Para Miguel Velasco y, como casi

siempre, para Pablo Fernández-Flórez

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

  1. Retrato del libertino
  2. Apuntes sobre bioética
  3. Ludopatías
  4. Euforia química y dignidad humana
  5. Morir mejor
  6. Un reto al miedo
  7. El espíritu como naturaleza

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Los textos agrupados en este libro cubren tópicos diversos. El primero repasa maneras de entender el amor carnal. El segundo —que amplía una conferencia reciente— reflexiona sobre alegría y tristeza, en el marco de las relaciones entre ética y medicina. El tercero abunda en esas relaciones, desde una microinvestigación sobre el vicio de apostar. El cuarto aborda la ebriedad como experiencia del mundo. El quinto versa sobre la eutanasia como bien o derecho universal. Los capítulos sexto y séptimo son en realidad entrevistas, hechas a dos ancianos muy saludables.

Numerarlos no indica cierto argumento único, que fuese desplegándose poco a poco, si bien su trasfondo es —una y otra vez la salud. Fuera de las limitaciones del autor, el nexo de unión entre estos bosquejos es pasar revista a algunas pasiones de manejo delicado, que parecen singularmente físicas o compulsivas si se comparan con otras de manejo aparentemente menos delicado, como la ambición de seguridad o la de mando. Sin embargo, al examinar con algún detalle esas pasiones —las reputadamente más compulsivas—, topamos ante todo con montañas de hipocresía. Y dichas montañas velan, a su vez, aquello que parece fundar la virtud: lo corpóreo es anímico y lo anímico corpóreo; nuestra naturaleza funde inseparablemente ser y pensamiento.

A mi juicio, ignorarlo desemboca en incoherencia, mala fe y simple desdicha. Al idealismo clerical el cuerpo le resultaba tan mísero, y engañoso, como al materialismo cientificista se lo resulta el alma. Ambas ideologías representan tentativas ingeniosas de control, que explotan la disociación desde puntos de apoyo opuestos. Desde una perspectiva seríamos almas atadas a cuerpos, desde la otra cuerpos atados a almas; lo común es que, para no sucumbir a los males de la atadura, todos deben ponerse en manos de sabios directores, bien sea de la afligida conciencia moral o del achacoso cuerpo.

Lejos de ello, los ensayos siguientes proponen aceptar la corporeidad como inmediatez del espíritu, considerando que esa aceptación es una manera de replantearse cotidianamente la belleza. Como dijo Valle-lnclán —en La lámpara maravillosa—, «la belleza es aquella razón inefable que por la luz descubrimos en las cosas para ser amadas, y para crear, porque amor es la eterna voluntad del mundo».

 

 

 

 

 

 

 

 

 

I

Retrato del libertino

 

Todos los afectos humanos se generan mediante el acto de la copulación y sus preliminares [...] Las parejas bendecidas con imaginación llevan el acto de follar a la altura del intelecto, haciendo que —en su sensual elevación etérea— la lujuria y el amor se conviertan en un delirio poético [...] Follar es la gran fuente que humaniza al mundo.

La cita corresponde a un victoriano que a finales del XIX ya senecto, pagó de su bolsillo la entonces formidable cantidad de mil cien guineas a un librero de Amsterdam, para que editase seis únicos ejemplares extracomercio de una autobiografía titulada My Secret Life. Trasladadas a letra de imprenta, las cuartillas a mano cupieron en once volúmenes in octavo, cada uno de cuatrocientas páginas aproximadamente. Linotipistas holandeses, poco duchos en la lengua inglesa, agravaron el probable descuido gramatical y ortográfico del manuscrito.

Hasta que Grove Press se decidió a reeditar la obra —empleando dos tomos de gran tamaño, ya en 1962— de los seis ejemplares originales cuatro se hallaban en manos de coleccionistas privados, uno en la biblioteca del Kinsey Institute y otro en la del British Museum. Aunque se supone que el librero de Amsterdam quizá imprimió algunos ejemplares más de los contratados, una obra tan gigantesca como prohibida se conservó intacta durante casi un siglo (no caracterizado desde luego por falta de censores, guerras y otras calamidades para la memoria cultural).

El motivo reside en la obra misma, que Jaime Gil de Biedma considera «el más extenso y prolijo informe jamás escrito sobre la experiencia erótica de un ser humano del sexo masculino»1. En efecto, además de ofrecer un rico cuadro de la época — precisamente la parte omitida en las novelas de Dickens, Hardy y otros narradores ingleses respetables del momento—, el libro describe en detalle relaciones carnales con unas dos mil mujeres. El dato habla por sí solo. Como el ejercicio de la sexualidad en condiciones plenas viene a ocupar unos cuarenta años de la vida, este gentleman conoció (en sentido bíblico) una mujer nueva cada semana, a una media de cuatro por mes.

Se trataba de un caballero pudiente, que viajó por toda la tierra, y muchas de sus conocidas fueron rameras. Pero no alcanzó esa cifra movido por algún tipo de compulsión a penetrar y marcharse en seguida, como nuestro Tenorio. Al contrario, Walter —pues así se bautiza en el relato— encuentra casi siempre motivos para ahondar sus fantasías lúbricas con cada compañera, y para renovar las relaciones que resultaron satisfactorias. El mismo refiere que la mujer ya poseída le hacía sentirse más amable «aún». Raro parece ser el caso de que se despidiera sin copular al menos dos veces con cada una de las mujeres nuevas, o alguna de las amadas antiguas. Eso dispara el número de coitos a docenas de miles, que convertidos en el doble o el triple de horas —usando un rasero prudente— equivalen a no pocos años enteros. En sus palabras:

» Consultando mis notas y diarios íntimos, me doy cuenta de que he poseído a mujeres de veintisiete imperios, reinos o países, de más de ochenta nacionalidades, incluyendo todas las de Europa, salvo Laponia. He follado con negras, mulatas, cuarteronas, griegas, turcas, egipcias, hindúes y otras criaturas completamente depiladas; incluso he conocido bíblicamente a squaws del Canadá y Estados Unidos, allí donde la civilización no ha penetrado todavía [...] Ojalá pueda seguir vivo para desarrollar hasta el infinito las variaciones del glorioso tema que es la mujer.

Por otra parte, su relato destila franqueza, y un meticuloso afán de veracidad. Para empezar, no menciona lance alguno que roce la proeza viril. Dadas las situaciones, parece probable que la mayoría de los hombres hiciese lo mismo —o hasta más. Lo llamativo es su expedición cotidiana en busca de ocasiones, y el corazón que pone en perseguirlas hasta el final: la sinceridad y continuidad de su deseo. Más que fantasías por cumplir, proyectadas hacia el futuro, su vida le muestra unido a lo concreto actual, a la inmediatez de cada presente, prolongado luego en el recuerdo. Tras amar en términos absolutos a dos regimientos femeninos, su discurso es ante todo realista:

» No pretendo pasar por un Hércules en la copulación. Hay sobrados fanfarrones en este campo, pero muchas charlas con médicos y mujeres de la vida me hacen poner en duda esas maravillosas hazañas de las que algunos hombres se jactan.

En realidad, Walter ni siquiera piensa gustar de modo especial al otro sexo; es él quien se halla seducido, y su ingente experiencia viene sólo de consentirse sin hipocresía una pasión que admite sigilo y exactitud, cosa imposible cuando no cuenta con el apoyo del entendimiento. Entonces, ¿quién es este sujeto? Un testimonio antiguo —de cierto librero parisino que lo oyó de otro librero— le presenta como capitán de barco, cosa acorde con la amplia variedad de ciudades visitadas. Sin embargo, hallazgos más recientes apuntan a que fue para el resto de la vida civil sir Henry Spencer Ashbee, un magnate del comercio ultramarino, coleccionista de ediciones raras del Quijote, autor de varios relatos sobre viajes a Asia, África y América, amigo de Richard Francis Burton y otros notables de la época, muerto a los sesenta y seis años, que tenía a España por «país favorito» (sufrió un infarto en Burgos a principios de 1900, del cual no se recuperaría satisfactoriamente), y que bajo el seudónimo de Pisanus Fraxi compiló y publicó también los más exhaustivos catálogos de literatura pornográfica conocidos por el siglo XIX2 .

¿Pudo una sola persona abarcar polígrafa erudición, éxito mercantil y respetabilidad general con una vida secreta de semejantes dimensiones? En su agudo comentario a My Secret Life, Gil de Biedma destaca lo que tiene de escándalo una coincidencia de ese tipo. Aunque cabe aceptar que el obseso hiciese realidad innumerables lujurias, e incluso —como piensan algunos historiadores sociales— que redactase un documento de extraordinaria importancia sobre la Inglaterra victoriana, su obsesión debería ser castigada con fracaso personal, descrédito social y ruina económica. Cualquier otra opción resulta un pésimo ejemplo, que habría indignado por igual a Moisés, Mahoma o san Pablo. También indigna, aunque sea solapadamente, a diplomados en sexología como el doctor y la doctora Kronhausen —autores de un estudio «científico» sobre el libro—, para quienes es evidentemente patológico elevar a primordial una satisfacción de la concupiscencia, meta que debería siempre ser secundaria comparada con familia, negocios y seguridad, Por lo mismo, «que Ashbee además de Fraxi fuese Walter es casi demasiado hermoso para ser cierto»3.

Más recientemente, junto a la hipótesis de que Walter fuera Ashbee se maneja la de que era en realidad Edward Sellon, un querido amigo suyo. Sea como fuere, la supuesta o real patología de este caballero no necesita conjeturarse, pues todo cuanto podemos saber sobre su carácter se encuentra en sus memorias eróticas. Con sus seis millones de caracteres, esa obra —que se presenta expresamente como «simple relato de hechos y no análisis psicológico»— resulta ser un pozo insondable de psicología. Si, por una u otra razón, la psicología y la sociología no hubiesen ignorado la tarea de analizar cuantitativa y cualitativamente la medida de autoritarismo y libertarismo en temperamentos singulares y grupos —para concentrarse en sondeos y tests sobre intención de voto e idoneidad profesional—, quizá podríamos estar más cerca de saber no sólo qué proporción de varones se parecen anímicamente al autor de My Secret Life, sino hasta qué punto algo así depende de lugares y momentos. Faltando semejante ayuda, habremos de conformarnos con examinar su normalidad o anormalidad, su actualidad o anacronismo, a la luz de un solo testimonio. En el segundo prefacio a su libro, escrito sin duda poco antes de morir, nuestro libertino aborda precisamente esta cuestión:

» Mi manuscrito no es sino una narración de la vida humana, quizá de la vida diaria de miles de seres humanos, si pudiera hacérseles confesar. Al leerlo de principio a fin, me choca la monotonía de la relación con aquellas mujeres que no pertenecían a la clase alegre. ¿Actúan así todos los hombres —besando, engatusando, sugiriendo impudicias, echando un tiento, oliéndose los dedos, asaltando y venciendo, igual que yo? ¿Se ofenden todas las mujeres, diciendo «no», después «oh», sonrojándose, enfadándose, cerrando los muslos, resistiéndose, abriéndolos luego y entregándose a su lujuria, como han hecho las mías? Sólo un cónclave de putas que dijeran la verdad y de sacerdotes romanos podría aclarar este punto. ¿Han tenido todos los hombres esas extrañas calenturas que me han embelesado, avanzada la vida, aunque en días tempranos su idea misma me repugnase? Nunca lo sabré; mi experiencia, si se imprime, permitirá quizá a otros comparar, cosa que yo no puedo hacer.

 

1.

Walter, que se considera un humilde servidor de la Naturaleza, llama «natural» a todo aquello que alguien hace movido por un impulso interno. No es tan explícitamente filosófico como otros cultivadores del género, pero filosofa aquí y allá. Las controversias ideológicas le traen en buena medida sin cuidado y, salvo alguna ironía dedicada a la Madre Iglesia4, no desprecia el pudor ni la impudicia (goza de las púdicas por púdicas y de las impúdicas por eso mismo), no sermonea en ningún momento y no se exaspera contra mojigatos o libertinos. Aunque su vocación de sinceridad absoluta le compromete con el lado soez de cada descripción, no encontramos en él rastro alguno de esos largos discursos sobre el vicio y la virtud que, por ejemplo, agobian en la obra de Sade. Las raras veces donde se pone reiterativo coinciden casi siempre con momentos donde no narra acciones, sino reflexiones.

El lema de Walter: mi cuerpo es mío. Si no pidió nacer, y no va a poder fijar el momento de su muerte, salvo recurriendo a la violencia del suicidio, lo que hay entre medias queda librado a él. Y lo que a él le gusta es el amor carnal:

» Las mujeres han sido el placer de mi vida. Amaba el coño, pero también a quien lo tenía; me gustaba la mujer con quien follaba, y no sólo el coño donde lo hacía.

También goza el confort, comer y beber bien, los viajes, la lectura, vestir apropiadamente... Pero nada le fascina y agita como «lo relacionado con follar». Creencias religiosas no tiene, aunque tampoco sea un ateo militante y profese un vago deísmo al estilo inglés clásico. Padece a regañadientes prejuicios machistas que enturbian el eficaz cumplimiento de unas pocas calenturas homosexuales, y él mismo los llama «prejuicios» cuando le inhiben una erección o una eyaculación. No es un intelectual que rechace los ideales de su tiempo (y de casi todos) en cuanto a posición y modales, pero tampoco los obedece allí donde recortan su autonomía. Cuando su gusanillo de la conciencia irrumpe con reproches, el yo de Walter es fuerte, y se absuelve una y otra vez de culpa.

La consciente vulgaridad de su lenguaje, y el volumen de las experiencias narradas, han hecho que algunos exégetas —como el antes citado matrimonio Kronhausen— le comparen con fornicadores previos a él o contemporáneos suyos. Sin embargo, Walter se parece ante todo al occidental contemporáneo medio, salvo por el hecho de que no está intentando adecuarse al estereotipo de hombre de mundo, conquistador o playboy que se difunde con la ruina del ideal represivo. La infatigable jornada de caza que ocupa su vida no ha sido sugerida leyendo editoriales de Penthouse o el consultorio de Lib. El éxito copulativo es vehículo de conformidad social hoy; en el Londres de la reina Victoria —amenazado por venéreas, policías y furibundos familiares— invitaba más bien a un vehículo celular. Sólo atendiendo a esta diferencia en la actitud pública puede calibrarse hasta qué punto Walter se anticipa a su época.

Por aquellas fechas se publicaba ya la revista clandestina The Pearl, y había en el mercado abundantes novelones anónimos verdísimos. Con todo, el erotismo de Walter tiene una cualidad inconfundible. Emplea la imaginación mientras fornica, dejando que el relato lo haga sólo la memoria. El conciudadano suyo que de 1863 a 1866 publica anónimamente los cuatro volúmenes de Romance of Lust es, en comparación con él, un farsante y un utópico. Este libro —como tantos otros escritos y no vividos desde entonces hasta hoy— comete el error de creer que al lector le conmueven más relatos de encuentros perfectos, con damas que encadenan innumerables orgasmos y señores provistos de una titánica potencia. Es el tipo de pornografía comercial, toscamente proselitista, donde sucede siempre lo mejor, de la mejor manera y al gusto de todos. Allí, como diría Hegel, lo negativo no resulta superado, sino meramente apartado.

Para Walter, en cambio, el valor erótico está en el prosaísmo sin idealizaciones. Su biografía está jalonada por rechazos, raptos de impotencia, trances histéricos, tedios y fiascos. Sirve como botón de muestra la aventura con una joven virgen, criada de una antigua amante que colabora en el intento de desfloración:

» Entonces lamí la bella rajita, me bajé al pilón con G***, la chica se bajó luego al pilón con ella, vimos dibujos indecentes que había llevado, bebimos champán, puse su trasero desnudo sobre mi rodilla y N*** jugó con mi traidora polla. Pero todo fue en vano. Entonces G*** volvió su trasero hacia mí, y la muchacha metió sus dedos en la grieta de ella, mientras mis dedos estaban dentro de la suya. Recorrí todos los pensamientos posibles para excitarme, y así lo hizo G***, pero mi polla se hizo más y más pequeña, hasta no ser sino un fragmento de piel arrugada. Entonces rompí a sudar de vejación y desgracia, incapaz de entrar en la vulva rosa, imberbe y expectante […] Tras unas tres horas de esto, preocupado y cansado —casi llorando de humillación—, dejé a G***.

Sólo varios días después —que Walter pasa creyéndose «poseído, embrujado»— reaparece la deseada erección, al principio vacilante y poco a poco más firme:

N*** estaba silenciosa, pero su vientre se retorció cuando empecé a sacudirme con fuerza dentro. Entonces un leve murmullo, sus ojos cerrándose, un gesto extremadamente encantador cayó sobre su rostro. «Se está corriendo, mira, «Sí, se está corriendo», dijo G***. La muchacha respiró con fuerza, su coño se contrajo, mi polla sintió como si estuviera partiéndola por la mitad, y a topetazos, sacudiendo todo su cuerpo con mis empellones, palpitó y con un estremecimiento final roció su interior de espesa leche. Allí me mantuve, aferrando sus muslos, mirándola y mirando luego a G***, que ahora —de espaldas sobre la cama, con la combinación levantada, visibles sus muslos y su vientre— se masturbaba con vigor. Aunque estuviese saciado, puse los dedos en su toisón cuando vi por sus temblores y su dulce mirada que estaba corriéndose.

 

2.

Entre lo uno y lo otro, el libertino —que entonces tendría cuarenta y tantos años— ha pasado largos días de inquietud, rumiando la locura; teme que el episodio marque el comienzo de un ocaso radical en su potencia, y teme más aún la escisión interior que lleva a desear sin deseo, pues el recuerdo de la muchacha le excita tanto como su presencia le intimida. Por eso mismo, el relato desborda los límites del género erótico. Vistas las luchas y esperas que describe, los éxitos no sólo son de carne y hueso, sino cosas cuya experiencia puede comunicarse como se comunican datos sobre cualquier campo de conocimiento. Para el resto de los humanos, según aclara Walter, lo útil de esas memorias es que «quizá permiten comparar». Sin duda, él asumió el trabajo de compilarlas para que no se desdibujaran sus recuerdos —y, con ello, lo recordado— convirtiendo el deseo de mantener viva su historia secreta en material antropológico de primer orden. A diferencia de la pornografía que se escribe para conseguir dinero o fama, aquí topamos con alguien que siempre añoró términos objetivos de contraste, saber, acerca de su tema.

Semejante diferencia marca también distancias con respecto a otros sátiros célebres. Walter se embarca muy a menudo en lances eróticos, pero no es un saqueador de honras como Don Juan, ni un pícaro vanidoso como Casanova, ni un imitador vergonzante como el Frank Harris de Mi vida y amores. No está vengándose de nada con las mujeres, no se está tampoco sirviendo de ellas para otros fines. Al contrario, es ante todo un galante y generoso amigo; le interesan sus ideas, su temperamento y —cómo no— cada detalle de su anatomía. A bastantes les encontrará esposo, oficio o negocio, a fin de premiar los deleites compartidos. Cuenta que se esforzó varias veces por ser fiel a su esposa sin conseguirlo, pues la monogamia le parecía una solución cómoda y económica en todos los aspectos a su libido. El motivo de tantas aventuras —y en esto contrasta de nuevo con los sátiros de su época— viene de una irrefrenable curiosidad, que en parte anticipa placeres muy concretos con cada mujer y en parte remite a algo más profundo, como si el destino le hubiese llamado a consumar su ansia de conocimiento precisamente en aquello que el mundo insiste en mantener oculto.

«Ain't we beasts?»5, dice la prodigiosa H*l*n —protegida en su anonimato por los asteriscos— tras alguna fantasía lasciva consumada hasta el orgasmo. «No —protesta Walter—, bestias son los idiotas que piensan bestial todo, excepto meter una picha en un coño, cosa únicamente practicada por los animales y por ellos.» A su modo de ver, ella y él son creadores, artistas de la imaginación y el cuerpo. Aunque H*l*n parezca convencida, horas o días más tarde exclama lo mismo, y sólo mirando la sonrisa en sus encantadores labios comprenderá él que nunca lo dijo sin ironía.

Estamos en el Londres de 1860. Catorce años antes se ha estrenado en otra parte Don Juan Tenorio. Hace menos de cuarenta se han publicado las memorias de Casanova. El autor de My Secret Life tiene unos treinta años. Lleva ya varios registrando en diarios sus andanzas amatorias. Es la época del maquinismo, del auge en la explotación de las colonias ultramarinas; Inglaterra está en acelerada expansión todavía. Su centro es una urbe gigantesca donde pululan docenas de miles de muchachas y mujeres bellas. Algunas de las zorras astutas y mejor nacidas tienen dinero; la mayoría vive bajo la amenaza de la miseria. Y es milagroso lo que puede entonces el dinero. «Te daré un soberano»... «mira este chelín»... «llegaré hasta tres libras»... «no te preocupes por los gastos»... Walter aprende pronto a manejar matizadamente los resortes de su renta anual. Hay hambre y frío, las clases guardan distancias siderales. El caballero puede por eso condescender sin peligro para su estatuto. «Oh, don't, sir, hurt me so, ah», dice una sirvienta —que está siendo seducida/forzada— en el momento de la penetración. Al igual que el hispánico señorito de otrora, el joven es mimado sexualmente por las familias pobres a través de sus hijas:

» Cómo abrazan las criaditas en silencio, cómo responden a la mera inserción de la punta de la polla, qué placer muestran tranquilamente, cómo te quieren y desfallecen mientras brota tu leche cálida y sus coños se licuan.

Bien puede ser que el poder mágico del dinero desequilibrara el destino de moderación previsible en un espíritu con las demás características del de Walter. Si no hubiese sido rico, habría tenido que conformarse con una décima parte o menos de sus mujeres, y teniendo que conformarse con una experiencia más vulgar quizá no se hubiera extremado tanto en la pesquisa sobre vaginas, ni habría llegado a escribir su documento. Aun las golfas más caras estaban al alcance de su bolsillo, y existía además el ejército de doncellas, modistillas, obreras, lavanderas, viudas y chicas del campo acosadas por el espectro de la miseria. Walter intentará atender adecuadamente a todas. No lo hace por jactarse, ni como aspirante a proxeneta, sino por el placer que ello le reporta.

Tras su primera —y caudalosa— experiencia con Charlotte, que también era virgen, Walter descubre un universo hasta entonces sólo presentido entre amenazas de pesadilla. A partir de entonces, su sensualidad y su posición social le permiten abrir miles de muslos. Inglaterra es para él como Disneylandia para un niño; camina por la calle deteniéndose para fornicar aquí un poco, tocar otro poco más allá, besar a la repartidora de la floristería, pagar a una zorra para que deje a un marino borracho hacérsela... Paradise now. Y —al igual que el niño— recibe unas veces cachetes y otras besos, sin que nada pueda agotar su curiosidad, o traer a la mente los deberes escolares.