Esta magna obra reúne en un solo volumen todos los textos sobre drogas escritos por el filósofo Antonio Escohotado y completa el enfoque histórico con el fenomenológico mediante un apéndice que examina las principales drogas descubiertas, tanto legales como ilegales. Historia general de las drogas es un libro único en la bibliografía mundial por su precisión y profundidad. La presente edición ha sido puesta al día, revisándose y ampliándose la bibliografía.

— «Una fantástica cantidad de historia universal entendida a fondo, en una obra tan precisa como bien organizada» (Richard Evans Schultes, Journal of Ethnopharmacology).

— «Un libro sin duda único en la bibliografía no ya europea sino mundial, por la amplitud y complejidad de su propósito, así como por su profundidad. Encierra lo que su título ofrece y mucho más: una nueva fenomenología de la conciencia» (Fernando Savater, El País).

— «Apabullante despliegue de datos, citas, pistas y un exhaustivo desarrollo de argumentos y razones» (Alberto Hernando, La Vanguardia).

— «Sin duda, el mejor libro escrito sobre drogas en nuestra lengua […] Una obra descollante en el panorama internacional» (Enrique Galán, ABC).

NOTA A LA EDICIÓN ELECTRÓNICA

Cómo moverse por este libro electrónico

La presente edición contempla dos libros:

1.- Historia de las drogas.

2.- Apéndice: «Fenomenología de las drogas»

Ya que su lectura se puede hacer de forma independiente y a que en la segunda parte (apéndice) el autor hace referencia a textos presentes en la primera parte (historia), durante la lectura del primer libro el lector encontrará vínculos con el siguiente aspecto:

[<<AP]

Al ser este vínculo realmente de regreso al segundo libro (apéndice), sólo debería presionar sobre él para regresar al libro segundo, allí encontrará un vínculo para trasladarse al libro primero con este aspecto:

[véase pág. XXX]

Para Albert Hofmann y Tom Szasz, que con su amistad y consejo ayudaron a perfilar lo esencial de esta crónica.

Este esfuerzo por conseguir que cada cual apruebe aquello que uno ama u odia es, en realidad, ambición; y así vemos que cada cual apetece, por naturaleza, que los demás vivan según la índole propia de él. Pero como todos no apetecen a la vez, a la vez se estorban unos a otros, y como todos quieren ser alabados y amados por todos, se tienen odio unos a otros.

B. SPINOZA, Ética (III, Pr. XXXI, Esc.)

Debo también gratitud a Pablo Fernández-Flórez, que desconfió siempre del proyecto aunque acabara escribiendo varias partes, y aportase valiosa documentación para el resto. A Luis Gil, que me orientó decisivamente en la antigüedad grecolatina, además de remediar algunos despropósitos en la fase de pruebas. A Ramón Sala, por hacerme accesibles muchas fuentes sobre el periodo contemporáneo. Y a Mónica Balcázar, mi esposa, que soportó estoicamente el parto de todo el libro, colaborando también en la trascripción mecanográfica.

El Centro de Investigaciones Sociológicas primero, y más tarde el Ministerio de Cultura, permitieron con generosas ayudas económicas una atención incompartida al trabajo en su etapa inicial y última.

PRÓLOGO A LA
TERCERA EDICIÓN

QUE un texto próximo al millar y medio de paginas haya producido varias reimpresiones desde 1989 sugiere una atención no frecuente en el público lector. Obligado por ella, aprovecho esta tercera reimpresión para introducir considerables cambios en el original, así como algunas secciones y subsecciones nuevas. El objeto básico de tales cambios ha sido remediar defectos de fondo y forma, así como actualizar la información. Aparte de erratas, los peores defectos formales se hallaban a nivel del aparato crítico, pues las referencias a pie de pagina no siempre se correspondían exactamente con las de la bibliografía. Por su parte, los peores defectos sustantivos derivaban de mis insuficiencias en botánica y química. Creo que ambos aspectos han podido remediarse gracias a la inestimable ayuda del químico y etnobotánico Jonathan Ott, que procedió a una revisión muy meticulosa de todo el texto. Las secciones y subsecciones nuevas corresponden básicamente a Mesoamérica en tiempos precolombinos y posteriores, a la evolución del juicio sobre la ebriedad en el Islam, a las reflexiones de Nietzsche en torno a lo mismo, al fenómeno del opio en Filipinas a comienzos de siglo y a la situación española desde 1920 a 1930. Estas ampliaciones derivan de habérseme hecho disponibles materiales nuevos, merecedores de reseña y comentario.

A los añadidos antes mencionados se suma el análisis de ciertos hechos muy recientes, como nuevas leyes o estrategias políticas. Algunos de estos acontecimientos —es el caso, por ejemplo, del Banco de Crédito y Comercio Internacional (BCCI)— iluminan dinámicas que hace tan solo dos años se presentaban en forma bastante difusa todavía.

Hoyo de Manzanares, enero de 1992

PRÓLOGO A LA
QUINTA EDICIÓN

LA edición mediante tratamiento digital de la obra, y su concienzuda revisión (y en ciertos casos reestructuración) por parte de Guillermo Herranz y Cristina Pizarro, me ha permitido cumplir el deseo —hasta ahora insatisfecho— de corregir casi todas las erratas, rectificar y purificar el aparato crítico, hacer insertos aquí y allá, cambiar apreciaciones, casi doblar —actualizando— la bibliografía y, en definitiva, ponerle punto final a un trabajo que quedaba inconcluso mientras tanto, al menos para el público que busca información ordenada y conceptos precisos.

A diferencia de la versión en formato de bolsillo, que seguirá publicando Alianza Editorial en tres volúmenes, esta versión ilustrada en uno solo se cierra con un Apéndice que examina las principales drogas descubiertas, tanto lícitas como ilícitas. Publicada hace algunos años en forma de libro independiente[1], esta parte estuvo siempre incluida en el proyecto original de la obra, aunque el hecho de redactarse algo después hizo que no cupiera en el proyecto de Alianza, y terminase apareciendo aislada. Es una alegría poder incorporarla ahora en forma de última sección del libro, ya que presenta la obra tal como fue concebida o, si se prefiere, entera.

No ha sido muy común aunar lo teórico y lo práctico en materia de drogas, y eso explica quizá algunas peripecias que acompañaron la composición de Historia general de las drogas. En 1988 —siendo ya titular de Sociología— la Audiencia de Palma me condenó a dos años y un día de reclusión, al considerarme culpable de narcotráfico. La pena pedida por el fiscal —seis años— se redujo a un tercio, pues a juicio de la Sala el delito se hallaba «en grado de tentativa imposible». Efectivamente, quienes ofrecían vender y quienes ofrecían comprar —por medio de tres usuarios interpuestos (uno de ellos yo mismo)— eran funcionarios de policía o peones suyos. Apenas una semana después de este fallo, la Audiencia de Córdoba apreciaba en el mismo supuesto un caso de delito provocado, donde procede anular cualesquiera cargos, con una interpretación que andando el tiempo llegó a convertirse en jurisprudencia de nuestro país.

Receloso de lo que pudiera acabar sucediendo con el recurso al Supremo —en un litigio donde cierto ciudadano alegaba haber sido chantajeado por la autoridad en estupefacientes, mientras ella le acusaba de ser un opulento narco, que oculta su imperio criminal tras la pantalla del estudioso— preferí cumplir la condena sin demora. Como aclaró entonces un magistrado del propio Supremo, el asunto lo envenenaba el hecho de ser yo un portavoz del reformismo en la materia, notorio ya desde 1983. Dado el caso, absolver sin condiciones incriminaba de alguna manera al incriminador, y abría camino para exigir una escandalosa reparación.

Tras algunas averiguaciones, descubrí que en el penal de Cuenca —gracias a su comprensivo director— me concedían las tres cosas necesarias para aprovechar una estancia semejante: interruptor de luz dentro de la celda, un arcaico PC y aislamiento. Durante aquellas vacaciones humildes, aunque pagadas, se redactaron cuatro quintas partes de esta obra. Naturalmente, había ingresado en el establecimiento con no pocos kilos de fichas y notas, recogidas durante largos años. Bastaba estructurarlas, puliendo la exposición.

Puede añadirse que no perdí mucho el tiempo, y que por eso mismo tampoco anduve desanimado. Sin embargo, las condiciones de consulta bibliográfica no son para nada idóneas en un centro penitenciario, y como este libro empezó a publicarse [2] antes de abandonarlo, arrastraba desde el comienzo innumerables imprecisiones, además de las que aquejan a cualquier obra realmente extensa. Algunas fueron remediadas en la tercera edición, gracias sobre todo al esfuerzo del químico y etnobotánico Jonathan Ott, aunque justamente el hecho de insertar tantos cambios y añadidos descabaló también el sistema de referencias, trastocando zonas enteras del texto. Sólo ahora ha sido devuelto al grado de precisión exigible a un trabajo científico, o —dicho llanamente— al realizado por un investigador que puede confirmar o ampliar sus notas disponiendo de bibliotecas e internet.

Por otra parte, la edición que ahora tiene el lector en sus manos no sólo padece muchas menos erratas e inadvertencias, y no sólo cumple al fin los estándares académicos en cuanto a precisión de las informaciones. Revisada y ampliada, la bibliografía[3] se complementa con un índice analítico muy completo, que aglutina cinco repertorios alfabéticos (onomástico, conceptual, etimológico, antropológico y farmacognósico), cosa a la cual se suma un sistema completamente inédito de referencias, en cuya virtud la alusión a determinadas drogas —o grupos de drogas, más de sesenta entradas reseñadas en el Apéndice— aclara marginalmente, en letra más pequeña, la página previa y posterior donde vuelven a aparecer mencionadas.

Eso permite lecturas en diagonal, siguiendo aspectos particulares, así como una localización inmediata de casi cualquier idea, hecho o persona. De alguna manera, es un libro del siglo que viene, transparente para quien desee atornillar o desatornillar cada una de sus afirmaciones, atento sólo a los datos y perspectivas que ofrece sobre tal o cual asunto específico. Así, las muchas páginas que sostienen su trama han dejado de ser una masa en buena medida opaca, que sólo acababa de aclararse si el lector empezaba por el principio y terminaba por el final. Ahora se acerca a la finalidad primaria de su elaboración, que era ofrecer una obra de consulta, orientada a formar elementos de juicio.

Hoyo de Manzanares, agosto de 1998

PRÓLOGO A LA
SÉPTIMA EDICIÓN

EL tratamiento digital del texto, y su concienzuda revisión por parte de Guillermo Herranza y Cristina Pizarro, me ha permitido cumplir el deseo —hasta ahora insatisfecho— de corregir casi todas las erratas, rectificar y purificar el aparato crítico, hacer insertos aquí y allá, cambiar apreciaciones, confeccionar un buen índice analítico (y no sólo onomástico como hasta ahora), gracias al cual sea posible hacer consultas puntuales en todo momento, casi doblar —actualizando— la bibliografía en definitiva, ponerle punto final a un trabajo que quedaba inconcluso mientras tanto, al menos para el público que busca información ordenada y conceptos precisos.

Menos de nueve años han pasado desde la primera edición de este libro, aunque el período ha sido suficiente para observar cómo la historia de las drogas sigue creciendo y ramificándose. A veces las ramificaciones convergen, formando cuencas y estuarios; otras veces no, porque estamos demasiado cerca para percibir la dirección definitiva de su movimiento, o porque son sistemas y criterios en fase de contracción, cuya energía se aplica sobre todo a evitar el colapso.

El fenómeno reciente y principal —La guerra a las drogas— presenta en este fin de siglo muchos rasgos destacables. Sin embargo, se diría que buena parte de dos derivan de una situación casi planetaria hoy: nunca hubo en la calle tantas drogas —ni tan baratas (ni tan adulteradas)— como durante esta última década. Una demanda masiva, sobre todo juvenil, topa con una oferta masiva, basada sobre todo en el progreso técnico, que permite montar laboratorios y cultivos clandestinos en casi cualquier sitio. Por otro lado, el derecho y la ética institucional no sólo se mantienen idénticos, sino que en muchos países han endurecido su respuesta a semejante realidad. Eso significa que la guerra a las drogas se mantiene en términos formales, no sustanciales.

Como siempre, el futuro permanece incierto. Pero al recopilar las informaciones y pensamientos incluidos en esta obra quise añadir mi grano de arena al esfuerzo por establecer su genealogía. Creemos en aquello que no se puede experimentar —en lo inefable— y, a mi juicio, es perfectamente innecesario creer cosa alguna en materia de drogas, pues tanto la génesis del asunto como las drogas mismas son un objeto de experiencia.

Hoyo de Manzanares, febrero de 1998

HISTORIA GENERAL DE LAS DROGAS

Antonio Escohotado

INTRODUCCIÓN

EL señor requiere cosas del mundo, pero no entra en relación con sus penurias sino a través del siervo, que se ocupa de transformarlo antes. El psiquismo humano depende de aportaciones externas, pero no toca esas materias sino a través del cuerpo, que las metaboliza previamente. Con todo, algunas moléculas no se transforman en nutrición y provocan de modo directo un tono anímico[1]. Desde ojos cartesianos, son modalidades de cosa extensa que incumplen la regla e influyen sobre la cosa pensante. A caballo entre lo material y lo inmaterial, lo milagroso y lo prosaico, por el juego de un mecanismo puramente químico «ciertas sustancias permiten al hombre dar a las sensaciones ordinarias de la vida y a su manera de querer y pensar una forma desacostumbrada»[2].

Aunque el efecto solo resulte parcial y pasajero, engañoso, aunque nada sea gratis, la posibilidad de afectar el ánimo con un trozo de cosa tangible asegura ampliamente su propia perpetuación. Para los seres humanos comer, dormir, moverse y hacer cosas semejantes resulta inesencial (cuando no imposible) en estados como el duelo por la pérdida de un ser querido, el temor intenso, la sensación de fracaso y hasta la simple curiosidad. En ello se manifiesta la superioridad del espíritu sobre sus condiciones de existencia; y en poder afectar los ánimos mismos reside lo esencial de algunos fármacos: potenciando momentáneamente la serenidad, la energía y la percepción permiten reducir del mismo modo la aflicción, la apatía y la rutina psíquica. Esto explica que desde el origen de los tiempos se hayan considerado un don divino, de naturaleza fundamentalmente mágica.

Pero hay también otra manera, típicamente contemporánea, de entender la ebriedad que producen. En el libro Las drogas y la mente, que algunos saludan como obra maestra, su autor lo expone sin rodeos:

«Algunas ratas con electrodos en ciertas regiones del hipotálamo se estimularon más de dos mil veces por hora, durante un día entero. ¡Sorprendente hallazgo! Qué curiosos abismos de depravación se abren ante nuestros ojos. Si fuese humana, esa rata enloquecida de placer presentaría justamente el cuadro de degradación moral del toxicómano que trota la calle en busca de droga, mientras su mujer y sus hijos mueren de hambre en un hotel de mala muerte. ¿Será posible que los neurofisiólogos hayan logrado aquello que ni siquiera el demonio consiguió con todos sus siglos de experiencia? ¿Acaso habrán conseguido inventar una nueva forma de pecado[3].

En efecto, muchos conciben hoy el uso de ciertas sustancias como una nueva forma de pecado, y los códigos tipifican esa conducta como nueva forma de delito. «La droga» hace enloquecer de placer al hombre, como el electrodo convenientemente implantado en su hipotálamo hace que la existencia de la rata «se convierta en un largo orgasmo»[4]. Se diría que ninguna de estas dos cosas es explicable sin un trasfondo de intenso descontento individual[5], y que en el caso humano debe achacarse también al malestar general en la cultura, que Freud y otros describieron con lucidez hace ya medio siglo. Sin embargo, la situación ha cambiado considerablemente en la sociedad consumista. Hace medio siglo el malestar social e individual se admitía, mientras ahora «es como si existiera un tabú que prohíbe definir como repugnancia la repugnancia que produce esta sociedad»[6]. Quien vulnere dicha regla, sea grupo o sujeto singular, se autoincluye en el bando de los enfermos mentales, y como enfermo mental —además de pecador y delincuente— viene siendo tratado el usuario de drogas ilícitas desde hace algunas décadas.

El árbol de la ciencia y el árbol de la vida. Por otra parte, la angustia y sus lenitivos no agotan el asunto. La psicofarmacología ejemplifica hoy el más irreductible conflicto entre la bendición y la maldición. Desde el lado de la bendición no sólo hay innumerables usos terapéuticos y lúdicos —todo lo relativo a la necesidad humana de euforia o buen ánimo—, sino progresos en el conocimiento que potencien dinámicas de aprendizaje y contribuyan a controlar emociones indeseables, fortaleciendo hasta límites insospechados los poderes de la voluntad y el entendimiento; en definitiva, el horizonte es una exploración del espacio interior que alberga un psiquismo como el humano, desarrollado sólo en una pequeña proporción de sus capacidades.

Por el lado de la maldición está el rechazo más o menos consciente de esto —fiel a los mismos criterios de no injerencia que bloquean la experimentación en ingeniería genética—, sumado a dos inconvenientes más precisos; uno es el riesgo individual de intoxicaciones agudas y crónicas, y otro el peligro de grupos que esquiven los estímulos y la indoctrinación común, formando contraculturas o focos simplemente desviados con respecto a uso del tiempo y valores promovidos por los poderes vigentes.

En consecuencia, la misma cosa promete un salto hacia delante y un paso atrás en la condición humana. El criterio de los neurólogos, prácticamente unánime desde mediados del siglo XIX, es que la química farmacológica ofrece posibilidades superiores a la eliminación del dolor en sus diversas formas, meta ya de por sí asombrosa[7]. No menos unánime, el criterio de quienes gestionan el control social entiende que, por definición, cualquier sustancia «psicotrópica» es una trampa a las reglas del juego limpio: lesiona por fuerza la constitución psicosomática del usuario, perjudica necesariamente a los demás y traiciona las esperanzas éticas depositadas en sus ciudadanos por los Estados, que tienen derecho a exigir sobriedad porque están atentos a fomentar soluciones sanas al estrés y la neurosis de la vida moderna, encarnadas sobre todo en el culto al deporte de competición.

Se contraponen así como ideales una sociedad sin drogas, libre incluso de las lícitas, y otra donde exista un mercado de todas tan abierto como el de publicaciones o espectáculos, con el refinamiento de la oferta que hay para bebidas alcohólicas, cafés o tabacos. Apoyado lo primero por leyes represivas cada vez más severas, la mayoría de los ciudadanos parece haber hecho suyas las consignas del Estado, aunque minorías numéricamente considerables practican la resistencia pasiva de modo tenaz, alimentando un mercado negro en el que muchos gobiernos y casi todas las policías especializadas participan de modo subrepticio. El momento presente, alejado tanto de un ideal como del otro, se caracteriza por algo que puede llamarse era del sucedáneo, con tasas nunca vistas de envenenados por distintos adulterantes[8], drogas nuevas que lanzan sin cesar laboratorios clandestinos e incontables personas detenidas, multadas, encarceladas y ejecutadas cada año en el planeta[9].

La densidad del asunto. Quinto jinete del Apocalipsis, enemigo público número uno, el estrépito exterior generado por el «uso indebido» de ciertas drogas no puede ocultar la estrategia de poder que al mismo tiempo está en juego. Como medios para sentir y pensar de forma desacostumbrada, los vehículos ilícitos de ebriedad son cosas capaces de afectar la vida cotidiana, y en un mundo donde la esfera privada se encuentra cada vez más teledirigida, cualquier cambio en la vida cotidiana constituye potencialmente una revolución. Por lo mismo, el conflicto sanitario es también un destacado problema político, donde para el hombre contemporáneo no sólo está en juego la salud propia, sino un determinado sistema de garantías jurídicas. En una reciente investigación presentada por uno de los organismos vinculados con el sistema de Naciones Unidas[10], se señala la tendencia general de las legislaciones penales sobre drogas a «apartarse de los principios generales del derecho». En efecto, como vienen declarando reiteradamente sus principales paladines, desde Nixon a Bush, una guerra eficaz contra las drogas no se concilia con el cuadro tradicional de derechos, ni con la separación de funciones constitucionalmente consagrada, porque requiere intervención del ejército en tareas civiles, presunción de culpa en vez de inocencia, validez para mecanismos de inducción al delito, suspensión de la inviolabilidad del domicilio sin orden de registro, fin del secreto bancario para las cuentas de sospechosos, etc. Sin lugar a dudas, la cruzada farmacológica es el «desafío» más ostensible que asume el Estado norteamericano contemporáneo y, subsiguientemente, los demás Estados.

Al mismo tiempo, en contraste con actos como el homicidio, el robo, la violación o la estafa, donde ha de existir un daño preciso y una víctima que denuncia por sí o a través de sus deudos, la dimensión política del crimen relacionado con drogas se muestra en su tipificación penal: es un delito de puro riesgo o «consumación anticipada», que se cumple sin necesidad de probar un perjuicio concreto seguido para alguien determinado. Como tal delito de riesgo no admite la graduación de responsabilidad que se sigue de distinguir entre autores, cómplices y encubridores, ni entre acto consumado, tentativa y frustración; quienes infrinjan las normas vigentes en esta materia serán siempre autores de un delito consumado, sean cuales sean las circunstancias precisas del caso, y estos precisos rasgos —típicos, por ejemplo, del delito de propaganda ilegal— distinguen los crímenes de desobediencia a una autoridad de los crímenes con víctima física.

La especialísima naturaleza de semejantes delitos se observa en el hecho de que delincuente y víctima pueden (y suelen) ser una idéntica persona, pues la orientación del derecho aquí es proteger al sujeto de si mismo[11], de grado o por fuerza, como cuando exige el uso del cinturón de seguridad en los conductores de automóviles. Quizá por eso, la delincuencia ligada directa o indirectamente a drogas ilícitas constituye el capítulo penal singular más importante en gran parte de los países del mundo y, desde luego, en los que se llaman avanzados, donde alcanza cotas próximas a tres cuartas partes de todos los reclusos. En los siglos XVIII y XIX lo equivalente a esta proporción correspondía a disidencia política, y del XIV al XVII a disidencia religiosa.

Cuando un delito previamente desconocido se eleva a fuente principal de las condenas, y crece en vez de contraerse con la represión, cabe sospechar que encubre un proceso de reorganización en la moral vigente o, como ha dicho un gran escritor, que ha llegado «el tiempo de la mutación»[12]. Cierto tipo de solidaridad colectiva se enfrenta a una crisis interna, que rechaza como agente patológico exterior. El recurso no es nuevo, y fortalece vigorosamente los mecanismos de integración social; sin embargo, lo contestado en última instancia es a quién incumbe definir las pautas de conducta admisible, y de ahí su delicada relación con un compromiso inherente al sistema democrático, que es proteger la diferencia frente a propuestas uniformizadoras; a juicio de algunos[13], el problema depende de una solidaridad que asuma la ideología promovida como Mayoría Moral sin descartar los códigos de otras minorías, constitucional aunque no institucionalmente protegidos. Mientras semejante cosa no acontezca —arrostrando momentáneos debilitamientos en la «integración»—, un desprecio multitudinario a la ley como disidencia farmacológica tiende no sólo a mantenerse, sino a crecer. Una sociedad sin infractores a sus leyes ideológicas sería un fósil, y el crimen de esta índole debe considerarse útil socialmente, pues «no sólo implica que el camino está abierto a los cambios necesarios, sino que en determinados casos prepara esos cambios»[14].

Resulta entonces que la diferencia rechazada por razones morales es al mismo tiempo una producción de moral. A los desviados y a aquellos a quienes se encomienda el control —con el resto de la población como público pasivo del espectáculo— corresponde actualizar el sistema de valores, que ha entrado en crisis por un complejo de motivos, aunque aísla esa concreta cuestión como paradigma del conflicto. En definitiva, cambio social y cambio en la moralidad son aquí una misma cosa. A pesar de la formidable estructura de intereses económicos que ha suscitado la Prohibición, el asunto es y seguirá siendo un asunto de conciencia, similar en más de un sentido al dilema que suscitó el descubrimiento de la imprenta. Tal como el hallazgo de Gutenberg amenazaba con sembrar en el pueblo innumerables errores, que pondrían en cuestión muchos principios considerados intocables, los progresos de la química orgánica amenazaban difundir costumbres y actitudes indeseables, que podrían trastornar la distribución de labor y pasatiempo programada para el cuerpo social. Puesto que parte del cuerpo social se niega a dicha programación —con razones parejas a las que reclamaban una abolición de la censura de libros—, el equivalente hoy de las fratricidas guerras religiosas es una histeria de masas crónica, explotada muy rentablemente por unos y padecida devastadoramente por otros.

Articuladas en torno al mecanismo de integración colectiva que es el chivo expiatorio, con tales histerias se activa la arcaica dualidad pureza/impureza, y la conducta particular de ciertas personas se carga mágicamente de riesgos para todos los otros. Es un veneno espiritual disipable como miasma física, que no sugiere investigar causas ni someter las cuestiones a debate, sino métodos quirúrgicos como sajar y amputar, aunque el absceso o la gangrena —el proceso «infeccioso»— sólo existan en sentido figurado. Muchos contemporáneos olvidan que epidémicos o inmundos, exactamente igual que los actuales toxicómanos, fueron considerados también los cristianos y una larga serie de etnias, sectas y hasta profesiones consideradas traición con arreglo a distintos cánones de conformidad social.

El punto de partida para un examen científico. Cabe pensar que dentro de los sucesivos símbolos de impureza enarbolados por distintas épocas ninguno es menos supersticioso que el error-miasma encarnado por ciertas drogas, y que erradicar determinados cuerpos químicos no puede equipararse sin mala fe a erradicar actitudes religiosas, razas o criterios políticos. Sin embargo, las perplejidades de la cruzada farmacológica comienzan con la propia noción de droga que le sirve de apoyo.

De la Antigüedad nos llega un concepto —ejemplarmente expuesto por el griego phármakon— que indica remedio y veneno. No una cosa u otra, sino las dos inseparablemente. Cura y amenaza se solicitan recíprocamente en este orden de cosas. Unos fármacos serán más tóxicos y otros menos, peno ninguno será sustancia inocua o mera ponzoña. Por su parte, la toxicidad es algo expresable matemáticamente, como margen terapéutico o proporción entre dosis activa y dosis mortífera o incapacitante. La frontera entre el perjuicio y el beneficio no existe en la droga, sino en su uso por parte del viviente. Hablar de fármacos buenos y malos era para un pagano tan insólito, desde luego, como hablar de amaneceres culpables y amaneceres inocentes.

Por contrapartida, caracteriza a la cruzada farmacológica prescindir de esta ambivalencia esencial, distinguiendo medicamentos válidos, venenos del espíritu y artículos de ambientación o pasatiempo como las bebidas alcohólicas, el café y el tabaco. Pero no sumamos litros y grados, o kilos y curvas, y si para clasificar las modalidades de algo podemos recurrir a referencias tan distantes como la medicina, un credo religioso y cierta situación administrativa también los vinos podrían clasificarse en muy caros, tintos y de Jerez o —como sugirió T. Szasz— las aguas en pesada, bendita y del grifo. Factores no menos arbitrarios suman clasificaciones supuestamente más rigurosas como, por ejemplo, la de drogas que crean toxicomanía, drogas que crean mero hábito y drogas inocuas, porque una droga inocua no sería droga, mientras la diferencia entre toxicomanía y mero hábito constituye un juego verbal.

En el origen de semejantes atropellos al sentido común está la evolución semántica experimentada a principios de siglo por el término «narcótico» —del griego narkoun, que significa adormecer y sedar— aplicado hasta entonces, sin connotaciones morales, a sustancias inductoras de sueño o sedación. El inglés narcotics, traducido al francés como estupéfiants, es lo que llamamos «estupefacientes». Al incorporar un sentido moral, los narcóticos perdieron nitidez farmacológica y pasaron a incluir drogas nada inductoras de sedación o sueño, excluyendo una amplia gama de sustancias narcóticas en sentido estricto. Desde el principio, la enumeración hecha por las leyes se topó con una enojosa realidad: ni eran todos los que estaban ni estaban todos los que eran. Tras varias décadas de esfuerzos por lograr una definición «técnica» del estupefaciente, la autoridad sanitaria internacional declaró el problema insoluble por extrafarmacológico[15], proponiendo clasificar las drogas en lícitas e ilícitas.

Sin embargo, la imposibilidad de hallar criterios químicos y fisiológicos pone de relieve hasta qué punto algo puede no ser lo que parece. Aunque a principios de siglo se dijo que el régimen jurídico de ciertas sustancias era una función de su naturaleza farmacológica, el mero transcurso del tiempo se ha encargado de mostrar que la naturaleza farmacológica es una función de su régimen jurídico. Durante los años veinte la ley prohibía en Estados Unidos la difusión libre del opio, la morfina, la cocaína y el alcohol, siendo indiferentes para el derecho penal las demás drogas psicoactivas. Hoy están prohibidas un millar de sustancias, y aunque el alcohol ha dejado de ser una de ellas es evidente que no preocupan unos productos u otros; ya de modo expreso, el principio de que lo no expresamente prohibido está autorizado dejó de regir en Estados Unidos desde la reciente Designer Drugs Act, por la cual todo psicofármaco no autorizado previamente debe entenderse inmerso en el mismo régimen de prohibición que los ilegales. En otras palabras, los Estados no tratan ya de controlar la difusión de ciertas drogas, como al comienzo de la cruzada, sino que se consideran en el deber de controlar todo cuerpo con influjo sobre «el juicio, el comportamiento, la percepción o el estado de ánimo», como afirma el Convenio internacional sobre sustancias psicotrópicas de 1971. Es incumbencia suya cualquier modificación química de la conciencia, la ebriedad en general. Así se entiende el caso de un pintor de paredes en Tucson (Arizona), que ha sido condenado en 1982 a dos años de prisión por inspirar un compuesto con bencina, violando una norma según la cual «nadie respirará, inhalará o beberá conscientemente una sustancia volátil que contenga una sustancia tóxica»[16]. El ministerio fiscal fundamentó sus cargos en que «los intoxicados con pinturas pueden ponerse violentos».

El Estado teocrático se sentía legitimado para legislar sobre asuntos de conciencia, y en base a ello decretó duras persecuciones de signo «espiritual» contra la herejía, la apostasía y el librepensamiento. Los Estados posteocráticos han desencadenado también cazas de signo parejo —contra la conjura comunista, sionista, burguesa, etc.— y no menos implacables. Sin embargo, hasta 1971 ni la administración teocrática ni la democrática extendieron las facultades del gobierno a vigilan la percepción o el estado de ánimo, aunque desde la más remota antigüedad existieran sobrados fármacos capaces de influir sobre lo uno y lo otro. Para ser exactos, todavía no existen en una sola Constitución del planeta preceptos donde se diga que el Estado asume dicha supervisión en general y por derecho propio, pues incluso las más afectas a esquemas totalitarios reconocen derechos subjetivos incompatibles con una tutela llevada a tal extremo. Por consiguiente, lo que acontece en materia de drogas habrá de considerarse una excepción a la regla que defiende la autonomía de la voluntad individual, basada en motivos excepcionales y circunscrita a lo que tarde en solventarse un problema muy particular.

Ahora bien ¿es esto creíble? ¿No será más bien un indicio de lo que aguarda a colectivos superpoblados, cada vez más próximos al funcionamiento de la colmena y el hormiguero, donde tan discrecional puede ser prohibir cierta dieta como imponer otra, e incluso acabar gobernando con drogas distintas, o las mismas, usando la prerrogativa ya alcanzada de legislar sobre la percepción y el estado de ánimo? ¿Acaso una asociación mundial de gobiernos que prohíben «droga» no está capacitada para —con idéntico fundamento— declarar cuando le apetezca una «panacea»? ¿Puede alguien citar una sola jurisdicción especial que haya sido renunciada voluntariamente por sus titulares, sin una previa liquidación política de las pretensiones en que se fundaba? Más concretamente ¿es el sistema puesto en practica una solución a medio o largo plazo? ¿Es siquiera el mal menor para lo indeseable en este orden de cosas? ¿Quiénes determinaron su establecimiento y quienes se lucran realmente del mismo en la actualidad? ¿Qué peso relativo tienen allí la economía, la política y la moral? ¿Hasta qué punto el fracaso constituye un soterrado triunfo para quienes hoy apoyan la cruzada?

Cuestiones tales piden objetividad, y la frívola polarización contemporánea de actitudes promueve lo contrario, con un desfile de personas y grupos que se declaran a favor o en contra de una entelequia irreal como la droga. Salvo comunidades que viven en zonas árticas, desprovistas por completo de vegetación, no hay un solo grupo humano donde no se haya detectado el uso de varios psicofármacos, y si algo salta a la vista en este terreno es que constituye un fenómeno plural en sí, que se manifiesta en una diversidad de tiempos, cubre una amplia variedad de lugares y obedece a una multitud de motivos. No caer en el tópico diálogo de sordos sostenido por partidarios y detractores exige una actitud sistemática o propiamente científica, y la primera condición del talante científico es una crítica que deslinde experiencia y prejuicio, dato cierto y suposición. Al quedar en segundo plano lo farmacológico con respecto a lo penal, la antigua incumbencia de químicos y médicos pasó a ser atributo de jueces y brigadas policiales, alimentando un progresivo divorcio entre la lógica discursiva y el conjunto del problema. Al ritmo del voluntarismo legislativo, lo dispar empezó a juntarse y lo afín a separarse, produciendo un cuerpo de «doctrina» cada vez más vago y contradictorio. Esto no significa necesariamente que tales principios deban modificarse, que sean inadecuados o que fomenten lo contrario de su intención explícita. Significa solamente que no debe demorarse un planteamiento de esta materia en el conjunto de su proceso, aceptando que perseguimos algo en buena medida desconocido —o, si se prefiere, lo desconocido de algo—, con intención de formarnos criterios racionales, y no de prestar nuestra adhesión a un cliché u otro.

Aunque no haya sido así en el pasado, «elegimos nuestros venenos de acuerdo con la tradición, sin tener en cuenta la farmacología: son las actitudes sociales quienes determinan cuales son las drogas admisibles y atribuyen cualidades éticas a los productos químicos»[17]. Comprensible en un sentido, la contrapartida indeseable de algo semejante es una pugna con el orden natural de las cosas. Si para hacer puentes o perforar túneles se toman más en cuenta las actitudes que la resistencia de los materiales hay un alto riesgo de que las obras desemboquen en catástrofes y despilfarros. Al hombre de hoy le sorprendería mucho que la homologación de antibióticos incumbiera al Comité Olímpico, y que la autorización para el lanzamiento de satélites meteorológicos correspondiese al Colegio de Abogados. A nadie parece asombrarle que la cruzada farmacológica haya sido puesta en marcha por un obispo anabaptista y algunos misioneros, ni que la reglamentación en vigor sobre psicofármacos sea elaborada en las comisarías y posteriormente asumida por la autoridad sanitaria, en vez de acontecer a la inversa. Tal como se entiende que haya un asesor militar hasta en las instalaciones de lanzamiento para satélites con fines civiles, la trascendencia político-social de la ebriedad hace comprensible que distintos funcionarios intervengan como asesores de los consejos a quienes se encarga su regularización. Pero mal se entiende que en esos consejos carezcan de voto —y casi siempre de voz— los capacitados por formación científica. Así, desde tiempos de J. F. Kennedy la Casa Blanca recaba informes periódicos de una Comisión —la President’s Commission on Narcotics and Drug Abuse— constituida fundamentalmente pon médicos, farmacólogos, científicos sociales y juristas, si bien desde el primer informe en adelante fue costumbre de la Casa Blanca descartar sus reiteradas invitaciones a un cambio de política. «Liberalismo trasnochado», dijeron de ellas Nixon y Reagan, quizá inconscientes de que la expresión outdated laissez faire fue en 1909 la divisa del obispo anabaptista C. H. Brent para acabar con la inmoralidad de las drogas[18].

Una historia dentro de la historia. Tras milenios de uso festivo, terapéutico y sacramental, los vehículos de ebriedad se convirtieron en una destacada empresa científica, que empezó incomodando a la religión y acabó encolerizando al derecho, mientras comprometía a la economía y tentaba al arte. Oportuna o incoherente, la cruzada contra algunos de ellos constituye una operación de tecnología política con funciones sociales complejas, donde lo que se despliega es una determinada física del poder. En el horizonte de ansiedades que acompañan cualquier cambio en profundidad de la vida, los engranajes de esa física aclaran la creación del problema esquematizado como «la droga», y su contacto con el asunto más amplio de la relación que el hombre contemporáneo guarda con su libertad real. Sería ingenuo esperar que los cambiantes criterios de moralidad, los estereotipos culturales y las consignas de una u otra propaganda estén sometidos al detenido examen que persiguen las ciencias. Pero un camino para formarse conceptos en vez de dogmas y mitos sobre este objeto es atender a su propia génesis.

Hasta hace poco no se ha tenido en cuenta que el empleo de las drogas descubiertas por las diversas culturas constituye un capitulo tan relevante como olvidado en la historia de la religión y la medicina. Al comienzo de un notable estudio sobre la medicina popular en Grecia y Roma constataba un humanista la escasez de investigaciones sobre materia tan interesante, atribuyéndolo a que «la atención de los profesionales teme perder el tiempo en nimiedades, pon un lado, y encontrarse con el hombre primitivo o el salvaje por el otro, bajo el embozo de la toga o la clámide»[19]. Multiplicado a la enésima potencia, esto acontece con el tema de la presente investigación; a los historiadores propiamente tales les parece menos nimio examinar la evolución de un estilo pictórico que la evolución en el consumo de una droga, y el propio tema no sólo corre el peligro de llevar al salvaje en grado eminente, sino que parece coto del sensacionalismo pueril, próximo en cualquier caso al mal gusto, como sucediera con la sexualidad hasta bien entrado el siglo XX. Si esto ha acontecido con el historiador de lo profano, tanto más ha sido habitual —salvo contadas excepciones— entre los historiadores de la religión.

Otro tanto puede decirse de su pertinencia para la antropología comparada, pues el uso de psicofármacos —que es siempre el de tal o cual sustancia, de esta o de aquella manera— constituye un matizado indicador sobre el tipo de sociedad y conciencia donde acontece. Cierta determinación en lo uno permite extrapolar algo en lo otro, siendo el aspecto científico del asunto analizar estructuras recurrentes de empleo. Hasta donde alcanzan la memoria y los signos, las drogas han ido determinando una amplia variedad de instituciones o respuestas, que son explicables sólo a partir de cada concepción del mundo, y que por su parte ayudan a perfilarla bajo una luz nueva. La particular historia de la ebriedad constituye así un capítulo puntualmente paralelo a la historia general, que requiere constantes remisiones a esta, del mismo modo que lo exigiría una historia coherente de las prisiones o los impuestos.

Pero a esta correlación genérica entre el todo y la parte se añade en el caso de las drogas un cuadro de dramática actualidad, que plantea interrogantes nucleares sobre los límites del discernimiento adulto, la relación entre ley positiva y moral, el sentido del paternalismo político, la dinámica del prejuicio y la polémica sobre eutanasia, por mencionar sólo lo más evidente. En definitiva, quizá ningún asunto expone de modo tan nítido las justificaciones últimas del Estado del Bienestar donde nos ha tocado vivir. Nuestra civilización sufre a causa de plantas cuya existencia se remonta a tiempos inmemoriales, y cuyas respectivas virtudes fueron explotadas a fondo por todas las grandes culturas. Hasta hace algunas décadas nadie se preocupaba de regular su siembra o recolección, mientras ahora ese hecho botánico cobra dimensión de catástrofe planetaria. A tal punto es así que su amenaza reúne a capitalistas y comunistas, a cristianos, mahometanos y ateos, a ricos y pobres, en una cruzada por la salud mental y moral de la Humanidad. En plena era espacial no faltan cruzados profesionales ni vocacionales, y no faltan tampoco hordas de infieles atraídos por la rebeldía, las perspectivas de lucro mercantil y el estatuto de irresponsable víctima que otorga frecuentar lo prohibido; congrega a muchos de estos el mecanismo psicológicamente descrito como introyección o identificación con el agresor, del mismo modo que aúna a aquellos un mecanismo de proyección y localización exterior del mal.

Por lo demás, semejante tesitura no es del todo nueva en la historia de la ebriedad. Aunque su evolución ha sabido diluirse de manera apacible en ritos mágicos y festivos o en aplicaciones medicinales que no suscitaron preocupación sobre abusos particulares, al menos en dos ocasiones previas —con el culto báquico en la Roma preclásica, y con los untos y potajes brujeriles desde el siglo XIV al XVII— el uso de drogas acompañó a la peste moral, desatada como crimen contra Dios y el Estado. Complementando estos episodios con el actual cabe enriquecer el banco de datos sobre plagas análogas, casi siempre extrafarmacológicas, que arrastran a sectas y grupos al papel de sacrificadores y sacrificados, en procesos de purificación y reafirmación ritual no por arcaicos menos activos en la actualidad. La aportación concreta que esta crónica puede hacer a la teoría de la peste moral se basa en describir las constelaciones sociales y psicológicas que propenden a la declaración de epidemia, las cuarentenas aplicadas por cada tipo de cultura y los resultados, tanto previstos como reales.

Queda por último el valor predictivo inherente a un tratamiento histórico de la cuestión. Detractores y partidarios de la Prohibición basan una parte fundamental de sus criterios en suposiciones. Unos dicen que su fin estimularía el auto-control, reduciendo incluso a medio plazo el número de personas que usan compulsivamente los fármacos hoy ilegales. Otros piensan que cualquier permisividad convertiría en toxicómanos a muchos más individuos, por no decir a casi todos. Sin embargo, la historia de la ebriedad en sus distintos vehículos permite abandonar el terreno de las puras suposiciones, y establecer los criterios sobre hechos verificables. No sólo muestra con precisión lo que acontece con el consumo de tal o cual droga cuando es ilegalizada, sino lo sucedido al dejar de ser ilegal una de las antes prohibidas, como aconteció con el opio en China y los alcoholes en Estados Unidos. Aunque los tiempos cambien, los datos relativos a momentos análogos del pasado poseen sobre las conjeturas una ventaja difícil de negar. En un hoy tan marcado por fanáticas tomas de partido, si algo parece urgente es una documentación que permita a cada cual reflexionar por si mismo con algún conocimiento de causa.

Por lo que respecta al presente estudio, se han hecho algunos intentos de describir las costumbres en distintas partes del planeta a lo largo de las edades, y hay incluso un texto moderno llamado expresamente Historia de la droga [20]. Sin embargo, son exposiciones que sólo pueden considerarse catálogos de noticias sueltas. A veces es un medico, con nociones sólidas sobre toxicología y prácticamente nulas sobre historia universal, quien enumera drogas usadas aquí y allá. Otras veces son un criminólogo, un periodista o un viajero, quizá con ideas menos frágiles sobre historia de las civilizaciones pero totalmente insuficientes a nivel farmacológico, quienes acumulan juicios marcados por el pintoresquismo, la arbitrariedad o el prejuicio. Ni en unos ni en otros aparece expuesto con pulcritud el aparato crítico donde se apoyan, y si brillan por su ausencia las precisiones bibliográficas no menos se echa en falta allí la concatenación exigible a cualquier tentativa orientada a describir objetivamente una evolución. Esto no significa que la literatura sobre el asunto carezca de contribuciones muy valiosas, elaboradas con todo el rigor exigible, y gracias a las cuales es posible estudiar ciertos momentos precisos sin una azarosa peregrinación por bibliotecas públicas y privadas, persiguiendo informaciones que muy rara vez aparecen reseñadas directamente en los ficheros. Con todo, se trata siempre de obras sobre algún aspecto singular, que no abordan la materia en su conjunto.

Falta cosa semejante a una historia cultural o general de las drogas, entendiendo por ello un examen donde se combine la perspectiva evolutiva, ligada a una sucesión cronológica, con la comparativa o estructural, que relacione los datos procedentes de sociedades distintas y los de cada una con sus pautas tradicionales. Pero si los datos sobre este tema no se vinculan con el medio donde se van produciendo será imposible separar lo anecdótico de lo esencial; la alta estima del budismo hacia el cáñamo, por ejemplo, no se explica contando la leyenda de que Buda se alimentó durante una semana con un cañamón diario, sino indicando hasta qué punto los efectos de esa droga se relacionan con sus específicas técnicas de meditación. Mal se entiende, por ejemplo, la gran difusión del opio en la Roma antigua sin considerar el alto valor atribuido por sus ciudadanos a la eutanasia (mors tempestiva). Lo mismo sucede prácticamente con cualquier otro episodio de esta crónica.

Tengo por evidente que una investigación tan vasta, sobre materiales dispersos en tantas fuentes, sólo puede aspirar a ser el esqueleto de su propia trama. Para convertir la historia de ebriedad en un apéndice realmente ilustrativo sobre la condición humana hará falta el esfuerzo de muchos otros investigadores, que llenen las numerosas lagunas y defectos del esquema, añadiéndole las innumerables informaciones sin duda existentes, aunque todavía dispersas en multitud de documentos. En la introducción a su estudio sobre la historia del sistema carcelario decía M. Foucault que sólo trascendería los limitados fines de la mera curiosidad y la erudición en cuanto permitiera «analizar el cerco político del cuerpo»[21]. Aquí el objeto de análisis es una evolución que desemboca en el cerco jurídico-moral del ánimo. En vez de evitar que el cuerpo escape a sus ánimos, como pretende el régimen penitenciario, la meta aquí es que los ánimos no puedan escapar a su cuerpo, ambición milenaria de la ascética.

Exponiendo de antemano las precariedades inherentes a una investigación tan compleja e irregularmente documentada[22]