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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Emilie Rose Cunningham

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Papá por sorpresa, n.º 10 - octubre 2018

Título original: The Ties that Bind

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Este título fue publicado originalmente en español en 2012

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-057-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Anna Aronson sopló levemente a través de la varilla de plástico con el deseo de que las pompas de jabón que salían por el otro lado se llevaran sus problemas.

Los niños que jugaban a sus pies en la hierba chillaban y gorjeaban de la forma contagiosa propia de los bebés y le hicieron sonreír a pesar del desastre que se avecinaba.

Tenía que conseguir el empleo.

Vio que la mujer que la había entrevistado iba hacia ella, y la tensión creció en su interior.

–El señor Hollister la espera en su despacho, Anna. Entre por la puerta de la izquierda del jardín –le señaló con un gesto la amplia y lujosa casa, situada en Greenwich, en Connecticut.

Anna se pasó la lengua por los labios resecos y bajó la varilla.

–Los niños…

–Los vigilaré mientras habla con el jefe. Es él quien tiene la última palabra, pero sepa que cuenta con mi voto a favor –la señora Findley extendió la mano para que Anna le diera la varilla y la botella con el agua jabonosa.

Ella se las entregó con la sensación de que se desprendía de un salvavidas en un mar agitado. Si no conseguía el empleo, no podría pagar el alquiler ni el recibo de la luz de aquel mes, por lo que no le quedaría más remedio que tragarse el orgullo, volver a su casa y pedir ayuda, aunque su madre le había dejado muy claro que Cody y ella no serían bienvenidos en la comunidad para personas mayores en la que vivía.

Pero cabía esperar que las cosas no llegaran a ese punto.

–Gracias, señora Findley.

–Llámame Sarah. Y, Anna, no dejes que Pierce te intimide. Es un buen jefe y un buen hombre, a pesar de su forma de ser.

El temor hizo que Anna fuera incapaz de articular palabra. Asintió y se dirigió a la casa. La distancia hasta ella le pareció enorme, y llegó a las escaleras de piedra jadeando como si hubiera corrido un kilómetro.

Por la puerta de vidrio vio a su posible jefe, que se hallaba sentado tras un inmenso escritorio de madera.

Llamó a la puerta. El hombre alzó la vista con el ceño fruncido y le indicó que entrase con un movimiento de la cabeza. La mano de Anna resbaló en el picaporte y tuvo que secársela en el vestido antes de conseguir abrir.

Pierce Hollister, de rasgos como los de un modelo y el denso pelo oscuro cortado en capas, parecía el protagonista del anuncio de un producto caro que cualquier joven millonario querría comprar. Vestido con un polo negro que llevaba desabrochado y permitía apreciar su cuello moreno, desprendía poder y prestigio.

Anna pensó que un hombre rico y encantador había contribuido a que su situación económica fuera penosa, así que no iba a bajar la guardia con aquel.

–Soy Anna Aronson, señor Hollister.

Unos ojos castaños la inspeccionaron de arriba abajo sin miramientos. Anna esperó que el sencillo vestido y las sandalias pasaran el examen.

–¿Por qué la despidieron de su anterior empleo?

Muy nerviosa por la brusca pregunta cuando ni siquiera había cerrado la puerta, Anna trató de ganar tiempo mirando los cuadros de las paredes, que, para su sorpresa, eran originales.

–Me despidieron porque me negué a acudir a una cita fuera del horario escolar con el padre de uno de mis alumnos.

–¿Le hizo proposiciones deshonestas?

–Sí.

–¿Por qué no se quejó al director de la escuela?

–Lo hice, pero el padre en cuestión era uno de los principales benefactores de la escuela. No hicieron caso de mi queja.

–¿Cuánto tiempo trabajó allí?

–Las fechas están en mi currículum.

–Se las pregunto a usted.

¿Por qué iba a hacerlo salvo que creyera que se las había inventado y no las recordaría?

–Me contrataron a tiempo parcial, justo al acabar mis estudios universitarios, como tutora de alumnos difíciles. Seis meses después, cuando un profesor dejó la escuela de forma inesperada, me ofrecieron un puesto de profesora a tiempo completo. En total, trabajé allí tres años y medio.

–Y a pesar de eso, la despidieron por lo que alegó un padre. Prefirieron creerlo a él que a usted.

–Al director le pareció que era más difícil encontrar generosos donantes que profesores de enseñanza primaria.

–O tal vez buscaba una excusa para librarse de usted porque no la consideraba una buena profesora.

Las injustas palabras dejaron a Anna sin aliento.

–Siempre que me evaluaron, los resultados fueron excelentes y me subieron el sueldo.

–¿Y si llamo a la escuela para comprobar lo que me dice?

Las esperanzas de ella se evaporaron. No la creía, y no era el primero. Y hasta que no hubiera alguien que la creyera, no encontraría un empleo con un salario suficiente para pagar la guardería de Cody. Tal vez si consiguiera más clases particulares…

¿A quién pretendía engañar? Eso no bastaría.

–Si llama a la escuela, le dirán que el padre en cuestión afirmó que la tomé con su hijo después de que él, el padre, rechazara mis insinuaciones.

–¿Se le insinuó usted?

Ella dio un respingo. Nadie le había preguntado eso antes.

–Claro que no. Está casado.

–Los hombres casados tienen aventuras.

–Conmigo, no.

–Su currículum dice que se licenció con matrícula de honor en Vanderbilt. Mi secretaria me ha dicho que esa universidad tiene uno de los mejores programas educativos del país. ¿Cómo es que no encuentra trabajo de profesora?

Aquello parecía más un interrogatorio que una entrevista.

–Parece que decir que no a personas poderosas y con muchos conocidos tiene consecuencias que van mucho más allá del mercado laboral local.

Sospechaba que estaba en una lista negra.

–Carece de experiencia como niñera.

–Así es, pero he estado años controlando a veinte niños a la vez, más cuando trabajaba en el campamento de verano de la escuela, y también soy madre, por lo que estoy acostumbrada a acostar a un niño, bañarlo y darle de comer.

Él se recostó en la butaca de cuero y la miró con ojos escrutadores. Ella le devolvió la mirada rogando que viera la verdad y su disposición a trabajar en sus ojos. El silencioso escrutinio se prolongó hasta que ella se sintió tan incómoda como el día en que el director de la escuela, en su despacho, la acusó injustamente.

–Sepa que no me creo lo que me ha contado.

Sus palabras fueron un duro golpe para ella. Frustrada por no poder demostrar su inocencia, se quedó mirándolo a la cara mientras sus esperanzas se desvanecían. Hasta el incidente que le había relatado, nadie había dudado de su integridad. Siempre había sido la chica lista, equilibrada y de fiar que hacía bien su trabajo. A partir de entonces, nadie la había creído.

Si quería volver a enseñar, tendría que hallar el modo de limpiar su reputación. Pero hasta entonces, tenía que seguir dando de comer a su hijo.

–Quería una mujer más madura para cuidar al niño –prosiguió el señor Hollister–. Y usted tiene el inconveniente de que tiene un hijo.

–Cody tiene diecisiete meses, solo es seis meses mayor que su hijo. Se harían buena compañía –insistió ella, pero al ver la expresión de él deseó no haber abierto la boca.

–Ya tengo bastante con un niño ruidoso en casa. Dos serían un desastre. Debería indicarle la salida, pero Sarah me ha jurado que usted es la candidata mejor cualificada, y necesito una niñera de forma inmediata. Usted es la única disponible.

Las esperanzas de Anna comenzaron a aumentar. Él se puso de pie, apoyó los puños en el escritorio y se inclinó hacia delante.

–Pero estaré observándola. Un solo movimiento en falso y, por muy desesperado que esté, su hijo y usted irán a la calle. ¿Queda claro?

Anna dio un profundo suspiro de alivio y se le saltaron las lágrimas porque, aunque el señor Hollister no confiaba en ella, le había dado el empleo.

–Sí, señor Hollister.

–¿Cuánto tardará en recoger sus cosas y volver?

Ella calculó con rapidez el tiempo y el coste del viaje. ¿Tendría dinero para pagar un taxi hasta la estación?

–Se tarda una hora en ir y otra en volver en tren, y necesitaré una hora más para hacer la maleta. Estaremos de vuelta cuando Graham vaya a cenar.

–¿No tiene coche?

–No.

–Tiene que empezar inmediatamente. La llevaré en coche.

Eso implicaba que estaría a solas con él en su piso.

–Pero…

–No hay peros que valgan. ¿Quiere el empleo o no?

–Lo quiero. Pero tengo que hacerle una pregunta.

–¿Cuál?

–La señora Findley no me ha dicho claramente por cuánto tiempo me necesitará usted. Me ha dicho que hasta que la madre de Graham vuelva de trabajar en el extranjero, sin especificar si será dentro de unas semanas o de unos meses.

–No se lo ha dicho porque no lo sabemos. Su contrato será de duración indefinida. Se le pagará mensualmente tanto si trabaja un día al mes o el mes completo, y se le dará un mes extra de sueldo cuando el trabajo acabe. Si eso le supone un problema, deje de malgastar mi tiempo.

–No, está bien –el sueldo que le ofrecía era muy elevado.

–Entonces, firme –el señor Hollister le entregó un documento y un bolígrafo.

–¿Puedo leer antes el contrato?

–Léalo mientras la llevo a su casa –rodeó el escritorio y se acercó a ella. Anna retrocedió sin querer. Era un hombre muy alto y ancho de hombros, un hombre poderoso no solo desde el punto de vista económico, un hombre de la misma clase que el que había conseguido que la despidieran.

–Vámonos. Sarah cuidará de su hijo mientras recogemos sus cosas.

Alarmada, Anna miró por la ventana. No le hacía ninguna gracia dejar a Cody con una desconocida y rodeado de agua. La propiedad se hallaba frente al río y, además, había una piscina y un jacuzzi. Pero no tenía más remedio.

–¿Le importa que me despida de Cody y hable un momento con la señora Findley?

La pregunta pareció irritarlo.

–Dese prisa. Voy a por el coche. La espero en la puerta principal. De camino a su casa pararemos en el laboratorio para que se haga la prueba de que no consume drogas. No hace falta que le diga que, si esta resulta positiva o si sus referencias son falsas, la despediré sin indemnización.

–Entiendo. No tiene que preocuparse por nada, señor Hollister. Y gracias por darme una oportunidad –le tendió la mano, pero él no se la estrechó.

–No haga que me arrepienta.

 

 

Anna abrió la puerta mientras comparaba mentalmente su humilde casa con la lujosa mansión del hombre que la acechaba por detrás como un ave de presa. Todo el piso cabría en el salón en que la señora Findley le había hecho la entrevista preliminar y le había comentado los detalles del puesto.

Salvo cuando Anna indicó al señor Hollister cómo llegar desde el laboratorio a su piso, el viaje había transcurrido en un incómodo silencio. Le daba la impresión de que su jefe no tenía buen concepto de ella. Y el contrato había sido confuso. ¿Por qué había tenido que firmar una cláusula de confidencialidad? ¿Qué ocurría en el hogar de los Hollister que pudiera interesar a otras personas?

El señor Hollister entró detrás de ella y dirigió la mirada al escaso mobiliario: un sofá de segunda mano, una mesita con una lámpara, una cesta de plástico con los juguetes de Cody, una minúscula mesa de cocina con dos sillas y la trona del niño. No tenía mucho, pero Cody y ella no necesitaban mucho. Además, al haber pocos muebles el niño tenía más espacio para jugar.

–¿Se acaba de mudar? –le preguntó su nuevo jefe.

–Llevo aquí casi cuatro años.

–¿Está cambiando la decoración?

–No –muchos de los alumnos a los que daba clases particulares vivían en mansiones espectaculares como la del señor Hollister, al igual que él, no tenían ni idea de cómo vivían las personas menos afortunadas.

–¿Le gusta el minimalismo?

–Mi ex se llevó la mayor parte del mobiliario al marcharse –reconoció ella de mala gana. Además del coche y su confianza y su creencia en el amor.

–¿Cuándo fue eso?

Era un hombre inquisitivo, pero estaba en su derecho a ser precavido, ya que ella viviría en su casa y tendría acceso a sus bienes. No necesitaba haber estudiado Arte para saber que las pinturas y esculturas originales que poseía valían más de lo que ella había ganado en un año en la escuela.

Pero ella también estaba en su derecho a desconfiar al estar sola con un desconocido rico e influyente. Había aprendido que la riqueza solía implicar arrogancia, y esta, la sensación de tener derecho a todo y a no aceptar una negativa.

Dejó la puerta de entrada entornada a propósito.

–Todd se marchó cuando yo estaba en el hospital dando a luz a nuestro hijo.

El señor Hollister entrecerró los ojos. Algo en su tono le debía de haber indicado que todavía le dolía la traición. Una cosa era que Todd se hubiera cansado de ella, pero rechazar su propia sangre…

–¿No le dijo que se iba?

–No. Me dejó en urgencias y dijo que iba a aparcar, pero no volvió. Temí que… No supe que se había marchado hasta que volví en taxi con Cody al piso y vi que estaba vacío.

–Supongo que a su marido no le gustó que se quedara embarazada.

Anna se puso rígida.

–Se necesitan dos personas para tener un hijo. Cody fue una sorpresa para ambos. Estábamos recién casados y teníamos la intención de esperar unos años antes de tener descendencia. Pero esas cosas pasan.

–¿Qué le parece a él que haya solicitado este puesto de trabajo?

–No le parece nada porque ya no forma parte de nuestras vidas.

–¿Sigue casada?

–Estoy divorciada. Siéntese, por favor. Haré la maleta lo más deprisa posible.

–¿Le pasa una pensión para mantener al niño?

–No.

–¿Por qué no?

–Ni siquiera sé dónde está, y, si no quiere estar con nosotros, prefiero no relacionarme con él.

–¿Y el asunto de la custodia?

–Renunció a sus derechos paternos en el acuerdo de divorcio –y el hecho de que hubiera estado contento de hacerlo mató en ella todo rastro de ternura por él–. No se preocupe de que Todd vaya a presentarse en su casa y a crear problemas. Perdone.

Anna salió precipitadamente de la habitación antes de que él siguiera haciéndole más preguntas. No quería hablar del fracaso de su matrimonio ni de lo mal que había juzgado a su exmarido. Para eso le bastaba con llamar a su madre y escuchar su cantinela de «ya te lo decía yo».

Metió la ropa de Cody y su mono de peluche preferido en una bolsa. Su vida hubiera sido mucho más sencilla si hubiera hecho caso a sus padres, que consideraban que Todd era un gorrón y le habían prohibido verlo. Pero a los veinte años estaba eufórica por la libertad de que había gozado en la universidad, las atenciones de Todd la habían abrumado y había sido muy ingenua para ver algo que no fuera lo que quería ver: su encanto cautivador, su increíble talento musical y sus grandes sueños.