SANGRE JOVEN

 

 

 

SIMON SCARROW

 

Título original: Young Bloods

Diseño de la sobrecubierta: Enrique Iborra

Primera edición: abril de 2007

Primera edición en e-book: noviembre de 2017

© Simon Scarrow, 2006

© de la traducción: Montse Batista, 2007

© de la presente edición: Edhasa, 2017

Diputación, 262, 2º 1ª

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España

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ISBN: 978-84-350-4670-1

Para el tío John Cox, que inspira respeto y afecto a todos los que le conocen

Notas

1 La palabra tory (miembro del Partido Conservador Británico) coincide con la terminación de la palabra purgatory (purgatorio). (N. de la T.)

2 Hay edición española: Napoleón y Wellington, trad. de Fernando Miranda, Granada, Almed, 2003.

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SANGRE JOVEN

EPÍLOGO

El ruido que hacían los pies enfundados en botas, las patas de los animales y las ruedas de las cureñas al pasar por debajo de la ventana no consiguió distraer de su trabajo a Henry Arbuthnot. Se había acostumbrado de tal manera al tránsito que para él la ventana ya no era más que una fuente de iluminación. Arbuthnot había pasado los últimos cinco años trabajando en aquel amplio despacho del sótano de un edificio anónimo en Whitehall que había alquilado el Ministerio de la Gobernación. El alquiler, al igual que el resto de gastos de aquel departamento, se ocultaba al escrutinio del Parlamento. De hecho, muy pocas personas sabían que dicho departamento existía y la gente prestaba muy poca atención al edificio que un pequeño letrero pulcramente pintado definía como la Oriental Ware Trading Company. A Arbuthnot le gustaba aquel secretismo, pues el trabajo del departamento se realizaba mejor con la máxima discreción posible. Eran muy pocos los oficiales superiores del ejército y la armada que tenían conocimiento de las actividades del departamento, lo cual resultaba irónico, reflexionó Arbuthnot, dada la frecuencia con la que sus órdenes se determinaban como resultado de los informes que el departamento llevaba a cabo para el señor Pitt y su secretario de guerra.

Cada día, los subordinados de Arbuthnot pasaban por la criba periódicos extranjeros, despachos de las embajadas y mensajes cifrados de agentes desperdigados por todo el mundo conocido: una inmensa cantidad de detalles que tenían que escudriñarse en busca de cualquier dato valioso para los que preparaban la política británica, y para los que se encargaban de que el camino hacia dicha política quedara allanado mediante un discreto despliegue de sobornos, sabotajes, información errónea y, de vez en cuando, asesinatos.

Una pequeña parte del trabajo del departamento consistía en proporcionar análisis de las campañas militares de las fuerzas británicas, así como de las de los aliados y enemigos de los británicos, con el propósito de identificar maneras de mejorar la efectividad operativa. Incluso cuando ello significara tragarse el orgullo nacional y robar ideas de otros países. Los prejuicios de los políticos y oficiales superiores frecuentemente constituían un obstáculo insalvable para mejorar la actuación de los soldados que mandaban a la guerra. Por lo tanto, las victorias del departamento en este campo eran pequeñas y espaciadas, y Arbuthnot se había resignado a una filosofía gradual que consistía en ir presentando datos a sus superiores hasta que éstos comprendían el tema lo bastante bien como para reivindicar las ideas como propias. Por frustrante que pudiera ser, eso al menos aseguraba que se tomaran las decisiones correctas. Si bien era cierto que, más que ser oportunas, dichas decisiones solían llegar demasiado tarde. No obstante, el departamento tenía que trabajar en el mundo real, donde la racionalidad era prima segunda de la conveniencia política.

Parte del análisis del departamento sobre la actividad militar tenía como objetivo proporcionar información sobre los oficiales involucrados. También se realizaba para conocer las virtudes y defectos de los hombres que dirigían los ejércitos del momento, y de aquellos que los dirigirían en años venideros si sobrevivían a las vicisitudes de la guerra. Por consiguiente, en la sección de archivos de los sótanos del edificio se guardaban miles de expedientes organizados por nacionalidad y con índices cruzados por rango y especialidad. Con el comienzo de una nueva guerra en Europa, el departamento de Arbuthnot había abierto montones de nuevos expedientes a lo largo de los últimos meses, varios de los cuales se habían completado recientemente y se habían sometido a la aprobación de Arbuthnot antes de ser colocados en el archivo.

Arbuthnot llevaba toda la mañana trabajando con ellos y, justo cuando aquella cantidad de detalles y análisis se le empezaba a hacer pesada, había encontrado un expediente que le llamó la atención, quizá porque él personalmente había supervisado el estudio realizado sobre el desastre de Toulon. El nombre del oficial ya le era conocido de los básicos informes iniciales que habían mandado los agentes de Francia, y allí estaba de nuevo. El general de brigada Napoleón Buona Parte, o Bona-parte, como él mismo firmaba más recientemente. A juzgar por lo que Arbuthnot leyó, estaba claro que aquel joven rápidamente ascendido tenía mucho más talento para las artes militares que la inmensa mayoría de sus iguales. Si la guerra contra Francia continuaba varios años más, aquel hombre, Bonaparte, se vería sometido a una estrecha vigilancia, pues podía representar un reto considerable para las armas británicas. Arbuthnot terminó el informe y, después de pensarlo un momento, añadió un comentario diciendo que aquel expediente debía ser considerado prioritario. A partir de aquel momento, la carrera de Bonaparte sería seguida con atención por unos ojos muy alejados de su nuevo hogar en Francia.

Arbuthnot volvió a leer por encima los datos biográficos y estaba a punto de cerrar el expediente cuando su mirada se detuvo en un pequeño detalle. No era nada importante, pero aun así era una coincidencia. Alargó la mano para coger los expedientes que había leído antes y revisó los que tenían el código correspondiente a los oficiales británicos hasta que encontró el que buscaba: un expediente delgado que todavía tenía que llenarse a medida que el sujeto reuniera experiencia y consiguiera ascender.

-Coronel Arthur Wesley -murmuró Arbuthnot. Abrió el expediente y pasó la vista por las breves notas de la primera página. El coronel era uno de los pocos hombres que había salido del descalabro de Flandes con su reputación intacta. Dicho oficial poseía una buena hoja de servicio de combate, estaba claro que cuidaba de sus hombres y que contaba con toda su confianza. Arbuthnot llegó entonces a la sección que le había refrescado la memoria.

-Nacido en el mismo año -dijo entre dientes-. Educado como aristócrata de provincias, su padre tuvo una muerte prematura. Vaya, vaya... -Acercó los dos expedientes deslizándolos por la mesa. Bonaparte y Wesley. Dos jóvenes considerablemente prometedores. Los dos eran precisamente el tipo de hombres que sus naciones necesitaban tan desesperadamente en la colosal pugna que estaba por venir. Arbuth-not sonrió. Si la guerra se alargaba muchos años, lo más probable era que ambos estuvieran muertos antes de que ésta terminara. Pero en caso de que sobrevivieran, si prosperaban y ganaban el ascenso que tan claramente merecían, cabría la fascinante posibilidad de lo que podría ocurrir si algún día se enfrentaban en el campo de batalla.

Nota del autor

Al escribir sobre unos gigantes históricos como Napoleón Buona Parte y Arthur Wesley, el autor se encuentra con un marcado contraste entre el monolítico volumen de obras sobre el primero y la información un tanto más limitada sobre el segundo. Cuando empecé a trabajar en Sangre joven, me encontré una bibliografía sobre Napoleón que contenía más de 100.000 entradas. Los libros acerca de Wellington suponen una mínima parte de esta cifra, lo cual es comprensible dado que, al fin y al cabo, Napoleón fue emperador además de general y tuvo una carrera estelar gracias a la Revolución y a una enorme dosis de buena suerte. Fíjense, por ejemplo, en el insensato e increíblemente mal calculado intento de tomar la ciudadela de Ajaccio. Lo cierto es que se merecía que lo fusilaran por aquella aventura. Sin embargo, debido a la declaración de guerra a Austria y gracias a las primeras derrotas que alarmaron al gobierno revolucionario, Francia sencillamente no podía permitirse el lujo de desembarazarse de los prometedores oficiales salidos de la escuela de artillería mejor cualificada del mundo. Así pues, Napoleón salvó la vida, ¡y fue ascendido a capitán! Para aquellos que quieran una excelente perspectiva general de la carrera de este hombre extraordinario, está disponible la excelente biografía de J. M. Thompson, Napoleon Bonaparte.

Por contraste, Arthur Wesley nació en la más estable de las sociedades. Gran Bretaña había llegado a un acuerdo político un siglo antes y disfrutaba de una vida relativamente pacífica y próspera, en tanto que Francia, plagada de divisiones sociales, iba tambaleándose hacia la anarquía y el derramamiento de sangre de la Revolución. Al ser un hijo menor (y por lo tanto prescindible) en la clase social más privilegiada, a Arthur se le negaron los retos y oportunidades que con tanta rapidez pueden convertir a personas comunes y corrientes en hombres extraordinarios. Lo único que dio significado a su vida fueron las más de dos décadas de guerra contra Francia, período que se inició tras la ejecución del rey Luis XVI. Hasta entonces, no había muchas cosas que distinguieran a Arthur de cualquier otro joven disoluto de la aristocracia. La frustración y el hastío de aquellos años sin rumbo debieron de atormentarlo terriblemente. Lo peor de todo era que, como hijo menor, estaba destinado a no heredar el título de su familia, y por supuesto tampoco sus bienes. En tales condiciones, ¿cómo podía esperar conseguir la mano de Kitty Pakenham en un mundo donde el matrimonio era tanto un vehículo de mejora como una expresión de afecto? Arthur afrontaba un futuro carente de logros y de significado. Me inclino a pensar que lo que lo salvó del olvido fueron los acontecimientos en Francia, que iban a cambiar su vida y las vidas de todo el mundo en Europa. La oposición de Arthur a la Revolución francesa le proporcionó un propósito, y él lo reconoció enseguida. Y supo que aquel sería el trabajo de su vida, excluyendo todo lo demás. Por este motivo cometió aquel acto de destrucción terriblemente significativo: quemar su violín.

El mejor libro que puedo recomendar sobre Arthur Wesley es el de Elizabeth Longford, Wellington: The Years of the Sword, un relato amable a la vez que magníficamente escrito. Para una interesante comparación entre estos dos hombres, también recomiendo Napoleon and Wellington, de Andrew Roberts,2 que proporciona una visión interesante.

Estoy seguro de que muchos lectores tendrán ganas de leer más sobre este fascinante período y sobre los dos hombres cuyas carreras fueron forjadas por la Revolución francesa. La mejor visión general del período revolucionario con la que me he encontrado, y un libro que recomendaría encarecidamente por su accesibilidad y profundidad, es el magistral The French Revolution, de J. M. Thompson. Resulta difícil seguir la pista a las distintas corrientes de los tumultuosos años de finales del siglo XVIII, y aun así Thompson nos brinda una relación absolutamente comprensible de lugares, acontecimientos y personajes.

Aunque Sangre joven es una narración ficticia de los primeros años en las vidas de Napoleón Bonaparte y Arthur Wesley, no he escatimado esfuerzos para presentar dicho período, sus personajes y acontecimientos con todo el rigor posible. No obstante, es casi imposible incluir todos los detalles de la investigación en las páginas de este tomo sin escribir un libro realmente enorme. He tenido que suprimir algunas cosas y cambiar la cronología de unos cuantos acontecimientos por el bien de la narración. En realidad, Napoleón realizó muchas más visitas a Córcega en los años próximos a la Revolución y he tenido que refundirlos en mi relato.

De la misma manera, por el bien de la narración y para dar más peso a las personalidades de mis héroes, he inventado ciertas escenas. El hecho de que los dos jóvenes estuvieran en Francia al mismo tiempo me intrigó. ¿Qué habrían pensado el uno del otro si sus caminos se hubiesen cruzado? La perspectiva era demasiado tentadora, y demasiado verosímil, para resistirse a ella. El primer encuentro de Napoleón con Robespierre también es imaginario y, dado el fervor político de la vida parisina en aquella época, igualmente posible. Acepto, por supuesto, que los puristas puedan estar en desacuerdo con mis decisiones, pero para los novelistas históricos lo primordial es narrar una historia.

Con la revolución firmemente asentada, Francia se ha convertido en una República. Se halla rodeada de naciones hostiles y está a punto de desatarse una gran guerra de ideologías sobre los pueblos de Europa. Para Napoleón y para Arthur ha empezado la primera etapa de un conflicto que cambiará el mundo para siempre.

SIMON SCARROW

Septiembre de 2005

CAPÍTULO I

Irlanda, 1769

Tras dirigir una última mirada a la habitación poco iluminada, la partera se retiró y cerró la puerta al salir. Se volvió hacia la figura del otro extremo del pasillo. «¡Pobre hombre!», pensó, en tanto que, de forma inconsciente, secaba sus fuertes manos en los pliegues del delantal. No había una manera fácil de comunicarle la mala noticia. El pequeño no sobreviviría a aquella noche. A ella, que había traído al mundo a más bebés de los que podía recordar, le resultaba evidente. La criatura había nacido al menos un mes antes de tiempo, y apenas tenía una chispa de vida cuando por fin la señora lo había sacado de su vientre con un penetrante grito de dolor, poco después de medianoche. El resultado había sido una cosita pálida que no dejaba de temblar, ni siquiera después de que la comadrona la hubiera limpiado, le hubiera cortado el cordón umbilical y se la hubiera entregado a su madre envuelta en los limpios pliegues de una manta de bebé. La señora había estrechado al niño contra su pecho, inmensamente aliviada de que el largo parto hubiera terminado.

Así fue como la había dejado en la habitación. Quizá tuviera unas cuantas horas de consuelo antes de que la naturaleza siguiera su curso y convirtiera el milagro del nacimiento en una tragedia.

Con un susurro de la falda al rozar con los tablones del suelo, se dirigió afanosamente hacia el hombre que esperaba, inclinó rápidamente la cabeza y le informó de la situación.

-Lo siento, milord.

-¿Que lo siente? -Dirigió la vista más allá de la partera, hacia la distante puerta-. ¿Qué ha ocurrido? ¿Anne está bien?

-Ella está bien, señor, está bien.

-¿Y el bebé? ¿Ha llegado ya?

La comadrona asintió con la cabeza.

-Es un niño, milord.

Garrett Wesley sonrió con alivio y orgullo por un instante, antes de recordar las primeras palabras de la partera.

-¿Entonces qué ocurre?

-La señora está bien, pero el niño está delicado. Usted disculpe, señor, pero no creo que sobreviva a esta noche. Incluso si lo hace, será cuestión de días antes de que se reúna con su Creador. Lo siento mucho, milord.

Garrett meneó la cabeza.

-¿Cómo puede estar segura?

La partera tomó aire para contener su enojo ante semejante afrenta a su criterio profesional.

-Conozco los indicios, señor. No respira como es debido y tiene la piel fría y húmeda al tacto. El chiquitín no tiene fuerzas suficientes para vivir.

-Algo habrá que podamos hacer por él. Hagamos venir a un médico.

La partera meneó la cabeza en señal de negación.

-No hay ninguno en el pueblo, ni tampoco en los alrededores.

Garrett se la quedó mirando mientras discurría febrilmente. En Dublín podría encontrar la atención médica que necesitaba para su hijo. Si se ponían en marcha enseguida, podrían llegar a su casa de Merrion Street antes de anochecer y solicitar los servicios de un médico inmediatamente. Garrett asintió para sí. La decisión estaba tomada. Agarró a la partera del brazo.

-Vaya abajo, a los establos. Dígale a mi cochero que enjaece los caballos y que se prepare para ponerse en camino lo antes posible.

-¿Van a marcharse? -Lo miró con unos ojos desmesuradamente abiertos-. No puede ser, señor. La señora todavía está muy débil y necesita descansar.

-Puede descansar en el coche, de camino a Dublín.

-¿Dublín? Pero, milord, eso está... -La comadrona frunció el ceño mientras intentaba imaginarse una distancia mayor de la que ella había recorrido en toda su vida-. Es un viaje demasiado largo para su esposa, señor. No está en condiciones. Tiene que descansar, tiene que hacerlo.

-Ella estará bien. Es el niño el que me preocupa. Necesita un médico; usted ya no puede hacer nada más por él. Ahora vaya a decirle a mi cochero que prepare el carruaje.

La mujer no dijo nada; se limitó a encogerse de hombros. Si el joven lord quería poner en peligro la vida de su esposa por un bebé enclenque que sin duda iba a morir, la decisión era suya. Y tendría que vivir con las consecuencias.

La partera hizo una reverencia, salió corriendo hacia las escaleras y descendió por ellas pisando fuerte con sus botas. Garrett lanzó una última mirada de desprecio en dirección a la mujer, antes de darse la vuelta y apresurarse pasillo abajo hacia la habitación que ocupaba su esposa. Se detuvo un instante frente a la puerta, preocupado por la salud de su mujer en el dificultoso viaje que iban a emprender. En aquel momento, se preguntaba si estaba haciendo lo más adecuado. Quizá la comadrona tuviera razón después de todo, y el niño muriera mucho antes de que pudieran encontrar a un médico lo bastante cualificado como para salvarle. En tal caso, Anne habría sufrido en vano la incomodidad del traqueteo del coche por el camino lleno de surcos que conducía a Dublín. Y lo que era aún peor, el viaje también podía poner en peligro su propia salud. Una muerte segura si se quedaban allí. Dos posibles muertes si se marchaban a Dublín. Una certeza contra una posibilidad. Visto así, Garrett decidió que debían correr el riesgo. Movió la manija de hierro para abrir la puerta y entró en la habitación.

El mejor aposento del mesón era una reducida estancia de húmedas paredes de yeso con un arcón, un aseo y una cama grande, por encima de la cual había colgada una sencilla cruz. A un lado de la cama, había una mesa sobre la que descansaba un candelabro de peltre. La llama de las tres velas medio derretidas tembló levemente con el aire que se originó al abrirse la puerta. Anne se movió bajo los pliegues de las mantas y abrió los ojos con un parpadeo.

-Amor mío -murmuró-, tenemos un hijo, mira.

Ayudándose con el brazo que tenía libre, se incorporó apoyándose en el cabezal y con un gesto señaló el pequeño bulto que sostenía con el otro brazo.

-Ya lo sé. -Garrett se obligó a devolverle la sonrisa-. Acaba de decírmelo la comadrona.

Se acercó a la cama, se arrodilló junto a su esposa y le tomó la mano entre las suyas.

-¿Adónde ha ido?

-A avisar para que nos preparen el coche.

-¿Para que lo preparen? -Anne parpadeó y miró hacia los postigos, pero no se colaba ni un atisbo de luz por los bordes-. Aún es de noche. Además, estoy cansada, mi amor. Muy cansada. Tengo que descansar. Seguro que podemos quedarnos un día aquí, ¿no?

-No. El niño necesita un médico.

-¿Un médico? -Anne parecía confusa. Le soltó las manos a su esposo y con mucho cuidado retiró un pliegue del suave lino que envolvía al bebé. Bajo el cálido resplandor de las velas, Garrett vio el rostro hinchado del bebé, que tenía los ojos cerrados y los labios inmóviles. El rítmico movimiento de las aletas de la nariz era el único indicio de vida. Anne acarició la frente arrugada del niño con el dedo-. ¿Por qué un médico?

-Está débil y necesita atención adecuada lo antes posible. El único sitio donde podemos conseguirla con seguridad es en Dublín.

Anne torció el gesto.

-Pero eso está como mínimo a un día de viaje.

-Precisamente por eso he dado órdenes de que preparen el coche. Debemos marcharnos enseguida.

-Pero, Garrett.

-¡Calla! -Le puso un dedo en los labios con suavidad-. No debes esforzarte. Descansa, querida. No malgastes tus fuerzas.

Se puso de pie. Al otro lado de los postigos se oía el trajín que había abajo, en la cochera; uno de los mozos de cuadra soltó una maldición y las puertas chirriaron sobre las oxidadas bisagras. Garrett hizo un gesto con la cabeza hacia la ventana.

-Debo irme. Hará falta mano dura si queremos ponernos en camino a tiempo.

Abajo, en el patio adoquinado de la posada, había dos faroles encendidos colgados de unos soportes en el exterior de la cochera. Habían puesto una cuña en las puertas para que no se cerraran y, en el interior, unas figuras borrosas estaban poniendo los arreos a los caballos.

-¡Dense prisa! -les gritó Garrett mientras cruzaba el patio-. Tenemos que ponernos en marcha enseguida.

-Pero si todavía es de noche, mi señor. -Un hombre salió de las dependencias de los sirvientes poniéndose el abrigo, y Garrett desechó la protesta de su cochero con un seco gesto de la mano.

-Nos iremos en cuanto mi esposa se haya vestido y esté lista para viajar, O'Shea. Encárguese de que bajen nuestro equipaje. Y ahora saque a esos caballos ahí afuera y engánchelos al coche.

-Sí, milord. Como desee. -El cochero inclinó la cabeza y entró en el establo a grandes zancadas-. ¡Vamos, muchachos! ¡Daos prisa, haraganes!

Garrett alzó la mirada hacia la ventana de la habitación de su esposa, y se sintió culpable por no estar a su lado, pero reconoció que estaba en buenas manos. Volvió a mirar hacia el establo y frunció el ceño.

-¡Vamos, hombre! ¡Empiecen de una vez!

CAPÍTULO II

El carruaje salió ruidosamente del patio una hora antes del alba. Las calzaduras de hierro de las ruedas traquetearon bruscamente al dar la vuelta hacia la calle toscamente adoquinada y rompieron el silencio de la noche. Los dos faroles del carruaje alumbraron momentáneamente la oscura masa de casas apiñadas a ambos lados. El interior del coche se hallaba iluminado por una única lámpara sujeta al mamparo de detrás del cochero. En el asiento, Garrett rodeaba a su esposa con el brazo y miró la quieta forma de su hijo, que ella sostenía en su regazo. La comadrona tenía razón. El chiquillo tenía un aspecto débil y laxo. Anne miró a su marido, interpretando acertadamente su expresión preocupada.

-La partera me lo explicó todo antes de salir. Sé que hay pocas posibilidades de que sobreviva. Debemos confiar en el Señor.

-Sí -asintió Garrett.

El carruaje abandonó el pueblo y el traqueteo de los adoquines dio paso al más suave rumor del camino de posta sin pavimentar que atravesaba la campiña en dirección a Dublín. Garrett echó atrás una de las cortinillas de la portezuela del carruaje y bajó la ventanilla.

-¡O'Shea!

-¿Milord?

-¿Por qué no vamos más rápido?

-Está oscuro, mi señor. Apenas distingo el camino por delante. Si vamos más deprisa podemos salirnos de la calzada y volcar el carruaje. Ya no falta mucho para que amanezca, señor. Avanzaremos más rápido en cuanto haya un poco de luz.

-Muy bien. -Garrett arrugó el entrecejo, cerró la ventanilla y se dejó caer nuevamente en el asiento acolchado. Su esposa le cogió la mano y le dio un ligero apretón.

-O'Shea es un buen hombre, querido. Sabe que debe apresurarse.

-Sí. -Garrett se volvió hacia ella-. ¿Y tú? ¿Qué tal estás?

-Bastante bien. Nunca me había sentido tan cansada.

Garrett se la quedó mirando con los labios apretados.

-Debí dejarte en la posada para que descansaras.

-¿Cómo dices? ¿Y hubieras llevado a nuestro hijo a Dublín tú solo?

Él se encogió de hombros y Anne se rio.

-Querido, por mucho que piense que eres un magnífico esposo, hay ciertas cosas que sólo una madre puede hacer. Tengo que estar con el niño.

-¿Ha tomado el pecho?

Anne asintió con la cabeza.

-Poco antes de salir de la posada ha estado tanteando. Pero no ha comido suficiente. No creo que tenga fuerzas. -Llevó el dedo meñique a los labios del bebé y los estimuló suavemente, tratando de provocar una reacción. Pero el pequeño arrugó la nariz y volvió la cara-. Parece que no tiene muchos deseos de vivir.

-Pobre muchacho -dijo Garrett en voz baja-. Pobre Henry. -Notó que su esposa se ponía tensa cuando dijo su nombre-. ¿Qué ocurre?

-No lo llames así. -Ella se volvió hacia la ventana.

-Pero, si es el nombre que acordamos ponerle.

-Sí. Pero puede que no. viva. Había reservado el nombre para un hijo que fuera fuerte. Si muere, entonces no podré utilizar ese nombre para otro. No podría.

-Comprendo. -Garrett le apretó suavemente el hombro-. Pero un niño cristiano no puede morir sin nombre.

-No. -Anne bajó la vista hacia el diminuto rostro. Se sentía impotente; sabía que tal vez faltaran escasas horas para el momento en que el bebé expirara, puesto que apenas respiraba en éste. El dolor sería enormemente desproporcionado con respecto a la duración de la vida del pequeño. El hecho de darle un nombre a esa criaturita enferma sólo serviría para empeorar las cosas, motivo por el que Anne rehuía su obligación.

-Anne... -Garrett seguía mirándola-. Necesita un nombre.

-Más adelante. Ya habrá tiempo para eso más adelante.

-¿Y si no lo hay?

-Debemos confiar en Dios para que lo haya.

Garrett meneó la cabeza. Eso era típico de ella. Anne detestaba que la vida le planteara dificultades. Garrett respiró hondo.

-Quiero que tenga un nombre. No tiene por qué ser Henry, si no quieres -accedió-. Pero debemos acordar uno ahora, mientras aún viva.

A Anne se le crispó el rostro y volvió a mirar por la ventana. Pero lo único que podía ver eran las trepidantes imágenes de ella misma, su esposo y el niño que, reflejadas, le devolvían la mirada.

-Anne...

-Está bien -dijo con irritación-. Si te empeñas. Pongámosle un nombre. Por el bien que pueda hacerle. ¿Cómo le llamamos?

Garrett se quedó mirando al niño un momento, maravillándose de la intensidad de sus sentimientos hacia el bebé y temiendo al mismo tiempo el veredicto de la partera. Que Anne lo hubiera llevado en su vientre tantos meses; que hubiera notado sus primeras sacudidas; que hubiera sabido que llevaba una vida en su interior. Cuando le había dicho a Garrett la horrible quietud que sentía en el vientre, habían salido a toda prisa hacia Dublín cegados por el pánico, pero Anne se había puesto de parto por el camino. El niño había nacido vivo y Garrett se sintió henchido de alivio, pero la sensación se había esfumado cuando la comadrona le explicó con delicadeza que el bebé era demasiado débil para sobrevivir. Intentó contener el dolor que le inundaba el corazón.

-¿Garrett? -Anne alzó el rostro para mirarle a los ojos-. ¡Oh, Garrett! Lo siento muchísimo. No te estoy ayudando demasiado, ¿verdad?

-Yo... Estaré bien. Dentro de un momento.

Se enderezó, estrechó más a su esposa y, a pesar del traqueteo del carruaje, notó la tensión de su cuerpo. Fuera, la primera luz trémula, pálida y gris del amanecer manchaba el borde de las montañas del este. El cochero hizo restallar la fusta en el aire por encima de las cabezas de los caballos, que acrecentaron el paso.

Anne se obligó a concentrarse. Hacía falta un nombre. enseguida.

-Arthur.

Garrett sonrió y miró a su hijo.

-Arthur -repitió-. Como el rey. El pequeño Arthur. -Acarició la sedosa frente del niño-. Bonito nombre. Algún día será tan valiente y aguerrido como su homónimo.

-Sí -repuso Anne con voz queda-. Justo lo que yo iba a

decir.

***

Un amanecer gris y con llovizna despuntó por la campiña irlandesa; el camino lleno de surcos no tardó en quedar embarrado y el fango succionaba las ruedas del vehículo, que avanzaba salpicándolo todo. Al mediodía, hicieron una breve parada en una pequeña ciudad para que los caballos descansaran. Anne se quedó en el coche con el niño e intentó volver a darle el pecho. Igual que antes, Arthur abrió los labios buscando el pezón que le ofrecían pero, tras dar unas pocas chupadas convulsas, apartó el rostro, atragantándose y babeando, y ya no quiso más.

Cuando la luz del día se desvanecía y, una vez más, la oscuridad volvía a ceñirse en torno al carruaje, el camino de posta serpenteó rodeando una ladera y, allí delante, Garrett distinguió el lejano titileo de las luces de las ventanas: la capital estaba ya a la vista. O'Shea tuvo que aminorar la marcha una vez más y se puso en pie para ver el camino, de modo que no fue hasta dos horas después de anochecer cuando el carruaje entró en la ciudad y recorrió las calles ruidosamente hacia la casa de Merrion Street.

Garrett ayudó a bajar a su mujer y al niño y los acompañó al interior, donde dio órdenes de que encendieran un fuego en el salón enseguida; también pidió que prepararan un poco de comida caliente para él y su esposa. Luego mandó a unos sirvientes a buscar a un ama de cría y al doctor Kilkenny, el médico más reputado de la ciudad.

Hicieron pasar al médico al salón justo cuando Anne y Garrett estaban terminando el caldo. Garrett se puso en pie de un salto y saludó al doctor estrechándole su mano enguantada.

-Gracias por venir tan pronto.

-Sí, bueno, me han dicho que era urgente. -Al doctor le olía el aliento a vino-. ¿Dónde está mi paciente, Wesley? ¿Es esta joven señora?

-No. -Anne hizo un gesto hacia la cuna, que se hallaba al calor del fuego-. Se trata de nuestro hijo, Arthur. Nació anoche. La matrona dijo que estaba mal en cuanto lo vio. Aseguró que podíamos esperarnos lo peor.

-¡Ah! -El médico meneó la cabeza-. ¡Estas comadronas! ¡Qué sabrá de medicina una mujer! ¡Y encima una mujer irlandesa! No habría que permitir que se pronunciaran sobre asuntos médicos. Sus atribuciones consisten puramente en atender partos. Bueno, ¿qué le pasa al niño?

-No quiere tomar el pecho, doctor.

-¿Cómo? ¿Nada en absoluto?

-Sólo ha dado unas cuantas chupadas. Luego se atraganta y no quiere más.

-¡Hum! -El doctor Kilkenny dejó su maletín junto a la cuna, se quitó el abrigo y se lo entregó a Garrett antes de inclinarse sobre el bebé y retirarle los pañales con cuidado. Arrugó la nariz ante aquel olor que le era tan familiar-. Al menos no le pasa nada en los intestinos.

-Lo cambiaré.

-Un momento, espere a que lo haya examinado.

Anne y Garrett observaron preocupados y en silencio al médico que, inclinado sobre su hijo, examinaba minuciosamente su diminuto cuerpo bajo el tembloroso resplandor de las velas de la araña. En la cuna se oyó un débil llanto cuando el doctor presionó suavemente el estómago del pequeño y Anne se sobresaltó, alarmada. El doctor Kilkenny miró por encima del hombro.

-Tranquila, querida señora; eso es perfectamente normal.

Garrett le tomó las manos a su esposa y se las sostuvo con firmeza hasta que el médico terminó su examen y se enderezó.

Garrett lo miró.

-¿Y bien?

-Puede que viva.

-Puede que viva. -susurró Anne-. Creí que usted podría ayudarnos.

-Mi querida señora, un médico sólo puede hacer ciertas cosas para ayudar a sus pacientes. Su hijo está débil. He visto a muchos como él. Algunos se pierden muy deprisa. Otros aguantan días, incluso semanas, antes de sucumbir. Incluso algunos sobreviven.

-Pero, ¿qué podemos hacer por él?

-Mantenerlo caliente. Intentar amamantarlo tan a menudo como pueda. También debe hacerle fricciones con un ungüento que le dejaré. Una vez por la mañana y otra por la noche. Es un estimulante. Podría suponer perfectamente la diferencia entre la vida y la muerte. Puede ser que el niño llore cuando se lo aplique, pero usted olvide las lágrimas y siga con el tratamiento. ¿Entendido?

-Sí.

-Y ahora, tráiganme el abrigo, por favor. Les mandaré la factura por la mañana. Les deseo buenas noches.

En cuanto el doctor se hubo marchado, Garrett se dejó caer en una silla cerca de la cuna y se quedó mirando al bebé con impotencia. Arthur abrió los ojos un momento, pero el resto de su cuerpo parecía igual de flojo y exánime que antes. Garrett lo observó durante un rato y luego se frotó los ojos: estaba agotado.

-Deberías irte a la cama -le dijo Anne con voz suave-. Tienes que descansar. Debes ser fuerte en los próximos días. Voy a necesitar tu apoyo. Y él también.

-Se llama Arthur.

-Sí. Ya lo sé. Ahora vete a la cama. Yo me quedaré aquí con él.

-De acuerdo.

Cuando Garrett abandonó la estancia, su esposa miró al

bebé y le acarició la frente con aire cansino.

***

Al día siguiente, Anne siguió intentando amamantar al niño, pero éste no tomaba casi nada de su leche y parecía consumirse ante los ojos de sus padres. Al principio, el pequeño berreaba cuando le aplicaba el ungüento; pero Anne descubrió que, al cabo de unos momentos, una vez untado con aquella pomada que olía débilmente a alcohol, el niño buscaba rápidamente el consuelo de su pecho.

Anne y Garrett mantuvieron en secreto el nacimiento, puesto que no querían recibir interminables visitas de amigos y parientes preocupados. Ni siquiera hicieron llegar la noticia a su casa en Dangan para que sus otros hijos conocieran la existencia de un nuevo hermano.

Al cuarto día del nacimiento del pequeño, una Anne excitada irrumpió en el estudio de su marido para decirle que, por fin, Arthur mamaba como era debido. Y como continuó mamando, lentamente fue ganando peso y color y empezó a moverse y retorcerse tal como tienen que hacer los bebés. Hasta que al fin quedó claro que iba a vivir. Sólo entonces, el primer día de mayo, más de tres semanas después de su venida al mundo, los padres anunciaron el nacimiento de Arthur Wesley, tercer hijo del conde de Mornington, en los periódicos de Dublín.

CAPÍTULO III

Córcega, 1769

El archidiácono Luciano acababa de empezar la consagración cuando Letizia rompió aguas. Ella estaba de pie bajo el haz de luz que un sol brillante proyectaba a través de la alta ventana arqueada, situada detrás del altar de la catedral de Ajaccio. Era un caluroso día de agosto, y la luz traía con ella un calor abrasador que le provocaba una sensación de sofoco y picazón bajo los pliegues de su mejor ropa, la que llevaba únicamente para ir a misa. Letizia notó las gotas de sudor que le corrían por debajo de los brazos, lo bastante frías para hacer que se estremeciera. Y como en respuesta a todo ello, el bebé que llevaba en la enorme hinchazón de su vientre había empezado a dar patadas.

Letizia sonrió. ¡Qué distinto era de su primer hijo! Giu-seppe había permanecido tan quieto en su útero que había temido tener otro bebé muerto. Sin embargo, ahora era un niño perfectamente sano. Dócil como un corderito. No como el que llevaba en sus entrañas, que en aquel preciso momento parecía estar forcejeando para saltar sobre el mundo. Tal vez se debiera a la naturaleza de su concepción y a la vida que Carlos y ella se habían visto obligados a llevar durante su embarazo. Habían pasado más de un año combatiendo a los franceses: largos meses de caminatas por las escarpadas montañas y los valles ocultos de Córcega, mientras preparaban emboscadas contra las patrullas francesas, o atacaban uno de sus puestos de avanzada y mataban a la guarnición, para luego huir hacia el interior antes de que llegara la indefectible columna de infantería con la intención de darles caza. Meses de esconderse en cuevas en compañía del tosco grupo de campesinos que Carlos comandaba. Patriotas, cazados como si fueran animales.

El niño había sido concebido en una de esas cuevas, recordó ella. Fue en una glacial noche de invierno, poco antes de Navidad, cuando ella y Carlos yacían en una cama de ramas de pino, tapados con unas mantas sucias y raídas. En torno a ellos, sus seguidores habían continuado durmiendo, o lo habían fingido, mientras el jefe y su joven esposa se movían sin hacer ruido bajo las mantas. Ella no había sentido ninguna vergüenza. No cuando el día siguiente podía traer consigo la muerte para uno de los dos, o para ambos, dejando huérfano a Giu-seppe en casa de sus abuelos.

Habían luchado contra los invasores durante todo el invierno hasta las primeras floraciones de la primavera, y durante todo ese tiempo Letizia sintió que la vida crecía en su interior. Con los primeros éxitos de la rebelión, Carlos y los demás patriotas habían estado tan seguros de la victoria que el general Paoli abandonó su guerrilla de incesantes escaramuzas y condujo a sus fuerzas a la batalla en Ponte Nuovo, donde habían sufrido una derrota aplastante a manos de las ordenadas filas y las descargas masivas de los soldados profesionales. Murieron centenares de hombres; su pasión por la independencia corsa era inútil contra las balas de plomo de los mosquetes que atravesaban sus filas como una exhalación. Un derroche de hombres magníficos, pensó Letizia. Paoli había desperdiciado sus vidas para nada. Después de Ponte Nuovo, los patriotas supervivientes se vieron obligados a retirarse a las montañas, y allí permanecieron hasta que Paoli huyó de la isla y los triunfantes franceses concedieron la amnistía a los hombres abandonados por su general.

Para entonces, Letizia ya estaba de siete meses y Carlos, que temía por su salud y no estaba dispuesto a seguir viviendo como un salvaje, había aceptado la oferta del enemigo. En cuestión de una semana, habían regresado a su casa en Ajaccio. La lucha había terminado. Córcega, que había sido propiedad de Génova durante mucho tiempo, había probado fugazmente la independencia y ahora estaba en poder de Francia. Así pues, el hijo que llevaba en sus entrañas nacería siendo francés.

Sin previo aviso, Letizia notó una explosión de fluidos entre los muslos, dio un grito ahogado de sorpresa y se tapó la boca con la mano en un instante de confusión y temor.

Carlos se volvió hacia ella rápidamente.

-¿Letizia?

Ella le devolvió la mirada, con los ojos muy abiertos.

-Tengo que marcharme.

Los rostros más cercanos se volvieron hacia ellos con expresiones reprobatorias. Carlos intentó no hacerles caso.

-¿Marcharte?

-El bebé -susurró ella-. Ya viene. Ahora.

Carlos asintió, le pasó el brazo por sus delgados hombros y, tras dirigir una rápida inclinación de cabeza hacia la enorme cruz dorada del altar, condujo a su mujer por el pasillo hasta la entrada de la catedral. Letizia apretó los dientes y se encaminó hacia las puertas anadeando ligeramente. Bajo la deslumbrante luz del sol del exterior, Carlos llamó a voces a los porteadores de una silla de manos que había cerca de allí. Al principio no reaccionaron, pero en cuanto vieron que la mujer sufría se pusieron en movimiento. Carlos la ayudó a meterse dentro y en tono cortante dio las indicaciones necesarias para llegar a su casa. Los porteadores alzaron la litera del suelo y se pusieron en marcha. Carlos fue trotando a su lado, dirigiendo miradas de preocupación a su esposa, que iba en el estrecho asiento apretando los dientes y agarrándose con fuerza a los marcos de las ventanillas. Los porteadores resoplaban bajo su carga, y su respiración no tardó en volverse jadeante mientras sus pasos resonaban en las casas blanqueadas que abarrotaban las estrechas calles de Ajaccio.

Carlos oyó un fuerte grito, se acercó más y miró aterrorizado el rostro crispado de su esposa.

-Letizia -dijo con un jadeo, y se obligó a sonreír mientras ella lo miraba de reojo-. Ya falta poco, mi amor.

Letizia bajó la cabeza y soltó un quejido:

-¡Ya viene!

-¡Más deprisa! -les gritó Carlos a los porteadores-. ¡Más deprisa, por el amor de Dios!

La silla de manos dobló una esquina dando bandazos y allí, delante de ellos, estaba la casa: un edificio grande y sencillo de tres pisos.

-¡Allí! -señaló Carlos-. ¡Ésa de ahí!

Los porteadores dejaron la litera en el suelo pesadamente, lo cual hizo que su pasajera gritara una vez más, y Carlos los maldijo mientras abría la endeble portezuela de un tirón y sacaba a su esposa de allí. Arrojó unas cuantas monedas a los porteadores, hurgó en el bolsillo del chaleco para sacar la llave, que metió en la cerradura de hierro con un traqueteo, y empujó la puerta.

Dentro de la casa, la atmósfera era fresca y olía a humedad. Letizia respiraba con dificultad, con rápidos e intensos jadeos, y recorrió desesperadamente con la mirada el oscuro interior.

-Esa silla. -Hizo un gesto con la cabeza hacia una baja y gastada butaca que había en un rincón-. Ayúdame a tumbarme.

En cuanto se recostó en el brazo del sillón, Letizia alargó las manos para cogerse los bajos de la falda. Entonces se detuvo, miró a su esposo, cuya expresión estaba colmada de miedo y preocupación, y supo que él no podría hacer frente a lo que se avecinaba. Su marido sólo había presenciado uno de sus partos, el de un bebé que nació muerto, y al mirar aquel pálido e inerte bulto de carne ensangrentada lo había consumido una incontrolable angustia. Iba a tener que hacerlo sin él. Lo haría sin ayuda de nadie. La casa estaba vacía; todo el mundo había ido a misa.

-¡Vete! -Letizia señaló la puerta con un gesto-. Ve a buscar al doctor Franzetti.

Tras una mínima vacilación, Carlos se dio la vuelta y se dirigió a la puerta. La cerró tras de sí, y Letizia oyó el ruido de sus botas resonando calle abajo para ir a buscar ayuda. Carlos se desvaneció completamente de su pensamiento cuando los músculos del estómago se le volvieron duros como el hierro, aferrándola en un crisol de dolor. Soltó aire entre dientes, luego abrió la boca en un grito silencioso y el dolor pareció durar una eternidad, hasta que por fin fue disminuyendo de intensidad. Su respiración se entrecortaba, y sintió una terrible presión en la ingle. Sus manos tiraron de la orilla de su falda y frunció los pliegues por encima de la piel suave y estirada de su vientre.

Letizia soltó un grito al sentir otra contracción; cuando ésta llegó al punto culminante, la mujer tensó los músculos del estómago y, con un esfuerzo sobrehumano, obligó al bebé a salir de su vientre. Por un momento no ocurrió nada, sólo una oleada tras otra de dolor y, con una última reserva de fuerzas, la mujer empujó de nuevo.

La tensión desapareció con un rumor resbaladizo, y Letizia se sintió vacía. Se sintió inmediatamente inundada por la euforia cuando alargó las manos entre los muslos y cerró los dedos suavemente en torno al pegajoso cuerpo del bebé que estaba allí tendido. La criatura se estremeció al tocarla y, con lágrimas de alivio y alegría en los ojos, Letizia se llevó al bebé contra su pecho, arrastrando el cordón umbilical, de un color gris pálido.

Era un niño.

El bebé abrió un poco la boca y una pompa de baba fue creciendo en sus labios hasta reventar. Unos dedos diminutos se movían y se cerraban en pequeños puños, mientras Letizia desataba apresuradamente las tiras que sujetaban el canesú de su vestido y cortaba con los dientes el cordón umbilical. Sus pechos hinchados eran mucho más grandes de lo habitual y, cogiendo su carne pálida con la mano ahuecada, le ofreció el pezón al niño. El bebé frunció los labios, empezó a hacer ruidos de succión y luego cerró la boca en torno al pezón. Leti-zia sonrió.

-Eres un chico muy listo.

Cuando Carlos y el doctor Franzetti entraron a toda prisa en la estancia poco después, Letizia los miró con una sonrisa.

-El bebé está bien. Mira, Carlos, un niño perfectamente sano.

Su esposo asintió con la cabeza y el doctor se acercó enseguida y dejó su maletín junto al sillón. Examinó rápidamente al bebé y asintió con satisfacción antes de darse la vuelta hacia su maletín, de cuyo interior sacó una pinza de acero con la que sujetó el cordón umbilical del pequeño cerca del estómago; a continuación, cogió unas tijeras y recortó el resistente tejido fibroso del cordón. Cuando terminó, el doctor Franzetti se puso de pie y se quedó mirando al pequeño, a su padre y a su madre. Carlos sonreía radiante de orgullo a su nuevo hijo mientras sujetaba a su esposa por los hombros. El bebé, aunque se había saciado de leche materna, no paraba de moverse en brazos de Letizia.

-Está lleno de vida -comentó el doctor Franzetti con una sonrisa que se fue desvaneciendo cuando recordó los dos bebés que Letizia había tenido anteriormente y que no habían sobrevivido-. Es un niño fuerte y sano. Todo tendría que ir bien y no debería haber problemas. Me marcho.

Carlos retiró el brazo con el que sujetaba a su esposa y se levantó.

-¡Gracias, doctor!

-¡Bah! Si no he hecho casi nada. Fue Letizia aquí presente la que hizo todo el trabajo duro. Tiene una esposa muy valiente, Carlos.

Carlos la miró y sonrió.

-Lo sé.

El doctor Franzetti cogió su maletín y se dirigió hacia la puerta. Al llegar al umbral se detuvo, se dio la vuelta y miró a la mujer y a su hijo en la butaca.

-¿Ya tienen pensado un nombre?

-Sí. -Letizia levantó la vista-. Va a llamarse como mi tío.

-¿Ah sí?

-Naboleone.

El doctor Franzetti se puso la gorra y se despidió con un

gesto.

-Pasaré dentro de unos días a ver qué tal está el niño. Me despido de ustedes hasta entonces, Carlos, Letizia -bajó la mirada hacia aquel movido bebé y se rio-. Y de usted también, por supuesto, joven Naboleone Buona Parte.

CAPÍTULO IV

En los años que siguieron, Carlos Buona Parte no podía creer su buena fortuna. No sólo habían confirmado su amnistía en la Corte Real de París, sino que además había conseguido un puesto de ayudante en los tribunales de Ajaccio con un salario de 900 libras. El sueldo no era ni por asomo una fortuna, pero le permitía alimentar y vestir a su familia y mantener la gran casa que había heredado en el centro de la ciudad. Con otro hijo en camino, Carlos necesitaba el dinero. El nuevo gobernador de Córcega, el conde de Marbeuf, le había tomado afecto a aquel encantador joven abogado, y ahora actuaba como protector de Carlos utilizándolo en su misión de consolidar las relaciones entre Francia y su recién adquirida provincia. Además de conseguirle un puesto en los tribunales, Marbeuf también había prometido apoyar la petición que Carlos había presentado a la corona francesa para que reconociera su derecho al título nobiliario que ostentaba su padre. En aquellos momentos, había muchas peticiones como aquélla, pues la aristocracia corsa intentaba que sus tradiciones se incluyeran en el sistema francés. De momento, la respuesta a su solicitud se estaba retrasando, y cada vez que Carlos sacaba el tema con Marbeuf, el anciano le daba unas suaves palmaditas en la mano y sonreía fríamente mientras le aseguraba a su joven protegido que se ocuparían de ella a su debido tiempo.

Carlos se preguntaba el porqué de aquel retraso. Hacía apenas unos días habían aprobado la petición del abogado Emilio Bagnioli, a pesar de que ésta se había presentado al menos seis meses después de la de Carlos. Cierta tarde, volvió a su casa acongojado y subió las escaleras hasta el primer piso. El tío de Letizia, el archidiácono de Ajaccio, vivía en la planta baja. En aquel entonces rara vez salía de casa, pues afirmaba estar demasiado enfermo para hacerlo. No obstante, su familia ya sabía que la verdadera razón era que no se atrevía a separarse del arcón lleno de dinero que tenía escondido en su habitación. Carlos no tenía tiempo para aquel hombre adusto, y se limitó a saludarlo con la cabeza al pasar por delante de aquel hombre, que estaba apoyado en la jamba de la puerta. Carlos subió a toda prisa hasta el primer piso por las escaleras que crujían bajo sus pies, entró en las dependencias de su familia y cerró rápidamente la puerta tras él. Desde la cocina, al fondo del pasillo, oyó el ruido que armaban sus hijos, sentados para cenar, junto con el traqueteo de los platos y cubiertos que hacía Letizia al poner la mesa.

Letizia lo miró con una sonrisa afectuosa que se desvaneció en cuanto vio la expresión agotada de su esposo.