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José Ramón Cossío Díaz es doctor en derecho por la Universidad Complutense de Madrid. Actualmente es ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y miembro de El Colegio Nacional. Su formación profesional se ha dividido entre la docencia, la investigación y el servicio púbico. Considerado un especialista en derecho constitucional, ha recibido los premios José Pagés Llergo (2017), Nacional Malinalli (2011) y Nacional de Investigación (1998). Es doctor honoris causa por la Universidad Autónoma de Nuevo León, por la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca y por la Universidad de Colima. De su autoría el FCE ha publicado La justicia prometida. El Poder Judicial de la Federación de 1900 a 1910 (2014), Derecho y análisis económico (1997) y, en coordinación con Jesús Silva-Herzog Márquez, Lecturas de la Constitución. El constitucionalismo mexicano frente a la Constitución de 1917 (2017), entre otras.

SECCIÓN DE OBRAS DE POLÍTICA Y DERECHO


EL SISTEMA DE JUSTICIA

JOSÉ RAMÓN COSSÍO DÍAZ

El sistema de justicia

TRAYECTORIAS Y DESCOLOCACIONES

Fondo de Cultura Económica

Primera edición, 2018
Primera edición en libro electrónico, 2018

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contraportada

ÍNDICE

Presentación de la Serie Constitución 1917

Introducción

Bibliografía

Dedico este libro a mi querido y constante maestro,
Héctor Fix-Zamudio,
con la gratitud y la admiración de ya tantos años

Es necesario saber que la contienda
es universal y la discordia justicia,
y todo se genera por discordia y necesidad.
HERÁCLITO

PRESENTACIÓN DE LA SERIE CONSTITUCIÓN 1917

A las dos de la tarde del miércoles 31 de enero de 1917 comenzó la ceremonia de firma de la Constitución acabada de aprobar. A las cuatro de la tarde los diputados constituyentes protestaron cumplirla y hacerla cumplir. Inmediatamente después, llegó don Venustiano Carranza, quien dio un breve discurso, seguido de otro de don Hilario Medina, un poco más extenso y emotivo. Enseguida, don Luis Manuel Rojas declaró clausurado el periodo único de sesiones del Congreso Constituyente. Los diputados, Carranza y otros altos funcionarios civiles y militares se dirigieron al banquete organizado por los propios constituyentes. Cinco días después, Carranza emitió el decreto promulgatorio de la nueva Constitución en su carácter de Primer Jefe del Ejército Constitucionalista, encargado del Poder Ejecutivo de los Estados Unidos Mexicanos. Conforme al artículo primero transitorio, el texto constitucional entró en vigor el 1º de mayo. A partir de entonces, la Constitución reformada, adicionada y mutada, se ha venido aplicando de manera regular entre nosotros, determinando, en parte, algunas de nuestras principales prácticas políticas, económicas y sociales.

Hoy, a 100 años de estos acontecimientos, la Constitución ordena una parte de nuestro actuar individual y colectivo, y determina, en demasía, la producción formal de las normas que componen nuestro orden jurídico. Lo primero acontece porque la Carta Magna, y con ella el resto del orden jurídico nacional, tienen una eficacia media en la dirección de las conductas. Basta observar la realidad cotidiana. El modo en el que individuos de diversos estratos socioeconómicos, empresas, autoridades, organizaciones y otros colectivos y personas que se quieran identificar e incluir en el listado, actúan conforme a derecho, es escaso. No rigen sus conductas conforme a lo previsto por las normas. La segunda distinción es, paradójicamente, existente a pesar de lo dicho antes. En el espacio en el que las personas han decidido observar lo dispuesto por el derecho, la conducta sí suele realizarse de conformidad con lo que éste prevé. En ese campo, los mecanismos de producción y control de la regularidad jurídica suelen acatarse de maneras más bien consistentes. Ello provoca que la Constitución en vigor tenga una situación doble: la de ser desconocida en una parte de la dinámica social nacional y ser reconocida en otra. Estas dimensiones no provienen de sí misma, sea por su origen, evolución o contenidos. Provienen de ser el Texto Fundamental una parte, así sea suprema, de un orden jurídico por el que no se acaba de ordenar todo aquello que él mismo postula, mediante sus normas, como ordenable.

Condiciones de eficacia aparte, la Constitución aprobada el 31 de enero de 1917 y la actual es y no es la misma. Lo es si la entendemos a partir de sus funciones en el orden jurídico, o la autorreferencia en los procesos de reforma o adición a sus preceptos originarios. Desde esos dos valores estrictamente normativos, podemos aceptar que la Constitución de entonces y la de ahora son la misma. Desde un punto de vista histórico-político, también tendríamos que aceptar tal continuidad. En los últimos 100 años no se ha producido un movimiento de tal magnitud que haya quebrado la línea de continuidad política que generó y mantiene al texto originario. Levantamientos ha habido; desconocimientos parciales también; momentos de duda legitimista pueden agregarse. Sin embargo, ninguno de ellos pretendió o ha estado en posibilidad de sustituir el texto del 17 por otro distinto. En los planos apuntados, la Carta Magna sigue siendo la misma. Cosa distinta es su texto, su entendimiento general y la función de sus preceptos. Vayamos por partes.

La más evidente diferencia entre el texto actual y el originario es la gran cantidad de nuevos preceptos, provenientes de sucesivas e incrementales reformas y adiciones. Numéricamente, la Constitución no ha cambiado. Siguen existiendo únicamente 136 artículos, sólo que cada uno de ellos ha incrementado sus contenidos propios: apartados, párrafos, fracciones o incisos son hoy considerablemente más numerosos que en enero de 1917. Lo que se dice en cada uno de ellos es más complejo y detallado. En ocasiones, de una pasmosa especificidad. Tenemos un texto recargado de pequeñas reglas y soluciones ad hoc, complementado con una larga y novedosa utilización de los artículos transitorios como formas de expresión de elementos que, con cierta ortodoxia, bien pudieran haber quedado reservados a la legislación secundaria. Una doble columna de comparación entre el texto original y el actual mostraría lo que aquí sostengo.

Al ser tantas las reformas y adiciones acabadas de referir, existe la posibilidad de agruparlas, inclusive por ciclos. Lo relevante está en identificar el criterio de clasificación de éstos. ¿Lo reformado proviene de una condición material común, es decir, partiendo de lo incorporado? O, por el contrario, ¿es mejor agrupar por tiempos o personajes? Dadas las condiciones temporales y personales prevalecientes en el país por razones de nuestro sistema caudillista-presidencial, la mayor parte de los cambios se han agrupado en razón del titular del Ejecutivo federal, con lo cual queda fácilmente incorporada la dimensión temporal-sexenal de su mandato. Al seguir este criterio, resulta posible entender que algo hicieron los generales Obregón o Cárdenas con el texto constitucional, distinto de lo que con éste quisieron hacer De la Madrid o Zedillo. Las narrativas que resultan de ese criterio son interesantes, en tanto son fácilmente incluibles en una narración mayor, normalmente más importante o, al menos, más valorada y más fácilmente entendible: el derecho, Constitución incluida, no es sino parte de un fenómeno de poder más amplio, ordenado en torno a una figura individual, delimitada y excluyente.

El problema con esta forma de entendimiento es que el derecho, nuevamente en lo general, y la Constitución en particular, pierden todo tipo de especificidad. Dejan de ser un fenómeno que si bien nadie pretende que sea autónomo respecto de otros fenómenos sociales, incluidos los políticos, sí tiene un modo propio de crearse y ordenarse, además de generar sus propios entendimientos y consecuencias, más allá de lo querido o pensado por sus autores originarios o participantes históricos concretos. Al entenderse los ciclos constitucionales fuera de la personificación corriente, surge de nuevo la pregunta: ¿qué determina un ciclo? La respuesta es la materialidad de los cambios producidos. Con el tiempo, y más allá del funcionario concreto, hay una serie de ajustes que pueden suponerse con la facilidad que da el conocimiento ex post, que tienen o el mismo origen o la misma finalidad. No es éste el lugar para dar cuenta de todos y cada uno de los ciclos, pero sí podemos identificar tres para considerar no sólo lo que cambió entre 1917 y 2017, asunto que por lo demás puede hacerse mediante un sencillo cuadro comparativo, sino, además, identificar algunos de los elementos genéticos que, así sea por vía ejemplificativa, puedan denotar algo de lo que pasó en estos años.

Un primer ciclo por considerar es el político-electoral. Hasta antes de la reforma electoral de 1977, poco se había dado en la materia. Los derechos y las obligaciones electorales permanecieron prácticamente iguales, los medios de elección fueron los mismos, la organización electoral estaba en manos de las autoridades e imperó la autocalificación. Luego de esa fecha, todo ha sido un constante modificar cada uno de esos aspectos. Los derechos se han ampliado, los partidos tienen un estatus competente y central, las elecciones son organizadas entre autoridades y partidos, y los tribunales califican no sólo la validez de aquéllas, sino mucho de lo que acontece en el devenir electoral. Estamos ante un ciclo que, si bien no ha sido breve ni estrictamente continuado, sí se ha mantenido para ir ajustándolo y ampliando en torno a lo que pudiera considerarse un diseño o, al menos, una concepción originaria.

Otro ciclo que puede ejemplificar lo que aquí quiero demostrar es el que, con cierta amplitud, llamaré federal. Teniendo como antecedente lejano la famosa reforma promovida por el presidente Cárdenas para darle facultades al Congreso de la Unión a fin de distribuir las competencias educativas entre la Federación, las entidades federativas y los municipios, no fue mucho más lo que se hizo para ajustar la ordenación inicial de las competencias entre esos tres órdenes de gobierno. Sin embargo, de comienzos de los años setenta para acá, ha habido un constante ejercicio de centralización de funciones en las autoridades federales y de asignación en las municipales. Ello ha servido para ir dejando a los estados con ámbitos de acción crecientemente menores en tanto y, como se sabe, su condición de competencia es residual. Analizadas las reformas con visión de conjunto y cierta liberalidad, lo que ha sucedido es que las competencias organizadoras de la Federación se han incrementado, sea esto por medio de coordinaciones o de concurrencias. Para muestra, véase la actual fracción XXIX del artículo 73 constitucional, relativo a las facultades del Congreso de la Unión para comprender las maneras en que este órgano ordena o interviene en cuestiones tan variadas como el deporte, los asentamientos humanos, la ecología o el crimen organizado, por ejemplo.

El tercer ciclo es el relativo a los derechos humanos. No se trata sólo del cambio de denominación que se ha dado desde las llamadas garantías individuales y lo que implica en términos culturales y, por lo mismo, jurídicos sino también todo aquello que materialmente existe en la actualidad. El ciclo comenzó con algunas adiciones en el ámbito de los llamados derechos sociales a principios de la década de los setenta. Las mismas no fueron consideradas relevantes jurídicamente, pero sí simbólicamente, debido a que a todas ellas se les asignó el estatus de normas programáticas. Con el pasar de los años se fueron adicionando otros contenidos tanto de carácter liberal como social, es decir, aquellos que, respectivamente, exigen meras limitaciones al actuar público o la satisfacción mediante el otorgamiento de prestaciones materiales. Al incorporarse a la Constitución en junio de 2011 el nuevo artículo 1°, las cosas han tomado un carácter completamente distinto. Este precepto no sólo dispone la protección de derechos, sino que amplía la materia a los contenidos en la Constitución y a cualquiera de los tratados internacionales celebrados por el Estado mexicano, además de generar, por decirlo así, las instrucciones de uso para que todas las autoridades nacionales los garanticen y preserven.

En cualquiera de los tres ciclos mencionados, así como en cualquier otro del que podamos echar mano, es importante observar que la mera participación individual de los presidentes de la República o de ciertas legislaturas, no termina por explicar lo que tenemos enfrente. Ello es así porque un presidente en lo individual no es capaz de generar y concluir un ciclo. En el mejor de los casos, su papel se reduce a ser su iniciador o su continuador. Vistas así las cosas, la comprensión y explicación de lo que hoy es la Constitución no puede reducirse al ámbito anecdótico de señalar lo que tal o cual titular del Ejecutivo hubiera hecho, sino a agrupar las modificaciones para darle sentido a su incidencia y a sus efectos jurídicos.

Del texto del 17 al actual, ¿qué ha cambiado y qué ha permanecido en la Constitución? Ya sin entrar en las génesis particulares, podemos decir que prácticamente todo. Los derechos humanos, como vimos, obedecen a otra concepción y tienen muy diversos y ampliados contenidos; la manera de regular la economía por parte del Estado, tanto por actividades como por posibilidades, es muy distinta de la que se concibió por los constituyentes; el sistema de suspensión de derechos es más rígido y acotado; las condiciones de nacionalidad son diversas; los derechos político-electorales han cambiado; el territorio nacional se compone ahora de partes no enunciadas o de plano diferentes de las previstas en el texto originario; la composición de las Cámaras de Diputados y de Senadores, sus competencias y el modo de elegir a sus integrantes son muy diferentes; las atribuciones del presidente de la República, los modos de sustituir sus faltas y sus relaciones con su administración han cambiado; la composición de los órganos jurisdiccionales, las condiciones de sus miembros y sus competencias son también diversas; el modo de regular las responsabilidades, las causas de ello, los procedimientos y las sanciones se han ido ajustando con el tiempo; los municipios son hoy órdenes jurídicos más complejos y autónomos; el estatus actual de la Ciudad de México difiere considerablemente del que se previó para el Distrito Federal; las competencias estatales no son las mismas de antaño y el patrimonio público cuenta con garantías novedosas para protegerlo.

Los cambios en el texto son tales, que si hoy la leyeran Múgica, Palavichini, Jara, Macías o Carranza, difícilmente pensarían que es el resultado de lo que ellos y otros crearon hace 100 años. Pero no sólo por lo que el texto dispone, sino también por lo que como conjunto significa actualmente. Si nos preguntamos qué significaba la Constitución en 1917 y qué significa ahora, obtendremos respuestas muy distintas. Antes, y durante buena parte del siglo XX, era entendida como el conjunto de las reglas mediante las cuales se ordenaba el ejercicio del poder público, tanto en su modo de funcionamiento como en sus relaciones con los particulares. Salvo los casos de las entonces garantías individuales y su relación con el juicio de amparo, la Constitución difícilmente se conceptualizaba como norma jurídica y menos aún se le asignaba una jerarquía superior respecto de la totalidad del orden jurídico. Hoy en día, por el contrario, y como parte de un esfuerzo reflexivo iniciado apenas en la década de los años noventa, el entendimiento constitucional se ha invertido: se concibe más como la norma o conjunto de normas ordenadoras de la totalidad del orden jurídico dada su posición de suprema jerarquía, entre lo que se encuentra la ordenación de los poderes públicos, sus relaciones con los particulares y sus competencias y modos de actuar. La Constitución, entonces, no es nueva sólo por sus novedosos contenidos normativos, sino también porque cada uno de éstos en lo particular y todos en lo general, pueden cumplir funciones diversas a las que entonces había o, incluso, a las que pudieron imaginar tan insignes personajes.

Lo que verían los constituyentes o el Primer Jefe al enfrentarse con la Constitución actual sería, en su mayoría, la gran cantidad de órganos jurídicos que estarían concurriendo a su aplicación y a la determinación de sus sentidos posibles. Hacia 1917, el principal productor de normas constitucionales era, desde luego, el órgano complejo previsto en el artículo 135 para reformarlo o adicionarlo. Hoy en día sigue siendo el mismo, más allá de las modificaciones marginales que ha sufrido. Hasta aquí nadie se vería sorprendido. La gran diferencia es que actualmente la Suprema Corte tiene una importancia capital en la fijación del sentido de los preceptos constitucionales, al igual que la tienen el resto de los órganos que ejercen la función jurisdiccional en el país. En unos casos y por su pertenencia al Poder Judicial de la Federación, pueden determinar sentidos más o menos acabados y permanentes respecto de ámbitos normativos particulares (materias y territorios, primordialmente); en otros, es decir, en todos los casos en que esos órganos no pertenezcan a ese Poder federal, podrán definir sentidos constitucionales con menos generalidad y permanencia, pero aun así podrán hacerlo. La suma de estas posibilidades diferenciadas ha producido lo que suele denominarse mutaciones constitucionales. Esto es, cambios en el sentido normativo extraíble de un enunciado jurídico que no ha variado. Así, ahí donde antes tal o cual expresión o enunciado significaban tal o cual cosa, hoy pueden querer decir algo diverso. Más allá de los tribunales de cualquier jerarquía y tipo, existen otros muchos órganos que, así sea limitada y provisionalmente, están en posibilidad de darles sentido a los preceptos constitucionales. Pienso destacadamente en los llamados órganos constitucionales autónomos y en entidades parecidas a ellos. Al momento de actuar y hasta en tanto sus decisiones no sean controvertidas y revocadas por los órganos jurisdiccionales, lo que aquéllos determinen respecto del sentido de los preceptos de la Constitución puede tener un valor también determinante. Apreciar el modo en que la Constitución se crea y recrea por parte de ciertos órganos es algo que está pasando. Por lo mismo, hay que dar cuenta también de ello para comprender lo que es y puede ser la Constitución.

Entre 1917 y 2017 han pasado otras cosas con la Carta Magna: desde 1917 hasta prácticamente la década de los noventa, el orden jurídico nacional era pensado y operado bajo la concepción de los compartimentos estancos. El derecho civil, el mercantil o el penal, por ejemplo, tenían su propia delimitación, exclusiva o excluyente con respecto a todas las demás. Un civilista bien podía mantenerse ajeno al resto de las llamadas “ramas de derecho”. Lo interesante de este proceder era que el derecho constitucional era considerado o bien una disciplina académica, o una cuestión que tenía que ver con el gobierno o un tema que incidía sólo en los juicios de amparo por vía de las garantías individuales. La misma insularidad del derecho mercantil o del laboral se daba en el constitucional. Sin embargo, al concebirse la Constitución como norma jurídica general, ésta comenzó a permear, por decirlo así, al resto de las ramas del derecho, no sólo como un modo de fijar una jerarquía sobre ellas, sino de manera más determinante, como un modo de definir concretamente los contenidos materiales de sus normas. Para ponerlo en claro, hoy en día quien haga, como se dice, derecho administrativo o familiar, tendrá necesariamente que considerar lo que la Constitución dispone para su materia, a riesgo de encontrar que las normas que pretende crear puedan declararse inválidas.

Otro efecto de la Constitución en la actualidad está relacionado con una amplia y disputada determinación de los sentidos posibles. No es que tal cuestión no estuviera en germen desde el texto originario, sino que por las crecientes condiciones de pluralidad y su relación con la multicitada normatividad, hoy una variedad de actores compiten entre sí para lograr que los operadores jurídicos (judiciales y no judiciales) formalicen el sentido constitucional que acoja su pretensión. De este modo, existe una mayor disputa por los textos de la que había en 1917, siempre en el segmento de quienes sí adoptan al derecho como manera de ordenar sus conductas o se ven forzados por otros a hacerlo ahí donde lo hubieren desconocido. Insisto: lo que estamos viendo no es algo nuevo en sustancia, si se quiere llamarlo así, pero sí en cantidad y diversidad, lo cual, desde luego, termina por imponer un cambio de magnitud que afecta a la totalidad del sistema.

Este sentido de pluralidad interpretativa se ha hecho posible gracias a la existencia de un texto canónico y de la manera más o menos definida de entenderlo. Con independencia de lo que cada actor sostenga que dice el texto, siempre se refiere a un cuerpo compuesto de 136 artículos vigentes en un determinado momento, de una variedad de artículos transitorios y de una serie de interpretaciones válidas sostenidas por diversos y autorizados órganos. En procesos específicos de distinta índole, varias personas (políticos, burócratas, empresarios, padres de familia, procesados y un larguísimo etc.) disputarán entre sí el sentido de los preceptos con distintos enfoques a fin de tratar de demostrar que su causa está debidamente recogida en la Constitución y excluye a las restantes. Lo importante es ver que ese segmento de la población que busca resolver sus temas y problemas mediante el derecho considerará a la Constitución como un elemento central de sus estrategias, procederes y argumentaciones, lo cual no pasaba ni de lejos en 1917.

Me detengo en un elemento más para ir cerrando lo que ya es un largo recuento. Al momento en que la Constitución de 1917 se publicó, la idea jurídico-política dominante con respecto a este texto es que con él y con las interpretaciones realizadas por las autoridades nacionales se cerraba el orden jurídico mexicano. Dejando de lado la expedición punitiva que acababa de retirarse, los mal llamados Tratados de Bucareli u otros ejercicios intervencionistas semejantes, lo cierto es que, de un modo formal, lo establecido en la Constitución de 1917 cerraba nuestro orden jurídico. Hoy en día, y en gran parte debido a la idea de aceptar la jurisdicción de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (así como de otros mecanismos con funciones semejantes), nuestra Constitución no corona más, por decirlo así, a nuestro orden jurídico. Al menos en esta materia, lo que diga la Corte Interamericana tiene la posibilidad de sobreponerse a lo decidido por los órganos nacionales, la Suprema Corte incluida. La Convención Americana, a veces y para ciertos y pocos casos, puede determinar lo que la Constitución debiera decir.

Si ponemos en conjunto las piezas que por separado he relatado, es posible concluir que la Constitución de ahora y la de entonces no son la misma. No lo son normativamente hablando, debido a la variedad de preceptos existentes ahora, a su complejidad y sofisticación. No lo son interpretativamente hablando, pues hoy existen muchas y más competidas interpretaciones. No lo son operativamente consideradas, en tanto son más las cosas que hoy se hacen con la Constitución, tanto como determinante de contenidos supraconstitucionales, como criterio de regularidad de las normas creadas. No lo son en cuanto a su posición de cierre del sistema, al menos y destacadamente para los derechos humanos. No lo son, finalmente, en cuanto a las condiciones simbólicas que el texto de hoy tiene para el fenómeno social, con respecto a las que tenía en 1917.

Sin entrar a discutir las peculiaridades del concepto que voy a utilizar, supongo que el conjunto de cambios puede considerarse una evolución. Al menos, por estar en sintonía con lo que en el mundo moderno se identifica con el constitucionalismo. Siendo así, surge entonces una pregunta importante: ¿cómo se debe dar cuenta de la Constitución en la actualidad? Es decir, ¿cuál es el mejor modo de explicar, a 100 años de su aprobación, el texto que nos rige? Como en todo ejercicio académico, la respuesta depende mucho de lo que quiera mostrarse. Si, por poner un par de posibilidades, lo único que se desea es registrar cambios, pues a ello debería dedicarse el ejercicio a realizar; si lo que se quiere es definir lo que la Suprema Corte ha hecho en diversos momentos con los preceptos constitucionales, pues a eso debiera ponerse atención. En dado caso, es el contexto lo que ha definido en mucho lo que aquí se pretende hacer y, por lo mismo, el modo de hacerlo. El Fondo de Cultura Económica quiere celebrar los primeros 100 años de vigencia de la Constitución de 1917. Para ello, ha generado varios proyectos, unos con mayor sentido histórico y otros con mayor énfasis normativo. Dentro de la gama de posibilidades que la ocasión admite, una de ellas consiste en considerar que la Constitución no es y nunca fue un texto rígido e invariable, sino un texto abierto a diferentes circunstancias, actores y tiempos. Como lo decía el título del famoso libro del profesor Allen, al Fondo le pareció importante generar una obra para entender la ley en formación, Law in the Making,1 o más puntualmente dicho en el contexto del Centenario, a la Constitution in the Making. ¿Cómo, a partir del texto aprobado en Querétaro, se fue construyendo a lo largo de 100 años y por qué? Esta opción implicó entender que tal evolución no podía limitarse a señalar, una vez más, las sucesivas reformas habidas, así fuera organizándolas con criterios distintos a los convencionalmente utilizados. Tampoco se trataba, como menos frecuentemente se hace, al menos entre nosotros, de relacionar las reformas con sus sentidos jurisprudenciales, o en una mezcla de reforma o adición textual con criterios judiciales. Finalmente, tampoco se intentaba encontrar las relaciones entre la evolución constitucional y la historia general o política del país, como han pretendido hacer algunos autores más allá de su éxito. Haber procedido así hubiera sido interesante por los materiales utilizados, por los puntos de vista de nuevos analistas, o por las conclusiones novedosas extraídas de andar sobre lo ya andado, como si las rutas de exploración fueran únicas, y cambiantes sólo los enfoques o visiones de los caminantes.

Partiendo de la tradición del Fondo de Cultura de permitir a sus autores una total libertad de investigación, como no podía ser de distinta manera, cada uno de los convocados buscó la forma de tratar el tema particular asignado de modo que pudiera explicar las reformas principales y la variedad de preceptos en vigor, las principales interpretaciones, las muchas “cosas” que hoy se hacen con la Constitución, su condición de ordenamiento inmerso en el ámbito internacional y sus principales condiciones simbólicas. También aquello que no había sido posible hacer con el modelo ideal de Constitución que a lo largo de los años se había ido construyendo. A nadie escapa que, como suele decirse, entre la letra y la realidad constitucionales las distancias son inmensas. Asimismo, entre lo existente y lo que se podría hacer, desde luego dentro o en la propia Constitución y sus prácticas, hay espacios que deben ser señalados. El resultado de los esfuerzos individuales y la suma de todos ellos es la colección que ahora presento en mi carácter de coordinador.

En los próximos meses iremos viendo la aparición de los 11 títulos que componen esta serie. Los temas ya quedaron apuntados; sus objetivos y condiciones de realización, también. Los autores esperamos que su publicación, lectura y discusión contribuyan no sólo a recordar de dónde venimos y cómo y por qué estamos aquí, sino, más destacadamente, hacia dónde debemos dirigirnos. Nadie pasa por alto que dentro del agotamiento de modelos y paradigmas que en nuestra época estamos viviendo, algunos de ellos afectan a la Constitución y otros tienen que ver con el constitucionalismo. Apreciar esta doble dimensión del problema es importante. Por una parte, hay afectaciones a los modos en que se ha realizado la división de poderes, o el sistema federal o la representación política. De ello se habla algo, aun cuando se propone poco. Sin embargo, y simultáneamente, hay una crisis diferente que tiene que ver con las maneras que hemos de considerar aceptables para ordenar la convivencia social, tanto a partir de la definición de los ámbitos colectivos, como de los individuales. Qué vaya a aceptarse en los próximos años como una humanidad mínima, es una cuestión; cómo vayan a relacionarse entre sí las personas, es otra; cómo vayamos a ordenar la vida social, es una más. Todo lo anterior impone cargas enormes a diversos campos de reflexión. Desde luego, a la ciencia jurídica, por cuanto a su objeto de estudio, el derecho, le corresponde formalizar algunas de las principales formas de convivencia.

Si en el futuro, como supongo acontecerá, las constituciones seguirán estando en la parte superior de los órdenes jurídicos y determinando la validez de sus normas, más allá de crecientes o disminuidas presencias internacionales, es preciso discutir las propias constituciones no sólo como textos, sino como conjunto de posibilidades sociales. En la colección que tan generosamente ha animado el Fondo, los autores hemos querido contribuir con algo a esa discusión. Esperamos que nuestros esfuerzos sirvan para alentar o abrir debates importantes sobre lo que debiera ser el derecho en general. Por trilladas que suenen las palabras, en esta construcción social descansa la posibilidad de generar y garantizar humanidad y convivencia social. Es, sin duda y con todos sus problemas, el mejor invento que como seres humanos hemos hecho para ordenar algunos aspectos relevantes de nuestras vidas. Pensarlo, criticarlo, repensarlo y construirlo es una gran inversión y, tal vez, nuestra única manera de preservarnos como especie.

Para finalizar esta presentación, quiero agradecer en primer lugar a cada uno de los autores por haberse comprometido de manera decidida a colaborar con un texto riguroso, completo y útil para la discusión nacional que se avecina. Asimismo, agradezco a Julio Martínez Rivas y a Santiago Oñate Yáñez por el apoyo prestado en la coordinación de los trabajos. Por último, al Fondo de Cultura Económica, en particular a José Carreño Carlón, a Karla López y a Rocío Martínez Velázquez por su generosidad y guía para la realización de los trabajos, y para su publicación como colección en esta prestigiada editorial.

JOSÉ RAMÓN COSSÍO DÍAZ
Ministro de la Suprema Corte de Justicia
Miembro de El Colegio Nacional