EL ÁGUILA ABANDONA BRITANIA

 

 

 

SIMON SCARROW

 

Título original: The Eagle's Prey

Diseño de la cubierta: Edhasa

© imagen de la cubierta:Tim Byrne

Primera edición: octubre de 2005

Primera edición en e-book: noviembre de 2017

© Simon Scarrow, 2004

© de la traducción: Montse Batista, 2005

© de la presente edición: Edhasa, 2017

Diputación, 262, 2º 1ª

08007 Barcelona

Tel. 93 494 97 20

España

E-mail: info@edhasa.es

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita descargarse o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra. (www.conlicencia.com; 91 702 1970 / 93 272 0447).

ISBN: 978-84-350-4697-8

Para mis hermanos Scott y Alex, con cariño y agradecimiento

por todos los buenos tiempos.

NOTA DEL AUTOR

Aunque las legiones expulsaron a Carataco y a sus guerreros del campo de batalla el año siguiente a la invasión, el indomable comandante britano siguió ofreciendo una ardiente resistencia contra el dominio romano. Tras sus derrotas en el sudeste de la isla, Carataco se refugió con las tribus que habitaban en lo que hoy día es Gales. Aquellas tribus salvajes y guerreras de las montañas compartían su deseo de independencia y fueron alentadas en su voluntad de resistencia por el culto druida que tenía su base en su refugio de la isla de Anglesey. Su determinación de seguir luchando, unida al terreno montañoso, les complicaron mucho la vida a los gobernadores de la nueva provincia de Britania durante muchos años. Carataco compartió con los miembros de las tribus de las montañas su recién descubierta experiencia del tipo de guerra más efectivo para luchar contra Roma, y las rápidas columnas de asalto representaron un peligro constante para los muy dispersos soldados romanos y sus endebles líneas de abastecimiento.

Roma poseía la larga tradición de no admitir nunca la derrota ni permitir que los focos de resistencia continuaran en tierras que había reivindicado. Finalmente Carataco fue expulsado de Gales y huyó al norte de Britania en un intento de conseguir apoyo entre la poderosa confederación de los brigantes. Un considerable número de nobles brigantes simpatizaban con su causa, pero su soberana, la reina Cartimandua, temía provocar la ira de Roma. Cómo acabó ya es otra historia. Una historia que bien podría requerir el regreso a Britania de dos oficiales legionarios con mucha experiencia y talento.

Cato y Macro van de camino a Roma. Gracias a las lápidas de centuriones sabemos que hombres como éstos sirvieron en distintas unidades a lo largo y ancho del Imperio. Es de suponer que en un futuro próximo nuestros héroes viajen a nuevas tierras y se encuentren con una amplia gama de enemigos. Pero antes de que Cato y Macro obtengan sendos puestos en una nueva legión deben superar primero los rumores y las sospechas en torno a sus últimas acciones durante la guerra contra Carataco. Han de demostrar que son dignos de ser readmitidos en las filas de las legiones del emperador Claudio. Tienen por delante una peligrosa misión secreta con el objeto de conseguir un artefacto sagrado que determinará el destino de Imperio.

mapa1
mapa2
cadena

ORGANIZACIÓN DE UNA LEGIÓN ROMANA

Los centuriones Macro y Cato son los principales protagonistas de Adiós, Britania. Para que los lectores que no estén familiarizados con las legiones romanas tengan más clara la estructura jerárquica de éstas, he expuesto una guía básica de los rangos que van a encontrar en esta novela. La Segunda legión, el «hogar» de Macro y Cato, constaba de unos cinco mil quinientos hombres. La unidad básica era la centuria de ochenta hombres dirigida por un centurión y con un optio que actuaba como segundo al mando. La centuria se dividía en secciones de ocho hombres que compartían un cuarto en los barracones, o una tienda si estaban en campaña. Seis centurias componían una cohorte, y diez cohortes, una legión; la primera cohorte era doble. A cada legión le acompañaba un contingente de caballería de ciento veinte hombres, repartido en cuatro escuadrones, que hacían las funciones de exploradores o mensajeros. En orden descendente, los rangos principales de la legión eran los siguientes:

El legado era un hombre de ascendencia aristocrática. Solía tener unos treinta y cinco años y dirigía la legión durante un lustro como máximo. Su propósito era hacerse un buen nombre a fin de mejorar su posterior carrera política.

El prefecto del campamento era un veterano de edad avanzada que previamente había sido centurión jefe de la legión y se encontraba en la cúspide de la carrera militar. Era una persona experta e íntegra, y a él pasaba el mando de la legión en ausencia del legado.

Seis tribunos ejercían de oficiales de Estado Mayor. Eran hombres de unos veinte años que servían por primera vez en el ejército para adquirir experiencia en el ámbito administrativo antes de asumir el cargo de oficial subalterno en la administración civil. El tribuno superior era otra cosa. Provenía de una familia senatorial y estaba destinado a altos cargos políticos y al posible mando de una legión.

Sesenta centuriones se encargaban de la disciplina e instrucción que estructuraban la legión. Eran celosamente escogidos por su capacidad de mando y por su buena disposición para luchar hasta la muerte. En consecuencia, el índice de bajas entre éstos superaba con mucho el de otros puestos. La categoría de los centuriones dependía de su antigüedad en función de la fecha de su nombramiento. El centurión de mayor categoría dirigía la primera centuria de la primera cohorte y solía ser un soldado respetado y laureado.

Los cuatro decuriones de la legión tenían bajo su mando a los escuadrones de caballería, y aspiraban a ascender a comandantes de las unidades auxiliares de la misma.

A cada centurión le ayudaba un optio, que desempeñaba la función de ordenanza con servicios de mando menores. Los optios aspiraban a ocupar una vacante en el cargo de centurión.

Los legionarios eran hombres que se habían alistado por un período de veinticinco años. En teoría, un voluntario que quisiera alistarse en el ejército tenía que ser ciudadano romano, pero, cada vez más, se reclutaba a habitantes de otras provincias a los que se les otorgaba la ciudadanía romana al unirse a las legiones.

Los integrantes de las cohortes auxiliares eran de una categoría inferior a la de los legionarios. Procedían de otras provincias romanas y aportaban al Imperio la caballería, la infantería ligera y otras armas especializadas. Se les concedía la ciudadanía romana una vez cumplidos veinticinco años de servicio o como recompensa por una hazaña destacada en batalla.

CAPÍTULO I

-¿Cuánto falta para llegar al campamento? -preguntó el griego al tiempo que echaba un vistazo por encima del hombro una vez más-. ¿Llegaremos antes de que oscurezca?

El decurión al mando de la pequeña escolta de caballería escupió una pepita de manzana y engulló la ácida pulpa antes de responder.

-Lo conseguiremos. No se preocupe, señor. Calculo que nos quedan unos ocho o diez kilómetros como mucho.

-¿No podemos ir más deprisa?

El hombre seguía mirando por encima del hombro y el decurión no pudo resistir más la tentación de echar a su vez un vistazo al camino. Pero no había nada que ver. La ruta estaba despejada hasta una ensilladura enclavada entre dos colinas cubiertas de espesos bosques que titilaban con el calor. Eran las únicas personas que había en el camino, y así había sido desde que dejaron a mediodía el puesto fortificado de avanzada. Desde entonces, el decurión, los diez soldados de caballería de la escolta que comandaba y el griego con sus dos guardaespaldas habían seguido el camino hacia el enorme campamento avanzado del general Plautio. Allí se habían concentrado tres legiones y una docena de unidades auxiliares para asestarle un último y decisivo golpe a Carataco y a su ejército de britanos reclu-tado entre el puñado de tribus que todavía estaban abiertamente en guerra con Roma.

Suscitaba una gran curiosidad en el decurión el tipo de asuntos que tendría que tratar el griego con el general. Con la primera luz del día el prefecto de la cohorte de caballería de los tungrios le había ordenado que hiciera entrar en acción a los mejores hombres de su escuadrón y que escoltara a aquel griego y lo llevara ante la presencia del general. Hizo lo que le pidieron y no preguntó. Pero ahora, mientras miraba al griego de reojo, sentía curiosidad.

El hombre rezumaba dinero y refinamiento, aunque fuera vestido con una sencilla capa y una modesta túnica roja. El decurión se fijó con disgusto en que llevaba las uñas muy bien arregladas, y tanto de su cabello oscuro, que empezaba a ralear, como de su barba, emanaba el aroma de una cara pomada de cidra. No llevaba joyas en las manos, pero unas pálidas franjas de piel blanca mostraban que el griego estaba acostumbrado a lucir una gran variedad de anillos ostentosos. El decurión torció levemente el gesto y catalogó a aquel hombre como uno de esos griegos libertos que con astucia se habían abierto camino hasta el corazón de la burocracia imperial. El hecho de que el hombre estuviera entonces en Britania y de que intentara no llamar la atención, cosa que era obvia, significaba que estaba realizando una importante misión, tan delicada que no se podía confiar en el servicio imperial de mensajería para que realizara la entrega de la misiva al general.

El decurión, de forma discreta, dirigió la mirada hacia los dos guardaespaldas que cabalgaban inmediatamente detrás del griego. Iban vestidos con la misma sencillez y bajo sus capas llevaban unas espadas cortas que pendían de un tahalí modelo del ejército. Aquéllos no eran los ex gladiadores que la mayoría de hombres adinerados de Roma preferían emplear como guardaespaldas. Las espadas y su porte los delataban y el decurión los reconoció por lo que eran: miembros de la Guardia Pretoriana que trataban, sin conseguirlo, viajar de incógnito. Y eran la prueba definitiva de que el griego estaba allí por asuntos relativos al Imperio.

El funcionario de palacio miró hacia atrás una vez más.

-¿Hemos perdido a alguien? -preguntó el decurión.

El griego volvió la cabeza, borró la expresión preocupada de su rostro y sus labios esbozaron una sonrisa forzada.

-Sí, al menos eso espero.

-¿Alguien sobre quien se me debería advertir?

El griego se lo quedó mirando un momento y sonrió de nuevo.

-No.

El decurión aguardó a que el hombre entrara en detalles, pero el griego lo dejó con la palabra en la boca y miró al frente. El decurión se encogió de hombros al tiempo que tomaba otro bocado de su manzana y dejaba vagar su mirada por la campiña circundante. Al sur, la cuenca alta del río Támesis serpenteaba a través del ondulante paisaje. Unos bosques antiguos abrazaban las cimas de las colinas, en tanto que sus laderas se veían salpicadas con los pequeños asentamientos y granjas de la tribu de los dobunos, una de las primeras que rindió homenaje a Roma cuando las legiones desembarcaron hacía ya más de un año.

Aquél sería un buen lugar para establecerse, rumió el decurión. En cuanto hubiera servido sus veinticinco años y le concedieran la ciudadanía y una pequeña gratificación, compraría una granja en la periferia de una colonia de veteranos y terminaría sus días en paz. Puede que hasta se casara con la mujer nativa que había recogido en Camuloduno, criaría con ella unos cuantos hijos y se pondría como una cuba.

El cálido consuelo de su ensueño se vio interrumpido cuando de repente el griego frenó su montura y clavó de nuevo la mirada en el camino, entornando sus ojos castaños bajo unas depiladas cejas. Musitando una maldición, el decurión alzó el brazo para detener a sus hombres y a continuación se volvió hacia el nervioso individuo que tenía a su cargo.

-¿Y ahora qué?

-¡Allí! -señaló el griego-. ¡Mira!

El decurión, cansinamente, se dio la vuelta en su silla y el cuero crujió bajo sus pantalones de montar. En un primer momento no vio nada, pero luego, cuando su mirada se dirigió al punto en que el camino desaparecía por encima de la colina, divisó las oscuras siluetas de unos jinetes que salían a toda velocidad de entre las sombras de los árboles. Entonces aparecieron bajo la luz del sol, galopando directamente hacia el griego y su escolta.

-¿Quién demonios son? -dijo entre dientes el decurión.

-No tengo ni idea -repuso el griego-, pero creo que sé quién los envía.

El decurión le lanzó una mirada irritada.

-¿Son hostiles?

-Mucho.

El decurión examinó con ojo experto a los perseguidores, que en aquellos momentos se hallaban a poco más de kilómetro y medio de distancia: eran ocho, sus capas de color negro y marrón oscuro se agitaban a sus espaldas mientras ellos se agachaban sobre sus monturas y las espoleaban. Ocho contra trece, sin contar al griego. Tenían posibilidades, reflexionó el decurión.

-Ya he visto suficiente. -El griego dio la vuelta para alejarse de los distantes jinetes y clavó los talones en su montura-. ¡Vamos!

-¡Adelante! -ordenó el decurión, y la escolta galopó tras el griego y sus guardaespaldas.

El decurión estaba enojado. No había ninguna necesidad de correr de esa forma. Tenían ventaja, por lo que podían descansar sus monturas, esperar a que los perseguidores los alcanzaran con sus caballos rendidos y todo terminaría rápidamente. Pero claro, cabía la remota posibilidad de que alguno de ellos tuviera suerte y arremetiera contra el griego. Las órdenes del prefecto habían sido muy explícitas: el griego no debía sufrir ningún daño. Su vida tenía que protegerse a toda costa. Visto así, y por desagradable que pudiera resultar, lo mejor era mantenerse fuera de peligro, admitió el decurión. Les llevaban un kilómetro y medio de ventaja y seguramente llegarían al campamento del general mucho antes de que los jinetes les dieran alcance.

Al volver a mirar por encima del hombro, el decurión quedó asombrado de lo mucho que se habían acercado los perseguidores y se dio cuenta de que debían de llevar unas magníficas monturas. Tanto su propio caballo como los de sus hombres eran tan buenos como cualquiera de los de la cohorte, pero en aquellos momentos estaban siendo superados con creces. Con todo, los perseguidores tenían que ser unos estupendos jinetes para lograr de sus monturas semejante comportamiento.

Por primera vez la duda asaltó al decurión. Aquéllos no eran unos simples forajidos y, a juzgar por su cabello oscuro, su tez morena y sus capas y túnicas largas y sueltas, tampoco eran nativos de la isla. Por otra parte, los miembros de las tribus celtas sólo atacaban a los romanos cuando les superaban ampliamente en número. Además, el griego parecía conocerlos. Aun teniendo en cuenta lo timorato de su raza, el terror de aquel hombre era palpable. Iba por delante del decurión, dando peligrosos botes a lomos de su montura y flanqueado por sus guardaespaldas, que cabalgaban sobre sus animales con mucho más estilo y seguridad. El decurión torció el gesto y sus labios se fruncieron en torno a unos dientes apretados. Puede que el griego se desenvolviera bien en palacio, pero montaba de manera harto penosa.

No tardó mucho en ocurrir lo inevitable. Dando un grito agudo, el griego rebotó demasiado hacia un lado y, a pesar de un último y desesperado tirón de las riendas, el impulso lo arrojó fuera de la silla. Sudando, el decurión se las arregló por los pelos para hacer girar a su bestia y evitar que pisoteara al hombre caído.

-¡Alto!

Con un coro de maldiciones y unos alarmados relinchos por parte de los ponis, la escolta se acercó alrededor del griego, que estaba tendido de espaldas.

-Mejor será que el cabrón no esté muerto -refunfuñó el decurión al tiempo que se deslizaba de la silla.

Los guardaespaldas enseguida se pusieron a su lado, erguidos junto al hombre cuya vida les había sido confiada.

-¿Vive? -preguntó uno de ellos entre dientes.

-Sí. Respira.

El griego parpadeó y abrió los ojos, luego volvió a cerrarlos frente al resplandor del sol.

-¿Qué... qué ha pasado? -Y se desplomó otra vez, inconsciente.

-¡Levantadlo! -exclamó el decurión con brusquedad-. Ponedlo sobre su caballo.

Los pretorianos tiraron del griego para ponerlo en pie y lo pusieron de nuevo sobre la silla antes de volver a encaramarse a sus monturas. Uno de ellos tomó las riendas del griego en tanto que el otro sujetó al hombre agarrándolo con firmeza del hombro.

El decurión señaló hacia el camino.

-¡Sacadlo de aquí!

Mientras los tres hombres apretaban el paso hacia la seguridad del campamento del general, el decurión montó de nuevo y se volvió hacia sus perseguidores.

Éstos se hallaban mucho más cerca entonces, a no más de trescientos pasos de distancia, y se desplegaban en forma de V mientras se abalanzaban hacia la escolta que se había detenido. Sacaron unas jabalinas ligeras de sus fundas y las empuñaron por encima de la cabeza, preparados para lanzarlas.

-¡Formad una línea de escaramuza! -bramó el decurión.

Sus hombres se separaron a lomos de los ponis que resoplaban y se extendieron por el camino para enfrentarse a sus perseguidores, todos ellos levantando el escudo para cubrir su cuerpo en tanto que la mano libre hacía descender la punta de su lanza hacia los jinetes que se acercaban con rapidez. El decurión lamentó no haber ordenado a sus hombres que trajeran las jabalinas, pero sólo había previsto una cabalgata diurna sin incidentes hasta el campamento del general. Ahora tendrían que hacer frente a las descargas de jabalinas ligeras antes de poder acercarse para enfrentarse cara a cara con el enemigo.

-¡Preparados! -les gritó el decurión a sus hombres, advirtiéndoles de su intención de atacar-. ¡Cuando yo diga... a la carga!

Profiriendo gritos salvajes y espoleando frenéticamente a sus monturas, los auxiliares avanzaron como una oleada y rápidamente fueron adquiriendo velocidad mientras las dos pequeñas líneas se abalanzaban la una contra la otra.

Los jinetes enemigos se dirigían hacia los auxiliares con gran esfuerzo y sin dar muestras de frenar el galope. Por un instante el decurión tuvo la certeza de que arremeterían de lleno contra sus hombres y se preparó para el impacto. El impulso de retroceder se apoderó de ellos con un estremecimiento y la línea aminoró la marcha.

El decurión volvió a poner sus ideas en orden y bramó a diestro y siniestro:

-¡Seguid adelante! ¡Seguid adelante!

Al frente podían distinguirse las expresiones de sus perseguidores: decididas, silenciosas, crueles. Los largos y sueltos pliegues de sus túnicas y capas no dejaban entrever ninguna clase de armadura debajo y el decurión casi sintió lástima por ellos, dada la desigual naturaleza del inminente enfrentamiento. Fuera cual fuese la calidad de sus monturas no podían esperar imponerse uno contra uno a los soldados de la caballería auxiliar, que iban mejor protegidos.

En el último momento, sin que hubiera necesidad de dar ninguna orden, el enemigo hizo dar la vuelta a sus caballos mediante una repentina sacudida y cabalgó a lo largo del frente de la carga romana. Los brazos que sujetaban las jabalinas se echaron hacia atrás.

-¡Cuidado! -gritó uno de los hombres del decurión cuando varias jabalinas salieron despedidas y describieron una baja trayectoria hacia el grupo de escolta. No fue una alocada ráfaga de proyectiles, pues cada uno de los hombres había elegido cuidadosamente su objetivo, y las puntas de hierro de las jabalinas alcanzaron con ruido sordo los pechos e ijadas de las monturas de la caballería. Sólo una de ellas había alcanzado a un jinete en la parte baja del estómago, justo por encima de la perilla de su silla de montar. El decurión se dio cuenta enseguida de que habían apuntado a los caballos de manera deliberada. Algunos de ellos se empinaron, golpeando a los heridos con sus cascos, en tanto que otros respingaron hacia un lado profiriendo estridentes relinchos de terror. Los jinetes se vieron obligados a abandonar el ataque mientras intentaban por todos los medios recuperar el control de sus bestias. Dos hombres fueron desmontados, dando de cabeza contra la seca tierra del camino.

Otras jabalinas surcaron el aire. La montura del decurión se convulsionó cuando una oscura asta se le incrustó en el lomo derecho. El decurión apretó los muslos de forma instintiva contra el cuero de la silla y maldijo a su caballo cuando éste se detuvo y empezó a balancear la cabeza de un lado a otro, arrojando gotas de saliva que volaban bajo la luz del sol. El resto de la escolta se arremolinaba a su alrededor, formando un caos de animales heridos y hombres desmontados que trataban desesperadamente de apartarse de las asustadas bestias.

Muy cerca, el enemigo había agotado sus jabalinas y ahora cada uno de los hombres desenvainó la espada, la spatha de hoja larga que era el modelo reglamentario de la caballería de Roma. La situación se había vuelto en su contra y en aquellos momentos la escolta se enfrentaba a la extinción.

-¡Van a cargar! -gritó una voz aterrorizada cerca del decurión-. ¡Corred!

-¡No! ¡No os separéis! -exclamó el decurión a voz en grito al tiempo que se deslizaba por la grupa de su montura herida-. ¡Si corréis estáis jodidos! ¡Cerrad filas! Cerrad filas en torno a mí.

Fue una orden inútil. Con la mitad de sus hombres a pie, algunos de los cuales todavía estaban aturdidos a causa de la caída y el resto batallando por controlar sus monturas, era imposible llevar a cabo una defensa coordinada. Cada uno de ellos tendría que salvarse como pudiera. El decurión se echó a un lado, buscando un espacio abierto que le proporcionara sitio suficiente para blandir su lanza, y clavó la mirada en el enemigo que avanzaba al trote con las espadas apuntando con mortíferas intenciones.

Entonces alguien gritó una orden, en latín.

-¡Dejadlos!

Los ocho jinetes enfundaron sus hojas y, mediante bruscos tirones de las riendas, trotaron en torno al receloso círculo de soldados de caballería, luego ganaron velocidad y enfilaron el camino a galope tendido en dirección al distante campamento de las legiones.

-¡Mierda! -exclamó alguien entre dientes con una explosiva exhalación de alivio-. Nos ha ido de poco. Pensé que iban a cosernos a puñaladas.

Por un momento el decurión compartió instintivamente el sentimiento de aquel hombre, antes de que se le helaran las entrañas.

-El griego. van detrás del griego.

Y lo iban a atrapar, además. A pesar de la ventaja que llevaban, el hecho de que el griego estuviera inconsciente haría que los pretorianos fueran más despacio, por lo que serían rebasados y caerían muertos mucho antes de alcanzar la seguridad del general Plautio y de su ejército.

El decurión maldijo al griego y maldijo su propia mala fortuna por habérsele encomendado la protección de aquel hombre. Agarró las riendas del caballo del soldado herido que seguía intentando extraerse la jabalina del estómago.

-¡Baja!

El soldado tenía el rostro contraído de dolor y no parecía haber oído la orden, por lo que el decurión lo sacó de la silla de un empujón y subió al caballo. Se oyó un grito agónico cuando el herido golpeó pesadamente contra el suelo y el asta de la jabalina se partió.

-¡Todo aquel que tenga un caballo que me siga! -gritó el decurión al tiempo que hacía dar la vuelta a su montura y la espoleaba para ir tras sus atacantes-. ¡Seguidme!

Se agachó todo lo que pudo y la crin del poni se agitaba contra su mejilla mientras el animal resoplaba y empleaba todas sus fuerzas en obedecer las salvajes órdenes de su jinete. El decurión echó un vistazo a su alrededor y vio que cuatro de sus hombres se habían separado de los demás e iban galopando tras él. Cinco contra ocho. Eso no era bueno. Pero al menos no habría más jabalinas, y el escudo y la lanza que llevaba le proporcionarían ventaja contra cualquier hombre armado únicamente con una espada. De modo que el decurión salió a la caza de aquellos desconocidos, embargado por un frío deseo de venganza aun cuando sólo pensara en la necesidad de salvar al griego que había sido el causante de todo aquello.

El camino descendía con una suave inclinación y allí, a unos trescientos pasos por delante, galopaba el enemigo que a su vez iba unos quinientos metros por detrás del griego y de sus guardaespaldas pretorianos, los cuales seguían esforzándose para mantenerlo a lomos de su caballo.

-¡Vamos! -gritó el decurión por encima del hombro-. ¡No os quedéis atrás!

Los tres grupos de jinetes atravesaron el fondo del valle e iniciaron el ascenso por la pendiente opuesta. El esfuerzo que las monturas de los perseguidores habían hecho con anterioridad empezó a hacerse patente cuando la distancia entre éstas y el decurión empezó a menguar. Con creciente excitación triunfante clavó los talones y pronunció unos gritos de ánimo al oído del caballo.

-¡Vamos! ¡Vamos, nena! ¡Un último esfuerzo!

La distancia se había reducido a la mitad cuando el enemigo alcanzó la cima de la colina, perdiéndose de vista momentáneamente. El decurión sabía con seguridad que sus hombres y él los atraparían antes de que pudieran caer sobre el griego y sus pretorianos. Miró hacia atrás y se sintió aliviado al ver que sus hombres lo seguían de cerca; no iba solo hacia el enemigo.

Cuando el camino empezó a descender, a unos cinco kilómetros de distancia por delante de él, apareció el gigantesco cuadrado por el que se expandía el campamento del general. Unas intrincadas cuadrículas de tiendas diminutas llenaban el vasto espacio delimitado por la pared de turba y las defensas. Tres legiones y varias cohortes auxiliares, unos veinticinco mil hombres, se concentraban para avanzar, encontrar y destruir al ejército de Carataco y sus guerreros britanos. El decurión sólo tuvo un momento para empaparse del espectáculo antes de que su visión se llenara de jinetes que volvían a la carga por el camino y se dirigían a él. No había tiempo para frenar el caballo y dejar que sus hombres le alcanzaran, por lo que rápidamente el decurión alzó su escudo oval y bajó la punta de su lanza, apuntando al centro del pecho del hombre más próximo.

De pronto se halló en medio de ellos y con la sacudida del impacto se le fue el brazo hacia atrás y se le torció el hombro dolorosamente. El asta de la lanza le fue arrancada de entre los dedos y oyó el profundo gruñido del hombre al que había alcanzado cuando el enemigo pasó en un remolino de sueltas capas y crines y colas equinas. La hoja de una espada dio un golpe sordo contra su escudo, rebotando ruidosamente contra el tachón antes de rajarle la pantorrilla. Entonces el decurión pasó entre ellos. Dio un buen tirón a las riendas hacia un lado y desenvainó su espada. Un agudo entrechocar de armas y gritos anunciaron la llegada del resto de sus hombres.

Con la espada en alto el decurión cargó contra el tumulto. Sus hombres luchaban desesperadamente, doblados en número. Mientras rechazaban un ataque se hacían vulnerables al siguiente y cuando su comandante volvió a reunirse con ellos, dos ya habían caído y sangraban en el suelo junto a la retorcida figura del hombre al que el decurión había atravesado con su lanza.

Notó un movimiento a su izquierda y agachó el casco en el preciso momento en que una espada atravesaba el borde metálico de su escudo. El decurión echó bruscamente el escudo a un lado en un intento por arrancarle el arma de las manos a su oponente y al mismo tiempo describió un amplio arco con su espada mientras se daba la vuelta para enfrentarse a aquel hombre. La hoja destelló, el hombre abrió los ojos al darse cuenta del peligro y echó el cuerpo hacia atrás. La punta le rasgó la túnica hiriéndole en el pecho.

-¡Mierda! -exclamó el decurión, que golpeó suavemente los ijares de su montura para acercarse poco a poco a su enemigo y asestarle un revés. La intención de acabar con aquel hombre no le dejó ver el peligro que llegaba de otra dirección, por lo que no pudo ver la figura desmontada que corría hacia su lado y le propinaba una estocada en la entrepierna. Sólo notó el golpe, como un puñetazo, y cuando se dio la vuelta el hombre ya había retrocedido de un salto con su espada teñida de rojo. El decurión se dio cuenta enseguida de que se trataba de su propia sangre, pero no había tiempo para examinar la herida. Una mirada le reveló que era el único que quedaba de sus hombres. Los demás ya estaban muertos o agonizaban, a expensas de tan sólo dos de aquellos extraños y silenciosos individuos que luchaban como si hubieran nacido para eso.

Unas manos lo agarraron del brazo que sujetaba el escudo y el decurión fue arrancado salvajemente de su silla, estrellándose contra la dura tierra del camino y sin aire en los pulmones. Mientras yacía de espaldas, sin aliento y mirando al cielo azul, una oscura silueta se situó entre el sol y él. El decurión sabía que aquello era el final, pero no quiso cerrar los ojos.

Frunció los labios en una mueca desdeñosa.

-¡Venga ya, cabrón!

Pero no hubo ninguna estocada. El hombre dio la vuelta rápidamente y se marchó. Entonces oyó un correteo, un resoplar de caballos y un chacoloteo de cascos, sonidos que se desvanecieron enseguida para dejar paso a los ecos extrañamente serenos de una tarde de verano. El vibrante zumbido de los insectos se veía interrumpido tan sólo por los gemidos agonizantes de un hombre que había sobre la hierba cercana. Al decurión le impresionó el hecho de seguir vivo, de que aquel hombre le hubiera perdonado la vida aun cuando yacía indefenso en el suelo. Respiró con gran dificultad al tiempo que se incorporaba con cuidado.

Los seis jinetes supervivientes habían reanudado la persecución del griego y el decurión sintió cómo un sentimiento de ira amarga invadía su ánimo. Había fracasado. A pesar del sacrificio de la escolta aquellos desconocidos iban a alcanzar al griego y ya se imaginaba el duro rapapolvo que iba a recibir cuando, con lo que quedaba de la escolta, volviera renqueando al fuerte de la cohorte. De pronto el decurión se sintió mareado y con náuseas y tuvo que apoyar una mano en el suelo para recuperar el equilibrio. La tierra estaba caliente, pegajosa y húmeda bajo sus dedos. Miró abajo y vio que estaba sentado en un charco de sangre. Fue vagamente consciente de que esa sangre era suya. Entonces volvió a tomar conciencia de la herida que tenía en la entrepierna. Le habían cercenado una arteria principal y chorros de sangre oscura brotaban a un ritmo pulsátil para caer sobre la hierba entre sus piernas separadas. Enseguida se llevó la mano sobre la herida, pero el cálido flujo presionaba con insistencia contra la palma escurriéndose por el espacio entre sus dedos. Entonces sintió frío y, esbozando una triste sonrisa, supo que ya no había ningún peligro de que el prefecto de la cohorte lo reprendiera. Al menos no en esta vida. El decurión levantó la vista y la dirigió hacia las diminutas figuras del griego y sus guardaespaldas que corrían para salvarse.

La gravedad de su difícil situación ya no le importaba, pues no era más que una sombra parpadeando vagamente por el borde de sus sentidos cada vez más limitados. Se dejó caer nuevamente sobre la hierba y se quedó mirando el cielo azul y despejado. Todos los sonidos de la reciente refriega se habían desvanecido, lo único que se oía era el letárgico zumbido de los insectos. El decurión cerró los ojos y dejó que lo envolviera el calor de aquella tarde de verano mientras la conciencia lo abandonaba paulatinamente.

CAPÍTULO II

-¡Despierta! -El pretoriano agarró al griego por el hombro y lo sacudió-. ¡Narciso! ¡Vamos, hombre!

-Pierdes el tiempo -le dijo su compañero, que estaba al otro lado del griego-. Está fuera de combate.

Ambos volvieron la vista atrás, camino arriba, hacia la refriega que tenía lugar en la cima de la colina.

-Este cabrón tiene que volver en sí. Si no lo hace estamos todos muertos. Dudo que nuestros muchachos aguanten mucho ahí arriba.

-No lo harán. -Su compañero entornó los ojos-. Se ha terminado. Vámonos.

El griego soltó un gemido y levantó la cabeza con una expresión de dolor.

-¿Qué. está pasando?

-Tenemos problemas, señor. Tenemos que marcharnos a toda prisa.

Narciso sacudió la cabeza para aliviar el embotamiento que le nublaba la mente.

-¿Dónde están los demás?

-Muertos, señor, hemos de irnos.

Narciso asintió con un movimiento de la cabeza, agarró las riendas y espoleó a su montura a lo largo del camino. De repente su caballo avanzó con una sacudida cuando el pretoriano que iba tras él lo aguijoneó con un rápido pinchazo de su espada.

-¡Eh, cuidado! -espetó Narciso.

-Lo siento, señor. Pero no hay tiempo que perder.

-¡Oyes tú! -Narciso se dio la vuelta enojado para recordarle al pretoriano con quién estaba hablando. Entonces sus ojos se dirigieron de nuevo al camino con un parpadeo en el preciso instante en el que sus perseguidores acababan con el último miembro de su escolta y reanudaban la persecución.

-De acuerdo -dijo entre dientes-. Marchémonos.

Cuando los tres espolearon sus monturas para seguir adelante, Narciso miró al lejano campamento y rezó para que alguno de los centinelas más atentos divisara a los grupos de jinetes y diera la alarma. A menos que le mandaran ayuda del campamento del general, no lograría llegar a él con vida. La luz del sol, reflejándose en la bruñida superficie de armas y armaduras, bien podría ser el titilar de las estrellas lejanas de tan frío, alejado e inalcanzable que parecía.

Tras ellos retumbaban los cascos de sus perseguidores, a no más de cuarenta metros de distancia. Narciso sabía que no podía esperar clemencia por parte de aquellos hombres. No les interesaba hacer prisioneros. Sólo eran asesinos que tenían la orden de matar al secretario imperial antes de que pudiera llegar ante el general Aulo Plautio. La cuestión de quién los había contratado atormentaba a Narciso. Si se volvían las tornas y uno de ellos caía en sus manos, sabía que entre la tropa del general había torturadores que eran expertos en quebrar la determinación del más fuerte de los hombres. Pero aun así, él imaginaba que la información no sería de mucha utilidad. Los enemigos de Narciso y de su amo, el emperador Claudio, eran lo bastante astutos como para asegurarse de que cualquier asesino se contratara a través de intermediarios anónimos y prescindibles.

Se suponía que aquélla era una misión secreta. Por lo que él sabía, sólo el propio emperador y un puñado de funcionarios de absoluta confianza de Claudio tenían conocimiento de la situación: a la mano derecha del emperador lo habían mandado a Britania para reunirse con el general Plautio. La última vez que había visto al general, hacía un año, Narciso formaba parte del séquito imperial cuando Claudio se había reunido con el ejército el tiempo suficiente para ser testigo de la derrota de la armada nativa en las afueras de Camuloduno y reivindicar la victoria como suya propia. Miles de personas formaban la comitiva imperial y no se había escatimado ni en lujo ni en seguridad para el emperador y Narciso. En aquella ocasión la discreción era primordial y Narciso, que viajaba en secreto sin ninguno de sus preciados adornos, le había pedido al prefecto de la Guardia Pretoriana que le dejara los dos mejores hombres de su unidad de elite. Así pues, se había puesto en camino desde una tranquila salida de la parte trasera del palacio en compañía de Marcelo y Rufo.

Pero la noticia se había filtrado de algún modo. Apenas perdió Roma de vista, Narciso ya sospechaba que estaban siendo observados y que los seguían. El camino que dejaban atrás nunca había estado completamente desierto, siempre se podía entrever alguna figura solitaria a lo lejos. Dichas figuras podrían haber sido del todo inocentes, por supuesto, y sus sospechas infundadas, pero Narciso vivía obsesionado por el miedo a sus enemigos. Lo bastante obsesionado como para tomar todas las precauciones posibles, y había durado más que la mayoría en el peligroso mundo de la casa imperial. Un hombre que arriesgara mucho, como hacía Narciso, debía tener ojos en el cogote y ver todo lo que pasaba a su alrededor: cualquier acción, cualquier hecho, cualquier callada inclinación de la cabeza entre los aristócratas mientras intercambiaban susurros en los banquetes de palacio.

A menudo eso le recordaba al dios Jano, el guardián de Roma con dos caras, el cual vigilaba el peligro en ambas direcciones. Se requería tener dos caras para formar parte de la casa imperial: la primera la de un sirviente entusiasta y deseoso de complacer a su amo político y a sus superiores sociales; la segunda una inalterable expresión de crueldad y determinación. Sólo se permitía expresar sus verdaderos pensamientos cuando estaba frente a los hombres a los que había condenado a muerte, dando rienda suelta con gran satisfacción al desprecio y desdén que sentía hacia ellos.

Parecía haberle llegado el turno de ser exterminado. A pesar de que la muerte lo aterrorizaba, a Narciso lo consumía la necesidad de saber quién, de entre las legiones de sus implacables enemigos, lo quería muerto. Ya se habían producido dos intentos, el primero en una posada de Nórica, donde se había iniciado una riña por unas bebidas derramadas que rápidamente terminó en una reyerta generalizada. Narciso y sus guardaespaldas se hallaban observándolo todo desde un cubículo cuando un cuchillo salió volando directo hacia él desde el otro lado de la estancia. Marcelo lo vio venir, empujó la cabeza del secretario imperial metiéndosela en su cuenco de estofado y al instante la hoja se clavó con un ruido sordo en el poste de madera a espaldas de Narciso.

La segunda ocasión tuvo lugar cuando un grupo de jinetes surgió tras ellos en el camino al dirigirse al puerto de Gesoriaco. No quisieron correr riesgos: galoparon por delante de los jinetes hasta llegar al puerto con unos caballos reventados a los que habían puesto al límite de su resistencia. El muelle estaba repleto de barcos; los suministros destinados a las legiones de Plautio se estaban cargando en embarcaciones con rumbo a Britania, en tanto que las naves que regresaban de la isla se hallaban atareadas desembarcando prisioneros de guerra destinados a los mercados de esclavos de todo el Imperio. Narciso obtuvo pasajes para el primer barco que zarpara rumbo a Britania. Al alejarse el carguero del caos del concurrido muelle, Marcelo le había rozado suavemente el brazo para señalarle con la cabeza a un grupo de ocho hombres que observaban en silencio la partida de la embarcación. Sin duda eran los mismos hombres que los estaban persiguiendo en aquellos momentos.

Narciso miró hacia atrás y se horrorizó al ver lo mucho que habían acortado las distancias. En comparación, el campamento parecía más lejano que nunca.

-Nos están alcanzando -les gritó a sus guardaespaldas-. ¡Haced algo!

Marcelo le dirigió una rápida mirada a su compañero pretoriano y ambos levantaron la vista.

-¿Tú que opinas? -preguntó Rufo-. ¿Nos salvamos?

-¿Por qué no? Que me aspen si voy a morir por un griego.

Se agacharon junto al cuello de sus monturas y las azuzaron mediante gritos desaforados.

Cuando se adelantaron, Narciso gritó presa del pánico.

-¡No me dejéis! ¡No me dejéis!

El secretario imperial clavó los talones y poco a poco su montura alcanzó a los demás. Cuando el acre olor de la carne de caballo le inundó el olfato y cada sacudida del animal amenazaba con arrojarlo al suelo que se deslizaba desdibujado a toda velocidad, Narciso apretó los dientes aterrorizado. Nunca había pasado tanto miedo en su vida y juró no volver a montar nunca en uno de esos animales. A partir de entonces no viajaría en nada que fuera más rápido o menos cómodo que una litera. Cuando se situó a la misma altura que sus guardaespaldas, Marcelo le guiñó el ojo.

-Eso está mejor, señor... ¡ahora no tan rápido!

Los tres siguieron adelante con un retumbo y con el viento rugiendo en sus oídos, pero cada vez que Narciso o uno de los guardaespaldas echaban un vistazo atrás, los jinetes estaban más cerca. A medida que el camino se acercaba al campamento, los caballos, tanto los de la presa como los del perseguidor, empezaron a desfallecer y los jinetes notaron que los pechos de sus monturas se contraían y se expandían como enormes fuelles mientras los animales respiraban con dificultad. El vertiginoso galope se transformó en un exhausto medio galope cuando los intentos de los hombres por sacar hasta el último esfuerzo de sus caballos se volvieron más salvajes.

Cuando el camino llegó al siguiente trecho de terreno elevado Narciso vio que quedaban poco más de tres kilómetros para alcanzar la seguridad del campamento y que había numerosos grupos de hombres que se entrenaban o forrajeaban en el terreno abierto frente a las defensas. Seguro que a esas alturas ya debían de haber visto a los jinetes que se aproximaban. Debían de haber dado la alarma y habrían mandado a una fuerza para que investigara. Pero quienes miraban a los tres hombres espolear a sus cansadas monturas sólo veían una escena tranquila y serena. Mientras tanto, el hueco entre ellos y sus perseguidores se iba estrechando cada vez más.

-¡Deben de estar ciegos, maldita sea! -exclamó Rufo con amargura al tiempo que agitaba el brazo con furia-. ¡Aquí, cabrones adormilados! ¡Mirad hacia aquí!

El camino volvía a descender hacia un arroyo que serpenteaba a lo largo de la linde de un bosquecillo de viejos robles. La plácida superficie del agua estalló cuando Narciso y sus guardaespaldas atravesaron el vado con un chapoteo y salieron refulgentes por el otro lado. Los jinetes se hallaban a unos doscientos pasos detrás de ellos y su presa galopaba por el camino zigzagueando entre los robles. El camino estaba muy trillado y las profundas rodadas de las carretas los obligaban a mantenerse a un lado para evitar el riesgo de que sus monturas se rompieran una pata. Había aulagas en el sotobosque y Narciso notó cómo le rasgaban los pantalones mientras seguían adelante a toda velocidad, con la cabeza gacha para no golpearse contra las ramas que sobresalían. Una distante sacudida del agua reveló que sus perseguidores habían llegado al vado.

-¡Ya casi estamos! -gritó Marcelo-. ¡Sigamos adelante!

La ruta serpenteaba entre los árboles y la luz del sol moteaba el suelo allí donde penetraba en el verde dosel que los jinetes tenían sobre sus cabezas. Entonces el camino se abrió delante de ellos y en la distancia apareció la puerta fortificada del campamento. Narciso sintió que la dicha lo embargaba al ver aquello y al darse cuenta de que tal vez salvaran la vida después de todo.

Los caballos, que chorreaban agua y sudor, salieron al galope bajo la luz del sol.

-¡Eh, vosotros! -espetó una voz-. ¡Alto! ¡Alto!

Narciso vio a un grupo de hombres que descansaban a la sombra de los árboles en el extremo del bosque. Alrededor de ellos había pilas de madera recién cortada y unas mulas de carga que pacían satisfechas. Las jabalinas estaban amontonadas bien a mano y los escudos de los hombres apoyados sobre sus bases curvas, listos para ser agarrados con rapidez en cualquier momento.

Marcelo frenó con una fuerte sacudida de las riendas y su caballo dio un giro brusco hacia el destacamento de leñadores. Inspiró profundamente y gritó:

-¡A las armas! ¡A las armas!

Los hombres reaccionaron enseguida, se levantaron de un salto y corrieron para ir a buscar sus armas mientras los tres jinetes galopaban hacia ellos. El optio que estaba al mando del destacamento avanzó a grandes zancadas, la espada alzada con recelo.

-¿Y quién diablos eres tú?

Los tres jinetes se limitaron a reducir el paso de sus monturas y se detuvieron en cuanto se encontraron entre los legionarios. Marcelo se deslizó por la grupa de su caballo y extendió bruscamente el brazo en dirección al camino.

-¡Vienen detrás de nosotros! ¡Detenedlos!

-¿Quién viene detrás de vosotros? -gruñó el optio con irritación-. ¿De qué estás hablando?

-Nos persiguen. Quieren matarnos.

-¡Esto no tiene sentido! Cálmate, hombre. Explícate. ¿Quiénes sois?

Marcelo agitó el pulgar en dirección a Narciso y se inclinó sobre la silla respirando con dificultad.

-Es un enviado especial del emperador. Nos han atacado. La escolta ha sido aniquilada. Vienen pisándonos los talones.

-¿Quién? -volvió a preguntar el optio.

-No lo sé -admitió Marcelo-. Pero caerán sobre nosotros en cualquier momento. ¡Forma a tus hombres!

El optio le dirigió una mirada desconfiada y gritó la orden para reunir a sus hombres. La mayoría de ellos ya se habían armado y se alinearon rápidamente, con la jabalina en una mano y el escudo en la otra. Sus miradas quedaron fijas en el claro entre los árboles por donde el camino emergía de las sombras y se dirigía hacia el campamento cruzando la llanura cubierta de hierba. La quietud cayó sobre ellos mientras esperaban la aparición de los jinetes. Pero nada se produjo. No se oyó ningún golpeteo de cascos, ni gritos de guerra, nada. Los robles se alzaban quietos y silenciosos y ni un atisbo de vida surgió del camino que conducía al bosque. Mientras los legionarios y los otros tres se mantenían en una tensa expectativa, una paloma emitió su gutural gorgorito desde la rama de un árbol cercano.

El optio aguardó un momento antes de volverse hacia los tres desconocidos que habían echado a perder el pacífico descanso de los rigores de la tala de madera.

-¿Y bien?

Narciso desvió su mirada del camino y se encogió de hombros.

-Deben de haberse retirado en cuanto se han dado cuenta de que estábamos a salvo.

-Dando por sentado que estuvieran ahí, para empezar. -El optio alzó una ceja-. Y bien, ¿vais a explicarme qué demonios está ocurriendo aquí, por favor?

CAPÍTULO III

-Creo que la barba no te favorece.

Narciso se encogió de hombros.

-Pero cumple su cometido.

-¿Cómo fue el viaje? -preguntó educadamente el general Plautio.

-¿Que cómo fue? Aparte de tener que pasar todas las noches del último mes escondidos en alguna que otra posada de mala muerte, aparte de tener que comer la asquerosa bazofia que pasa por ser «comida» entre las clases pobres itinerantes, aparte de que una banda de asesinos a sueldo quisiera darnos caza ante tus propias narices.

-Sí. Aparte de todo eso -el general sonrió-, ¿cómo fue el viaje?

-Rápido. -Narciso se encogió de hombros y tomó otro sorbo de agua aromatizada con cidra. El secretario imperial y el general estaban sentados bajo un toldo levantado en lo alto de una pequeña loma, a un lado de la extensión de tiendas que constituían el cuartel general del ejército. Entre sus dos sillas había una achaparrada mesita de superficie de mármol sobre la que, a modo de refresco, un esclavo había colocado silenciosamente la ornada jarra del agua y dos vasos. Narciso se había quitado la ropa de montar empapada de sudor y estaba allí sentado ataviado con una ligera túnica de lino. La transpiración cubría de gotitas la piel de los dos hombres y la irrespirable atmósfera se cernía pesada sobre ellos mientras el sol de media tarde ardía brillante en el cielo despejado.

El campamento se extendía a su alrededor por todas partes. Narciso, acostumbrado a los despliegues de menor escala que llevaban a cabo las cohortes de la Guardia Pre-toriana en Roma, quedó impresionado por el espectáculo. No es que fuera la primera vez que veía el ejército de Bri-tania concentrado para una campaña. Estuvo presente cuando las cuatro legiones y la hueste de unidades auxiliares habían aplastado a Carataco hacía un año. Había algo que resultaba muy reconfortante en las ordenadas hileras de tiendas. Cada una de ellas señalaba la presencia de ocho hombres, algunos de los cuales se estaban entrenando dentro del campamento. Otros se hallaban atareados amolando el filo de sus armas, o regresando de expediciones de forrajeo cargados con cestos de grano, o conduciendo los animales de granja que habían confiscado de las tierras cercanas. Todo olía a orden y al irresistible poderío de Roma. Con una fuerza tan grande y bien entrenada tomando el campo se hacía difícil creer que hubiera algo que pudiera frustrar la meta del emperador: agregar aquel territorio y a sus tribus al inventario del Imperio.