LOS GENERALES

 

 

 

SIMON SCARROW

 

Título original: The Generals

Diseño de la sobrecubierta: Enrique Iborra

Primera edición: abril de 2008

Primera edición en e-book: junio de 2018

© Simon Scarrow, 2007

© de la traducción: Montse Batista, 2008

© de la presente edición: Edhasa, 2018

Diputación, 262, 2º 1ª

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España

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ISBN: 978-84-350-4669-5

Para Pat y Mick

Gracias por los buenos ratos en el curso de los años

NOTA DEL AUTOR

Uno de los aspectos más fascinantes al escribir esta serie ha sido el hecho de recrear los orígenes de dos de los generales más grandes de la historia: de dónde eran, de qué entorno provenían y de qué manera contribuyó su contexto histórico a determinar su carácter y a definir las oportunidades que se les abrieron. Los generales cubre esa parte vital de sus carreras en la que Bonaparte y Wellesley aprendieron su oficio como comandantes del ejército. ¡Y qué ejércitos tan formidables resultaron ser!

Los soldados con los que Napoleón se encontró al llegar a Italia estaban hambrientos, enfermos, mal equipados, mal pagados y superados en número por un enemigo mejor armado y entrenado. No obstante, al igual que el Ejército de Virginia de Robert E. Lee, consiguieron grandes victorias porque marcharon y combatieron con más dureza que su enemigo, además de poseer un ímpetu enorme. Esto tuvieron que agradecérselo a Napoleón. Él sabía desde el principio qué era lo que motivaba a los soldados y se esforzó todo cuanto pudo para ganarse su respeto. Procuró que el buen servicio y la valentía fueran recompensados y toleró un nivel de informalidad con sus hombres que los reconfortaba y hacía que se identificaran con sus objetivos militares y, en última instancia, con sus ambiciones políticas.

En cambio, Wellesley era un completo profesional que entendió rápidamente que un entrenamiento y preparación incesantes le proporcionarían un ejército que se mantendría firme frente a fuerzas enemigas mucho mayores. Cuando las tropas británicas se acercaban al enemigo, su disciplina y entrenamiento superaban absolutamente a sus oponentes, con el resultado de que unos cuantos europeos quedaron como señores de la India cuando los hermanos Wellesley abandonaron el subcontinente. Mientras Napoleón era un astuto líder para los soldados, Wellesley era un maestro en todos los detalles de abastecimiento y maniobras, tanto en el campo de batalla como fuera de él.

Al considerar sus carreras es importante no perder de vista las distintas circunstancias con las que tuvieron que luchar cada uno de ellos para tratar de ascender. Napoleón tuvo mucha suerte de encontrarse en París cuando tuvo lugar el levantamiento de los monárquicos. Ello le granjeó una reputación que no tardó en aprovechar. De hecho, llevó la buena suerte como si fuera una segunda piel en su meteó-rico ascenso al cargo de primer cónsul. Para Wellesley, envuelto en un contexto político y militar mucho menos flexible, las posibilidades de ascenso eran mucho más limitadas que las de su gran rival, al menos hasta que llegó a la India, donde las ambiciones británicas de extender la influencia de la Compañía de las Indias Orientales le proporcionaron al menos la oportunidad de experimentar con el generalato y perfeccionar sus ideas sobre él. Su talento natural y su incansable dedicación a su profesión no tardaron en ser apreciados por sus superiores, que con frecuencia manipularon las rígidas normas de precedencia militar para conseguirle un papel de comandante en las campañas en las que participó. A diferencia del fogoso Napoleón, Wellesley era la personificación del mando sereno y calmado, como a menudo comentaban sus oficiales y soldados en los informes y las cartas que escribían a casa.

Con Napoleón como señor de Francia y con un formidable poder dentro de Europa y Wellesley como héroe de la India, el marco para que cada uno de ellos se labre su lugar en la historia está creado. En tanto que Napoleón quiere convertir a Francia en la potencia indiscutible de Europa, Arthur se halla igualmente decidido a derrotar a Francia y salvar a su nación del caos y el derramamiento de sangre de los ideales revolucionarios.

***

Para aquellos que deseen desarrollar su conocimiento del contexto de Los generales, recomiendo encarecidamente los siguientes títulos: La compendiosa obra de David Chandler, Las campañas de Napoleón, proporciona explicaciones detalladas de las campañas y batallas y un fascinante análisis de Napoleón y sus métodos. Incluye abundantes mapas y esquemas que permiten al lector seguir la acción y algunas opiniones sólidas sobre los motivos y ambiciones de Napoleón. Para Wellesley recomendaría Wellington in India, de Jac Weller. De nuevo, constituye una detallada y animada narración del ascenso a la fama del joven oficial británico al desarrollar unos exitosos medios de hacer la guerra por la India que no se les habían ocurrido a ninguno de sus predecesores. Weller es uno de esos historiadores que ha recorrido el terreno, y su libro es una guía útil para cualquiera que quiera explorar los campos de batalla en persona. Para una maravillosa noción de las experiencias de los militares británicos en la India recomiendo efusivamente el delicioso Sahib, de Richard

Holmes. Por último, hay que hacer una mención honorífica de Paul Strathern por su excelente obra Napoleon 's Egypt, de la cual me llegó una prueba justo después de que yo hubiese terminado este libro, desgraciadamente.

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Concluiré con la advertencia habitual. Aunque Los generales es una obra de ficción, me he esforzado todo lo posible para ser fiel a los hechos. Sin embargo, en algunas ocasiones, he tenido que moldear la historia y pellizcar el tiempo por el bien de la narración. Pido disculpas a los puristas por ello, pero quería compartir mi entusiasmo por estas dos destacadas figuras históricas de la manera más amena y dinámica posible. Ambos vivieron una época asombrosa y fueron unos individuos extraordinarios, y en este libro quería rendir tributo, a la vez que hacer justicia, a estos aspectos.

Simon Scarrow

Enero de 2007

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LOS GENERALES

CAPÍTULO I

Napoleón

París, 1795

Era un caluroso día de principios de agosto y el bochorno cubría los tejados de París como una sábana, asfixiando el aire calmo con los olores de la ciudad: aguas residuales, humo y sudor. Lazare Carnot se encontraba en su despacho de la esquina del palacio de las Tullerías, sentado ante una mesa grande en la que los papeles se amontonaban de forma ordenada en bandejas etiquetadas. Sus empleados habían dispuesto el contenido de cada una de las bandejas por orden de prioridad para que, de este modo, el ciudadano Carnot -como se hacía llamar- pudiera despachar antes los documentos más urgentes concernientes a los ejércitos franceses que combatían para defender la tierna República. Desde la ejecución del rey Luis, los enemigos de Francia la consideraban una aberración monstruosa. Los monarcas y aristócratas de toda Europa no descansarían hasta que la revolución fuera aplastada implacablemente y los Borbones volvieran a ocupar el trono. Así pues, la guerra causaba estragos en todo el continente y los grandes ejércitos se enfrentaban bajo los estandartes de Austria y las banderas tricolor de Francia. Y Carnot tenía la obligación de asegurarse de que sus compatriotas estuvieran organizados y abastecidos para lograr las victorias que garantizarían la supervivencia de los ideales de la revolución.

Los ejércitos siempre estaban ávidos de nuevos reclutas, más uniformes, botas, pólvora, mosquetes, cañones, monturas de refresco para la caballería y todas las minucias del equipo militar que un ejército necesitaba para marchar y combatir. Carnot tenía que lidiar diariamente con las peticiones urgentes de los generales y satisfacer sus necesidades de la mejor manera con los limitados recursos disponibles. Había escasez de todo aquello que precisaban los ejércitos, sobre todo de dinero. El erario se hallaba prácticamente vacío y la Asamblea Nacional se había visto obligada a emitir papel moneda -los asignados- que se canjeaban abiertamente a una mínima parte de su valor nominal. Carnot sonrió amargamente al pensarlo, y puso sus iniciales en una solicitud de uniformes de artillería de una fábrica textil de Lyon. Al menos al gobierno no le costaba nada imprimir más asignados para pagar los uniformes. Si el propietario de la fábrica perdía dinero con el negocio era asunto suyo. Carnot tomó la pluma, la mojó en el tintero, firmó y rubricó: Ciudadano Carnot, en nombre del Comité de Seguridad Pública.

Carnot reflexionó, pensando que el nombre resultaba irónico para un comité cuyos miembros habían sido responsables de la muerte de miles de sus conciudadanos con el objetivo de salvaguardar los principios de libertad, igualdad y fraternidad. El Comité sofocó sin piedad cualquier síntoma de desacuerdo dentro de Francia al tiempo que dirigía la guerra contra los enemigos externos. No obstante, la pertenencia al Comité entrañaba sus propios peligros, tal como habían descubierto ya Robespierre y sus seguidores incondicionales, que habían pagado con sus cabezas. Carnot suspiró y dejó la petición firmada en la bandeja de salida.

A menos que las vicisitudes de la guerra dieran un giro y que la situación política en Francia se estabilizara, la revolución fracasaría y todo cuanto se había ganado, así como todo lo que se podría ganar para el estado llano se perdería. Las represalias de los monárquicos, los aristócratas y el clero serían entonces más terribles aún que los peores excesos cometidos durante los primeros años de revolución.

Carnot se reclinó en su asiento y tiró del cuello de la camisa. El calor le irritaba la piel y un hilo de sudor le bajaba por el costado. Aunque llevaba una casaca oscura encima de la camisa, no había ninguna posibilidad de que se la quitara. Carnot era un soldado de la vieja escuela y la incomodidad siempre había formado parte de su profesión.

Unos golpecitos en la puerta rompieron su concentración y se irguió con rigidez en el asiento mientras respondía:

-¿Sí?

La puerta se abrió y, a través del hueco, Carnot alcanzó a ver el otro extremo del despacho que había fuera, mucho más grande que el suyo. Sus empleados se hallaban sentados en taburetes tras unas mesas dispuestas en hileras bien ordenadas. El secretario de Carnot era un hombre delgado de cabello cano y muy corto que llevaba trabajando en el Ministerio de Guerra desde que salió de la academia y seguía sirviendo a sus nuevos amos con la misma deferencia que había aprendido bajo el régimen anterior. Entró en el despacho de Carnot e hizo una reverencia.

-Ha llegado el general de brigada Bonaparte, señor.

-¿Bonaparte? -Carnot frunció el ceño-. ¿Tenía cita?

-Eso es lo que dice, ciudadano.

-Eso dice, ¿eh? -Carnot no pudo evitar sonreír. Aunque no conocía personalmente al joven general de brigada, había tenido que ocuparse de un continuo torrente de correspondencia remitida por aquel hombre desde que Napoleón Bonaparte había asumido el mando de la artillería en las afueras de Toulon, hacía ya casi dos años. Los planes ope-racionales que había preparado para el Ejército de los Alpes y el Ejército de Italia traslucían la calidad intelectual del general de brigada Bonaparte, así como su impaciencia y su empeño en salirse con la suya. Por un momento Carnot estuvo tentado de hacer esperar al oficial. Al fin y al cabo, su tiempo era precioso y Bonaparte no había concertado cita para verle a través de los canales adecuados. Quizá habría que recordarle a ese joven cachorro cuál era su lugar en el grandioso orden del universo, caviló Carnot. Sin embargo cedió, en parte porque quería ver si el hombre se ajustaba a la imagen mental que Carnot se había formado a partir de la voluminosa correspondencia de Bonaparte.

-Está bien -dijo, encogiéndose de hombros-. Haga entrar al general de brigada, por favor.

-Sí, ciudadano -repuso el secretario, que volvió a inclinarse automáticamente antes de salir y cerró la puerta tras él sin hacer ruido. Carnot tuvo tiempo de echarle un vistazo a otra solicitud y cuando estaba estampando en ella su firma volvió a abrirse la puerta y se oyeron los chirridos y crujidos de unas botas sobre las tablas del suelo.

El secretario carraspeó.

-Señor, el general de brigada Bonaparte.

-Muy bien -respondió Carnot sin levantar la mirada-. Puede dejarnos solos.

Mientras la puerta se cerraba, Carnot releyó el documento que acababa de firmar y asintió con satisfacción antes de depositarlo en la bandeja de salida. Entonces alzó la cabeza.

Al otro lado de la mesa había una figura menuda, baja y delgada, con unos cabellos oscuros que le llegaban al cuello de la camisa. Llevaba un austero flequillo en lo alto de su cabeza pálida, cortado en línea recta de un lado a otro. Sus ojos grises y brillantes recorrían rápidamente la habitación con la mirada y parecieron captar hasta el último detalle antes de detenerse en Carnot. El joven oficial tenía una nariz afilada y estrecha y sus labios, que reposaban en un leve mohín, se separaron para esbozar una sonrisa impulsiva antes de obligarse a adoptar un semblante impasible y cuadrarse.

Carnot miró al general de brigada lamentando el hecho de que muchos jóvenes hubieran conseguido tan rápido ascenso desde la tropa en un espacio de pocos años. Muchos oficiales habían abandonado el país durante la revolución y Robespierre había sacrificado de manera selectiva a los restantes. Inevitablemente, había surgido una escasez de oficiales y se ascendía a cualquier joven que demostrara coraje y unos mínimos indicios de una sólida mentalidad militar. El general de brigada Bonaparte era uno de los pocos que poseían ambas cosas.

-Bienvenido, Bonaparte. Hace tiempo que quería conocerle.

-Gracias, ciudadano.

La voz era suave, agradable al oído de Carnot, que relajó su expresión con una sonrisa.

-No esperaba que llegara a París tan pronto. ¿Cuánto tiempo lleva aquí?

-Llegamos anoche, ciudadano.

-¿Llegamos?

-Mis oficiales de estado mayor y yo. El capitán Marmont y el teniente Junot.

-Entiendo. ¿Y han encontrado un alojamiento confortable?

El general de brigada ladeó la cabeza y se encogió de hombros.

-He alquilado unas habitaciones en un hotel del barrio Latino. Quizás encuentre algo más adecuado -Bonaparte hizo una pausa para enfatizar las palabras que diría a continuación- en cuanto me devuelvan la paga completa, ciudadano.

Carnot se movió en la silla mientras recordaba las circunstancias de la reducción de paga del general de brigada. Bonaparte había sido un protegido de los hermanos Robes-pierre, cuya caída había resultado en el asesinato de muchos de sus seguidores. Algunos de ellos, como Antoine Saliceti, el compatriota corso de Napoleón, se habían ocultado. Otros, como Napoleón Bonaparte, que propugnó abiertamente la política jacobina, habían sido proscritos. Una falsa acusación de corrupción y de venta de información a potencias extranjeras había bastado para que a Bonaparte lo mandaran a prisión durante varios días. Aun cuando se habían desestimado los cargos, a Bonaparte sólo lo habían liberado provisionalmente con media paga para que continuara sirviendo en el ejército. No era de extrañar que el general de brigada pareciera resentido, reflexionó Carnot.

-Le aseguro que estoy haciendo todo lo posible para restituirle sus derechos -Carnot abrió las manos-. Es lo menos que Francia puede hacer por uno de sus oficiales más prometedores.

Si se esperaba una modesta expresión de gratitud en respuesta al comentario, quedó defraudado al instante. Napoleón se limitó a asentir.

-Sí, ciudadano... es lo menos que puede hacer. He prestado un buen servicio a Francia, he sido leal a la revolución y sigo aspirando a servirlas a las dos lo mejor que pueda.

-Francia y la revolución son una sola cosa, Bonaparte.

Napoleón hizo un gesto hacia la ventana.

-Eso lo dirá usted, ciudadano, pero en las calles hay muchas voces que no lo hacen. De camino hacia aquí debo de haber pasado frente a una veintena de carteles monárquicos pegados en las paredes. Por no mencionar a un vendedor de panfletos monárquicos que se hallaba a menos de cien pasos de la entrada de las Tullerías. Dudo que ese hombre considere que Francia y la revolución son la misma cosa.

-Entonces es que es idiota.

Napoleón enarcó las cejas.

-Me pregunto cuántos idiotas más habrá ahí afuera, ciudadano.

-Los suficientes para animar a los enemigos de la república -admitió Carnot-. Motivo por el cual deben ser aplastados sin piedad. Todo oficial del ejército francés tiene el deber de ayudar en el proceso, por desagradable que sin duda pueda parecerle. ¿Este deber le resulta desagradable, Bonaparte?

-Sí. Como ya sabrá por mi carta.

-¡Ah, sí! Ya me acuerdo. Parece ser que no desea aceptar su puesto con el Ejército del Oeste.

-Estoy seguro de que se podría hacer mejor uso de mis talentos en otro ejército, ciudadano. No se consiguen honores luchando con tus compatriotas, por equivocadas que sean sus ideas políticas. ¿Qué posibilidades tienen contra soldados profesionales? Los masacrarán como a inocentes. Sí, me resulta desagradable.

Carnot se inclinó hacia delante y bajó la voz:

-Para tratarse de un puñado de inocentes están armando un buen lío en la Vendée. Atacan a nuestras patrullas, incendian depósitos de suministros y envenenan el espíritu y la mente de los sencillos campesinos y obreros. ¿Y quién cree que los está respaldando? Pues nada menos que Inglaterra. Los barcos ingleses traen espías y agentes provocadores a nuestras costas casi a diario, con los bolsillos llenos de oro inglés. No se engañe, Bonaparte. La batalla que libramos dentro de Francia es absolutamente igual de decisiva que la guerra que le hacemos a los enemigos extranjeros. Quizá sea más importante. A menos que ganemos la batalla por Francia no importa lo que ocurra en las llanuras de Italia, o a lo largo de las riberas del Rin. Si perdemos la batalla por el control de nuestro país, todo está perdido. -Volvió a reclinarse en la silla y esbozó una sonrisa forzada-. Así pues, entenderá por qué el Comité quiere destinar a sus mejores oficiales al ejército que se enfrenta a la tarea más ardua.

Napoleón tenía una expresión ligeramente divertida.

-No sé hasta qué punto este destino tiene que ver con mi habilidad, ciudadano.

-¿Qué quiere decir?

-Soy oficial de artillería. Mi especialidad es el movimiento y la disposición de los cañones. Búsqueme una fortificación que asediar, o las apiñadas filas de un ejército para que mis cañones las destrocen. Esto puedo hacerlo tan bien como cualquier otro oficial de artillería de las fuerzas armadas. ¿De qué les serviría al Ejército del Oeste? A menos que quieran que bombardee todos los graneros de la Vendée o que dispare botes de metralla contra las sombras que pasan fugazmente por la linde de los bosques.

-Como usted ya sabe, no se le pedirá que comande la artillería. Lo han destinado a una brigada de infantería.

-Justamente, ciudadano. Me acaba de dar la razón. Soy artillero. Tendría que estar al mando de los cañones, no ser carne de cañón.

-Ha demostrado estar en posesión de otras habilidades -repuso Carnot lacónicamente-. He leído los informes de su trabajo en Toulon. Usted dirige desde el frente. Ésa es la clase de inspiración que nuestros hombres necesitan para enfrentarse a la escoria rebelde de la Vendée. Además, sabe organizar las cosas. Sobre todo es decidido, y tal vez inflexible. Por eso se le necesita en el Ejército del Oeste.

Napoleón guardó silencio unos momentos antes de responder:

-Aunque eso fuera cierto, concibo otra razón por la que el Comité quiere mandarme a la Vendée.

-¿Ah sí? -Carnot se lo quedó mirando y le dijo agriamente-: Explíquese, por favor.

-Dará la impresión de que se sigue dudando de mi lealtad. En un momento en que los demás ejércitos necesitan desesperadamente buenos oficiales de artillería, ¿por qué me mandaría el Comité a combatir contra los franceses si no es para demostrar que no tengo ningún propósito común con los rebeldes?

-El Comité tiene sus motivos y no está obligado a compartirlos con usted, Bonaparte. Ya ha recibido sus órdenes. Es un soldado, no le corresponde a usted cuestionarlas. De manera que se incorporará al Ejército del Oeste lo antes posible. Que no se hable más.

-Entiendo -Napoleón asintió con la cabeza-. A no ser que el Comité tenga motivos para reconsiderar su decisión.

-No lo hará -Carnot alzó las manos y cruzó las palmas por debajo de la barbilla-. No hay nada más que hablar. Y ahora, si no le importa, tengo trabajo que hacer.

Napoleón se quedó inmóvil unos instantes y luego repuso:

-Por supuesto, ciudadano. Ya me marcho.

Disminuyó ligeramente la tensión y Carnot relajó los hombros un momento. Había temido que el general de brigada resultara más obstinado y tuvo la sensación de que debía ofrecerle unas últimas palabras de ánimo.

-Si nos sirve tan bien en la Vendée como lo hizo en Toulon, estoy seguro de que el siguiente destino le resultará más agradable, más. honroso.

Napoleón clavó en él una mirada ecuánime.

-Lo comprendo, ciudadano.

-En tal caso, que tenga un buen día -Carnot se apresuró a tomar su pluma y otra solicitud del montón.

Napoleón se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta con paso resuelto, allí se detuvo y volvió la mirada:

-Antes de asumir mi nuevo mando necesito ocuparme de unos cuantos asuntos personales. Hace más de un año que no tengo ningún permiso. Agradecería un poco de tiempo para poner mis asuntos en orden, ciudadano.

-¿Cuánto tiempo?

Napoleón frunció los labios un momento.

-Un mes. Tal vez dos.

-Pues que sean dos. No más. Le diré a mi secretario que informe de ello al Comité.

-Muy bien. Gracias, ciudadano. -Napoleón inclinó la cabeza y salió del despacho, cerrando ruidosamente la puerta al salir.

Carnot hizo una mueca y masculló:

-¡El condenado! ¿Pero quién demonios se cree que es?

CAPÍTULO II

-He vendido el carruaje -dijo Napoleón mientras servía más vino en las copas de sus dos amigos. Se hallaban sentados en uno de los bares del Palacio Real. La calle se estaba llenando con los que iban en busca de su entretenimiento nocturno.

Marmont y Junot cruzaron una mirada, Junot tomó un buen trago de la copa y la dejó suavemente.

-¿Qué le dieron por él, señor?

-Tres mil francos.

Marmont frunció la boca.

-Es un buen precio.

Napoleón meneó la cabeza.

-Me pagaron en asignados.

-Ah... Entonces no es tan bueno.

-No -coincidió Napoleón-. Pero es inevitable. Necesito el dinero. No me han pagado ni un solo sueldo desde que dejamos Marsella y el propietario del hotel no va a esperar mucho más para cobrar el alquiler. Al menos tendremos un techo sobre la cabeza y vino en la copa durante unas cuantas semanas más. De modo que beban, pero no demasiado aprisa, ¿eh, Junot?

Los otros sonrieron, pero en el semblante de Junot se prolongó una expresión de culpabilidad mientras el hombre miraba fijamente los restos de su copa. Levantó la mirada.

-Señor, no está bien que usted tenga que pagar por nosotros. Mi familia tiene un poco de dinero. Podría pedirles.

-Ya basta, Junot. Ustedes son miembros de mi estado mayor. Son parte de mi familia militar. Lo justo es que sea yo quien pague por todos. ¿Qué clase de oficial al mando sería si no me ocupara de estas cosas?

-Uno más rico -terció Marmont con una sonrisa adormilada. Alargó la mano y dio unas palmaditas en el hombro a Napoleón-. Anímese. Ya saldrá algo. Hay una guerra en curso. Nos necesitan. Ya nos llegará el momento. Mientras tanto, esperemos que Carnot le deje unos días más de permiso.

-Sí, eso espero.

Napoleón se puso a pensar en que ya había pasado más de un mes desde que el ministro de Guerra le había concedido el permiso. Por suerte para él, la atención de Carnot se había visto desviada de los asuntos militares durante gran parte de ese tiempo. En la cámara de diputados se estaba debatiendo una nueva constitución y todas las facciones políticas luchaban por conseguir que el documento consagrara sus puntos de vista. Mientras Carnot se preocupaba por el debate, Napoleón había apelado a los funcionarios del Ministerio de Guerra para que le encontraran otro puesto de mando. Pero se acababa el tiempo. A menos que la situación militar cambiara, se vería obligado a abandonar París y unirse a la ingrata lucha contra los rebeldes en la Vendée. Y posiblemente sería muy pronto. Aquella misma mañana había recibido un mensaje del ministerio que lo convocaba a una reunión al día siguiente.

Napoleón alzó la copa y tomó otro sorbo del vino barato, luego contempló un momento la escena que tenía en derredor.

Ahora que los días del Gran Terror habían terminado, la capital había recuperado rápidamente gran parte de su colorido. Los ciudadanos ricos ya no se vestían mal para salir a la calle por miedo a que los señalaran como aristócratas. Los carruajes ostentosos habían reaparecido en las calles y las damas que podían permitírselo exhibían abiertamente sus atuendos de moda. En los teatros más baratos volvían a representarse comedias y entremeses que osaban burlarse de los miembros más tolerantes, o más ridículos, de la Asamblea Nacional, aunque los autores teatrales parisinos todavía se cuidaban muy mucho de pasar por alto a los que formaban parte del Comité para la Seguridad Pública. Daba la impresión de que cada día salía a la calle un nuevo periódico que adoptaba una línea cada vez más crítica con quienes dirigían la república. Todos los males sociales se dejaban a la puerta del gobierno: la inflación, la pérdida de las cosechas, el mercado negro, la aparente anarquía política y la mala gestión de la guerra. Algunos periódicos se atrevían incluso a abogar por la restauración de la monarquía y en las calles habían tenido lugar enfrentamientos aislados entre multitudes rivales de republicanos y monárquicos. Aunque las altas temperaturas del verano se habían disipado, en París reinaba una atmósfera acalorada y tensa, como la que precede al estallido de una tormenta, y a Napoleón, al igual que a todo el mundo, lo embargaba un mal presentimiento. Había motivos para ello. Apuró su copa y murmuró:

-Mañana al mediodía tengo que presentarme en el ministerio. Me lo han comunicado esta mañana.

-¿Por qué? -preguntó Junot.

-No lo sé, pero me temo que mi permiso está a punto de terminar súbitamente -Napoleón se encogió de hombros-. Así pues, lo mejor será que aproveche al máximo esta noche. Venga. Vámonos. He oído que en casa de madame Marcelle hay unas cuantas chicas nuevas.

El resplandor anaranjado de los faroles iluminaba el Palacio Real de un extremo a otro. El establecimiento de madame Marcelle se encontraba en la esquina más alejada y, mientras los tres oficiales se abrían paso entre aquella aglomeración vespertina de amigos, familias, enamorados, vendedores ambulantes y toda suerte de artistas callejeros, Napoleón se fijó en el gentío que se había congregado alrededor de un hombre que hablaba subido en un gran tonel de vino a las puertas de un café. Cuatro hombres armados con largos palos lo protegían de su audiencia. Al acercarse, Napoleón oyó las primeras palabras del orador, que sonaban estridentes comparadas con el tono alegre de la mayor parte de la multitud.

-¡Ciudadanos! ¡Corréis un grave peligro, vuestra auto-complacencia amenaza con mataros! ¿Acaso no sabéis que, mientras vosotros estáis aquí de pie, los agentes borbónicos conspiran para derrocar la revolución? Son ellos los que están detrás de la subida de los precios y la escasez de comida. Son ellos quienes intentan socavar la nueva constitución. Los que intentan robar la libertad que hemos tomado en nuestras manos. -El orador alzó los puños-. Todo aquello por lo que hemos luchado. Todo aquello por lo que murieron los aguerridos mártires de la Bastilla, nos lo arrebatarán todo, todo, y volveremos a ser como esclavos. ¿Es eso lo que queréis?

-¡No! -exclamó una voz resonante. Napoleón percibió el tono teatral de aquel grito y sonrió. Había un partidario infiltrado entre el gentío-. ¡No! ¡Nunca! -volvió a exclamar la voz, a la que se unieron otras.

El orador asintió con la cabeza y levantó la palma de la mano para silenciarlos antes de continuar.

-Sois buenos patriotas. Eso se nota enseguida. No como esa escoria borbónica que vendería su alma a las potencias extranjeras y a sus hordas de mercenarios. ¡Son unos traidores!

-¡Maldito embustero! -gritó una voz aguda-. Los monárquicos no son traidores. ¡Queremos liberar a Francia de la tiranía de los impíos!

Napoleón se detuvo, estiró el cuello y se puso de puntillas para intentar ver por encima de las cabezas de la multitud al que protestaba. Vio a un hombre alto y delgado subido a un frontón al otro lado del gentío. Al terminar de hablar, el hombre se había dado la vuelta y había señalado la columnata. Un grupo de individuos apareció al instante por entre las sombras de las altas columnas. Todos llevaban un pañuelo que les tapaba la cara y un garrote de madera.

Una mujer gritó, los demás se sumaron a ella y, todos a la vez, se alejaron de aquellos hombres que se precipitaban hacia ellos.

-¡Muerte a los asesinos del rey! -chilló la voz-. ¡Por Dios y la monarquía!

El hombre bajó del frontón de un salto y se unió a sus seguidores, que cargaron contra la aterrorizada multitud arremetiendo a garrotazos contra las víctimas sin consideración por su edad o sexo. De pronto, una apretada concentración de cuerpos se movió en tropel hacia Napoleón y lo empujó contra sus compañeros. Junot lo agarró con fuerza del brazo y lo sostuvo en tanto que Marmont avanzó con un rugido, blandiendo los puños y desafiando a cualquier miembro del aterrado gentío a que se acercara a ellos. Mientras el torrente de cuerpos pasaba en torno a ellos tres y la atmósfera se inundaba de gritos de miedo, dolor y rabia, Napoleón gruñó:

-¡Vamos! Les daremos una lección a esos monárquicos.

-¿Cómo dice? -Junot se volvió hacia él, sorprendido-. ¿Está loco? Acabarán con nosotros en un santiamén.

-Tiene razón -Marmont se acercó de nuevo a sus amigos-. Somos tres contra unos veinte o más. ¿Qué podemos hacer?

-Ahora mismo somos tres -admitió Napoleón, cuya voz traicionó su nerviosismo-. Pero cuando empecemos a defendernos, otros también lo harán. ¡Vamos!

Apartó bruscamente a Marmont y se abrió paso a empujones entre la gente que huía en tropel de sus atacantes. Entonces, por encima de las cabezas de los que estaban a la cola de la multitud, vio los garrotes alzados y los rostros tapados con pañuelos de los hombres que se abrían camino a golpes hacia el primer orador y sus guardias. Napoleón se detuvo, con los puños apretados y el pulso acelerado y, no por primera vez, dudó que lo que estaba haciendo fuera acertado. Entonces vio la figura tendida de un anciano, tumbado boca abajo mientras la sangre le salía a borbotones de la cabeza y manchaba los adoquines. A su lado había una muleta. Napoleón la agarró e instintivamente la sujetó como si fuera un mosquete, con el apoyo apretado contra el costado y la contera apuntando como si fuera la boca del cañón. Recobró la seguridad y avanzó de nuevo, esquivando a una mujer que estrechaba a un niño contra su pecho y cuya larga falda ondeaba en su huida. A una corta distancia por detrás de la mujer iba el primero de los monárquicos. Por encima del pañuelo que llevaba para ocultar sus rasgos, los ojos de aquel hombre, desmesuradamente abiertos de excitación, se abrieron más si cabe al volver la mirada y fijarla en Napoleón con sorpresa. El hombre dudó un instante antes de empezar a alzar el garrote y Napoleón se abalanzó contra él, arrojando todo el peso de su delgado cuerpo por detrás de la muleta y clavándole la base en el pecho al tiempo que exclamaba «¡cabrón!» con los dientes apretados.

El golpe arrojó hacia atrás al hombre, que soltó un resoplido y que al caer se golpeó la cabeza contra el suelo y perdió el conocimiento.

-¡Marmont! ¡Coja este garrote!

Ahora que dos de ellos iban armados, fueron a por el siguiente objetivo que se hallaba a una corta distancia en la incipiente penumbra. Napoleón le hizo un amago y cuando el hombre se movió para parar el golpe, Marmont arremetió y lo tumbó de un feroz garrotazo en la cabeza. Cuando Junot se agachó para coger el arma de aquel hombre, Napoleón volvió la cabeza y gritó por encima del hombro:

-¡Ciudadanos! ¡Oídme, ciudadanos! ¿Qué sois, cobardes o patriotas?

Unos cuantos rostros se volvieron a mirarlo y Napoleón aprovechó el momento y cargó hacia el centro del grupo de hombres que se abrían paso a la fuerza hacia el orador. Se llenó de aire los pulmones y gritó:

-¡Muerte a la tiranía!

Marmont y Junot salieron corriendo tras él, sumándose a sus gritos. Al cabo de un instante se encontraron entre los monárquicos, arremetiendo con sus garrotes. Puesto que eran soldados y estaban más acostumbrados a la locura de la batalla y a la necesidad de golpear con fuerza y rapidez, tenían cierta ventaja sobre aquellos matones ocasionales que se esperaban una multitud desarmada y no aquel feroz contraataque. Napoleón volvió a arremeter con la muleta y golpeó a uno de ellos en el hombro. El golpe no inutilizó a su adversario, que fue a asestarle un garrotazo en la cabeza, pero Napoleón echó la muleta hacia atrás, alzándola, e interceptó el garrote con un fuerte chasquido y un golpe que le sacudió las manos. De repente, Marmont clavó su bota en la entrepierna de aquel hombre con tanta fuerza que le hizo perder el equilibrio y cayó soltando un profundo quejido, rodó por el suelo y vomitó. Marmont le dijo a Napoleón entre dientes:

-¡Agárrela por el otro extremo, idiota! Utilícela como si fuera un garrote.

Mientras Napoleón daba la vuelta a la muleta, oyó que el orador gritaba a sus guardaespaldas:

-¡Ayudad a esos hombres! ¡Ayudadles!

Napoleón, Marmont y Junot se quedaron de espaldas unos a otros formando una especie de triángulo, amenazando con sus armas improvisadas a los hombres que los rodeaban, intentando mantenerlos a raya. Marmont gruñó:

-¡Vamos, venid, cabrones! Si es que tenéis agallas.

-¡Escoria girondina! -le contestó alguien.

-¿Girondino? ¡Girondino! -bramó Marmont-. ¡Soy jacobino, hijo de puta! ¡Y estás muerto!

Se arrojó contra ellos, tumbó a dos de los monárquicos y empezó a propinar golpes a diestro y siniestro, describiendo grandes arcos con el garrote y rompiendo huesos, aporreando músculos hasta convertirlos en débil gelatina y dejando a sus enemigos sin aliento con sus golpes.

Junot se fue acercando poco a poco a Napoleón.

-No tendrían que haberle llamado girondino. Casi siento lástima por ellos.

-No hay tiempo para eso -repuso Napoleón. Respiró hondo y se fue detrás de Marmont. El orador y sus guardaespaldas se sumaron a la pelea y cuando los monárquicos se vieron obligados a detenerse para defenderse la multitud dejó de huir. Algunos se acercaron lentamente a la contienda y empezaron a agregarse a la refriega, primero andando y luego corriendo hacia ella-. ¡Muerte a los tiranos! -gritó también, levantando más la voz. Otros se sumaron a su grito, envalentonados por su seguridad.

Napoleón echó una mirada atrás y se le levantó el ánimo.

-¡Ciudadanos! ¡Ayudadnos!

Hubo algunos que hicieron caso de su llamada y se lanzaron a la pelea, arrojándose contra los monárquicos. Pero los garrotes de estos últimos alcanzaron a unos cuantos y los golpearon brutalmente hasta abatirlos. Napoleón rodeó un cuerpo maltrecho, alzó la muleta y buscó otro oponente con la mirada. Sin embargo, bajo aquella oscuridad cada vez mayor, los civiles que lo rodeaban parecían todos iguales, hasta que vio un rostro medio oculto bajo un pañuelo y se apresuró a arremeter con la muleta contra la cabeza de aquel hombre. El golpe no llegó a caer. De pronto el anochecer estalló en un destello de luz cegadora y Napoleón retrocedió tambaleándose. Sacudió la cabeza para intentar que se disiparan los tenues fogonazos blancos que oscurecían su visión.

-¡Larguémonos de aquí! -gritó una voz-. ¡Monárquicos! ¡Conmigo!

Varias figuras se dieron la vuelta y echaron a correr, regresando a las oscuras sombras bajo la columnata. La gente los persiguió unos momentos y luego cejaron en su empeño, abucheando e insultando a su derrotado enemigo. Aun cuando era consciente de un dolor punzante en lo alto de la frente, Napoleón se sintió rebosante de euforia. Encontró a Marmont y le dio una fuerte palmada en la espalda a su amigo.

-Auguste Marmont, juro que es usted mitad humano, mitad animal salvaje.

-Esos cabrones se lo han buscado -masculló Marmont-. ¡Mira que llamarme girondino! -entonces vio la mancha oscura que le bajaba por la sien a Napoleón-. ¡Señor, está sangrando!

Napoleón sacó el pañuelo y se lo puso en la cabeza con una mueca de dolor. Bajó la mirada hacia la muleta que todavía llevaba en la mano y se dio la vuelta para buscar a su propietario. El anciano estaba sentado, atendiendo el corte que tenía en la cabeza.

-Le doy las gracias, ciudadano -Napoleón ayudó al hombre a levantarse y le devolvió la muleta.

El hombre movió la cabeza en señal de gratitud.

-¡Ojalá hubiera podido ayudarle, señor!

-Ya hizo su contribución -Napoleón sonrió y le dio unos golpecitos a la muleta-, que es más de lo que puede decirse de la mayoría de la gente aquí presente esta noche.

Junot salió de la oscuridad al lado de un hombre de rostro enjuto a quien Napoleón reconoció como el orador que se estaba dirigiendo al público antes de que disolvieran la reunión. Se acercó a los tres oficiales, les dirigió una mirada rápida y se volvió hacia Marmont.

-Debo darle las gracias, y a sus amigos también, señor.

Marmont pareció incómodo e hizo un gesto con la cabeza hacia Napoleón.

-No me lo agradezca a mí. Nuestro general de brigada nos llevó a la pelea. Yo me limité a seguirle.

El orador miró detenidamente a Napoleón por debajo de sus párpados caídos y Napoleón tuvo la sensación de que lo que vio no le impresionó.

-¿General de brigada? -se recuperó de la sorpresa y le tendió la mano-. Joseph Fouché a su servicio.

Napoleón le estrechó la mano y notó la piel fría de aquel hombre. Asintió con la cabeza.

-General de brigada Napoleón Bonaparte al suyo.

-Bueno, por lo visto debo darle las gracias por salvarme el pellejo. Aunque usted ha tenido que pagar su precio.

-Sólo es un rasguño -repuso Napoleón-. Nos alegramos de haberle ayudado. No permitiré que ningún monárquico eche a nuestra gente de las calles. No lo permitiré mientras viva.

-Entiendo -los labios de Fouché esbozaron una débil sonrisa-. Me gusta su temple. La república necesita más hombres como usted. Sobre todo ahora. París parece estar infestado de nidos de simpatizantes monárquicos. Ya es hora de que los hombres buenos reconozcan la creciente amenaza y le hagan frente. Antes de que sea demasiado tarde.

Napoleón se rió.

-Vamos, no eran más que una banda de matones. Eran chusma.

-¿Eso cree? Pues mire esto -Fouché se agachó junto a uno de los hombres que habían atacado a la multitud y que entonces yacía inconsciente sobre los adoquines. Fouché le retiró el pañuelo del rostro y le abrió rápidamente el gabán oscuro. Debajo de éste el hombre llevaba puesta una chaqueta de corte elegante y un chaleco. Fouché se levantó.

-¿Un matón corriente? Me parece que no. Es un aristócrata -Fouché le dio con el pie en la cabeza al hombre del suelo-. Es un aristócrata y un traidor. Y hay muchos como él ahí afuera, intrigando y conspirando para volver a colocar a los Borbones en el trono. Hágame caso, general Bona-parte, hemos de guardarnos las espaldas. La revolución no está tan a salvo como a nuestro gobierno le gustaría que creyéramos -sonrió-. Ahora debo marcharme. Tengo que dar otro discurso en la Place Vendóme. -Fouché pareció repentinamente cansado y preocupado-. Hay que convencer a la gente para que vote por la nueva constitución. Si no logra su apoyo entonces está todo perdido. En cualquier caso, espero que volvamos a encontrarnos, señor.

Napoleón asintió ligeramente con la cabeza, aunque la perspectiva no le entusiasmaba demasiado.

Mientras Fouché y sus guardaespaldas se alejaban hacia la Rue Saint Honoré, Napoleón echó un vistazo a la gente que había en el Palacio Real. Ahora que había terminado el alboroto la mayoría volvía poco a poco a sus anteriores entretenimientos. Sólo una pequeña parte de ellos había acudido en ayuda de Fouché. En cuanto al resto, Napoleón no sabía de qué lado estaba. Quizá Fouché tuviera razón, admitió Napoleón. Quizá la situación en París era más peligrosa de lo que había imaginado.

CAPÍTULO III

El ministro de Guerra señaló la silla que se había colocado frente a su mesa.

-Siéntese, general Bonaparte, por favor.

Napoleón obedeció y Carnot se inclinó hacia delante.

-Se ha hecho daño en la cabeza.

Por un momento Napoleón consideró relatarle los acontecimientos de la noche anterior y entonces cayó en la cuenta de que podría parecer impropio de un oficial superior verse involucrado en una pelea callejera. Se aclaró la garganta.

-Me dio un mareo, ciudadano. Tropecé y me caí por unas escaleras.

-Confío en que tenga la cabeza suficientemente clara.

-Sí, señor. Por supuesto.

-Mejor, porque el Comité para la Seguridad Pública me ha pedido que le haga unas cuantas preguntas -Carnot sonrió-. Por lo visto en Italia lo consideran algo así como un experto en asuntos militares.

A Napoleón se le agolparon las ideas en la cabeza. Era cierto que le habían pedido que preparara algunos planes para las campañas del Ejército de Italia y que había escrito algunos análisis de la capacidad bélica de Génova pero, ¿acaso podía considerársele un experto por ello? Si asumía ese papel demasiado pronto se arriesgaba a que lo creyeran un insolente. Por otro lado, ésta podría ser una oportunidad de mejorar sus perspectivas. Irguió la espalda y asintió modestamente con la cabeza al responder:

-Es cierto que poseo sólidos conocimientos del escenario italiano, ciudadano. Aunque llevo meses sin tener contacto con las operaciones.

-¿Entonces no está al tanto de los últimos informes del frente?

Napoleón se encogió de hombros.

-Leo los periódicos, ciudadano.

-Los periódicos no son precisamente informes del servicio de inteligencia -dijo Carnot con desdén-. Además, ni siquiera ellos conocen todavía la situación más reciente. Pero no tardarán en saberlo. Algún que otro idiota del Comité se lo soltará a uno de sus amigos y se extenderá por todo París en menos tiempo del que se tarda en pillar la gonorrea. -Car-not se inclinó hacia delante y miró a Napoleón a los ojos-. El general Kellermann y sus hombres han sufrido otra derrota. El Ejército de los Alpes se halla en plena retirada y no me sorprendería que Kellermann hubiera salido disparado y que a estas alturas se encontrara a medio camino de París.

Napoleón se irritó al oír hablar del héroe de Valmy en un tono tan desdeñoso e instintivamente salió en defensa de un compañero oficial.

-El general debe de tener sus motivos para replegarse, ciudadano.

-¡Oh! Estoy seguro de que sí -Carnot hizo un leve movimiento con la mano-, pero vamos a llamar a las cosas por su nombre, Bonaparte. No se trata de un repliegue, es una desbandada, simple y llanamente. Ese hombre ha sido derrotado. Lo que el Comité quiere saber es si vale la pena reanudar nuestros esfuerzos por arrebatarles Italia a los austríacos o si deberíamos conformarnos con defender la frontera. Usted conoce el terreno, conoce los puntos fuertes y débiles del enemigo y sabe lo que son capaces de conseguir nuestros hombres. Así pues, ¿qué medidas aconsejaría?

Napoleón se apresuró a poner en orden la información que tenía del frente italiano y preparó mentalmente su respuesta antes de hablar. Sólo hizo una breve pausa antes de empezar, y fue señalando los distintos puntos con los dedos.

-Necesitamos Italia. El erario de Francia está casi vacío. Podríamos obtener mucha riqueza con la captura de las provincias italianas de Austria. Quizás incluso podríamos conseguir dinero suficiente para costear la guerra. Además, los italianos no están precisamente ansiosos por permanecer bajo el yugo austríaco. Si Francia les promete libertad y reformas políticas podemos estar seguros de ganarnos a todo el mundo excepto a los aristócratas más afianzados. También podríamos aprovechar adecuadamente la enemistad que existe entre Génova, Lombardía, Venecia, Roma y Nápoles. Si hacemos que se peleen entre ellas podremos tomarlas una a una.

-No obstante, primero necesitamos derrotar a los austríacos.

-Sí, ciudadano. Creo que puede hacerse. Sus soldados son bastante fuertes, pero llevan mucho tiempo sirviendo en Italia. Muchos de ellos son mucho mayores que nuestros hombres. Lo único que necesitan nuestros soldados es al líder adecuado. Alguien que sea capaz de enardecer su patriotismo... -Napoleón hizo un momento de pausa para permitir que Carnot llegara a la conclusión inevitable de este argumento retórico. Luego tomó aire y prosiguió-: Un hombre con la reputación del general Kellermann es más que adecuado para la tarea.

-¡Qué parco en elogios! -comentó Carnot con una sonrisa-. Por un momento creí que iba a presentarse usted voluntario.

-No -protestó Napoleón, que intentó parecer sincero-. Yo no estoy preparado para asumir el mando de un ejército. Es una idea absurda.

-Ya lo sé. Por eso me alegro de que no lo sugiriera. Continúe, por favor.

-Sí. Bueno, dejando de lado la cuestión de la moral, los austríacos carecen de movilidad. Nunca avanzan sin unas largas columnas de abastecimiento. Si nuestros hombres pueden vivir de la tierra marcharán mucho más deprisa que los austríacos. Podríamos cortar sus comunicaciones a nuestro antojo, efectuar una guerra de maniobras -las ideas fluían de su mente a raudales y Napoleón se obligó a ir más despacio. Si quería que sus palabras surtieran algún efecto en los miembros del Comité no debía parecer un caballero en busca de aventuras. Debía exponer sus razones de manera equilibrada. Prosiguió.

-Éstos serían los argumentos para pasar a la ofensiva, ciudadano. Claro que habría que considerar las oportunidades y riesgos de la estrategia alternativa: limitarnos a defender nuestra frontera. Ello requeriría un gran contingente de hombres que estaría inmovilizado en una línea de defensa estática. Habría que proveerlos con regularidad, lo cual es una empresa cara. Además, el servicio de guarnición embotará su capacidad ofensiva. Luego está el asunto de dejar que los austríacos tomen la iniciativa. Si quisieran intentar una invasión a lo largo de nuestra costa sur podrían elegir el momento y el lugar para lanzar el ataque, y Francia se vería obligada a contraatacar en masa sólo para restablecer la frontera.

Carnot alzó la mano para hacer callar a Napoleón.

-Ya veo adónde nos lleva su análisis, Bonaparte. ¿Su consejo sería pasar a la ofensiva?

-Francamente, ciudadano, no veo otra alternativa provechosa. O el general Kellermann pasa ahora a la ofensiva, o Francia se verá obligada a llevar a cabo una contraofensiva más costosa posteriormente, con objetivos mucho más limitados -se reclinó en su asiento-. Yo digo que deberíamos hacer todo lo posible para eliminar a los austríacos de la guerra, al menos en el escenario italiano.

Carnot se lo quedó mirando y frunció levemente el ceño mientras consideraba las palabras de Napoleón.

-Sus puntos de vista son muy interesantes y me aseguraré de compartirlos con los demás miembros del Comité. Hay un último asunto que requiere cierta reflexión: quién sería la persona más adecuada para comandar el ejército, tanto si éste permanece a la defensiva o si se hace avanzar. El general Kellermann ya no es joven.