Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Sandra Field
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El sueño de la inocencia, n.º 1499 - octubre 2018
Título original: The Tycoon’s Virgin Bride
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1307-020-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Si te ha gustado este libro…
Ocurrió hacia las siete, en una soleada tarde de mayo. Jenessa Strathern acababa de dejar de trabajar, porque se estaba quedando a oscuras en el estudio, y le faltaba tan poco para terminar aquel cuadro que no quería arriesgarse a estropearlo. Estaba soltando la paleta y el pincel cuando sonó el teléfono. Agarró un trapo manchado, se limpió la pintura de las manos y levantó el auricular.
–¿Diga?
–Hola, Jen –contestó su hermano Travis al otro lado de la línea–. ¿Tienes un minuto?
La joven sonrió y se dejó caer en la silla más cercana. Travis tenía seis años más que ella, era médico, vivía en Maine con su esposa, Julie, y habían tenido un bebé hacía una semana, una niña.
–Para ti tengo todo el tiempo del mundo –le dijo Jenessa–. ¿Cómo está Samantha?
–Cada día más preciosa –respondió él, con orgullo de padre–. Precisamente es la razón por la que te llamo. Dentro de un par de semanas tenemos pensado celebrar el bautizo, y nos gustaría que vinieras; queremos que seas la madrina.
Jenessa se sintió conmovida.
–Oh, Travis, eso es tan tierno… Pero ya sabes lo patosa que soy con los bebés. Cuando la pusiste en mis brazos en el hospital estaba aterrada ante la idea de que se me pudiera caer.
–Ya irás aprendiendo –replicó él, riéndose suavemente–. Bueno, entonces, ¿vendrás?
La joven vaciló un instante.
–¿Dónde vais a celebrar el bautizo?
–Sabía que me preguntarías eso –dijo su hermano con ironía–. En Manatuck, en el jardín de la casa de papá y Corinne, ya lo hemos acordado con el párroco. Venga, Jen… –dijo al escuchar el gruñido de su hermana–, ya es hora de que papá y tú enterréis el hacha de guerra, ¿no crees? Aunque sólo sea por esta vez. Es una ocasión importante.
Jenessa sabía que debía decir que sí, porque de no hacerlo heriría los sentimientos de Travis, y aquello era lo último que deseaba. De niña, había idolatrado a su hermano mayor como a un héroe, y aun ahora que ya eran adultos seguía queriéndolo y respetándolo muchísimo. Además, le debía tanto, y Julie y él lo habían pasado tan mal durante el embarazo… Ella había estado a punto de perder a su bebé en el cuarto mes.
¿Y qué si el bautizo se celebraba en la isla de Manatuck? Tenía veintinueve años, ya no era una adolescente, sería capaz de comportarse de un modo civilizado con su padre por unas horas aunque no quisiera verlo ni en pintura.
Sin embargo, justo cuando iba a abrir la boca para aceptar la invitación, su hermano añadió:
–Y hay otro motivo por el que me gustaría que vinieras. Le hemos pedido a Bryce que sea el padrino. ¿Sabes de quién te hablo…? De Bryce Laribee, mi antiguo compañero de colegio.
El color abandonó las mejillas de Jenessa, y el corazón empezó a latirle con tal fuerza que parecía que quisiera salírsele del pecho. Sus dedos fríos y sudorosos apretaron el auricular.
–No, creo que no lo llegaste a conocer nunca… –continuó Travis, que no podía ver la reacción de su hermana–. Y la verdad es que es increíble, porque lo conozco desde los doce años. En fin, más vale tarde que nunca. Es un tipo estupendo, y estoy seguro de que te gustará.
Travis no podía estar más equivocado: Jenessa sí conocía a Bryce. Habían coincidido una vez, años atrás, y después de lo ocurrido entre ellos, no podía decir precisamente que Bryce Laribee le gustara.
Claro que no podía contárselo a su hermano. No, aquello tenía que seguir siendo un secreto. Era demasiado humillante. No quería volver a estar a menos de diez metros de ese… de ese…
–¿Jen?, ¿estás ahí?
Frenética, la joven trató de recobrar la calma. Tenía que pensar algo, y rápido.
–Travis, yo… yo… no sé, hay un largo camino en coche hasta Maine desde aquí, y expongo en Boston a principios de julio, en la Galería Morden, y ya sabes lo que eso significa…
–¡¿La Morden?! ¡Vaya!, eso es fantástico, Jen, me alegro por ti. Llegarás lejos, ya lo verás.
Jenessa no estaba tan segura de eso, pero desde luego no era el momento de ponerse a hablar de su bache creativo.
–El caso es que voy muy atrasada… Quieren veinte cuadros para finales de junio, y si voy a Maine… bueno, eso me quitaría tres o cuatro días entre la ida, la estancia y la vuelta, y no creo que pueda permitírmelo tal y como voy de tiempo.
Hubo un silencio al otro lado de la línea, y cuando Travis volvió a hablar, su voz sonó seria.
–¿Estás siendo honesta conmigo, Jen?, ¿estás segura de que la verdadera razón no es papá? Si es eso dímelo, porque lo entendería… Los dos sabemos que no fue precisamente un padre modélico.
–No, claro que no es por papá –murmuró ella, aliviada de poder decir al menos la verdad en eso–, es que está exposición es muy importante para mí. Por fin estoy a punto de conseguir hacerme un hueco en el mundillo. Me he pasado los últimos doce años trabajando muy duro para llegar hasta aquí, y no puedo tirarlo todo por la borda.
Doce años era exactamente el tiempo que había pasado desde el día en que conociera a Bryce Laribee, recordó de pronto, estremeciéndose. En aquel entonces ella contaba sólo diecisiete años, y era estudiante de primero de Bellas Artes de la Universidad de Columbia. Con la facilidad adquirida tras largos años de práctica, apartó a un lado el recuerdo de aquel encuentro y sus consecuencias.
–Lo siento muchísimo, Travis, de verdad, pero tú sabes que me encantaría poder ir, y eso es lo que cuenta, ¿no? –dijo sintiéndose ruin.
–Julie se llevará una gran decepción.
–Travis, yo…
–Está bien, no pasa nada, es sólo que, como no pudiste venir a nuestra boda, nos hacía ilusión que asistieras al bautizo…
Jenessa contrajo el rostro. El verdadero motivo por el que no había ido a la boda de su hermano había sido precisamente que Bryce había sido el padrino. Maldiciendo para sus adentros el día en que, años atrás, vio aquel cartel anunciando la charla que iba a dar Bryce en la universidad, le dijo a su hermano:
–Te prometo que en cuanto haya pasado la exposición iré a visitaros. Si es que para entonces aún me habláis, claro…
–No seas tonta, Jen, sabes que Julie y yo no nos molestaríamos jamás contigo por eso –le reprochó Travis con suavidad–. Pero, oye, escucha –le dijo de repente–. Se me está ocurriendo… No tienes por qué venir en coche: podrías venir en avión, y yo te pagaría el billete. Así podrías venir y volver en el día.
–Pero es que ya te debo un montón de dinero… –balbució Jenessa, sintiéndose atrapada–. No querría que…
–Oh, vamos, Jen, sería un regalo, no un préstamo.
–No, no… no puedo aceptar más dinero tuyo, Travis… no puedo.
Hubo un breve silencio y su hermano exhaló un profundo suspiro.
–En fin, supongo que en ese caso será una ceremonia sólo con padrino, porque ninguno de los dos queremos a otra persona como madrina.
Jenessa quería que se la tragara la tierra de lo miserable que se sentía. ¿Cómo podía estar haciéndole aquello a Travis? Su madre los había abandonado, marchándose a Francia cuando ella era muy pequeña, y desde entonces su padre había hecho lo imposible por aplastar cualquier impulso de rebeldía en ella, al tiempo que mostraba un descarado favoritismo por su hermano gemelo, Brent, con lo que consiguió que se distanciaran, situación que hasta la fecha no había cambiado. Travis había sido su asidero durante su infancia y adolescencia, a pesar incluso de sus prolongadas ausencias, mientras estaba en el internado. Se sentía horriblemente mal ante la idea de estar fallándole en algo que era tan importante para él, pero es que se había sentido tan humillada por Bryce en su habitación, en aquel hotel de Manhattan, que no podía imaginar cómo podría soportar el tener que verlo otra vez después de aquello. No, no podría soportarlo, no podría.
–Lo siento de veras, Travis –murmuró.
Con el corazón encogido por la culpabilidad, se despidió de él y colgó el teléfono. Con un suspiro, fue al garaje, tomó un cubo y un pequeño rastrillo de mano, y salió al jardín, donde se arrodilló junto a uno de los parterres. No había pensado ponerse a quitar las malas hierbas hasta el día siguiente, pero se dijo que tal vez así, sentada al aire libre, con el sol, se animaría un poco y no le daría vueltas a su conversación con Travis. Pero, sin embargo, sin poder remediarlo, los recuerdos se deslizaron sigilosos hasta su mente. Si no hubiera visto el cartel de aquella conferencia en el tablón de anuncios de su facultad años atrás…
El nombre del ponente fue lo primero que llamó su atención: Bryce Laribee, el mejor amigo de su hermano Travis, un genio de la informática que ya era millonario a sus veintitrés años de edad. Dado que ella no entendía nada de ordenadores, el título de la conferencia le resultó totalmente incomprensible, aunque dedujo que debía ser algo relacionado con la programación. Pero lo que verdaderamente hizo que se quedara allí de pie, como clavada al suelo, fue la fotografía que había en el extremo superior derecho del cartel: cabello rubio, unos ojos grises de mirada cautivadora y unas facciones perfectas que parecían esculpidas.
Como cada vez que veía algo hermoso, aquel rostro le produjo un cosquilleo en las puntas de los dedos y la invadió un intenso deseo de plasmarlo en un papel o un lienzo. Empezó a imaginar un retrato al óleo de aquella cabeza y esos anchos hombros… Tenía que verlo en persona, se dijo. Sólo entonces se dio cuenta de que llevaba un buen rato mirando el cartel embobada, así que volvió a poner los pies en el suelo y corrió a su clase de acuarela.
La tarde siguiente, sin decir nada a ninguno de sus amigos, fue a la conferencia, se sentó al fondo para poder observar a placer al amigo de su hermano sin que él se diera cuenta, y comprobó que el joven allí de pie, en el estrado del auditorio, iluminado por los focos, era incluso más atractivo que en la fotografía. ¡Dios!, tenía que dibujarlo, tenía que dibujarlo como fuera…
Sin embargo, fue algo más que su rostro lo que la atrajo entonces: su profunda voz de barítono, que la hacía estremecerse por dentro cada vez que hablaba; su sentido del humor; su sonrisa…
Después de la conferencia hubo un pequeño aperitivo, y Jenessa se quedó, esperando a que la gente empezase a marcharse para poder acercarse y hablar con él. Desde el primer momento se dijo que no podía decirle su verdadero nombre. Era más que probable que Travis le hubiese hablado de ella, y que Bryce supiera qué edad tenía. De ser así, jamás la tomaría en serio.
Entonces Bryce se acercó a la barra del bar para pedir otra bebida. «Ahora o nunca», se dijo Jenessa. Y se dirigió a él con el corazón latiéndole atropelladamente.
–Hola, ¿qué tal? Me llamo Jan Struthers –le dijo tratando de sonar tranquila–. Verás, soy estudiante de Bellas Artes y estaba preguntándome si podría invitarte a una copa cuando esto haya terminado… Me gustaría dibujarte.
Sus ojos grises la recorrieron de arriba abajo, tan inescrutables como en la fotografía. Jenessa tragó saliva nerviosa. Pero, ¿no era precisamente aquella mirada el motivo por el que quería retratarlo? Ya no podía echarse atrás, eso sería una cobardía, y si había algo que nadie podía decir de ella, era que no era una cobarde.
Sabía muy bien el porqué de aquel prolongado escrutinio: su corto cabello encrespado, con las puntas teñidas de un naranja brillante, el elaborado maquillaje, las lentillas que hacían que sus ojos pareciesen casi violetas, y el extravagante vestido corto de cuero y cuentas que resaltaba ciertas partes de su anatomía con las que aún no se sentía demasiado cómoda. ¿Por qué diablos se habría dejado convencer por sus compañeras para arreglarse de ese modo tan llamativo? Debería haberse cambiado para aquel encuentro; ahora pensaría que era una rebelde sin causa estrafalaria.
Sin embargo ya era demasiado tarde, y Bryce Laribee no se molestó en intentar disimular la sonrisilla maliciosa que se dibujó en sus labios.
–De Bellas Artes, ¿eh? Tú misma eres pura creación artística desde luego, de la cabeza a los pies.
Jenessa dirigió una mirada significativa a su traje y su corbata.
–Tu llevas tu uniforme… y yo el mío.
–Cierto, pero el tuyo es más divertido.
–En cualquier caso no es más que algo detrás de lo que nos ocultamos.
–Así que, debajo de nuestras ropas… ¿somos básicamente lo mismo?
Jenessa se mordió el labio, insegura de adónde quería ir a parar.
–Yo no he dicho eso.
–¿Y qué parte de mí quieres dibujar, Jan Struthers?
La joven se sonrojó. Podría haberle respondido la verdad, «Un retrato de la cabeza y los hombros», pero su petulancia hizo que le contestase en el mismo tono atrevido:
–Una artista de verdad nunca limita sus opciones antes de empezar.
–Hum… así que, ¿te mantienes abierta a todas las posibilidades?
–Por supuesto.
El brillo en los ojos grises de Bryce hizo que le temblaran las rodillas. ¿Estaba flirteando con ella? No, imposible, debía de ser su imaginación.
–Tengo que despedirme de los organizadores de la conferencia –le dijo Bryce–. ¿Te importaría esperarme un momento?
–Iré sacando punta a mis lápices –respondió ella con timidez.
Bryce se rió, enseñando sus dientes blanquísimos, y todo su rostro se iluminó, haciendo sus facciones aún más atractivas. Y el corazón de Jenessa se desbocó otra vez.
–Volveré enseguida –murmuró Bryce y se alejó en dirección a un par de catedráticos.
Jenessa dejó su copa de vino sobre la barra. ¿Por qué estaba nerviosa? No tenía por qué sentirse nerviosa. Sólo quería hacer un dibujo de él. Le sugeriría que fueran a un restaurante, o a una cafetería, un lugar donde hubiese gente; sí, eso haría.
Pero cuando Bryce se volvió y cruzó de nuevo la sala hacia ella, la masculinidad de su paso y su mirada hizo que una descarga de adrenalina recorriese el cuerpo de la joven, y que quisiese salir corriendo de allí.
Sin embargo, hacía sólo unos meses que se había ido de casa, escuchando la voz interior que le decía que necesitaba ser libre e independiente y la artífice de su propio destino. Si entonces no había tenido miedo de enfrentarse a lo desconocido, ¿por qué habría de tenerlo ahora? Y así, esforzándose al máximo por parecer tranquila y sofisticada, le preguntó cuando lo tuvo de nuevo frente a ella:
–¿Estás listo?
–Vamos, tengo fuera un coche alquilado –le dijo Bryce, tomándola por el codo para conducirla fuera.
El calor de sus dedos sobre su piel desnuda le produjo a Jenessa un cosquilleo en el estómago.
–Podríamos ir a algún pub –casi balbució–. Siempre y cuando no esté demasiado oscuro y pueda ver lo que estoy haciendo, claro.
–Yo había pensado en mi hotel. Allí no nos molestara nadie, y si prefieres que dejemos la luz encendida…
De nuevo la ambigüedad involuntaria de sus palabras había hecho que él pensara lo que no era.
–¡Sólo quiero hacerte un retrato, eso es todo! –protestó azorada.
–¿Sólo eso? –murmuró él en un tono seductor–. ¿Estás segura, Jan Stuthers?