Para Jorge Ivánez, espejo de generosidades

 

 

 

 

 

 

  1. Bangkok
  2. Samui
  3. El país de los viet
  4. «Moral Philosophy»
  5. Singapur
  6. El monzón de invierno
  7. No engañéis, y no seréis engañados
  8. Yangón y la vieja Rangún
  9. Tailandia como tigre asiático
  10. Entre dos aguas
  11. Tiempo muerto
  12. Manaus
  13. Aires porteños
  14. El civismo recobrado

 

 

 

 

Bangkok

 

3/8 de 2000

Hay trece horas de avión por delante, desde el ascua de luz parisina que vamos dejando atrás hasta los paisajes ignorados de Tailandia. Llevo el corazón muy maltrecho. Hace medio año me separé de una mujer a quien había prometido no dejar nunca. Antes de confesarle que hice un hijo con otra huyo a la cara opuesta del mundo, para no asistir al dolor causado por la confesión en mi antigua casa, un dolor que me resulta insufrible, desmedido, monstruoso. Tengo razones para romper ese matrimonio, desde luego, pero nada cambiará que podía haberme sacrificado y no lo hice. Es algo que repite el ánimo cada mañana cuando despierto, percibiendo el atardecer avanzado de la vida como una navegación diametralmente distinta de la previa. Siempre recorrí el filo de la navaja, guardado por una alegría estoica que repartía suerte en los peores percances. La propia estima quedó enganchada al dar el último salto, y ahora toca seguir con pasiones que gobiernan mezquinamente, como el metabolismo.

La cobertura profesional es un proyecto —«Causas de la pobreza y la riqueza en Oriente y Occidente»—, aceptado como año sabático por mi universidad y otra de Bangkok. Quizá no encuentre nada valioso en esta dirección, aunque a efectos académicos baste reunir datos. Hasta hace poco miraba todo por el filtro Aristóteles-Hegel. La zozobra personal coincide con el redescubrimiento de Hume, que propone una razón no hipotecada a arrogancias. Es arrogancia ver el designio como origen de realidades que cambian sin pausa, unidas a prosaicas ventajas comunes. Por ejemplo, se dice que acatamos un gobierno porque nuestros ancestros concertaron cierto pacto, lo cual complace al amor propio humano. Pero ¿qué les llevó a pactar, replica Hume, aparte de su propia conveniencia? Como la razón y el interés coinciden aquí, en situaciones catastróficas hará falta mucho gobierno, no así en otras. Imaginar que el Estado puede asumir funciones de redentor moral opone altruismo y egoísmo sin cordura, decretando filantropías forzosas que se resuelven en obediencia ciega a algún yo con nombre y apellidos.

 

4/8

Novedad y fijeza. Algunas cosas nuevas pasan desapercibidas, quizás por lo mismo que nuestra atención se concentra sobre objetos en movimiento. Los trozos inmóviles de un paisaje han de mirarse uno a uno antes de aparecer, y los trozos nuevos tener algo previsto o no nuevo para destacarse. El desafío de explicar esta ocurrencia me acomete en la gran cama doble del hotel en Bangkok, recién tragada una pastilla de somnífero con cerveza local y un buen chorro de tequila, a efectos de contrarrestar el jet lag. Pasados unos veinte minutos, el ánimo apenas atormenta.

Útil sin duda para atender a peligros, la fascinación del ojo ante lo móvil explica por qué resulta tan común obrar de manera patosa en bares con marcha. El irreflexivo los recorre de una punta a otra mirando ciegamente, hasta darse a menudo de bruces con otros parroquianos. Como aspira a captar todo sin demora, apenas ve nada y encima es visto de lleno, poseído por una mezcla de prisa y avidez que no exalta su encanto. Por eso digo a los hijos —según van creciendo— que estar provechosamente en estos lugares pide economía de movimientos. Por ejemplo, conseguir una bebida y buscarse algún sitio desde donde observar muy tranquilamente, única manera de saber si hemos llamado la atención de alguien por el buen método, que es interceptar su mirada por sorpresa. Los seductores observan inmóviles y con sigilo, en contraste con la legión de mirones o seducidos. No olvidan que lo móvil sólo puede captarse de manera borrosa. Ver, en sentido propio, reclama que observador y observado se detengan por completo, siquiera sea un instante.

Una distancia parecida entre mirar y ver depende de lo novedoso. Si el paisaje es radicalmente nuevo conmueve en principio menos que acompañado por novedades de segundo orden, como cuando en un museo topamos con cuadros o esculturas ya familiares. La pagoda sólo ahora es tridimensional y tangible, aunque estaba esperando en la memoria. Lo mismo puede decirse del rostro asiático, y casi de cualquier otra cosa. En vez de raro el paisaje resulta entonces pintoresco, caricatura de lo propiamente extraño o nuevo. De ahí que ni el aeropuerto ni el largo recorrido hasta el centro de Bangkok ni el hotel hayan sido sino un tránsito de copias planas a originales cúbicos, de algunas reproducciones a sus objetos. Lo más próximo a una sorpresa —y de mal agüero— es ver hasta qué punto quienes trabajan en la calle llevan puestas máscaras, unas veces como las que usa el personal de quirófano y otras veces más aparatosas. La primera novedad real llega horas más tarde, cuando empieza a hacerse de noche y miro por la ventana de un séptimo piso.

Entre aguacero y aguacero se perfilan pequeñas viviendas y grandes rascacielos aislados, no pocos de ellos inconclusos. Hijos de la crisis desatada en 1997, estas mastodónticas estructuras de metal y hormigón han quedado en esqueletos, faltos del revestimiento y los servicios internos que demandaba su cuerpo total. De la euforia inmobiliaria restan edificios como el Baiyoke Sky II, que desde su mirador de la planta 89 domina un enorme horizonte llano, cubierto todo él por obras humanas y espesa polución. Ni eso ni algunos hoteles lujosos afecta al hecho de que Bangkok sea una megalópolis de casitas renegridas. Calle a calle, el cableado de la luz y el teléfono cuelga en inextricables y cochambrosas madejas, sujetas por postes de hormigón a la altura de los entresuelos. El alcantarillado, que corre bajo las aceras, está presente a través de periódicos respiraderos, por donde rebosa al poco de caer una tromba de agua. Los cables se encofran y las aguas van por cañerías en el estrato que podemos llamar arriba, propio de inmuebles con más de quince o veinte pisos. Abajo, a pie de calle, la decoración recuerda Blade Runner, con minúsculos puestos protegidos de la lluvia y el sol por paraguas. La circulación peatonal se parece al entrar y salir de algún estadio. El tráfico rodado quiere adaptarse a la vida del arriba, pero las estrecheces del abajo lo condenan a convertirse en un ruidoso coágulo.

Al fin algo imprevisto: una división vertical en vez de horizontal del territorio. Aunque no deje de haber barrios ricos y pobres, esa diferencia suele desarrollarse dentro de la misma manzana, comenzando por las hediondas aceras y terminando en el lujo de áticos ajardinados. La visión no tranquiliza a alguien que padece vértigo, pero el combinado de alcohol y benzodiacepina baja piadosamente el telón.

 

5/8

Encuentro hierba por procedimientos indirectos. Cerca del hotel —que es el aceptable Indra Palace— hay una sastrería para aficionados a la seda, y bastó echar una ojeada al escaparate para que un dependiente saliera y me invitase a entrar. Hablaba un inglés impecable, rondaría los veinticinco años y pensé que si me compraba un pantalón podría pedirle que lo llevase al hotel para la prueba definitiva, momento adecuado a efectos de entrarle con demandas de cáñamo. Los peligros aparejados a ser descubierto con alguna droga ilegal en Tailandia aguzan el ingenio y aflojan la cartera; en este caso, hasta el punto de comprar un pantalón de seda salvaje anormalmente caro y feo, negro para más señas, que al copiarse fielmente del mío cargó con unas pinzas ridículas, dado el apresto de la tela.

La estratagema está a punto de naufragar dos horas después, cuando quien viene a traerme la prenda es un primo del primero, más joven aún y poco fluido en inglés. Le doy una buena propina y pregunto por «grass, marihuana», a lo cual responde girando la cabeza mientras mira al techo, como si no entendiera. Una vez solo, estoy maldiciendo la torpeza de todo el asunto cuando llama por teléfono Johnnie, el sastre bilingüe. Algo más tarde estamos hablando relajadamente en la habitación. Su lacónico primo me había dado la primera clase asiática de modales; no asintió ni negó, se abstuvo de intervenir inmediatamente.

Hijo de padre indio y madre thai, Johnnie fue enviado a California para estudiar ingeniería industrial, pero la ruina del negocio familiar —con la crisis del 97— le trajo de vuelta, y ahora trabaja como empleado en la tienda de otro indio. Su mediación me procuró una bolsa ni grande ni pequeña, capaz de colocar bastante pero de un material húmedo y con semillas a granel, francamente incómodo de manejo. Jamás había visto hierba tan aplastada y como mojada, que requiere deshebrarse para mezclarla con tabaco, y aun entonces tiende a apagar el pitillo sin pausa. Johnnie no quiere ni hablar de buscarme el famoso caballo blanco de estos lugares, alegando que «la clase de gente» relacionada con su uso es muy poco recomendable. Tampoco se aviene a encontrar lo que antes llamaban ice y ahora llaman iabba, que es un poderoso estimulante (dexanfetamina) consumido por camioneros, peones y el tipo de infeliz que emplea crack en los Estados Unidos. Como alternativa sugiere una cocaína muy cara, propia de «gente más recomendable». Nada podría interesarme menos.

 

6/8

Limitado así mi botiquín, pero repuesto del largo viaje, la terapia antimelancolía sugiere entregarse a masajes —reeditando las ya vetustas promesas de Emmanuelle Arsan—, mientras un sentimiento más parecido a la obligación propone echarle una ojeada a la ciudad. Conozco los alrededores del hotel, agobiantes en medida considerable por la combinación de mal olor variado, muchedumbres peatonales y conductores que intentan meterle a uno en sus sospechosos vehículos, desde triciclos con motor a limosinas. Para desbordar ese estrecho perímetro hacia alguna parte visito la Capilla del Buda Esmeralda, aunque todo tipo de templo —y especialmente los monoteístas— suela causarme fastidio e incluso ataques de alergia cutánea, como a los denostados Dracul de Transilvania. Este templo no es aparentemente monoteísta, y en realidad se dedica a un mortal tan frágil como el príncipe Sidharta, aterrado ante ciertas circunstancias —dolor, decrepitud, soledad— que otros dan por elemental lote de la vida. Ya en estado agónico, Hércules propuso abandonar con alegría un don que no pedimos, convirtiéndose en héroe del estoicismo. Sidharta Gautama, héroe del budismo, propuso el desapego mucho antes de acercarse al estado agónico, ya de joven. A Hércules apenas le erigieron santuarios, mientras al Buda siguen erigiéndole santuarios grandes y pequeños en cada casa, como al Crucificado.

Sin embargo, es más fácil renunciar a la vida muy poco antes de perderla que casi desde el principio, cuando está en gran medida por delante. Hace falta mucho descontento para renunciar firmemente y por principio a los deseos, hasta el extremo de llamar feliz («buda») a quien logra su aniquilación («nirvana»). A los que no fueron bendecidos por el vigor ascético del Maestro ¿qué les queda sino introducir hipocresía en su «espiritualidad»? Visto desde esa perspectiva, todo lugar consagrado es un enclave del enemigo tanto como Fátima y Lourdes. Inmersos en planes de renuncia meramente verbales, sus feligreses olvidan que sería digno morir de viejo, por accidente o suicidado, en vez de haciendo cola para perpetuar miserias. Un alto grado de hipocondría quizás sea inseparable del fervor por alguna religión positiva.

Por lo demás, la capilla del Buda Esmeralda —encuadrada dentro del complejo que llaman Grand Temple— merece visita, aunque sólo sea para comprobar hasta qué punto los amos orientales dispensan a su plebe obras de orfebrería y arquitectura, no tan lejanas al museísmo de repúblicas laicas. Allá en lo alto, como un pigmeo hecho todo de jade y sentado en un trono de oro, el Maestro corona una sala de grandes dimensiones donde ningún centímetro carece de lujosos adornos. Rodea su altar un ornamento parecido a las afiligranadas custodias de algunas catedrales europeas. El trabajo de tantos artesanos resulta especialmente apreciado por quienes hacen ofrendas, o rezan a iconos particulares con gesto de devoción intensa. Paredes, techos y suelos se adaptan al propósito de mostrar o aparentar que absolutamente todo está hecho de marfil, piedras y metales preciosos, cosa notable teniendo en cuenta que el templo celebra al más ascético de los mesías conocidos, un puro eremita. Para no mostrarse irrespetuoso con este fakir el visitante debe descalzarse y vestir con decencia, evitando manga o pantalón cortos y calzado por donde asome parte del pie (sandalias). La elección es descalzo o con zapato cerrado.

Para el laico ambas opciones son insatisfactorias. Los pies se cuecen dentro de un zapato, o se abrasan —además de ensuciarse indeciblemente— si van al aire. Con los míos cocidos, buscando refugio para el pavoroso sol de poniente, el taxi que me trajo desde el hotel ofrece una atmósfera gélida y chorros de aire acondicionado dirigidos al pecho. Siendo él un devoto budista, pregunto si Buda es un hombre o un dios. Tras breve pausa responde que fue un hombre, y murió. Pregunto entonces por qué es tratado como si fuese un dios, y supongo que está pensando largamente su respuesta. Pero me equivoco, porque su siguiente alocución es proponer que visitemos otros templos, o la gran tienda gubernamental dedicada a vender joyas. Rechazo ambas cosas, y como el tráfico de esta ciudad resulta lento hasta la exasperación tengo tiempo de leer algunas enseñanzas del príncipe Sidharta. Según parece, su primera iluminación le puso de manifiesto que:

De la ignorancia vienen los sankharas.

De los sankharas viene la conciencia.

De la conciencia vienen el número y la forma.

Del número y la forma vienen las seis provincias.

De las seis provincias viene el contacto.

Del contacto viene la sensación.

De la sensación viene la sed.

De la sed viene el apego.

Del apego viene la existencia.

De la existencia viene el nacimiento.

Del nacimiento vienen la vejez, la muerte, la tristeza, los lamentos, el dolor, el abatimiento, la desesperación.

Mi texto no aclara qué sean los sankharas, si bien su situación —entre la ignorancia y la conciencia— ya sugiere algo. Otras páginas me desorientan por el uso meramente ordinal del número. Hay seis provincias, ocho sendas para evitar el karma o causalidad,1 treinta y cuatro residencias, trece defectos, ciento siete peligros, sesenta y ocho desviaciones. Cuando la cantidad no deriva de alguna cualidad previa se convierte para el occidental en una determinación arbitraria, mareante. Como decía Spinoza, ninguna esencia puede ser 21, 7 0 244.

 

7/8

He tenido bastante de estupas, incienso, purpurina, guardianes-dragón de grandes dimensiones y otras lindezas sacras, siquiera sea hasta hacerme con algunos conocimientos sobre antropología, historia y economía del país. De hecho, mi zozobra sentimental bien podría ser a fin de cuentas andropausia, una senilidad que llama a no practicar renuncia alguna; a escapar de la desesperación precisamente por la otra puerta del escenario. Tras recorrer un enclave de compraventa sacra toca visitar lugares de compraventa carnal, establecimientos que el credo budista define como «impropios» no sólo para el clérigo sino para el laico. Por otra parte, no puedo salir del hotel sin que se me pegue el taxista de ayer, que hoy me presenta a su obeso tío como cicerone excepcional, provisto de un coche más amplio y presto a hacer precios mínimos para cualesquiera carreras. Como en otros lugares poco industrializados, aquí se patrimonializa hasta la relación más episódica.

Hoy me dejo llevar por ese sujeto a cierto antro lleno de turistas borrachos, la mayoría italianos, donde unas infelices abren botellas de Coca-Cola con la vagina (sólo Dios sabe materialmente cómo) y lanzan pelotas de ping-pong usando el mismo órgano. Una se mete allí muchas cuchillas de afeitar unidas por un hilo, y otra usa su genital para dar chupadas a un cigarrillo, objeto que cierto parroquiano chillón apura luego con aparente deleite. Me abochorna colaborar en la existencia de pocilgas humanas, aunque sólo sea por haber pagado entrada. El nuevo taxista es sin duda un cetáceo maligno, pero desasosiega pensar que tengo por delante muchos meses de ser un supuesto ricacho a desplumar, gracias al cual prosperan lugares así e incluso crímenes tan abyectos como la corrupción de menores.

De vuelta al hotel, veo que en un pequeño solar muy próximo se arremolinan adolescentes de ambos sexos. Ya es medianoche pasada, y pregunto a uno de los porteros qué pasa. Contesta que es «cine privado». Viendo que no entiendo su explicación, añade:

—Algunos comerciantes indios alquilan un televisor con vídeo, junto a paquetes de tres películas. Veinte o treinta jóvenes se reparten el precio, y pasan la noche entretenidos. Durante el día muchos trabajan por aquí, en tiendas y oficinas.

Como el evento está a unos pocos metros (y sigo a la vista de los porteros), me acerco hasta el sitio, donde un par de adolescentes con gesto de pocos amigos parecen cobrar algo parecido a una entrada. Al fondo del minúsculo solar se divisa un aparato rodeado por televidentes, unos pocos acomodados en sillas plegables y el resto de pie o sentado en el suelo. Deben estar al final de la primera película, o al comienzo de la segunda. Lo que ahora proyectan pertenece sin duda al género llamado de acción, con coches en llamas y grandes explosiones.

 

8/8

Nuevo encuentro con el sastre bilingüe. Al parecer, la obsesión antidroga corre pareja aquí con una enorme oferta, que añade a marihuana y a la heroína blanca (o «tailandesa») cantidades no menos formidables de estimulantes anfetamínicos, cuyo comercio se persigue con especial rigor. La televisión retransmite semanalmente ejecuciones de traficantes, un espectáculo que las autoridades consideran «disuasorio», aunque la pena capital por estos asuntos lleve medio siglo en vigor aquí. El gobierno inserta también anuncios televisivos y murales como el que dice «Las drogas nunca ayudaron a los afortunados».

Una parcialidad semejante conduce de inmediato a la parcialidad inversa —esto es, que las drogas ayudan a los desafortunados—, confirmando la observación hegeliana de que nada real cabe en un juicio remotamente parecido al de A es B. Y aunque este año en Asia puede hacerme cambiar de idea, Tailandia pasa por ser en el Sureste lo que Colombia es en Iberoamérica: un centro de refinado, empaquetado y exportación de drogas ilícitas al resto del planeta. A juzgar por las declaraciones gubernamentales, ni la policía ni el ejército tienen la menor implicación en el tráfico, y sólo unos pobres diablos dirigidos por extranjeros (ante todo birmanos y laosianos) se dedican a mover toneladas de heroína por estos andurriales. Al mismo tiempo, es conocido el nexo entre severidad legal y contaminación institucional en lo relativo a tráfico de drogas, y buena parte de los países que lo castigan con pena de muerte no sólo son productores sino exportadores. La severidad legislativa funciona como advertencia dirigida a foráneos y a toda suerte de meros aficionados, que mejor se abstendrán de intervenir.

 

9/8

Allá por los años cincuenta, los españoles inquietos ansiábamos oír las primeras guitarras eléctricas antes que el menú habitual de Juanita Reina o Antonio Molina, si bien era muy infrecuente que esas grabaciones se escucharan por la radio y en lugares de baile, donde sonaban boleros, rancheras y pasodobles. Luego vino Presley a fundir country blanco con rythm&blues negro, y apareció un rock que pronto obtuvo difusión universal. Lo que había de música campera anterior a Elvis siguió reservado a yanquis, aunque a través de Dylan y los grandes grupos ingleses irrumpiese algo después en Europa. De modo que cuando llegué a Bangkok esperaba oír de fondo cualquier cosa, desde las campanitas disonantes para nuestro oído a productos en la línea disco o tecno. Pero el hilo musical en tiendas y ascensores, las cassettes preferidas del taxista e incluso los grupos que tocan en vivo reproducen más bien el viejo country de Hank Williams y Jimmy Rogers, sin decidirse aún a dar el salto hacia manifestaciones posteriores del fenómeno. El coffee-shop del hotel ofrece por las noches una banda de tres filipinos (dos hombres y una mujer, ayudados por una caja de ritmos) que toca como los ángeles ese senecto estilo, aunque su público sean cuatro o diez distraídos clientes. Y al escucharla —aguzado el oído por la hierba del país— uno disfruta de la nitidez y la pausa, esos elementos musicales abolidos desde el punk. Pocas notas, de diferente duración y separadas por silencios, son lo opuesto de atropellarse muchas, largas y cortas, sin mediar silencio alguno entre ellas.

Romper con lo nítido y lo pausado puede atribuirse al rock mismo, que quiso hacerse más irresistible o abrumador con el curso de los años, sin conseguir otra cosa que un trueque de ligereza por pesantez. Pero lo heavy, a despecho de su evidente infantilismo, no está reñido con declaraciones musicales claras, e incluso cabe decir que algunos grupos de esa cuerda tocan a veces (muy pocas desde luego) con claridad. Me inclino a pensar, pues, que el gran barullo borroso, con alguien que vocifera sin pausa, viene de confundir ese compás con una filosofía vital, trasladable ad libitum sobre pentagrama mientras su adepto suba el volumen de los amplificadores y acompañe el voluntarismo con señales de autenticidad, también llamadas «alma de rock & roll». Cualquiera podía hacerlo mientras tuviese desenvoltura y ruido de fondo sostenido, como empezaron probando los Sex Pistols. Así, durante dos décadas componer y tocar se democratizó en extremo, liberándose de la tirana inspiración y la trabajosa formación. Su contrapartida sería cambiar declaraciones musicales precisas por coreografías centradas en identidades de barrio.

El estilo campero americano empezó a parecer hortera en Europa ya a principios de los sesenta, no sin motivo. Es en realidad un vals apto para gente un tanto sencilla de espíritu, con letras que hablan de propia estima en coyunturas adversas. Su diferencia respecto de otros géneros con letras que narran des dichas está en el contrapunto de un compás sin tortura ni suspense, parecido al trote de un caballo, donde el componente melancólico no le arruina su positividad básica a quien soporta las contrariedades robustamente. Di a Laura que la quiero, la antigualla de ese tipo que más veces he oído sonar por aquí como tonada de fondo, cuenta la historia de un conductor de coches de carreras que se estrella, y quién diría que iba a sonar ahora tan bien o mejor que entonces, a tantos kilómetros de su sede. Desde esa perspectiva, hasta inspirados pioneros del rock como Chuck Berry o Jerry Lee Lewis parecen vendidos en demasía a las metas del guateque.

Pero sospecho que el rock se merece la decadencia. Sexista, efectista y trivial, largas décadas de hegemonía no le evitan estar sumido en estado de coma o poco menos. Hoy sigue pareciendo innecesario tener inspiración o estudiar armonía, si bien ya no es forzoso cubrir la falta de declaración musical con notas que se atropellan. Ahora el DJ elige un pasaje de cualquier grupo previo —digamos la línea del bajo en una canción de Pink Floyd—, la recicla a voluntad con sintetizadores y usa ese material como soporte, complementado en vivo por manipulaciones de otros discos, un micrófono con filtros y toda suerte de elementos pregrabados, produciendo una pieza modificable a cada instante, que ofrece a su pastillero público sonoros crescendos terminados en diminuendos muy sutiles, desde los cuales el tema se reconstruye poco a poco hasta alcanzar un nuevo clímax.

Ajeno a ambos extremos, prolifera por estas tierras un estilo en buena medida paleto —oriundo del sur norteamericano—, que a los europeos e iberoamericanos no les vende hoy ni medio CD. El cartesiano apuntará como motivo la embajada norteamericana, un sólido edificio situado en el centro de Bangkok que fue construyéndose mientras crecía la guerra de Vietnam. Pero seguir a los Estados Unidos en gustos le pasa a casi todo el mundo, especialmente cuando somos adolescentes. Le debo a mi santa madre el primer giradiscos o picú; y le debo a Bangkok que los discos de aquel picú hayan resucitado, gracias a un trío que interpreta divinamente el estilo campero de los yanquis. Esa música dulce, pausada y casi siempre ñoña, impermeable a modas, tiene la virtud de otros tantos géneros sin pretensiones: más o menos inspirada, cada canción apoya su letra mediante una melodía precisa, reforzando la nitidez del conjunto con silencios más o menos prolongados. Sin velos coreográficos, practica un orden de intervención y pausa que el rock fue olvidando progresivamente, hasta dar con sus huesos en la cárcel del barullo.

 

10/8

Thai significa «libre», un adjetivo que no tienen ni los chinos ni los indios. Para un chino, pobre o rico, lo equivalente sería «firme y correcto»; para un indio, quizás «compasivo» o «sereno». Según las guías, para el indochino —y en particular para el tailandés— ser libre es sinónimo de dignidad y contento. Obligados a luchar contra birmanos y jemeres de Camboya, los thai se sienten más orgullosos de haber sabido torear las ambiciones expansionistas de esos vecinos que de haberles derrotado en campos de batalla. Por otra parte, «libre» designa —como en Grecia y Roma— a la persona que nunca fue esclava o que obtuvo en su día una carta de manumisión. Otra cosa es el culto a la libertad como valor político supremo, tan característico de sociedades avanzadas.

Eso sugieren los primeros datos sobre temperamento nacional, tomados de algunas guías voluminosas y del excelente Bangkok Post, un periódico con escasa tirada (en torno a 50.000 ejemplares) que recibe el papel gratis del gobierno. Albergo dudas sobre la existencia de temperamentos nacionales, pero acabo de llegar y debería parecerme lo más posible a una esponja. Paso los días sentado en la mesa de un café u otro, viendo pasar a la gente, tragando polución y comiendo los picantes alimentos que ofrecen, mientras apuro la History of Freedom de Acton. Su primera página contiene ya un pensamiento memorable:

Siempre fue realmente reducido el número de los auténticos amantes de la libertad; por eso, para triunfar, frecuentemente hubieron de aliarse con personas que perseguían objetivos bien distintos de los que ellos propugnaban. Tales asociaciones, siempre peligrosas, a veces han resultado fatales para la causa de la libertad, pues brindaron a sus enemigos argumentos abrumadores.

Semejante tipo de alianza pudiera estarse produciendo ahora en Tailandia, y no tanto porque el liberalismo pacte con gorilas autoritarios como porque tiene algo de mero barniz, aplicado sobre una sustancia que le es radicalmente ajena. En el proceso de mímesis —que venera objetos y gestos occidentales— nada les importa menos a pobres y ricos que aquello esencial para el liberalismo. Acton lo define con soltura en una de sus cartas: «Ninguna clase es apta para el gobierno. La ley de la libertad tiende a abolir el reinado de las razas sobre las razas, de las creencias sobre las creencias o de las clases sobre las clases.» Este concreto programa político podría tener aquí pocos adherentes.

El televisor de la habitación, ininteligible por lo que respecta al idioma, es otra fuente caudalosa de información. Con un tamaño muy parecido al de España, y casi el doble de habitantes, Tailandia tiene 18 canales de alcance general, tres de ellos dedicados las veinticuatro horas del día a enseñanza, gracias a profesores que llenan pizarras sin parar con ecuaciones, caligrafía y gramática. El resto de la programación se asemeja notablemente a la nuestra: informativos donde ante todo vemos al equipo gubernamental, variados culebrones, algunos documentales y continuas películas rodadas en Hong Kong, muy truculentas. Una severa censura corta cualquier desnudo o procacidad, y cuando la escena es larga —como en Instinto básico— desdibuja la pantalla en el sitio donde aparecen senos y nalgas, o cubre esas vergüenzas con un disco opaco. Alta tecnología al servicio de fines pretecnológicos.

Mientras el totalitarismo de derechas o de izquierdas aún conservaba visos de viabilidad y justicia, allá por los años sesenta, la opinión pública soportó de mala gana la masacre de vietnamitas apoyada sobre superfortalezas volantes B-52, que partían de bases tailandesas. «Estudiantes e intelectuales» —titulares de toda protesta en aquellos tiempos— entregaron vidas y haciendas por la causa de echar al ejército norteamericano de Siam. Pero los generales no soltaron su presa, y en esta ocasión —como en otras dieciocho del presente siglo— volvieron a protagonizar golpes de Estado, casi siempre incruentos, hasta acabar inventando un partido de sospechoso nombre (el NPCP o Partido Nacional para la Conservación de la Paz) que se reservó hasta hace poco la mayoría en el Senado del país. La esperanza actual es el TRT (Thai Rak Thai, rak significa «amar») del magnate Thaksin, una formación de corte nacionalista —para variar—, que promete abolir la pobreza y no seguir pidiendo préstamos ni moratorias al FMI. Como una de las características del discurso político local es el estilo indirecto, algunos leen en ese programa que —cruelmente agraviada por las acusaciones de corrupción e inmovilismo económico— Tailandia ha decidido no pagar los próximos vencimientos de su crédito. Eso no cambiará que sea —por orden de importancia— el séptimo deudor del Banco Mundial.

Es estimulante que todavía no haya un partido político llamado Españoles Aman Españoles, aunque el País Vasco lo tenga a punto de caramelo.

 

11/8

No es fácil estudiar historia de Tailandia, y las dos guías que manejo ofrecen una versión algo distinta de la que evoca el CD de la Encyclopaedia Britannica. Según las primeras, en este país el reformismo democrático viene del rey Mongkut o Rama IV (1851-1868), de la dinastía Chakri, un hombre muy notable que pasó tres décadas como monje, aprendió entretanto varias lenguas, diseñó una interesante reforma de la regla hinayana (todavía muy minoritaria) y tuvo tiempo para reinar como un ilustrado, haciendo casi cien hijos con docenas de esposas y concubinas. Le correspondió un periodo de revoluciones sin guillotina, como la Meiji japonesa o La Gloriosa en España.

La herencia de Mongkut se sostiene sobre monarcas educados por europeos o en Europa, y llega hasta el actual Bhumibol el Grande o Rama IX, un hombre de setenta y tantos años, entre cuyas iniciativas está una gran red de piscifactorías. Siam, llamado Tailandia desde 1939, fue —con Birmania— la fortaleza más tolerante y próspera de su zona hasta que el intento de sustituir al monarca absoluto por un rey constitucional disparó disputas crónicas entre realistas (militares) y demócratas (empresarios), por ahora resueltas con un reparto desigual de poderes. Mediadores entre ellos, los Chakri simbolizan una tradición que empezó aboliendo la esclavitud y la corvea o tributo de trabajo, y que acabó estableciendo elecciones generales, escolarización obligatoria, salario mínimo y otros logros occidentales, aunque la mayoría de estas instituciones se mantenga en el plano del buen propósito, sin impregnar la realidad de todo el territorio.

La Britannica añade algunos detalles de color, como que en los años treinta el país experimentó una fiebre imitadora del fascismo italiano, culminada poco después con la larga dictadura autárquica del oficial de artillería Phibun Songkhram, cuya férula abarca en realidad desde 1932 hasta 1995, pues si bien cedió el testigo —a otro autócrata del estamento militar en 1957, que se lo cedió más tarde a otro, y éste a otro—, el primer gobierno propiamente democrático llega en 1993, y es sustituido (según dicen, gracias a un tremendo fraude electoral) por el partido Nueva Aspiración del general Chavalit Yongchayudh en 1995. Otro detalle omitido por las guías es que Tailandia declaró la guerra a los aliados, se alineó resueltamente con Japón e incluso invadió Laos y Camboya al amparo de esa alianza.

A la vista de estos antecedentes, ya me asombra que no vayan peor las relaciones entre unos poderes y otros. Hijo de Chulalongkorn, que era la llaneza misma, Rama VII (Prajadhipok) estudió filología inglesa en Cambridge, compuso libros propios, hizo y encargó traducciones; pero nunca pudo con el peso de su presunta naturaleza divina, y pasa a los anales como un rey extravagante en el gasto, defensor de la monarquía absoluta, obligado a exiliarse en 1932. Su hijo y nuevo monarca Ananda Mahidol (Rama VIII) fue muerto de un balazo en 1946, sin haberse aclarado hasta ahora ni autoría ni móvil.

También interesa que desde los años cincuenta la relación con los Estados Unidos sea estrecha. Entre 1965 y 1975, por ejemplo, la ayuda estadounidense se acercó a los 300 millones de dólares, cifra descomunal para un país cuyos presupuestos anuales rondaban los 100 millones. Póngase, pues, cierto paréntesis al tópico de que el país nunca se ha sometido a regímenes exteriores.

El peligro del ideal comunista, tan decisivo como excusa para ejercer diversas modalidades de gorilismo en los años previos, suscitó con su ruina una apertura seguida por boom económico, que acabaría inquietando a los guardianes del privilegio y cristalizó en el golpe de Estado de 1991, cuando los militares entregaron el poder al recién formado NPCP. Desde entonces hay un balanceo entre el protectorado ejercido por sus tradicionales señores de la guerra —a cuyo juicio la democracia es mera «plutocracia»— y primeros ministros de extracción popular, progresistas como el que más, pero incapaces de torcer la tradición. Los cínicos dicen que nada cambiará en el fondo, si bien la opinión pública forzó en 1997 el despido de Chavalit, su último general factótum, y a partir de ese momento el país ha dejado de figurar entre los diez más corruptos del planeta. Gracias a Internet obtengo este dato de Transparency International, que desde su sede berlinesa elabora anualmente el índice correspondiente.

Farang, el nombre que los thai dan a cualesquiera occidentales, parece ser una forma abreviada de farangset, «francés» (français), y se remonta a finales del siglo XVII, cuando uno de los reyes del periodo Ayuthaya —antes de mudarse la corte a Bangkok— trató de contener las ambiciones inglesas y holandesas acercándose a Francia, hasta el extremo de admitir cinco compañías de soldados como guarnición permanente. Intimidados luego por esa guardia pretoriana, bien armada y compuesta por individuos de peso medio o pesado —en contraste con el peso mosca o pluma de los locales—, los thai liquidaron al consejero real responsable del desafuero (que era un ateniense) y expulsaron al batallón, cerrando el país durante siglo y medio a farangs en general. Esta actitud, combinada con una cautelosa diplomacia, les evitó transformarse en protectorado holandés, inglés o francés, a pesar de estar rodeados por colonias de estos países.

 

12/8

No me hago aún idea sobre extensión y modalidades del uso doméstico en Tailandia. Pero me traje de España un estudio encargado por el Plan Nacional —Salir de marcha y consumo de drogas—, cuyas conclusiones acaban de publicarse. Tras tanto tiempo de ofrecer encuestas sesgadas y universos estadísticos insuficientes, sorprende un trabajo que consulta a 12.000 jóvenes y 21.000 estudiantes, centrándose en cinco ciudades (Bilbao, Madrid, Palma de Mallorca, Valencia y Vigo), pues tiene aspecto de investigación fiable sobre la franja de edad comprendida entre 15 y 29 años, que hoy incluye a unos nueve millones de españoles. Casi la mitad de los encuestados cursa estudios universitarios, y lógicamente asumirá en un futuro próximo puestos de responsabilidad.

Entre los mayores de 24 años y menores de 29, el 84,9 % ha consumido alguna vez hachís y marihuana, el 64,4 % cocaína, el 53,8 % éxtasis y el 38 % LSD. Sólo la búsqueda de amistad y sexo parece comparable al móvil de colocarse con alguna sustancia psicoactiva, si bien su satisfacción resulta menos segura. Como observa uno de los preguntados, «se disfruta todavía más follando, pero es más fácil pillar unas pastis». Este joven, al igual que la mayoría de sus colegas, consume los viernes y sábados un cóctel de drogas lícitas e ilícitas, orientado a conseguir al menos diez o quince horas de gran estimulación.

El fin de semana se ha convertido en una institución de enorme vitalidad social y económica. Un 82 % de quienes tienen menos de 18 años sale tres o cuatro veces cada mes, casi siempre con cargo a la asignación familiar, y visita cuatro o cinco lugares por noche. Los que ya tienen algún empleo vienen a gastar un mínimo de 60 euros por salida. Si pertenecen al grupo con vocación progre la ceremonia periódica supone pastillas de éxtasis, algo de hachís y la entrada a locales. Si pertenecen al grupo con vocación pija —y cheli— el presupuesto incluye generosas adiciones de cocaína y alcohol, a veces heroína también. Una alternativa frecuente a la estrechez económica es comprar y revender, en mayor o menor escala.

Hay curiosidades añadidas. Según expertos oficiales, la ingesta de alcohol ha bajado en los últimos diez años a casi la mitad; los alcohólicos tienen más de 40 años, y el resto de los bebedores hace en su mayoría un uso intenso los fines de semana, siguiendo la pauta inglesa. Por lo que respecta a drogas ilícitas, el estigma farmacológico no funciona en España para quienes están entre los 15 y 30 años, y es aventurado decir —juzgando por las existencias disponibles— que subsista una guerra contra ellas. La facción antes más representativa de la ilegalidad —el yonki de aguja— se ha extinguido prácticamente, aunque esa sustancia (y el resto de las prohibidas) valgan la mitad o menos que hace una o dos décadas. Se suma al cambio un público creciente para la experimentación informada con vehículos alternativos de ebriedad, que además de placer persigue conocimiento y autosuficiencia, orientándose hacia la botánica y la química. Lo pone de manifiesto una espectacular multiplicación de reuniones, asociaciones y publicaciones sobre el asunto.

El tema tendrá perfiles propios en Tailandia, donde la adulteración de heroína y estimulantes anfetamínicos probablemente sea mucho menor. Es imposible adulterar la marihuana, a diferencia de lo que pasa con el hachís.

 

13/8

Envuelto en celajes pardos y aguaceros, rebosante de mendigos y desagües malolientes, Bangkok empieza a parecerme un infierno. La expresión «lujo asiático» se explica visitando hoteles de cinco estrellas, tan abundantes en varios puntos de la ciudad. Media docena de restaurantes, varias piscinas, fastuosos vestíbulos y salones, discotecas, centenares de empleados y un vasto complejo interior de tiendas son cosa habitual. Mi reserva fue hecha por la universidad a un precio excelente, y he tardado tiempo en ver que la factura puede triplicarse si uno llega sin el blindaje de un paquete turístico o el apoyo de algún nacional. De hecho, la discriminación resulta más profunda que en Iberoamérica y África —hablo de Nairobi, Zanzíbar, Lagos o Malabo—, velada apenas por suaves modales. Nadie grita ni pone mala cara, aunque la entrada a templos sea gratuita para el nativo, y onerosa para el extranjero. Si hay cola ante alguna dependencia administrativa el farang debe dejar su vez al tailandés, de acuerdo con el principio llamado «cortesía con el nacional». La suposición implícita es que todo farang resulta millonario, si bien lo cierto es que el país quiere visitantes cómodos (quién no), y decreta que permanecerán allí lo justo para vaciar su monedero. El motivo de esta discriminación podría ser racismo, robustecido por sentimientos de inferioridad y un temor a perder tradiciones, si bien necesito más referencias para formar juicio. Lo que va haciéndose evidente, por ahora, es el otro lado de la zalamería, con sus mil modalidades de sonrisa.

 

14/8

Cruzo por Royal Plaza después de cenar, donde todos los martes una muchedumbre venera la estatua en bronce del rey Chulalongkorn o Rama V, a quien ofrecen rosas, incienso, velas y botellas de whisky (más frecuentemente bourbon que escocés). Primer rey thai en visitar Europa, importó de nosotros e impuso con su ejemplo sillas y cubiertos de mesa, así como el pelo largo en la mujer. Bastó que se lo sugiriera a su concubina favorita, pues desde el periodo Ayuthaya era regla llevarlo muy corto. Siguiendo orientaciones de su padre Mongkut, este monarca encantador hizo lo contrario que Augusto y subsiguientes emperadores romanos: tras nacer divino (primogénito real) optó por hartarse de decir que era un mero hombre, satisfecho de vivir como tal. Entre sus fotos destaca un retrato donde viste como un parisino de clase media en la Exposición Universal. Allí vemos una frente muy despejada, ojos de profundidad serena, una nariz insólitamente enérgica para el estándar thai y el óvalo agraciado de su pueblo. El rostro compendia apostura, dignidad y e inteligencia.

No es extraño que algunos biznietos de sus súbditos —los hoy empresarios y profesionales— le hayan improvisado este altar en Bangkok, que prolongan efigies suyas en tantos hogares. El nuevo culto empezó tras el golpe de Estado de 1991, viendo la clase media instruida que ni los abades budistas ni el monarca se oponían enérgicamente al nuevo pucherazo militar. Venerar a Chula, como aquí le llaman familiarmente, es una manera de recordar a gorilas y dinosaurios sus logros de estadista, y a todos los demás hasta qué punto cabe hacer reformas benéficas. No menos simpático me cae que haya tantas ofrendas de whisky en su santuario. Las habría también de otras sustancias psicoactivas, si no mediara una inquisición farmacológica.

En 1874, cuando acababa de cumplir la mayoría de edad, Chula abolió la esclavitud en todo su territorio, adelantándose no sólo a toda Asia sino a las colonias de Cuba y Brasil, donde la abolición se hizo esperar hasta 1886 y 1888 respectivamente. Las deudas de juego eran el principal origen de esclavos en Tailandia —por autoventa del deudor, y mucho más a menudo por venta de sus hijos—, y cuando Chula emancipó a estos infelices quiso abolir también todos los lugares de juego, una medida bastante menos popular si se considera que indochinos y chinos son reconocidamente las gentes más afectas del planeta a actividades de apuesta.2 Los chinos tienen hasta un dios antropomórfico del asunto, lógicamente vestido con harapos. Si no me equivoco, esa normativa sobre casas de juego no afectó a la posibilidad de jugar en privado, pero además de vulnerar derechos adquiridos se opuso a costumbres muy arraigadas, y puede compararse (en ambición y reveses) con el experimento moral representado por la Ley Seca norteamericana. En 1940, cuando el monarca llevaba muerto tres décadas y sus descendientes proseguían con tesón la política que él inició, se calcula que un tercio de la renta percibida por pequeños propietarios agrícolas y colonos paga deudas de juego; lo mismo sucede a grandes rasgos en China y el Sureste. Esta pasión por el riesgo privado quizás compense la falta de pasión por el riesgo político, en cuya virtud la inmensa mayoría de estas poblaciones se conforma con el estatuto del súbdito.

Pero Chula hizo más que abolir la esclavitud formal, pues dicha institución deriva en última instancia de sacralizar autoridades fácticas. Hubiese sido incongruente emancipar a esclavos y esclavas sin abolir un sistema de satrapías que en Tailandia se remontaba al siglo XIII, con la dinastía Sukhothai,3 y el joven monarca sustituyó a esos autócratas regionales por una administración a la europea, donde en vez de comprometerse a levar tropas y cobrar tributos —como buenamente quisieran— los gobernadores cedieron poderes a delegaciones de educación, agricultura, comercio, industria, guerra o interior, áreas convertidas en ministerios. Chula se aseguró de que su hijo y heredero Vajiravudh (Rama VI) estudiara una carrera en Europa, y si de él hubiese dependido los thai serían hoy como los singaporeños, tanto más amantes de sus tradiciones no despóticas como volcados sobre la construcción de una sociedad abierta. No basta querer para lograr, sin embargo, y sus herederos han tenido dificultades, a veces insuperables, para ser modernos y al tiempo clásicos. Me da la sensación de que este estadista gigantesco se adelantó a su hora, y que su proyecto de reforma quedará en proyecto mientras los propios thai no desarrollen más movilidad social. Menos cuna, quiero decir, y más merecimiento en la elección personal de destino

 

15/8

El gentil saludo budista —juntando las manos delante del pecho e inclinando un poco la cabeza— precede a todo contacto verbal, y los thai pasan por ser maestros en refinamientos. Escaseando el don hospitalario, Tailandia se enorgullece de gastronomía, textiles, piedras preciosas y parajes naturales, si bien 'su fuerte podría estar en el protocolo. El último rey del periodo Ayuthaya, por ejemplo, un general que había conseguido expulsar a los invasores birmanos en 1769, tuvo la desdichada ocurrencia de considerarse feliz o iluminado (buda), cuando es dogma del budismo sureño o teravada que semejante cosa no cabe antes de morir, con lo cual fue depuesto y ejecutado sin demora. Pero la ejecución resultó exquisitamente protocolaria: metido en un saco de terciopelo del color adecuado a su rango, se le mató a palos allí dentro, evitando que una sola gota de sangre real tocase el suelo. El rey Mongkut, primero en abrirse a Occidente y padre de Chulalongkorn, fue también el primero en «mostrar la egregia faz» a su pueblo. Antes sólo podían verla (sin hacerse reos de sacrilegio y subsiguiente ejecución) los nobles de su entorno. Tuvo la amabilidad adicional de suprimir la postración genuflexa para quienes departiesen con él. Tras importar sofás, y desterrar la pompa del rey sagrado, la finura diplomática se convirtió en confort para los embajadores, obligados antes a tener las posaderas sobre el suelo, arrodillarse para decir algo y no mirar nunca a su interlocutor.

Mongkut fue también el primero en hacerse fotografiar, cuando rondaría los setenta años, y cuenta el fotógrafo John Thompson que el jefe de protocolo le hizo serias advertencias previas, pues rozar siquiera al monarca o su vestimenta le acarrearía morir allí mismo. Sobrecogido, Thompson decidió tirar las fotos a distancia, sin aproximarse para retocar detalles ni correr el riesgo de que un tropiezo le acercase demasiado al Intangible. Pero Mongkut —que primero había aparecido con un sayal de impoluta seda blanca, y luego prefirió inmortalizarse vestido de guerrero— le dijo que omitiese ceremonias. Con un inglés que había aprendido leyendo a Shakespeare y Milton, añadió:

—Haga lo preciso para asegurar la excelencia de su retrato.

Cuentan también que se interesó por las entrañas del proceso (negativo, emulsiones de revelado, lente). Siempre le fascinaron los inventos occidentales.

 

16/8

Esta sociedad donde todo el mundo parece licenciado en diplomática es también uno de los países donde más difícil resulta mantenerse monógamo. Y quizás el milenario auge de la compraventa sexual contribuye a explicar un desparpajo contenido, con rostros y cuerpos dotados de cierta dimensión angélica, Los varones son aún más delicados de rasgos que las mujeres. Ellas, como las vírgenes de Lippi o Botticelli, tienen labios muy llenos, grandes ojos rasgados y un óvalo elegante, a lo cual añaden la expresiva pupila negra y una piel de color canela oscuro, ajena al vello. Al revés que en África o Europa, los rasgos sexuales secundarios se insinúan más que explayarse, y ni ellos tienden a lo hercúleo ni ellas a las curvas, sino a una generalizada contención de formas, con talle escurrido, senos y nalgas pequeñas. Basta mirar desde los cristales de un café, mientras las personas pasan por la calle, para ver que se trata de un pueblo básicamente hermoso. Si hacemos lo mismo en Delhi toparemos con montañas de fealdad, como en Manchuria o Corea. Gracias quizás al mestizaje, la población indochina parece bastante más guapa que la india y la china.

Los tailandeses también sobresalen en jardinería. Son el mayor productor mundial de orquídeas, y raro será el establecimiento público o la casa particular cuyas mesas y paredes no estén adornadas por alguna.4