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Engañando a don Perfecto, n.º 2118 - octubre 2018
Título original: Playing Mr. Right
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-1307-035-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Al entrar un día más en el edificio de LeBlanc Charities –o LBC–, la fundación benéfica de su familia, Xavier se sintió igual que cada uno de los días anteriores de los últimos tres meses, como si le hubieran desterrado allí. Aquel era el último sitio donde quería estar, pero, para su desgracia, estaba condenado a seguir cruzando esas puertas cada día durante los tres meses siguientes.
Hasta que aquella prueba infernal llegase a su fin. Su padre había ideado un plan diabólico para asegurarse de que sus dos hijos seguirían bailando al son que les marcase aun después de muerto: había puesto como condición para recibir su herencia que su hermano Val y él ocuparan durante seis meses el puesto del otro.
Para su padre no habían contado para nada los diez años que había pasado aprendiendo los entresijos de LeBlanc Jewelers, la empresa familiar, ni los cinco años que había pasado al frente de la misma, partiéndose la espalda para complacerle. Nada de eso contaba. Para recibir los quinientos millones de herencia que le correspondían, y que ingenuamente había creído que ya se había ganado, tenía que pasar una última prueba. Y el problema era que, en vez de haber requerido de él algo con sentido, su padre había estipulado en su testamento que durante los próximos seis meses él tendría que ocupar el lugar de Val en LeBlanc Charities y su hermano asumir las riendas de LeBlanc Jewelers.
Para su sorpresa, aquella experiencia estaba consiguiendo acercarlos el uno al otro. Aunque eran gemelos, nunca había habido un vínculo estrecho entre ellos, y habían escogido caminos completamente distintos. Val había seguido los pasos de su madre, entrando a formar parte de LBC, donde había encajado a la perfección. Él, por su parte, había empezado a trabajar en la empresa familiar, una de las compañías de diamantes más importantes del mundo, y había ido ascendiendo hasta convertirse en el director.
¿Y todo eso para qué? Para nada. Decir que estaba resentido con su padre por aquella treta era decir poco, pero estaba utilizando ese resentimiento para alimentar su determinación. Pasaría aquella prueba; esa sería la mejor venganza.
Sin embargo, después de tres meses aún se sentía como pez fuera del agua, y el testamento de su padre estipulaba que tendría que recaudar diez millones de dólares en donaciones al frente de LBC durante esos seis meses. No iba a ser fácil, pero aún no se había rendido, ni pensaba hacerlo.
Cambiar el horario del comedor social había sido una de las primeras cosas que había hecho al aterrizar en LBC, y una de las muchas decisiones de las que se había arrepentido. Lo había hecho porque ya a las seis de la mañana LeBlanc Charities bullía de actividad, y era ridículo, un desperdicio enorme de capital.
El comedor social funcionaba los siete días de la semana, quince horas al día, pero a primeras horas de la mañana no acudía nadie. Marjorie Lewis, la eficiente gerente de servicios, una mujer de pequeña estatura que era como un general, había presentado su dimisión después de aquello, y aunque él había revocado la orden para volver a establecer aquel horario absurdo, no había conseguido que se quedara.
Según Val, había dimitido porque su madre estaba enferma, pero él sabía que eso no era verdad. Se había ido porque lo odiaba. Como casi todo el mundo en LBC. En LeBlanc Jewelers sus empleados lo respetaban. No tenía ni idea de si les caía bien o no, pero, mientras los beneficios siguieran aumentando mes tras mes, eso a él siempre le había dado igual.
Y no era que no se estuviese esforzando por ganarse el respeto de quienes trabajaban en LBC, pero tenía la sensación de que Marjorie había unido a sus tropas contra él. Y luego había dimitido, cargándole con el muerto.
Estaba repasando una enorme cantidad de papeleo cuando su hermano entró por la puerta. Gracias a Dios… Ya estaba empezando a temer que Val no fuera a reunirse con él como le había prometido para ayudarle con el problema de la vacante que había dejado Marjorie. Tras su marcha, le había tocado a él ocuparse de la gestión de la mayoría de las actividades del día a día de LBC, y eso le dejaba muy poco tiempo para planificar los eventos para recaudar fondos.
Val se había ofrecido a ayudarle con la selección de un candidato para sustituir a Marjorie, y él había aceptado su ofrecimiento, agradecido, aunque no le había dicho cuánto necesitaba esa ayuda. Si algo había aprendido tras la lectura del testamento de su padre, era que no podía confiar en nadie; ni siquiera en su familia.
–Perdona que llegue tarde. ¿A quiénes tenemos hoy en la lista? –le preguntó Val, sentándose en una de las sillas frente a su mesa.
Xavier tomó el currículum que tenía a su derecha.
–Después de que desestimaras a los otros candidatos, solo nos queda una persona. Se llama Laurel Dixon. Desempeñó tareas similares a las que tenía Marjorie, pero en un centro de acogida para mujeres, así que probablemente no sea apta para el puesto. Quiero a alguien con experiencia en gestión de comedores sociales.
–Bueno, tú mismo –respondió Val. Había un matiz de desaprobación en su voz, como si el querer a alguien con experiencia fuese el culmen de la locura–. ¿Te importa si le echo un vistazo a eso?
Xavier le tendió el currículum y Val lo leyó por encima con los labios fruncidos.
–¿Solo has recibido este currículum desde la última vez que hablamos? –le preguntó Val.
–He recibido unos pocos, pero todos de personas que no tienen la cualificación necesaria ni por asomo. Publicamos el anuncio en los portales habituales, pero no parece que hay mucha gente interesada.
Val se pellizcó el puente de la nariz.
–Esto no es bueno. Me pregunto si no será que se ha corrido la voz de que hemos intercambiado nuestros puestos. Lo normal sería que hubiese muchos más candidatos. Como los hayas espantado, no sé cómo haré para que LBC remonte cuando vuelva.
–No es culpa mía. Échasela a nuestro padre.
–Deberíamos entrevistar a esta candidata –dijo Val, agitando el currículum en su mano–. ¿Qué otra opción nos queda? Y, si no está a la altura, no tienes por qué mantenerla en el puesto.
–Está bien –contestó Xavier, quitándole el papel.
Val tenía razón; aquello era solo algo temporal. Tomó el teléfono, marcó el número que figuraba en él y dejó un mensaje de voz cuando le saltó un contestador.
De pronto llamaron a la puerta. Adelaide, la administrativa que había sido discípula de Marjorie, asomó la cabeza y sonrió dulcemente a Val. Si no lo hubiera visto con sus propios ojos, Xavier no se habría creído que aquella mujer supiese sonreír siquiera.
–Señor LeBlanc, ha venido a verle una tal Laurel Dixon –anunció–. Me ha dicho que viene por lo de la vacante.
Imposible… La había llamado hacía solo unos minutos, y en el mensaje que le había dejado no le había dicho que fuera allí. Solo le había pedido que llamara a LBC para concertar una entrevista con él.
–Se presenta sin avisar –le dijo en voz baja a Val–. Un poco atrevida, ¿no?
Aquello lo escamaba. A esa hora el tráfico en el centro de Chicago era terrible, así que, o vivía muy cerca y había ido hasta allí a pie, o ya se había puesto en camino antes de que la llamara.
–Bueno, a mí solo con eso ya me ha impresionado –contestó su hermano–. Esa es la clase de actitud que me gusta en un candidato, que se muestre resuelto.
–Pues yo creo que sería mejor no recibirla y decirle que concierte una entrevista conmigo como Dios manda, cuando haya tenido tiempo para repasar su currículum.
–Pero si la tienes aquí a ella… ¿qué es lo que tienes que repasar? Si no lo tienes claro, puedo hablar yo por ti –replicó Val encogiéndose de hombros.
–No, lo haré yo –casi gruñó Xavier–. Es solo que no me gustan las sorpresas.
Ni tampoco que invadieran su terreno, aunque la culpa era de él, por haber sido tan estúpido como para decirle a su hermano que la dimisión de Marjorie lo había pillado completamente desprevenido. Val había aprovechado esa muestra de debilidad y se había presentado allí como un héroe victorioso, ganándose miradas de adoración del personal de LBC.
Val sonrió divertido y se apartó un mechón del rostro.
–Lo sé. Pero si he venido ha sido para ayudarte con este problema; deja que me ocupe yo.
Ni de broma…
–La entrevistaremos juntos –respondió–. Adelaide, dile que pase.
Val ni se molestó en levantarse y mover su silla para sentarse a su lado, que habría sido lo lógico. En un despacho uno se sentaba tras el escritorio para transmitir autoridad. Claro que lo más probable era que a Val le fuera ajeno aquel concepto. Por eso sus empleados lo adoraban, porque los trataba como a iguales. Pero se equivocaba: no se podía poner a todo el mundo al mismo nivel; alguien tenía que estar al mando, tomar las decisiones difíciles.
Y entonces, cuando Laurel Dixon entró tras Adelaide, por un momento se olvidó por completo de Val, de LBC… hasta de su propio nombre. El cabello, largo y negro como el azabache, le caía por la espalda, y en su bello rostro brillaban unos ojos grises que se habían clavado en los suyos y no parecían dispuestos a apartarse de él.
Una energía extraña, como sobrenatural, fluía entre ellos, y era una sensación tan rara que Xavier dio un respingo para disiparla. Una mujer capaz de provocar una reacción así en él solo con su presencia era un peligro.
–¿Cómo está, señorita Dixon? –la saludó Val, levantándose y tendiéndole la mano–. Soy Valentino LeBlanc, el director de LBC.
–Es un placer conocerle, señor LeBlanc.
La clara voz de la joven le hizo a Xavier estremecerse. Hasta entonces siempre habría dicho que prefería las voces sensuales, las voces de mujer que sonaban como el ronroneo de un gato cuando se excitaban. No describiría la voz de Laurel Dixon como «erótica», pero aun así… De inmediato sintió que quería volver a oírla; era la clase de voz que sería capaz de escuchar durante una hora entera sin aburrirse.
Pero se suponía que aquello era una entrevista, no un juego de seducción. De hecho, la verdad era que nunca antes lo habían seducido, o al menos no que él recordara. Normalmente era él quien llevaba las riendas, y no le gustaba sentir que no tenía el control.
–Y yo soy Xavier LeBlanc, el actual director de LBC –se presentó. Hizo una pausa para aclararse la garganta que, por algún motivo inexplicable, se notaba repentinamente agarrada–. Mi hermano Val solo está de paso.
Ese era el momento en que debería levantarse y tenderle la mano, se recordó Xavier, obligándose a hacerlo. Laurel Dixon le estrechó la mano, y al ver que no hubo relámpagos ni nada de eso, Xavier se relajó un poco. Pero entonces cometió el error de posar la mirada en sus labios, que se curvaron en una sonrisa que lo sacudió como una corriente eléctrica. Apartó la mano abruptamente y volvió a sentarse.
–Dos por el precio de uno –bromeó ella con una risa tan cautivadora como su rostro–. Menos mal que tienen estilos de peinado muy distintos, porque si no me costaría diferenciarlos.
Xavier se pasó una mano por el pelo. Lo llevaba muy corto porque le daba un aire profesional. Era un estilo que iba con él, y siempre había pensado que jugaba en su favor comparado con Val, que lo llevaba demasiado largo, marcándolo con la etiqueta del gemelo rebelde.
–Val no frecuenta mucho al peluquero.
Aunque no lo había dicho a modo de broma, sus palabras la hicieron reír de nuevo, lo cual lo reafirmó en su decisión de hablar solo lo justo. Cuanto menos oyera esa risa cautivadora, mejor.
–No la esperábamos –le dijo Val, indicándole la silla junto a la suya. Esperó a que tomara asiento antes de volver a sentarse él también–. Aunque nos impresiona su entusiasmo. ¿Verdad, Xavier?
–Sí, bueno, por decirlo de algún modo –masculló él–. Yo habría preferido que hubiese concertado una entrevista.
–Ah, ya. Sí, claro, habría sido lo apropiado –admitió ella, poniendo los ojos en blanco–, pero es que estoy tan interesada en el puesto que no quería dejar nada al azar, así que pensé… ¿por qué esperar?
–¿Y qué le interesa tanto de dirigir un comedor social? –inquirió Xavier.
–Ah, pues… todo –respondió ella al instante–. Me encanta ayudar a la gente necesitada y… ¿qué mejor manera de hacerlo que empezando por lo fundamental? No quiero que nadie pase hambre.
–Bien dicho –la aplaudió Val.
Como esas palabras bien podría haberlas dicho su hermano, a Xavier no le sorprendió que su pasión lo conmoviera, pero a él le sonaba demasiado ensayado.
Había algo en ella que no le gustaba, algo que le provocaba desconfianza. Y tampoco le gustaba cómo lo descolocaba. Si tenía que estar en guardia constantemente con ella, ¿cómo podrían trabajar juntos?
–Su experiencia es bastante escasa –apuntó Xavier, golpeteando con el dedo su currículum–. ¿Por qué cree que haber trabajado en un centro de acogida para mujeres puede convertirla en una buena gestora de servicios en un comedor social?
Laurel les soltó otra perorata, que sonaba igual de ensayada, sobre sus tareas en el centro de acogida, resaltando su buen hacer en la gestión de proyectos, y entabló una animada conversación con Val sobre sus ideas para mejorar la atención a los más necesitados.
A su hermano le había sorbido el seso Laurel Dixon. Saltaba a la vista. Durante toda la entrevista no hizo más que sonreír, y cuando la joven se hubo marchado, se cruzó de brazos y le dijo:
–Es la candidata perfecta.
–Ya creo que no.
–¿Qué? ¿Por qué no? –exclamó Val, y sin esperar una respuesta, insistió–: Pero si es perfecta.
–Pues contrátala tú. Dentro de tres meses. Ahora yo sigo al mando, y digo que quiero a alguien distinto.
–Estás siendo un cabezota, y no tienes razón alguna –le espetó Val.
–No tiene experiencia.
–¿Bromeas? Su trabajo en ese centro de acogida de mujeres es perfectamente equiparable a lo que hacemos aquí. Además, solo la tendrás bajo tu mando tres meses. Después seré yo el que tenga que cargar con ella si resulta que no da la talla. Venga, dame el gusto.
Xavier se cruzó de brazos.
–Hay algo en esa Laurel Dixon que no me cuadra, aunque no sé qué es. ¿Tú no has tenido la misma impresión?
–No. Es elocuente y muestra un gran entusiasmo –replicó Val, antes de lanzarle una mirada a caballo entre la lástima y el sarcasmo–. ¿No será que te incomoda que no sea un robot sin emociones como tú?
No era la primera vez que lo tachaban de insensible, pero su hermano se equivocaba. Lo que pasaba era que tenía mucha práctica en ocultar sus sentimientos. Su padre, Edward Leblanc, siempre había desaprobado la debilidad de carácter, y a sus ojos las emociones y la debilidad iban de la mano.
–Sí, eso debe ser.
Val puso los ojos en blanco.
–Esto no es una empresa, sino una organización sin ánimo de lucro. No contratamos a la gente por su capacidad para despedazar al adversario. Necesitas con urgencia a alguien para reemplazar a Marjorie. A menos que tengas un as bajo la manga, no hace falta que busques más.
–Está bien, si a su majestad le complace, la contrataré –claudicó Xavier–, pero no digas que no te lo advertí. No me fío de ella. Oculta algo, y si resulta ser una serpiente venenosa y te muerde, te recordaré esta conversación.
El problema era que probablemente lo mordería a él antes que a Val, que dentro de unos minutos volvería a las oficinas de Leblanc Jewelers, al lógico y ordenado mundo empresarial. Él en cambio, tendría que pasar los tres meses siguientes trabajando con aquella nueva gestora de servicios que hacía que, con solo mirarla, un cosquilleo le recorriese toda la piel.
Tenía la impresión de que iba a pasar buena parte de esos tres meses evitándola para protegerse a sí mismo. Era lo que solía hacer: no permitía que nadie lo irritase, ni otorgaba su confianza a nadie a la primera.
Cuando había decidido infiltrarse en LeBlanc Charities para investigar las acusaciones de fraude, quizá debería haberse presentado para otro puesto que no fuera el de gerente de servicios, pensó Laurel. Claro que… ¿quién habría pensado que la contratarían?
Como mucho había creído que les admiraría su entusiasmo y le darían un puesto menos importante. La clase de puesto que le habría dejado el suficiente tiempo libre como para poder sonsacar información a otros empleados de forma discreta. En vez de eso le habían entregado, por así decirlo, las llaves del reino, y eso debería haberla colocado en una situación aún más ventajosa para husmear en los libros de cuentas de LBC. Al fin y al cabo, las personas que donaban dinero se merecían saber que, mientras ellos intentaban ayudar a la gente necesitada, en LBC alguien se estaba llenando los bolsillos a su costa.
El problema era que hasta ese momento no había tenido ni un segundo libre para dedicarse a su investigación para destapar las supuestas prácticas fraudulentas de la fundación. Y buena parte de la culpa la tenía un hombre exasperante llamado Xavier LeBlanc.
El que él llegara a las oficinas de LBC a una hora tan intempestiva como las seis de la mañana no implicaba que todos sus empleados tuviesen que hacer lo mismo. Pero todos se sentían obligados a hacerlo, incluida ella. Claro que tampoco podía hacer otra cosa. Si se presentara allí a las nueve, llamaría la atención y, estando como estaba de incógnito, no podía permitirse que la descubrieran. Además, eran los gajes del periodismo de investigación, y se suponía que aquel reportaje sería el empujón definitivo para ella, el reportaje que rehabilitaría su menoscabada reputación profesional.
Y así sería; conseguiría reunir los datos que necesitaba, y esa vez ningún otro periódico publicaría un contrarreportaje que dejara al descubierto la falta de fundamento de sus acusaciones.
Aquello había sido horriblemente humillante, y casi había terminado con su carrera. Aquella era una oportunidad de oro para que se olvidase aquella metedura de pata, siempre y cuando no cometiese ningún error durante su investigación.
Lo que tenía que hacer era ir a enfrentarse al león en su guarida, se dijo. Y, levantándose de su mesa, se dirigió al despacho de Xavier LeBlanc. Había llegado el momento de revolver un poco las aguas.
Cuando llamó a la puerta, Xavier levantó la vista y fijó sus ojos azules en ella.
–¿Tiene un minuto? –le preguntó ella y entró sin esperar a que le respondiera.
La recibiría, quisiera o no. ¿Cómo iba a averiguar si había alguien culpable de fraude en LBC si no podía vigilar de cerca al director?
–¿Qué puedo hacer por usted? –le preguntó Xavier, con esa voz tan sensual que resultaba casi pecaminosa.
Laurel dio un pequeño traspiés y se estremeció por dentro cuando los ojos de él descendieron a su boca.
–En mi primer día aquí su secretaria, Adelaide, me enseñó las instalaciones y me explicó el funcionamiento de LBC –comenzó a decirle–. Y, bueno, es un encanto, pero no me ha transmitido tan detalladamente como yo esperaba cuál es la visión que tiene usted de este gran proyecto, y me preguntaba si sería posible que me lo tradujera en algo más… palpable, algo que yo pueda ver y tocar.
La forma de decirlo no era la más adecuada, pensó cuando un tenso silencio siguió a sus palabras. Sonaba a doble sentido. Debería haberlo expresado de un modo más profesional, que no sonase a «quiero que me haga suya ahora mismo sobre este escritorio».
Xavier enarcó ligeramente las cejas.
–¿Qué quiere exactamente que haga?