EL ÁGUILA EN EL DESIERTO

 

 

 

SIMON SCARROW

 

Título original: The Eagle in the Sand

Diseño de la sobrecubierta: Enrique Iborra

Primera edición: octubre de 2007

Primera edición en e-book: noviembre de 2017

© Simon Scarrow, 2006

© de la traducción: Montse Batista, 2007

© de la presente edición: Edhasa, 2017

Diputación, 262, 2º 1ª

08007 Barcelona

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España

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ISBN: 978-84-350-4674-9

Producido en España

Para Timoor Daghistani con gratitud y amistad

NOTA DEL AUTOR

Ha sido un gran placer reunir los datos necesarios y escribir El Águila en el desierto. Desde los inicios de la serie había querido llevar a Macro y Cato a Oriente. Tendría que haberlo hecho mucho antes por el pobre centurión Macro, que ha estado fantaseando de muchas formas distintas sobre el atractivo del Levante. En esta ocasión la realidad ha resultado bastante más descarnada de lo que él había esperado. Quizá la próxima vez sea mejor.

Puede que algunos lectores tengan la sensación de que me he tomado unas cuantas libertades con la historia del más famoso de los agitadores judíos ejecutados por Roma. A ellos les recomendaría Apocalypse, de Neil Faulkner, un magnífico relato de los antecedentes e historia de la gran revuelta del año 66 d.C. Las distintas contracorrientes de las divisiones políticas, religiosas y sociales se analizan claramente con mucho detalle y Faulkner es un experto en hacer comparaciones reveladoras con la historia más reciente de la región. Recomiendo este libro sin ninguna reserva a cualquiera que quiera descubrir más cosas sobre la Judea del siglo I.

El paisaje descrito en esta novela no ha cambiado en su mayor parte y he intentado transmitir la crudeza y espectacularidad de la frontera oriental para que fuera lo más tangible posible. Bañarme en el mar Muerto fue una novedad para mí igual que lo fue para Macro, y es difícil describir la formidable experiencia de Petra. Aunque había leído mucho sobre la ciudad (¡y había visto a Indiana Jones cruzar el siq al galope!), el visitante nunca está preparado para el momento en el que sale del estrecho abismo para verse frente al descomunal edificio del «Tesoro». Y eso fue tan sólo el comienzo de una jornada inolvidable de exploración del lugar. El esplendor creado por el hombre en Petra se corresponde con el espectáculo natural del Wadi Rum(como se le conoce actualmente), una extensión de arena roja como la sangre dividida por grandes paredes de roca. La magnitud épica del lugar resulta aún más imponente gracias al silencio y proporciona una palestra adecuada para el conflicto final de la novela.

Jordania posee algunas de las ruinas clásicas más impresionantes del mundo. El teatro de Ammán se halla prácticamente intacto y los restos de algunas de las demás ciudades de la Decápolis han sido excavados exhaustivamente. Son dignas de mención Jerash y Umm Qais, donde el visitante puede sentarse en lo alto de un teatro construido con piedra negra y contemplar desde Jawlan el lago de Tiberíades para volver luego la vista a Nazaret. No obstante, el emplazamiento que más me impresionó fue el más desolado y difícil de alcanzar, concretamente el fuerte de Q'sar Bashir, en el desierto. Ni siquiera en el Ministerio de Turismo jordano estaban seguros de su ubicación. Por suerte, el rey Abdulá me puso en contacto con un amigo suyo, Samer Mouasher, que pudo guiarnos hasta el emplazamiento. Los muros y torres de Bashir todavía se alzan de la roca y la arena, y la mampostería que un terremoto desplazó hace más de dos siglos todavía sigue en el mismo lugar donde cayó. El visitante puede subir a algunas de las torres y desde lo alto la vista de la arena se extiende hacia el horizonte por todas partes. Me impresionó el orgullo desmedido de un imperio capaz de construir un fuerte formidable en una posición tan aislada. «¡Contemplad mis obras, oh poderosos, y desesperad!»: Shelley describió mis sensaciones de forma muy precisa.

Después de dejar el fuerte y dirigirnos a Petra, retenía hasta el último detalle en mi memoria y supe que había encontrado la inspiración perfecta para el escenario de la última aventura de Macro y Cato.

SIMON SCARROW, marzo de 2006

EL ÁGUILA EN EL DESIERTO

Como las cinco primeras novelas de esta serie estaban ambientadas en Britania, resultó muy fácil recorrer el terreno y familiarizarse con el paisaje por el que Macro y Cato estarían luchando. El hecho de que en el último libro la acción se desarrollara en el desierto, en los límites del Imperio romano, resultó más problemático. Hasta que recibí una llamada del Sr. Daghistani, de la embajada jordana, en la que se me informó de que a Su Majestad, el rey Abdulá, lector entusiasta de la serie, le gustaría invitarnos a mi familia y a mí a Jordania para ver los emplazamientos romanos repartidos por gran parte del país.

Me gustaría expresar mi sincero agradecimiento a Su Majestad por ser un anfitrión tan amable. Hago extensiva mi gratitud a todos los jordanos que hicieron que nuestra visita a su país fuera tan placentera. Doy las gracias a Rozana Abu Hamdi, del Departamento de Protocolo Real, por organizar un maravilloso itinerario por los emplazamientos; a Moraud, nuestro conductor, que resultó ser un paciente maestro del árabe que hicimos todo lo posible por aprender; y por último, gracias a Samer Mouasher, que sabía exactamente dónde encontrar cierto fuerte del desierto que era de vital importancia para el emplazamiento de esta novela.

 

mapa

CAPÍTULO I

El centurión Macro fue el primero que reparó en ellos: un pequeño grupo de hombres encapuchados que salieron tranquilamente de un oscuro callejón a la calle abarrotada y se mezclaron con el torrente de personas, animales y carros que afluían al gran mercado situado en el patio exterior del templo. Aunque tan sólo era media mañana, el sol ya bañaba Jerusalén y corrompía la atmósfera de las calles estrechas con una sofocante intensidad de olores: las consabidas emanaciones propias de las ciudades de todo el imperio y otros aromas desconocidos evocadores de Oriente; especias, cidra y balsamina. Bajo la cegadora luz del sol y el aire achicharrante Macro notaba el sudor por todo el rostro y el cuerpo y se preguntó cómo alguien podía soportar una capucha con aquel calor. Se quedó mirando a aquel grupo de hombres que caminaban por la calle, a menos de veinte pasos de distancia por delante de él. No hablaban entre ellos y apenas advertían la multitud que se empujaba a su alrededor, sino que simplemente avanzaban con el gentío. Macro se cambió de mano las riendas de la mula y le dio un ligero codazo a su compañero, el centurión Cato, montado a su lado frente a la pequeña columna de reclutas auxiliares que seguían pesadamente a los dos oficiales.

-No están tramando nada bueno.

-¿Mm? -Cato se volvió-. Perdona. ¿Qué has dicho?

-Ahí delante -Macro señaló rápidamente hacia los hombres a los que estaba observando-. ¿Ves a esos que llevan la cabeza cubierta?

Cato entrecerró los ojos un momento antes de fijar la vista en los hombres que Macro le había indicado.

-Sí. ¿Qué pasa con ellos?

-Bueno, ¿no te parece raro?

Macro miró a su compañero. Cato era un muchacho muy inteligente, pensó, pero a veces tenía un peligro o un detalle vital delante de las narices y se le pasaba por alto. Al ser un poco mayor que él, Macro lo atribuía a la falta de experiencia. Él había servido en las legiones durante casi dieciocho años, tiempo suficiente para desarrollar una profunda conciencia de su entorno. Tal como había descubierto en algunas ocasiones, más bien demasiadas, la vida dependía de ello. De hecho, en su cuerpo tenía cicatrices que eran el resultado de no haberse percatado de una amenaza hasta que fue demasiado tarde. El hecho de que siguiera vivo era una prueba de su dureza y absoluta brutalidad en combate. Macro era un hombre a tener en cuenta, igual que todos los centuriones de las legiones del emperador Claudio. Volvió a dirigirle una mirada a Cato y reflexionó; bueno, quizá todos no. Su amigo era algo parecido a una excepción. Cato se había ganado el ascenso en un momento desagradablemente prematuro de su carrera militar en virtud de su cerebro, sus agallas, su suerte y cierto favoritismo. Este último factor podría haber irritado a un hombre como Macro, que había ascendido con gran esfuerzo desde la tropa, pero él era lo bastante honesto para reconocer que Cato había justificado su ascenso con creces. En los cuatro años que llevaba alistado en la Segunda legión, durante los cuales había servido con Macro en Germania, Britania e Ili-ria, Cato había madurado, pasando de ser un recluta sin experiencia a convertirse en un veterano duro y enérgico. Sin embargo, en ocasiones seguía estando en la luna.

Macro dio un suspiro de impaciencia.

-Capuchas. Con este calor. ¿Tú no dirías que es extraño?

Cato volvió a mirar a aquellos hombres y se encogió de hombros.

-Ahora que lo mencionas, supongo que sí. Quizá formen parte de alguna secta religiosa. Sólo los dioses saben cuántas de ellas hay en este lugar. -Frunció el ceño-. ¿Quién habría pensado que una misma religión pudiera tener tantas? Y por lo que he oído, los habitantes del lugar son de lo más piadoso. Poca gente hay tan religiosa como los judíos.

-Tal vez -repuso Macro con aire pensativo-. Pero a mí esos tipos no me parecen muy religiosos.

-¿Cómo lo sabes?

-Lo noto -Macro se dio unos golpecitos en la nariz-. Confía en mí. Están tramando algo.

-¿Como qué?

-No lo sé. Todavía. Pero tú no les quites ojo. A ver qué piensas.

-¿Qué pienso? -Cato torció el gesto, irritado-. Ya estaba pensando cuando me interrumpiste.

-¿Ah sí? -dijo Macro, atento a los hombres que iban por delante-. Supongo que estabas meditando sobre algún asunto de importancia trascendental. A juzgar por la mirada ausente de tu rostro, así debía de ser.

-¡Qué simpático! Pues resulta que estaba pensando en Narciso.

-¿En Narciso? -La expresión de Macro se ensombreció al oír mencionar al secretario imperial, que era quien había ordenado que los destinaran al este-. ¿Ese cabrón? ¿Por qué perder tiempo con él?

-Es sólo que esta vez nos ha tendido una buena trampa. Dudo que vayamos a llevar a término esta misión. Huele mal.

-¡Qué novedad! Todos los trabajos que nos ha dado ese hijo de puta apestan. Somos las escobillas del retrete imperial. Siempre con la mierda hasta el cuello.

Cato miró a su amigo con cara de asco y estaba a punto de replicar cuando de repente Macro estiró el cuello y dijo entre dientes:

-¡Mira! Van a entrar en acción.

Justo enfrente se alzaba el majestuoso arco que señalaba la entrada al gran patio exterior del templo. La luz era deslumbrante y por un instante perfiló las cabezas y hombros de las personas que tenían delante, por lo que Cato tardó un momento en volver a fijar la vista en los hombres encapuchados. Al pasar bajo el arco, éstos se habían abierto camino a empellones hacia el otro lado de la calle y en aquellos momentos se dirigían rápidamente hacia las mesas de los prestamistas y recaudadores de impuestos que había en el centro del patio.

-Vamos -Macro clavó los talones en los flancos de su mula y la hizo rebuznar. Las personas que iban delante volvieron la mirada por encima del hombro con nerviosismo y, arrastrando los pies, se apartaron del camino del animal-. Venga.

-¡Espera! -Cato lo agarró del brazo-. Estás sacando las cosas de quicio. Apenas hemos llegado a la ciudad y ya andas buscando camorra.

-Te estoy diciendo que no traman nada bueno, Cato.

-Eso no lo sabes. No puedes meterte y pisotear a todo el que se te ponga por delante.

-¿Por qué no?

-Provocarás un disturbio -Cato se deslizó de la silla y se quedó junto a su mula-. Si quieres seguirles vayamos a pie.

Macro lanzó una rápida mirada hacia los encapuchados.

-Me parece bien. ¡Optio!

Un alto galo de facciones duras se acercó a grandes zancadas desde el frente de la columna y saludó a Macro.

-¿Señor?

-Toma las riendas. El centurión Cato y yo vamos a dar un paseo.

-¿Un paseo, señor?

-Ya lo has oído. Espéranos al otro lado de la puerta. Pero mantén a los hombres en formación, por si acaso.

El optio frunció el ceño.

-¿Por si acaso qué, señor?

-Pues por si hay problemas -Macro sonrió-. ¿Qué va a ser? Vamos, Cato. Antes de que los perdamos.

Con un suspiro, Cato siguió a su amigo por entre la multitud de cuerpos que entraban al gran patio. Los hombres a los que seguían se hallaban ya a cierta distancia, dirigiéndose todavía hacia los puestos de los prestamistas y recaudadores de impuestos. Los dos centuriones se abrieron paso entre la multitud, empujando a algunas personas al pasar, suscitando miradas enojadas y maldiciones entre dientes.

-Romanos hijos de puta -dijo alguien con acento griego.

Macro se detuvo y se dio la vuelta rápidamente.

-¿Quién ha dicho eso?

El gentío se encogió ante su expresión iracunda pero le devolvió la mirada con hostilidad. Macro se fijó en un joven alto y ancho de espaldas que había fruncido los labios con desdén.

-¡Vaya! De modo que has sido tú, ¿eh? -Macro sonrió y le hizo señas para que se acercara-. Pues venga, ven. Si crees que eres lo bastante hombre.

Cato agarró del brazo a Macro y tiró de él.

-Déjalo en paz.

-¿Que lo deje? -Macro puso mala cara-. ¿Por qué? Necesita que le den una lección de hospitalidad.

-No, no lo necesita -insistió Cato en voz baja-. Corazón y entendimiento, ¿recuerdas? Eso fue lo que nos dijo el procurador. Además -Cato hizo un gesto hacia las casetas-, tus amigos encapuchados se están alejando.

-Está bien -Macro se volvió rápidamente hacia aquel joven-. Vuelve a cruzarte en mi camino, judío, y te arrancaré la maldita cabeza.

El hombre soltó un resoplido desdeñoso y Cato tiró de Macro antes de que éste pudiera reaccionar. Avanzaron apresuradamente y no tardaron en acortar distancias con el grupito de hombres que se abría camino entre la multitud hacia las garitas. Al ser más alto que Macro, a Cato le resultaba más fácil no perderlos de vista mientras los dos centuriones avanzaban a la fuerza entre la exótica mezcla de razas que llenaba el gran patio. Entre los lugareños había idumeos y nabateos de rasgos oscuros, muchos de ellos tocados con turbantes pulcramente enrollados en la cabeza. Prendas de ropa de todos los colores y modelos se arremolinaban entre las multitudes y por todas partes se oían fragmentos de conversaciones en distintas lenguas.

-¡Cuidado! -Macro agarró a Cato del brazo y tiró de él al tiempo que un camello cargado hasta los topes cruzaba frente a ellos. Las angarillas de madera que llevaba la bestia en la silla estaban cargadas con fardos de delicadas telas y el animal soltó un profundo gruñido cuando se apartó para esquivar a los dos romanos. Cuando el camello acabó de pasar balanceándose, Cato volvió a avanzar y se detuvo de pronto.

-¿Qué pasa? -le preguntó Macro.

-Mierda... no les veo -Cato recorrió rápidamente con la mirada la sección de la multitud donde había visto por última vez a su presa. Sin embargo, allí no había ni rastro de los encapuchados-. Deben de haberse quitado la capucha.

-¡Vaya, estupendo! -exclamó Macro entre dientes-. ¿Y ahora qué?

-Acerquémonos a los recaudadores de impuestos. Daba la sensación de que era allí adonde se dirigían.

Con Cato delante, los dos centuriones se dirigieron al extremo de la hilera de tenderetes que se extendían junto a los escalones que conducían a los muros del templo interior. Los puestos más cercanos pertenecían a los prestamistas y a los banqueros, que estaban sentados en cómodas sillas con almohadones mientras hacían negocios con sus clientes. Más adelante se hallaba la otra sección, más pequeña, donde los recaudadores de impuestos y sus matones a sueldo esperaban a que vinieran a pagar aquellos que estaban sujetos al pago de tributos. A su lado tenían las tablillas enceradas en las que se detallaba el nombre de los tributarios y la cantidad que tenían que pagar. Los recaudadores de impuestos habían adquirido el derecho a cobrar contribuciones concretas en las subastas que celebraba el procurador romano en Cesarea, capital administrativa de la provincia. Tras pagar una cantidad fijada a las arcas imperiales, adquirían el derecho legal a exprimir a la gente de Jerusalén exigiéndoles el pago de cualquier impuesto que ellos consideraran que les correspondía satisfacer. Era un duro sistema, pero se aplicaba en todo el Imperio romano y los recaudadores de impuestos constituían una clase social que inspiraba resentimiento y desprecio. Lo cierto es que eso les venía muy bien al emperador Claudio y al personal del Tesoro imperial, puesto que el odio de los contribuyentes provinciales siempre se centraba en los recaudadores locales y no en las personas a las que éstos habían comprado sus derechos recaudatorios.

De repente unos gritos y chillidos provenientes del otro extremo de la hilera de tenderetes llamaron la atención de Cato y Macro. Un grupo de hombres se había separado precipitadamente de la multitud. La luz del sol se reflejó en la cara de una hoja y Cato se dio cuenta de que aquellos hombres iban todos armados, y vio que rodeaban a uno de los recaudadores, como lobos aprestándose para caer sobre su presa. El guardaespaldas de aquel hombre echó un vistazo a las armas, se dio la vuelta y echó a correr. El recaudador alzó los brazos para protegerse el rostro y desapareció de la vista cuando sus atacantes cayeron sobre él. Cato agarró la espada automáticamente y se escondió detrás de la hilera de garitas.

-¡Vamos, Macro!

Detrás de Cato, Macro desenfundó su hoja con un ruido áspero y ambos echaron a correr hacia los asesinos, apartando bruscamente a los prestamistas y saltando sobre sus montones de tablillas de registros. Cato vio que por delante de él los hombres se apartaban del recaudador de impuestos, que en aquellos momentos estaba desplomado encima de su tenderete con la túnica blanca rota y ensangrentada. Frente a la caseta la gente retrocedió presa del pánico; se dieron la vuelta y echaron a correr, dando gritos de terror. Los agresores, que hacía un momento llevaban puestas las capuchas, se volvieron contra los que estaban detrás del tenderete contiguo, quienes por un instante se habían quedado paralizados antes de caer en la cuenta del terrible peligro que corrían y que ahora intentaban alejarse apresuradamente de aquellos hombres que blandían las hojas cortas y curvas que daban nombre a su grupo: los sicarios, asesinos del sector más extremista de los judíos zelo-tes que se oponían al gobierno romano.

Los sicarios se hallaban tan concentrados en su frenesí homicida que no se percataron de la presencia de Cato y Macro hasta el último momento, cuando el asesino más cercano levantó la mirada y vio que Cato apartaba a un recaudador de un empujón y daba un salto adelante enseñando los dientes y blandiendo la espada frente a él. La punta alcanzó al agresor a un lado del cuello, le partió la clavícula y se le hundió en el pecho, atravesándole el corazón. El hombre soltó un explosivo grito ahogado y cayó de bruces, con lo que casi le arrancó la espada de la mano a Cato, que levantó la bota, empujó el cuerpo de una patada, liberó la hoja y se agachó, buscando su próximo objetivo con la mirada. Hubo un movimiento borroso a un lado cuando Macro pasó corriendo, arremetió con la espada contra el siguiente sicario y le propinó tal corte en el brazo que por poco no le cercenó el miembro. El hombre se vino abajo, aullando de dolor, y sus dedos laxos soltaron el arma. Los demás abandonaron repentinamente su ataque contra los recaudadores de impuestos y se dieron la vuelta para enfrentarse a los dos romanos. El cabecilla, un individuo bajo, de tez morena y hombros fornidos, espetó una orden y los sicarios se desplegaron rápidamente en abanico, algunos de ellos rodeando los tenderetes en tanto que otros subieron por las escaleras para cortarles el paso a Cato y Macro en la dirección por la que éstos habían venido. Cato mantuvo levantada la punta ensangrentada de la espada y echó un vistazo a su alrededor.

-Son siete.

-Lo tenemos mal -Macro resoplaba y tomó posición, espalda contra espalda con Cato-. No deberíamos estar aquí, muchacho.

La multitud había huido hacia la puerta y habían dejado un espacio despejado en torno a los dos romanos y los asesinos. El enlosado del patio exterior estaba lleno de cestos abandonados y tentempiés a medio comer que la gente había tirado en su precipitada huida para salvar la vida.

Cato se rio con amargura.

-Fue idea tuya, ¿recuerdas?

-La próxima vez no permitas que sea yo el que piense.

Antes de que Cato pudiera responder, el jefe de los sicarios dio una orden brusca y sus hombres se acercaron, moviéndose con rapidez y esgrimiendo las armas en disposición de ataque. Los romanos no tenían escapatoria y Cato se agachó más aún, tensó los músculos y fue pasando rápidamente la mirada de un contendiente a otro, todos ellos a menos de una lanza de distancia de Macro y él.

-¿Y ahora qué? -susurró en voz baja.

-¡Y yo qué sé!

-Estupendo. Justo lo que me hacía falta oír.

Cato notó un movimiento a un lado y se dio la vuelta en el preciso momento en que uno de los asesinos se abalanzaba sobre Macro para asestarle una cuchillada en el costado.

-¡Cuidado!

Pero Macro ya se había movido, su espada surcó el aire con un destello borroso y de un golpe hizo que aquel hombre soltara el arma. Mientras ésta repiqueteaba contra el suelo, otro sicario amagó a Cato, por lo que éste se dio la vuelta hacia él, listo para parar la arremetida. Al moverse, otro de los hombres avanzó de un salto, cuchillo en ristre. Cato se volvió de nuevo justo a tiempo de enfrentarse a la amenaza. Bajó la mano libre y sacó la daga, un arma de hoja ancha, pesada y difícil de manejar en comparación con las de hoja estrecha de los asesinos; de todos modos, el hecho de tenerla en la mano hacía que se sintiera mejor. El cabecilla gritó otra orden y Cato percibió el enojo en la voz de aquel hombre. Quería terminar con aquello enseguida.

-¡Macro! -gritó Cato-. ¡Conmigo! ¡Al ataque!

Se arrojó contra los hombres que retrocedían por el patio y su compañero lo siguió bramando a voz en cuello. La repentina inversión de papeles sobresaltó a los sicarios, que se quedaron quietos durante un instante crítico. Cato y Macro arremetieron a cuchilladas contra los hombres que tenían delante, lo que hizo que se apartaran de un salto y entonces los romanos pasaron entre ellos y corrieron por el pavimento de vuelta hacia la entrada del Gran Patio. Oyeron un grito furioso a sus espaldas y el ruido de las sandalias de los sicarios que se apresuraron a salir en su persecución. Cato volvió la vista atrás, vio a Macro que lo seguía de cerca y más allá, a unos pocos pasos por detrás de él, al jefe de los asesinos, con los labios retraídos en un gruñido mientras corría tras los romanos. Cato supo enseguida que no lograrían dejarlo atrás. Iban demasiado cargados y los sicarios no llevaban nada más que una túnica. Todo terminaría en unos momentos. Justo delante había un ánfora que había quedado abandonada por los que corrían para escapar del patio. Cato saltó por encima de ella y se dio la vuelta de inmediato. Macro, con expresión perpleja, pasó por su lado de un salto en el preciso instante en que Cato golpeaba la gran vasija con la espada y la hacía pedazos. El contenido se extendió sobre las losas del suelo con un agitado borboteo y el aroma del aceite de oliva inundó la atmósfera. Cato se dio la vuelta de nuevo, echó a correr detrás de Macro y miró por encima del hombro a tiempo de ver que el jefe de los sicarios resbalaba, perdía el equilibrio y caía al suelo con un golpe sordo. Dos de los hombres que iban inmediatamente tras él también resbalaron, pero el resto orilló la deslizadiza mancha de aceite y persiguió a los romanos. Cato vio que se hallaban a corta distancia de los rezagados de la multitud: los ancianos, los enfermos y unos cuantos niños que gritaban aterrorizados.

-¡Media vuelta! -le gritó a Macro, se detuvo arrastrando los pies y giró sobre sus talones para enfrentarse a sus perseguidores.

Al cabo de un instante Macro estaba a su lado. Los sicarios cargaron por un momento y después se detuvieron bruscamente al tiempo que dirigían unas miradas fulminantes más allá de Cato y Macro. Entonces se dieron la vuelta y volvieron corriendo con su jefe y los demás, que ya estaban nuevamente de pie, y todos siguieron corriendo hacia una puerta pequeña situada en el extremo más alejado del Gran Patio.

-¡Cobardes! -les gritó Macro-. ¿Qué pasa? ¿No tenéis pelotas para una pelea de verdad? -Se echó a reír y encajó su grueso brazo en torno a los hombros de Cato-. Míralos. Han salido disparados como conejos. Si nosotros dos los asustamos así no creo que haya que preocuparse demasiado en Judea.

-No estamos sólo nosotros dos -Cato hizo un gesto con la cabeza hacia la multitud y, al volver la mirada, Macro vio que el optio y sus hombres se abrían paso a empujones por el borde del gentío y acudían a toda prisa a ayudar a los centuriones.

-¡Id tras ellos! -bramó el optio, extendiendo el brazo hacia los asesinos que huían.

-¡No! -ordenó Cato-. No servirá de nada. Ya no los atraparemos.

En aquel preciso momento los sicarios llegaron a la puerta, la cruzaron y desaparecieron de la vista. El optio se encogió de hombros y no pudo ocultar una expresión de resentimiento. Cato entendía cómo se sentía y estuvo tentado de explicárselo. Se contuvo justo a tiempo. Había dado una orden y no había más que hablar. No tenía sentido dejar que los auxiliares emprendieran una persecución desenfrenada y peligrosa que no conduciría a nada por las calles estrechas de Jeru-salén. En lugar de eso, Cato señaló hacia los tenderetes volcados y los muertos y heridos víctimas de los sicarios.

-Haced lo que podáis por ellos.

El optio saludó, llamó a sus hombres y se dirigieron a toda prisa a lo que quedaba de la zona del mercado que ocupaban los recaudadores de impuestos. Cato se había quedado sin resuello por el esfuerzo. Enfundó la espada y la daga, se inclinó hacia delante y apoyó las manos en las rodillas.

-Ha sido una buena jugada -Macro sonrió y señaló con la punta de su espada el ánfora de aceite hecha añicos-. Nos ha salvado el pellejo.

Cato meneó la cabeza e inspiró profundamente antes de responder.

-Acabamos de llegar a la ciudad..., aún no nos hemos presentado en la dichosa guarnición y ya casi nos cortan el cuello.

-¡Menuda bienvenida! -Macro hizo una mueca-. ¿Sabes? Estoy empezando a preguntarme si el procurador nos estaba tomando el pelo.

Cato se volvió a mirarlo con expresión inquisitiva.

-Corazón y entendimiento -Macro meneó la cabeza-. Tengo la convicción de que a los lugareños no les entusiasma la idea de formar parte del Imperio romano.

CAPÍTULO II

-¿Corazón y entendimiento? -el centurión Floriano se rio mientras les servía agua aromatizada con limón a los recién llegados y deslizaba las copas por el tablero de mármol de la mesa de su despacho. Tenía sus dependencias en una de las torres de la imponente mole de la fortaleza Antonia, construida por Herodes el Grande y que llevaba el nombre del patrono de éste, Marco Antonio. Actualmente estaba guarnecida por las tropas romanas encargadas del mantenimiento del orden en Jeru-salén. Desde el estrecho balcón de su oficina tenía una magnífica vista del templo y, más allá, del barrio antiguo de la ciudad. Los gritos de terror de la multitud lo habían levantado de su asiento y había presenciado la desesperada escaramuza de Macro y Cato-. Corazón y entendimiento -repitió-. ¿De verdad dijo eso el procurador?

-Así es -asintió Macro-. Y más cosas. Todo un discurso sobre la importancia de mantener buenas relaciones con los judíos.

-¿Buenas relaciones? -Floriano meneó la cabeza-. ¡No me hagas reír! No puedes tener buenas relaciones con una gente que te odia a muerte. Estos individuos te clavarían un cuchillo en la espalda en cuanto osaras darte la vuelta. Esta maldita provincia es un desastre. Siempre lo ha sido. Incluso cuando dejamos que Herodes y sus herederos administraran las cosas.

-¿En serio? -Cato ladeó ligeramente la cabeza-. Eso no es lo que se oye en Roma. Por lo que yo sabía, se suponía que la situación en la provincia estaba mejorando. Al menos ésa era la postura oficial.

-Claro, eso es lo que le dicen a la gente -repuso Floriano con desdén-. La verdad es que los únicos lugares que controlamos son las ciudades y las poblaciones más grandes. Todas las rutas entre ellas están plagadas de bandidos y malhechores. E incluso las ciudades están divididas por facciones políticas y religiosas que se disputan la influencia sobre sus habitantes. El hecho de que haya tantos dialectos y de que la única lengua común sea el griego no sirve de mucho, pues no hay mucha gente que lo hable. Apenas pasa un mes sin que surja algún problema entre los idumeos, los samaritanos u otros cualesquiera. Se nos está escapando de las manos. Esas personas contra las que os peleasteis en el Gran Patio pertenecían a una de las bandas que alquilan sus servicios a las facciones políticas. Se sirven de los sicarios para asesinar a los rivales, o para mandar un mensaje político como la demostración de esta mañana.

-¿Eso era una demostración? -Macro meneó la cabeza con perplejidad-. ¿Sólo estaban mandando un mensaje político? No me gustaría nada meterme en una pelea a gran escala con esos cabrones.

Floriano esbozó una breve sonrisa y siguió hablando.

-Claro que los procuradores rara vez ven ese aspecto de las cosas desde Cesarea. Ellos se quedan tocándose las narices y envían directrices a los oficiales superiores como yo para asegurarse de que se pagan los impuestos. Y cuando yo les mando informes sobre lo jodida que está la situación, ellos los entierran y le dicen a Roma que están haciendo grandes progresos calmando las cosas en la pequeña y soleada provincia de Judea. -Meneó la cabeza-. Supongo que no puedo culparlos. Si les dijeran la verdad daría la impresión de que están perdiendo el control. El emperador los reemplazaría enseguida. De modo que ya os podéis ir olvidando de lo que os han contado en Roma. Francamente, dudo que consigamos domar a estos judíos. Todo intento de romanización se nos escurre con más rapidez que la mierda al ganso.

Cato frunció los labios.

-Pero el nuevo procurador, Tiberio Julio Alejandro, es judío, y parece más romano que la mayoría de romanos que he conocido.

-Por supuesto que sí -Floriano sonrió-. Pertenece a una familia acaudalada. Lo bastante rica como para que fuera criado y educado por profesores griegos en costosas academias romanas. Después de eso, alguien fue lo suficientemente amable como para proporcionarle una brillante carrera comercial en Alejandría. Sorpresa, sorpresa..., termina haciéndose rico. Tanto como para ser amigo del emperador y de sus libertos -Flo-riano dio un resoplido-. ¿Sabéis? Llevo más tiempo que él en este territorio. No se le puede considerar precisamente un nativo. Tal vez el procurador haya engañado a Claudio, y a ese secretario imperial, Narciso, pero aquí la gente se huele gato encerrado. Éste ha sido siempre el problema. Desde el principio, cuando hicimos a Herodes el Grande su rey. Una misma pauta típica se adecua a todos los caminos hacia la diplomacia. Sólo porque nos las hemos arreglado para imponer un rey y una clase dirigente en otras tierras dimos por sentado que aquí iba a funcionar del mismo modo. Pues bien, no ha sido así.

-¿Por qué no? -lo interrumpió Macro-. ¿Qué tiene Judea de especial?

-¡Eso pregúntaselo a ellos! -Floriano señaló hacia el balcón con la mano-. Llevo ocho años destinado aquí y apenas hay uno solo de ellos a quien pueda llamar amigo. -Hizo una pausa para tomar un largo trago de su copa y volvió a dejarla con un fuerte golpe-. De manera que os podéis olvidar de la idea de ganaros sus corazones y sus entendimientos. Eso no va a ocurrir. Odian a los kit-tim, que es como nos llaman. Lo mejor que podemos hacer es agarrarlos por las pelotas y esperar a que suelten el dinero de los impuestos que les corresponde pagar.

-Una imagen muy vívida -Macro se encogió de hombros-. Me recuerda a ese cabrón de Cayo Calígula. ¿Qué es lo que solía decir, Cato?

-Que me odien, con tal de que me teman...

-¡Eso es! -Macro dio una palmada-. Un magnífico consejo, aunque Calígula estuviera loco de remate. Parece que podría ser la mejor política con esta gente, si resultan tan difíciles como dices.

-Podéis creerme -repuso Floriano con seriedad-. Son tan difíciles como digo, si no peor. La culpa es de esa religión farisaica que tienen. Al más mínimo desaire a su fe se lanzan a las calles y causan disturbios. Hace unos cuantos años, durante la Pascua, uno de nuestros hombres sacó el trasero por encima de las almenas y se tiró un pedo en dirección a la multitud. Podríais pensar que sólo fue una broma grosera de un soldado, pero para esa gente no. Después de un montón de muertes tuvimos que entregarles al soldado para que lo ejecutaran. Lo mismo ocurrió en algún lugar cerca de Cafar-naum con un optio al que se le ocurrió quemar los libros sagrados de una aldea para darles una lección. Estuvo a punto de causar una revuelta. De modo que les entregamos al optio y la gente lo hizo pedazos. Fue la única manera de restablecer el orden. Os lo advierto, los judíos no están dispuestos a transigir en el más mínimo detalle de su religión. Es por eso que aquí no tenemos estandartes de las cohortes ni estatuas del emperador. Ellos desprecian al resto del mundo y se aferran a la idea de que han sido elegidos para un gran propósito -Flo-riano se rio-. Lo que quiero decir es que os fijéis en este lugar. Es una ratonera polvorienta. ¿Os parece que sea la tierra de un pueblo elegido?

Macro miró a Cato y se encogió de hombros.

-Quizá no.

Floriano se sirvió otro poco de agua, tomó un sorbo y estudió detenidamente a sus invitados.

-Te estás preguntando por qué estamos aquí -dijo Cato con una sonrisa.

Floriano se encogió de hombros.

-Se me ha pasado por la cabeza. Puesto que dudo que el imperio pueda prescindir de los servicios de dos centuriones para hacer de niñeras de una columna de reclutas y llevarlos a sus nuevos destinos. Así pues, si no os importa que sea directo, ¿por qué estáis aquí?

-No hemos venido a sustituirte -respondió Macro, y sonrió-. Lo siento, compañero, pero eso no consta en las órdenes.

-Maldición.

Cato carraspeó.

-Por lo visto el estado mayor del imperio no es tan ignorante como tú crees de la situación en Judea.

Floriano enarcó las cejas.

-¿Ah, no?

-Han llegado a oídos del secretario imperial informes preocupantes de sus agentes en esta parte del imperio.

-¿De verdad? -Floriano miró fijamente a Cato con rostro inexpresivo.

-Más que suficiente para dudar de los informes que entrega el procurador. Por eso nos mandó aquí. Narciso quiere que otros ojos evalúen la situación. Ya hemos hablado con el procurador y creo que tienes razón sobre él. Sencillamente no puede permitirse el lujo de ver las cosas tal como están. Su personal es perfectamente consciente de lo que ocurre, pero saben que a Alejandro no le hacen ninguna gracia las opiniones que contradigan su posición oficial. Por ese motivo necesitábamos verte. Como principal agente secreto de Narciso en esta región, parecías la mejor persona con la que hablar.

Se hizo un silencio breve y tenso, tras el cual Flo-riano movió ligeramente la cabeza.

-Tienes razón. Supongo que no le habréis mencionado nada de esto al procurador.

-¿Por quién nos tomas? -terció Macro con rotundidad.

-No era mi intención ofenderte, centurión, pero tengo que guardar celosamente el secreto de mi verdadero papel aquí. Si los movimientos de resistencia judía lo llegan a saber, seré pasto de los buitres antes de terminar el día. No sin que antes me hayan torturado para conseguir los nombres de mis agentes, por supuesto. Así que ya veis por qué tengo que cerciorarme de que mi secreto está completamente seguro.

-Con nosotros está seguro -lo tranquilizó Cato-. Absolutamente seguro. De no ser así Narciso nunca nos lo hubiese contado.

Floriano asintió con la cabeza.

-Cierto... Pues bien, ¿qué puedo hacer por vosotros?

Una vez aclaradas las cosas, Cato pudo hablar con libertad.

-Dado que gran parte de la información que Narciso ha recabado proviene de tu red de informadores, estarás familiarizado con sus preocupaciones más obvias. La amenaza más peligrosa proviene de Partia.

-Lo cual no es ninguna novedad -añadió Macro-. Llevamos enfrentados a esos cabrones desde que Roma se interesó por Oriente.

-Sí -prosiguió Cato-, es cierto. Pero el desierto constituye un obstáculo natural entre Partia y Roma. Nos ha permitido mantener una especie de paz a lo largo de dicha frontera durante casi cien años. No obstante, la antigua rivalidad permanece, y ahora parece ser que los partos están jugando a la política en Palmira.

-Eso he oído -Floriano se rascó la mejilla-. Tengo en nómina a un mercader que lleva una caravana a dicha ciudad. Me ha dicho que los partos intentan crear problemas entre los miembros de la casa real en Palmira. Se rumorea que le han prometido la corona al príncipe Artaxas si accede a convertirse en aliado de Partia. Él lo niega, por supuesto, y el rey no se atreve a destituirlo sin pruebas concluyentes, para no infundirles pánico a los demás príncipes.

-Eso es lo que nos contó Narciso -dijo Cato-. Y si Partia se impusiera a Palmira, podrían conducir a su ejército hasta las fronteras de la provincia de Siria. De momento hay tres legiones en Antioquía. Se están organizando las cosas para mandar a una cuarta, pero ahí es donde radica el otro problema.

Floriano ya no tenía más conocimiento de la situación y miró a Cato de hito en hito.

-¿Qué problema?

Cato bajó la voz de manera instintiva.

-Casio Longino, el gobernador de Siria.

-¿Qué le pasa?

-Narciso no se fía de él.

Macro se echó a reír.

-Narciso no se fía de nadie. Pero claro, nadie en su sano juicio se fiaría de él.

-Sea como sea -continuó diciendo Cato-, parece ser que Casio Longino tiene contactos con los elementos que se oponen al emperador en Roma.

Floriano levantó la mirada.

-¿Te refieres a esos hijos de puta que se hacen llamar los Libertadores?

-Por supuesto -Cato sonrió forzadamente-. Uno de sus hombres cayó en manos de Narciso este mismo año. Dio unos cuantos nombres antes de morir, incluido el de Longino.

Floriano puso mala cara.

-Mis fuentes en Antioquía no me han dicho nada sobre Longino. Nada que levante sospechas. Y lo he visto unas cuantas veces. Sinceramente, no parece ese tipo de persona. Demasiado cauto como para actuar por su cuenta.

Macro sonrió.

-El hecho de tener a tres legiones guardándote las espaldas lo fortalece a uno estupendamente. Y todavía más si son cuatro legiones. Tener tanto poder a tu alcance debe de avivar las ambiciones de una persona.

-Pero no tanto como para volverse contra el resto del imperio -replicó Floriano.

Cato movió la cabeza en señal de asentimiento.

-Es verdad, tal y como están las cosas. No obstante, supón que el emperador se viera obligado a reforzar la región con más legiones todavía. No sólo para responder a la amenaza parta, sino para sofocar una rebelión aquí en Judea.

-Pero aquí no hay ninguna rebelión.

-Todavía no. Sin embargo, y como tú mismo has dicho, hay mucho resentimiento fermentando. No costaría mucho incitar a una franca revuelta. Fíjate en lo que pasó cuando Calígula dio órdenes para que erigieran una estatua suya en Jerusalén. Si no lo hubieran asesinado antes de que se pudiera empezar el trabajo, hasta el último habitante de estas tierras se hubiera alzado contra Roma. ¿Cuántas legiones habrían hecho falta para sofocar la rebelión? ¿Otras tres? ¿Cuatro, tal vez? Con las legiones sirias eso hace un total de siete por lo menos. Con semejantes fuerzas a su disposición, cualquiera podría convertirse en aspirante a la toga púrpura. Ya verás.

Se hizo un prolongado silencio durante el cual Flo-riano consideró la propuesta de Cato y de pronto miró al joven centurión.

-¿Estás sugiriendo que en realidad Longino podría provocar una revuelta así? ¿Hacerse con más legiones?

Cato se encogió de hombros.

-Tal vez. O tal vez no. Todavía no lo sé. Digamos que es una perspectiva lo bastante preocupante para que Narciso nos mande aquí a investigar.

-Pero eso es ridículo. Una revuelta causaría la muerte de miles..., decenas de miles de personas. Y si Longino tuviera intención de utilizar las legiones para abrirse camino a la fuerza hasta el palacio de Roma, dejaría indefensas las provincias orientales.

-Los partos vendrían hacia aquí disparados -bromeó Macro, y alzó las manos en un gesto de disculpa cuando los otros dos se volvieron hacia él con expresión irritada.

Cato carraspeó.

-Es verdad. Pero Longino iría a por todas. Estaría dispuesto a sacrificar las provincias orientales si ello significaba convertirse en emperador.

-Si es que éste es su plan -repuso Floriano-. Y, francamente, eso está por verse.

-Sí -admitió Cato-. Pero sigue habiendo una posibilidad que hay que tomar en serio. Narciso se la toma en serio, sin duda.

-Disculpa, joven, pero he trabajado muchos años para Narciso. Tiene tendencia a asustarse por nada.

Cato se encogió de hombros.

-Aun así, Longino sigue siendo un riesgo.

-Pero ¿cómo piensas que va a provocar la revuelta exactamente? Ahí tiene que estar la clave de la situación. A menos que haya una revuelta no conseguirá las legiones, y sin ellas no puede hacer nada.

-Así pues, necesita una revuelta. Y tiene la suerte de tener a alguien en Judea que ha jurado proporcionarle una.

-¿De qué estás hablando?

-Hay un hombre llamado Bannus el Cananeo. Supongo que habrás oído hablar de él.

-Por supuesto. Es un forajido de poca monta. Vive en la sierra al este del río Jordán. Vive del pillaje de los pueblos y los viajeros del valle, además del asalto de algunas fincas ricas y unas cuantas caravanas que se dirigían a la Decápolis. Pero no supone una amenaza seria.

-¿No?

-Cuenta con unos centenares de seguidores. Hombres de las montañas mal armados y aquellos que huyen de las autoridades en Jerusalén.

-De todos modos, según tus informes más recientes, se ha hecho más fuerte, sus ataques son cada vez más ambiciosos e incluso afirma ser una especie de dirigente elegido por su dios -Cato frunció el ceño-. ¿Cómo era la palabra?

-Mashiah -dijo Floriano-. Así es como los llaman aquí. Cada pocos años algún loco idiota se presenta a sí mismo como el ungido, el hombre que conducirá al pueblo de Judea a su liberación de Roma y finalmente a la conquista del mundo.

Macro meneó la cabeza.

-Parece un muchacho ambicioso, este tal Bannus.

-Y no solamente él. Casi todos son así -repuso Flo-riano-. Duran unos meses, congregan a una multitud desesperada tras ellos y al final tenemos que mandar a la caballería de Cesarea para que hagan entrechocar unas cuantas cabezas y crucifiquen a los cabecillas. Sus seguidores se esfuman rápidamente y luego ya sólo nos queda preocuparnos de un puñado de fanáticos anti-rromanos y su táctica del terror.

-Ya nos dimos cuenta -dijo Macro-. Y no fue cosa de aficionados, te lo aseguro.

-Ya os acostumbraréis -Floriano le quitó importancia con un ademán-. Pasa continuamente. La mitad de las veces se meten con los suyos, con esos a los que acusan de colaborar con Roma. Por regla general es un asesinato rápido en las calles, pero cuando resulta difícil tener acceso a la víctima, los sicarios son muy capaces de valerse de ataques suicidas.

-Mierda -masculló Macro-. Ataques suicidas. ¿Qué clase de locura es ésa?

Floriano se encogió de hombros.

-La gente se desespera hasta tal punto que son capaces de horrores impensables. Cuando llevéis aquí unos cuantos meses entenderéis lo que quiero decir.

-Yo ya quiero abandonar esta provincia.

-Todo a su tiempo. -Cato esbozó una sonrisa-. En cuanto a este tal Bannus, has dicho que opera al otro lado del río Jordán.

-Así es.

-¿Cerca del fuerte de Bushir?

-Sí, ¿por qué?

-Es el fuerte en el que está emplazada la Segunda cohorte iliria a las órdenes del prefecto Escrofa.

-Sí. ¿Y qué?

-Nuestra tapadera es que nos han mandado para relevar a Escrofa. Macro va a asumir el mando de la cohorte y yo seré su segundo al mando.

Floriano frunció el ceño.

-¿Por qué? ¿De qué puede servir eso?

-Creo que el prefecto Escrofa fue designado por orden directa de Longino, ¿no?

-Es verdad. Lo enviaron desde Antioquía. Pero eso no tiene nada de raro. A veces se necesita un nuevo comandante y no hay tiempo para remitir el asunto a Roma.

-¿Qué ocurrió con el anterior comandante?

-Lo mataron. En una emboscada, cuando iba al mando de una patrulla en las montañas. Eso fue lo que su ayudante explicó en el informe.

-Claro -Cato sonrió-. Pero el hecho de que su ayudante fuera nombrado por la misma persona que le habló a Narciso de Longino es más que intrigante, al menos en mi opinión.

Floriano se quedó quieto un momento.

-¿No hablarás en serio?

-Nunca he hablado más en serio.

-Pero, ¿cuál es la relación con Longino?

Macro sonrió.

-Eso es lo que hemos venido a averiguar.

El centurión Floriano llamó a su ordenanza y le pidió que trajera un poco de vino.

-Creo que no me vendría mal algo un poco más fuerte. Estáis empezando a asustarme. No me lo habéis contado todo.

Macro y Cato intercambiaron una breve mirada y Macro movió la cabeza en señal de asentimiento.

-Adelante, cuéntaselo. Tú conoces los antecedentes mejor que yo.

CAPÍTULO III

Cato permaneció inmóvil un momento, aclarando las ideas antes de hablarle a Floriano de la reunión que habían tenido con Narciso en el palacio imperial hacía casi tres meses, a finales de marzo. Anteriormente Macro y Cato habían pasado varios meses entrenando a reclutas para las cohortes urbanas, las unidades destinadas a patrullar las calles de Roma. Dichos reclutas eran el tipo de hombres que nunca serían seleccionados para las legiones, y los dos centuriones habían hecho todo lo posible para ponerlos a punto. La tarea había resultado ingrata pero, aunque Cato estaba desesperado por volver al servicio activo, la convocatoria del secretario imperial lo llenó de aprensión.

La última misión a la que los había enviado el agente imperial había sido una operación casi suicida para recuperar unos rollos, vitales para la seguridad del imperio, que estaban en las garras de una banda de piratas que habían estado atacando embarcaciones a lo largo de la costa de Iliria. Los rollos sibilinos completaban una serie de profecías sagradas que supuestamente describían con cierto detalle el futuro de Roma y su destino final. Naturalmente, el que era la mano derecha del emperador tenía que apoderarse de semejante tesoro para salvaguardar a su amo y al imperio que servía. A Cato y a Macro les habían asignado el servicio de instrucción como «recompensa» por haber encontrado los rollos y haberlos puesto a salvo en manos del secretario imperial. Cuando el mensajero de Narciso llegó al cuartel, Macro estaba de permiso, por lo que Cato se dirigió solo al palacio mientras la penumbra crecía en torno a las paredes mugrientas y las tejas cubiertas de hollín de la ciudad.