cual quizá no se recuperasen nunca. En consecuencia, quien lo consiguiese se llevaría gran aclamación popular. Y si una cosa sabemos de los aristócratas romanos es que vivían su vida con un ojo firmemente clavado en la posteridad.

Los registros históricos, aunque parciales, demuestran que el gobernador Ostorio murió en el desempeño de su cargo, probablemente como resultado de los esfuerzos por intentar dominar a las tribus de Britania, tenazmente hostiles. Hubo un breve interregno antes de que pudieran enviar a un nuevo gobernador, durante el cual las tribus de las montañas del moderno Gales se resistieron ferozmente a las fuerzas romanas y derrotaron a una de sus legiones. Éste es el material a partir del cual he confeccionado la última aventura de Cato y Macro. Sabiendo lo que sabemos de la cultura política romana, me he imaginado una situación en la cual un comandante del ejército se hacía cargo de la provincia y aprovechaba la oportunidad que se le presentaba para erradicar a los druidas. Tenía que actuar rápidamente y con temeridad, pero las posibles ventajas habrían sido incalculables. Así fue con el desafortunado Quintato, y he querido representar la posible historia de una campaña malhadada que dejó a Britania en una posición muy vulnerable cuando el nuevo gobernador, Aulo Didio Galo, llegó a la isla para hacerse cargo de su puesto.

Los desafíos a los que se enfrentaba Didio eran considerables. Las tribus de las montañas habían triunfado sobre las fuerzas romanas y estaban más decididas que nunca a continuar su resistencia. La oposición a Roma de esas tribus más allá de la frontera, y en parte también en su interior, se veía reafirmada por aquel revés. A su vez, los druidas eran tan influyentes como siempre.

Para Cato y Macro, aunque exhaustos por los rigores de la campaña a la que acababan de sobrevivir, habrá poco descanso. La frontera está en llamas, y la posición de los romanos en Britania es más precaria que nunca, en gran medida debido a los juegos políticos en Roma, donde el futuro de la nueva provincia estaba en el fiel de la balanza. Sólo cuando el emperador ya anciano, Claudio, muera, se resolverá la situación.

mapa1
mapa2
mapa3
cadena

PERSONAJES

En el castrum:

Segundo de Caballería Tracia, «Cuervos Sangrientos»

Prefecto Cato

Decuriones Mirón, Temístocles, Corvino, Aristófanes, Harpex, Platón

Soldado Thraxis

Cirujano Pausino

Optio Pandaro

Cuarta Cohorte, XIV legión

Centurión Macro

Centuriones: Crispo, Festino, Portilo, Léntulo, Macer

Optios: Crotón, Diodoro

Destacamento de la Octava Cohorte Iliria

Centuriones: Fortuno, Apilo

Optios: Safros, Mago

Auxiliar Lomo

Columna de invasión de Mona:

Legado Quintato, oficial al mando

Legado Valens, comandante de la XX legión y de la XIV, temporalmente

Prefecto de campo Silano

Tribuno Livonio

Otros:

Aulo Didio Galo, futuro gobernador de una provincia en rebelión

Cayo Porcino Glaber, jefe del estado mayor de Galo

Venisto, líder venal de los seguidores de campo de la Octava Cohorte Iliria

Julia, desgraciada esposa de militar

Petronio Deano, comerciante del norte

Lucio, hijo del prefecto Cato y Julia

CAPÍTULO I

Octubre, 52 d.C.

–¿En qué piensas? –preguntó el prefecto Cato, mientras miraba hacia abajo del promontorio, hacia el asentamiento fortificado que se extendía al fondo del valle. Aunque no parecía tan formidable como los enormes castrum de las colinas que había visto en las tierras del sur de Britania, los hombres de la tribu de los deceanglos habían sabido erigir muy bien sus defensas. El asentamiento estaba construido sobre un terreno elevado, junto al río que discurría veloz por el valle. Una ancha zanja rodeaba un terraplén cubierto de hierba coronado por una recia empalizada. A cada extremo del asentamiento se abría una puerta fortificada, donde los centinelas hacían guardia vigilando el valle en todas direcciones. Cato estimaba que debía de haber varios centenares de chozas redondas dentro de las defensas. Allí se encontraban también muchos animales en rediles, junto con lo que parecía un grupito de toldos, cubiertas de los silos de grano con paredes de piedra que usaban los nativos.

Echado junto al joven oficial se encontraba el centurión Macro, con la cara arrugada y contraída y los ojos guiñados por el sol que a media tarde inundaba el valle, confiriendo un brillo bruñido a los campos en rastrojo y las ramas de los pinos, de un verde oscuro, que cubrían las laderas a cada lado del asentamiento. Ambos hombres se habían quitado los cascos y se los habían dejado a la pequeña patrulla que esperaba al otro lado del promontorio; los mismos hombres que habían informado de una actividad poco habitual en el pueblo el día anterior. Vestidos con mantos de un color pardo oscuro y poco llamativo, se habían aproximado cautelosamente hasta un punto en el que tenían buena panorámica entre los árboles atrofiados quee cubrían la colina. Cato y Macro evitaban ser vistos por el enemigo, y al mismo tiempo habían conseguido contemplar los preparativos de los guerreros deceanglos.

Macro, veterano muy curtido, frunció brevemente los labios.

–A mí la cosa me parece bastante clara. Han reunido hombres de los pueblos de la periferia. ¿Ves esa multitud que se apiña junto a los caballos? Justo al lado del montón de lanzas y escudos. Por diez denarios consigues uno; no es una partida de caza, precisamente. –Hizo una pausa, mientras estimaba rápidamente la fuerza del enemigo–. No serán más de quinientos o seiscientos. No suponen un peligro inmediato para nosotros.

Cato asintió. Era verdad. El asentamiento al que los habían enviado, a diez millas hacia el este, estaba bien situado y guarnecido por las dos unidades que tenía bajo su mando: la cohorte de legionarios de Macro, procedente de la Decimocuarta, y su propia cohorte auxiliar montada, pero sólo en parte. Los Cuervos Sangrientos, como se les conocía debido al diseño de su estandarte, en tiempos habían sido una unidad de caballería. Sin embargo, las recientes campañas en las montañas del occidente de la provincia habían causado la pérdida de la mayoría de los caballos del ejército. El depósito de instrucción en Lunto había trabajado mucho para conseguir repuestos, pero todavía eran demasiado escasos para satisfacer las necesidades del ejército. Como resultado, la mitad de los hombres de la cohorte de Cato ahora servían como infantería y la unidad había sido enviada, junto con los hombres de Macro, a uno de los puestos de avanzada encargados de proteger la frontera de la nueva provincia del emperador Claudio. Un nuevo grupo de reclutas había reforzado las filas de ambas unidades, equiparando sus fuerzas casi al mismo nivel con el que habían empezado la campaña contra las tribus de la montaña. Con más de cuatrocientos legionarios, junto con la misma cantidad de tropas auxiliares, la partida de guerra que se estaba reuniendo no suponía para ellos un grave peligro.

Y eso les suscitaba una pregunta:

–¿Qué estarán tramando? –Cato intercambió una breve mirada con su subalterno, suponiendo que sus pensamientos se dirigían en el mismo sentido que los suyos–. Haré que avisen al legado. Existe la posibilidad de que haya informes similares de otros puestos de avanzada..., en cuyo caso parece que los druidas han vuelto a hacer de las suyas y que tendremos problemas de nuevo.

–Hijos de puta... –susurró Macro–. Esos condenados druidas... ¿Es que esos malditos melenudos no saben cuándo rendirse?

–Es su tierra, Macro. Ésta es su gente. ¿No harías tú lo mismo si estuvieras en su lugar?

–Si yo estuviera en su lugar, señor, las legiones nunca habrían puesto un pie en estas tierras.

Cato rio ante la fanfarronería de su amigo.

–Admiro tu orgullo por nuestras cualidades como guerreros, pero no puedo evitar lamentar tu falta de empatía.

Macro lanzó un bufido.

–Cualquier sentimiento que hubiera podido albergar hacia esos bárbaros peludos desapareció hace mucho tiempo. Tendrían que haber sido lo suficientemente listos para darse cuenta de que no podían derrotarnos.

–A veces han estado a punto de conseguirlo...

Macro levantó una ceja.

–Si tú lo dices, señor...

–Y no es que no nos hayan disputado cada paso del camino que hemos dado –suspiró Cato–. Hace casi diez años que desembarcaron aquí nuestros primeros ejércitos y aún no estamos próximos a tener la provincia bien asegurada. Por supuesto, no ayuda nada que hasta a los nativos que se supone que están de nuestra parte los tratemos poco menos que como a animales...

Su compañero le dirigió una mirada fatigada. Macro ya había oído a su amigo hablar de esa manera antes, y lo atribuía al peculiar interés que sentía el joven por las afectaciones de la filosofía griega y a su tendencia a pensar demasiado las cosas. No le parecía que a los griegos les hubiera servido de mucho, meditó. Después de todo, su tierra ahora era una provincia de Roma, igual que toda Britania acabaría por serlo algún día. Se aclaró la garganta antes de responder:

–Bueno, sí, pero recibirán mejor trato cuando dejen de portarse como animales y acepten nuestra forma de hacer las cosas. Pero primero tenemos que demostrarles nuestra fuerza y hacerles entrar en razón a palos. –Señaló el asentamiento con el pulgar–. Empezando por esos druidas. Te digo que nuestro trabajo aquí será mucho más fácil en el momento en que clavemos a esos hijos de puta en una cruz y los dejemos secar.

–Quizá –reflexionó Cato. La hostilidad de Macro hacia el culto druídico estaba bien fundamentada. Aunque los reinos tribales de la isla estaban muy divididos y la mitad de ellos ya habían firmado tratados con Roma antes de que los primeros legionarios hubieran puesto el pie en aquellas costas, todavía seguía muy imbuida en ellos la veneración hacia los druidas y eran susceptibles de responder a sus llamadas a la resistencia contra los invasores. En aquel momento, como bien sabía Cato, incluso muchas de las tribus que supuestamente estaban bajo control romano todavía miraban hacia los druidas para continuar la lucha. Muchos de sus guerreros habían traspasado la frontera, habían cruzado las montañas, para unirse a las filas de los que aún combatían a Roma. La situación se había recrudecido con la muerte del gobernador de la provincia; cuando fue asignado a Britania, Ostorio era un comandante muy bregado ya. Resultó que demasiado bregado. El esfuerzo de luchar contra las tribus de la montaña lo agotó por completo. En una reunión de oficiales, se derrumbó, y murió menos de un mes después.

Había sido algo muy inoportuno. Las legiones acababan de vencer a las tribus nativas con mucho esfuerzo. Su comandante, Carataco, había sido capturado y enviado a Roma junto con su familia, y sus seguidores estaban muy desmoralizados. Y entonces murió el gobernador. De inmediato, los druidas aprovecharon el momento como señal de los dioses: los romanos estaban malditos y las tribus debían continuar la lucha; ahora tenían la aprobación divina. Comenzaron entonces a atacar los puestos de avanzada en la frontera, las columnas de suministros y las patrullas sufrieron emboscadas y el ejército se vio obligado a replegarse hacia un territorio más fácilmente defendible, aquel que rodeaba las tierras de los siluros, ordovicos y deceanglos. La falta de un liderazgo claro iba minando notablemente la posición romana y era poco probable que el nuevo gobernador llegase antes de la primavera. Y ahora tenían pruebas fehacientes de que las tribus se estaban reuniendo para renovar el ataque.

–Ya he visto suficiente –decidió Cato–. Vámonos.

Retrocedieron hacia los árboles, a rastras. En cuanto se encontraron a salvo, ocultos entre las sombras, los dos hombres se pusieron de pie y se ajustaron las espadas y los mantos. Por encima de ellos, las ramas todavía conservaban las hojas. El follaje estaba teñido de rojo y amarillo, y la suave brisa desprendía y hacía revolotear por los aires las hojas más secas. Cato, que era más alto y más delgado que su amigo, se estremeció. No le gustaba nada la idea de pasar los largos meses de invierno confinado en aquel castrum, al que algún bromista cercano al antiguo gobernador había dado el nombre de Imperatoris Stultitiam... «la locura del emperador». Había sido una de esas ocurrencias que acaban arraigando, y así se describía al fuerte ahora en toda la correspondencia oficial. El clima invernal de la isla ya era lo bastante malo, reflexionaba Cato, pero allí, entre las colinas y las montañas, era implacablemente frío, húmedo y ventoso.

Cato añoraba las comodidades de Italia, su clima más suave. Lo que es más: era allí donde su esposa esperaba su regreso, en la casa que habían comprado en Roma. Por aquel entonces Julia ya habría dado a luz a su primer hijo, y Cato esperaba ansiosamente una carta con la noticia para que su mente pudiera tener descanso. Pasarían meses, quizás años, antes de que Britania estuviese lo bastante pacificada como para que le dieran permiso para volver a Roma, de modo que ya había decidido que le pediría a Julia que viajase a la isla. Las primeras ciudades de la nueva provincia estaban creciendo con rapidez y, aunque eran todavía primitivas, contaban ya con las comodidades suficientes para ofrecer un simulacro de la civilización que se extendía en el resto del imperio. Así Julia y él podrían verse con mayor facilidad, y Cato podría saborear un poco más la vida hogareña que tanto echaba de menos desde que recibió la noticia del embarazo.

Macro dirigía el paso colina arriba, entre los árboles, rozando con las botas las hojas caídas y haciendo crujir levemente las ramitas bajo sus pies. El suelo pronto se aplanó al llegar a la cima de la colina, y empezó a descender por el otro lado hacia el camino donde les esperaba el escuadrón de la caballería auxiliar. Con la colina entre ellos y el enemigo, los oficiales se sentían a salvo y hablaban en un tono normal, sin peligro de que los detectaran.

–¿Crees de verdad que esos hijos de puta se van a meter con nosotros antes de que llegue el invierno? –preguntó Macro.

Cato se quedó pensativo un instante y luego asintió.

–Es más que probable. Los druidas querrán atacar rápidamente, mientras su pueblo celebra todavía la muerte de Ostorio. Van a ponernos las cosas muy difíciles, pero dudo de que tengan la fuerza suficiente para expulsarnos de las montañas. Gracias a los dioses que ya no está aquí Carataco para dirigirlos...

–Sí, joder, menos mal –gruñó Macro con pasión–. Ese cabrón se sabía más trucos que una puta de diez sestercios.

Cato arqueó una ceja, divertido.

–Qué expresivo.

Macro escupió en el suelo.

–Y por culpa de nuestra mala fortuna no nos darán ninguna recompensa por capturarlo, no una, sino dos veces. Seguramente será algún otro hijo de puta con suerte el que se lleve el mérito.

Cato comprendía muy bien la amargura de su amigo. Era muy injusto, pero había servido el tiempo suficiente en el ejército para saber que un soldado raramente recibe lo que merece. Sobre todo cuando hay algún político por ahí dispuesto a reclamar el éxito de otros como si fuera suyo.

–Me pregunto cómo van a recibir a Carataco en Roma cuando llegue encadenado... –continuó Macro–. Espero que le den el mismo trato que César dio al galo.

–¿Vercingétorix?

–Sí, ése.

Cato recordó al hombre que se había enfrentado a Julio César cien años antes. Derrotado en Alesia y hecho prisionero, languideció en una mazmorra bajo tierra en Roma durante varios años, y luego lo sacaron a rastras a las calles y lo estrangularon en un espectáculo principal del triunfo de César. Un final indigno de un enemigo tan noble, pensaba Cato. Esperaba que el emperador Claudio le ahorrara una muerte tan desgraciada y humillante a Carataco. Había luchado contra Roma con nobleza, incansablemente, y merecía el respeto de sus enemigos. A pesar de lo que pudiera sentir Macro.

–Espero que no.

Macro le arrojó una breve mirada por encima del hombro.

–¿Te compadeces del noble bárbaro?

–Algo así. –Cato sonrió.

–Mierda, ¿cuándo vas a aprender, chico? Estamos nosotros y están ellos, los bárbaros, interponiéndose en el camino de Roma y en nuestro destino. Si son listos, se apartarán y nos dejarán pasar. Si no lo son, demostrarán que son idiotas. No hay lugar para la compasión en este mundo. Eso es todo lo que hay que saber de nuestro oficio.

Cato se encogió de hombros. Una conversación tan informal entre un centurión y su comandante en jefe normalmente despertaría mucha desaprobación, pero ellos dos habían servido codo con codo desde que Cato se unió a las legiones, una década antes. En privado todavía seguían conversando con la informalidad de años anteriores, y eso Cato lo valoraba mucho. Era mucho mejor tener un subalterno que sabía que le hablaría con sinceridad que uno que obedeciera sin pensar.

–Además –continuó Macro–, ¿crees por un momento que ellos te iban a devolver el favor? En absoluto. Nos odian a muerte, y nos cortarían la garganta en un segundo, si pudieran. Las únicas personas que creen que existen bárbaros nobles son esos mariquitas literatos de Roma, siempre a vueltas con sus malditas historias. No existen los bárbaros nobles, sólo hay bárbaros.

–Pensaba que ya habías agotado la caterva de insultos hace mucho tiempo –respondió Cato–. ¿Por qué no me haces un favor y ahorras fuerzas, eh?

Macro apretó los labios y frunció el ceño.

–Como quieras, prefecto.

La referencia al rango de Cato denotaba que Macro se había ofendido por el desaire. Cato suspiró en silencio y siguió a su amigo en silencio.

Ante ellos, entre los árboles, se veía luz, y un momento después salieron al camino originario que atravesaba el bosque. Hicieron una pausa, respiraron agitadamente y luego miraron a ambos lados, pero no había señal alguna de los soldados que habían venido con ellos desde el fuerte.

–No reconozco este punto... –murmuró Cato–. Supongo que habremos salido más adelante.

–¿En qué dirección?

Miró hacia arriba, a la cima de la colina, y se fijó en unas rocas que había visto antes.

–Hacia la izquierda. Vamos.

Anduvieron a paso rápido por el camino, rodeado por árboles a ambos lados, y con la brisa susurrando entre las ramas. Un poco más adelante la senda giraba para seguir la línea de la colina, y allí, a cincuenta pasos de distancia, se encontraron con la patrulla. Diez hombres esperaban junto a sus monturas, uno de ellos sujetando los caballos de sus oficiales además del suyo propio. Sus mantos, calzones y botas y los flancos de sus caballos estaban cubiertos de barro. En cuanto vio a los oficiales, el decurión Mirón alertó a sus hombres y éstos se dispusieron a montar.

–Tenías razón, decurión –dijo Cato al llegar junto a ellos–. Se avecinan problemas.

Mirón asintió con una inclinación de cabeza, aliviado al saber que su comandante estaba de acuerdo con él.

–¿Cuáles son tus órdenes, señor?

–Volvemos al fuerte. Y le contamos lo que hemos visto al legado.

Mirón clavó en él sus ojos.

–¿Y qué calculas que hará Quintato con la información, señor?

–No es asunto nuestro cuestionar al legado, decurión. –Cato se subió a la silla de montar y pasó la pierna por encima del lomo del caballo. Inmediatamente dio la orden–: ¡Montad!

Todos se subieron también a la silla entre un coro de gruñidos, chasquidos de cuero y relinchos de sus robustas monturas. En cuanto los hombres hubieron sujetado las riendas con la mano izquierda y colocado las lanzas en los soportes de las sillas, Cato movió la mano hacia delante y puso a su caballo al trote. El camino era tan estrecho que los obligó por un rato a cabalgar en fila india, hasta que salieron del bosque y pasaron a terreno abierto. Entonces Macro arreó a su montura para que se adelantara un poco y se situó junto al prefecto:

–Debemos tener a los chicos preparados para marchar, señor. Por si Quintato da la orden...

–Ya lo sé. Quiero preparar un inventario completo de nuestros suministros. Me fijaré bien en todo lo que pueda faltar en el cuartel general. No quiero que se repita la misma estupidez que nos pasó este año.

Macro asintió con resentimiento. A las dos unidades al mando de Cato les habían encargado la custodia de los carromatos de intendencia, y el oficial de suministros del ejército los puso a la cola de todos. Hasta que Cato no amenazó al joven tribuno que estaba a cargo, no consiguieron lo que necesitaban. Ahora, si Quintato se veía obligado a emprender una nueva campaña, resultaría esencial asegurarse de que los Cuervos Sangrientos y los legionarios de Macro estaban adecuadamente equipados y tenían suministros para los rigores de la lucha en las montañas.

De repente, Cato levantó el brazo y tiró de las riendas. En el tiempo que le costó a Macro reaccionar, el caballo de éste ya había avanzado otro cuerpo entero y se había parado. Los jinetes que lo seguían hicieron lo mismo, y Cato se inclinó hacia delante en su silla y escrutó unas rocas que dominaban el camino, a poca distancia ante ellos.

–¿Qué ocurre, señor? –preguntó Macro.

–Hay movimiento allí. He visto a alguien entre las rocas.

Macro se quedó mirando un momento e hinchó los carrillos.

–No veo...

Antes de que pudiera continuar, una figura esbelta con túnica de lana se levantó y empuñó un arco. Instintivamente, Macro fue a coger la empuñadura de su espada, pero enseguida se quedó quieto y, al fin, soltó una risa sarcástica al ver que era un jovenzuelo desgarbado.

–¡Sigue tu camino antes de que te arranque el maldito pellejo!

Ahora que la tensión había cesado, los soldados soltaron a su vez risitas nerviosas. El chico gritó, desafiante, en su propia lengua, y soltó la flecha. Ésta formó un arco en dirección hacia los jinetes y desapareció entre la hierba a un lado del camino.

–¡Maldito descarado! –gruñó Macro–. Le voy a enseñar al pequeñajo este a tener buenos modales, antes de que lo cojamos prisionero...

Espoleó a su caballo hacia la roca, animado por los gritos de algunos de sus compañeros. El chico sacó otra flecha y la puso en el arco, lo levantó de nuevo y apuntó al jinete que se acercaba al trote.

Cato se puso una mano en torno a la boca para advertirle.

–¡Macro! ¡Vigila!

La segunda flecha saltó del arco y Cato se dio cuenta al instante de que el joven había apuntado bien, o que había tenido suerte, dada la movilidad de su blanco. Macro se agitó en su silla. Su caballo fue aminorando el paso hasta un trote lento y luego se detuvo, mientras el centurión se inclinaba hacia delante para examinarse la pierna.

–Mierda... Ese hijo de puta me ha dado. –Su tono era más sorprendido que dolorido. Cato azuzó a su vez a su propia montura. El chico estaba de pie por encima de ellos, con la boca abierta y sorprendido asimismo ante lo que acababa de hacer. De inmediato, se rompió el hechizo, bajó su arco y se dio la vuelta para huir.

–¡Tras él! –aulló el decurión Mirón.

Cato tiró de las riendas para frenar su caballo junto a Macro y vio la oscura flecha que sobresalía de los pantalones de cuero que cubrían el muslo de su amigo. Ya se encharcaba la sangre en torno a la herida y le bajaba por la pierna, goteando hasta el suelo. El centurión sacudió la cabeza, incrédulo, con los labios retorcidos en una sonrisa irónica, mientras rechinaba los dientes.

–Me ha dado bien, ese pequeño sinvergüenza. Un disparo afortunado.

Cato bajó de la montura y se acercó a examinar la herida. Notó una sensación de aprensión al sentir la fuerza con que fluía la sangre. Era consciente de las oscuras siluetas de los jinetes que pasaban al galope cerca de ellos, conducidos por Mirón para atrapar al joven nativo, y tuvo la presencia de ánimo suficiente para llamar al decurión.

–¡Dejad al chico! ¡Decurión! ¡Que vuelvan tus hombres!

Los auxiliares abandonaron la persecución de mala gana, y contemplaron cómo el fugitivo se iba abriendo camino con destreza entre las rocas hacia la cima de la colina. Habría sido absurdo intentar perseguirlo. El chico era lo bastante astuto como para correr por un terreno por el cual no podrían pasar los caballos, y enseguida adelantaría a los soldados que iban cargados con sus armaduras, si le perseguían a pie. Cato se volvió a su amigo.

–Tenemos que detener la hemorragia, Macro. Es mal asunto.

–Ya lo veo, gracias.

Cato cogió aire con fuerza.

–¿Sabes lo que voy a tener que hacer?

–Sí, lo sé. Hazlo.

–Está bien. –Cato cerró el puño izquierdo en torno al asta de la flecha y apoyó bien el brazo. Con la mano derecha agarró también la flecha y tensó los músculos–. ¿Listo? A la de tres.

Macro asintió y levantó la vista.

–Uno... –Cato de repente partió la flecha. Su amigo rugió de dolor y lo miró enfurecido desde la silla.

–¡Maldito hijo de puta mentiroso, señor!

La sangre fluyó intensamente desde el extremo del mango incrustado en el muslo de Macro, y Cato a toda prisa se quitó el pañuelo que llevaba al cuello, metió una de sus puntas bajo la pierna del centurión y apretó bien el resto alrededor de la pierna, colocando el improvisado vendaje lo mejor que pudo. Manchas oscuras aparecieron en la tela ya mientras la ataba, y levantó la mano–. Dame el tuyo.

Macro se quitó la tira de tela que llevaba en torno al grueso cuello, y Cato la ató por encima de su pañuelo, para completar el vendaje. A pesar de la presión la herida todavía sangraba. Supo que Macro estaba perdiendo demasiada sangre y con demasiada rapidez. Tenían que llevarlo de vuelta al castrum cuanto antes para que el cirujano de la guarnición pudiera atenderle.

–¡Mirón! Quiero a uno de tus hombres a cada lado del centurión. Mantenedlo erguido en la silla.

Cuando los hombres se hubieron colocado en posición, Macro meneó la cabeza.

–Yo no necesito malditas niñeras. Iré solo.

–Calla y haz lo que se te ordena –exclamó Cato, volviendo a montar.

Cogió las riendas y miró hacia arriba. El chico los miraba desde cierta distancia por encima de ellos. Se había detenido a insultar a los romanos y su voz penetrante rebotaba en las rocas. Pronto sonaría la alarma en el asentamiento y seguramente saldrían a perseguir a la patrulla–. Tenemos que largarnos de aquí.

No sin ansiedad, vio que Macro se tambaleaba ligeramente en la silla, ya algo mareado por la conmoción y la pérdida de sangre. Entonces la ansiedad de Cato se convirtió en miedo. Miedo de perder a su amigo más cercano como resultado de un absurdo enfrentamiento y por la suerte ciega de aquel segundo disparo del chico. La ironía de que Macro pudiera acabar abatido por un jovenzuelo delgaducho, cuando había vencido a algunos de los enemigos más formidables del Imperio, era demasiado para Cato.

–Mierda. Mierda –murmuró mientras buscaba la mirada vacilante de su amigo–. No, tú no. Ahora no. Aquí no.

–De ninguna manera, joder –gruñó Macro a su vez–. No te preocupes, chico.

Cato asintió y luego se volvió al decurión Mirón.

–¡De vuelta al fuerte! No nos detendremos por nada. ¡Vamos!

CAPÍTULO II

–Ponedlo encima de la mesa –ordenó el cirujano a los auxiliares que habían entrado en la pequeña enfermería situada junto al barracón del cuartel general del fuerte. Macro colgaba fláccido entre ellos, rodeando con un brazo el hombro de cada uno de los hombres. Apenas estaba consciente y su cabeza oscilaba, y Cato se asustó mucho al ver lo blanco y exangüe de su gesto. Fuera el día estaba terminando y acababa de sonar la trompeta del cambio de guardia. La rutina diaria de la guarnición continuaba sin tener en cuenta el pequeño drama que sucedía mientras la patrulla entraba al galope por la puerta principal.

El cirujano Pausino era uno de los escasos oficiales médi­cos que no era griego o de una de las provincias orientales, donde se adquirían con mayor facilidad conocimientos médicos. Había sido seleccionado por sus propios compañeros de fila para ser entrenado como vendador de heridas antes de alcanzar su posición actual, y tenía una experiencia de muchos años atendiendo las heridas, accidentes y enfermedades de los soldados. La mesa de examen contaba con un fino cojín de cuero en un extremo para que los pacientes apoyaran la cabeza en él. Los hombres que llevaban a Macro tumbaron al centurión en la dura superficie. Cato se quedó a un lado mientras Pausino se hacía cargo de él.

–Quitadle las correas y la armadura. Las botas también. Dejadle sólo la túnica.

Mientras los auxiliares hacían lo que se les ordenaba, Macro murmuraba maldiciones hacia ellos, sus párpados aleteaban e iba balanceando la cabeza lentamente de un lado a otro. El cirujano sacó su caja de instrumentos y seleccionó con cuidado una serie de artículos, que colocó en un taburete junto a la mesa. Llamó a uno de sus ayudantes para que le trajera vendajes de tela, vinagre y su baúl de hierbas, y luego abrió los postigos de la ventana que quedaba frente a Macro para que entrase la mayor cantidad de luz posible.

–¡Quítate de en medio! ¡Ahí! –Apartó a un lado a uno de los auxiliares–. Echaos atrás. –Inclinó la cabeza hacia Cato–. Tú no, por supuesto, señor. Puedes mantenerte a un lado, sin embargo, ¿eh?

Cato asintió y se quedó en un lugar donde podía ver la cara pálida de su amigo sin molestar al cirujano ni a su personal.

En cuanto le quitaron la armadura a Macro, Pausino arrojó las tiras ensangrentadas en que se habían convertido los pañuelos del cuello a un cubo de madera que se encontraba debajo de la mesa. Se inclinó más aún para inspeccionar el trozo de flecha rota. Al poco, se enderezó y se dirigió a Macro:

–Voy a tener que cortarte los calzones para abrirlos y llegar a la herida, señor.

–No... –protestó débilmente Macro–. Los acababa de estrenar...

–Pues mala suerte. –Pausino cogió un par de tijeras y empezó a cortar el cuero hasta llegar a la herida, y luego, con mucho cuidado, rodeó el espacio en torno al asta de la flecha y continuó hasta la cadera de Macro, hasta que los calzones quedaron completamente abiertos y los pudo apartar del muslo del centurión. La sangre fresca y seca embadurnaba el lugar lleno de coágulos donde la flecha había perforado la carne. El cirujano tocó la zona en torno a la herida con los dedos, y Macro dejó escapar un quejido hondo.

–Hum... Es feo. No noto la punta de la flecha. Se ha incrustado bien adentro. –Pausino se acarició la barbilla erizada, dejándose una mancha escarlata en la piel.

–¿Qué vas a hacer? –preguntó Cato.

–Está bastante claro, señor. Una extracción progresiva debería bastar.

Cato suspiró y levantó una ceja.

–¿Te importaría explicármelo?

–Mientras trabajo, señor. El centurión todavía está perdiendo mucha sangre, así que no hay tiempo que perder. –Pausino se volvió a los auxiliares–: Ponedlo de costado y sujetadlo así. Cuando yo empiece no se podrá mover. ¿Comprendido? ¡Bien! Comencemos entonces.

–Déjame. –Cato apartó a uno de los auxiliares a un lado y agarró los hombros de Macro.

Pausino lo miró con expresión sorprendida, pero se encogió de hombros.

–Como desees. ¿Preparado? Ya.

Bajo la guía del cirujano, pusieron a Macro de lado, con la herida en la parte superior y el asta de la flecha apuntando hacia la habitación.

–Sujetadlo fuerte. –Pausino daba instrucciones mientras cogía un escalpelo de bronce y examinaba el ángulo de la flecha al entrar en el muslo. Tomó aliento con fuerza e insertó la punta del instrumento en la carne, por el lado opuesto al muslo de Macro. La sangre, roja y brillante, salpicó desde la nueva herida y corrió por la piel de Macro bajando hasta la mesa. El centurión dejó escapar un nuevo quejido e intentó moverse. Cato sujetó a su amigo mientras otro hombre le mantenía las piernas quietas. Cato notaba el cuerpo de Macro temblando bajo su presa.

–Si está perdiendo sangre, ¿por qué hacerle una nueva herida?

Sin levantar la vista ni hacer una pausa, el cirujano replicó con tranquilidad:

–Como he dicho, el proyectil ha penetrado profundamente. Además, noto que la punta es ancha. Una flecha de caza, lo más probable. Si intento una extracción regresiva para sacarla por donde entró, causará mucho más daño y pérdida de sangre. De modo que el truco es hacer una incisión en la parte opuesta al punto de entrada y tirar de la flecha en esa dirección. –Levantó la vista–. Por supuesto, es más difícil de lo que parece. No me extraña que Celso siempre refunfuñara por eso. Supongo que no has leído su obra.

–El nombre me suena.

–Haber escuchado el nombre y conocer la obra no es lo mismo, señor –dijo Pausino con ironía, mientras continuaba con su incisión–. El De Medicina es el texto de referencia para los cirujanos del ejército. Celso cubre la mayor parte del terreno bastante bien, pero la experiencia no tiene rival. Como dijo Hipócrates: «el que desea practicar la cirugía debe ir a la guerra». Y, gracias a las extensas campañas que hemos mantenido en Britania, he conseguido más experiencia que la mayoría en mi profesión. Ciertamente, más que algunos. –Hizo una señal a su ayudante–. O sea, que puedes estar tranquilo, porque el centurión está en buenas manos.

Retiró su bisturí y, tras dejar el instrumento ensangrentado en el taburete, buscó una sonda.

–Ahora viene la parte más delicada.

Con los dedos de la mano izquierda abrió la incisión y reveló el músculo rojo que quedaba debajo. La sangre fluía libremente.

–Hay que enjugar esto. ¡Ordenanza, un poco de vinagre aquí!

Su ayudante se inclinó hacia la herida, sacó el tapón de un frasco pequeño y lo vertió sobre ella, eliminando el exceso de sangre que rodeaba la herida, y luego salpicó con el líquido más directamente en la incisión. Macro dio un respingo bajo las manos de Cato y aulló:

–¡Joder! Eso... duele...

Con un gruñido, quedó desmadejado. El corazón de Cato dio un vuelco.

–¿Qué ha pasado?

–Se ha desmayado, nada más. No me sorprende, realmente. Es un tipo duro, este centurión. La mayoría se desmayan mucho antes por la pérdida de sangre y la conmoción. Supongo que el vinagre ha sido lo que ha colmado el vaso, al final. –Pausino apartó un poco más la carne e insertó la sonda con cuidado. Apretando la mandíbula, fue moviendo el instrumento a un lado y otro, hasta que asintió con la cabeza–: Ya la he encontrado. Coloca los separadores en la incisión y luego dame la pinza extractora.

El ordenanza dudó y Pausanio susurró con frustración.

–Eso de ahí, con una muesca.

Con el instrumento ya en la mano, el cirujano miró a Cato.

–Esto es lo más interesante. Creo que tú tienes la mano más firme que ese idiota. –Señaló al ordenanza–. ¿Te importa cambiar de sitio con él, señor? Necesito estar seguro de que tengo a alguien de quien me pueda fiar bajo presión.

Cato tragó saliva.

–Si te sirve de ayuda...

Soltó a Macro y el ordenanza se puso en su lugar. Pausino tendió los separadores a Cato, dos instrumentos esbeltos con la punta roma y en forma de gancho.

–Necesito que sujetes los bordes de la incisión abiertos para que yo pueda coger la punta de la flecha. No tanto como para hacer más daño al centurión, pero sí lo suficiente para que vea lo que estoy haciendo. ¿Queda claro?

–Creo que sí.

Pausino lo miró un momento y habló con suavidad.

–No es sólo un camarada, ¿verdad? Es más que eso. ¿Un amigo?

–El mejor –respondió Cato–. Lo conozco desde que ingresé en el ejército.

–Ya. Entonces tienes que entender esto: si queremos hacer lo mejor para él, no debemos dejarnos conmover por su sufrimiento. Tenemos que hacer lo necesario para salvarlo.

–Lo entiendo.

–¡Entonces, a trabajar! Abre bien la herida y apártate de mi camino lo que puedas, mientras yo hago el resto. –Se dio cuenta de que Cato dudaba; entonces el cirujano señaló la incisión–. No se va a mantener abierta ella sola, señor.

–Está bien, maldita sea. –Cato sujetó los separadores, apretó los extremos curvados en la carne cortada y luego apartó la piel, dejando a la vista el músculo escarlata del interior.

Inmediatamente, Pausino remojó la abertura con más vinagre.

–Mantén las manos quietas, señor.

Cato mantuvo con firmeza los separadores y tensó los brazos mientras Pausino se inclinaba a un lado para que la luz que entraba por la ventana cayera directamente en la incisión. Entonces cogió la sonda original y apartó de nuevo los músculos buscando la punta de la flecha. Sabiendo ya, más o menos, por dónde tenía que buscar gracias a su primera incursión, sólo le costó un momento.

–Aquí estás, amiguita. ¿Lo ves?

Apartó una parte del músculo fibroso y con el extractor indicó la punta de hierro.

–Muy bien –respondió Cato, sintiéndose algo mareado–. ¿Qué dice Celso que hay que hacer a continuación?

Pausino no respondió al principio, sino que deslizó el extractor por encima de la punta de la flecha, volvió el extremo con la muesca para que se enganchara en la parte inferior de la punta de la misma y tiró con enorme suavidad.

–Maldita sea...

–¿Qué ocurre?

–Lo que me temía. Una flecha de caza. La punta es plana y está rodeada de púas. Haré más daño aún si intento sacarla tal y como está. Pero no te preocupes. Sólo hay que usar una herramienta distinta, ¿eh? –Dejó el extractor junto a la incisión y busco unas pinzas delicadas. Mientras se concentraba en la herida una vez más, pidió al ordenanza que sujetara el asta de la flecha para que estuviera quieta.

Mientras el hombre hacía lo que se le pedía, el cirujano buscó con las pinzas y apartó a un lado el tejido muscular dañado, exponiendo la primera de las púas. Rodeando con las pinzas el hierro en ángulo agudo, la cortó lo más cerca que pudo del centro de la punta de flecha.

–Ya tenemos una. –Sacó la púa, la sujetó para que la viera Cato y la arrojó al cubo que estaba bajo la mesa–. Ahora, la otra.

Repitió el proceso y luego dejó los alicates y cogió de nuevo el extractor.

–Ahora podemos terminar el trabajo.

Cato miraba con fascinación morbosa mientras el cirujano volvía a introducir el instrumento de bronce, sujetaba la punta plana de la flecha y la retorcía para hacer mejor presa.

–Allá vamos –murmuró Pausino, empezando a tirar de la flecha fuera. El hierro estaba cubierto de sangre que lo hacía resbalar y, al final, el extractor se soltó. El cirujano, pacientemente, asió de nuevo el proyectil y continuó tirando de él hasta que sobresalió de la incisión, entre los separadores que estaban en manos de Cato. En cuanto se pudo ver una parte suficiente de la flecha como para colocar en torno a ella los dedos, Pausino bajó sus instrumentos y extrajo la flecha. Otros veinte centímetros de madera, también cubierta de sangre, aparecieron entonces. Con un suave chasquido quedó libre y el cirujano la sujetó.

–Muy fea, realmente. –Se enderezó.

Cato asintió mientras examinaba aquella punta de flecha ancha, plana, de hierro, con las púas cortadas. Era fácil ver entonces por qué había sido necesario seguir el procedimiento que había elegido Pausino. Si hubieran intentado sacar la flecha por el otro lado, habrían desgarrado el muslo de Macro, rompiendo el músculo y también los vasos sanguíneos.

–Ahora tenemos que limpiar bien y cerrar –anunció Pausino. Tomó unas hilas de su baúl de medicinas, las colocó en un cuenco pequeño de latón y las sumergió en vinagre. Cuando hubieron absorbido gran parte del líquido, cogió las hilas y las apretó contra la incisión, e hizo lo mismo en la herida de entrada.

–Ya puedes soltar los separadores, señor.

Cato liberó cuidadosamente los ganchos y dejó las delgadas varillas de bronce en la mesa. Mientras, Pausino empapó dos esponjas y se las pasó al ordenanza.

–Presiona las heridas hasta que yo te avise.

–Sí, señor.

Cuando el ordenanza se hubo hecho cargo, el cirujano se incorporó y movió los hombros.

–Ha ido lo mejor posible. Hemos conseguido evitar mayores daños. Si la herida no se pone tumefacta y descansa y la deja curar, debería recuperarse bien. Tendrá la pierna algo rígida unos pocos meses, pero eso es normal. No recibe uno una flecha de caza en el muslo y se la quita como si tal cosa. ¿Es el tipo de hombre que es probable que sea mal paciente?

Cato hizo una mueca.

–Ya te lo puedes imaginar...

–Bueno, pues entonces tendrás que ordenarle que lo haga, señor. Sólo porque sea un oficial no tiene derecho a poner en peligro el trabajo tan duro que me ha tocado hacer. Me atrevería a decir que tendrás que darle instrucciones muy estrictas para que obedezca hasta que se haya recuperado.

–Me encargaré de ello. –Cato ya se imaginaba lo que iba a pasar con Macro. Pero las órdenes eran las órdenes, y su amigo tendría que aguantarse.

–Entonces le prepararé una cama en el dormitorio. –Pausino volvió su atención de nuevo hacia su baúl de medicinas y sacó una aguja y un trozo de tripa retorcido. En cuanto hubo enhebrado la aguja, añadió tres imperdibles a los materiales que estaba preparando–. La herida de entrada es lo bastante pequeña para suturarla –explicó–. Las fíbulas son para cerrar la incisión de la herida de salida. Lo mejor es que se pueden abrir y cerrar si tienes que examinar la herida. Claro, le dolerá a rabiar, pero eso no se puede evitar de ninguna manera. Vale, puedes quitar las esponjas.

El ordenanza soltó la presión sobre las heridas y arrojó las esponjas al cubo, mientras Pausino extraía suavemente las hilas. Sonrió.

–¡Estupendo! Ahora todo ha quedado muy bien, muy limpio. No hay coágulos visibles. Habrá alguno, siempre los hay, pero saldrá todo cuando drenemos el pus de la herida, durante los días siguientes. No será un espectáculo agradable. Habrá un poco de inflamación. Eso es normal, y un poco va bien. Demasiada, puede indicar tumefacción. Si ocurre eso... –aspiró aire entre los dientes–. Puede que quieras hacer una ofrenda a Asclepio en nombre del centurión.

–Me ocuparé de ello personalmente.

–Bien. Acabemos el trabajo. –Pausino pellizcó la carne desgarrada en torno a la herida, la juntó y clavó la punta de la aguja en la piel de Macro–. Hay que entrar bastante para que no haya ocasión de que los puntos se desgarren. Yo uso un hilo hecho de tripa de cordero retorcida. Es lo bastante fuerte. –Dio cuatro puntadas, cortó el hilo y lo ató. A continuación dedicó su atención a la incisión, y la cerró con las fíbulas. Quitó una de ellas de nuevo para hacer un arreglo, y luego metió la punta a través de la carne de Macro una vez más. Al final asintió con satisfacción.

–Ahí está. Ordenanza, puedes vendar esto.

Cato se quedó mirando mientras envolvían la tela en torno al muslo de Macro.

–¿Y ahora?

Pausino atravesó la sala de curas y se acercó con el cuenco y el aguamanil que estaba en una mesita del rincón. Se lavó las manos para eliminar la sangre, mientras se dirigía a su oficial al mando.

–¿Ahora? Pues tenemos que esperar y ver si tu amigo se pone mejor. Aparte del peligro de tumefacción de la herida, va a sentir mucho dolor. Normalmente doy a mis pacientes unas gotas de lágrimas de amapola. Es bastante fácil de encontrar en las provincias orientales, pero raras como un grano en el trasero de Venus aquí, en Britania. Gasté las últimas que tenía en reserva hace meses. De modo que el centurión tendrá que contentarse con un poco de raíz de mandrágora empapada en vino caliente. Eso embotará su dolor y lo dejará amodorrado. Si duerme, no le molestarán tanto las heridas.

–¿Cuándo sabremos si se va a recuperar?

El cirujano acabó de aclararse las manos y se las secó con una tira de tela.

–Hacia el quinto día, como norma. Por entonces, el grado de inflamación nos dirá todo lo que necesitamos saber. Si es malo, entonces es probable que quede algo en la herida que esté causando el problema. En ese caso, tendré que volver a abrir, limpiarla bien con más vinagre, y después con miel caliente con agua, y luego volver a coser.

–Ya veo... –A Cato se le ocurrió una idea–. Entonces, si no hay inflamación, puedo suponer que Macro se está curando...

–Pues no. Si no hay inflamación en absoluto, entonces casi siempre es muy mala señal.

–¿Ah, sí? –Cato no entendía la lógica de la afirmación del cirujano–. ¿Por qué?

–Significa que la carne se está muriendo. Aunque si fuera ese el caso, yo lo sabría enseguida por el olor que emanaría de la herida..., en cuyo caso, lo único que podría hacer es procurar que estuviera lo más cómodo posible hasta que muriese. –Pausino se inclinó hacia su paciente mientras el ordenanza volvía a Macro de espaldas. Dio unos golpecitos con un dedo en la espinilla del centurión–. Si la herida estuviera más abajo en el miembro, podría cortar la carne muerta y un poco de carne buena también, para estar bien seguros, serraría el hueso y amputaría la pierna. Se habrían acabado para siempre sus días de soldado, pero tendría una posibilidad de sobrevivir. Si no lo cortase, entonces se moriría con toda seguridad. Pero tan arriba en el muslo como está, es muy difícil. El procedimiento es mucho más largo y hay una pérdida de sangre mucho mayor –reflexionó un momento y se encogió de hombros–. Así que roguemos para que Asclepio nos mire con amabilidad y el centurión Macro se recupere plenamente.

Cato se estaba cansando un poco de los modales del cirujano, y se volvió hacia él con expresión fría:

–La recuperación de Macro será responsabilidad personal tuya. Tú procurarás que se le dé atención constante, y que se atiendan todas sus necesidades. Comida, bebida, limpieza... Es el tipo de oficial que resulta extremadamente difícil de sustituir. El ejército lo necesita. Me sentiría muy disgustado, por decirlo de una manera suave, si muriese. Siempre puedo encontrar un lugar en vanguardia para un ex cirujano. ¿Me he expresado con claridad?

Pausino le devolvió la mirada estoicamente.

–No hay necesidad alguna de amenazas, señor. Yo asumo mis responsabilidades siempre con absoluta seriedad, como haces tú. Y no trato con favor especial a ninguno de mis pacientes. Todos ellos obtienen los mejores cuidados que puedo darles, sin tener en cuenta jamás el rango. Te doy mi palabra de ello.