LA PROFECÍA DEL ÁGUILA

 

 

 

SIMON SCARROW

 

Título original: The Eagle's Prophecy

Diseño de la sobrecubierta: Edhasa

© fotografía de la sobrecubierta: Sue Colvil

© Diseño de la imagen de la sobrecubierta:Tim Byrne

Primera edición: octubre de 2006

Primera edición en e-book: noviembre de 2017

© Simon Scarrow, 2005

© de la traducción: Montse Batista, 2006

© de la presente edición: Edhasa, 2017

Diputación, 262, 2º 1ª

08007 Barcelona

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España

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ISBN: 978-84-350-4699-2

Este libro está dedicado a mi amigo y vecino Lawrence Coulton, que murió en un accidente cuando volaba para la Fuerza Aérea Británica mientras yo completaba esta novela. Lawrence era uno de esos singulares individuos que sabía disfrutar de las cosas de un modo absolutamente contagioso. Su compañía fue un enorme placer para todo el mundo que tuvo el privilegio de conocerlo.

NOTA DEL AUTOR

La armada imperial romana ha sido objeto de muchas menos investigaciones que las legiones, y son muy pocos los testimonios que han sobrevivido para ofrecernos una visión verdadera y exacta de sus barcos. Para aquellos lectores interesados en leer más sobre la marina romana, sugiero que obtengan una breve perspectiva general con la excelente obra de Peter Connolly, Greece and Rome at War. También merece bastante la pena la lectura de The Imperial Roman Navy de Chester Starr, aunque es difícil de encontrar.

Existen unas cuantas desviaciones conscientes de los hechos históricos en este relato. En primer lugar, he utilizado los más recientes términos de «babor» y «estribor» para darles a nuestros marineros romanos cierta atmósfera náutica. En segundo lugar, he desplazado la base de la flota de Rávena a un lugar más cercano al puerto comercial. En realidad, las bases navales romanas se situaban a cierta distancia de la confusión de las embarcaciones comerciales. No obstante, no quería dejar exhaustos a Macro y Cato con largas caminatas hasta la ciudad para ir a tomar una copa.

Aparte de las dos enormes bases navales de Miseno y Rávena, otras flotillas adicionales se hallaban diseminadas por las fronteras del Imperio. Las flotas se encargaban de vigilar las rutas marítimas y de proporcionar fuerzas militares adecuadas que pudieran desembarcar allí donde hubiera una necesidad urgente de presencia armada.

Para los marineros y mercaderes de la Antigüedad, la piratería era una dura realidad cotidiana. De hecho, durante el siglo I a. C., los piratas desembarcaban con descaro en la península italiana para raptar viajeros en la Vía Apia. Esta actitud desmedidamente orgullosa llegó a su apogeo con un asalto al puerto de Ostia, durante el cual los piratas incendiaron una flota de buques de guerra romanos. En opinión del Senado romano, este atrevido acto se pasaba de la raya, por lo que se apresuró a autorizar a Pompeyo el Grande a reunir una gran flota que dejara el mar libre de piratas. Así lo hizo con una campaña relámpago de tres meses. A partir de entonces, los piratas se vieron obligados a operar a mucha menor escala y hombres como Telémaco representarían apenas una amenaza esporádica para las rutas marítimas. En cualquier caso, el combate entre la flota de Rávena y los barcos de Telémaco quedaría empequeñecido ante la magnitud de las acciones navales de las guerras Púnicas y Civiles.

En este sentido, la misión histórica de la armada imperial fue un éxito absoluto durante casi tres siglos. Tal como señala Chester Starr, su tarea «no era librar batallas, sino hacer que éstas resultaran imposibles».

En otro sentido, y a pesar de las representaciones fijadas por Hollywood en las que las galeras romanas son impulsadas por cadenas de esclavos, es probable que la realidad se acercase más al estilo de las galeras del Renacimiento, en las que los remeros eran una mezcla de esclavos y hombres libres que cobraban por sus servicios.

Un último comentario. Por supuesto, los rollos délficos (o rollos sibilinos) están inspirados en la historia de la Sibila de Cumas.

LA PROFECÍA DEL ÁGUILA

Una breve introducción a la marina de guerra romana

Los romanos eran renuentes a la guerra naval y no establecieron una armada permanente hasta el reinado de Augusto (27 a. C. - 14 d. C.). El contingente principal estaba dividido en dos flotas, con base en Miseno y Rávena (donde se sitúa gran parte de esta novela).

Cada flota estaba al mando de un prefecto. No era necesario tener experiencia naval previa y el puesto era en gran medida de naturaleza administrativa.

Por debajo del rango de prefecto, es evidente la enorme influencia de la práctica naval griega en las flotas imperiales. Los comandantes de escuadrón se llamaban nearcas y tenían a sus órdenes diez barcos. Estos nearcas, al igual que los centuriones de las legiones, eran oficiales superiores de cargo vitalicio. Si lo deseaban podían solicitar el traslado a una legión con el rango de centurión. Al near-ca superior de la flota también se le conocía como Navarchus Princeps; cumplía la misma función que el centurión superior de una legión y ofrecía asesoramiento técnico al prefecto cuando era necesario.

Los barcos estaban al mando de los trierarcas. Éstos, al igual que los nearcas, eran ascendidos de la tropa y tenían la responsabilidad de dirigir cada una de las embarcaciones. Sin embargo, su papel no se corresponde al de un capitán de barco moderno. Si bien se encargaban de la navegación del barco, llegada la hora del combate era en realidad el centurión a cargo de la dotación de infantes de marina de la nave quien actuaba como oficial superior. Es por ello que he utilizado los rangos griegos en la novela en lugar de ofrecer un equivalente que podría inducir a error.

Por lo que respecta a los barcos, la bestia de carga de las flotas era el trirreme. Los trirremes medían unos 35 metros de eslora y 6 metros de manga y cada una de ellos contaba con una tripulación de 150 remeros y marineros, así como con una centuria de infantes de marina. Había otras clases de embarcaciones que eran proporcionalmente mayores (quinquerremes) o menores (birremes y libur-nas), pero todas ellas compartían características similares y, ante todo, estaban diseñadas para maniobrar en combate con suma rapidez. Como resultado de ello, eran ligeras sobre el agua, no reunían muy buenas condiciones de navegación y resultaban horriblemente incómodas para los viajes que duraran más de un par de días.

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CAPÍTULO I

Los tres barcos se alzaron con el paso del suave oleaje bajo sus quillas. Por un momento, antes de que las embarcaciones descendieran en el seno de las olas, el puerto de Rávena quedó a la vista desde la elevada cubierta del timón del mercante. La nave estaba atrapada entre dos liburnas, asegurada mediante varios garfios de abordaje amarrados a las bitas de los barcos que tenía a ambos lados. Los piratas que iban a bordo de las liburnas habían levantado los remos y arriado las velas mayores a toda prisa antes de irrumpir a bordo del mercante. El asalto había sido reñido y sangriento.

Las pruebas de la furia de los atacantes yacían esparcidas por cubierta: cuerpos rotos de marineros despatarrados sobre oscuras manchas de sangre por la lisa y gastada tablazón del suelo. Entre ellos se contaban los cadáveres de más de una veintena de piratas y, desde la cubierta del timón, el capitán de la liburna mayor observaba la escena con el ceño fruncido. Había perdido demasiados hombres al abordar el barco. Por regla general, la aulladora oleada de piratas armados que afluían en avalancha por la borda ponía tan nerviosas a las víctimas que éstas soltaban sus armas y se rendían enseguida. Esta vez no había sido así.

La tripulación del barco mercante, junto a un puñado de pasajeros, se había enfrentado a los piratas en el mismo pasamanos de la embarcación y los había rechazado con una determinación tan enérgica como el capitán pirata no recordaba haber visto nunca antes; desde luego, no la había visto en la constante sucesión de embarcaciones comerciales que sus hombres y él habían venido apresando durante los últimos meses. Armados con picas, bicheros, cabillas y unas cuantas espadas, los defensores se habían mantenido firmes cuanto tiempo fue posible hasta que unos hombres mejor armados y que les superaban en número los obligaron a retroceder.

Al capitán pirata le habían llamado la atención cuatro de ellos en particular: hombres corpulentos y fornidos, vestidos con unas sencillas túnicas pardas y armados con espadas cortas. Habían luchado hasta el final, espalda contra espalda en torno a la base del mástil, y se habían llevado por delante a una docena de piratas antes de que éstos los arrollaran y los mataran. El propio capitán había acabado con el último de ellos, pero no sin que previamente el hombre le hubiera abierto el muslo de una cuchillada, una herida superficial que, a pesar de llevar ahora vendada con fuerza, le seguía provocando un intenso y punzante dolor.

El capitán pirata se dirigió a la cubierta principal. Se detuvo junto al mástil, empujó a uno de los cuatro cadáveres con su bota y dio la vuelta al cuerpo, que quedó boca arriba. El hombre tenía la complexión de un soldado y varias cicatrices. Igual que los demás. Quizás eso explicara su habilidad con la espada. Se puso de pie sin dejar de mirar al romano muerto. Así pues, era un legionario, lo mismo que sus compañeros.

El capitán frunció el entrecejo. ¿Qué estaban haciendo unos legionarios en un barco mercante? Y no se trataba de unos legionarios cualesquiera, aquéllos eran hombres escogidos, de los mejores. No eran precisamente unos pasajeros ocasionales que regresaban de Oriente de permiso. Tampoco había duda de que habían organizado y dirigido la defensa del mercante. Y habían luchado hasta derramar la última gota de sangre, sin pensar siquiera en rendirse. «Una lástima», reflexionó el capitán. Le habría gustado ofrecerles la oportunidad de que se unieran a su tripulación. Algunos hombres lo hacían. Al resto los vendía a tratantes de esclavos que no preguntaban nada acerca de la procedencia de sus propiedades y lo bastante sensatos como para asegurarse de que estos esclavos fueran trasladados al mercado del extremo opuesto del Imperio. Una vez cortada su lengua, los legionarios hubieran resultado por igual valiosos como reclutas o esclavos; y resultaría difícil que alguien se quejara de la injusticia de su esclavitud si no podía hablar... Sin embargo, aquellos soldados estaban muertos. Una muerte que no había tenido ningún sentido, decidió el capitán. A menos que hubiesen jurado proteger algo, o a alguien. De ser así, ¿qué estaban haciendo en aquel barco?

El capitán pirata se frotó el vendaje del muslo y recorrió la cubierta con la mirada. Sus hombres habían abierto las escotillas de la bodega de carga y se pasaban el cargamento que tenía aspecto de ser más valioso para izarlo al piso superior, donde sus compañeros abrían cajas y arco-nes y rebuscaban entre su contenido a la caza de objetos de valor. Bajo cubierta, otros piratas registraban las posesiones de los pasajeros y a través de las tablas del suelo oía a sus pies golpes sordos y chasquidos.

El capitán pasó por encima de los cadáveres que yacían en la base del mástil y se abrió paso hacia la proa.

Apretujados allí estaban los supervivientes del ataque: un puñado de marineros, en su mayoría heridos, y varios pasajeros. Lo observaron con recelo cuando se acercó. Estuvo a punto de sonreír al ver que uno de los marineros temblaba al tiempo que intentaba alejarse poco a poco de él. El capitán se obligó a mantener un rostro imperturbable. Por debajo de los enmarañados y apelmazados mechones de cabello oscuro y de una frente pronunciada, miraban unos ojos penetrantes. Tenía la nariz rota y torcida y una nudosa y blanca cicatriz describía una ceñida curva por su barbilla, que ascendía por encima de los labios y por la mejilla. Su aspecto producía un tremendo efecto en aquellos que la contemplaban, pero aquellas heridas no eran las marcas de la experiencia de un hombre que se había dedicado toda la vida a la piratería. Más bien las había llevado consigo desde su infancia, cuando, siendo un bebé, sus padres lo habían abandonado en los barrios bajos del Pireo, pero hacía mucho tiempo que la causa de sus horribles cicatrices había caído en el olvido. Los pasajeros y la tripulación del mercante se encogieron ante el pirata cuando éste se detuvo a una espada de distancia y paseó sobre ellos la mirada de sus ojos oscuros.

-Soy Telémaco, el jefe de estos piratas -informó en griego a los aterrorizados marineros-. ¿Dónde está vuestro capitán?

No hubo respuesta, sólo la nerviosa respiración de unos hombres que se enfrentaban a un cruel e inminente destino. El pirata no apartó sus ojos de ellos cuando bajó la mano y desenvainó con lentitud su falcata.

-He preguntado por el capitán.

-¡Por favor, señor! -interrumpió una voz. La mirada del pirata se desvió hacia el hombre que con tanta desesperación había retrocedido para alejarse de él. El marinero levantó el brazo y señaló con un dedo tembloroso hacia un punto más adelantado de la cubierta-. El capitán está allí... Está muerto... Vi cómo lo matabais, señor.

-¿Ah, sí? -Los gruesos labios del pirata se torcieron en una sonrisa-. ¿Cuál de ellos es?

-Está allí, señor. Junto a la escotilla de popa. El gordo.

El capitán pirata miró por encima del hombro y sus ojos buscaron el cuerpo rechoncho de un hombre bajo, tumbado con los brazos y piernas extendidos sobre la cubierta. Era más bajo ahora que le faltaba la cabeza, la misma que ahora no se veía por ninguna parte. Telé-maco frunció el ceño un momento hasta que recordó el instante después de haber saltado a cubierta. Frente a él, un hombre, el capitán del mercante, había soltado un grito y había dado media vuelta para huir. El reluciente filo de su falcata había descrito un arco que hendió el aire, había atravesado aquel cuello rollizo sin apenas una sacudida y la cabeza del capitán se había elevado de un salto y había caído por la borda.

-Sí..., me acuerdo. -La sonrisa del pirata se ensanchó para convertirse en una mueca de satisfacción-. Entonces, ¿quién es el primer oficial?

El marinero que hasta el momento había sido el único en hablar se volvió a medias e indicó con un leve movimiento de la cabeza a un corpulento nubio que estaba de pie a su lado.

-¿Tú? -El pirata hizo un gesto con la punta de su espada.

El nubio le dirigió una mirada desdeñosa y fulminante a su camarada de a bordo antes de asentir con un cabeceo.

-Da un paso adelante.

El primer oficial avanzó a regañadientes y observó a su captor con recelo. Telémaco se alegró al ver que el nubio tenía agallas para mirarlo a la cara. Al menos, entre los supervivientes había uno que se podía considerar un hombre. El pirata señaló hacia atrás, hacia los cadáveres que había en torno al pie del mástil.

-Esos hombres, esos fornidos cabrones que mataron a tantos de los míos, ¿quiénes eran?

-Guardaespaldas, señor.

-¿Guardaespaldas?

El nubio movió la cabeza en señal de afirmación.

-Embarcaron en Rodas.

-Entiendo. ¿Y a quién protegían?

-A un romano, señor.

Telémaco miró por encima del hombro del nubio a los demás prisioneros.

-¿Dónde está?

El nubio hizo un gesto de ignorancia.

-No lo sé, señor. No lo he visto desde que nos abordasteis. Puede que esté muerto. Quizá se haya caído por la borda, señor.

-Nubio... -El capitán se inclinó para acercarse más a él y le habló en un tono frío y amenazador-. No nací ayer. Muéstrame a este romano o te enseñaré qué aspecto tiene tu corazón... ¿Dónde está?

-Aquí -respondió una voz desde el fondo del grupo de prisioneros. Una figura avanzó abriéndose paso a empujones, un hombre alto y delgado con los inconfundibles rasgos de su raza: cabello oscuro, piel olivácea y la larga nariz por encima de la cual los romanos tenían tendencia a mirar con menosprecio al resto del mundo. Llevaba puesta una túnica sencilla, sin duda intentando hacerse pasar por uno de los viajeros de tercera clase que viajaban toda la travesía en cubierta. Sin embargo, la vanidad de aquel hombre era incontenible y un caro anillo todavía adornaba el dedo índice de su mano derecha. El capitán se fijó de inmediato en el gran rubí engastado en un aro de oro.

-Será mejor que reces para que salga con facilidad...

El romano bajó la mirada.

-¿Esto? Ha pertenecido a mi familia durante generaciones. Mi padre lo llevó antes que yo, y mi hijo lo llevará después de mí.

-No estés tan seguro de ello. -Una chispa divertida cruzó por el rostro marcado de cicatrices del capitán-. Y bien, ¿quién eres? Cualquier hombre que viaje con cuatro armatostes como acompañantes tiene que ser alguien influyente... y rico.

Entonces le llegó el turno de sonreír al romano.

-Más de lo que puedas imaginar.

-Lo dudo. Cuando se trata de riquezas tengo sobrada imaginación. Bueno, por mucho que me gustaría tener la rara oportunidad de compartir una charla con un hombre culto, me temo que no dispongo de tiempo. Existe la posibilidad de que uno de los vigías de Rávena fuera testigo de nuestra pequeña acción naval y haya transmitido la información al comandante de la armada local. Aunque mis barcos son buenos, dudo que pudieran derrotar a una escuadra imperial. Así pues, dime, ¿quién eres, romano? Te lo pregunto por última vez.

-Está bien. Cayo Celio Segundo, a tu servicio. -Inclinó la cabeza.

-¡Vaya! Bonito nombre. Parece noble. Me imagino que tu familia podría apoquinar un rescate decente, ¿no?

-Por supuesto. Fija un precio, un precio razonable. Se te pagará, y luego puedes dejarme en la costa con mi equipaje.

-¿Así de sencillo? -El capitán sonrió-. Tendré que considerarlo...

-¡Capitán! ¡Capitán!

Hubo un alboroto en popa cuando un pirata salió con precipitación por la escotilla que conducía a la cámara de los pasajeros. Llevaba algo liado con una sencilla tela de lino.

-¡Mira, capitán! ¡Mira esto!

Todos los rostros se volvieron hacia aquel hombre que corría hacia la proa y que entonces cayó de rodillas mientras depositaba con sumo cuidado el fardo en el suelo y retiraba los pliegues de la tela para dejar al descubierto un pequeño cofre, fabricado con una madera lisa y oscura, casi negra. El cofre poseía un brillo vítreo que tenía la huella del tiempo y de las muchas manos que habían acariciado su superficie. La madera estaba reforzada con tiras de oro. Allí donde las bandas de oro se cruzaban, se distinguían, engastados, unos pequeños camafeos de ónice, representaciones de los más poderosos dioses griegos. Una pequeña placa de plata en la tapa contenía la leyenda: M. Anto-NIUS HIC FECIT.

-¿Marco Antonio? -Por un momento, el capitán pirata quedó absorto de admiración ante la belleza de aquel objeto, luego su mente profesional empezó a calcular su precio y levantó la vista hacia el romano-. ¿Es tuyo?

El rostro de Cayo Celio Segundo permaneció impasible.

-De acuerdo, entonces no es tuyo..., pero está en tu poder. Es una pieza magnífica. Debe de valer una fortuna.

-En efecto -admitió el romano-. Y puedes quedártelo.

-¿Ah, sí? ¿Puedo? -repuso Telémaco con mucha ironía-. Muy amable por tu parte. Creo que lo haré.

El romano inclinó la cabeza gentilmente.

-Sólo permíteme conservar el contenido.

El capitán lo miró con dureza.

-¿El contenido?

-Unos cuantos libros. Algo para leer mientras se arregla el asunto del rescate.

-¿Libros? ¿Qué clase de libros se guardarían en una caja como ésa?

-Historias, nada más -se apresuró a explicar el romano-. Nada que pudiera interesarte.

-Deja que sea yo quien lo juzgue -le reconvino el capitán, y se agachó para examinar el arcón con más detenimiento.

Con una pequeña cerradura en la parte frontal, el cofre estaba tan bien hecho que sólo una línea apenas perceptible mostraba el lugar donde la tapa se unía a la mitad inferior. El capitán alzó la vista.

-Dame la llave.

-No... , no la tengo.

-Nada de juegos, romano. Quiero la llave ahora mismo. O vas a ser pasto de los peces, a trocitos pequeños.

Por un momento, el romano guardó silencio y no hizo movimiento alguno. Entonces, un relumbrante destello brilló cuando el brazo del capitán se alzó con rapidez y la punta de su espada se detuvo a un dedo de distancia del cuello del romano, firme como una roca, como si nunca se hubiese movido. El romano se estremeció y en ese instante, por fin, demostró su miedo.

-La llave... -exigió Telémaco en voz baja.

Segundo agarró el anillo con los dedos de la otra mano e hizo todo cuanto pudo por quitárselo. Le ceñía mucho el dedo y, al intentar sacarlo, sus arregladas uñas le arañaron la piel. Al fin, lubricado por manchas de sangre, el anillo salió acompañado de un gruñido de esfuerzo y dolor. Tras dudarlo un momento, el romano le ofreció el anillo al capitán pirata, extendiendo con lentitud los dedos para descubrir el aro de oro que descansaba en la palma de su mano; sólo que éste no era un anillo. En su parte inferior, y paralela al dedo, sobresalía una pequeña espiga trabajada con elegancia y con un ornamentado dispositivo en el extremo.

-Ten. -El romano hundió los hombros con aire derrotado cuando el capitán pirata agarró el anillo y metió la llave en la cerradura. La llave estaba diseñada para ser insertada en una sola posición y le costó un poco encontrar la orientación correcta. Mientras tanto, el resto de miembros de su tripulación avanzó en tropel para ver lo que ocurría. La llave encajó en su sitio y el capitán la hizo girar. Se oyó un suave ruidito seco y la tapa se levantó ligeramente. Telé-maco la alzó con dedos ávidos, empujándola sobre sus goznes para dejar el contenido al descubierto.

Puso mala cara.

-¿Rollos?

En el pequeño arcón descansaban tres grandes rollos de pergamino, sujetos a unas varillas de marfil y cubiertos con unas fundas de cuero blando. Las fundas estaban tan descoloridas y manchadas que el capitán supuso que los libros debían de ser antiguos. Se los quedó mirando con expresión decepcionada. Un arca como aquélla tenía que haber contenido una fortuna en joyas o monedas, no libros.

¿Por qué iba a viajar un hombre con un cofre tan maravilloso sólo para utilizarlo como transporte de unos cuantos rollos gastados?

-Ya te lo dije -el romano forzó una sonrisa-, no son más que rollos.

El pirata le lanzó una mirada perspicaz.

-¿Sólo rollos? No lo creo.

Se puso de pie y se volvió hacia su tripulación.

-¡Llevad este cofre y el resto del botín a nuestros barcos! ¡En marcha!

Los piratas se concentraron al instante en su tarea y trasladaron a toda prisa los artículos más valiosos del cargamento a las cubiertas de las dos liburnas abarloadas. La mayor parte de la carga era mármol, valioso pero demasiado pesado para embarcarlo en sus naves. No obstante, sí tenía una utilidad inmediata, pensó el capitán pirata con una maliciosa mueca. Mandaría el barco directo al fondo del mar cuando llegara el momento.

-¿Qué vas a hacer con nosotros? -preguntó Segundo.

El capitán pirata dejó de lado la supervisión de sus hombres y al girarse vio que los marineros lo observaban expectantes, sin esforzarse por ocultar su miedo.

Telémaco se rascó la incipiente barba del mentón.

-Hoy he perdido a unos cuantos hombres buenos. Demasiados hombres buenos. Tendré que apañarme con algunos de los vuestros.

El romano adoptó un aire despectivo.

-¿Y si no queremos unirnos a vosotros?

-¿Queremos? -El capitán le dirigió una lenta sonrisa-. Un consentido aristócrata romano no me sirve de nada. Tú te quedarás con el resto, con los que no van a venir con nosotros.

-Entiendo. -El romano entornó los ojos y dirigió la mirada hacia el horizonte, hacia el lejano faro de Rávena, calculando la distancia.

De pronto el capitán se echó a reír y meneó la cabeza.

-No, no lo entiendes. No vais a obtener ayuda de vuestra armada. Tú y los demás ya llevaréis mucho tiempo muertos antes de que puedan mandar un barco hasta aquí. Además, no va a quedar nada que puedan encontrar. Tú y este barco os vais a hundir juntos.

Telémaco no aguardó una respuesta, sino que se dio la vuelta con rapidez, cruzó la cubierta a grandes zancadas y se deslizó hasta la de su embarcación con la facilidad que da la experiencia. El cofre ya lo estaba esperando al pie del mástil, pero apenas le dedicó una breve mirada codiciosa cuando se detuvo para gritar sus órdenes.

-¡Héctor!

La cabeza entrecana de un fornido gigante se alzó por encima del pasamanos del mercante.

-¿Sí, jefe?

-Prepáralo todo para incendiar la embarcación. Pero antes escoge a los mejores de entre los prisioneros. Quiero que los lleves a bordo de tu barco. Al resto puedes matarlos. Deja a ese cerdo arrogante romano para el final. Quiero que sude un poco antes de que te encargues de él.

Héctor esbozó una sonrisa burlona y desapareció de su vista. Poco después se oyó un estrépito de astillazos cuando los piratas se pusieron a arrancar algunos maderos para hacer una pira en la bodega del mercante. El capitán concentró de nuevo su atención en el cofre y se acuclilló otra vez delante de él. Al mirarlo con detenimiento, advirtió que se trataba de una magnífica pieza de artesanía. Sus dedos acariciaron el intenso lustre de la superficie y se deslizaron con delicadeza por encima del oro y los camafeos de ónice. Telémaco volvió a menear la cabeza.

-Rollos...

Valiéndose de ambas manos, el capitán abrió el cierre y levantó con suavidad la tapa. Se detuvo un momento y luego metió la mano dentro y sacó uno de los rollos de pergamino. Era mucho más pesado de lo que había creído y, por un instante, se preguntó si no habría alguna cantidad de oro oculto en su interior. Sus dedos intentaron desatar la correa y, al levantar el rollo para ver mejor el nudo, percibió un débil aroma a cidra que emanaba del libro. El nudo se deshizo tras un pequeño esfuerzo, el pirata dejó la correa a un lado con una sacudida y sostuvo el extremo del pergamino con una mano mientras con la otra desenrollaba las primeras páginas.

Estaba escrito en griego. La caligrafía era anticuada pero bastante legible y Telémaco empezó a leer. Al principio, mientras sus ojos iban recorriendo cada línea del texto, sus rasgos denotaron un sentimiento de confusión y frustración.

De la cubierta del mercante llegó un repentino chillido de terror que se interrumpió bruscamente. Una breve pausa y luego otro grito, seguido de una voz que balbució pidiendo clemencia antes de quedar cortada también de pronto. El capitán sonrió. No habría clemencia. Conocía lo suficiente a su subordinado, Héctor, para saber que disfrutaba muchísimo matando a otros hombres. Se distinguía en el arte de infligir dolor, más que en la habilidad de comandar una embarcación pirata de líneas elegantes y tripulada por algunos de los hombres más sedientos de sangre que había conocido nunca. El capitán volvió a concentrarse en el rollo y siguió leyendo, aun cuando más gritos hendieron el salado aire que corría.

Al cabo de un momento encontró una frase que se lo aclaró todo. La comprensión lo invadió como una fría oleada y entendió qué era lo que sostenía en sus manos. Supo dónde se había escrito, quién lo había escrito y, lo más importante, supo lo mucho que podrían valer esos rollos. Entonces se le ocurrió: una vez encontrara a los clientes adecuados, podía pedir cualquier precio por ellos.

De repente volvió a dejar el rollo en el arcón y se levantó de golpe.

-¡Héctor! ¡Héctor!

Una vez más, la cabeza del hombre se divisó por encima del costado del barco capturado. Apoyado en el pasamanos, en una mano sostenía una larga daga curva de la que goteaba sangre que caía al mar entre las dos embarcaciones.

-Ese romano... -empezó a decir Telémaco-, ¿lo has matado ya?

-Todavía no. Es el siguiente. -Héctor sonrió satisfecho-. ¿Quieres mirar?

-No, lo quiero vivo.

-¿Vivo? -Héctor frunció el ceño-. Es demasiado blando para nosotros. No nos va a servir de nada.

-¡Ya lo creo que nos va a ser útil! Nos va a ayudar a hacernos más ricos que Creso. ¡Tráemelo inmediatamente!

Momentos después, el romano aguardaba hincado de rodillas en la cubierta, junto al mástil. Miraba al capitán y a su esbirro asesino con el pecho palpitante. El capitán se fijó en que su actitud seguía siendo desafiante. Aquel hombre era romano hasta la médula y no había duda de que, detrás de su fría expresión, el desprecio por sus captores sobrepasaba con creces el terror que debía de sentir mientras aguardaba la muerte. El capitán le propinó unos gol-pecitos en el pecho con la punta de su bota.

-Sé lo de los rollos. Sé lo que son y puedo imaginar adónde los llevas.

-¡Pues sigue imaginando! -El romano escupió en cubierta a los pies de su captor-. ¡No te diré nada!

Héctor alzó su daga y se abalanzó sobre él con un gruñido:

-¡Ahora verás...!

-¡Déjalo! -espetó el capitán, que extendió la mano con brusquedad-. He dicho que lo quiero vivo.

Héctor se detuvo, la mirada de sus ojos asesinos se posó en su capitán, luego en el romano y de nuevo en su capitán.

-¿Vivo?

-Sí... Va a responder a unas cuantas preguntas. Quiero saber para quién trabaja.

-No voy a contarte nada -insistió el romano con desdén.

-¡Oh, sí! Sí que lo harás. -El capitán se inclinó sobre él-. Crees que eres valiente. Eso ya lo veo. Pero he conocido a muchos hombres valientes en mi vida, y ninguno de ellos ha resistido mucho tiempo frente a Héctor, aquí presente. Él sabe cómo infligir dolor y hacer que dure, y lo sabe más que ningún otro hombre que haya conocido. Es una especie de genio. Un artista de la tortura, si quieres decirlo así. Un gran apasionado de su arte...

El capitán miró con fijeza a los ojos de su prisionero hasta que al final el romano se estremeció. Telémaco sonrió mientras se erguía y se volvió hacia su subordinado.

-Mata a los demás lo más rápido que puedas. Luego incendia el barco. En cuanto lo hayas hecho, te quiero aquí, a bordo. El tiempo que tardemos en volver a casa lo pasaremos con nuestro amigo...

* * *

A la vez que la luz de la tarde caía sesgadamente sobre la ondulada superficie del mar, una espesa y arremolinada nube de humo envolvió al saqueado mercante. Unas lenguas de fuego se alzaron en medio de la humareda cuando, bajo cubierta, las llamas prendieron y se extendieron por toda la embarcación. El fuego no tardó en llamear y las jarcias, una ardiente tracería de cuerdas, se incendiaron como decoraciones infernales. Los chasquidos y estallidos de la madera ardiendo y el rugido de las llamas eran del todo audibles para los hombres que se hallaban en las cubiertas de los dos barcos piratas, aquellas naves que se alejaban en dirección contraria a las costas de Italia. Mucho más allá del horizonte se hallaba el litoral de Iliria, con su laberinto de ensenadas e islas desiertas y remotas. Los sonidos del barco que se consumía fueron desvaneciéndose con lentitud tras ellos.

Poco después, el único sonido que rompió la serenidad de las embarcaciones que se deslizaban por el mar fueron los gritos enloquecidos de un hombre sometido a una clase de tortura que no había concebido ni en sus más horrorosas pesadillas.

CAPÍTULO II

-Roma..., mierda... -gruñó el centurión Macro, mientras se incorporaba con cuidado en el jergón y se le crispaba el rostro del dolor de cabeza que tenía-. Todavía estoy en Roma.

Un débil rayo de luz pasaba a través del postigo roto, penetraba en la sombría habitación y le daba de lleno en la cara. Él cerró los ojos, apretando con fuerza los párpados, y respiró lenta y profundamente. La noche anterior se había emborrachado hasta perder el sentido y, como siempre, se juró que nunca más volvería a probar el vino barato. Los tres meses anteriores habían estado plagados de juramentos parecidos. En realidad, su frecuencia había aumentado de manera preocupante en los últimos días, cuando Macro había empezado a dudar que él y su amigo Cato llegaran a conseguir alguna vez un nuevo destino. Daba la impresión de que había pasado un siglo desde que los habían obligado a abandonar la Segunda Legión en Bri-tania para regresar a Roma. Macro estaba desesperado por volver a la vida militar. Tenía que haber algunas vacantes en cualquiera de las legiones desperdigadas por las vastas fronteras del Imperio. Sin embargo, al parecer, todos los centuriones que estaban en servicio activo disfrutaban de una insoportable buena salud. O eso, pensaba Macro con cara de pocos amigos, o es que existía algún tipo de conspiración para no incluirlos ni a él ni al centurión Cato en la lista del servicio activo y tenerlos a la espera del cobro de sus pagas atrasadas. Un absoluto desperdicio de sus muchos años de experiencia, pensaba él, que estaba que echaba humo. Y un mal comienzo para Cato, que no hacía ni siquiera un año que había sido ascendido a centurión.

Macro abrió un ojo y miró por encima de las tablas desnudas hacia el otro extremo de la pequeña habitación. Los oscuros y despeinados rizos de Cato sobresalían por debajo del montón de capas y mantas que desbordaba los baratos jergones en los que dormían. Los raídos colchones, rellenos de paja y con olor a moho, eran casi los únicos objetos que incluía el inventario cuando alquilaron aquella habitación.

-Cato... -Macro lo llamó en voz baja, pero no recibió respuesta. Ni un solo movimiento. Macro pensó que el muchacho continuaba dormido. Bueno, pues lo dejaría dormir. Estaban a finales de enero, las mañanas eran frías y no tenía sentido levantarse antes de que el sol se hubiera alzado lo suficiente como para calentar un poco a la abarrotada ciudad. Al menos no era como el frío que habían soportado durante el último invierno en Britania y que te entumecía la mente. La infinita tortura de aquel clima frío y húmedo se había introducido en el mismísimo corazón de los legionarios y los había hecho pensar con melancolía en su hogar. Ahora Macro estaba en casa, pero la terrible frustración de subsistir a duras penas con unos ahorros cada vez más reducidos lo estaba volviendo loco.

Macro alzó la mano para rascarse la cabeza, maldiciendo a los piojos que parecían reproducirse en todos los rincones de aquella ruinosa casa de vecindad.

-Estos malditos piojos también están metidos en el ajo -maldijo entre dientes-. ¿Es que todo el mundo la ha tomado conmigo últimamente?

Algo de razón tenía al quejarse. Durante casi dos años enteros, Cato y él se habían abierto camino luchando contra las tribus salvajes de Britania y habían participado en la derrota de Carataco y su horda celta. ¿Y cuál era la recompensa por todos los peligros a los que se habían enfrentado? Una habitación húmeda en una ruinosa casa de vecindad de los barrios bajos de la Suburra mientras esperaban una nueva llamada para incorporarse al servicio. Y lo peor de todo era que, debido a ciertas sutilezas burocráticas, todavía no les habían pagado nada desde su llegada a Roma, y en aquellos momentos Macro y Cato se habían gastado casi todo el dinero que habían traído de Britania.

Un distante barullo de voces y gritos llegaba desde el Foro mientras la ciudad cobraba vida con lentitud bajo el resplandor mortecino de un amanecer de invierno. Macro se estremeció y se echó la gruesa capa del ejército sobre sus anchos hombros. Haciendo una mueca de dolor por el rítmico martilleo que repicaba en su cabeza, se levantó poco a poco y cruzó la habitación arrastrando los pies, hacia los postigos. Liberó la cuerda del clavo combado que aseguraba los dos paneles de madera y luego empujó hacia fuera el que estaba roto. La luz inundó la habitación al tiempo que las desgastadas bisagras chirriaban a modo de protesta, y Macro entornó los ojos para protegerse del repentino fulgor. Pero sólo un momento. Una vez más, la en esos días demasiado familiar vista de Roma se abrió ante él y no pudo evitar sentirse sobrecogido por el espectáculo de la ciudad más fabulosa del mundo. Las habitaciones más altas de la casa de vecinos, construida en la parte menos elegante de la colina del Esquilino, daban, por encima del abarrotamiento disparatado de la miseria de la Suburra, a los imponentes templos y palacios que rodeaban el Foro y, más allá, a los almacenes que se agolpaban a lo largo de las orillas del Tíber.

Le habían dicho que cerca de un millón de personas vivían apiñadas dentro de las murallas de Roma. Desde el lugar en el que se encontraba Macro, era una cifra perfectamente creíble. Frente a él, un caos geométrico de tejas descendía por la ladera y los estrechos callejones que corrían entre ellas sólo podían adivinarse allí donde era visible el mugriento enladrillado de los niveles superiores de los apartamentos. Un velo de humo de leña flotaba sobre la ciudad y su acre olor tapaba incluso el fuerte hedor a orina que ascendía del batán instalado en los bajos de la casa de vecindad de Macro. Ni siquiera entonces, tras más de tres meses en la ciudad, había podido acostumbrarse Macro a la penetrante fetidez del lugar. Tampoco a la inmundicia que había en las calles: una oscura mezcla de excrementos y sobras de comida en descomposición entre las que no rebuscaría ni aun el más miserable de los mendigos. Y por todas partes el denso agolpamiento de cuerpos que circulaban por las calles: esclavos, mercaderes y artesanos. Llegados de todo el Imperio, seguían portando los símbolos de sus civilizaciones en una mezcla exótica de colores y estilos. En torno a ellos se arremolinaba la apática masa de ciudadanos nacidos libres que iba en busca de alguna forma de entretenimiento que la divirtiera cuando no estaba haciendo cola para el reparto de grano. Aquí y allá las literas de los ricos eran transportadas por encima y aparte del resto de Roma, mientras sus propietarios se acercaban pomadas a la nariz para respirar un aroma más fragante que la fuerte atmósfera que abrazaba la ciudad.

Aquélla era la realidad de la vida en Roma ante la que Macro se sentía abrumado. El centurión se maravillaba ante esa concentración de humanidad capaz de tolerar semejante ofensa para los sentidos sin anhelo de la libertad y la frescura de una vida bien alejada de la ciudad. Estaba seguro de que Roma no tardaría en hacerlo enloquecer.

El centurión apoyó los codos en el desgastado alféizar y miró hacia la sombría calle que pasaba junto a la casa de vecindad. Sus ojos se deslizaron por el sucio enladrillado de la pared que se extendía desde su ventana en una caída de vértigo que escorzaba a la gente que pasaba por debajo, transformándola en insectos de cuatro extremidades, distantes y prescindibles por igual, mientras se escabullían por la oscura calle. Aquella habitación en la séptima planta de su edificio era el lugar más alto construido por el hombre en el que Macro había estado, y la altura hizo que se sintiera un poco mareado.

-Mierda...

-¿Qué es una mierda?

Macro se dio la vuelta para descubrir que Cato estaba despierto y se frotaba los ojos al tiempo que su mandíbula se estiraba en un bostezo.

-Yo. Me siento como una mierda.

Cato escrutó a su amigo y meneó la cabeza en señal de desaprobación.

-Tu aspecto sí que es el de una mierda.

-Gracias.

-Será mejor que te laves.

-¿Por qué? ¿Qué sentido tiene? No hay necesidad de esforzarse cuando no hay nada que hacer en todo el día.

-Somos soldados. Si ahora nos descuidamos, ya nunca volveremos a recuperar el ritmo. Además, cuando se ha sido legionario siempre se es legionario. Me lo dijiste tú.

-¿Ah, sí? -Macro arqueó una ceja y se encogió de hombros-. Debía de estar borracho.

-¿Cómo lo sabes?

-¡No seas tan impertinente! -refunfuñó Macro, al tiempo que notó que la cabeza empezaba de nuevo a darle vueltas-. Necesito descansar un poco más.

-No puedes descansar. Tenemos que prepararnos. -Cato cogió sus botas, se las puso y empezó a atar las tiras de cuero.

-¿Prepararnos? -Macro se volvió hacia él-. ¿Prepararnos para qué?

-¿Se te ha olvidado?

-¿Olvidado? ¿Qué se me ha olvidado?

-Nuestra cita en palacio. Te lo expliqué anoche, cuando te encontré en esa taberna.

Macro frunció el entrecejo mientras forzaba su mente para recuperar los detalles de la borrachera de la noche anterior.

-¿En cuál?

-El Parto Pintado -respondió Cato con paciencia-. Estabas bebiendo con algunos veteranos de la Décima, me acerqué y te dije que había conseguido una entrevista con el procurador a cargo de los destinos de la legión. A la hora tercera. De manera que no disponemos de mucho tiempo para desayunar, lavarnos y equiparnos antes de dirigirnos a palacio. Hoy hay carreras en el Circo Máximo; tendremos que salir pronto si queremos evitar las aglomeraciones. No te iría mal comer algo. Algo que te asiente el estómago.

-Dormir -replicó Macro en voz baja, al tiempo que se dejaba caer en su jergón y se acurrucaba bajo su capa-. Dormir es lo que me asentará el estómago estupendamente.

Cato terminó de atarse las botas y se puso de pie, agachando la cabeza para evitar golpeársela contra la viga que atravesaba la habitación; una de las pocas ocasiones en las que sacarle una cabeza de estatura a Macro resultaba una desventaja. Cato cogió la bolsa de cuero llena de cebada molida que estaba junto al resto de su equipo, apoyado contra la pared al lado de la puerta. La desató y vertió un poco de cereal en cada uno de sus platos de campaña antes de volver a enrollar la bolsa y anudarla otra vez para evitar que los ratones se metieran dentro.

-Iré a preparar las gachas. Puedes empezar a lustrar la coraza mientras estoy fuera.

Cuando la puerta se hubo cerrado detrás de su amigo, Macro cerró los ojos de nuevo y trató de no hacer caso al dolor de cabeza. Tenía un nudo en el estómago y una sensación de vacío. Le sentaría bien comer algo. El sol ya estaba más alto y volvió a abrir los ojos. Soltó un gruñido, arrojó la capa a un lado y se dirigió hacia los montones de armadura y equipo apoyados junto a la puerta. A pesar de que compartían el rango de centurión, Macro tenía unos doce años más de experiencia que Cato. En ocasiones, resultaba extraño encontrarse obedeciendo alguna de las instrucciones del muchacho. No obstante, ya no estaban de servicio activo, se recordó Macro con amargura. El rango era en gran parte irrelevante. En cambio, sí eran dos amigos que luchaban por sobrevivir hasta que por fin recibieran los atrasos de los mezquinos funcionarios del tesoro imperial. De ahí la necesidad de calcular hasta el último sestercio mientras aguardaban un nuevo destino. No era una tarea fácil, cuando Macro tendía a gastarse en bebida los pocos ahorros de que disponía.

* * *

El estrecho hueco de la escalera se hallaba iluminado por unas aberturas hechas en la pared de cada segundo descansillo y Cato, con las manos llenas, tuvo que avanzar con cuidado por las viejas y chirriantes tablas. En torno a él oía los sonidos de otros inquilinos que se levantaban: el berreo de los niños pequeños, los desaforados gritos de sus padres y los murmullos quedos y huraños de los que se enfrentaban a un largo día de trabajo en algún punto de la ciudad. Aunque había nacido en Roma y se había criado en palacio hasta que fue lo bastante mayor para que lo enviaran a las legiones, Cato nunca había tenido ninguna razón para visitar los barrios bajos, y no digamos para entrar en una de las altísimas casas de vecinos que atestaban los pobres de la capital. Se había quedado impresionado al darse cuenta de que unos ciudadanos nacidos libres podían vivir de ese modo. Jamás se había imaginado semejante miseria. Hasta los esclavos de palacio vivían en mejores condiciones. Mucho mejores.

Al pie de las escaleras, Cato torció hacia el interior del edificio y salió al sombrío patio donde estaba el fogón comunitario. Un anciano arrugado removía una gran olla ennegrecida y la atmósfera estaba cargada del olor de las gachas. Incluso a aquella hora tan temprana, Cato ya tenía a alguien por delante en la cola, una mujer delgada y pálida que vivía con una familia numerosa en una habitación del sexto piso, justo debajo de Macro y Cato. Su esposo trabajaba en los almacenes; un hombre grandote y hosco cuyos gritos, y las palizas que propinaba a su esposa e hijos cuando iba borracho, se oían con claridad desde la habitación de arriba. Al sentir el sonido de las botas claveteadas de Cato sobre las losas del suelo, la mujer volvió la cabeza y miró por encima del hombro. Se había roto la nariz hacía tiempo y aquel día una fuerte contusión en el ojo y la mejilla completaban su rostro. Aun así, esbozó una sonrisa y Cato se obligó a devolvérsela, por lástima. Podría tener cualquier edad comprendida entre veinte y cuarenta años, pero la agotadora tarea de criar a una familia y la tensión constante de andar de puntillas alrededor del bruto de su marido la habían dejado reducida a lo que, allí de pie, descalza y vestida con una túnica andrajosa, con un balde de bronce en una mano y en la otra un bebé dormido apretado contra su cadera, apenas era un trazo consumido por la desesperación.

Cato miró hacia otro lado, pues no quería tener más contacto visual con ella, y se sentó en el extremo más alejado del banco a esperar su turno en el fogón. En los arcos del otro extremo del patio, los esclavos del batán ya estaban trabajando con la entrada de la primera tanda de colada: una carretilla de túnicas y togas de una de las casas adineradas a las que prestaban sus servicios. Las prendas se arrojaron directamente a la tina de tratamiento llena de orina donde los esclavos, desnudos de cintura para arriba, trabajaron y desmugraron la tela. Cato se recordó que tenía que bajar el cubo de su habitación después de desayunar. Obtendría así unos pocos ases por el contenido, al menos lo suficiente para comprar algo de beber y, por lo tanto, para empezar a llenar el próximo cubo, pensó con una sonrisa.

-Hola, centurión.

Cato levantó la vista y advirtió que la esposa del batanero había salido de sus instalaciones y le estaba sonriendo. Era más joven que Cato y ya llevaba tres años casada con el avejentado propietario del negocio. Había sido un buen matrimonio para aquella guapa pero ordinaria chica de la Suburra, que ya tenía planes para el negocio una vez su marido hubiese fallecido. Claro que necesitaría un socio con el que compartir sus ambiciones cuando llegara el momento. De forma voluntaria, le había transmitido dicha información a Cato en cuanto éste se mudó a la casa de vecinos, y la insinuación era muy clara.

-Buenos días, Velina. -Cato la saludó con un gesto de la cabeza-. Me alegro de verte.

Desde el otro extremo del banco llegó un resoplido de desprecio perfectamente audible.

-No le hagas caso -indicó Velina con una sonrisa-. La señora Gabinio se cree mejor que el resto de nosotros. ¿Cómo sigue ese mocoso de Cayo? ¿Sigue metiendo las narices donde no lo llaman?

La mujer delgada apartó la mirada de Velina y estrechó al niño contra su pecho sin responder. Velina se puso las manos en las caderas y alzó la cabeza con una triunfante expresión desdeñosa antes de volver de nuevo su atención hacia Cato.

-¿Y cómo está hoy mi centurión? ¿Alguna noticia?

Cato negó con la cabeza.

-Todavía no hay destino para ninguno de los dos. Pero esta mañana vamos a ver a una persona en palacio. Puede que más tarde tenga alguna novedad.

-Vaya... -Velina frunció el ceño-. Supongo que tendría que desearte buena suerte.

-Estaría bien.

Ella se encogió de hombros.

-Aunque no sé por qué te molestas. ¿Cuánto tiempo hace ya? ¿Cinco meses?

-Tres.

-¿Y si no hay nada para ti? Tendrías que pensar en hacer otra cosa con tu vida. Algo más gratificante. -Arqueó una ceja y acto seguido hizo un mohín-. Un joven como tú podría llegar muy lejos con la compañía adecuada.

-Tal vez. -Cato notó que se ruborizaba y dirigió la mirada hacia el fogón. La manifiesta atención que recibía por parte de Velina lo avergonzaba, y estaba desesperado por abandonar el patio antes de que la chica elaborara más planes para él.