CENTURIÓN

 

 

 

SIMON SCARROW

 

Título original: Centurion

Diseño de la sobrecubierta: Edhasa

© fotografía de la sobrecubierta: Sue Colvil Diseño de la imagen de la sobrecubierta: Tim Byrne

Primera edición: noviembre de 2008

Primera edición en e-book: noviembre de 2017

© Simon Scarrow, 2007

© de la traducción: Montse Batista, 2008

© de la presente edición: Edhasa, 2017

Diputación, 262, 2º 1ª

08007 Barcelona

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España

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ISBN: 978-84-350-4698-5

Este libro está dedicado a todos mis antiguos alumnos a quienes tuve el privilegio de enseñar. ¡Y gracias por todo lo que vosotros me enseñasteis a cambio!

NOTA DEL AUTOR

Las ruinas de Palmira siguen en pie en el desierto de Siria y bien merece la pena visitarlas. Gran parte de los restos proporcionan pruebas del desarrollo de la ciudad a lo largo de los siglos desde su fundación. El acontecimiento más importante de la historia de Palmira tiene lugar unos doscientos años después de esta narración, cuando la reina guerrera Zenobia amenazó con invadir la mitad oriental del Imperio romano. Este hecho es un relato épico en sí mismo (¡al que bien podría recurrir más adelante!). Me he tomado algunas libertades con el trazado de la ciudad tal como fue a mediados del siglo I. Se construyó un gran templo donde se sitúa la ciudadela de esta novela y en buena parte he seguido las líneas de las últimas murallas.

El reino de Palmira ocupó una posición fundamental entre dos poderosos imperios separados por el desierto. Roma y Partia llevaban mucho tiempo enzarzadas en una prolongada guerra fría que, de vez en cuando, estallaba en una guerra abierta. Dichos conflictos rara vez se resolvieron a favor de Roma. El general Craso, a la cabeza de un poderoso ejército, fue aniquilado en Carrhae en el siglo I a.C. y Marco Antonio fracasó en una campaña desastrosa unos años antes de ser aplastado por su rival político Octavio (el futuro Augusto).

Finalmente Palmira fue anexionada y pasó a formar parte de la provincia romana de Siria más o menos en la misma época en la que está ambientada esta novela. Esto se logró mediante el procedimiento típico de firmar un tratado concediendo la condición de reino adherido a los pequeños reinos que rodeaban al Imperio romano. A cambio de la protección de Roma, la autonomía de los reyes firmantes de dichos tratados se reducía paulatinamente hasta que el Imperio absorbía sus territorios.

La principal dificultad a la que se enfrentaron los ejércitos romanos fue la movilidad del ejército parto, que estaba integrado por tropas montadas de ataque a distancia y una pequeña fuerza de caballería pesada de choque. Los romanos tuvieron muchos problemas para encontrar un modo de inmovilizar al enemigo el tiempo necesario para que las legiones pudieran acercarse a él. Podría decirse que se trataba de un caso temprano de guerra asimétrica. La única manera de obligar a los partos a entablar una batalla en toda regla habría sido eligiendo un terreno limitado en el que los ejércitos debían enfrentarse. El secreto estaría en atraer hacia él a los partos, puesto que éstos no se acercarían a los romanos a menos que la posibilidad de una victoria fuera inminente. En otras palabras, algo por el estilo del plan concebido por el prefecto interino de la Segunda iliria.

CENTURIÓN

El ejército romano: breve nota sobre las legiones y las cohortes auxiliares.

Los soldados del emperador Claudio servían en dos cuerpos: las legiones y las unidades auxiliares, semejantes a la Décima legión y la Segunda cohorte iliria que aparecen en esta novela.

Las legiones eran las unidades de élite del ejército romano, integradas por ciudadanos romanos, muy bien armadas y equipadas y sujetas a un régimen de entrenamiento brutalmente duro. Además de constituir el brazo armado de la política militar romana, las legiones también realizaban grandes proyectos de ingeniería como la construcción de carreteras y puentes. Cada legión poseía un número nominal de efectivos de unos cinco mil quinientos hombres. Éstos se dividían en nueve cohortes compuestas de seis centurias de ochenta soldados cada una (no de cien como podría suponerse) y una más, la primera cohorte, constituida por el doble de soldados que las demás y cuya tarea era proteger el vulnerable flanco derecho en la línea de batalla.

A diferencia de las legiones, las cohortes auxiliares reclutaban sus soldados de las provincias y garantizaban la ciudadanía romana a aquellos que sobrevivieran a veinte años de servicio, tras los cuales recibían la licencia absoluta. Los romanos no podían alinear caballería ni tropas de largo alcance de buena calidad, pero como eran muy prácticos subcontrataron a muchos de estos especialistas para formar las cohortes auxiliares de no ciudadanos. Los auxiliares eran igualmente instruidos en la profesión, pero su equipo era más ligero y su paga inferior. En tiempos de paz sus obligaciones se limitaban a las funciones de guarnición y vigilancia y en campaña actuaban como exploradores y tropas ligeras, donde su papel principal consistía en retener al enemigo mientras las legiones se acercaban para caer sobre él. Por regla general las cohortes auxiliares estaban formadas por seis centurias, aunque había unas cuantas cohortes mayores, como la Segunda iliria, que también poseía un componente de caballería añadido. Durante el servicio activo las cohortes auxiliares solían agruparse con las legiones.

Por lo que respecta a los rangos, las centurias de legionarios y auxiliares estaban a las órdenes de un centurión con un optio como segundo al mando. Los centuriones superiores estaban al mando de las cohortes en las legiones, mando que, en el caso de una cohorte auxiliar, ejercía un prefecto que normalmente era un centurión con mucha experiencia ascendido de las legiones. Al mando de las legiones había un legado con un estado mayor formado por tribunos, jóvenes oficiales aristócratas en su primera experiencia militar. Cuando se reunía un ejército, normalmente el comandante elegido por el emperador era un individuo de probada competencia militar. Esta persona con frecuencia ostentaba otros puestos, por ejemplo el gobierno de una región, como le sucede al Casio Longino que aparece en esta novela.

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CAPÍTULO I

Anochecía en el campamento cuando el comandante de la cohorte miró hacia el río desde lo alto del precipicio. El Eufrates se hallaba cubierto de una tenue neblina que se extendía por la orilla a ambos lados y se alzaba por encima de los árboles que crecían en la ribera, por lo que el río se asemejaba al vientre de una serpiente que se ondulara suavemente por el paisaje. Al centurión Cástor se le erizó el vello de la nuca al pensarlo. Se arrebujó con la capa, entrecerró los ojos y escudriñó el terreno que se extendía al otro lado del Éufrates: el territorio parto.

Habían pasado más de cien años desde que el poderío de Roma entrara por primera vez en contacto con los partos y desde entonces ambos imperios habían estado practicando un mortífero juego por el control de Palmira, la zona situada al este de la provincia romana de Siria. Ahora que negociaba un tratado más directo con Palmira, Roma había extendido su influencia a las riberas del Éufrates, en la mismísima frontera con su antigua enemiga. Entre Roma y Partia ya no había ningún estado fronterizo y pocos dudaban de que la hir-viente hostilidad no tardaría en desatar un nuevo conflicto. Cuando el centurión y sus hombres cruzaron las puertas de Damasco e iniciaron su marcha, las legiones emplazadas en Siria ya se estaban preparando para una campaña.

Al pensar en ello, el centurión Cástor se sintió molesto una vez más por las órdenes que le habían llegado de Roma de conducir a una cohorte de tropas auxiliares por el desierto, más allá de Palmira incluso, para establecer allí un fuerte, en los precipicios que dominaban el Éufrates. Palmira se encontraba a ocho días de marcha en dirección oeste y los soldados romanos más próximos tenían su base en Emesa, a seis días de distancia de Palmira. Cástor nunca se había sentido más aislado en su vida. Sus cuatrocientos hombres y él se hallaban en los confines del Imperio, apostados en aquel despeñadero para vigilar cualquier indicio de ataque de los partos al otro lado del Éufrates.

Tras una marcha agotadora por el árido desierto rocoso acamparon cerca del precipicio y habían empezado a trabajar en el fuerte que guarnecerían hasta que finalmente algún funcionario de Roma decidiera relevarlos. Durante el día la cohorte se había cocido al sol y luego se acurrucaba bajo sus capas por la noche, cuando la temperatura descendía de súbito. Habían racionado el agua rigurosamente y, cuando al fin llegaron al gran río que atravesaba el desierto y regaba la fértil media luna de la ribera, sus hombres se precipitaron al bajío para saciar su sed, llevándose el agua a los labios agrietados con tal desenfreno que los oficiales no pudieron contenerlos.

Después de haber servido tres años en la guarnición de la Décima legión en Ciro, con sus magníficos y bien regados jardines y todos los placeres de la carne que un hombre pudiera desear, Cástor tenía ahora terror a su destino temporal. La cohorte se enfrentaba a la perspectiva de pasarse meses, o tal vez años, en aquel rincón remoto del mundo. Si antes no los mataba el aburrimiento, seguro que lo harían los partos. Por este motivo el centurión había ordenado a sus hombres que construyeran el fuerte en el despeñadero en cuanto encontraron un emplazamiento desde el que se dominaba perfectamente el vado y las ondulantes llanuras de Partia. Cástor sabía que la noticia de la presencia romana llegaría a oídos del rey parto en cuestión de días y era vital que la cohorte levantara rápidamente unas defensas fuertes antes de que los partos decidieran atacarlos. Los auxiliares habían trabajado duramente varios días para nivelar el terreno y preparar los cimientos para los muros y las torres del nuevo fuerte. Los mamposteros se apresuraron a labrar las losas que habían acarreado hasta allí desde los afloramientos rocosos de los alrededores. Los muros de contención ya llegaban a la altura de la cintura y el espacio entre ellos se había llenado de escombros y cascotes, por lo que el centurión Cástor movió la cabeza con satisfacción mientras contemplaba el emplazamiento bajo la luz mortecina. En cinco días más las defensas tendrían la altura suficiente para trasladar el campamento al interior de los muros del nuevo fuerte. Entonces podría permitirse el lujo de sentirse a salvo de los partos. Hasta entonces los hombres trabajarían todas las horas que les permitiera la luz del día.

Hacía un instante que se había puesto el sol y en el horizonte sólo brillaba una leve franja de luz rojiza.

Cástor se volvió hacia su segundo al mando, el centurión Séptimo.

-Ya es hora de terminar la jornada.

Séptimo asintió, se llenó de aire los pulmones e hizo bocina con la mano para dar la orden a voz en cuello y que se oyera por todo el emplazamiento en construcción.

-¡Cohorte! ¡Dejad las herramientas y regresad al campamento!

Cástor vio las formas borrosas de los hombres que, por toda la obra, amontonaban cansados los picos, palas y canastas de mimbre, y cogían los escudos y las lanzas para dirigirse, arrastrando los pies, hacia las líneas que formaban frente al espacio donde se situaría la puerta principal. Cuando el último ocupó su posición empezó a arreciar el viento del desierto y, al mirar hacia el oeste con los ojos entrecerrados, Cástor vio una masa densa que avanzaba a un ritmo constante hacia ellos.

-La tormenta de arena viene hacia aquí -refunfuñó dirigiéndose a Séptimo-. Será mejor que lleguemos al campamento antes de que nos alcance.

Séptimo asintió con la cabeza. Había servido en la frontera oriental la mayor parte de su carrera y sabía que los hombres podían perder rápidamente el sentido de la orientación si los envolvía la asfixiante y abrasiva arena que levantaban los vientos que barrían esas tierras.

-Esos cabrones afortunados del campamento están perfectamente a salvo.

Cástor sonrió brevemente. Habían dejado a media centuria vigilando el campamento mientras sus compañeros se alejaban y ascendían penosamente por el precipicio. Ya se los imaginaba poniéndose a cubierto en las torres de guardia para resguardarse del viento y la arena cortantes.

-Bueno, pues pongamos en marcha a los hombres.

Dio la orden de avanzar y los soldados empezaron a caminar con dificultad por el camino que descendía serpenteando hasta el campamento, situado a poco más de kilómetro y medio del emplazamiento del fuerte. El viento empezó a soplar con más fuerza, la oscuridad se intensificó por todo el paisaje y las capas se agitaron y gualdrapearon en torno a los cuerpos de los soldados que descendían por la pedregosa ruta.

-No lamentaré marcharme de este lugar, señor -comentó Séptimo con un gruñido-. ¿Tiene idea de cuánto tiempo pasará antes de que nos reemplacen? A los muchachos y a mí nos espera un cálido alojamiento en Emesa.

Cástor meneó la cabeza.

-No tengo ni idea. Yo estoy igual de ansioso que vosotros por salir de aquí. Todo depende de la situación en Palmira y de lo que decidan hacer nuestros amigos partos.

-¡Malditos partos! -espetó Séptimo-. Esos cabrones siempre están revolviendo las cosas. Eran ellos los que estaban detrás de ese asunto de Judea el año pasado, ¿no es cierto?

Cástor asintió con la cabeza al recordar el levantamiento que había estallado al este del río Jordán. Los partos suministraron armas a los rebeldes, así como una pequeña fuerza de arqueros a caballo. Si se había evitado que los rebeldes y sus aliados partos incitaran a toda

Judea a alzarse contra Roma fue gracias a los valientes esfuerzos de la guarnición del fuerte Bushir. Ahora los partos habían concentrado su atención en la ciudad oasis de Palmira, un enlace vital en las rutas comerciales con Oriente y una barrera entre el Imperio romano y Partia. Palmira gozaba de una independencia considerable y era más un protectorado que un estado súb-dito. Sin embargo, el rey de Palmira se hacía viejo y los miembros rivales de su casa pugnaban para convertirse en su sucesor. Uno de los más poderosos príncipes de Palmira no había ocultado su deseo de unirse a Partia si se convertía en el nuevo gobernante.

Cástor carraspeó.

-Depende del gobernador de Siria convencer a los partos para que se mantengan alejados de Palmira.

El centurión Séptimo arqueó una ceja.

-¿De Casio Longino? ¿Cree que está a la altura?

Cástor guardó silencio unos instantes mientras consideraba su respuesta.

-Longino puede manejar la situación. No es un lacayo imperial; se ha ganado sus ascensos. En caso de no poder ganar la batalla diplomática estoy seguro de que los hará pedazos en combate. Si es necesario.

-Ojalá compartiera su seguridad, señor -repuso Séptimo meneando la cabeza-. Por lo que he oído, la última vez que Longino tuvo problemas enseguida puso pies en polvorosa.

-¿Quién te ha dicho eso? -le preguntó Cástor con brusquedad.

-Se lo oí decir a un oficial de la guarnición de Bu-shir, señor. Parece ser que Longino estaba en el fuerte cuando aparecieron los rebeldes. El gobernador montó en la silla y salió de allí en menos de lo que tarda una puta de la Suburra en registrarte el monedero.

Cástor se encogió de hombros.

-Estoy seguro de que tenía sus motivos.

-Seguro que sí.

Cástor se volvió hacia su subordinado con el ceño fruncido.

-Mira, no nos corresponde a nosotros debatir las excelencias del gobernador. Y mucho menos cuando los hombres pueden oírnos. De modo que no le digas nada a nadie, ¿entendido?

El centurión Séptimo apretó los labios un momento y a continuación asintió con la cabeza.

-Como quiera, señor.

La columna siguió bajando por la pendiente y, en tanto que el viento arreciaba, el primer remolino de polvo barrió el sendero. En cuestión de segundos se había desvanecido todo indicio del paisaje circundante y Cás-tor aflojó el paso para asegurarse de que seguía a la cabeza de sus hombres por el camino del campamento. Los soldados avanzaron poco a poco, hundiendo los hombros mientras hacían lo imposible para protegerse de las ráfagas de arena detrás de sus escudos. El sendero se niveló por fin cuando llegaron al pie de la cuesta. Aunque el fuerte se hallaba delante a una corta distancia, la arena y la creciente oscuridad lo ocultaban a la vista.

-Ya no está lejos -murmuró Cástor para sí.

Séptimo lo oyó.

-Bien. Lo primero que haré al llegar a mi tienda es aclararme la garganta con un traguito de vino.

-Buena idea. ¿Te importa si me uno a ti?

Séptimo apretó los dientes ante la inesperada petición y se resignó malhumoradamente a compartir la última vasija de vino que había llevado por el desierto desde Palmira. Carraspeó y asintió:

-Será un placer, señor.

Cástor se rió y le dio una palmada en el hombro.

-¡Así me gusta! Cuando regresemos a Palmira la primera copa corre de mi cuenta.

-Sí, señor. Gracias. -Séptimo se irguió de repente y miró fijamente el sendero que tenían por delante. Entonces alzó la mano para indicar a la columna que se detuviera.

-¿Qué ocurre? -preguntó Cástor en voz baja al tiempo que se acercaba a su subordinado-. ¿Qué pasa?

Séptimo señaló hacia el fuerte con un movimiento de la cabeza.

-He visto algo justo enfrente de nosotros... Un jinete.

Ambos oficiales clavaron la mirada en la arena que se arremolinaba frente a ellos, forzando la vista y aguzando el oído, pero no había rastro de nadie, ni a caballo ni a pie. Sólo las manchas borrosas de los arbustos raquíticos que crecían a ambos lados del camino. Cás-tor tragó saliva y se obligó a relajar sus tensos músculos.

-¿Qué es lo que viste exactamente?

Séptimo lo miró con expresión enojada, intuyendo las dudas de su superior.

-Un jinete, ya se lo he dicho. A unos cincuenta pasos por delante. Por un momento la arena se despejó y lo vi, sólo un instante.

Cástor movió la cabeza en señal de asentimiento.

-¿Seguro que no fue un engaño de la luz? Podría haber sido uno de esos arbustos moviéndose.

-Se lo estoy diciendo, señor. Era un caballo. Lo vi con toda claridad. Lo juro por todos los dioses. Allí, delante de nosotros.

Cástor estaba a punto de responder cuando ambos oyeron un débil ruido metálico por encima del gemido del viento. Era un sonido inconfundible para cualquier soldado: el choque de dos espadas. Un instante después se oyó un grito amortiguado y luego sólo el viento. Cás-tor sintió que la sangre se le helaba en las venas; se volvió hacia Séptimo y le habló en voz baja:

-Comunica a los demás oficiales que hagan formar a los soldados en orden cerrado de un lado a otro del camino. Hazlo sin hacer ruido.

-Sí, señor. -El centurión Séptimo saludó y se quedó atrás para transmitir la orden por la línea. En tanto que los soldados se desplegaban en abanico a ambos lados del sendero, Cástor se acercó unos cuantos pasos más al campamento. Un inusitado cambio del viento le permitió distinguir débilmente la torre de entrada y un cuerpo desplomado contra el marco de madera en el que había varias flechas clavadas. Un velo de polvo volvió a ocultar el campamento. Cástor regresó con sus hombres. Los auxiliares formaban una línea de cuatro en fondo de un lado a otro del sendero, con los escudos en alto y las lanzas inclinadas hacia delante al tiempo que miraban con preocupación en dirección al campamento. Séptimo esperaba a su comandante a la cabeza de la centuria del flanco derecho. Junto a ellos, la pendiente ascendía en una maraña de rocas y maleza.

-¿Vio algo, señor?

Cástor asintió con la cabeza y aguardó hasta situarse al lado del otro oficial antes de hablar en voz baja:

-Han atacado el campamento.

-¿Atacado? -Séptimo enarcó las cejas-. ¿Quién? ¿Los partos? ¿Quién si no?

Séptimo asintió y deslizó la mano para asir la empuñadura de su espada.

-¿Cuáles son sus órdenes, señor?

-Todavía están cerca. Con esta tormenta de arena podrían estar en cualquier parte. Tenemos que intentar regresar al campamento, sacarlos de allí y cerrar la puerta. Es nuestra mejor oportunidad.

-Querrá decir nuestra única oportunidad, señor -repuso Séptimo con una sonrisa forzada.

Cástor no respondió, se echó los pliegues de la capa encima de los hombros y desenvainó la espada. La levantó en el aire y miró a lo largo de la línea para cerciorarse de que los demás oficiales lo imitaban y transmitían la señal. Cástor no tenía ni idea de a cuántos enemigos se enfrentaban. Si éstos eran tan audaces para tomar el campamento por asalto, debían de haber atacado con bastantes efectivos. La niebla sobre el río y la tormenta de arena que arreciaba debían de haber ocultado su aproximación. El hecho de que esa misma tormenta proporcionara ahora cierta protección al resto de la cohorte mientras ésta se acercaba al fuerte no le resultó de mucho consuelo a Cástor. Con un poco de suerte podría suceder que, a su vez, los auxiliares sorprendieran al enemigo. Lentamente bajó el brazo con el que sostenía la espada, cuya punta descendió describiendo un arco hacia el fuerte. La señal se repitió a lo largo de la línea para los soldados que se hallaban a la izquierda del centurión, ocultos en medio de la polvareda y la penumbra.

Cástor se acercó nuevamente la espada hasta que la cara de la hoja descansó contra el borde de su escudo y entonces avanzó. La línea lo siguió con un movimiento ondulante en tanto los auxiliares caminaban con paso seguro por el terreno accidentado hacia el campamento. Los oficiales mantuvieron un ritmo lo bastante lento para mantener la formación a medida que la línea avanzaba. A la derecha, la pendiente daba paso a un terreno abierto y la centuria del flanco se alejó del precipicio. Cástor miró al frente con los ojos entrecerrados, buscando cualquier señal del enemigo o de las fortificaciones del campamento. Entonces vio surgir la mole de la puerta principal por entre el remolino de polvo y arena. El contorno de la empalizada que habían levantado a cada lado se fue definiendo con nitidez a medida que los auxiliares se aproximaban al campamento. Aparte del cuerpo apoyado contra el poste de la puerta no había rastro de nadie más, ni vivo ni muerto.

El sonido de unos cascos retumbó a la derecha de Cástor, que se volvió a mirar al tiempo que uno de sus soldados del extremo de la línea soltaba un grito y agarraba el asta de la flecha que le había atravesado el pecho. Unas formas borrosas irrumpieron en el velo de la tormenta de arena cuando varios arqueros partos se acercaron a los auxiliares al galope y soltaron sus flechas contra el costado derecho de los soldados romanos, que éstos llevaban descubierto. Fueron alcanzados otros cuatro hombres, que cayeron al suelo mientras otro se doblaba en dos pero intentó mantenerse en pie sujetando la flecha que le atravesaba el muslo y se lo había inmovilizado contra la otra pierna. Los partos hicieron virar sus monturas, retrocedieron rápidamente y se perdieron de vista, dejando a los auxiliares mirándolos con sorpresa y terror.

Casi de inmediato se oyó un grito a la izquierda cuando el enemigo emprendió otro ataque.

-¡Seguid adelante! -exclamó Cástor con desesperación cuando oyó pasar más caballos por detrás de la cohorte-. ¡Corred, muchachos!

Las ordenadas líneas de la cohorte se disgregaron en una concentración de soldados que corrían hacia la puerta principal, entre los que se contaba Cástor, quien vio que las puertas se cerraban y que de inmediato aparecían multitud de rostros por encima de la empalizada. Los arcos volvieron a alzarse, el silbido de las flechas hendió el aire de nuevo y las saetas alcanzaron a más auxiliares que, impotentes, se detuvieron frente al campamento. La lluvia de flechas caía sin interrupción, repiqueteando en los escudos o atravesando la carne con un ruido sordo y húmedo. Los gritos se alzaron por todas partes y, con una sensación de náusea en la boca del estómago, Cástor se dio cuenta de que, si no hacía algo, sus hombres estaban prácticamente muertos.

-¡Conmigo! -rugió Cástor-. ¡Acercaos a mí!

Unos cuantos soldados acataron su orden y alzaron sus escudos en torno a Cástor y el estandarte de la cohorte. A ellos se sumaron más hombres a los que Séptimo fue empujando bruscamente para que se situaran en posición mientras se acercaba a su comandante. Cuando hubo unos cincuenta soldados formados en un círculo compacto con los escudos alzados, Cástor gritó la orden de retirarse por el sendero hacia el despeñadero. Retrocedieron lentamente en la penumbra, dejando a sus compañeros heridos rogándoles desesperadamente que no los abandonaran a los partos. Cástor se hizo fuerte. No podía hacer nada por los heridos. El único refugio que les quedaba a los supervivientes de la cohorte era el fuerte parcialmente construido del precipicio. Si podían llegar hasta allí tendrían más posibilidades de librar una última batalla. La cohorte estaba condenada, pero también ellos se llevarían a cuantos partos pudieran.

El pequeño grupo de auxiliares llegó al pie del despeñadero antes de que el enemigo se percatara de sus intenciones y los persiguiera. Los jinetes salieron de la oscuridad para disparar sus flechas y, cuando se dieron cuenta de que no había necesidad de seguir con una táctica relámpago, frenaron sus monturas y empezaron a encajar y apuntar más saetas a un ritmo constante. En su ascensión por el sendero la cohorte presentaba un blanco limitado al enemigo y una sólida pared de escudos protegía la retaguardia del pequeño grupo de supervivientes que se dirigía al emplazamiento de la obra. Los partos los seguían tan de cerca como les permitía su osadía y los asaeteaban en cuanto veían un hueco entre los escudos. Cuando advirtieron que era inútil disparar entre los escudos empezaron a tirar a las piernas descubiertas de su presa, lo que los obligaba a agacharse y a aminorar el paso mientras subían penosamente por el camino. Aun así, otros cinco soldados resultaron heridos antes de que el sendero se nivelara y la pequeña columna de auxiliares llegara al perímetro de la obra. En lo alto del despeñadero el viento seguía siendo cortante, pero al menos allí estaban libres de la polvareda y dominaban las nubes de arena que tapaban el paisaje circundante.

Cástor dejó a Séptimo al mando de la retaguardia y condujo al resto por entre los cimientos de la puerta principal. Los muros eran demasiado bajos para impedir que los partos entraran en el fuerte y el único lugar donde los auxiliares podían ofrecer resistencia era la torre de vigilancia, ya casi terminada, situada en el otro extremo del fuerte, en una esquina al borde mismo del precipicio.

-¡Por aquí! -bramó Cástor-. ¡Seguidme!

Se apresuraron por el laberinto de rocas colocadas en línea que señalaban la ubicación de los edificios y vías planeados para el fuerte. Más adelante la mole de la torre de vigilancia se alzaba imponente contra el cielo nocturno salpicado de estrellas. En cuanto llegaron a la estructura de madera, Cástor se quedó en la entrada haciendo señas a sus hombres para que pasaran. Sólo tenía con él a poco más de veinte soldados y sabía que tendrían suerte si sobrevivían para ver el próximo amanecer. Cástor se escondió rápidamente en el interior y dio órdenes para que los soldados cubrieran la plataforma en lo alto de la torre y las aspilleras del piso situado encima de la entrada. Dejó consigo a cuatro soldados para defender la entrada mientras esperaban a que

Séptimo y la retaguardia los alcanzaran. Tras una breve demora varias figuras borrosas irrumpieron por la inacabada torre de entrada y corrieron a la atalaya. Momentos después apareció una oleada de guerreros enemigos que los perseguían con gritos de triunfo.

Cástor hizo bocina con las manos y gritó:

-¡Los tenéis encima! ¡Corred!

Los soldados de la retaguardia, cargados con la armadura, cruzaron el emplazamiento a trompicones, exhaustos tras el día de trabajo. Uno de ellos tropezó con una piedra y cayó al suelo con un grito agudo, pero ninguno de sus compañeros se detuvo ni volvió la mirada y en unos momentos quedó envuelto por la oleada de partos que se abalanzaban hacia la torre de vigilancia. Se aglomeraron en torno al auxiliar caído, arremetiendo contra él con sus hojas curvas. Su muerte proporcionó a sus compañeros el tiempo suficiente para llegar a la torre de vigilancia en cuyo interior se apiñaron, jadeantes, y bajaron los escudos. Séptimo se pasó la lengua por los labios mientras se obligaba a erguirse y rendir su informe con la respiración agitada.

-Perdimos a dos hombres, señor. Uno atrás en el sendero y el otro justo después.

-Ya lo vi.

-¿Y ahora qué hacemos?

-Resistiremos cuanto podamos.

-¿Y luego?

Cástor se rió.

-Luego moriremos. Pero no sin cargarnos antes al menos a cuarenta de ellos, para que nos flanqueen el camino al Hades.

Séptimo forzó una amplia sonrisa por el bien de los soldados que los observaban. A continuación miró por encima del hombro de Cástor y su expresión se endureció.

-Aquí vienen, señor.

Cástor se dio la vuelta y levantó el escudo.

-¡Tenemos que contenerlos aquí! ¡Formad!

Séptimo permaneció a su lado y los cuatro soldados levantaron las lanzas y se dispusieron a arrojarlas por encima de las cabezas de los dos oficiales. Al otro lado de la entrada la oscura concentración de partos se abalanzó por el suelo lleno de escombros contra los escudos que bloqueaban la puerta. Cástor se afirmó y en un instante el escudo recibió un impacto y se le vino encima con una sacudida. Hundió los clavos de hierro de sus botas en el suelo y empujó el escudo, arrojándose con todas sus fuerzas tras el tachón. Se oyó un explosivo grito cuando el golpe alcanzó el objetivo. Uno de los auxiliares arremetió con su arma, cuya punta afilada pasó por encima del hombro de Cástor y se oyó un grito de dolor en el exterior de la torre de vigilancia. Cuando el soldado recuperó la lanza, unas gotitas cálidas le salpicaron los ojos a Cástor, que parpadeó para evitarlas al tiempo que una espada golpeaba el exterior de su escudo. A su lado, el centurión Séptimo empujó su escudo contra la concentración de enemigos que se aglomeraban en la entrada y arremetió con su espada contra la carne que veía entre el brocal y el marco de la puerta.

Mientras los dos oficiales se mantuvieran firmes con el apoyo de los soldados detrás, listos para acometer con sus lanzas, el enemigo no podría entrar. Cástor se animó un momento cuando el combate parecía serles favorable.

Notó, demasiado tarde, un leve movimiento cerca del suelo cuando un parto se agachó y atacó con su espada por debajo del escudo de Cástor. El filo de la hoja penetró en su tobillo cortando cuero, carne y músculo antes de dar en el hueso. El dolor fue instantáneo, como si le hubieran metido una barra de hierro candente en la articulación. Cástor retrocedió tambaleándose y soltó un fuerte resoplido de dolor y furia.

Séptimo volvió la vista atrás rápidamente y vio que su comandante se desplomaba a un lado de la entrada.

-¡El siguiente! ¡Entra en la línea!

El auxiliar más próximo se agachó para protegerse las piernas y avanzó para situarse junto a Séptimo en tanto que sus compañeros embestían al enemigo con un aluvión de puntas de lanza. Entonces surgió de la oscuridad un repentino grito de alarma y desde la torre de vigilancia les llegó un estrépito de pesada mam-postería. Cástor se asomó por el marco y vio que un pedazo de piedra labrada caía contra los partos y abatía a uno, aplastándole la cabeza. Cayeron más piedras y rocas sobre los atacantes, matando y lisiando a varios de ellos antes de que pudieran retroceder a toda prisa por el emplazamiento para situarse a una distancia prudencial.

-Estupendo -Séptimo profirió un gruñido de placer-. ¡A ver qué les parece que les ataquen sin tener la oportunidad de defenderse! ¡Cabrones!

Cuando el enemigo se situó fuera del alcance cesó el bombardeo de piedras y los sonidos del combate dieron paso a los abucheos y silbidos de los auxiliares de la torre de vigilancia y a los gemidos y gritos de los heridos frente a la entrada. Séptimo echó un último vistazo fuera antes de indicarle a uno de los soldados que ocupara su lugar. Dejó el escudo apoyado contra la pared y se arrodilló para examinar la herida de Cástor, forzando la vista para distinguirla bajo el tenue resplandor del cielo estrellado que penetraba por la entrada. Palpó la herida con delicadeza y notó las esquirlas de hueso entre la carne destrozada. Cástor inspiró hondo y apretó los dientes para evitar gritar de dolor.

Séptimo lo miró.

-Lamento decirle que sus días de soldado han terminado.

-Dime alguna cosa que no sepa -repuso Cástor entre dientes.

Séptimo sonrió brevemente.

-Tengo que detener la hemorragia. Deme el fular, señor.

Cástor se aflojó el pañuelo, se lo desenrolló del cuello y se lo dio. Séptimo sujetó un extremo detrás de la pantorrilla de Cástor y levantó la mirada.

-Esto le va a doler. ¿Preparado?

-Empieza de una vez.

Séptimo rodeó la pierna con la tela, la pasó por encima de la herida, vendó firmemente el tobillo y la ató. Cástor nunca había soportado un dolor tan agudo y cuando Séptimo terminó de atar el nudo y se puso de pie él sudaba copiosamente a pesar del frío de la noche.

-Cuando llegue la hora de presentar nuestra última batalla tendrás que dejarme apoyado en las escaleras.

Séptimo asintió con la cabeza.

-Me encargaré de ello, señor.

Los oficiales se miraron mutuamente durante un momento mientras consideraban el verdadero alcance de su última conversación. Ahora que habían aceptado lo inevitable, Cástor sentía que la carga de la preocupación por la suerte de los hombres que tenía bajo su mando había desaparecido. A pesar del tormento de su herida, en su interior reinaba una calmada sensación de resignación y la determinación de caer luchando. Séptimo desvió la vista, miró a través de la puerta y vio que el enemigo permanecía en el emplazamiento, dividido en varios grupos, fuera del alcance de las rocas y piedras que los auxiliares les habían arrojado desde la torre de vigilancia.

-Me pregunto qué harán ahora -caviló-. ¿Matarnos de hambre?

Cástor meneó la cabeza en señal de negación. Había servido en aquella región oriental el tiempo suficiente para conocer bien al antiguo enemigo de Roma.

-No esperarán a que eso ocurra. No es honorable.

-¿Y entonces qué?

Cástor se encogió de hombros.

-Muy pronto lo sabremos.

Hubo un momento de silencio y después Séptimo se alejó de la entrada.

-¿Y esto qué es? ¿Una incursión? ¿El inicio de una nueva campaña contra Roma?

-¿Acaso importa?

-Quiero saber la razón de mi muerte.

Cástor frunció los labios y consideró la situación.

-Podría ser una incursión. Quizá se tomaron la construcción del fuerte como un acto de provocación. Pero es igualmente posible que quieran abrir un camino hasta el otro lado del Éufrates para que su ejército lo cruce. Podría ser el primer movimiento hacia el dominio de Palmira.

Los pensamientos de Cástor quedaron interrumpidos por un grito proveniente del exterior.

-¡Romanos! ¡Oídme! -exclamó una voz en griego-. ¡Partia os insta a que depongáis las armas y os rindáis!

-¡Y qué más! -gruñó Séptimo.

El hombre que se mantenía en la oscuridad no respondió a la provocación y siguió hablando en tono ecuánime.

-Mi comandante os invita a rendiros. Si deponéis las armas se os perdonará la vida. Os da su palabra.

-¿Perdonarnos la vida? -repitió Cástor en voz baja antes de gritar su respuesta-: ¿Nos perdonaréis la vida y nos permitiréis regresar a Palmira?

Tras una breve pausa, la voz prosiguió:

-Se os perdonará la vida, pero os haremos prisioneros.

-Esclavos es lo que seremos -gruñó Séptimo, y escupió en el suelo-. No voy a morir siendo un maldito esclavo -se volvió hacia Cástor-. ¿Señor? ¿Qué vamos a hacer?

-Dile que se vaya al Hades.

Séptimo sonrió fríamente mostrando unos dientes luminosos bajo la luz de la luna. Se volvió nuevamente hacia la entrada y respondió a voz en cuello:

-¡Si queréis nuestras armas venid a cogerlas!

Cástor se rió.

-No ha sido precisamente original, pero ha estado

bien.

Los oficiales intercambiaron una risita y los demás soldados sonrieron con nerviosismo hasta que la voz les habló por última vez.

-Así se hará. Este lugar será entonces vuestra tumba. O mejor dicho, vuestra pira.

Un débil resplandor había aparecido en el extremo más alejado de la obra y, mientras Séptimo observaba, surgió una pequeña llama que perfiló al guerrero agachado sobre su yesquero. La llama fue alimentada con eficiencia y no tardó en prender una pequeña fogata a la que se congregaron aquellos hombres para encender las antorchas que habían preparado apresuradamente utilizando los matorrales de los alrededores. Luego se acercaron a la torre de vigilancia y, en tanto Séptimo seguía mirando, la primera flecha incendiaria se acercó a una antorcha y los trapos engrasados se encendieron. El arquero tensó su arco de inmediato y disparó contra la atalaya. La flecha cruzó la oscuridad y se clavó en el andamiaje con un ruido sordo, desperdigando una pequeña lluvia de chispas. Inmediatamente volaron hacia la estructura más flechas llameantes que se incrustaban en la madera con un chasquido y quedaban ardiendo.

-¡Mierda! -Séptimo apretó el puño en la empuñadura de su espada-. Quieren prender fuego para obligarnos a salir.

Cástor sabía que en la torre no había agua y meneó la cabeza.

-No podemos hacer nada. Haz bajar a los hombres de la torre de vigilancia.

-Sí, señor.

Poco después, con los últimos supervivientes apiñados en el pequeño cuarto de guardia al pie de la torre, Cástor se levantó y se apoyó contra la pared para dirigirse a ellos.

-Para nosotros todo ha terminado, muchachos. O nos quedamos aquí y morimos abrasados o salimos ahí afuera y nos llevamos con nosotros a unos cuantos de esos hijos de puta. Eso es todo. Así pues, cuando dé la orden, seguiréis al centurión Séptimo fuera de la torre. No os separéis unos de otros y cargad contra ellos con todas vuestras fuerzas. ¿Entendido?

Unos cuantos soldados asintieron con la cabeza y otros lograron pronunciar unas pocas palabras a modo de respuesta. Séptimo se aclaró la garganta.

-¿Y qué va a hacer usted, señor? No puede venir con nosotros.

-Lo sé. Me quedaré aquí y me ocuparé del estandarte. No podemos permitir que se lo queden -Cástor tendió la mano al abanderado-. Vamos, dámelo.

El portaestandarte vaciló un momento, tras el cual dio un paso al frente y entregó el asta a su comandante.

-Cuidelo, señor.

Cástor asintió con la cabeza, agarró el estandarte con firmeza y lo utilizó para apoyar el peso de su pierna herida. Los chasquidos y el suave rugido de las llamas llenaban la cálida atmósfera que los rodeaba y un refulgente brillo anaranjado iluminaba el suelo en torno a la torre de vigilancia. Cástor se acercó con paso vacilante a la estrecha escalera de madera situada en una esquina.

-Cuando llegue al tejado daré la orden de atacar. Procurad que cada una de vuestras lanzadas y estocadas cuenten, muchachos.

-Lo haremos, señor -repuso Séptimo en voz baja.

Cástor asintió y le estrechó el brazo al centurión brevemente, y, con los dientes apretados, se dirigió al último piso subiendo dolorosamente por los escalones de madera en tanto que el aire se hacía cada vez más caliente y las volutas de humo se ondulaban en la luz anaranjada que penetraba por las ventanas y aspilleras. Cuando llegó arriba, el flanco de la torre más próximo al enemigo estaba en llamas. Cástor vio a una gran cantidad de partos esperando bajo el brillante resplandor de las llamas y respiró hondo.

-¡Centurión Séptimo! ¡Ahora! ¡A la carga!

Un débil coro de gritos de guerra surgió de la base de la torre y Cástor vio que los partos alzaban sus arcos, concentraban la puntería y el aire se llenó con el revoloteo de las oscuras astas de sus flechas. Por encima del parapeto vio que el organismo pequeño y compacto que formaban sus hombres se abalanzaba por el emplazamiento. Con los hombros encorvados detrás de sus escudos, corrían directos hacia el enemigo, siguiendo a Séptimo que insultaba a los partos a voz en cuello. Los arqueros no cedieron terreno y disparaban sus flechas contra su blanco móvil con toda la rapidez de la que eran capaces. Los que aún tenían flechas incendiarias las lanzaron y unos brillantes senderos luminosos hendieron el aire hacia los auxiliares. Varios de esos proyectiles se alojaron en los escudos y ardían mientras sus portadores seguían corriendo. Entonces Cástor vio que Séptimo se detenía y se quedaba inmóvil, soltaba la espada y su mano intentaba agarrar la punta de una flecha que le había atravesado el cuello mientras el último de sus gritos aún resonaba por el emplazamiento. A continuación se desplomó de rodillas y cayó de bruces al suelo, retorciéndose débilmente mientras moría desangrado.

Los auxiliares cerraron filas en torno a su cuerpo y alzaron los escudos. Cástor los observó con amarga frustración. El ímpetu de la carga había muerto con Séptimo y ahora los soldados estaban siendo eliminados por las flechas partas que se abrían camino entre los escudos y penetraban en la carne de los hombres. Cástor no esperó para ver el final. Apoyándose pesadamente en el estandarte cruzó al otro extremo de la plataforma y dirigió la mirada precipicio abajo, hacia el río. A lo lejos, la niebla se había disipado y la luz de la luna cabrilleaba en la arremolinada corriente que fluía por encima de unas rocas. Cástor inclinó la cabeza hacia atrás, miró a las serenas profundidades de los cielos e hinchó sus pulmones con el aire nocturno.

Un súbito chasquido de la madera en el lado más alejado de la torre le hizo volver la mirada y supo que, si quería asegurarse de que el estandarte no cayera en manos enemigas, no le quedaba tiempo. A través de la temblorosa cortina de humo y llamas distinguió las brillantes filas de los partos y comprendió que aquello no era más que el principio. No tardaría en derramarse por el desierto una marea de fuego y destrucción que amenazaría las provincias orientales del Imperio romano. Cástor agarró firmemente el estandarte con ambas manos y se acercó cojeando al borde de la plataforma. Respiró hondo una última vez, apretó los dientes y se arrojó al vacío.

CAPÍTULO II

-¡Esto sí que es vida! -manifestó Macro con una sonrisa al tiempo que se echaba hacia atrás y se apoyaba en la pared de El Ánfora Munificente, el antro en el que solía beber, y estiró las piernas delante de él-. Por fin conseguí que me destinaran a Siria. ¿Sabes una cosa, Cato?

-¿Qué? -Su compañero se espabiló y abrió los ojos con un parpadeo.

-Este lugar no me ha decepcionado lo más mínimo -Macro cerró los ojos y disfrutó del calor del sol en su tez curtida-. Incluso hay una buena biblioteca.

-Nunca hubiera imaginado que te interesaran los libros -repuso Cato. En los últimos meses Macro casi había saciado sus deseos epicúreos y le había dado por leer. Había que admitir que prefería las comedias subidas de tono y la literatura erótica, pero Cato pensaba que así al menos leía algo y cabía la posibilidad de que eso pudiera llevarlo a un material más desafiante.

Macro sonrió.

-De momento aquí se está bastante bien. El clima es cálido y las mujeres también. Te aseguro que después de esa campaña en Britania no quiero ver a otro celta mientras viva.

-¡Y que lo digas! -murmuró el centurión Cato con sentimiento mientras recordaba el frío, la humedad y los pantanos neblinosos en los que Macro y él, con los soldados de la Segunda legión, habían luchado abriéndose camino a la fuerza por la más reciente adquisición del emperador-. De todos modos en verano no era tan malo.

-¿Verano? -Macro frunció el ceño-. ¡Ah! Debes de referirte a ese manojo de días que tuvimos entre el invierno y el otoño.

-Espera y verás. Cuando lleves unos cuantos meses de campaña por el desierto rememorarás la época de Britania como si se tratara del Elíseo.

-Podría ser -caviló Macro mientras recordaba su destino anterior en la frontera con Judea, en medio de un páramo. Sacudió la cabeza para desprenderse del recuerdo-. Pero de momento estoy al mando de una cohorte, tengo una paga de prefecto y la perspectiva de un buen descanso antes de que tengamos que jugarnos la vida y el físico por el emperador, el Senado y el pueblo de Roma -entonó la consigna oficial con ironía-, con lo cual me refiero a ese cabrón taimado y maqui-nador de Narciso.

-Narciso. -Al repetir el nombre del secretario privado del emperador Claudio, Cato se irguió en su asiento y miró a su amigo. Bajó la voz-. Todavía no hemos recibido su respuesta. A estas alturas ya debe de haber leído nuestro informe.

-Sí -Macro se encogió de hombros-. ¿Y qué?

-¿Qué crees que hará respecto al gobernador?

-¿Casio Longino? ¡Bah!, no le pasará nada. Longino ha borrado muy bien su rastro. No hay pruebas sólidas que lo vinculen a ninguna traición y puedes estar seguro de que ahora que sabe que lo vigilan hará lo que esté en sus manos para ser el más leal servidor del emperador.

Cato se volvió a mirar a los clientes que había en la mesa más próxima y se inclinó para acercarse a Macro.

-Puesto que nosotros somos los hombres a los que Narciso envió para vigilar a Longino, dudo que el gobernador derramara una sola lágrima por nuestras muertes. Debemos tener cuidado.

-No puede hacer que nos maten -replicó Macro con desdén-. Sería demasiado sospechoso. Relájate, Cato, lo estamos haciendo bien -estiró los brazos, hizo crujir el hombro y luego se puso las manos en la nuca con un bostezo satisfecho.

Cato se lo quedó mirando un momento, deseando que Macro no descartara con tanta facilidad el peligro que representaba Casio Longino. Meses atrás el gobernador de Siria había solicitado que se transfirieran otras tres legiones a sus órdenes para contrarrestar la creciente amenaza de una revuelta en Judea. Cato tenía la convicción de que Longino se había estado preparando para hacerse con el trono imperial. Gracias a Macro y a Cato la revuelta se sofocó antes de que se extendiera por la provincia y Longino se vio privado de la necesidad de sus legiones adicionales. Nadie tan poderoso como Longino perdonaría fácilmente a los que habían frustrado sus ambiciones y Cato había pasado varios meses previendo con recelo la venganza. Pero ahora el gobernador afrontaba el peligro real que suponía la creciente amenaza por parte de Partia con tan sólo las legiones Tercera, Sexta y Décima, con sus cohortes auxiliares adscritas, para hacer frente al enemigo. Si la guerra llegaba a las provincias orientales serían necesarios todos los soldados disponibles para enfrentarse al enemigo. Cato suspiró. Resultaba irónico que la amenaza parta viniera en buen momento. Ésta evitaría que el gobernador pensara en la venganza, al menos durante un tiempo. Cato apuró su copa y volvió a reclinarse contra la pared mirando la ciudad.

El sol se aproximaba al horizonte y las tejas y cúpulas de los tejados de Antioquía relucían bajo la luz del crepúsculo. El centro de la ciudad, igual que en la mayoría bajo dominio romano y, con anterioridad, en manos de los herederos griegos de las conquistas de Alejandro Magno, rebosaba de esos edificios públicos que podían encontrarse por todo el Imperio. Más allá de las majestuosas columnas de los templos y pórticos, la ciudad ofrecía un revoltijo de magníficas viviendas urbanas y barrios de crecimiento descontrolado con edificaciones mugrientas de tejado plano. En esas calles la atmósfera hedía a humanidad apiñada. Allí pasaba el tiempo la mayoría de soldados fuera de servicio. Sin embargo, Cato y Macro preferían la relativa comodidad de El Ánfora Munificente, cuya situación ligeramente elevada permitía aprovechar cualquier brisa que soplara por la ciudad.