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Akal literaria 80

serie negra

 

 

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Diseño cubierta: RAG

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Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original..

Primera edición, 2005

Segunda edición, 2016

Tercera edición, 2018

Título original: Solea

© Éditions Gallimard, 1998

© Ediciones Akal, S.A., 2005

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

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ISBN: 978-84-460-4654-7

Jean-Claude Izzo

Soleá

Traducción

Matilde Sáenz López

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El brillante punto final a una trilogía que redefinió el curso de la novela negra.

«Esto es una novela. Nada de lo que en ella se cuenta, ha sucedido. Pero, como me es imposible permanecer indiferente ante la lectura diaria de los periódicos, mi historia acaba tomando a la fuerza los caminos de lo real. Al fin y al cabo, todo ocurre en la realidad. Y el horror, en la realidad, supera, y con mucho, cualquier ficción imaginable. En cuanto a Marsella, mi ciudad, siempre a medio camino entre la tragedia y la luz, se hace eco de lo que nos amenaza», escribió Izzo.

Todo llega a su final, y puede que los malos sólo tengan su merecido en las viejas películas de Hollywood. Resulta difícil afrontar la realidad, la náusea que provoca es demasiado intensa. Bajo su falso fulgor se esconde una podredumbre que amenaza todo aquello que queremos, aun lo más inocente. Nada ni nadie se salva de ella. ¿Ni siquiera Fabio Montale?

«[Izzo] es uno de los escritores franceses de novela negra más talentosos.» (Pago Ignacio Taibo II)

La vida y la obra de Jean-Claude Izzo (Marsella, 1945-2000), hijo de un camarero italiano y una costurera española, han estado estrechamente vinculadas a su ciudad natal. Militante del PCF, integrante de movimientos pacifistas y periodista durante muchos años, a finales de los sesenta se inició en el mundo de la literatura a través de la poesía. No obstante, el éxito le vendría con la aparición de su primera novela Total Khéops (1995). Con ella se inicia la trilogía que, centrada en la figura del detective Fabrio Montale y con la ciudad de Marsella como omnipresente protagonista, le encumbró como el más destacado representante de la novela negra francesa.

 

Nota del autor

 Conviene decirlo una vez más. Esto es una novela. Nada de lo que va a leerse ha existido. Pero, como es imposible quedarse indiferente ante la lectura cotidiana de los periódicos, mi historia toma irremediablemente los caminos de lo real. Porque es ahí, sin duda alguna, donde se ventila todo, en la realidad. Y el horror, en la realidad, supera –y con mucho– todas las ficciones posibles. En cuanto a Marsella, mi ciudad, siempre a medio camino entre la tragedia y la luz, eco de lo que nos amenaza.

Nota del editor

 El análisis sobre la Mafia desarrollado en esta novela se apoya y se inspira ampliamente en documentos oficiales, fundamentalmente los de Naciones Unidas. Cumbre mundial para el desarrollo social. La globalización del crimen, Departamento de Información Pública de la ONU, así como en artículos publicados en Le Monde Diplomatique: «Les confettis de l’Europe dans le grand casino planétaire», de Jean Chesneaux (enero de 1996), y «Comment le mafias gangrènent l’économie mondiale», de Michel Chossudovsky (diciembre de 1996). Numerosos hechos han sido igualmente reseñados en Le Canard Enchaîné, Le Monde y Libération.

Para Thomas, cuando sea mayor

Pero algo me decía que era normal, que en ciertos momentos de nuestra vida hay que hacer eso, abrazar cadáveres.

Patricia Melo

 

Prólogo

Ojos que no ven, corazón que siente.Marsella, siempre

Su vida estaba allí, en Marsella. Allá, detrás de esas montañas que el sol poniente iluminaba, esa noche, de rojo vivo. «Mañana, hará viento», pensó Babette.

Durante los quince días que llevaba en aquel pueblo de Les Cévennes, Le Castellas, había estado subiendo a la cresta de la montaña al atardecer. Por ese camino por el que Bruno conducía sus cabras.

Aquí, pensó la mañana de su llegada, no cambia nada. Todo muere y renace. Aun cuando haya más pueblos muriendo que naciendo. En cualquier momento, siempre, un hombre reinventa los viejos gestos. Y todo vuelve a empezar. Los caminos cerrados encuentran de nuevo su razón de ser.

—En eso consiste la memoria de la montaña –dijo un día Bruno, mientras le servía un gran tazón de café.

A Bruno lo había conocido en 1988. El primer gran reportaje que el periódico le confiaba a ella, a Babette. Veinte años después de Mayo del 68. ¿En qué se habían convertido los activistas?

Joven filósofo, anarquista, Bruno había luchado en las barricadas del Quartier Latin, en París. Corre, camarada, el viejo mundo te persigue. Esa había sido su única consigna. Había corrido lanzando adoquines y cócteles Molotov a los CRS[1]. Había corrido envuelto en gases lacrimógenos, con los CRS en los talones. Había corrido en todas las direcciones, en mayo, en junio, sólo por no verse atrapado en la felicidad del viejo mundo, los sueños del viejo mundo, la moral del viejo mundo. La estupidez y el asco del viejo mundo.

Cuando los sindicatos firmaron los acuerdos de Grenelle y los trabajadores volvieron a coger el camino de la fábrica y los estudiantes el de la facultad, Bruno supo que no había corrido lo suficientemente rápido. Ni él, ni toda su generación. El viejo mundo les había cogido. La pasta se convertía en sueño y moral. En la única alegría de vivir. El viejo mundo se inventaba una nueva era: la miseria humana.

Así le había contado las cosas Bruno a Babette. «Habla como Rimbaud» pensó, conmovida, también seducida por ese hermoso hombre de cuarenta años.

Él y muchos otros huyeron entonces de París. En dirección hacia L’Ariège, L’Ardèche, Les Cévennes. A los pueblos abandonados. Lo Païs, como les gustaba decir. Otra revuelta nacía, entre los escombros de sus ilusiones. Naturalista y fraternal. Comunitaria. Se inventaron otro país. La Francia salvaje. Muchos se volvieron a marchar un año o dos después. Los más perseverantes aguantaron bien cinco o seis. Bruno, por su parte, se había apegado a este caserón que había reconstruido. Solo, con su rebaño de cabras.

Aquella tarde, después de la entrevista, Babette se había acostado con Bruno.

—Quédate –le pidió.

Pero ella no se quedó. No era su forma de vida.

A lo largo de los años, ella había vuelto a verle bastante a menudo. Cada vez que pasaba por allí, o cerca. Bruno tenía ahora una compañera y dos hijos, luz, tele y un ordenador, y producía queso de cabra y miel.

—Si un día tienes problemas –le dijo a Babette–, vente. No lo dudes. De aquí hasta abajo en el valle todos son amigos.

Esa noche, echaba muchísimo de menos Marsella. Pero no sabía cuándo iba a poder volver. Y, además, si un día volvía, ya nada, nada, volvería a ser como antes. Lo que tenía Babette no eran problemas, era peor. En su cabeza se había instalado el horror. En el momento en que cerraba los ojos, volvía a ver el ca­dáver de Gianni. Y después de este, los de Francesco, Beppe, que no había visto pero imaginaba. Cuerpos torturados, mutilados. Con toda esa sangre alrededor, negra, coagulada. Y aún más cadáveres. Por detrás. Y sobre todo por delante. Algo inevitable.

Cuando dejó Roma, con el miedo metido en el cuerpo, desamparada, no supo adónde ir. Para resguardarse. Para reflexionar sobre todo esto lo más tranquilamente posible. Para poner en orden todos sus papeles, seleccionar, clasificar las noticias, recortarlas, ordenarlas, contrastarlas. Rematar la investigación de su vida. Sobre la Mafia en Francia, y en el sur. Nunca se había llegado tan lejos. Hoy, ella misma constataba que demasiado lejos. Se acordó de las palabras de Bruno.

—Tengo problemas. Graves.

Llamaba desde una cabina de La Spezia. Era casi la una de la madrugada. Bruno estaba durmiendo. Se levantaba pronto, por los animales. Babette estaba temblando. Dos horas antes, tras haber conducido de un tirón, y casi como loca, desde Orvieto, había llegado a Manarola. Un pueblecito de Cinqueterre, levantado sobre un montículo rocoso, donde vivía Beppe, un viejo amigo de Gianni. Llamó al teléfono de este como le había pedido que hiciera. Por precaución, le había precisado esa misma mañana.

Pronto.

Babette colgó. No era la voz de Beppe. Después vio dos coches de los carabinieri aparcar en la calle principal. No le quedó la menor duda: los asesinos habían llegado antes que ella.

Hizo el camino en sentido contrario, una carretera de montaña, estrecha, sinuosa. Crispada al volante, agotada, pero atenta a los pocos coches que se disponían a adelantarla o a cruzarse con ella.

—Ven –le había dicho Bruno.

Encontró una habitación cutre en el Albergo Firenze e Continentale, cerca de la estación. No pudo pegar ojo en toda la noche. Los trenes. La presencia de la muerte. Todo le venía a la memoria, hasta el menor detalle. Un taxi acababa de dejarla en la plaza de Campo dei Fiori. Gianni había vuelto de Palermo. La esperaba en su casa. Diez días es mucho, le había dicho por teléfono. También para ella era mucho tiempo. No sabía si amaba o no a Gianni, pero sí que lo deseaba...

—¡Gianni! ¡Gianni!

La puerta estaba abierta, pero ella no le había dado importancia.

—¡Gianni!

Ahí estaba. Atado a una silla. Desnudo. Muerto. Cerró los ojos, pero ya era demasiado tarde. Supo que tendría que vivir con esa imagen.

Cuando los volvió a abrir, vio las marcas de quemaduras en el torso, el vientre, los muslos. No, no quería seguir mirando. Apartó la vista del sexo mutilado de Gianni. Se puso a gritar. Se vio gritando, tiesa como un palo, los brazos colgando, la boca desencajada. Su grito se impregnó del olor de la sangre, la mierda y el meado que inundaba la habitación. Cuando se quedó sin aire, vomitó. A los pies de Gianni. Allí donde, escrito con tiza sobre el parqué, se podía leer: «Regalo para la señorita Bellini. Hasta luego».

Francesco, el hermano mayor de Gianni, fue asesinado la mañana en que se iba de Orvieto. Beppe, antes de que ella llegara.

Su acoso y derribo había comenzado.

Bruno vino a esperarla a la parada del autobús, a Saint-Jean-du-Gard. Había hecho lo siguiente: tren desde La Spezia hasta Ventimiglia, luego en coche de alquiler por el pequeño puesto fronterizo de Menton, en tren hasta Nîmes y, a continuación, en autobús. Era un modo de protegerse. No creía que la fueran a seguir. La esperarían en su casa, en Marsella. Eso era lo lógico. Y la Mafia era de una lógica implacable. En dos años de investigación, había podido comprobarlo en multitud de ocasiones.

Poco antes de llegar a Le Castellas, ahí donde la carretera dominaba el valle, Bruno aparcó su viejo jeep.

—Ven, vamos a caminar un poco.

Caminaron hasta la parte más alta. Le Castellas apenas se veía. Estaba tres kilómetros más arriba, al final de un camino. No se podía ir más allá.

—Aquí estás segura. Si sube alguien, Michel, el guarda forestal, me llama. Y si alguien quisiera llegar por las crestas, Daniel nos lo diría. No hemos cambiado nuestros hábitos, yo llamo cuatro veces al día, él llama otras cuatro. Si uno de los dos no llama a la hora convenida, es que hay un marrón. Cuando volcó el tractor de Daniel, lo supimos por eso.

Babette lo miró, incapaz de añadir una palabra. Ni siquiera gracias.

—Y no te sientas obligada a contarme tus movidas.

Bruno la abrazó y ella se echó a llorar.

Babette tembló. El sol se había ocultado y, al frente, las siluetas de las montañas se recortaban en el cielo, violetas. Aplastó con cuidado la colilla con la punta del pie, se levantó y volvió a bajar hacia Le Castellas. Apaciguada por ese milagro cotidiano que era la caída de la tarde.

En su habitación, releyó una larga carta que le había escrito a Fabio. Le contaba todo, desde su llegada a Roma hacía dos años. Hasta el desenlace. Su desesperación. Pero también su determinación. Iría hasta el final. Publicaría su investigación. En un periódico o en un libro. «Tiene que saberse todo», afirmaba ella.

Tuvo en la mente la belleza de la puesta de sol y quiso terminar con estas palabras. Sólo decirle a Fabio que, a pesar de todo, el sol era más hermoso sobre el mar, no más hermoso sino más verdadero, no, no era eso, no, tenía ganas de estar con él, en su barco, a la altura de Riou y ver el sol fundirse en el mar.

Rompió la carta. En una hoja en blanco escribió: «Todavía te quiero». Y debajo: «Guárdame esto como un tesoro». Deslizó tres disquetes en un sobre acolchado, lo pegó y se levantó para ir a cenar con Bruno y familia.

 

[1] Compagnie Républicaine de Securité, equivalente a la policía antidisturbios. [N . de la T.]

1

Donde, a veces, lo que se tiene en el corazón se oye mejor que lo que se dice con la lengua

La vida apestaba a muerte.

Tenía eso en la cabeza, ayer por la tarde, cuando entré donde Hassan, en el Bar des Maraîchers. No se trataba de una de esas ideas que a veces te pasan por la mente, no: realmente olía la muerte a mi alrededor. Su olor a podrido. Repugnante. Me pasé la nariz por el brazo. Me dio asco. Era ese olor, el mismo. Yo también apestaba a muerte. Me dije: «Tranquilízate, Fabio. Vuelves a casa, te das una duchita y, tranquilamente, te coges la barca. Un poco del frescor del mar, y todo volverá a su sitio, verás».

Era verdad que hacía calor. Más de treinta grados, con una pegajosa mezcla de humedad y polución en el aire. Marsella estaba asfixiándose. Y eso daba sed. Así que, en lugar de tirar, directamente, por el Vieux-Port y La Corniche –el camino más fácil para ir a mi casa, en Les Goudes–, cogí la estrecha rue Curiol, al final de La Canebière. El Bar des Maraîchers estaba en la parte más alta, a dos pasos de la place Jean-Jaurès.

Me encontraba a gusto en ese bar, el de Hassan. Los asiduos se mezclaban sin límite de edad, sexo, color de la piel o clase social. Estabas entre amigos. El que iba allí a beberse el pastís podías estar seguro de que ni votaba al Frente Nacional ni le había votado nunca. Ni siquiera una vez en su vida, como algunos que yo conocía. Aquí, en este bar, todo el mundo tenía muy claro por qué era de Marsella y no de otro lugar, por qué vivía en Marsella y no en otro sitio. La amistad que flotaba allí, entre los vapores del anís, cabía en un intercambio de miradas. Las del exilio de nuestros padres. Y era tranquilizador. No teníamos nada que perder, puesto que ya lo habíamos perdido todo.

Cuando entré, Ferré cantaba:

Je sens que nous arrivent

des trains pleins de brownings,

de berretas et des fleurs noires

et des fleuristes préparant des bains de sang

pour actualité colortélé...[1]

Me tomé un pastís en la barra, luego Hassan me puso otro, como siempre. Al cabo de un rato, ya había perdido la cuenta de los que llevaba. En algún momento, tal vez al cuarto, Hassan se inclinó hacia mí:

—La clase obrera es un poco de izquierdas... ¿no te parece?

De hecho, no era una pregunta. Tan sólo una constatación. Una afirmación. Hassan no era del tipo hablador. Pero le gustaba soltar, como quien no quiere la cosa, una frasecita a los clientes que tenía por allí delante. Como una sentencia para meditar.

—Qué quieres que te diga –le respondí.

—Nada. No hay nada que decir. Hay lo que hay. Y ya está. Venga, acábate la copa.

El bar se había ido llenando poco a poco, eso hizo que la temperatura subiera unos grados. Pero fuera, donde salían algunos a tomarse la copa, no se estaba mucho mejor. La noche no había traído la más mínima brisa. La humedad se pegaba a la piel.

Salí a la acera para hablar con Didier Pérez. Había entrado al garito de Hassan y, al verme, había venido directamente hacia mí.

—A ti quería verte.

—Pues estás de suerte, porque estaba pensando en irme a pescar.

—¿Salimos?

Fue Hassan quien me presentó a Pérez, una noche. Pérez era pintor. Apasionado por la magia de los signos. Teníamos la misma edad. Sus padres, originarios de Almería, habían emigrado a Argelia tras la victoria de Franco. Él había nacido allí. Cuando Argelia obtuvo la independencia, ni él ni sus padres dudaron sobre su nacionalidad. Serían argelinos.

Pérez abandonó Argel en 1993. Profesor en la Escuela de Bellas Artes, había sido uno de los dirigentes de la Asamblea de Artistas, Intelectuales y Científicos. En cuanto las amenazas de muerte se hicieron concretas, sus amigos le aconsejaron des­aparecer, por un tiempo. Hacía apenas una semana que estaba en Marsella cuando se enteró de que el director y su hijo habían sido asesinados en el mismo recinto de la Escuela. Decidió quedarse en Marsella, con su mujer y sus hijos.

Su pasión por los tuaregs es lo que, de entrada, me sedujo de él. Yo no conocía el desierto, pero conocía el mar. Me parecía que era lo mismo. Habíamos hablado largo y tendido sobre ello. De la tierra y del agua, del polvo y de las estrellas. Una noche, me ofreció una sortija de plata, labrada con puntos y rayas.

—Viene de aquella tierra. Mira, las combinaciones de puntos y rayas, eso es el Jaten. Te dice lo que será de los que amas y ya no están, y de lo que estará hecho tu futuro.

Pérez me puso la sortija en el hueco de la mano.

—No sé si me apetece mucho saberlo.

Se rio.

—Tranqui, Fabio. Tendrías que aprender a leer los símbolos. El Jat el R’mel. Aunque me parece a mí que no va a ser para hoy. En cualquier caso, lo grabado grabado está, sea lo que sea.

No había llevado un anillo en mi vida. Ni siquiera el de mi padre cuando murió. Dudé un momento, luego me lo puse en el anular izquierdo. Como para soldar definitivamente mi vida a mi destino. Me parecía que esa noche por fin tenía edad para eso.

En la acera, con los vasos en la mano, intercambiamos alguna que otra banalidad; luego, Pérez me pasó el brazo por el hombro.

—Tengo que pedirte un favor.

—Dime.

—Va a venir alguien, alguien de los nuestros. Me gustaría que le alojaras. Sólo una semana. Mi casa es muy pequeña, ya sabes.

Me miró fijamente con sus ojos negros. Mi casa apenas era más grande. La cabaña que había heredado de mis padres no tenía más que dos estancias. Un pequeño dormitorio y un gran salón-cocina. La había adecentado lo mejor que había podido. De una forma sencilla y sin dejar que los muebles me invadieran. Estaba a gusto allí. La terraza daba al mar. Ocho escalones más abajo tenía la barca, un pointu que le había comprado a Honorine, mi vecina. Pérez sabía todo esto. Le había invitado varias veces a cenar con su mujer y unos amigos.

—En tu casa estaría más tranquilo –añadió.

Yo también le miré.

—Vale, Didier, ¿a partir de cuándo?

—Todavía no lo sé. Mañana, pasado mañana, en una semana. No tengo ni idea. No es fácil, ya lo sabes. Te llamaré.

Cuando se marchó, me volví a colocar en la barra. Para seguir bebiendo con uno u otro, y con Hassan, que no perdonaba una ronda. Escuchaba las conversaciones. La música también. Después de la hora oficial del aperitivo, Hassan abandonaba a Ferré por el jazz. Escogía los fragmentos con cuidado. Como si se pudiera encontrar un sonido para la atmósfera de un determinado momento. La muerte, su olor, se alejaba. Y, qué duda cabe, prefería el olor del anís.

—Prefiero el olor del anís –le chillé a Hassan.

Empezaba a estar ligeramente borracho.

—Fijo.

Me guiñó un ojo. Cómplice, hasta el final. Y Miles Davis se arrancó con Soleá. Una pieza que me encantaba. Que escuchaba sin parar, por la noche, desde que Lole se marchó.

—La soleá –me explicó Lole una noche– es la columna vertebral del flamenco.

—¿Y tú por qué no cantas? Flamenco, jazz...

Tenía una voz estupenda, lo sabía. Pedro, uno de sus primos, me lo confesó. Pero Lole se había negado siempre a cantar fuera de las reuniones familiares.

—Lo que busco, todavía no lo he encontrado –me contestó, después de un largo silencio. Ese silencio que hay que saber encontrar en el momento de mayor tensión de la soleá.

—No entiendes nada, Fabio.

—¿Qué se supone que tengo que entender?

Me sonrió con tristeza.

Fue durante las últimas semanas de nuestra vida en común. Una de esas noches en las que nos poníamos a discutir hasta las tantas, fumándonos un cigarrillo tras otro y echándonos unos buenos tragos de Lagavulin.

—Lole, dime, ¿qué es lo que tendría que entender?

Se había ido alejando de mí, yo lo había notado. Un poco más cada mes. Incluso su cuerpo se había cerrado. Ya no estaba habitada por la pasión. Nuestros deseos ya no inventaban nada. Únicamente perpetuaban una antigua historia de amor. La nostalgia de un amor que habría podido existir un día.

—No hay nada que explicar, Fabio. Eso es lo trágico de la vida. Escuchas flamenco desde hace años y aún te sigues preguntando qué es lo que hay que entender.

Fue una carta de Babette la que desencadenó todo. A Babette la conocí cuando me pusieron al mando de la Brigada de Vigilancia por Zonas, en las barriadas norte de Marsella. Ella estaba empezando en el periodismo. Su periódico, La Marseillaise, la había designado para entrevistar a la rara avis que la policía enviaba al polvorín, y nos hicimos amantes. «Intermitentes del amor», le gustaba decir a Babette. Luego, un día, nos convertimos en amigos. Sin habernos dicho nunca que nos queríamos.

Hacía dos años había conocido a un abogado italiano, Gianni Simeone. Flechazo. Lo siguió hasta Roma. Conociéndola, yo sabía que el amor no debía de ser la única razón. Y no me equivoqué. Su amante abogado estaba especializado en el juicio contra la Mafia. Y desde hacía años, desde que se había convertido en gran reportera freelance, ese había sido el sueño de Babette: escribir la investigación más exhaustiva sobre las redes y la influencia de la Mafia en el sur de Francia.

Babette me explicó todas estas historias: por dónde iba en la investigación, lo que le quedaba todavía por hacer, cuándo había vuelto a Marsella para recabar alguna información en los círculos políticos y económicos de la región. Nos vimos tres o cuatro veces, para charlar, mientras dábamos cuenta de una lubina a la plancha con hinojo, en el restaurante de Paul, en la rue Saint-Saëns. Uno de los escasos restaurantes del puerto, junto con L’Oursin, en los que no te sientes tratado como un turista. Lo que era agradable, era el lado falsamente amoroso de nuestros encuentros. Pero yo era incapaz de decir por qué. Explicármelo. Ni, por supuesto, explicárselo a Lole. Y cuando Lole volvió de Sevilla, adonde había ido a ver a su madre, no le dije nada de Babette, de nuestros encuentros. Lole y yo nos conocía­mos desde la adolescencia. Ella había amado a Ugo. Luego a Manu. Luego a mí. El último superviviente de nuestros sueños. Mi vida no tenía secretos para ella. Ni las mujeres a las que había amado, perdido. Pero nunca le había hablado de Babette.

Me parecía demasiado complicado lo que había habido entre nosotros. Lo que aún había entre nosotros.

—¿Quién es esta Babette, a la que dices «te quiero»?

Había abierto una carta de Babette. Por casualidad o por celos, qué más da. «Por qué la palabra amor tiene que tener tantos significados», me había escrito Babette. «Nos hemos dicho te quiero...»

—Hay te quieros y te quieros –medio balbuceé, un poco más tarde.

—Repíteme eso.

Cómo explicarlo: te quiero por fidelidad a una historia de amor que nunca existió, y te quiero por la realidad de una historia de amor que se compone de mil alegrías diarias.

Me faltó franqueza. Sinceridad. Me perdí en falsas explicaciones. Confusas, cada vez más confusas. Y perdí a Lole al cabo de una preciosa noche de verano. Estábamos en mi terraza, acabándonos una botella de vino blanco de Cinque Terre. Un vernazza, que nos habían traído unos amigos.

—¿Sabes? –me dijo–. Cuando no se puede seguir viviendo, uno tiene derecho a morir y a hacer de su muerte algo grande.

Desde que Lole se fue, hice mías sus palabras. Y buscaba esa grandeza. Desesperadamente.

—¿Qué has dicho? –me preguntó Hassan.

—¿He dicho algo?

—Me ha parecido.

Sirvió otra ronda y, después, acercándoseme al oído, añadió:

—Lo que se tiene en el corazón, a veces se oye mejor que lo que se dice con la lengua.

Debí haber parado ahí, acabarme la copa y volver a casa. Sacar la barca y navegar hasta la altura de las islas de Riou para ver nacer el alba. Lo que me estaba dando vueltas por la cabeza me agobiaba. Percibí cómo volvía a mí el olor de la muerte. Con la punta de los dedos acaricié suavemente la sortija que me había regalado Pérez, sin saber realmente si se trataba de un buen o un mal augurio.

Detrás de mí había empezado una curiosa discusión entre un joven y una mujer que rondaría los cuarenta.

—¡Joder! –dijo el joven cabreado–. ¡Ni que fueras la Merteuil!

—¿Quién es esa?

—Madame de Merteuil. De una novela, Las amistades peligrosas.

—No la conozco. ¿Es un insulto?

Me hizo gracia y pedí a Hassan que me pusiera otra. En ese momento entró Sonia. En realidad, yo aún no sabía que se llamaba Sonia. En los últimos tiempos me la había cruzado varias veces. La última fue el mes de junio, durante la fiesta de la sardina, en L’Estaque. No habíamos hablado nunca.

Después de abrirse camino hasta la barra, Sonia se deslizó entre un cliente y yo. Se me plantó delante.

—No me digas que me estabas buscando.

—¿Por qué?

—Porque un amigo ya me ha venido con esas hace un rato.

Una sonrisa iluminó su cara.

—No le buscaba. Pero me alegro de haberle encontrado.

—Pues yo también. Hassan, ponle un whisky a la señora.

—La señora se llama Sonia –dijo.

Y le sirvió un whisky con hielo. Sin pensárselo. Como a un cliente de todos los días.

—Por nosotros, Sonia.

La noche dio un giro en ese momento. Cuando nuestros vasos chocaron el uno contra el otro. Y los ojos gris azulados de Sonia se clavaron en los míos. Empecé a empalmarme. Tanto, que casi me hizo daño. No había contado los meses, pero hacía una eternidad que no me acostaba con una mujer. Creo que hasta me había olvidado de que uno podía empalmarse.

Siguieron más rondas. En la barra, y después en una pequeña mesa que acababa de quedar libre. El muslo de Sonia pegado al mío. Ardiendo. Recuerdo que me pregunté por qué las cosas llegan tan rápido, siempre. Los rollos amorosos. Nos gustaría que llegaran en otro momento, cuando se está en plena forma, cuando uno se siente preparado para el otro. Otra. Otro. Pensé que, de hecho, no controlamos nada de nuestras vidas. Y muchas cosas más. Pero ya no me acordaba muy bien. Y tampoco de todo lo que me hubiera podido contar Sonia.

No recordaba nada del final de esa noche.

Y el teléfono sonando.

El teléfono sonando y taladrándome los tímpanos. Tenía la cabeza como un bombo. Hice un esfuerzo sobrehumano y abrí los ojos. Estaba desnudo en la cama.

El teléfono seguía sonando. ¡Mierda! ¿Por qué siempre se me olvidaba conectar el puto contestador?

Rodé hasta el borde y estiré el brazo.

—¿Sí?

—Montale.

Una voz asquerosa.

—Se ha confundido de número.

Colgué.

Menos de un minuto más tarde, el teléfono volvió a sonar. La misma asquerosa voz. Con un toque de acento italiano.

—¿Ves como es el número correcto? ¿Igual prefieres que vayamos a verte?

No era la forma de despertar con la que había soñado. Pero la voz de ese tipo me atravesaba el cuerpo como una ducha helada. Hasta congelarme los huesos. Sabía poner cara a ese tipo de voces, atribuirles un cuerpo, incluso sabía en qué sitio llevaban metida la pipa.

Ordené silencio a mi cabeza.

—Escucho.

—Sólo una pregunta. ¿Sabes dónde está Babette Bellini?

No era un jarro de agua fría lo que me caía por encima, sino un frío polar. Me puse a temblar. Tiré de la sabana y me la enrollé.

—¿Dónde está quién?

—No te hagas el gilipollas, Montale. Tu amiguita, Babette, la remuevemierda. ¿Sabes dónde se la puede encontrar?

—Estaba en Roma –solté, pensando que, si la estaban buscando aquí, era porque ya no debía de estar allí.

—Ya no está allí.

—Se le habrá olvidado avisarme.

—Interesante –dijo el tío con sorna.

Hubo un silencio. Tan pesado que empezaron a zumbarme los oídos.

—¿Eso es todo?

—Pues te voy a decir lo que vas a hacer, Montale. Haz­lo como quieras, pero nos la encuentras, a tu amiga. Tiene cosas que nos gustaría mucho tener a nosotros, ¿sabes? Como no tienes nada que hacer en todo el puto día, lo arreglarás rapidito, ¿vale?

—¡Vete a tomar por culo!

—Cuando te vuelva a llamar, no te pondrás tan gallito, Montale.

Colgó.

No me había equivocado: la vida apestaba a muerte.

 

[1] «Presiento que están llegando/trenes cargados de brownings / de berettas, de flores negras/y de floristas preparando baños de sangre, /para la actualidad en tecnicolor...» [N. de la T.]