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Rafael Rojas es doctor en historia por el Colegio de México y ensayista cubano residente en México. Ha escrito más de quince libros sobre política e historia intelectual de América Latina, Cuba y México. Es profesor e investigador del Centro de Investigación y Docencia Económicas, desde 1996. Autor de Traductores de la utopía (FCE, 2016).

Velia Cecilia Bobes es profesora investigadora de tiempo completo en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, en México. Cuenta con estudios de doctora- do en sociología por El Colegio de México y ha publicado diversos trabajos en torno a temas como ciudadanía y sociedad civil. Pertenece a la Academia Mexicana de Ciencias.

Armando Chaguaceda es politólogo e historiador cubano, especializado en el estudio de la sociedad civil y el régimen político en Cuba y en varios países latinoamericanos. Es profesor investigador de la Universidad de Guanajuato, campus León. Desde 2009 es miembro de Amnistía Internacional. Cuenta con un doctorado en estudios regionales por la Universidad Veracruzana.

SECCIÓN DE OBRAS DE POLÍTICA Y DERECHO


EL CAMBIO CONSTITUCIONAL EN CUBA

RAFAEL ROJAS, VELIA CECILIA BOBES
Y ARMANDO CHAGUACEDA
(Coordinadores)

El cambio constitucional
en Cuba

ACTORES, INSTITUCIONES Y LEYES DE UN PROCESO POLÍTICO

Fondo de Cultura Económica

Primera edición, 2017
Primera edición electrónica, 2017

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contraportada

LA CUESTIÓN CONSTITUCIONAL EN CUBA: UNA DISCUSIÓN SOCIOLÓGICA

Haroldo Dilla Alfonso*

El 16 de abril de 2016, el general-presidente cubano Raúl Castro1 reiteró la intención de hacer una reforma a la carta magna para incluir los cambios que se han producido en el sistema económico y administrativo insular en los últimos años.2 En ningún momento, advirtió, se trataría de una nueva Constitución, ni de cambios que pusieran en entredicho la continuidad del actual sistema, sino solamente su “perfeccionamiento”. Es un horizonte muy modesto. Pero en un escenario político tan conservador y aletargado como el cubano, una señal de esta naturaleza siempre despierta expectativas, más aún si tenemos en cuenta que hablamos de una Constitución promulgada cuarenta años atrás (y sustancialmente reformada hace un cuarto de siglo), cuando la sociedad nacional y su entorno internacional eran radicalmente distintos a los que hoy existen.

El objetivo de este artículo no es analizar los perfiles propiamente constitucionalistas que se comprometen con este anuncio, lo cual rebasaría mis capacidades profesionales. Lo que pretendo es colocar sobre la mesa dos consideraciones sociológicas que se ligan con este proceso.

Una es la probable caracterización del escenario de la convocatoria como un “momento constitucional”, tal y como Gargarella y Courtis,3 hurgando en los registros teóricos de Rawls y Ackerman, la han conceptualizado: como uno de los lapsos históricos particularmente densos que envuelven “reformas constitucionales significativas”4 y (agrego una cita de un detallado estudio del PNUD)5 “acompañados de una intensa movilización popular y una ciudadanía involucrada políticamente”.

La más elemental apreciación empírica sugeriría que tal densidad pública no existe. Al contrario, a pesar de la relevancia del tema, no es visible una atención priorizada a su favor, ni en los medios académicos, ni en el magro activismo social, ni en las organizaciones políticas, oficiales, oficiosas u opositoras. Digamos que hasta el momento el asunto ha sido acogido por los potenciales actores con el mismo desgano e imprecisión con que fue anunciado por el presidente cubano. La explicación de esta paradójica situación es vital para tomar el pulso a la dinámica política cubana y evaluar los alcances y los límites de esta propuesta de reordenamiento del propio orden constitucional.

En segundo lugar, quisiera dedicar algún espacio a otro tema que trasciende el horizonte de la coyuntura para colocarse en la prognosis del mediano plazo: el difícil tema de la herencia deseada. Sea con el desdén de sus detractores o con palmadas de cariño de sus partidarios, existe un reconocimiento general de que el ciclo constitucional que se abrió en 1976 y se remozó en 1992 está llegando a su fin. Aun cuando se proceda ahora con una reforma parcial –una manera de comprar tiempo y dar oxígeno a un sistema político en decadencia–, es evidente que una nueva Constitución será inevitable en un futuro no muy lejano. Cuando esto ocurra, los constitucionalistas de ese momento –sea reunidos en asamblea o en sobrias comisiones de expertos– tendrán que decidir acerca de lo que Taylor consideraba la recuperación de los puntos iniciales para articular consensos,6 y, al hacerlo, estarían definiendo qué quedaría y qué sería arrojado de un pasado intenso y polémico que llenó las vidas de varias generaciones.

Cuba, cuyo itinerario republicano ha estado marcado por el signo de las revoluciones, se ha caracterizado por constituciones que cierran ciclos rupturistas (1901, 1940, 1976), de manera que las constituciones han sido las codificaciones de sus revoluciones precedentes.

La primera Constitución cerró un proceso de tres décadas de guerras independentistas y nació como subproducto republicano, elitista y con soberanía coactada. Reinó, con varias reformas, por casi cuatro décadas hasta que cedió espacio a la promulgada en 1940. Esta última cerró un segundo ciclo revolucionario –los turbulentos años treinta– mediante un compromiso digamos que liberal social y una dogmática notablemente avanzada para su tiempo.7 Curiosamente, ha sido la Constitución de vigencia más breve –sólo 12 años– pero al mismo tiempo la más reclamada como opción, incluso en la actualidad, tras casi ocho décadas de su proclamación. Ambas constituciones –adoptadas por asambleas constituyentes– estuvieron envueltas en momentos densos de debates, dirigidos tanto a conseguir apoyos en la opinión pública como a anudar consensos intraélite.

La tercera Constitución, la que nos interesa ahora, cerró el ciclo revolucionario de 1956-1965. No fue el resultado de un debate democrático de la naturaleza que acompañó a las precedentes. A mediados de los setenta la autonomía de la sociedad cubana había quedado reducida a cuestiones muy básicas, y no podía esperarse de ella una dinámica propia en torno al proceso constitucional. El propio texto fue elaborado por una oscura comisión de expertos.

Pero habría que reconocer que se produjo en un contexto marcado por grandes expectativas en el marco del llamado proceso de institucionalización: la instauración de un sistema de dirección económica, una nueva división político-administrativa y la formulación de un sistema municipal que permitió localizar soluciones a demandas que habían permanecido insatisfechas debido a la extrema centralización precedente. También, que la élite política tuvo el cuidado de someter el texto constitucional a un debate nacional mediante asambleas populares –más efectivas como espacios de socialización que propositivos– y un referéndum que otorgó al proceso cuotas significativas de legitimidad.

Las singularidades del proceso constitucional que alumbró el texto de 1976 están determinadas por el contexto específico en que se ventilaba. Si, como antes decía, esta Constitución comparte con las anteriores haber cerrado un ciclo revolucionario, las precedentes lo hicieron sobre correlaciones que obligaban a los actores involucrados en las contiendas rupturistas a negociar el futuro, aun cuando se trataba de negociaciones asimétricas. Ésta, en cambio, lo hizo a partir de una revolución triunfante que, a lo largo de la década precedente, había producido una severa purga de la élite y promovido una igualación social que eliminó –por diferentes vías– a la burguesía y a las clases medias. De acuerdo con Villabella, constituyó un hito en la historia constitucional cubana “porque legitimó un nuevo sistema político y se alejó de los precedentes asentados en el constitucionalismo cubano, al adoptar principios y tendencias del Derecho socialista”.8

Nunca tuvo entre sus preocupaciones preservar los derechos individuales de la acción estatal, porque la lógica revolucionaria implicaba una nueva perspectiva colectivista tanto de los derechos ciudadanos como del papel transformador del poder del Estado. Su prioridad no podía ser limitar el poder de éste, sino expandirlo y garantizar su injerencia “renovadora” en cada intersticio de la vida cotidiana.9 Y en consecuencia, como agrega Villabella, cargó con el estigma de una supremacía resentida debido al subido tono programático-doctrinario de sus contenidos, a su dependencia excesiva de leyes complementarias y a la inexistencia de mecanismos de control de la constitucionalidad.

Finalmente, la Constitución de 1976 tuvo que asumir, como la de 1901, una dimensión internacional determinante. En este caso se trató de la reinserción de Cuba en el escenario mundial de la mano de sus nuevos socios del bloque soviético y la consiguiente implantación en la isla caribeña del utillaje institucional formal, junto con una serie de principios normativos y rituales ideológicos del mundo socialista.

La Constitución de 1976 ha experimentado tres reformas, pero de ellas, para nuestros fines, sólo nos interesa la que tuvo lugar en 1992.

Fue una reforma vasta, al punto de que su producto ha sido con frecuencia mencionado como una nueva Constitución. Cambió 53% del articulado y removió algunos núcleos duros, dando lugar a formulaciones más auspiciosas en cuanto a propiedad, funciones de los órganos estatales, declaraciones doctrinarias, definiciones sociales, derechos sociales, etc. Todo ello –cito a Hugo Azcuy,10 en uno de los análisis pioneros sobre el tema– significaba una reelaboración de las bases teóricas institucionales “partiendo de una nueva concepción del socialismo”.

Aunque hay que reconocer en Azcuy una inflación optimista, no toda ella era infundada. Esta reforma constitucional fue parte de un momento en que, con el trasfondo de una crisis económica galopante, había razones para imaginar esa reelaboración positiva. Por primera vez aparecieron en el escenario una serie de asociaciones relativamente autónomas que crearon espacios públicos inusitados. No fue exactamente una política de tolerancia pluralista –el Estado nunca contrajo compromisos al respecto, continuó reprimiendo a la oposición y siempre acotó el diapasón crítico del debate–, pero sí una suerte de tolerancia por omisión de políticas. Y fue un interregno que muchos aprovecharon para generar grupos de autogestión comunitaria, realizar talleres sobre temas polémicos, crear organizaciones con precarios sustentos legales y publicar textos críticos que aún hoy, un cuarto de siglo después, son consumidos con curiosidad por los intelectuales cubanos. La propia reforma constitucional fue precedida por un intenso debate público organizado por la élite, que fue conocido como el debate del Llamamiento al IV Congreso del Partido Comunista (1990). De acuerdo con Bobes, todo ello significó un proceso de ampliación de la inclusión y redefinición de la ciudadanía tanto procedimental como simbólicamente.11

No obstante su sentido progresista, esta reforma fue insuficiente para enfrentar la magnitud del cambio societal que se incubaba en los noventa. Si las constituciones anteriores habían sido las codificaciones de las revoluciones precedentes, ésta fue el eco debilitado de una sociedad enfrentada a una crisis sin precedentes y que buscaba sus alternativas dentro de un sistema de corte socialista. Sus principales avances fueron paulatinamente coartados por la ofensiva conservadora desplegada desde 1995 y estimulada desde el 2000 con el inicio de los subsidios venezolanos. El resultado constitucional de esta lamentable evolución fue la banal reforma de 2002, consistente en un engendro legal que dictaminaba la inamovilidad del sistema cubano:

El socialismo y el sistema político y social revolucionario establecido en esta Constitución, probado por años de heroica resistencia frente a las agresiones de todo tipo y la guerra económica de los gobiernos de la potencia imperialista más poderosa que ha existido, y habiendo demostrado su capacidad de transformar el país y crear una sociedad enteramente nueva y justa, es irrevocable, y Cuba no volverá jamás al capitalismo.12

Evidentemente, la convocatoria a una reforma constitucional proclamada con desgano por el presidente Raúl Castro tiene muy poco que ver con la definición que hemos adoptado aquí de los momentos constitucionales como coyunturas de densidad ideológica y política marcadas por los debates en la esfera pública, como tampoco con los escenarios que acompañaron el nacimiento de las constituciones precedentes en Cuba, incluyendo la reforma de 1992. Es un escenario que la élite ha diseñado desde el secretismo y el formalismo burocrático, y que la sociedad enfrenta en medio de la desmovilización y la apatía social e intelectual generalizada. Es como si la élite hubiera perdido toda capacidad de “dirección ético-política” y la sociedad hubiera encontrado su habitus en el escapismo, el recogimiento íntimo y la anomia.

Esta abulia preconstitucional –para llamarla de alguna manera– tiene diversas razones ubicadas en parcelas diferentes de la sociedad y el sistema político. En última instancia, por ejemplo, son las mismas que alimentan el desinterés político de la mayoría de la población cubana. Pero quiero detenerme aquí en un solo perfil del asunto: la situación de la élite política posrevolucionaria.

La élite política cubana siempre ha sido diversa, pero durante el largo mandato de Fidel Castro esta diversidad fue conjurada por la fidelidad al máximo líder. Hoy no existe el mecanismo carismático de unidad, y aunque nada indica una ruptura de la cohesión grupal, hay razones para suponer que las tensiones en su interior se incrementan.

De forma general, la élite política posrevolucionaria se organiza en torno a dos grandes grupos que son el resultado de la alianza intraélite conservadora de 2009. Por un lado, el sector tecnocrático militar protocapitalista, que paulatinamente afianza su hegemonía en el marco de las reformas pro-mercado. Y, por otro, el sector burocrático rentista, la quintaesencia del inmovilismo y la decrepitud política, pero que ofrece al sistema el invaluable recurso de un vasto aparato de control político y producción ideológica en el seno del Partido Comunista. Ambas facciones están cruzadas por otros clivajes etarios y regionales que conforman diferentes “grupos de intereses”. A ello pudiera agregarse el surgimiento de clanes políticos familiares, herederos de los resortes del poder, los recursos económicos y el abolengo de los fundadores.

Estos grupos confluyen en acuerdos de trazos gruesos. Digamos que en principio coinciden en no hacer apertura democrática alguna y en extender la reforma mercantil, en torno a la cual muchos de sus miembros hacen su metamorfosis burguesa. Pero no coinciden en los trazos finos, como son, por ejemplo, los que definen hasta dónde hay que relajar los controles sobre la propiedad para garantizar el funcionamiento del sistema mismo, cómo repartir el presupuesto, cómo movilizar los recursos de eso que llamamos “ahorro externo”, y dónde se reúnen factores tan disímiles como los emigrados, los inversionistas extranjeros, los grandes organismos financieros y los huéspedes del Palacio de Miraflores.

Sólo que –en un sistema político cerrado– son desacuerdos que no se expresan en discursos fogosos, en declaraciones de prensa o folletines, sino en los zigzagueos que han caracterizado a las políticas estatales reformistas en el marco de la llamada “actualización”, y, en consecuencia, en la paralización de las grandes decisiones que el país necesita para garantizar su viabilidad futura.

Estos equilibrios inestables son suficientes para administrar un sistema, como el cubano, en el que las insatisfacciones sociales tienen pocas y muy costosas posibilidades de confluir en opciones políticas que puedan horadar el monolitismo de la élite. Digamos que son suficientes para garantizar la gobernabilidad en un lapso de tiempo aceptable para completar la metamorfosis burguesa de la élite y el paso a retiro –político y biológico– de lo que se ha dado en llamar el “liderazgo histórico”. Pero no son el mejor escenario para producir los cambios que la sociedad cubana necesita a fin de asegurar su propia viabilidad en el largo plazo. No es el escenario, en resumen, para una reforma significativa.

Una reforma constitucional significativa en Cuba estaría obligada a dar respuesta a una serie de cuellos de botella que hoy resultan lastres insoportables para el avance societal. El listado puede resultar interminable, por lo que quiero fijar mi mirada en únicamente tres aspectos: el monismo político e ideológico, la centralización y las actitudes excluyentes frente a la emigración.

En primera instancia, es imprescindible abordar el tema de la abrumadora centralización del poder político, tanto funcional como territorialmente. En este último sentido, dejar atrás esa visión autoritaria en la que los espacios locales son concebidos como una parcela del poder central –recuerdo aquí a Vallès y Martí–,13 en la que “la titularidad última del poder político [corresponde] de modo pleno a las instituciones centrales del Estado, desde las que se decide el ámbito de actuación permitido a las instituciones locales y territoriales”, con las inevitables –cito a Mulet– “pérdidas de recursos, inversiones sin impacto, baja productividad y falta de cohesión social”.14

No menos significativo sería abordar el asunto de la diversidad social, cultural e ideológica, y en consecuencia abrir espacio a un régimen pluralista. Siguiendo a Rawls,15 se trataría de la construcción y aceptación de un “consenso traslapado de diferentes doctrinas razonables” conducente a una república democrática, justa y estable.16 En consonancia con lo anterior, sería inexcusable cambiar las formulaciones sobre derechos y libertades, que hoy resultan una lista sin prioridades, en todos los casos remitidas a una supuesta meta socialista y encauzada a través de una institucionalidad verticalista.

Finalmente, tendría que admitir el carácter transnacional de la sociedad cubana. Aun reconociendo el difícil contexto de los sesenta –en que los Estados Unidos usaron la migración como resorte de presión contra la joven Revolución cubana–, no puede soslayarse el hecho de que el gobierno cubano produjo como respuesta una abusiva expropiación de derechos ciudadanos, con efectos negativos diversos, que he analizado en otro lugar.17 La crisis de los noventa precipitó la apertura de una puerta económica para los emigrantes, pero mantuvo en lo fundamental las exclusiones políticas y legales, así como la estigmatización ideológica. El resultado fue la construcción de lo que Nancy Fraser18 hubiera llamado una situación bivalente. El emigrado, en cuanto aportador de remesas, fue diluido en una categorización abstracta que lo describía como un factor económico inocuo políticamente, pero que al mismo tiempo continuaba blandiendo la imagen del enemigo político corrosivo de la propia nación “militante”.

En este sentido, Cuba sigue ostentando la lamentable condición de un Estado “desinteresado y denunciante”, según la conocida clasificación de Levitt y Schiller,19 y continúa siendo el lugar más atrasado en la evolución que Latinoamérica ha experimentado en el tratamiento de sus emigrados. Con ello no sólo se mantiene en la jurisprudencia cubana un tratamiento injusto a quienes son parte de la sociedad nacional y contribuyen decisivamente a su reproducción. También se coarta la posibilidad de ampliar las relaciones entre las comunidades cubanas y proveer a la isla de cuotas significativas de capitales –económicos, sociales, simbólicos– indispensables para salir de la situación de postración en que hoy se encuentra. Pero para cambiar esta situación, aun cuando ocurra de manera paulatina y controlada, habría que lograr la incorporación de jure de cientos de miles de personas, la aceptación de la doble ciudadanía y la restitución de los derechos constitutivos de membresía plena, lo que, casi huelga señalarlo, tiene implicaciones políticas e ideológicas que el actual sistema político no podría afrontar.

La abulia de la élite –incluso de sus nuevos sectores tecnocráticos de los que se pudiera sospechar algún nivel de agresividad innovadora– es la reacción lógica de un sector político amodorrado por décadas de ejercicio totalitario del poder, sin experiencia en el uso de la esfera pública autónoma y que comienza a acostumbrarse a la orfandad política con la desaparición paulatina de los fundadores de un sistema que hoy sólo puede ofrecer a sus súbditos lo que esos ancianos en retroceso portan: la narración de la historia.

La élite política cubana es un sujeto histórico cansado, que hace mucho tiempo perdió la audacia que sesenta años atrás produjo uno de los hechos revolucionarios más trascendentales del continente. De ahí algunas aparentes paradojas. Pudiera pensarse, por ejemplo, que de cara a la coyuntura de incertidumbre que se presenta –relevo generacional, cambios estructurales costosos socialmente, situación internacional poco promisoria, pérdida definitiva de los recursos carismáticos– una reforma constitucional significativa, acompañada de convocatorias al debate público, pudiera ayudar a reciclar la legitimidad estatal sobre bases legal-racionales, tal y como se intentó hacer en 1992. Pero también es cierto que en una situación de esta naturaleza, como la que hoy vive la sociedad cubana, cualquier llamado a grandes cambios puede conducir a ese “momento más peligroso” de que hablaba Tocqueville, cuando “el mal, que pacientemente se toleraba como inevitable, parece imposible de soportar desde el momento en que se enfrenta la idea de sustraerse a él”.20 Y no olvidemos que la élite política cubana opera en este caso en una zona de relativo confort, toda vez que no existen fuerzas sociales significativas –cualitativa o cuantitativamente– que le exijan un cambio constitucional más allá del aggiornamento que el anciano jefe de Estado ha anunciado.

Finalmente, una interrogante pende sobre este tema. Si bien estamos hablando de una convocatoria opaca y timorata a una reforma constitucional pasiva, es indudable que se trata –como todo este fenómeno político signado por el castrismo tardío– de un impasse, o, si se quiere, de un interregno hacia un cambio mayor que responda a las profundas transformaciones que la sociedad cubana viene experimentando. En este punto vale la pena preguntarnos acerca de qué debe quedar del constitucionalismo posrevolucionario. ¿Existen elementos positivos en los preceptos constitucionales de 1976 que deban ser conservados o, al contrario, su contenido totalitario es tan abarcador que su único destino aceptable es su desaparición total? Si fuera lo primero, ¿cuáles serían esos elementos?

Como antes anotaba, Charles Taylor21 sentenció en una ocasión que, “después de la borrachera del despotismo, la sociedad no tiene otra salida que tratar de recuperar el punto inicial, buscando el modo de resolver sus dilemas con sus propios sistemas conceptuales”. En el caso que nos compete –Cuba–, la “borrachera despótica” ha durado varias décadas y aún no ha concluido. Sólo que el muro estatalista y represivo que le sirve de sostén se ha llenado de agujeros –unos producidos por el mercado y otros por la incipiente sociedad civil– y en ocasiones amenaza con derrumbarse según se hacen más visibles las incapacidades gubernamentales para hacer efectiva su vocación totalitaria.

En consecuencia, existe efectivamente un debate sobre el cambio constitucional. Pero se trata de un debate larvado por la propia naturaleza del régimen político, las exigencias de lealtad que éste hace a sus beneficiarios y la fuerte carga ideológica que siempre permea todo lo público en Cuba. Por ello, aun cuando los posicionamientos sobre la Constitución coinciden en la necesidad del cambio, difieren esencialmente en hasta qué punto y para qué. En consecuencia, cada campo político elige el punto inicial que mencionaba Taylor según lo que en la cosmovisión sectorial constituye la edad de oro del devenir nacional.

No es casual, por ejemplo, que en un libro producido en el campo oficialista los articulistas coincidieran –con mayor o menor entusiasmo– en que, a pesar de sus cuarenta años y de sus múltiples déficits, la Constitución de 1976 todavía no ha “terminado su ciclo vital, ni con ello el ciclo constitucional que para la historia nacional se abrió con su promulgación”.22 De manera que toda su discusión en el libro aparece escoltada con una exigencia de “perfeccionamiento” que resguarde las virtudes originales y amplíe a partir de ellas las oportunidades. Perfeccionamiento, es decir, cambios menores que potencien las virtudes subyacentes, es la llave maestra del oficialismo académico.

En cambio, los reformistas consentidos, cuyo buque insignia es el espacio conocido como Cuba Posible, optan por una crítica más penetrante pero que mantiene intacto el andamiaje autoritario en torno al sistema de partido-Estado.23 En consecuencia, generan un diapasón de valoraciones que van desde análisis de alto calibre intelectual hasta regodeos emocionales de pocos valores programáticos, probablemente porque se trata de un campo político que carece de un momento utópico al que remitir su punto inicial.

La oposición no ha sido pródiga en evaluaciones de esta naturaleza. Pero cuando lo ha hecho ha preferido buscar su paradigma en las épocas prerrevolucionarias negadas por el hecho revolucionario. Para poner un ejemplo, un interesante documento24 emitido por el grupo opositor católico Convivencia menciona en sus 80 páginas la frase “Constitución de 1940” la friolera de 22 veces, y remite a ella secciones completas y numerosos artículos. Más de 90% de las decenas de participantes en estos debates –informa el documento– opinaron que la nueva Constitución debería ser calco actualizado de una pieza constitucional cuyos innegables valores no compensan sus ocho décadas de existencia.

Creo que la Constitución de 1976-1992, cualesquiera que fuesen las aprensiones de quienes la conocen y probablemente sufrieron, tiene al menos dos méritos que deben ser conservados en el orden constitucional de cualquier proyecto de sociedad del futuro cubano.

El primero se refiere a los derechos sociales. La Constitución muestra un registro deficiente de derechos cívicos y políticos. Todas las libertades en estos campos están remitidas a la preservación de un orden y alineadas con una ideología oficial. En otras esferas es parca o sencillamente omisa, como ocurre, para poner un ejemplo, con los derechos que emanan de las relaciones sexuales, del consumo y del uso medioambiental. Pero al mismo tiempo, fiel a su pretensión socialista, la Constitución de 1976 ofreció un enunciado prolijo de derechos sociales de acceso universal, al mismo tiempo que consagró las condiciones materiales para su realización.

No es nada redundante afirmar que, en un mundo en el que los servicios sociales y ambientales –educación, salud, jubilación, acceso al agua, etc.– son crecientemente remitidos al espacio del mercado y considerados bienes transables, su presentación como derechos humanos (y en cuanto tales, como obligaciones públicas) es una cualidad que cualquier Constitución futura de Cuba debe conservar. Y debe ser así incluso en la eventualidad de lo que las tecnocracias denuncian como “inflación de derechos”. Como afirman Gargarella y Courtis en la obra antes citada, la intangibilidad de los derechos de acceso universal es indiscutible aun cuando las coyunturas los condenen a ser “cláusulas dormidas”, debido a sus potencialidades como catalizadoras de demandas y luchas sociales por derechos.

El segundo punto fuerte de esta Constitución fue su aspiración a un sistema basado en la democracia directa. Lo hizo con tanta vehemencia que terminó sepultando los espacios representativos. Legó, por ejemplo, una Asamblea Nacional que difícilmente puede ser considerada un parlamento más allá de las formalidades. Y no creo que la sociedad cubana –crecientemente plural y contradictoria– pueda imaginar su gobernabilidad democrática sin el recurso de instituciones basadas en la representación –territorial, social, funcional– de intereses.

Pero al mismo tiempo creo que posee una serie de principios envidiables, como el mandato imperativo, que obliga a los elegidos a rendir cuentas a los electores y titula a estos últimos para revocar a los primeros. En torno a él se constituyen una serie de mecanismos de participación ciudadana en los asuntos locales que aún resultan aspiraciones de buena parte del municipalismo latinoamericano. Podrá argumentarse, con sobradas razones, que los efectos democráticos de estos principios y mecanismos fueron menores que sus tributos a la legitimidad de un régimen político autoritario. Pero no fue así porque los mecanismos no fueran valiosos, sino porque el régimen político les colocaba un techo muy bajo. En un nuevo orden democrático, estos espacios de participación podrían constituir mecanismos vivificadores de la política y del control de la gente común sobre sus vidas cotidianas.

Al decir de Capella, se trata de “ámbitos no colonizados de interrelación social” indispensables para la estructuración de una política alternativa.25

Y aunque no creo que éste sea el momento de pedirle a la sociedad cubana que resuelva, en su futuro, los dilemas de esta época, pienso que la sociedad cubana no debe renunciar a explorar algunos caminos de alternatividad, tal como ha hecho a lo largo del siglo XX, tal como este siglo XXI, líquido e incierto, parece reclamarnos a todos.

NOTAS

* Profesor e investigador de la Universidad Arturo Prat, Chile.

1 “Cuba reformará su constitución para incluir los cambios de los últimos años” (agencia EFE), La Tercera, Santiago de Chile, 16 de abril de 2016.

2 Martha L. Zaldívar sugiere cuatro cambios principales: la inclusión en el texto de la Contraloría General de la República, un nuevo diseño de las administraciones locales, la creación de mecanismos de control constitucional y la asunción por la carta magna de los cambios económicos, en particular en el régimen de propiedad (“Poder y proceso constituyente en Cuba: ¿primigenia plataforma participativa hacia un nuevo constitucionalismo latinoamericano?”, en Andry Matilla [coord.], La Constitución cubana de 1976: cuarenta años de vigencia, Editorial Unijuris, La Habana, 2016). Otros comentaristas han mencionado la posibilidad de algunos cambios en el sistema electoral atinentes a edades límite y reelecciones acotadas, lo que ya ha sido anunciado por el propio presidente cubano en varios momentos.

3 Roberto Gargarella y Christian Courtis, El nuevo constitucionalismo latinoamericano: promesas e interrogantes, CEPAL, Santiago de Chile, noviembre de 2009.

4 “Por reforma constitucional significativa entenderemos, sencillamente, aquella que modifica sustancialmente el contenido de una constitución, o la reemplaza por una constitución nueva” (R. Gargarella y C. Courtis, op. cit., p. 15).

5 Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, Mecanismos de cambio constitucional en el mundo, PNUD, Santiago de Chile, 2015, p. 10.

6 Charles Taylor, Democracia republicana, LOM Ediciones, Santiago de Chile, 2012.

7 Señala Rafael Rojas: “La nueva Constitución introducirá cambios notables a las partes orgánicas y doctrinarias de la Carta Magna de 1901, que podrían sintetizarse, desde un punto de vista normativo, con el desplazamiento ideológico del liberalismo clásico a un repertorio de izquierdas moderadas, inscritas en tradiciones populistas, nacionalistas revolucionarias y socialistas de la cultura política latinoamericana” (“La tradición constitucional hispanoamericana y la excepcionalidad cubana”, en revista Convivencia, en <http://www.convivenciacuba.es/index.php/sociedad-civil-mainmenu-53/1393-la-tradicion-constitucional-hispanoamericana-y-la-excepcionalidad-cubana>.

8 Carlos Manuel Villabella, “Una nueva mirada al constitucionalismo cubano desde los modelos constitucionales y la periodización de la república”, Revista Cubana de Derecho, 4ª época, núm. 44, julio-diciembre de 2014, p. 39.

9 Esto dotó al sistema de una deplorable cualidad totalitaria, alentada por la autonomía que la vinculación al bloque soviético le ofreció a la élite posrevolucionaria. Las nociones del poder estatal ilimitado, de la homogeneidad del cuerpo social y de la coagulación de una voluntad general por encima de los intereses particulares fueron pivotes de esta configuración que acercaba la Constitución a una versión de la política a la hechura de Carl Schmitt, aun cuando proclamara servir a fines supuestamente socializadores. Para un análisis teórico sobre este tema, véase Isaac Jeffrey, “Los críticos del totalitarismo”, en Terence Ball y Richard Bellamy (eds.), Historia del pensamiento político del siglo XX, Akal, Madrid, 2013, pp. 193-241.

10 Hugo Azcuy, “La reforma de la constitución socialista de 1976”, en Haroldo Dilla (ed.), La democracia en Cuba y el diferendo con los Estados Unidos, Centro de Estudios sobre América, La Habana, 1995, p. 167.

11 Velia Cecilia Bobes, La nación inconclusa. (Re)constituciones de la ciudadanía y la identidad nacional en Cuba, Flacso, México, 2007.

12 “Constitución de la República de Cuba”, en Cubadebate, <http://www.cubadebate.cu/cuba/constitucion-republica-cuba/>, recuperado el 21 de abril de 2017.

13 Josep M. Vallès y Salvador Martí, Ciencia política. Un manual, Ariel, Barcelona, 2015, p. 174.

14 Yailenis Mulet, “La descentralización en Cuba: la necesidad de una estrategia nacional”, Economía y Desarrollo, vol. 155, núm. 2, La Habana, julio-diciembre de 2015, p. 18.

15 John Rawls, Liberalismo político, FCE, México, 1996, p. 35.

16 Ello significaría el desmontaje paulatino –pero efectivo– del sistema monista que hoy impera, para lo cual, téngase en cuenta, los ateridos huéspedes del Palacio de la Revolución no tendrán muchas opciones, ni siquiera la posibilidad de establecer un régimen corporativo –como hicieron los revolucionarios mexicanos entre 1917 y 1940–, pues el sistema totalitario no ha permitido la existencia de actores medianamente autónomos e integrados.

17 Haroldo Dilla, “Buenos y malos: los usos políticos de la migración cubana”, en Velia Cecilia Bobes (ed.), ¿Ajuste o transición? Impacto de la reforma en el contexto del restablecimiento de las relaciones con Estados Unidos, Flacso, México, 2015, pp. 87-108.

18 Nancy Fraser, Escalas de justicia, Herder, Barcelona, 2008.

19 Peggy Levitt y Nina Schiller, “Perspectivas internacionales sobre migraciones”, en A. Portes y J. DeWind (eds.), Repensando las migraciones, Instituto Nacional de Migración / Universidad Autónoma de Zacatecas / Miguel Ángel Porrúa, México, 2006, pp. 191-230.

20 Alexis de Tocqueville, El antiguo régimen y la revolución, FCE, México, p. 64.

21 Ch. Taylor, op. cit., p. 32.

22 Andry Matilla, “Unas líneas (preliminares para un libro) con motivo de los cuarenta años de vigencia de la Constitución cubana de 1976”, en Andry Matilla (coord.), La Constitución cubana de 1976, op. cit., p. 2.

23 Sólo a modo de ejemplo, según el director de Cuba Posible “sería imprescindible una nueva concepción y práctica en torno a la esfera pública. En este sentido, se hace forzoso que las organizaciones sociales, que con toda legitimidad han constituido organismos anexos al Partido Comunista de Cuba (PCC), se muevan a favor de una renovación de su naturaleza institucional; y una reforma de la Ley de Asociaciones que permita la legalidad y la institucionalización de todo un tejido social que puja por organizarse, si bien dentro del modelo socio-político, pero no como organismos anexos al PCC” (Roberto Veiga, “Reforma constitucional y un renovado sueño de país”, en <https://cubaposible.com/reforma-constitucional-cuba-renovado-pais>, 21 de noviembre de 2016).

24 Centro de Estudios Convivencia, “Resultados de los estudios sobre marco jurídico y tránsito constitucional en Cuba”, Pinar del Río, 8 de diciembre de 2016.

25 Juan Ramón Capella, Los ciudadanos siervos, Trotta, Madrid, 1993, p. 212.

BIBLIOGRAFÍA

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