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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Gina Wilkins

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un reportero en apuros, n.º 148 - octubre 2018

Título original: Dateline Matrimony

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-099-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

El hombre de penetrantes ojos grises volvió para desayunar. Era viernes por la mañana, y la tercera vez que aparecía durante la primera semana de trabajo de Teresa en el Café Rainbow. A pesar de eso, ella seguía sin sentirse del todo cómoda con él. Siempre se comportaba con la mayor de las correcciones, pero había algo que, sin saber por qué, la inquietaba.

Flirteaba con ella. No abierta ni públicamente, sino con una sutil desvergüenza que le hizo preguntarse si no se estaría burlando. ¿Qué podía encontrar de divertido en ella? ¿Acaso era uno de esos tipos engreídos y petulantes que creían que el resto del mundo estaba por debajo de su nivel intelectual, y especialmente la camarera de un pequeño café de pueblo?

—¿Qué te apetece tomar? —le preguntó en aquel instante.

Nunca le había visto abrir el menú, pero siempre tenía decidido lo que iba a pedir cuando ella se lo preguntaba.

—Tortilla con salsa. Y café. Solo.

—¿Galletas o tostadas?

—Tostadas. ¿Alguien te ha dicho alguna vez que te pareces a Grace Kelly?

—Sí, claro. Constantemente me comparan con las princesas de Hollywood fallecidas en accidente de tráfico —replicó con desenfado. Desde el primer momento había advertido que aquel tipo disfrutaba desconcertando a la gente con sus sorprendentes comentarios, y rápidamente había optado por replicar en el mismo tono, sin tomárselo a mal—. Ahora mismo te traigo el café.

Sirvió a otros dos clientes antes de regresar con su café. Eran dos señores mayores, viejos amigos que quedaban todas las mañanas para desayunar juntos y que flirteaban abiertamente con ella del modo más inofensivo posible. Volvieron a hacerlo cuando les sirvió más café. Teresa les siguió la broma, como era habitual. No sabía por qué, pero con ellos se sentía muchísimo más relajada que con el tipo de los ojos grises, que no dejaba de observarla desde la mesa del fondo.

Aunque la mayor parte de los clientes eran bastantes amables, había excepciones. Algunos se mostraban groseros y desagradables, pero como ya tenía cierta experiencia de camarera, Teresa sabía cómo tratarlos. Sin embargo, el hombre que se había presentado a sí mismo como Riley no encajaba con ninguna de esas descripciones. Simplemente la ponía… nerviosa.

—Espero que no te dejes impresionar demasiado por los piropos de esos tipos —le comentó cuando Teresa volvió a su mesa—. El viejo Ernie se cree un auténtico Romeo. Probablemente, a estas alturas ya se te haya declarado un par de veces.

—Yo creo que son muy simpáticos… —repuso ella con tono suave mientras le servía el café. Y de inmediato le pareció que su sonrisa se tornaba burlona una vez más.

—¿Esa opinión te merecen todos los que frecuentan este café?

—Todos no —replicó deliberadamente Teresa, haciendo uso de una sutil ironía—. Ahora te traigo el desayuno.

No se dio prisa en regresar a la cocina, deteniéndose unas cuantas veces para rellenar alguna taza o atender a algún cliente. Pero una vez dentro, musitó irritada:

—Ese tipo es más raro…

Shameka Cooper levantó la mirada de la bandeja de tartas y pasteles que acababa de sacar del horno.

—¿A cuál de ellos te refieres, cariño?

—A uno que aparenta tener unos treinta años, de pelo castaño algo largo y ojos gris claro.

—Me suena que es Riley O’Neal.

—Sí, me dijo que se llamaba Riley. ¿Es así de imbécil o se trata de una falsa impresión?

—Bueno —rio Shameka—, puede que algo tenga de eso, pero también es un encanto. Generalmente te entran ganas de abrazarlo, aunque otras veces lo que te apetece es darle una buena bofetada.

Teresa no podía imaginarse abrazando a ese tipo. Lo segundo, sin embargo, era diferente.

—Parece tan engreído… Como si supiera algo que yo no sé. Algo que encontrara muy gracioso.

—Así es Riley. Y esa es la razón por la que algunas personas no lo aprecian mucho. Pero no es ni la mitad de cínico de lo que aparenta ser. Debe de pensar que esa imagen le conviene… ya sabes, la de periodista caradura.

—¿Es periodista? —Teresa esbozó una mueca. No le extrañaba nada.

—Sí. Trabaja para el Evening Star. Eso lo convierte en una especie de compañero de trabajo nuestro, supongo, ya que la familia propietaria de esta cafetería posee también ese periódico. La hija de Marjorie y su marido llevan el periódico, mientras que Marjorie se encarga de sacar esto adelante.

—Estupendo —murmuró Teresa. Era Marjorie, la madre de su compañera de estudios en la universidad, quien le había conseguido el empleo. Marjorie Schaffer era una de las personas más buenas y generosas que había conocido, y podía apostar lo que fuera a que sentía una debilidad especial por el tal Riley.

—Creo que te gustará cuando lo conozcas mejor —le aseguró Shameka, sonriente—. Toma, aquí está su desayuno.

Pero Teresa dudaba mucho que Riley O’Neal y ella pudieran congeniar bien alguna vez.

Riley se tenía por una de las personas más incomprendidas de aquella pequeña localidad de Arkansas. Sabía perfectamente quién y qué era, pero mucha gente tendía a hacerse ideas equivocadas sobre él. Algunos lo consideraban un perezoso, un vago. No lo era, por supuesto: lo que ocurría era que hacía la mayor parte de su trabajo con la cabeza.

Otros opinaban que su extraño sentido del humor era una prueba de su naturaleza cínica y sarcástica. Pero Riley se consideraba más bien un testigo socarrón de las debilidades humanas. Había gente que lo calificaba de grosero y de brusco, pero él simplemente se esforzaba por ser honesto y sincero.

Tenía fama de solitario. Riley no se tenía por tal, aunque ciertamente valoraba de manera especial su intimidad. Necesitaba paz y tranquilidad para escribir, algo que no podía conseguir si se pasaba todo el tiempo rodeado de gente. Y en aquellas ocasiones en que le apetecía tener compañía, la encontraba.

Como el Café Rainbow era uno de los pocos lugares del pueblo donde podía disfrutar tranquilamente y sin agobios de una taza de café, el lunes había decidido ir a desayunar allí. Hacía mucho tiempo que conocía a Marjorie Schaffer, su propietaria, y en su cafetería se sentía casi tan cómodo como en la cocina de su propia casa. Saludaba allí a mucha gente siempre que aparecía. Edstown era una población pequeña, el lugar donde había pasado la mayor parte de su vida. Por esa razón, y por su trabajo como periodista en el Evening Star, conocía a la inmensa mayoría de sus habitantes. Y ellos también lo conocían lo suficientemente bien como para dejarlo en paz cuando lo veían desayunando con el periódico delante.

Aquel día había abierto el periódico tan pronto como se había sentado, enterrando la nariz en sus páginas. Aparte de constituir un efectivo medio de disuasión para charlatanes, disfrutaba realmente leyéndolo. Sentía un genuino aprecio por aquel pequeño diario local que le daba de comer. El Evening Star de Edstown tenía su propio encanto, su propio lugar en aquella población.

Se había llevado una gran sorpresa cuando el lunes de la semana anterior lo había atendido una camarera nueva. Y la sorpresa había sido aún mayor cuando descubrió que se trataba de una verdadera belleza. Melena de color rubio oscuro larga hasta los hombros, con mechas doradas, recogida en un moño. Ojos azul claro enmarcados por largas y negras pestañas, dominando un delicioso rostro ovalado. Nariz recta y bien proporcionada, labios rojos y llenos que no necesitaban de carmín alguno. Y aquella barbilla ligeramente pronunciada, con aquel diminuto hoyuelo…

Quizá había sido ese fascinante hoyuelo el que lo había impulsado a volver al Café Rainbow en otras dos ocasiones esa semana. Y eso a pesar de que hasta ese momento no lo había frecuentado más que un par de veces al mes.

Aquel viernes por la mañana, se olvidó del periódico y se quedó observando a la camarera cuando esta se retiraba después de haberle tomado la orden. Bonita figura, advirtió, y no por primera vez. No era demasiado delgada; a Riley jamás le había gustado la estética de las supermodelos. Como correspondía al ambiente de aquella cafetería, llevaba vaqueros, una camisa blanca de manga larga y zapatillas. Los vaqueros le sentaban particularmente bien.

Supuso que tendría más o menos su edad. No llevaba alianza de matrimonio, y tampoco joya alguna. Era nueva en el pueblo y probablemente aún no conocería a mucha gente. Había decidido, cuando estuviera de humor para ello, pedirle que salieran juntos a tomar algo. Aunque, por el momento, ella no le había dado pie…

Volvió rápidamente con su desayuno.

—¿Te apetece alguna cosa más?

A Riley se le ocurrieron al menos una media docena de respuestas. Siempre se le había dado bien el flirteo, y no eran pocas las mujeres que le habían seguido el juego. Pero como aquella chica parecía preparada para encajar un comentario demasiado previsible, se mordió la lengua y respondió, circunspecto:

—Por el momento no, gracias.

—De acuerdo. Volveré luego para servirte más café.

—Gracias. Por cierto, Teresa, ¿cuál es tu apellido?

—Scott —contestó sin vacilar—. Disculpa, pero un cliente me está llamando.

«No es muy simpática que digamos», pensó Riley mientras ella se daba la vuelta para marcharse. Correcta sí, pero lo justo, lo mínimo exigido por su trabajo. Aquello muy bien podría constituir un desafío.

Sonrió. Cuando no requerían un gran esfuerzo por su parte, a Riley le encantaban los desafíos.

 

 

—¿Ya te has fijado en esa preciosa camarera del Café Rainbow? —le preguntó Bud O’Neal a su sobrino, el domingo por la tarde.

Riley no llegó a despegar la mirada del televisor.

—Estoy intentando ver la carrera, Bud.

—No vas a perderte nada respondiendo a mi pregunta. ¿Has visto a la camarera nueva o no?

Riley se pasó una mano por el pelo, renunciando por fin a ver la carrera de coches.

—Sí, la he visto.

—Eso me habían dicho.

Riley sacudió la cabeza, exasperado.

—Y entonces ¿por qué preguntas?

—Me he enterado de que te has convertido en un asiduo de la cafetería. Y algunos dicen que incluso has tenido problemas para apartar la vista de esa preciosa camarera.

—Ya, bueno, los dos sabemos que no hay nada que le guste tanto a la gente de este pueblo como inventar rumores y chascarrillos —deliberadamente, Riley volvió a mirar la televisión mientras se llevaba una lata de refresco a los labios. Como para dejar claro que quería dar por cerrado aquel tema.

Sabía, por supuesto, que Bud no se mostraría nada colaborador. Y no se equivocaba.

—A ti siempre te han gustado las rubias de ojos grandes y piernas largas —murmuró el otro, evidentemente encantado de provocar a su sobrino.

—¿Qué quieres que te diga? Admito que es guapa y que me gusta mirarla. Y quizá haya flirteado con ella un par de veces. Pero cuando se me ocurrió hacerlo, casi me dejó congelado con esos ojos azules enormes y fríos que tiene. Y ahora, si ya has terminado de burlarte de mí, me gustaría seguir viendo la carrera.

A pocas personas les habría consentido Riley aquellas bromas, pero a su tío le guardaba un cariño especial. Además, Bud todavía se estaba recuperando de la trágica muerte de uno de sus mejores amigos, ocurrida en aquel mismo año. Le gustaba verlo sonreír de nuevo, aunque fuera a su propia costa.

—¿Que te dio calabazas? —de repente dejó de sonreír, frunciendo el ceño—. ¿Qué diablos le pasa a esa chica?

—No le pasa nada malo, al menos por lo que yo sé. Simplemente, no está interesada en mí. No es algo tan raro, ¿sabes? No soy el casanova que tú crees.

—¡Bah! Todavía no he visto a ninguna mujer que te rechazara cuando has intentado conquistarla. Así que, una de dos: o ya has decidido que esa preciosa camarera no vale la pena…, o sencillamente te estás tomando tu tiempo para emprender la conquista.

—¿Quieres dejar de llamarla «esa preciosa camarera»? Tiene un nombre. Teresa.

Bud arqueó sus espesas cejas grises en respuesta al tono susceptible de su sobrino.

—Ah, vaya. Y eso que no estás interesado en ella, claro.

—Cállate y mira la carrera. Se está poniendo interesante.

Sabiendo perfectamente cuándo debía insistir y cuándo no, Bud entrelazó las manos sobre su barriga y se recostó cómodamente en el sofá. Los dos estaban sentados en el salón de la gran caravana de Bud, salvada de su segundo divorcio cinco años atrás, tras haber saboreado una estupenda comida de domingo. Tío y sobrino procuraban reunirse a menudo, dado que eran los últimos miembros de la familia O’Neal que todavía vivían en Edstown. A sus sesenta y cinco años, Bud no había tenido hijos, así que siempre había profesado un cariño paternal al hijo único de su único hermano. Y sobre todo después de que los padres de Riley se hubieran ido a Florida hacía unos diez años, cuando él todavía estaba estudiando en la universidad.

—¿Qué tal le va a R.L.? —inquirió Riley, cambiando de tema. Casi no lo he visto desde que se jubiló de la empresa de seguros.

—El miércoles por la mañana iremos a pescar juntos. Hemos quedado aquí a las seis menos cuarto. ¿Quieres acompañarnos?

—No, gracias. Esa mañana la pienso pasar durmiendo.

—Qué gandul —musitó Bud, riendo entre dientes.

—Oye, a mediados de septiembre, y al amanecer, ese lago está helado. Y hay partes de mi cuerpo que no me gustaría que se congelasen, ¿sabes? Todavía puedo darles algún uso.

Bud se echó a reír, sacudiendo la cabeza.

—Te lo he dicho muchas veces: no se pasa nada de frío si uno se pone la ropa adecuada. También puedes venir a media mañana.

—No, Bud. Gracias, pero eso de la pesca no es lo mío. Que disfrutéis los dos, ¿de acuerdo?

—Eso ni lo dudes. Aunque echaremos de menos a Truman.

Riley asintió, serio. Truman Kellogg, amigo inseparable de Bud O’Neal y de R.L. Hightower durante cerca de cincuenta años, había perecido en un incendio en su propia casa varios meses atrás. Los dos amigos habían quedado muy afectados. Ya nada era lo mismo desde entonces.

Riley se preguntó si aquel suceso habría obligado a Bud a afrontar la perspectiva de su propia muerte. No lo sabía. O quizá, simplemente, hasta ese momento le había resultado inimaginable que los tres no pudieran estar siempre juntos. Habían conservado la amistad desde los tiempos de la escuela. Habían sido testigos de las bodas y divorcios de los otros, del fallecimiento de la esposa de Truman varios años atrás, de los buenos y malos momentos económicos… Así que era natural que tanto Bud como R.L. se resintieran tanto de aquella perdida.

—Dios mío, ¿has visto eso? —exclamó Bud, consternado al ver en la pantalla el choque de varios coches contra las barreras y unos contra otros.

—Maldita sea. Martin no tenía ninguna posibilidad de evitar el caos que se ha montado —musitó Riley, contemplando abatido el deportivo aplastado por delante y por detrás, consecuencia de las colisiones en cadena. El piloto de Arkansas al que tanto admiraba no había sufrido daño alguno, pero ya era imposible que llegara a terminar la carrera—. Ha tenido una temporada horrible, ¿eh? Una detrás de otra.

—Conozco esa sensación —repuso Bud, entristecido, y preguntó antes de que pudiera comentar algo al respecto—: ¿Estás seguro de que no quieres que hable yo con esa preciosa camarera? Apuesto a que podría convencerla de que no eres tan malo como pareces.

—Mantente alejado de mi vida amorosa.

—¿Qué vida amorosa? —resopló Bud, disgustado—. A mí me parece que necesitas ayuda. ¿Quieres beber algo más?

—No. Y hablo en serio, Bud. No le digas ni una sola palabra a Teresa.

Su tío sonrió mientras se dirigía a la cocina…, despertando definitivamente las sospechas de Riley.

 

 

El lunes, a primera hora de la tarde, Riley se dirigía a la oficina del diario después de una rutinaria entrevista con el alcalde cuando vio a Teresa y frenó de inmediato. Estaba de pie al lado de un viejo coche, contemplando con el ceño fruncido la rueda que se le acababa de pinchar.

—Parece que tienes un problema —le dijo mientras bajaba de su deportivo, que acababa de aparcar justo delante.

Sabía que lo había reconocido de inmediato. Y habría calificado su expresión como resignada.

—Puedo arreglármelas sola. Es solo un pinchazo.

Riley hundió las manos en los bolsillos de los tejanos mientras estudiaba el problema.

—¿Has cambiado alguna vez una rueda?

—Una vez —respondió, sin ser consciente del tono de incertidumbre de su voz.

—Abre el maletero —ordenó mientras se quitaba la cazadora y la guardaba en su coche—. Espero que tengas una llave y un gato.

—Tengo ambas cosas…, pero soy perfectamente capaz de hacerlo sola.

—No lo dudo, pero dado que estoy aquí, y que estoy dispuesto a impresionarte con mis habilidades, para no hablar de mi galantería, será un placer ofrecerte mis servicios.

—Pero yo…

—Sin compromisos —insistió Riley—. Ni siquiera tendrás que darme las gracias, si no quieres. Abre el maletero, ¿quieres?

Teresa así lo hizo, suspirando.

—No quiero parecerte una desagradecida. Es que estoy acostumbrada a resolver mis propios problemas.

—¿De veras? —se asomó al maletero, inmaculadamente limpio y arreglado. Pensó que debía de limpiarlo al menos un par de veces por semana.

—Sí. Es más fácil.

—Eso es cierto. Mmm. Voy a levantar la rueda. Fíjate en cómo se flexionan mis músculos mientras la alzo sin esfuerzo alguno —por el rabillo del ojo pudo ver que ella intentaba disimular una sonrisa.

—Impresionante —repuso secamente.

—¿Sientes algo?

—Sí. Me alegro de que seas tú quien haya tenido que levantarla, y no yo.

—No era esa precisamente la reacción que yo estaba esperando —replicó Riley, arrodillándose frente a la rueda pinchada—. Mira, he aquí el origen de tus males —señaló un gran tornillo brillante, clavado en la goma—. Debió de clavarse hace poco y desde entonces ha estado perdiendo aire.

—¿Un tornillo? ¿Eso es lo que ha causado el pinchazo?

—¿Esperabas que te dijera que alguien te lo había cortado con un cuchillo o algo así? —le preguntó él, arqueando una ceja.

—Claro que no —repuso, más molesta que divertida por su insinuación.

Segundos después Teresa no pudo menos que reconocer, reacia:

—Lo haces muy bien. Terminarás de cambiarla en mucho menos tiempo del que habría tardado yo.

—¿Sabes? Cuando era un crío, quería ser mecánico de coches de carreras.

—¿Qué te hizo cambiar de idea?

—Descubrí que era un trabajo duro. Se sudaba y se manchaba uno demasiado. No era para mí. Ahora me conformo con ver las carreras de coches en la tele.

Teresa lo miró sin saber si estaba bromeando o no.

—¿Así que renunciaste a ese sueño de infancia simplemente por una cuestión de pereza? —preguntó, vacilante.

—Exacto. Escribir es mucho más fácil. Y no se suda tanto.

—Yo creía que ser periodista de un periódico local era un trabajo más… ¿exigente?

—¿Trabajar para el Evening Star? —rio, incrédulo—. ¿Has estado alguna vez en nuestra oficina?

—Bueno, no. Llevo tan solo dos semanas aquí y…

—Créeme, en este pueblo las verdaderas noticias brillan por su ausencia, y solo somos dos para cubrirlas. En realidad viene a ser como un trabajo de media jornada…, gracias a lo cual dispongo de tiempo para cultivar otros intereses.

—Ya. Me he enterado de que estás escribiendo una novela.

Riley se volvió para mirarla. ¿Había estado informándose sobre él en el pueblo? Le gustaba la idea.

—¿De veras?

—Me lo dijo Marjorie —explicó, encogiéndose de hombros—. Cuando viene a la cafetería, me cuenta todo lo que hay que saber sobre todo el mundo. Me dio la impresión de que no le importaba que eso se supiera; quiero decir, que no era un secreto.

—El cotilleo inofensivo es uno de los pasatiempos favoritos de Marjorie. Yo jamás soñaría con privarla de algo así —terminó de apretar las tuercas de la rueda que acababa de cambiar—. Listo.

—Muchas gracias.

—De nada.

Guardó la rueda pinchada y las herramientas en el maletero. Luego, consciente de que ella estaba esperando que hiciera otro conato de flirteo o dijera alguna frase galante, volvió tranquilamente a su coche.

—Conduce con cuidado, Teresa. Nos vemos. Hasta otra.

Ella todavía estaba parpadeando de asombro cuando Riley ya había cerrado la puerta y encendía el motor de su deportivo.

Segundos después, una vez que se aseguró por el espejo retrovisor de que ella había vuelto a subir a su vehículo, Riley se sonrió. No le gustaba pasar por un tipo excesivamente previsible. Pero le encantaría volver a flirtear con ella. Era demasiado divertido como para que pudiera resistir la tentación.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Riley nunca había encajado bien los rechazos. Era aquella una faceta de su personalidad que aceptaba sin problemas y reconocía como inalterable. Estaba incluso dispuesto a admitir que era consecuencia de la defectuosa educación que había recibido, la típica de un niño mimado.

Hijo único de unos padres mayores, y nieto único de cada rama familiar, nunca había tenido que competir con nadie para conseguir atención o cariño. Nunca le habían faltado amigos en la escuela y, gracias a la ayuda de sus abuelos, había podido vivir cómodamente durante su época de estudiante en la universidad.

Su trabajo en el Evening Star de Edstown no era precisamente muy lucrativo, pero le gustaba. Lo obligaba a relacionarse socialmente, compensando su natural inclinación a encerrarse con sus libros, su música y su imaginación. Y además le proporcionaba la suficiente libertad para hacer justamente eso siempre que quería. De hecho, era famosa su capacidad para desaparecer en su apartamento durante días enteros, sin salir a la calle a no ser que lo reclamaran del periódico.

Era probablemente su aversión al rechazo lo que le había impedido enviar alguna de sus novelas a un editor. A pesar de la plena confianza que tenía en su talento, era lo suficientemente realista como para saber que la mayor parte de los candidatos a escritores debían soportar unos cuantos rechazos antes de poder publicar algo. Y no podía predecir su propia reacción cuando tuviera que pasar por aquel mal trago. Así que, hasta que estuviera preparado para soportarlo, se contentaría con seguir escribiendo por puro placer.

En otro orden de cosas, rara vez saboreaba la experiencia del rechazo en lo que se refería a las mujeres. Quizá fuera porque no se atrevía a hacerles ninguna insinuación antes de estar seguro de que iba a ser bien aceptada, pero el caso era que su porcentaje de éxitos en ese terreno era razonablemente alto. Y había llegado a confiarse demasiado.

Teresa Scott, sin embargo, amenazaba con destruir aquel impresionante récord.

Animado por el encuentro que habían tenido en la calle, le había pedido que saliera con él al menos tres veces durante las dos últimas semanas. Y aunque ella se había mostrado bastante amable después de que le hubiera cambiado la rueda del coche, lo cierto era que las tres veces lo había rechazado. Educadamente, incluso con humor, pero con absoluta firmeza. Incluso le había dejado claro que no tenía ningún sentido que se lo siguiera pidiendo, si bien no había logrado disuadirlo.

Hasta el momento, Riley la había invitado a cenar, a ver una película y a asistir a un partido de fútbol que había tenido que cubrir para el periódico. Más que sentirse molesto o descorazonado por sus tenaces negativas, estaba empezando a considerarlas casi como una forma de entretenimiento. De hecho, podía seguir insistiendo… solo para conocer y analizar sus reacciones. Y tal vez podría incluso hacerla cambiar de idea si se mostraba lo suficientemente insistente…

Aquel viernes por la mañana, casi tres semanas después de su primer encuentro, Teresa volvió a servirle el café.

—¿Qué te apetece hoy?

—Una cita contigo. ¿Qué tal esta noche?

—Esta noche tengo que pintarme las uñas. ¿Qué quieres para desayunar?

—Bueno, me apetecen unos cereales —rio entre dientes, aceptando con humor aquella enésima negativa—. Con fruta y tostadas. ¿Qué planes tienes para mañana por la noche? ¿Estarás libre?

—Me temo que no. Ahora mismo te traigo el desayuno.

Le había vuelto a dar calabazas, pero Riley estaba seguro de haber sorprendido un destello de diversión en sus ojos azules. Quizá todavía no hubiera ganado la partida… pero Teresa empezaba a encontrarlo divertido. Por algo se empezaba.

—Eh, Riley.

Alzando la mirada, Riley sonrió.

—Hola, jefe. ¿Qué tal te va?

Sin esperar a que lo invitaran, el jefe de policía, Dan Meadows, se sentó a su mesa.

—Esta mañana Lindsey se ha marchado muy temprano a una reunión de no sé qué, así que me ha dejado desayunando solo.

—¡Brrr! —exclamó Riley, sobrecogiéndose teatralmente—. Es el desayuno anual del consejo escolar del instituto. Algún pez gordo del departamento de educación se habrá presentado para largar un discurso. Lindsey quiso endosarme a mí el encargo, pero yo me negué porque sabía que ella detestaría perderse un acontecimiento semejante….

—Muy noble de tu parte —rio Dan.

—Eso pensé yo. ¿Sabes? Me alegro de que te casaras con Lindsey y la convencieras de que se quedara en Edstown y no se fuera a trabajar para un gran periódico. Si se hubiera marchado, ahora mismo sería yo quien estaría escuchando a esa pandilla de gallinas cacareando a esta hora de la mañana.

—Me alegro de haberte sido útil.

Riley encontró especialmente divertida aquella respuesta. ¡Como si Dan se hubiera casado con Lindsey, tan solo unos semanas atrás, para impedirle que dejara el Evening Star! Lindsey había estado enamorada de Dan durante años…, pero el jefe de policía se había mostrado un tanto lento a la hora de reconocer sus propios sentimientos.

Dan no se caracterizaba precisamente por su expresividad, pero Riley había descubierto un novedoso brillo de felicidad en la mirada de su amigo desde que había tenido lugar la boda.

Teresa volvió para servirle el desayuno a Riley. Miró a Dan, que no dejaba de observarla con curiosidad.

—Buenos días. ¿Le traigo una carta?

—No hace falta. Tomaré huevos revueltos con jamón.

—¿Galletas o tostadas?

—Tostadas.

—Os voy a presentar —dijo Riley, mirando a uno y a otra—. Teresa Scott, Dan Meadows.

—Encantado de conocerla, señorita Scott.

—Lo mismo digo, señor Meadows.

—«Jefe» Meadows, para los amigos —la corrigió Riley—. Dan es el jefe de policía de Edstown.

Teresa pareció momentáneamente sorprendida, pero no tardó en recuperarse.

—¿De veras?

—Sí, señorita —murmuró Dan—. Me tiene a su entera disposición si hay algo que pueda hacer por usted.

Mientras Riley miraba sonriente a su amigo, que parecía una moderna versión de algún antiguo sheriff del viejo Oeste, Teresa asintió con la cabeza.

—Bueno… Ahora que lo dice, he visto a un personaje muy sospechoso desde que me trasladé aquí.

—¿De quién se trata? ¿Alguien a quien debería vigilar de cerca?

—Me parece que ya lo está haciendo —repuso, desviando significativamente la mirada hacia Riley—. En seguida le traigo el café, jefe.

Dan se sonrió cuando Teresa ya se marchaba.

—Amigo, creo que te ha clavado una buena pulla.

—Créeme, no es la primera vez que lo hace.

—Parece una buena chica.

Riley se limitó a asentir en silencio mientras tomaba un trago de su café, que ya se estaba enfriando.

—Y guapa también —añadió Dan.

—Ya lo he notado.

—¿Le has pedido que salga contigo?

—Sí.

—¿Y…?

—Me ha dado calabazas. Continuadamente.

—¡Vaya! —exclamó Dan, riendo—. Además de guapa, inteligente.

Teresa volvió en aquel instante para servirle el café a Dan.

—Pronto estará su desayuno.

—Oye, Teresa, el próximo fin de semana hay un concierto sinfónico en Little Rock. ¿Te apetecería acompañarme? —le preguntó Riley.

—Lo siento, esa noche tengo que lavarme el pelo —respondió con tono suave.

—Todavía no te he dicho de qué noche exactamente se trata —le recordó él.

—Ni yo te he dicho qué noche exactamente me voy a lavar el pelo —replicó de inmediato.

—Diablos —exclamó Dan, sacudiendo la cabeza cuando Teresa se retiraba de nuevo—. Estás ardiendo, chico. Quemando más bien.

—Sí, pero… ¿te has fijado en sus ojos? Me dijo que no, pero lo que quería decirme era…

—Te quería decir que no.

—Ríete si quieres, pero voy por buen camino. No será capaz de resistirse a mis encantos durante mucho más tiempo.

—¿De veras? —Dan alzó la mirada en el momento en que Teresa les servía el desayuno—. Le diré una cosa, señorita Scott. Riley cree que va por buen camino respecto a usted.

—Y tiene razón —murmuró mientras rellenaba sus tazas—. Va por buen camino para desquiciarme.

—Creo que deberíamos hablar de ello —intervino Riley—. ¿Qué te parecería mañana por la noche? Podríamos cenar juntos y…

—Lo siento. Esta noche me voy a poner enferma. Disculpa, pero tengo más clientes que atender —y se retiró de nuevo.

—Creo que me cae bien —murmuró Dan.

—Ya. Ayúdame a desclavarme este cuchillo del pecho, ¿quieres? —se burló Riley, llevándose las dos manos al torso en un gesto teatral.

—¿Un cuchillo? —replicó Dan—. ¿O te refieres más bien a un dardo de Cupido?

—Muy gracioso —comentó Riley, molesto—. Anda, desayuna de una vez.

 

 

«De acuerdo, el tipo es divertido», reconoció Teresa. Tenía que ser así, porque de repente se había sorprendido a sí misma esperándolo ansiosa los días que solía aparecer por la cafetería.

No se sentía, sin embargo, particularmente halagada por sus frecuentes invitaciones a salir. Sospechaba que era el clásico hombre que flirteaba con cada nueva y razonablemente atractiva mujer con la que se tropezaba. Aun así, resultaba agradable aquel interés procedente de un hombre tan guapo, y le proporcionaba una chispa de esperanza. La esperanza de que algún día podría conocer a alguien con quien compartir nuevamente su vida. Algún día en un futuro muy lejano…

—Creo que le gustas —le comentó Marjorie Schaffer en un susurro, guiñándole un ojo.

Alzando la mirada de la mesa que estaba limpiando, Teresa arrugó la nariz.

—¿Al viejo Ernie? Pero si se lo propone a cada mujer que tiene la desgracia de cruzarse con él…

—Cierto. Incluso me lo propone a mí a razón de un par de veces por semana. Pero no estaba hablando de Ernie, sino de Riley O’Neal. Todo el mundo en el pueblo sabe ya que aparece por aquí casi diariamente para flirtear contigo.

—A Riley le gusta flirtear tanto como a Ernie. Y yo no me tomo en serio a ninguno de los dos.