A Mónica, por tanto tiempo bueno

 

Esta obra ha obtenido el Premio Espasa Ensayo 1999, concedido por el siguiente jurado: Pedro Laín Entralgo, Victoria Camps, Juan Pablo Fusi, Jon Juaristi, Amando de Miguel, Fernando Savater, Vicente Verdú y Rafael González Cortés.

 

 

  1. Las fuentes del orden

 

Parte 1

  1. Lo ideal y lo previsible
  2. El lote de la intuición

Anexo: Los frutos del puro cálculo

  1. Un testigo incómodo
  2. La espontaneidad del orden
  3. Azar, forma y autonomía

Anexo: Las trivialidades del rigor

  1. El valor de la ciencia

 

Parte 2

  1. El parto del «pueblo»

Anexo. La ingeniería financiera

  1. La paradoja revolucionaria
  2. Del riesgo al manejo del riesgo
  3. Una prosperidad frágil.

Anexo: La ingeniería financiera

  1. El caos de la libertad (I)
  2. El caos de la libertad (II)
  3. La cuestión nacional
  4. Moral, mercado y misantropía
  5. Loterías electorales
  6. Navegando el caos
  7. El «pueblo» y nosotros

 

Bibliografía citada

 

 

Prólogo

 

La edición actual añade a la primera dos textos1 y esta introducción, que intenta corresponder con algo de distancia estética a una curiosidad del lector no extinguida del todo durante diez años, mientras íbamos pasando entre otras cosas de la exuberancia a la recesión.

Al mirarlo de lejos, veo que aproveché las relaciones entre incertidumbre y complejidad para analizar un enjambre de creencias y métodos. Incertidumbre y complejidad son cosas palmariamente distintas, pero —como veremos en detalle— el hecho de que los procesos complejos fuesen impredecibles acabó convirtiéndolos en símbolos de desorden. Semejante atropello a la lógica fue creciendo hasta el último tercio del siglo pasado, cuando la llamada ciencia o teoría del caos mostró que las cosas no idealizadas van haciéndose a sí mismas, mediante procesos de autoorganización inseparables del desequilibrio. Hetero-organización y equilibrio, por su parte, son lo acorde con una deidad concebida como omnipotente, fuente última de legitimación para que sus albaceas terrenales prefieran el voluntarismo al realismo.

Al captar órdenes de grano fino, y precisamente en terrenos etiquetados como caóticos, el pensamiento cuestiona el monopolio del grano grueso con un concepto preciso —el de totalidad concreta o estructura endógena2— y dos corolarios. Primero, que sólo sensores toscos (por ejemplo, sin la potencia de la computación requerida para describir fielmente tales o cuales procesos) abonan la fe en una materia gobernada desde fuera por la forma, en vez de originalmente «informada». Segundo, que confundir orden y mandato prolonga el principio del tercero excluso, imponiendo categorías maniqueas o sólo binarias cuando los sistemas ofrecen reacciones no tanto dualistas como analógicas. En vez de ceñirse a esto o lo otro, deparan constantemente esto, lo otro o lo demás.

Ensayar un tipo analítico-analógico de investigación hizo que ya antes de poner punto final a este libro empezase a reunir datos para un estudio más detenido, centrado en entrelazamientos culturales de voluntad e inteligencia, religión y política. Eso es Los enemigos del comercio, cuyo primer volumen apareció hace unos meses, donde intento exponer el contraste entre los mundos eventualmente autoconstruidos y sus versiones a priori. Inmerso en la tarea de terminar el segundo volumen, me alivia ver que lo expuesto aquí hace diez años sobre manejo del riesgo e ingeniería financiera describe con bastante aproximación del origen de la actual crisis3.

También siento cada vez más bochorno viendo que Prigogine y Mandelbrot siguen ausentes en los planes de enseñanza secundaria y universitaria. Pero enseñar geometría fractal, que es evidentemente la empleada por la naturaleza, o matizar el principio de entropía con la diferencia entre sistemas abiertos y cerrados, pide algo más que la diligencia de informarse. Hace falta igualmente renunciar al sentimiento gremial de que cada disciplina es autónoma, y sólo está pendiente de pequeños detalles para ofrecer una explicación definitiva de su objeto.

Siendo uno más entre tantos funcionarios dedicados a la dolencia, permítanme recordar el rasgo más recurrente en nuestras fases de estancamiento creativo. Preferimos entonces ignorar que lo verdadero llega siempre después, como fruto de un hacerse donde colaboran infinitos actores, y merced al perpetuo adelanto de la práctica sobre la teoría que es la objetividad en cuanto tal.

 

  1. Las fuentes del orden

 

Todo nuestro razonamiento se reduce a ceder al sentimiento.

B. Pascal

 

Los diccionarios definen algunas palabras con una línea, mientras otras les exigen varias columnas de acepciones. Un caso eminente de esto segundo es la voz «orden», importada del latín ordo, cuyo sentido arcaico parece ser fila o hilera (concretamente de los granos que forman la espiga del trigo). Poco tardó en aplicarse a filas de legionarios, y desde entonces su significado fluctúa del retrato a la norma. Es ubicación o lugar —tanto en el espacio como en el tiempo— de cualesquiera elementos, y es también regla, mandato.

Aunque el concepto de orden sea ambiguo, las grandes perplejidades surgieron hace poco, cuando la comprensión del mundo empezó a desvincularlo de uniformidad y equilibrio. No identificado ya con lo simple y permanente, sino con «lo múltiple, temporal y complejo»4, el orden experimenta por todas partes el embate de la incertidumbre, que ahora ya no se reduce al punto de vista del observador y contagia de raíz a lo observado. El determinismo dice que las mismas causas producen los mismos efectos, siguiendo todo sistema la pauta de sus condiciones iniciales, y siendo por eso calculable o adivinable. Pero tropezamos a cada paso con sistemas «sensibles» a esas condiciones iniciales, que responden a microcambios con macrocambios, y presentan la necesidad como resultado de aleatoriedades. Es imprescindible considerar la modificación cualitativa, sistemáticamente desplazada hasta ahora por la cuantitativa, y al empezar a intentarlo topamos con un determinismo mucho menos abstracto —no el de será sino el de ha sido—, ligado al carácter irreversible de los procesos.

Hechos a una civilización-fábrica, a su vez instalada dentro de un universo-reloj, el propio progreso tecnológico empuja a un escenario de perfiles todavía borrosos aunque muy distinto, donde las representaciones del orden deben adaptarse a una situación de pluralidad e inestabilidad, no por ello menos eficaz para inventar pautas organizativas y asociativas. A diferencia de nuestros ascendientes, ya no nos es posible separar lo ordenado de lo caótico, ni poner en duda que la innovación es ante todo fruto de una realidad en desequilibrio, gracias a la cual el azar irrumpe creativamente5. De ahí que ahora interpretemos el desequilibrio como un estado de apertura, y la disipación como una fuente estructurante; nuestros aviones amplifican la turbulencia para avanzar más deprisa, nuestros ordenadores trazan cartografías impensables antes de permitir el salto a una computación muy veloz y barata, y por doquier todo resulta simplemente probable, nada seguro. Tras ser pensado por Newton como sensorio divino (sensorium Dei), en el tiempo vuelve a verse una «medida del movimiento»6, a la manera aristotélica, imponiendo una presencia simultánea de aleatoriedad y necesidad en cada acción.

Esquemáticamente, los sistemas abiertos intercambian energía y materia con su medio mediante subsistemas que fluctúan sin pausa hasta acercarse a puntos críticos de inestabilidad (o «bifurcación»), donde la estructura previa no puede conservarse y salta a un nivel inferior o superior de orden. Diseñado originalmente para explicar la conducta de gases, el modelo se aplica hace tiempo a poblaciones. En un momento dado la tasa de nacimientos es muy parecida a la de muertes, y si se mantienen estables los suministros del exterior el sistema no estará muy lejos de un relativo equilibrio. Auméntense al doble los nacimientos, manteniendo la tasa de mortalidad, y el sistema —alejado del equilibrio— se verá llevado a optar entre desintegrarse y reorganizarse7, en este segundo caso contrayendo una dependencia mayor de suministros externos. Auméntense al cubo los nacimientos, redúzcase de modo drástico la tasa de mortalidad, y el sistema será lanzado a un desequilibrio radical. Cuando se trata de gases y otras moléculas, esta dimensión crítica rompe con los patrones previsibles de causa-efecto, desatando una especie de libre albedrío manifiesto en forma de respuestas raras o únicas, extremadamente sensibles a cambios en la relación con el medio.

Tratándose de una sociedad como la nuestra nada sabemos a ciencia cierta, salvo que exhibe también un orden por fluctuaciones, derivado de haber ido «eligiendo» en sucesivos puntos de bifurcación. Pasan cosas imprevistas, como dispararse el valor de la información en sí, hecho que espiritualiza una riqueza tradicional apoyada sobre cosas más tangibles, y por eso mismo mantenida a través de secretos, engaños y amenazas. La reorganización implicada en lo que algunos llaman sociedad-red o sociedad de comunicaciones podría entenderse como respuesta a niveles demográficos muy altos, unidos a tasas decrecientes de mortalidad, donde el sistema inventa nuevas relaciones con el medio, e insta a la vez un creciente compromiso de los gobernados con el gobierno, todo ello mediante flujos de información muy diversificada8. Mirado a vista de pájaro, se diría que reacciona a la crisis estrechando el nexo entre sus elementos, pero con algo políticamente novedoso: la cohesión buscada no es una unidad que se contraponga a la diferencia, sino una unidad basada en cultivar la diferencia, atendiendo a una confianza en el mantenimiento de lo plural.

 

1

 

Por otra parte, declaraciones semejantes son demasiado especulativas, mientras no se examinen con algún detenimiento. Más verificable es que innovación e información digitalizada se han convertido en los recursos cruciales del presente, que las leyes supuestamente eternas de la materia solo resultan aplicables a algunas regiones de lo real, y que el orden —la estructura— tanto puede como suele surgir espontáneamente del desorden. Más aún, una organización solo parece refinable si cubre algún sistema abierto, expuesto a ramificaciones azarosas. Lejos de postular un no-orden, lo que se anuncia es un orden capaz de asumir las transformaciones ocurridas en su propio concepto, ampliado, y a ello se orienta hoy un vigoroso esfuerzo en muchos campos del pensamiento. En vez de esto o lo otro, ahora decimos esto, y lo otro, y lo demás9. Ante un orden que se derramaba como providencia divina o como mecánica de masas inertes, la tendencia clásica era atribuir los hitos organizativos a regalos externos. Y, desde luego, el papel de los regalos externos nunca podrá sobrevalorarse10. Pero junto al orden regalado —o revelado— ahora percibimos una pléyade de procesos auto-organizativos, cuyo papel tampoco puede sobrevalorarse11.

Meticulosos trabajos hechos por entomólogos consiguieron identificar en algunos hormigueros a los miembros más trabajadores y a los más propensos a la ociosidad, permitiendo así un experimento interesante12. ¿Qué pasaría si —habilitando unas oportunas reinas— las hormigas más laboriosas fuesen reunidas en alguna colonia separada, y las más ociosas en otra? Una lógica lineal sugiere que el primer hormiguero progresará en alto grado, y que el segundo se hundirá muy deprisa en la miseria. Con todo, nada parecido sucede. Los rendimientos de cada población resultan no muy distintos, y ligados básicamente a las relaciones de cada uno con su entorno, porque en ambos casos la uniformidad experimenta una bifurcación. En la colonia de diligentes originarios se observa que cierto porcentaje del conjunto deja de serlo en muy poco tiempo, y en la colonia de ociosos originarios se observa que otro porcentaje —sensiblemente parecido— se reconvierte a la laboriosidad.

Esta respuesta a la nueva situación sugiere límites a la herencia, no menos que a eugenesias. Albergando una gradación que va desde adictos al trabajo hasta vagos, y manteniendo dicha pauta a despecho de cambios tan radicales como la deportación en masa, esa sociedad elige conservar una diferencia de potencial que excluye a toda costa su nivelación. No sabemos si los más propensos al ocio en una población de hormigas equivalen a astrónomos, rateros o ejecutivos en una población como la nuestra; ni si los diligentes equivalen a mendigos, artistas y magnates, o viceversa. Pero experimentos como el referido muestran la vitalidad de una situación alejada del equilibrio, cuyo presupuesto primario es mantener diferenciación.

 

2

 

Un rasgo del presente es que el orden haya perdido su ropaje de axioma o autoevidencia para exponerse prosaicamente, con toda suerte de pormenores en cada plano. Son muchos órdenes, y cada uno contiene una aspiración de economía —mejor o peor cumplida—, como método para concertar los elementos de tal o cual sistema. Lo más sencillo sería que cada uno ocupase su posición, en el sentido del «lugar natural» que corresponde a cada objeto o naturaleza. Sin embargo, ese suyo es en gran medida obra del tiempo, no un a priori, y todos los resultados mantienen una contabilidad de partida doble: en un lado el Haber y en otro el Debe. Obsérvese así un modelo que lleva intacto cinco o seis milenios, como la instrucción militar de orden cerrado.

Los individuos formarán por filas rectas, y mantendrán la distancia de un brazo con respecto al de delante, adoptando la postura «firmes» mientras la voz no mande «descanso». Las alternativas dinámicas serán tres: en marcha, alto y vuelta (entera o media). Impuesta dicha simplificación, dos o tres semanas con varias horas diarias de obedecer esa voz bastan para que sujetos en principio anárquicos empiecen a evolucionar marcialmente. Una vez troqueladas, las pautas de obediencia automática hacen que no solo al desfilar sino en cualquier otro momento cada recluta atienda a la voz inapelable: alto, en marcha, firmes, descanso. Aquí estaría la finalidad subyacente al periodo de instrucción, si no fuera porque a la voz de mando le sobra —e incómoda— decir dónde irá la tropa en cada caso, una molestia que salva momento a momento indicando los cambios de dirección con media vuelta (a la izquierda o a la derecha). Esa manera de moverse dibuja trayectorias muy quebradas, y ahorraría tanto pasos como voces decir a la tropa: vamos allí, o allá. Pero lo económico para un orden no lo es siempre para otro, y la lógica castrense asumirá toda suerte de costes energéticos mientras susciten doma.

Este tipo de estructura, que reparte toda la actividad en mando y obediencia —para crear individuos unívocos o mandobedientes—, no termina en los cuarteles. Al contrario, florece en la historia humana de muchos lugares, y hasta podría considerarse el modelo clásico de lo organizativamente «eficaz». Sin embargo, el orden de la orden sufre hoy una generalizada contracción, a la vez práctica y teórica, en beneficio de modalidades que —al irse adaptando puntualmente al medio— disponen la energía de otra manera13. Por casi todas partes, lo coercitivo cede parcelas de administración a lo cognoscitivo, a medida que las corrientes fuertes van siendo guiadas por corrientes débiles, como las que difunden señales. Me alegra pensar que, en última instancia, hemos llegado a ello porque esta vida se ha ido haciendo cada vez más santa (en vez de reservarse dicha dignidad a la «otra»), y lo cierto es que no habría emprendido una investigación multidisciplinaria tan arriesgada y laboriosa, si dicho sentimiento de santidad no me hubiese alcanzado de modo imprevisto hace unos cinco años, cuando volví a visitar el Louvre.

 

3

 

Entrando esta vez por la parte arqueológica, tenía a unos palmos muchos objetos nucleares para el recuerdo: la estatua del escriba sentado, la estela de Hammurabi, bajorrelieves asirios, sarcófagos faraónicos, el guerrero Gilgamesh sosteniendo dos leones como si fuesen gatos... Y entonces, sin preaviso, las salas dedicadas a Asia Menor dieron paso a Grecia. En lo alto de la escalera resplandecía la Victoria de Samotracia, blanca como la nieve, decapitada y semidesnuda entre sus grandes alas; al final de los escalones esperaba el transexual Hermafroditos, níveo y desnudo también, fundiendo a dos deidades en un solo cuerpo. Aquí y allá otras estatuas danzaban y festejaban en general, cinceladas como por los propios dioses.

No era un cambio de paralelo y meridiano, sino un cambio de universo. Comparado con aquella armonía de hiperrealismo y forma pura, ¿qué civilizaciones pardas y tristes eran las previas? Las figuras helénicas recordaban vagamente algunos iconos de la imaginería actual, las mesopotámicas y egipcias sugerían moldes del Medievo. En manos de unos orfebres la piedra se llenaba de ingravidez y maestría; otros la coagulaban en representaciones de pueril hieratismo. Grisura homogénea y plañideras para los unos; competitivas diferencias y orgía para los otros. ¿Dependía eso de que los segundos celebrasen la vida, afanándose los primeros en festejar a la muerte? ¿Acaso quien no celebra la existencia se condena a ser incapaz de representarla sin tosquedad, como los niños que dibujan muy grandes ciertas cosas y muy pequeñas otras, no tras observar su tamaño real, sino en función de consideraciones distintas?

Repletos de soberanos inmensos y súbditos diminutos14, los tesoros artísticos de Asia Menor parecían una amalgama de infantilismo y senilidad, básicamente ajena a la madurez intermedia. Los griegos, en cambio, buscaban maneras de vivir que reconciliasen con el más acá, prefigurando nuestra posterior andadura. Eligieron los albures de la democracia a las seguridades del despotismo, el proyecto del conocimiento científico a las certezas de cualquier dogma, y el resultado de esa elección les colmó —como a nosotros— de inventiva e inestabilidad.

Por lo demás, unos y otros —mandobedientes y libertarios—compartimos la misma situación: una existencia capaz de darse innumerables perfiles, aunque sometida en todos ellos a duras condiciones de mantenimiento. Recurrir una y otra vez al exterior —el aguijón del hambre— se añade al imperativo de asegurar una interioridad defendida de la intemperie, y solo desde esa camisa de fuerza otea el viviente algún goce. Pero sacamos fuerzas de flaqueza, y los goces compensan tantas veces el esfuerzo.

Así como la naturaleza entrega los seres

a la aventura de su denso deseo, y

no protege a ninguno en su terruño o ramaje,

tampoco nos quiere más a nosotros

el fundamento de nuestro ser; se arriesga con nosotros.

Solo que nosotros, más aun que la planta o el animal,

vamos con este arriesgar, lo queremos, y aun a veces

somos más arriesgados (y no por egoísmo)

que la vida misma, un soplo más arriesgados15.

A nuestra afinidad difusa con los griegos debe añadirse un salto cualitativo. Ellos creían aún, y nosotros hemos dejado de conjugar semejante verbo. De ahí que nuestro desafío sea perder las certidumbres sin merma en el sentido crítico y la capacidad de obrar, haciendo sustantivo y fructífero el nivel de autonomía alcanzado. Las técnicas, que miniaturizan toda suerte de ingenios, abren el destino adicional de codificar y descodificar, lo uno para tener almacenados gigantescos paquetes de información, lo otro para acercarnos a las claves genéticas.

Descendientes tan tardíos de la vida, adentrarnos en el secreto de la semilla significa traer su origen a la conciencia, cumpliendo un movimiento que supone retorno a sí y a la vez apertura. Algo sembrado inicialmente en forma de esporas blindadas, hechas para el contacto con un medio implacable, engendra conocimiento cuando ese medio ha sido colonizado por la propia vida. Abandonar las certidumbres invitaría entonces a pasar de un mundo abstracto o solamente intelectual (valga decir subjetivo) a un mundo real, instalado sobre la diversidad objetiva.

 

4

 

Vertebrada en torno a las fuentes del orden, esta investigación aborda un asunto esencialmente múltiple o complejo, que se enfoca con sucesivas aproximaciones. No es un ensayo, ya que adopta un tratamiento en buena medida sistemático para su contenido; y tampoco es un tratado, ya que ninguna de sus secciones aspira a una mínima exhaustividad. La primera parte —o nivel teórico— examina transformaciones en la ciencia contemporánea, tras el cambio de paradigma que representa la teoría del caos. La segunda —o nivel práctico— describe algunas instituciones políticas, y la metamorfosis económica que funda el nacimiento de una ingeniería financiera, nuevo aspirante al estatuto de ciencia exacta. Si no se despejan ambigüedades y presupuestos en un nivel, el otro queda trivializado o aislado: ambos se realimentan sin pausa, como los órganos de un mismo cuerpo.

Intento, pues, mostrar que lo básico puede examinarse sin vericuetos reservados para expertos, y que no hacerlo ha conducido a un divorcio tan esterilizante como innecesario entre científicos y humanistas, cuyo residuo es una mezcla de pereza y desprecio mutuo. De ahí que omita jerga técnica, ecuaciones y prolijidades de especialista, sin perjuicio de intentar poner en claro las hipótesis de cada asunto. Finalmente, sugiero al lector que no prejuzgue a costa suya; esto es, que no se imagine capaz de reflexionar sobre ideas políticas y modelos económicos, e incapaz de reflexionar sobre ideas científicas. Aunque el objeto del político y el economista sea todavía más denso, y más justificativo del zapatero a tus zapatos, eso no nos disuade —por fortuna— de intentar comprenderlo, y hasta de intervenir16.

Opuesta al intrusismo, una perspectiva entiende que los saberes son poco comunicables, y que trazar analogías entre el comportamiento de sistemas relativamente simples (fotones, átomos, moléculas) y el de sistemas hipercomplejos (electores, mercados, sociedades) solo puede conducir a equívocos, abusos e imposturas. Cierto libro reciente ha mostrado, además, hasta qué punto la jerga técnico-científica sirve hoy para velar una falta de nociones precisas, envolviendo banalidades o incoherencias en un abstruso ropaje de pseudo-información17. Naturalmente, eso consolida el divorcio entre intocables cultivadores de la objetividad y retóricos del camelo, asumiendo unos el papel de Elliot Ness y otros el del contrabandista, en una comedia destinada primariamente a que el público se mantenga estupefacto.

Pero la tarea del conocimiento no es compatible con ese caldo de cultivo para una estupefacción recíproca. Al contrario, se impone una reflexividad continua, donde ciencia y cultura se interpenetren, siendo cada una el sentido crítico de la otra. Los paradigmas científicos expresan un cambio en el mundo y en la concepción del mundo, y por eso mismo están sujetos a una constante extensión analógica. En los dos capítulos siguientes espero hacer ver, por ejemplo, que el modelo newtoniano reenvía tanto o más a principios religiosos y de organización política que a una observación imparcial de la naturaleza, y que el concepto de «fuerza» no acaba de ser un concepto propiamente físico, aunque sobre él se articule todo su esquema.

L a extensión analógica es manifiesta ya en Platón y Aristóteles, y una de las ventajas del último pensamiento reside en haberlo expuesto sin vacilaciones. Las ramas no anquilosadas del saber parten de lo que algunos llaman «segunda alianza», cuyos aliados son precisamente las ciencias «duras» y las otras, ciencia en cuanto tal y humanidades, esquema abstracto e intuición concreta. Como el lector comprobará, la idea de masa —primero aplicada a materia inerte y luego a conjuntos humanos— es uno de los hilos conductores para la exposición.

Por último, parece oportuno decir que este libro trata de pensar la específica civilización europea. Aunque en los análisis el marco se deslice a comparaciones ocasionales con otras culturas, es ante todo una pesquisa sobre el pasado inmediato y el presente del Viejo Mundo.

 

PARTE 1

 

  1. Lo ideal y lo previsible

 

¿Cuál es el estado actual de las leyes sobre la materia y el universo? Las leyes fundamentales de la materia están sujetas a los principios de la mecánica cuántica.

M. Gell-Mann

 

En la escuela, el profesor plantea cierto problema sobre un balón que chuta algún futbolista: dadas tales y cuales coordenadas, ¿cuándo llegará a la portería? Da por sentado que esa pelota es un sólido regular e indeformable, surcando un espacio homogéneo, y prescinde de aquello que una cámara superlenta y buenos sensores revelan sobre cualquier proceso análogo. En efecto, ya antes de abandonar su punto de partida la pelota empieza a ceder en la zona donde es alcanzada por el pie, a la vez que se abomba progresivamente en el lado opuesto, y una vez en movimiento nunca deja de ser un objeto irregular (en ese tramo parecida a un globo deshinchado, en aquél a una pelota de rugby, aplanándose en la zona de impacto con el suelo, etc.). Una variación no menos incesante hay en el espacio que atraviesa, afectado por sutiles remolinos, con distintas temperaturas y densidades del aire. Si el problema es dónde estará un balón de fútbol de peso p golpeado con impulso i, la respuesta debe considerar la resistencia ofrecida por una cambiante atmósfera a cada una de sus cambiantes formas.

Como dicha respuesta exige un excelente aparato matemático y experimental, puede considerarse causa última de que en la escuela los problemas pidan soluciones precisas o concretas, aunque procedan siempre idealizando los cuerpos y sus medios. Pero hay algo más, expresable en el hecho de que ningún objeto real acaba de obedecer: cuanto más atendemos a sus pormenores menos inerte se muestra. Basta aceptar balones de verdad para que su desplazamiento no ofrezca la trayectoria gradual de una esfera, sino algo más parecido a cierta figura proteica que recorre una senda tortuosa, animada por giros particulares que el medio amplifica o amortigua. De hecho, no hace falta recurrir a un sistema con tantas variables como un balonazo. Se observa ya midiendo el goteo de cualquier grifo, que debería aproximarse a una regularidad tras realizar cierto número de observaciones, aunque hasta hoy —usando dispositivos muy finos y pacientes de medida— no haya sido posible encontrarla. Cada grifo gotea a su manera, y cada manera resulta irritantemente ajena a un orden cerrado.

Por consiguiente, la idealización es en parte pura práctica, y en parte pura teoría. El balón se reduce a esfera —o punto—, y su senda a una trayectoria gradual, para ofrecer una representación aproximada de qué pasa al desplazar objetos no abstractos, cosa sin duda imprescindible en arquitectura, ingeniería y otras varias artes. Pero el balón se reduce a esfera o punto para defender también que lo real fue hecho aplicando principios matemáticos, y que lo sensible/perecedero imita una colección de números o arquetipos, eternos y separados de todo desgaste. Por lo mismo, la reducción no ofrece tanto algo aproximado cuanto lo exacto en sí, el «original», una tesis defendida con elocuencia por Platón.

Otros griegos no pensaban lo mismo. A su juicio, lo propio del mundo real eran azar y energía, fuentes internas de necesidad, y postular una copia de formas desencarnadas privaba a la naturaleza (physis) de hondura. Succionados por el vacío, según Demócrito, los elementos últimos o indivisibles («átomos») entran en una dinámica turbulenta que produce estructura. Pero el idealista y el realista antiguo estaban menos deslindados, pues bastaba no aislar materia y forma, dos nociones muy recientes entonces, que aparecen por primera vez en la obra aristotélica18; uniendo ambos aspectos, el mundo físico se presentaba animado de parte a parte, con lugares «naturales» y planetas vivientes. Su dinamismo parecía un proceso de cumplimiento: cuando toda materia estuviese penetrada de forma el mundo sería quintaesencia, información.

 

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Un cambio de perspectiva llega con la autoridad que veneran los judeocristianos e islámicos. El nuevo foco creador es omnipotencia y voluntad de gobierno, un dios-rey rodeado por los símbolos de su infinita fortaleza. El lugar de caos —padre del éter, la noche y los días, según Hesiodo— ahora lo ocupan por una parte nada, nihil, y por otra tinieblas demoníacas. Sin embargo, este cambio solo arraiga como criterio laico sobre el orden natural cuando el científico empiece a heredar las responsabilidades del clérigo, doce siglos después de que Eleusis —el último gran santuario pagano— haya sido arrasado.

Newton, campeón de esa perspectiva, propone en el prefacio a sus Principia «reducir los fenómenos de la naturaleza a leyes matemáticas», pues «toda la dificultad es [...] demostrar los fenómenos a partir de esas fuerzas»19. Ya desde Galileo, «leyes matemáticas» y «fuerzas» son una misma cosa. La prueba de su imperio depende de que lo otro («fenómenos de la naturaleza») se deje predecir como juego exacto de esas leyes o fuerzas.

Si el clérigo había prometido ortodoxia, el científico promete exactitud. Y para ello no solo necesita reducir —como el geómetra griego— las condiciones de todo proceso. Necesita, además, una ajenidad radical entre substancia pensante y substancia extensa. Y, en efecto, hay tal incomunicación entre lo uno y lo otro que el simple moverse de los seres vivos sugiere al filósofo del siglo XVII la existencia de glándulas pineales y otros órganos fantásticos, cuya función sería coordinar corpúsculos pensantes y extensos, alma y cuerpo. Es la misma cesura que hay entre el todopoderoso «Dueño» y sus «siervos», entre soberano y súbditos, entre unas leyes/fuerza y las masas sometidas por ellas. Masa e inercia son, de hecho, la misma cosa. Según Newton, substancia pensante significa «pura voluntad»20; substancia extensa significa algo que conserva su situación (de movimiento o reposo) hasta verse compelido por alguna «fuerza». Aunque sean tres planos —teológico, político, físico—, su eje es la relación entre señor y esclavo, para sí y para otro.

La sujeción de la substancia extensa —o materia— a un estatuto de servidumbre frente a la pensante funda una inercia universal, que presenta los cuerpos como «masas» obedientes a la solicitación de una u otra fuerza. Vis, el término que se traduce como fuerza, es sinónimo de imperium, la prerrogativa del soberano, y hasta qué punto aplicar ese principio al mundo chocaba con la sensibilidad común lo indica que solo el esfuerzo combinado de varios genios —ante todo Kepler, Galileo y Descartes—logra una formulación correcta del principio inercial: el movimiento será un «estado» como el reposo, mantenido o suspendido por algún motor.

Por su parte, el motor —presión, impacto, arrastre, etc. podría considerarse un efecto de la materialidad misma, como pensaban Demócrito o Epicuro. Pero la gravitación parecía lo contrario de algo material: para empezar, era una actio distans, desprovista de contacto (y, por tanto, de posible presión, impacto o arrastre). Era por eso un motor incorpóreo de lo corpóreo, más definible como norma «matemática». Lo básico estaba en su forma legislativa; las cosas no suceden o dejan de suceder: son forzadas a cualquier resultado. Aunque llover y fuerza pluvial, caer y fuerza gravitatoria siguen siendo el mismo acto físico, el análisis descubre una diferencia entre obedecer y regir, legislado y legislador; es —en términos de la época— el desdoblamiento entre fuerza solicitante y fuerza solicitada. De ahí que las gotas de lluvia no se limiten a caer, sino que caigan inercialmente, con la pasividad absoluta que caracteriza a lo material, sumiso a lo espiritual.

En aquellos años Molière ironizaba sobre semejante tipo de explicación, alegando que el opio adormece gracias a su fuerza dormitiva. Y, en efecto, son postulables fuerzas dormitivas, emotivas, perceptivas, escribitivas y hasta tachativas, aunque sea extremadamente difícil distinguir esas potencias incorpóreas del sueño, la emoción, la percepción, la escritura o el acto de tachar algo escrito. También parece que ciertos diagnósticos son mejor aceptados cuando se arropan en neologismos (a juzgar por la costumbre de tantos médicos), o que la misa produce una unción más genuina cuando se oficia en latín para una feligresía que no entiende dicha lengua (a juzgar por tantos siglos de celebrarla así).

Con todo, la diferencia entre lluvia y fuerza pluvial —o entre gravedad y fuerza gravitatoria— seguirá siendo la que hay entre algo dado y algo supuesto. Preferir lo supuesto a lo dado, lo invisible al aspecto de las cosas, es más acorde con monoteísmo y mandobediencia que el cosmos griego, poblado por substancias a la vez extensas y pensantes. Y, así, el análisis de las formas físicas quedó supeditado al de las tautológicas fuerzas, aunque nadie aportase argumentos «para pensar que la fuerza tiene un estatuto ontológico más profundo o activo que la forma»21 . Sin ir más lejos, la llamada proporción áurea define objetos como el Partenón, la cruz cristiana, los naipes, las tarjetas de crédito o el edificio de la Asamblea General de la ONU, que cumplen un criterio armónico preciso22: la parte menor es a la mayor como la mayor a la suma de ambas. Dicha armonía genera también la espiral de los moluscos (véase fig. 1) y otras varias estructuras de lo orgánico y lo inorgánico —por ejemplo, la distribución de las hojas en una alcachofa, las pipas de un girasol o el rizo de las olas—, exhibiendo un proceso que «construye cantidad sin sacrificar cualidad»23.

Pero la forma hubiese sido un principio interior, inmanente, y Newton descarta de modo expreso que el mundo tenga «alma» en su Escolio General a los Principia:

Este elegantísimo sistema del Sol, los planetas y los cometas solo puede originarse en el dominio de un ente poderoso, que no rige las cosas desde dentro, como un alma del mundo, sino como dueño. Y debido a esta dominación suele llamársele señor dios, pantocrator o todofuerza, amo, pues «dios» es palabra relativa, que se refiere a siervos24.

 

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Figura 1: Construcción de una espiral según la proporción áurea.

Dibújese un cuadrado de lado 1, añádase (siempre en la dirección inversa a las agujas del reloj) otro cuadrado de igual tamaño; luego se construye un cuadrado de lado 2 adyacente, seguido por otro de lado 3, y —siguiendo siempre en la misma dirección— añádanse cuadrados de 5, 8, 13, 21, 34, ... Uniendo los vértices surge la espiral.

 

Canon de esa teología política, un principio universal de desanimación o inercia invitaba a prever con «rigurosa exactitud» el movimiento de lo corpóreo, sugiriendo a las sociedades que confiaran en una ciencia matemática como heredera razonable del culto religioso. Contribuía decisivamente a ello que lo llamado «mundo» por el filósofo natural estuviese ya vaciado de espontaneidad. Era una colección de masas dispersas, que podrían considerarse tan pasivas como ordenadas si en sus desplazamientos siguieran una pauta expresable como función matemática. Y eso lo cumplió, con escueta elegancia, la famosa fórmula de que los cuerpos se atraen en razón directa de sus masas, e inversa al cuadrado de las distancias. Así se explicaban a la vez la caída terrestre de los graves y el orbitar de los planetas.

Pero la inmediatez física seguía en tinieblas, y someterla a esas leyes no hizo más accesible su realidad. El resultado fue que lo complejo quedó fuera por «caótico», como en el arte geométrico de Euclides, aunque éste y Galileo tuviesen diferentes razones para prescindir del cuerpo real. A los griegos les molestaba ante todo la desmesura de cualquier singularidad, y al científico clásico le molestaba ante todo su independencia. No en vano unos querían entender, mientras el otro prometía anticipar.

A partir del cálculo —un útil que los griegos tuvieron a mano y no desarrollaron como tal25, quizá rechazando el empleo de números «irracionales», y desde luego por carecer del 0—, cunde el criterio de que basta aislar los mecanismos, y el resto se sigue solo. Redúzcase un fenómeno a partes cada vez más simples hasta las que admitan ecuaciones de solución exacta y única (lineales)26, y recompóngase luego por suma. Es un método de análisis (del griego ana-lyo, «des-atar»), cuyo inconveniente yace en la recomposición, pues lo aislado o desatado se ha hecho más calculable, pero guarda tanta relación con el fenómeno original como un animal vivo y otro diseccionado. Aislar mecanismos solo funciona bien para objetos como el péndulo imaginario de Galileo, que oscila en un perfecto vacío y ni siquiera produce fricción entre su fiel y su pie. En efecto, aceptar siquiera eso (por no decir las distintas densidades del aire, y sus corrientes) introduciría ecuaciones no lineales —cualitativas— en su comportamiento.

 

  1. El lote de la intuición

 

El problema no es describir la realidad, sino aislar en ella [...] lo que resulta sorprendente en el conjunto de los hechos.

R. Thom

 

La nueva ciencia prometía fundamentalmente prever, induciendo un cambio notable en el significado de teoría. ¿Qué se entiende tradicionalmente por esa palabra? Mitchell Feigenbaum ofrece una buena definición indirecta, al decir que «el arte es una teoría sobre el aspecto del mundo para los seres humanos»27. Desde sus comienzos —que suelen fijarse en el hallazgo de un porqué para los distintos acordes musicales28theoreia es sinónimo de una contemplación privilegiada. Su privilegio o don es penetrar el aspecto sin dejarlo de lado, descubriendo un sentido que brota de él y se mantiene en él, como sucede con la compenetración de figura y fondo, fenómeno y fundamento.

Pero esto pierde vigencia, y teórico ya no será captar lo esencial de cierto campo, o conseguir —como todavía reclamaba Einstein— cierta visión interna, sino ofrecer una matriz de cálculo poco desmentida por los hechos, dotada de «alto valor predictivo». A finales del siglo XX es un lugar común, incondicionalmente aceptado, lo que manifiesta J.C. Slater en su conocido manual de Física: «Un teórico actual solo pide que sus teorías hagan predicciones razonablemente buenas sobre experimentos»29.

Nada semejante acontece antes de que la actividad científica se convierta en un destacado oficio, cuya consolidación va produciendo cantidades ingentes de puros datos. Apoyado sobre aparatos experimentales progresivamente sofisticados, el acto de teorizar es cada vez más una manera de «someter» grupos de acontecimientos a alguna «legalidad», y cada vez menos algo que ilumine el aspecto del mundo. Aunque cualquier teoría sea un paquete comprimido de información sobre cierto grupo de fenómenos, su objeto ha cambiado; ya no es lo real para una sensibilidad, sino algo que «los experimentos» no invaliden.

Eso ocasiona merma en lo observable mismo, dejando de lado aquella especie de luz o recuerdo que surge al captar la verdad de una cosa. Se descarta como caos, inesencialidad o resultado de observaciones defectuosas lo distinto del pronóstico infalible. Tras haber convertido la medida de un fenómeno en fuerza causante del fenómeno mismo, las nuevas «teorías» desarrollan líneas de trincheras a su alrededor, como bastiones en una guerra cuyas alternativas son someter el universo a leyes matemáticas, o bien conformarse con alguna fe.

 

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Ningún ejemplo más simple que el de las llamadas aberraciones lunares, esto es, los desacuerdos que se observan entre su trayectoria efectiva y aquella que le correspondería si obedeciese estrictamente a mecánica newtoniana. Una razonable explicación —a tantas aberraciones de hecho— es que hay cuerpos siderales aún no descubiertos, o mal evaluados en cuanto a su masa, pues en otro caso el movimiento de la Luna seguiría de modo exacto la ley del cuadrado inverso. Si esta revisión no ofrece los resultados apetecidos, parece que quedará en entredicho la teoría. Con todo, pasaron más de doscientos años antes de descartarla por semejante motivo30, y Lakatos sugiere por qué:

Un físico toma la mecánica newtoniana y su ley de gravitación, N, las condiciones iniciales aceptadas, I, y calcula con su ayuda la trayectoria de un pequeño planeta recientementemente descubierto, p. Pero el planeta se desvía de la trayectoria calculada. ¿Considera nuestro físico newtoniano que la teoría de Newton hace imposible tal desviación y, por tanto, que —una vez establecida— refuta la teoría N? No; sugiere que debe haber un planeta hasta ahora desconocido, p’, que perturba la trayectoria de p. Calcula la masa, la órbita, etc., de ese planeta hipotético, y luego le pide a un astrónomo experimental que compruebe su hipótesis. El planeta p’ es tan pequeño que posiblemente ni los mayores telescopios disponibles lo pueden observar, y el astrónomo experimental solicita una beca de investigación para construir uno mayor. A los tres años está listo el nuevo telescopio. Si se descubriera el planeta desconocido p’ el hecho sería saludado como una nueva victoria de la ciencia newtoniana. Pero no es así. ¿Abandona nuestro científico la teoría de Newton y su idea del planeta perturbador? No; sugiere que una nube de polvo cósmico nos lo oculta. Calcula la situación y las propiedades de esa nube, y pide una beca de investigación para enviar un satélite que compruebe sus cálculos. Si los instrumentos del satélite (que posiblemente son nuevos y se basan en una teoría poco comprobada) registraran la existencia de la hipotética nube, el resultado sería saludado como una sobresaliente victoria de la ciencia newtoniana. Pero no se encuentra la nube. ¿Abandona nuestro científico la teoría newtoniana, junto con la idea del planeta perturbador y la idea de la nube que lo oculta? No. Sugiere que en esa región del universo hay un campo magnético que perturba los instrumentos del satélite. Se envía un nuevo satélite. Si se encontrara el campo magnético, los newtonianos celebrarían una victoria sensacional. Pero no es así. ¿Se considera esto una refutación de la ciencia newtoniana? No. O se propone otra ingeniosa hipótesis auxiliar o... se entierra31.

Entre las últimas manifestaciones de este cinturón protector está la propuesta de que un quark32 podría desintegrarse en un neutrino, acoplándose con una partícula desconocida. Ello implicaría que el protón —parte esencial del núcleo atómico— es inestable, y que toda substancia física está llamada a desaparecer. Vienen entonces ciertos teóricos a predecir que el protón es efectivamente inestable, y para probarlo sugieren experimentos destinados a medir la tasa calculada de su desintegración. Los experimentos se hacen, y los resultados son muy adversos; el cálculo inicialmente propuesto no puede ser veraz, pues —de serlo—ya no habría protones en ninguna parte.

¿Queda entonces descartada la «teoría»? No. Sus propugnadores se ponen a barajar nuevamente números, deciden atribuir mayor masa a la partícula desconocida, y predicen que el protón se desintegrará, siguiendo una tasa bastante inferior a la antes propuesta. Para evitar nuevos reveses proponen varias tesis alternativas: si no se desintegrase a tal tasa se desintegrará por fuerza a tal otra, mucho más lenta. Y bien, nuevos y costosos experimentos muestran que el protón no se desintegra ni siquiera a una tasa cinco veces inferior a la tesis última. Pero esto tampoco desanima a los propugnadores de la teoría, que exigen experimentos más precisos y continuados, con el previsible beneplácito de laboratorios y experimentalistas. Si se hicieron 300 kilómetros de fotografías para encontrar la partícula ω-, ¿por qué no hacer varios miles para encontrar la inestabilidad del núcleo atómico, aunque de paso sea preciso crear grandes piscinas en minas de sal a enorme profundidad, y algunos otros desembolsos parejos?

Como comentaba Feynman, en 1983, «no sabemos si el protón se desintegra. Probar que no se desintegra es muy difícil». Los juristas llaman probatio diabolica al proceso de demostrar cualquier negación, y es llamativo que algunas teorías llamadas científicas no solo se defiendan con cuentas que salen, sino con cuentas que no salen. Lo que sin duda representa un gran éxito para el pronosticador de la naturaleza es poder exigir que los demás prueben lo contrario de su pretensión. Y así lo reconoce un físico contemporáneo, poco después de obtener el premio Nobel por su contribución a la teoría de las fuerzas electrodébiles: «nuestro progreso depende de que se demuestre que nos hemos equivocado»33. ¿Qué transformación subyace a estos cambios?

 

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El desfase más flagrante entre teoría y observación acontece a comienzos de siglo, cuando experimentos posibilitados por el hallazgo de la radiactividad muestren una conducta del átomo sencillamente imposible en términos de la dinámica clásica, marcada por algo que los físicos del momento no dudan en llamar pautas «locas». Ateniéndose a lo predictivo, Niels Bohr formula entonces un catálogo de reglas repetidas aunque inconexas —del tipo «si tal cosa ocurre cabe esperar tal otra»—, que algo más tarde acaba presentándose como legalidad cuántica.

La gravitación pudo también presentarse como ley —no como mero fenómeno repetido— cuando Newton supo formularla numéricamente, con el deslizamiento de la fuerza a una función matemática, y de la función a una fuerza. Aunque Newton siempre mantuvo que la gravedad no era causa de sí sino efecto de otra cosa (que él trató de hallar en la dinámica del «éter»), sus herederos olvidaron de inmediato esa incómoda opinión34. Lo mismo sucedería con el concepto de campo, introducido por Faraday y Maxwell como artificio alegórico (por ser «la tensión de una membrana, sin membrana»), ante todo útil para exponer las ecuaciones del electromagnetismo. Bastarán pocos años para que lo alegórico se entienda de modo literal, sugiriendo a Einstein definir la materia como lugar donde «el campo» es especialmente intenso.

Por lo demás, Bohr estaba importando la Crítica de la razón pura al terreno de la física fundamental. A su juicio, la situación exigía renunciar a pretensiones de objetividad —empezando por «la relación de causa a efecto»—, pues «nuestro trabajo no consiste en descubrir cómo es la naturaleza, sino en qué podemos decir sobre ella»35. Entre una y otra medición el estado cuántico de un sistema no tiene entidad propia, y es mero resumen de «lo que uno conoce». Más kantiano que Kant (cuyo criticismo decretaba limites irrebasables para la especulación metafísica, pero no para el método científico), Bohr entiende que el equivalente objetivo de los fenómenos subjetivos —lo llamado noúmeno o cosa en sí por Kant— es demasiado hipotético. Bien podría no haber un correlato externo a la experiencia informada del mundo atómico (el llamado nivel cuántico), con lo cual el ámbito de las cosas en sí se reduce a «aspectos complementarios de la experiencia». Eso separa a Bohr de Louis de Broglie y otros colegas de la época, que aluden a «perturbaciones» de la realidad por los instrumentos de medida.

En vez de objetos, medidas: la mecánica cuántica era un proceso de cálculo, sin pretensiones de teoría sobre un ente hipotético como el universo, que implica cierta totalidad autocontenida, coherente. De ahí que pocos se hayan acercado a Niels Bohr en franqueza, rigor y pesimismo epistemológico. Ofrecía un sistema de reglas prácticas, con atajos justificables desde esa perspectiva36, que salvaba las paradojas más feroces del momento37. Quienes le ayudaron decisivamente en la tarea38 coincidieron en pensar que dicho sistema era insostenible como teoría, carente de ese acercamiento al interior de las cosas que llamamos objetividad. Pero no tardará en presentarse como superteoría, compendio del «más exacto, misterioso y mágico sentido»39, sugiriendo a físicos actuales —como Stephen Hawking- que «estamos llegando al final en la búsqueda de las leyes últimas de la naturaleza». La ventaja de la superteoría será poder presentar nada en forma de algo, y algo en forma de nada, allí donde haga falta. Con todo, un poco de memoria ayuda a relativizar explosiones semejantes de entusiasmo. Sin retroceder demasiado, William Thompson, más conocido como lord Kelvin, decía en 1898:

Hoy la física forma, esencialmente, un conjunto perfectamente armonioso, ¡un conjunto prácticamente acabado!40

 

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