Los tristes pájaros del parque es un relato manuscrito que nos viene entregado por un anónimo editor. En dicho manuscrito, un preso, también anónimo, nos narra en primera persona las circunstancias que lo llevaron a acabar con sus huesos en la cárcel. Con un estilo engolado en el que se mezclan las más lúcidas reflexiones de carácter filosófico con las típicas corredurías de un donjuán de cama en cama y de flor en flor, nos veremos partícipes de este descenso a los infiernos de consabido final.

Luis Alfaro nos demuestra con aventajada pericia su dominio en el campo de las encrucijadas ficcionales en esta novela recobrada. Un auténtico soplo de aire fresco en la anquilosada tendencia actual de best-seller vacuos e inertes.

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Los tristes pájaros del parque

Luis Alfaro Vega

www.edicionesoblicuas.com

Los tristes pájaros del parque

© 2018, Luis Alfaro Vega

© 2018, Ediciones Oblicuas

EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª

08870 Sitges (Barcelona)

info@edicionesoblicuas.com

ISBN edición ebook: 978-84-17269-83-8

ISBN edición papel: 978-84-17269-82-1

Primera edición: julio de 2018

Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales

Ilustración de cubierta: Héctor Gomila

Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

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Contenido

Preámbulo

1. Desprendimiento de los apegos

2. La cárcel, el vacío habitado

3. Juventud divino tesoro

4. Chirrido de portones

5. Variopinta fauna

6. Arribo a nido ajeno

7. La azarosa claridad del mundo

8. Zopilotes rondando

9. Husmeando a la sociedad, resbalón abajo

10. Se cierra el círculo

El autor

Preámbulo

Este texto me lo entregó un humilde vecino que funge de sepulturero en el Cementerio General de la ciudad de San José. Tocó la puerta de mi casa y cuando abrí me dijo con palabras humedecidas de enigmas que lo había encontrado en una anónima cripta mientras extraía osamentas para abrirle espacio a los nuevos moradores. En familiaridad, refirió que con equilibrio reposaba un sobre atado con una manila sobre el costillar de un alargado esqueleto, que cuando lo encontró se dirigió al baño ocultándolo de su compañero de lides con la esperanza de que significara un jugoso hallazgo que lo sacara de la pobreza, pero que, me lo juraba en el nombre de Dios, solo había un viejo cuaderno escrito a mano que me entregaba porque siendo yo profesor sabría qué hacer con tantas palabras.

Con el desgano propio de ignorar de qué se trababa, lo acepté y sin saber por qué le di las gracias. Fue hasta varias semanas después, atravesado por un atroz insomnio en una noche aturdida de estrellas, que con resignada indiferencia lo abrí. ¡El aluvión de sorpresas devino de inmediato! Se trataba de una voz enemiga de sí misma precipitándose hacia el núcleo del espíritu de los seres humanos. Esa es mi conceptualización después de recorrer el vértigo página por página hasta el final.

En mi humilde sazón, el documento, aún con sus grisáceos tonos y heridas abiertas, algunas de las cuales supuran resquemores y hasta odios, es un atisbo que aporta en la inconmensurable tarea de comprender la colmena que somos, las idas y venidas en el eterno devenir de las almas, porque no hay bravata mayor que la relación íntima con uno mismo. Se trata de un escrito al vuelo de unos días de inspiración en que el autor no se permitió la tarea de revisiones ni correcciones, artificio que se hace evidente en el ininterrumpido flujo de frases en las que domina una impecable ortografía, pero en las que se advierte, sobre todo al final de los párrafos, una especie de agotamiento físico o mental que lo induce a una merma ostensible en la calidad de la grafía, sin caer en el riesgo de la ilegibilidad, excepto en unas contadas ocasiones en que me consiento la osadía de sugerir las dos o tres posibilidades que en mi criterio mejor se ajustan al corpus.

En ciertos recodos, especialmente cuando el texto se torna más transitado de intensas imágenes, aparecen escuetos dibujos. En este caso, y para que el gemido del hombre anónimo que nos legó sus impresiones de la revuelta que llamamos vida, quede lo más ajustado a su propósito, he realizado una sucinta descripción del diseño. Reconozco la extrema dificultad de esta acometida, pues a todas luces es imposible recuperar las vanidades y segundas intenciones que tuvo el autor con las ilustraciones, el doble recorrido del torrente de derrota con el que pretendió cargar el manuscrito.

Es intenso el efluvio de ideas y pensamientos de este hombre ignoto, posiblemente nulo de contactos con editoriales. Texto que pertenece tanto al ámbito de los atisbos psicológicos como de los fracasos sociológicos. Difusas luces y aceitosas sombras de lo que fue su naufragio en la vida, narradas con una poética que se cuece quemando entre sus párrafos, discurriendo en vahído, con una singular sonoridad que enriquece la argucia.

Dos acotaciones finales. Una: el texto carecía de títulos, el que da nombre a la novela y los que encabezan las secciones son un endoso de mi parte, un esparcimiento al que me atreví como primer lector. Dos: seamos indulgentes con el autor de estas pesarosas señales.

He aquí el manuscrito:

1. Desprendimiento de los apegos

Me siento más cómodo en mis instantes de loco que en mis eternidades de cuerdo. En el primer cosmos soy mi propio festejo cuando grito que la humanidad es un triste desfile de pre-muertos. En el segundo escenario debo copiar el gesto de los que rezan a las silentes divinidades, a las que pretenden extorsionar con una moneda al prójimo.

Soy extranjero de la colectividad, que a mi entender no es otra entidad que una fronda mustia donde una sumatoria de rostros pretenden, aunque no lo admitan, desesperadamente salirse de su catástrofe. Desprovisto de atmósfera en mi propio suelo, pretendí remontar vuelo hacia un trozo de follaje donde se sucediera el milagro de un rapto en el que pudiera acariciar el agua como a una amante, o hablarle al crepúsculo sin ser categorizado como excéntrico. Resultó un esfuerzo vano. Aquí estoy, opacando las sombras de la cárcel con mi tristeza, maldiciendo las espantosas voces vecinas, recelando de los golosos ojos humanos que comen y carcomen hasta el aniquilamiento.

Siendo adolescente aún, pero con una carga de acontecimientos que estremecen el semblante de quien me escucha, hui del núcleo familiar adoptando una forma de vida peregrina y suelta, como los zopilotes que se amparan en las corrientes de aire caliente para encumbrarse y remontar, pero cuyo punto de destino es incierto, como incierto es el abismo que frente a todo ser se despliega. Pertenezco a una estirpe cuya memoria más se parece a un fallido impulso, a una callada derrota, que al acopio de altruistas acciones en cadena sujetando las raíces de una misma sangre. Estirpe tosca la mía, gente de a pie agotada de su inicuo enajenamiento del que no logran apartarse ni aún con la muerte. Gente mala que no evita sus protervas faenas, que en contraposición de lo que dictan las normas morales, se aferra a ese maldoso modus vivendi con una especie de voluntariosa desesperación, en copiosa ofensiva placentera y punzante que los impulsa y alimenta.

Cuento mi historia porque dentro de los recovecos del laberinto que soy es quizá el único ruido que puedo hacer. Si tuviera que exponer un axioma que me defina, diría que devengo en una humillación saturada de ausencias, que soy la revelación de una fatalidad que no consiguió apropiarse del recurso del olvido. Narro mi historia como un mecanismo para olvidarme de mí mismo poniéndome en las mandíbulas del otro.

Decido desprenderme de lo más intestino de mi fábula porque estoy próximo a depositar la ofrenda de mi sucio cuerpo en la madre tierra, y porque no encuentro otra forma de deshabitar el sueño que detallar aquí algunas de las peripecias que forman el altisonante rito de mi mundo. Las articulaciones se me tornaron fibrosas, las lágrimas se me endurecieron, en el corazón ya no percibo ni siquiera algo parecido a una ternura por mis semejantes, sino un sacudido asco que me induce irremediablemente al vómito. Por eso, precisamente ahora, en esta extrañeza colindante con el fin, es que convengo el ejercicio de rescatar aristas del paroxismo de lo que algunos llaman vida, mi vida, que en el fondo es un traspasado silencio fertilizado de sigilos, corrompidos temores y traicioneros impulsos.

Me suelto al libre vuelo de las palabras, percibiendo dentro de mí desconfianza al orientar recuerdos saturados de una verdad que a otros pueda parecer una fatiga sin sentido, o más denigrante aún, una calculada mentira con el afán de entretener. Recupero la fatalidad de mi vida con palabras, porque ellas están puestas en el espacio sin pasado y sin futuro, son un imperio presente, fieles en su servicio de comunicar una determinada realidad. Corro el riesgo de exponer mi melodrama amparado en la intuición de que sería peor un sostenido fogonazo de silencio hasta el instante en que extravíe por completo y para siempre la consciencia. Procedo así no por vanidad, y menos por aprecio a los que en el futuro puedan leerme, acometí la empresa de contar mi historia como vislumbre de que con ello estoy cerrando el círculo.

Son demasiados recuerdos al mismo tiempo, quizá por eso el dolor me traspasa como una podrida respiración que va envenenando todo a su paso, demasiados miedos que ya no logro disimular y por lo tanto es mejor compartir su voracidad, al menos hasta donde las palabras me lo permitan. Me lanzo al vuelo de la evocación de acontecimientos para compartirlos antes de que no quede de ellos ningún testigo, ninguna fecha en el borroso calendario del que se habrá ido. Me confieso porque al fin y al cabo el lamento de mi vida sea quizá mi mayor virtud, la parcela más íntima y original que puedo legar a la hueste de cráneos que a mi lado hacen muecas mientras respiran la propia frustración. Entregando estos densos vacíos dejan de pertenecerme y pasan a formar parte del acervo de sortilegios de mis conciudadanos. Como el que lanza al aire furibundos manotazos quitándose de encima una avispa que lo revolotea, desesperado me quito un peso de encima.

Pero no se confundan, esta atropellada ebullición de aconteceres no tiene el propósito de acarrear fraternidades a la gesta de mi existencia, ni de procurar indultos por la crónica de tantas afrentas infringidas. Es un mirarse en el espejo con la frente erguida, en lamentable cálculo del narciso que se grita a sí mismo que, aunque los otros no lo admitan, es el más bello, que su imagen, en el ventarrón de fisonomías de la colectividad, es la que expresa de forma más certera y estricta la síntesis del homo sapiens sapiens.

Hay un momento en la vida en que ya no importan las respuestas, en que carecen de importancia los expedientes, el amontonamiento de rumores que van perdiendo su tributo. Hay un momento en la existencia en que dejan de tener valor las goteras, si el paisaje está sucio, o si el aire es hollín, si estamos despiertos o soñando, porque ya la voz es muda, y el ánimo un hacinamiento de cenizas. Hay un momento que podríamos considerar rotundo y final, una urdimbre sin fronteras, que nos absorbe. En ese instante estoy.

Viví para descubrir que fui incapaz de salir de mí mismo, que estuve irremisiblemente atado al caótico ensueño de ser alguien distinto, y que fracasé. Viví lo suficiente para discernir que fui mi propio diseño y ruina, mi propia cuna y tumba.

2. La cárcel, el vacío habitado

Dentro de las ergástulas, en todas, en cualquier rincón y condición, los rostros que se guarecen detrás de sus enigmáticos barrotes son farolas oxidadas a las que no hay lumbre que las asista. Pero los barrotes están en el centro de dos desconciertos que devienen desde el fondo de los mismos olvidos, iconografías humanas con el horror podrido en la mirada.

En el transcurso de una vida, cada uno de nosotros sufre más daño del que puede reparar, y aún se limita más esta tarea si se es recluido en un rincón oscuro y maloliente, en el que las desventuras se activan porque la mente está obcecada repasando el pasado, cazando al vuelo de inicuos pensamientos los dañinos microbios de las heridas que sufrió.

En toda cárcel colisionan dos escenarios, de un lado caricaturas semidesnudas expeliendo el aroma de la más lacerante de las derrotas, la de estar impedido de caminar donde la voluntad determine, del otro lado monigotes vestidos con uniforme de policía a quienes se les dibuja en el semblante el sentimiento de estar de pie en el sitio más solo de la tierra, vigilando torbellinos de sombras que ya no dan señales de que les concurra siquiera un anhelo.

En estricto orden de cualidades, si un juez neutral viniera a ofrecer un veredicto sobre cuál de los dos grupos humanos expone mayor derrota, el de los reclusos o el de los vigilantes, posiblemente después de una prolongada deliberación, haciendo aflorar todo el acopio de su exégesis leguleya y humanística, llegue a la conclusión de que hay un empate. Dictamen que ofrendaría para no lastimar susceptibilidades, y como una sutil manera de solidaridad con el altruista cuerpo de celadores que mantienen el orden en beneficio de la sociedad que afuera de estos muros continúa en ajetreo de fragores.

Yo que soy una mancha en el suelo de la celda número cien, observo a los policías con rebuscado detenimiento y determino que provienen de una esquina distante de esta institución, que, con la mayor de las ingenuidades, vienen prendidos con el afán de domesticar animales salvajes y, oh paradoja de la fábula humana, terminan siendo domesticados por el imperio de los caídos, que sin consciencia de su poderío asumen el control de esta cronología de fragmentos de la que forman parte constitutiva, como el agua y las orillas de un río, inexcusablemente, irremediablemente juntas en su paralelismo de espacio y tiempo. Como marionetas se mueven entre los pasillos, endilgando órdenes para que el olvido no las aniquile. Una vez que cierran los portones y quedan dentro de la cárcel, aunque del otro lado de los ejes y las varillas metálicas, se les desordenan los gestos en la fisonomía e inician una secuencia de muecas en semejanza de los que no tenemos destino y únicamente observamos desde el piso. No pueden evitar hundirse dentro de sus miradas donde la vida está despedazada y en roto albedrío de ser reclusos que custodian otros reclusos, semimuertos amparando muertos.

Están vestidos de pulcros uniformes y cargan modernas armas que les facilita un cierto desplante y fachada, una prudente comodidad y distancia, y hasta un cierto don de mando, pero en el fondo, más allá del perfume con el que se aureolan, están derrotados, y ese es un estremecimiento que no logran esquivar, aunque lancen una llovizna de amenazas al entorno. Con sus constantes bravuconadas no hacen sino comunicar ese rescoldo pavoroso y vivo de derrota que les circula en la sangre. Cada acción que realizan con el arma les duplica el golpe de la realidad que los consume, hundiéndolos más en la ciénaga de la que forman parte, de la que son un segmento constitutivo.