Walter es un joven que vive acuciado por graves problemas económicos. A sus numerosas deudas se suma la delicada situación de su hija Raquelita; enferma desde su nacimiento, requiere de un caro tratamiento que de momento le resulta imposible afrontar. Cuando la desesperación está a punto de llevarle a tomar una decisión dramática, su vecino, Gerson, le propone participar en un truculento trabajo que solucionaría, de por vida, su situación financiera.

Ansiedad es una novela corta en la que se describe la situación real de millones de ciudadanos centroamericanos, siempre en la cuerda floja de la escasez monetaria y de la inseguridad que abarrota las calles de sus ciudades. Un canto a la esperanza y a la bondad del ser humano.

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Ansiedad

J. Argüello

www.edicionesoblicuas.com

Ansiedad

© 2018, Julio Argüello

© 2018, Ediciones Oblicuas

EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª

08870 Sitges (Barcelona)

info@edicionesoblicuas.com

ISBN edición ebook: 978-84-17269-85-2

ISBN edición papel: 978-84-17269-84-5

Primera edición: julio de 2018

Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales

Ilustración de cubierta: Héctor Gomila

Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

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Contenido

Prólogo

1. Caminar

2. Propuesta

3. Ascenso

4. Capturado

5. Reconciliación

6. Oportunidad

7. Familia

8. Renacer

Nota del autor

El autor

Dedicada a todo centroamericano que haya

vivido una historia similar o igual.

Prólogo

Muchos dirán que el peor temor de un hombre es perderlo todo; el trabajo, la familia, los amigos y los pocos, y bien ganados, bienes. Otros dirán que es el fracaso continuo y los desánimos que estos pueden ocasionar. Unos pocos dirán que tiene miedo a caer en la monotonía y rutina diaria —a pesar que algunos lo disfrutan—, y estar sumergidos en el círculo vicioso del diario vivir.

Walter no solo tenía miedo a esas cosas, a pesar que ya las vivía en carne propia, sino su mayor temor eran las consecuencias: vivir y morir en soledad.

1. Caminar

Aquella tarde el cielo grisáceo advertía con volver a derramar, con abismal fuerza, lluvia sobre la Capital.

—Parece que va a volver a llover —advertía una chica delgada y de cabellos negros con mechones rojos; miraba con preocupación hacia las gruesas y oscuras nubes.

Walter miró hacia arriba mientras bajaba del autobús del servicio público; luego asintió con indiferencia, como si aquello no fuese a perturbar su rutina diaria.

—Será mejor que me apresure. Adiós, Nicole —se despidió de su amiga sin mucho humor o emoción.

—Adiós, Walter. ¡Muchos saludos a Raquelita! —agregó la chica mientras agitaba, alegremente, una mano.

Walter se limitó a hacer un gesto con la mano y se fue por la inclinada vereda, la cual le llevaba al complejo de edificios donde estaba su apartamento.

De pronto una gruesa y fría gota de agua cayó sobre la cabellera oscura que, a pesar de no tener más de treinta años, ya pintaba algunas canas. Entonces Walter aligeró sus pasos de forma inconsciente, pues sus pensamientos corrían a gran velocidad en el interior de su cabeza.

Meditaba que no había logrado completar las metas de ventas de la semana en el Call Center en el que trabajaba, y que era fin de mes y sus deudas exigían, a sus vacíos bolsillos, ser alimentados como leones hambrientos; especialmente las tarjetas de crédito que había estado usando para comprar las costosas medicinas de su hija.

Apenas llevaba unos cuantos billetes para comprar algo en el supermercado y pagar la cuota atrasada —desde hace dos meses— del apartamento donde vivía con su esposa e hija.

Su familia era otro tema que le atormentaba cada vez que llegaba a casa. Su esposa, Diana, no había sido la mejor candidata, pues su fuerte carácter y mal humor eran alimentados por los problemas económicos que lidiaban. Adicional, la falta de interés y de tiempo del pobre Walter —debido a su absorbente trabajo como Operador de servicio de tele-ventas— amargaba aún más a su esposa.

Su hija Raquelita, de dos —casi tres— años de edad, era su poca alegría y esperanza para continuar perseverando en el diario vivir; sin embargo, la pobrecita padecía de los bronquios y se había escapado de morir en un par de ocasiones cuando era más pequeña; lo que costó a Walter mucho, pero mucho, dinero, pues el sistema de salud pública ha dado siempre de que hablar y desear.

Sus pocos amigos, tanto en el trabajo como los viejos del colegio, se fueron distanciando de él a medida que sus peticiones de préstamos, sin un centavo de retorno, crecían.

Y bueno, como ya era costumbre y rutina para él, Walter caminaba con una notoria preocupación reflejada en su semblante. Pero aquel ejercicio le servía para despejar un poco los pensamientos impuros; descargar la ira; llenarse de valor y fortaleza para regresar a casa.

Aquella caminata, de casi dos kilómetros, desde la parada de autobuses hasta su apartamento, era una rutina inalterable desde que había vendido su carro —un vehículo de fabricación japonés color rojo de hace unos veinte años—, y que aún, con la terrible tormenta que se avecinaba, no despertaba de aquel escaso momento de relajación que podía darse.

—Dame todo el dinero, el teléfono y joyas que lleves —exigió una voz un tanto juvenil y nerviosa frente a Walter, deteniéndole el paso.

No fue aquella amenaza la que sacó a Walter de su estado de «piloto automático», sino otras frías gotas de lluvia que caían dispersas sobre el asfalto y sobre su cabeza.

—¡Te digo que me des el dinero! —gruñó de nuevo el asaltante, que era un sujeto más joven que Walter. Llevaba una camisa cuadriculada muy floja sobre su delgado cuerpo. Iba bien afeitado, incluyendo la cabeza. Algunos tatuajes, alusivos a pandillas, se asomaban por debajo de las mangas y por el cuello de la camisa.

Finalmente, Walter terminó de despertar y miró que, a escasos centímetros de su abdomen, estaba un gran cuchillo de cocina bien afilado apuntándole.

—Lo que me faltaba… —susurró mientras, involuntariamente, buscaba su teléfono celular en el bolsillo del pantalón.

El asaltante extendió su otra mano y arrebató el aparato con brusquedad.

—¡El dinero! —exigió después de guardarse el celular recién robado en su pantalón flojo.

Hasta ese punto, el asaltante le había hecho un favor a Walter, pues aquel aparato de comunicación apenas funcionaba y era muy viejo; sin embargo, ante la petición del poco capital que llevaba, Walter se quedó paralizado por unos segundos.

—¡Dame el dinero! —volvió a exigir el asaltante con más ímpetu y nerviosismo.

Los pensamientos que ya había tenido Walter, durante aquel kilometro que ya había recorrido, no fueron ni la mitad de los que en ese momento se desarrollaban en su cerebro. Aquellos pocos billetes que llevaba eran para que no los echaran del apartamento de forma inmediata, y para que Raquelita pudiera alimentarse y recibir el tratamiento semanal para sus pequeños y lastimados pulmones.

—No… —susurró Walter, casi como un suave silbido del viento—. No puedo…

El asaltante ladeó la cabeza al no comprender, de forma inmediata, aquella murmuración. Enseguida, el ladrón acercó el cuchillo con rapidez al abdomen de Walter; pero este, por reflejo, dio un pequeño salto hacia atrás y evitar ser herido o hasta asesinado.

La lluvia llegó con fuerza. Algunos rayos iluminaban aquella terrible escena. Los estruendos fuertes de los truenos estremecían un poco y hasta se sentían en el pecho.

—No te hagas el héroe —dijo el asaltante mientras se giraba a los lados para verificar que seguían solos en aquel tramo del camino. Debido a la tormenta, estaban solos en aquella calle principal de la Capital—. Es mejor un hombre de familia vivo, que uno muerto.

Walter notó que el nerviosismo de este sujeto crecía cada vez más, pues no dejaba de mirar a los alrededores y siempre extendía el cuchillo de forma amenazante y temblorosa.

—¡Saca el dinero ya! —gritó el delincuente; pero, al notar que su víctima parecía una estatua, hizo a un lado el cuchillo; enseguida se acercó y con su otra mano comenzó a registrar los bolsillos del pantalón de Walter—. No, esto son las llaves… Eh… ¡Ah, aquí está! —susurró al sentir la billetera en el bolsillo derecho de atrás de su víctima de asalto.

Walter miró de reojo al cuchillo, que ya no estaba tan amenazante como antes, y la adrenalina se apoderó de su ser.

—¡NO!

Al mismo tiempo que ocurrió el estruendo de un relámpago, Walter arrebató el cuchillo; a la vez, propinó un tremendo golpe con la frente de su cabeza a la nariz del asaltante, sintiendo una especie de «crac», el cual denotaba que la había fracturado.

El delincuente soltó la billetera —que cayó de regreso en el interior del pantalón de Walter— y retrocedió unos cuantos pasos, aturdido.

—¡Hijo de puta! —gritó al notar los chorros de sangre salir de su destrozada nariz—. Maldito cabrón, ¡me las vas a pagar!