Viaje al corazón
de España

 

 

 

 

Fernando García de Cortázar

Viaje al corazón
de España

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Viaje al corazón de España

 

 

© 2018, Fernando García de Cortázar

© 2018, Arzalia Ediciones, S.L.

Calle Zurbano, 85, 3º-1. 28003 Madrid

 

 

Diseño de cubierta: Luis Brea

Ilustración de cubierta: Ricardo Sánchez

Hitos y selección de ilustraciones: Ignacio Merino

Ilustraciones de interior: Diego Lara y Ricardo Sánchez

Coordinación con el autor: Eduardo Torrilla

Diseño interior y maquetación: Luis Brea

Mapas: Ricardo Sánchez

 

 

ISBN: 978-84-17241-21-6

 

 

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotomecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso por escrito de la editorial.

 

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A mis padres, que todavía me acompañan
por los caminos de España.

 

 

 

 

 

Introducción

 

 

 

Recuerda en sus Memorias de ultratumba el gran escritor francés Chateaubriand que, al llegar a la divisoria de Sierra Morena, los llamados «Cien mil hijos de San Luis» descubrieron súbitamente la campiña andaluza, y que el espectáculo que vieron sus ojos les produjo tal deslumbramiento que, espontáneamente, los batallones presentaron armas ante el paisaje. La imagen es puramente romántica y, a no ser que un general sensible diera las voces de mando, no creo muy probable que los soldados franceses rindieran semejante homenaje a la belleza de una tierra que nadie ha osado discutir. Porque Andalucía es una región de enorme, de gran belleza, la novia de España durante los últimos siglos. Y no solamente de España, sino de gran parte de los viajeros del xix y del turismo europeo del xx.

El tópico andaluz pesa sobre toda España desde los tiempos de Chateaubriand. Y es que muchas veces el país entero ha sido identificado con la parte brillante y deslumbradora de la tierra andaluza, la que ríe y llora, la que bebe y canta, la Andalucía de copa y copla, la de los hermanos Quintero y los Machado, la de Carmen y don Juan, la de los recuerdos califales y los jardines nazaríes. Patios y naranjos, sol y gracejo popular, exotismo y sensualidad, como en el poema de Manuel Machado: La noche sultana, / la noche andaluza / que estremece la tierra y la carne / de aroma y lujuria.

Se ha dicho que esa imagen es falsa. No es cierto, y cualquiera que haya visitado la región estará de acuerdo en ello. El viajero, por su parte, ha encontrado esa Andalucía romántica y de oropel en su recorrido y el lector la hallará en las páginas siguientes. La ha encontrado en Sevilla —¿cómo resistirse al hechizo de los jardines que visten el Alcázar?; ¿quién no se ha emocionado ante el espectáculo de soberana belleza de las procesiones?—, en Granada —¿puede alguien sustraerse a las fantasías nazaríes mecidas en el delicado y prodigioso mundo de la Alhambra?—, en Córdoba —¿quién no ha creído oír los cantos del muecín al pasear entre el bosque de columnas de la mezquita?— y así también en Almería, en Málaga…

Lo que sí ocurre, y resulta preciso apuntar, es que esa imagen compone solo la superficie, una pequeña parte de una región honda y ancha, difícil de definir, misteriosa, que contiene en el tiempo y en el espacio muchas Andalucías diferentes. Fenicios, griegos, cartagineses, romanos, visigodos, árabes, judíos… De todos ellos quedan testimonios. No solo fósiles y ruinas, sino murallas, mezquitas, sinagogas, torres, caminos, palacios, trazados urbanos que sobreviven casi intactos, que forman parte de la cotidianidad de hoy, del día a día, y que dan a sus pueblos y ciudades una complejidad de palimpsesto.

Andalucía es, pues, muchas Andalucías. Tuvo trascendencia de Eldorado en los tiempos en que la leyenda y la realidad formaban las dos caras de la misma moneda. Fue sólida y bellamente romanizada cuando era la espléndida Bética, provincia a la que los césares tuvieron en más consideración que a Egipto, África e incluso Grecia, y no debe extrañarnos que Cicerón dedicara frases laudatorias al latín que se hablaba en Córdoba. Los largos siglos de dominación musulmana dejaron algunos de sus iconos más insignes y grandiosos, y la conquista castellana trajo consigo las esbeltas creaciones del gótico y, sobre todo, el injerto italianizante del Renacimiento, que alcanzó un extraordinario desarrollo. Pensemos en las imponentes catedrales de Granada, de Jaén, de Málaga, en los palacios de Baeza y Úbeda o en el castillo de Vélez Blanco… Pensemos en el descubrimiento de América y en la Sevilla de los siglos xvi y xvii, que fue una de las grandes capitales del mundo, aunque jamás haya sido cabeza de una nación. Y en Cádiz, que en el siglo xviii brinda su puerto a los galeones de Indias y vive los sueños de libertad de la Constitución de 1812, y que enlaza directamente con el neoclásico de Carlos III: el rey ilustrado a quien Andalucía debe la sorpresa de esos pueblos de plano regular y nuevo, con pretensiones de urbanismo, cuyo tipo es La Carolina.

El tiempo, su larga y diversa historia, es lo que da hondura a Andalucía. Pero también está la extensión y la diversidad del paisaje. Porque si su llanura es de una feracidad frondosa desde los tiempos romanos, existen también las sombrías soledades de Sierra Morena, el sobresalto geológico del desfiladero de Despeñaperros, el roquedal cerrado y umbrío de Cazorla o las viejas montañas y las estaciones de esquí de Sierra Nevada. Y están las playas mediterráneas de la Costa del Sol y las atlánticas de la Costa de la Luz, los campos desnudos y esteparios de Almería y las tierras minerales de Huelva y Jaén. ¡Cuántas Andalucías distintas e inconfundibles se oponen y se ensamblan para configurar la Andalucía única que el viajero recorre con ojos de casi inglés!

Aquí encontrará el lector todas esas Andalucías, tan diversas. Las capitales, por supuesto, pero también las ciudades pequeñas y los pueblos: Moguer y Palos de la Frontera, Arcos, de trazado árabe, Écija y sus torres de brillantes cúpulas, Ronda, misteriosa, colgada sin vértigo de un tajo inmenso, las Alpujarras y sus rincones de inconfundible estilo morisco, Úbeda y Baeza, Baños de la Encina, vigilada por su fortaleza califal… Y junto a las localidades y los monumentos, los rincones de mirada sublime —Peña de Arias Montano, en Alajar, Montefrío, en Granada, el desierto de Tabernas y el cabo de Gata, en Almería…—. Y los ríos, un río: el Guadalquivir, que nace en la Sierra de Cazorla; encara su juventud por las tierras olivareras de Jaén, donde Antonio Machado miraba «entre los olivos los cortijos blancos»; alcanza su madurez cuando besa las orillas de Córdoba y bebe los aromas oceánicos de Sevilla, evocando aventuras y descubrimientos; y rendido y ya anciano halla una muerte serena y plácida en el delta salado que el Atlántico le abre entre Sanlúcar de Barrameda y las costas vírgenes de Doñana.

 

Huelva

De niño el viajero sentía pasión por las historias de civilizaciones perdidas. Podía pasar horas enteras leyendo sobre ellas o imaginando proyectos de exploración. El hechizo se ha desvanecido, pero su memoria no se ha borrado, como tampoco se ha apagado el eco de los nombres que perseguía en los mapas: Teotihuacán, Punt, Angkor, Tartessos…

Tartessos era entonces y sigue siendo hoy uno de los grandes misterios de la historia universal. Se sabe que existió y que abarcó un amplio territorio con ricos yacimientos metalíferos. Y hasta se dice que sus leyes se escribían en tablillas de oro. Se sabe que estaba más allá de las columnas de Hércules, que sus principales ciudades se hallaban entre los estuarios de los ríos Guadiana y Guadalquivir, que comerció con fenicios y griegos y que un día, tras siglos de opulencia, desapareció. Lo que se ignora es cómo se produjo su hundimiento y dónde estuvo su capital. Y esto último, pese a que hay sabios de todo el mundo que han buscado su centro rector desde que existe la arqueología. Uno de ellos, quizá el más insigne, el arqueólogo alemán Adolf Schulten, creyó que sus vestigios dormían en el prodigioso trasunto del Jardín de las Hespérides que es Doñana, en esa salvaje cuña que forman la costa de Huelva y la desembocadura del Guadalquivir. Y allí, en el Coto de Doñana, estación y paraíso de las aves de medio mundo, uno de los más ricos refugios de fauna silvestre de Europa, la buscó en vano.

Pantanos, marismas, dunas, corrales, alcornocales, pinares… Doñana parece interminable y casi impenetrable, tan tupidos son sus cañaverales, tan llano, caliente y brumoso su horizonte. El poeta Caballero Bonald dijo que aventurarse en este paraíso zoológico de treinta y cinco mil hectáreas equivale a retroceder ilusoriamente por los vericuetos de la historia natural. Es cierto. Pero Doñana también es residencia y palacio, el que mandara construir el VII duque de Medina Sidonia para su esposa, Ana Gómez de Mendoza y Silva, hija de la princesa de Éboli, en el último tercio del siglo xvi. Los recuerdos que guardan los muros de este edificio son casi infinitos, pero el viajero, que tuvo el honor de visitarlo en compañía de Pilar Medina Sidonia, asocia su historia con tres momentos: el de su constructor, el duque de la Armada Invencible, jurando que nunca más, aunque le costase la cabeza, se ocuparía de nada que tuviese que ver con el mar; el del VIII duque, que recibió con suntuosidad jamás vista al rey Felipe IV; y el de Francisco de Goya, que se hospedó en el palacio por el año 1797 y pintó allí a la desafiante y misteriosa duquesa de Alba.

 

 

La mejor manera de atisbar el increíble parque natural de Doñana es visitando El Rocío, donde cada lunes de Pentecostés la religiosidad popular se desborda en una de las romerías más fascinantes y multitudinarias del mundo. El viajero ha estado una sola vez en este pequeño pueblo de casas sencillas, pero si cierra los ojos aún puede revivir el encanto de su fiesta anual: el ambiente casi mágico, sensual y colorista; las guitarras encendidas, el cante y el vino; los caballos, tractores y carretas llenando los caminos polvorientos; y por supuesto, la madrugada infinita de plegarias, juerga y contoneo en que los almonteños, después de saltar la reja de la ermita, sacan en procesión a la Virgen del Rocío, patrona celestial de las marismas, Blanca Paloma de la copla tierna, que por unos días vuelve a ser la reina indiscutible de Andalucía.

 

 

La sierra de Aracena es una comarca dominada por el verde oscuro de los encinares, entre cuyos cabezos y vertientes asoman pueblos de restallante, inmaculada blancura. La Alta Sierra o serranía de Huelva, como también se la llama, queda lejos de todo, en la ruta natural de Andalucía a Portugal, pero tuvo un admirador y vecino excepcional: el sabio Arias Montano, a quien Felipe II encargó la organización y dirección de la biblioteca de El Escorial.

La peña que lleva el nombre del célebre humanista, con el pueblo de Alájar a los pies, es uno de los miradores más impactantes que conoce el viajero. En los días claros el panorama se clava en la retina: la sierra, los picos de Aroche, incluso el mar… Difícil imaginar un lugar mejor para huir del mundo o un sitio más idóneo para leer los versos que el poeta y soldado Francisco de Aldana dedicó a Montano:

 

Pienso torcer de la común carrera

que sigue el vulgo y caminar derecho

jornada de mi patria verdadera;

 

entrarme en el secreto de mi pecho

y platicar en él mi interior de hombre,

dó va, dó está, si vive, o qué se ha hecho.

 

Y porque vano error más no me asombre,

en algún alto y solitario nido

pienso enterrar mi ser, mi vida y nombre,

 

y, como si no hubiera acá nacido,

estarme allá, cual Eco, replicando

al dulce son de Dios, del alma oído.

 

 

Tinto, río trágico. Sus aguas, color de orín sobre piedras bermejas, intrigaron a los navegantes de la Antigüedad, que remontando su curso descubrieron el camino de las minas de Tartessos. Lo que hoy es la provincia de Huelva tuvo entonces lejanía y trascendencia de Eldorado. Fenicios, griegos, cartagineses, romanos… Todos se aseguraron el comercio con estas tierras o las arañaron directamente para obtener sus riquezas. Pasó el tiempo, pero la actividad no cesó. Y al calor de los yacimientos minerales, fueron naciendo poblaciones enteras. Una de ellas se llama hoy Tharsis, en memoria del legendario reino. Pero la explotación más célebre de la provincia es la de Riotinto, en las cercanías de la sierra de Aracena, en la cuenca del Tinto y el Odiel.

Lo primero que hay que aconsejar es subir al cerro Colorado. Se ve desde allí un espectacular paisaje lunar, con cráteres que alcanzan los trescientos metros de profundidad. Las enormes bocas rememoran las fauces del infierno de Dante y sugieren al viajero un pozo infinito de historias. Aquí estuvieron los romanos, que sobre la tierra rojiza y torturada que hoy contemplamos llevaron a cabo la empresa minera más colosal de todos los tiempos. Y de aquí, tras años y años de abandono y soledad, salieron enormes cantidades de cobre y azufre para alimentar la segunda Revolución Industrial de Gran Bretaña. Fue a finales del siglo xix, cuando un consorcio británico, la Rio Tinto Company Limited, compró al Gobierno español los legendarios yacimientos por noventa y tres millones de pesetas, iniciando su explotación a gran escala.

Los ingleses se fueron después de hacer y deshacer a su antojo, pero su memoria permanece a la entrada del pueblo, en el barrio de Bella Vista, antigua zona residencial de los directivos de la compañía. El viajero estuvo allí en los tiempos en que escribía su Breve historia de España. Vio las hermosas casas victorianas, la capilla anglicana, los espléndidos jardines… Y visitó el antiguo hospital convertido en museo minero, con vetustos vagones de la vieja explotación, valiosos documentos históricos y fotografías que recuerdan que cada tonelada de cobre arrancada a las minas llevaba consigo sangre, sudor y lágrimas. Porque en Río Tinto el bello rojo de la tierra no puede ahuyentar la historia obstinada y terrible, el recuerdo del trabajo realizado durante siglos por los esclavos y obreros que alimentaron la atroz garganta de Roma o la no menos voraz de aquellos gentlemen del siglo xix que ahogaron a tiros la revuelta de 1888.

 

 

Para comerciar con el reino de Tartessos los fenicios crearon en el Mediterráneo occidental una red de colonias, cada una de ellas dotada de buenos fondeaderos, agua dulce y fácil acceso a las rutas de comunicación con el interior. Huelva nació así, como parte de la odisea mercantil de Sidón y Tiro. De origen, por tanto, minero y comerciante, la ciudad se llamó Onuba. Y de ese modo se la conoció hasta que los árabes la rebautizaron con el nombre actual. Hoy la milenaria urbe ya no es solo una factoría y un puerto, como en tiempos antiguos, sino un polo industrial.

A Huelva la desmoronó en el siglo xviii el gran terremoto de Lisboa. No es, pues, una ciudad monumental, sino una urbe de fisonomía moderna con escasos recuerdos antiguos y algunos encantos decimononos. Lo más llamativo es el barrio Reina Victoria, situado en el cerro de san Cristóbal y de sabor inequívocamente inglés. Fue construido por la Rio Tinto Company a comienzos del siglo xx para los españoles que ocupaban cargos de importancia en la empresa. Sus casitas, unifamiliares y encantadoras, son una mezcla equilibrada de elementos ingleses y toques neomudéjares.

El otro recuerdo imborrable de Huelva es el antiguo embarcadero de mineral, una espectacular estructura de hierro que penetra majestuosamente en la ría del Odiel y nos transporta en el tiempo a la época dorada de la minería. Comenzó a construirse en 1874 siguiendo las pautas de la Torre Eiffel, y durante más de un siglo fue el lugar donde descargaban los trenes de la Rio Tinto Company procedentes de las explotaciones de cobre del norte de la provincia.

Como se sabe, Huelva está envuelta en brazos de mar, en la confluencia de dos ríos mineros. Para el viajero su principal atractivo es el paisaje fluvial que la rodea: los sinuosos meandros del Tinto y el Odiel, el color dorado de las islas y puntas de barro que emergen entre el verde de las marismas, los muelles que avanzan en el agua, las rías perdiéndose en el horizonte…

Sin duda, el más evocador de todos los paseos de Huelva es el que lleva a la Punta del Sebo, donde el Tinto se arroja al Odiel. Allí se alza el Monumento a la Fe Descubridora. De lejos, este coloso de treinta y siete metros de altura, levantado en los fastos hispano-americanos de 1929, tiene una gran prestancia. En la punta de los estuarios, dominando el majestuoso paisaje acuático, la efigie de Colón parece un navío surcando las olas e indicando el camino del Nuevo Mundo. De cerca decepciona un poco. No así el paraje, que llena la mirada de sueños. Sobre todo, al atardecer, cuando el último resplandor del sol se disuelve en el horizonte. Se puede pensar entonces en lejanas expediciones bajo soles tropicales y en aquel continente ignorado que habría de emerger desde el confín de los océanos a modo de una Atlántida perdida, con montañas más grandes y abismales que los Pirineos, con nieves más altas que los Picos de Europa, con valles húmedos y ardientes, y cordilleras selváticas, con ríos infestados de cocodrilos y poblaciones feroces para el combate, pero también con pueblos industriosos que construían espléndidas ciudades, cultivaban la tierra y tejían mantas de algodón.

 

 

En La Rábida, en la otra orilla del Tinto, se encuentra, además, el Muelle de las Carabelas, y allí tres fieles réplicas de las célebres naos del descubrimiento, lo que completa el espejismo. ¡Qué emoción subirse a bordo de esos minúsculos cascarones que fueron capaces de cruzar la inmensidad de un mar tenebroso! El camarote del almirante, bajo el castillo de popa, no tiene más de dos metros por tres. Solo allí se da uno realmente cuenta del carácter prodigioso de aquella empresa.

Llegar al monasterio de La Rábida —que en la memoria del viajero surge rodeado de pinares— es llegar al lugar donde se desarrollaron los conciliábulos científicos y las graves conversaciones geográficas que permitieron al aventurero genovés realizar el descubrimiento de América. Allí expuso sus proyectos. Allí fue escuchado por fray Antonio de Marchena, consejero de la corte, y allí convenció de las posibilidades de la empresa al padre Juan Pérez, prior del monasterio, confesor de la reina Isabel, cosmógrafo y humanista.

En árabe, La Rábida significa «atalaya», fortaleza fronteriza con­sagrada a la piedad y a la guerra santa. El origen de este paraje es, por tanto, religioso y militar. Las tropas cristianas lo ocuparon en el siglo xiii. Y a principios del xv los franciscanos construyeron en él un convento. El edificio actual se remonta a esa época. Y cuando su portón dio entrada a Cristóbal Colón, quien venía huyendo de Portugal, era a la vez un santuario, un centro de estudio y enseñanza, una defensa contra los piratas y un refugio para los desdi­chados.

Aunque su eco perduraría en la historia, la estancia del aventurero genovés en La Rábida fue muy breve. El convento, de pobre y regular arquitectura, como una mole de cal viva, ha sufrido varias modificaciones desde entonces, pero aún conserva la atmósfera de los tiempos del navegante. La puerta, un arco de ladrillo, es la misma que en 1484. Siguen igual también la capilla y el patio mudéjar del siglo xv, con sus sencillos arcos y columnillas de ladrillo. Hay, junto a aquel, otro patio, barroco, muy blanco, muy alegre, lleno de flores, que Colón no conoció. Y a la izquierda de la entrada principal, una pequeña sala que el pintor Daniel Vázquez Díaz decoró con frescos que representan la vida y los descubrimientos del navegante.

La palabra que mejor define La Rábida es «humildad». Todo evoca la sencillez del espíritu franciscano: la arquitectura, el paisaje. Y esto es, precisamente, lo que más llama la atención: que el descubrimiento de América surgiera no en un gran centro cultural, sino en un simple monasterio, asistido por monjes sabios y hospitalarios que se habían instalado en una comarca de navegantes y piraterías para cumplir la piadosa misión de socorrer al prójimo.

 

 

Existen muchos lugares que el mar ha arrinconado en el fondo de los estuarios y ahora reposan sus nostalgias junto a prados verdes y viejos cenagales. Palos de la Frontera, a seis kilómetros de La Rábida, es uno de esos lugares. El pueblo, encaramado en un acantilado perpendicular al río Tinto, olvidó hace tiempo sus aventuras marítimas y se hizo terrestre. Y sin embargo, fue aquí donde embarcó Colón.

En Palos todo recuerda aquel momento estelar de la historia. En la vieja plazuela se leyó la Real Cédula de los Reyes Católicos donde se mandaba a los lugareños pagar el armamento de dos naos en castigo «por algunas cosas fechas e cometidas por vosotros en deservicio nuestro». En la fontanilla de cuatro arcos de ladrillo que hay al pie de la carretera se proveyó de agua la expedición. En la vieja y robusta iglesia de San Jorge oyeron misa los navegantes antes de trepar a bordo de las carabelas y tomar rumbo a lo desconocido. De Palos eran los Pinzones y también muchos de los pilotos y marinos que se aventuraron en los primeros viajes al Nuevo Mundo. Menéndez Pidal escribió: «Pueblo humilde Palos, que lo dio todo y no recibió nada». El viajero está de acuerdo.

 

 

Moguer es otro pequeño y encantador pueblo andaluz que guarda celosamente los recuerdos de la epopeya americana. Moguer dio a Colón la mitad de su tripulación y la tercera de las carabelas, llamada La Niña por el nombre de su propietario, Juan Niño. Por aquel entonces tenía un puerto en el río Tinto, pero, como ocurrió en Palos, ese embarcadero quedó cegado, y así, sin velas ni jarcias, lo vio ya de niño Juan Ramón Jiménez, que escribió: «El agua roja inútil / de río Tinto, entre dos puentes / ¡sin un barco nunca!».

El poeta nació el año 1881 en Moguer, por cuyas calles parece retozar aún el plateado Platero de su libro, que tantos recuerdos trae al viajero. De este pueblo dijo Juan Ramón que era igual que un pan de trigo, blanco por dentro, como el migajón, y dorado en torno, como la blanda corteza. Es cierto. Blancas, muy blancas, son las casas. Y moreno el sol atlántico que cae sobre las cosas, resbalando por iglesias, torres y conventos.

Moguer tiene bellos edificios en los que se pueden ver los estilos más variados, desde el mudéjar hasta el neoclásico del siglo xviii. Por encima de todos destaca el convento de Santa Clara, con su hermoso claustro y su magnífica iglesia gótico-mudéjar. Pero más allá de cualquier descripción precisa de sus encantos, la mejor recomendación para disfrutar de este bello pueblo rezumante de cal es pasear por sus calles hasta caer agotado. Y si se quiere capturar su secreto, leer a Juan Ramón Jiménez. Sus versos. Su prosa. Platero y yo.

El premio Nobel de Literatura de 1956 y maestro indiscutible de la lírica española del siglo xx nació en el seno de una familia acomodada. Su padre y sus tíos, que formaban la marca Jiménez y Cía., se dedicaban al negocio de los vinos, moscateles y coñacs, tenían fincas, casas, bodegas, pósitos y eran consignatarios de buques mercantes. Pero los años de señorito le duraron poco a Juan Ramón. Después de que dejara los estudios de Derecho en Sevilla, la ruina y la muerte se llevaron a su padre por delante. Esta última fue fulminante y aquella duró trece años de ventas, juicios, embargos, mudanzas. Todo ello marcó al poeta, que viajó mucho —Madrid, París, Nueva York…— y murió en el exilio de Puerto Rico. Aunque su alma nunca se fue de este rincón de Huelva. Y ahora es paisaje, nube y polvo, casa, huerto, iglesia y hasta campanario de Moguer, como en aquel poema:

 

Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros

cantando;

y se quedará mi huerto, con su verde árbol,

y con su pozo blanco.

Todas las tardes, el cielo será azul y plácido;

y tocarán, como está tarde están tocando,

las campanas del campanario…

 

 

A veintiún kilómetros de Moguer, en la carretera que va a Sevilla, a orillas del río Tinto, está Niebla. Toda amurallada, tal y como la dejaron los almohades, una Ávila en pequeño y sarracena.

El viajero recuerda el bello templo de Santa María de la Granada, que integra dos construcciones de culturas distintas: una iglesia gótico-mudéjar y una mezquita almohade de la que se conservan el alminar y un patio con delicados arcos de herradura. Pero lo mejor de Niebla son sus atardeceres. Todo, a su alrededor, parece arder en llamas: el suelo, la tierra, las rojas y fuertes murallas, y ese río Tinto, color de sangre, que pasa a su vera, donde se mueren los peces y cuyas aguas no sirven para el riego.