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EVELIO ROSERO Y LOS CICLOS DE LA CREACIÓN LITERARIA

FELIPE GÓMEZ GUTIÉRREZ MARIA DEL CARMEN SALDARRIAGA

EDITORES

 

 

 

 

 

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© FELIPE GÓMEZ GUTIÉRREZ Y MARÍA DEL CARMEN SALDARRIAGA, EDITORES

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BOGOTÁ, D.C., PRIMERA EDICIÓN

ABRIL DEL 2017

ISBN: 978-958-781-063-9

HECHO EN COLOMBIA

PRINTED AND MADE IN COLOMBIA

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BOGOTÁ, D. C.

 

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EVELIO ROSERO Y LOS CICLOS DE LA CREACIÓN LITERARIA/EDITORES FELIPE GÓMEZ GUTIÉRREZ Y MARÍA DEL CARMEN SALDARRIAGA; AUTORES JULIANA MARTÍNEZ [Y OTROS]. - BOGOTÁ: EDITORIAL PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA, 2017.

272 PÁGINAS; 16.5 X 24 CM INCLUYE REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

ISBN: 978-958-781-063-9

1. ROSERO DIAGO, EVELIO JOSÉ, 1958 - CRÍTICA E INTERPRETACIÓN. 2. CRÍTICA LITERARIA COLOMBIA. 3. LITERATURA COLOMBIANA - HISTORIA Y CRÍTICA. 4. NOVELA COLOMBIANA - HISTORIA Y CRÍTICA. I. GÓMEZ GUTIÉRREZ, FELIPE, EDITOR. II. SALDARRIAGA, MARÍA DEL CARMEN, EDITORA. MI. MARTÍNEZ, JULIANA, AUTORA. IV. PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA.

CDD C860 EDICIÓN 21

CATALOGACIÓN EN LA PUBLICACIÓN - PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA. BIBLIOTECA ALFONSO BORRERO CABAL, S. J.

INP 30 / 03 / 2017

PROHIBIDA LA REPRODUCCIÓN TOTAL O PARCIAL DE ESTE MATERIAL, SIN AUTORIZACIÓN POR ESCRITO DE LA PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA.

AGRADECIMIENTOS

Este volumen, que reúne artículos críticos inéditos sobre la obra de Evelio Rosero, es producto de un esfuerzo colectivo que conjuga inquietudes individuales. Queremos agradecer especialmente a esas voces que supieron corresponder responsable y generosamente a la convocatoria pública que les extendimos. Su respuesta, inusitadamente abrumadora, nos confirmó que el aparente silencio crítico sobre la obra del autor no era más que la carencia de un medio de difusión que se prestara a coordinar esfuerzos particulares en torno a un objetivo común.

Agradecemos también a los gestores editoriales de la obra: Nicolás Morales Thomas, director de la Editorial de la Pontificia Universidad Javeriana; John Mesa Mendoza, coordinador editorial, y Carlos Arturo Arias Sanabria, coordinador de la colección Opera Eximia; Nicolás Rojas, corrector, y Cristo Rafael Figueroa Sánchez, director del Departamento de Literatura de la misma universidad. Su convencimiento de la viabilidad y necesidad de este libro lograron hacerlo realidad.

A Juliana Martínez le agradecemos la disposición que manifestó desde el inicio del proyecto. De manera desinteresada y sensible, nuestra colega posibilitó el contacto directo con el autor, lo que contribuyó a sentar el punto de partida interpretativo del resto del volumen. Por supuesto, agradecemos también a Evelio Rosero la conversación concedida, que permitió generar nuevos nexos entre sus textos y los ávidos lectores académicos.

Por último, agradecemos a Daniel Balderston, jefe del Departamento de Lenguas Hispánicas y Literaturas de la Universidad de Pittsburgh. Sin su constante respaldo y acompañamiento, la semilla de la que surgió este primer esfuerzo interpretativo no hubiese germinado nunca.

Temáticas relativas al volumen se presentaron en el XIX Congreso de la Asociación de Colombianistas “Colombia: Tradiciones y Rupturas”, llevado a cabo en Medellín en el mes de julio de 2015. Allí, en una mesa coordinada por Felipe Gómez, se dieron cita algunos de los autores que participan en este libro.

PRESENTACIÓN

Todo el andamiaje de mi escritura está conducido a que esta sensación de hundimiento desaparezca; y es posible que ese mismo vértigo implique la velocidad con que, yo considero, se desplazan mis argumentos; cuando alguien resbala por un abismo es natural que intente asirse cuanto antes de algo —o alguienque lo detenga en la caída. Y ese “algo” o “alguien”, para mí, solo puede ser el punto final de la obra, nada más.

Evelio Rosero

En 1984, Evelio José Rosero Diago, un joven escritor bogotano de veintiséis años de edad, publicó su primera novela, titulada Mateo solo. Dos de sus amigos, los poetas Julio Daniel Chaparro y Jaime Fernández, fungieron como editores del texto, que fue publicado en la ciudad de Villavicencio con un tiraje de mil ejemplares. En un tono entre jocoso y poético, el novelista recuerda: “lanzamos [literalmente] el primer libro desde la terraza del edificio más alto de esa ciudad. Recuerdo que cayó encima del carro de bomberos de Villavicencio, que pasaba lanzando sirenas, seguramente a apagar un incendio. Eso nos pareció de muy buen augurio” (“De editores” 258). Desde entonces Evelio Rosero no ha dejado de publicar incesante y prolíficamente textos que van desde el cuento breve hasta la lírica, el teatro y el ensayo, pasando por la ya mencionada novela, género en el que dice sentirse más cómodo que en cualquier otro (Gaviria Riaño).

Nacido en Bogotá en 1958, Rosero pasó sus años formativos en la ciudad de Pasto, al sur del país, debido a que su padre fue trasladado de las oficinas de los Ferrocarriles Nacionales en la capital para ser jefe distrital de obras públicas en el Departamento de Nariño. Allí estudió la primaria en la escuela católica San Francisco Javier, un “colegio de curas”, como dice él con un gesto amargo en la boca. Sin ser inusual pasar por la experiencia de la fusión entre educación básica y doctrina católica, esta le significó al autor una cierta antipatía por lo divino que desembocó en el escepticismo y los ambientes lúgubremente profanos que se leen hoy en su obra. Rosero parece haber decidido tempranamente dedicar su fe a cuestiones más mundanas, más tendentes a la reflexión por la condición humana. Para el impresionable niño que era entonces, los diversos y voluptuosos paisajes del sur de Colombia significaron imágenes indelebles que años después encontrarían su función en los cuentos y novelas escritas por el adulto. Y si Pasto determinó la desentronización de la idea de lo sagrado, así como el colorido de sus temas, el regreso a Bogotá, siendo aún un preadolescente, le significó la adopción de nuevos escenarios y emociones. El despertar sexual, el miedo a la ciudad sitiada por el narcotráfico y la violencia, la soledad y los terrores de la adolescencia aparecerían también más tarde en sus textos.

Por otra parte, cada vez que se le pregunta, Rosero cuenta —con esa emoción que solo emana de las memorias más tempranas— cómo en la biblioteca paterna descubrió su pasión por la literatura y tomó la decisión más importante de su vida. Allí leyó desde los clásicos rusos del siglo XIX hasta Daniel Defoe y Julio Verne. Fuertemente impresionado por el evento literario que es Robinson Crusoe, el joven Evelio decidió dedicar el resto de su vida a la escritura. Una escritura universal que le hablara a todos y a cualquiera.

En 1980, a sus veintidós años de edad, publicó el relato “Ausentes” como parte del volumen 17 cuentos colombianos, editado por el Instituto Colombiano de Cultura. Este le mereció el Premio Nacional de Cuento otorgado por la Gobernación del Quindío, primero de muchos reconocimientos que lo llevarían a adentrarse aún más en el oficio literario. Mas no hay necesidad de compilar una semblanza profesional de Evelio Rosero, ya que lo que hay para saber sobre su génesis literaria él mismo lo ha expresado en múltiples ocasiones: su fracasado intento por cursar una carrera universitaria de periodismo en la Universidad Externado de Colombia, que solo llegaría hasta el sexto semestre; su periplo por Europa, específicamente París y Barcelona, que comenzaría en 1985 y daría a luz su trilogía de novelas Primera vez; su abrupto regreso a Bogotá en 1988, ya convencido de que “no tenía que dejar mi ciudad y mi país para escribir lo que tenía que escribir” (“De editores” 258). Queda claro, luego de leer sus entrevistas, que la persona pública de Rosero ha sido tan transparente como sus letras.

El trabajo del narrador que escribe sobre su contemporaneidad a la par de esta pasa casi siempre desapercibido —algo a lo que Rosero no ha resultado inmune—. Solo hasta el año 2006, momento en que le fue otorgado el II Premio Tusquets Editores por la novela Los ejércitos (2007), Rosero comenzó a tener renombre en el mercado literario de habla hispana. Para entonces el autor ya había publicado un poco más de diez novelas, catorce textos de audiencia infantil y juvenil, dos volúmenes de poesía, varios ensayos críticos y al menos una obra de teatro reconocida. Su novelística ya había sido traducida al inglés, japonés, sueco, noruego, danés y finlandés, hecho que para Rosero representa tan solo “un vaivén absurdo de la vida y destino del escritor” (“De editores” 260). Descubierto de forma apabullante, como solo los mercados editoriales saben hacerlo, Rosero encontró la manera de financiar su diario ritual escritural y producir varios textos más, entre los que se encuentra La carroza de Bolívar (2012), galardonada con el primer Premio Nacional de Literatura Colombiana. No sobra mencionar que sus compañeros finalistas en esa ocasión fueron Fernando Vallejo, Tomás González y Miguel Torres, ya que la trayectoria individual de cada uno de ellos es tan valiosa y original como la de nuestro autor.

Los galardones y reconocimientos le han otorgado sin duda a Rosero un papel privilegiado como uno de los escritores más visibles en la producción cultural latinoamericana y cuya obra, especialmente novelística, adquiere una creciente presencia en el panorama crítico latinoamericano. Sin embargo, esa presencia se debe a motivaciones que van más allá del asunto de los premios. Estudiosos literarios como Mabel Moraña, Héctor Hoyos, Iván Padilla Chasing, Cecilia Caicedo Jurado, César Valencia Solanilla, Paula Andrea Marín, Maria del Carmen Saldarriaga y Juliana Martínez, muchos de los cuales escriben en este volumen, han contribuido a la formación de un corpus de ensayos académicos sobre la novelística de Rosero que han ayudado a canonizar y darle visibilidad académica a sus características particulares.

La de Rosero es una voz original, meticulosamente comprometida con el oficio de la escritura, una patada en las vísceras de los estereotipos literarios nacionales que van desde el modelo del realismo mágico garciamarquiano hasta la narconarrativa —hecha género por la misma crítica que la señala como interesante fenómeno cultural de dudosa calidad literaria—. Con la condición de “raro”, Evelio Rosero ha sabido intuir un derrotero artístico autónomo importante. En sus novelas y cuentos ha explorado temáticas locales habitadas por símbolos que les son constantes; imágenes que se corresponden las unas con las otras; temáticas y tropos que dialogan entre sí a través del tiempo. Las obsesiones que el autor ha rumiado durante treinta años de carrera literaria son las mismas preocupaciones ancestrales de las que proviene su genio narrativo. Algunos de sus símbolos o imágenes más recurrentes son, entre otros, el silencio de la indiferencia y la mirada, o la mirada que se expresa en silencio; la centralidad del cuerpo enlazada al motivo de la desaparición forzada; la infancia cruel en su inocencia y su falta o exceso de consecuencias; las relaciones de poder político o sexual; el abuso o simple desuso de la autoridad civil o familiar; la violencia humana, la que se esconde en todos y lacera al otro ante la más mínima provocación. Estos elementos han sido incorporados por Rosero a través de temáticas que tienen que ver con el conflicto colombiano actual y los problemas de raza, clase, género, historia, nación e identidad cultural, entre otros, lo que significa para los críticos el reto de aproximarse con herramientas interdisciplinarias a estos temas para intentar capturar sus complejas y múltiples facetas.

Presentes desde su trilogía Primera vez —compuesta por las novelas Mateo solo (1984), Juliana los mira (1987) y El incendiado (1988)—, estas correspondencias estéticas y temáticas se relevan en la construcción de la infancia desde afuera, es decir, desde cómo la mirada del adulto ve y entiende al niño y al adolescente, para luego transitar hacia el punto de vista de adentro, esto es, la voz infantil y juvenil que se transporta a lugares inusitados a los que los adultos no tenemos acceso desde hace años.

Así mismo, son reiteradas las filiaciones entre las novelas Señor que no conoce la luna (1992), En el lejero (2003) y Los ejércitos (2007). Mientras que las dos primeras resultan para Rosero metafóricas en demasía, la última logra concretar aquello que, según él dice, “durante mi vida me ha rodeado y aterrado en el alma: los desaparecidos, los desaparecimientos, en mi país” (“Lucía” 643). Vale la pena comentar brevemente que, para el autor, uno de los mayores riesgos de escribir sobre las manifestaciones de la violencia en Colombia es el de generar “un panfleto, o un tratado de sociología” sin proponérselo, lo que para él desvía el objetivo de la escritura, ya que, explica, “la novela es la novela, tiene que ser arte literario, hable de lo que hable. Ese es el gran reto” (Herrera).

Al tener en cuenta novelas más recientes, como La carroza de Bolívar (2012) y Plegaria por un papa envenenado (2014), es posible detectar el desplazamiento que Rosero hace de la metáfora a la ficcionalización de la historia. Mas aunque parezca a primera vista una novedad en su obra, el lector devoto sabrá distinguir rasgos que ya estaban presentes desde Señor que no conoce la luna o Plutón (2000). En su bastante citado artículo de 1993, Rosero escribió:

Opté, les comento, por la novela histórica. Quise elaborar algo épico, en torno a la vida y hechos del caudillo realista Agustín Agualongo, el gran estratega indígena que enfrentó a Simón Bolívar y puso a encanecer de ira la cabeza de los patriotas [...]. Me senté, después de varios sueños persistentes, a elaborar esta primera novela “histórica” y escribí una novela que hoy se titula Señor que no conoce la luna, y que vaya usted a saber si guarda relación alguna con Agustín Agualongo y sus hombres. (“La creación” 119)

Al hacer referencia a los ciclos de creación literaria se pretende, entonces, señalar lo que para el autor ha representado a la vez un reto y una revelación en la que lo vemos navegar constantemente: la repetición de sí mismo. Una repetición que no se estanca como el agua fétida de los imitadores, sino que avanza hacia terrenos profundos indagando por el origen de sus propias raíces. Al respecto, el autor hizo pública una crisis que en el pasado fue congoja y espanto: “he descubierto, con algún asombro al principio, después con resignación, que con mis últimos textos —cuentos o esbozos de novela— no he hecho otra cosa que repetirme” (“La creación” 117-118, énfasis nuestro).

Diecinueve años más tarde, para una antología de textos recopilada por Valerie Miles, Rosero escribió sobre su cuento “Lucía o las palomas desaparecidas” lo siguiente: “[aunque es] un cuento escrito hace poco más de veinte años [...], todo en él prefigura lo que he intentado bosquejar en todas mis novelas para adultos” (“Lucía” 643, énfasis nuestro).

Un poco más adelante, en 2012, Rosero fue invitado a dar una conferencia a la biblioteca pública Luis Ángel Arango en Bogotá. En ella hizo referencia de nuevo a la temática de la repetición. Esta vez su comentario se refería a su primer texto publicado, El eterno monólogo de Llo (1981), libro que comenzó como una colección de poemas y terminó “viviseccionado y convertido en prosa” (“De editores” 258). A más de treinta años de su publicación, Evelio Rosero confesó: “apenas editado el librito me dediqué a recogerlo a hurtadillas, de casa en casa: es decir, me dediqué a robarlo a los mismos amigos a quienes lo había regalado. Me sentía arrepentido a cabalidad de esa publicación”. Y esto podría zanjar el asunto del estancamiento si no fuese porque a continuación, y tal vez sorprendiendo a sus lectores, agregó: “hoy lamento el arrepentimiento porque el poema ya sentaba los cimientos de lo que toda la vida me propondría explicar en mis novelas: este país de amor y policías” (“De editores” 258, énfasis nuestro).

El Evelio Rosero al que leemos hoy día es, entonces, uno que se repite constantemente de forma cíclica, mas en espiral. De sus cuentos nacen sus novelas, de sus novelas surgen los personajes adultos de otras más que luego se convierten en niños y regresan a los cuentos. Este tránsito no surge de un escenario narrativo, sino de un personaje. A Evelio Rosero no le interesa convertirse en marionetero; intenta más bien crear una experiencia percibida tangencialmente desde la cual el personaje da sentido (o no) al mundo que lo rodea. Los universos, escenarios, tramas y temas narrativos de Rosero son descubiertos, y en ocasiones encubiertos, a través de los ojos de Mateo, Juliana, Sergio, Jeremías, Ismael, Tancredo, el desnudo, etc. Rosero no trabaja con estos personajes la idea de la identidad, ni nacional ni personal; para él, la identidad, entendida como algo que cohesiona al sujeto fragmentado, es tan mitológica que tal vez no tenga origen en la realidad. No hay elementos en el mundo, por arcaicos y primigenios que sean, que la representen o sustenten.

A partir, entonces, de un marco interpretativo que devela los símbolos e imágenes que persisten en el autor, y entendiendo dicha persistencia como una profundización de dichos símbolos e imágenes, nos dimos a la tarea de convocar a académicos y escritores para repensar la producción literaria de Evelio Rosero y su obra publicada desde 1981 hasta 2014. Así, los ensayos aquí reunidos contribuyen a generar una discusión sobre sus textos, a la vez que a subsanar el silencio con el que la academia ha recibido su obra, con el fin de dar cuenta de la especificidad de su propuesta y contextualizarla dentro del campo literario, cultural e histórico colombiano. Dado que el estudio de la obra de Rosero es un proyecto aún emergente para la crítica, es crucial que exista variedad en las aproximaciones interpretativas. Evelio Rosero y los ciclos de la creación literaria tiene como objetivo coordinar las distintas perspectivas de quienes se proponen explorar los puntos de contacto entre la obra de Rosero y diversos temas de representación cultural, subjetividad y poder, entre otros. Los ensayos que componen el volumen, todos inéditos, fueron seleccionados con esta finalidad en mente. Ellos constituyen un amplio marco de aproximaciones al estudio de la obra del autor y los complejos significados que sus textos producen. Desde posturas metodológicas, literarias, sociales y culturales diversas, estos artículos examinan temas y tradiciones en los cuales la obra de Rosero se inscribe o a los cuales responde.

Como herramienta conceptual, este libro prevé los procesos de repetición, desplazamiento, transformación y mediación que caracterizan la obra de Rosero, así como las transformaciones de sus significados de un periodo histórico al siguiente y de un género a otro. Este libro también se enfoca en cómo esos mismos elementos que se repiten en los ciclos de la escritura pueden localizarse en múltiples espacios. Como lo sugerirá la lectura de estos ensayos, para mediar en la dicotomía entre tradición y modernidad, Rosero recurre a la memoria como pieza central de su poética.

Una manera de abrir este volumen, de las muchas que se nos presentaron, consiste en “darle la palabra” al autor con la entrevista realizada por Juliana Martínez y Maria del Carmen Saldarriaga, para generar reflexiones iniciales sobre lo que Rosero ve como su papel y el significado de su escritura en la contemporaneidad. En esta entrevista se intentaron recopilar varias de las temáticas planteadas por los autores de los artículos, de modo que se convierte, de forma simbólica, en el abrebocas del estudio de su obra.

A su vez, hemos buscado agrupar en tópicos acordes a las preocupaciones estéticas que la escritura de Rosero provoca los doce ensayos reunidos en este libro, que abordan la construcción estética y la reconstrucción histórica en sus novelas; las fuertes y múltiples reacciones provocadas por Los ejércitos, y, por último, la reflexión sobre la propuesta del autor de generar una “literatura transparente”, temática que se deja ver más fácilmente en su vertiente infantil y juvenil.

La primera sección, titulada “La obra como senda: estéticas, espacios y representaciones”, agrupa artículos que examinan aspectos de la novelística de Rosero que tienen que ver con preocupaciones estéticas del autor, los espacios que explora y su representatividad literaria. Al intentar aproximarse a la obra de Rosero mediante estrategias originales y diversas, este grupo de ensayos amplía las discusiones sobre las transformaciones estéticas y formales de la escritura colombiana en los campos literarios latinoamericano y mundial. Como se verá gracias al agudo trazo de los autores, los casos de las novelas estudiadas ejemplifican modificaciones dinámicas producidas dentro de estos campos y dentro del desarrollo mismo de la obra de Rosero.

Estos ensayos analizan elementos que pueden pertenecer tanto al universo de la representación del individuo como al del colectivo de la nación; a la enfermedad, la espectralidad o la marginalidad de la mirada en sus interacciones con el espacio, y a las graves e incesantes atrocidades arrojadas por el conflicto colombiano, entre las que las se cuentan el desplazamiento, la desposesión o la desaparición. Mediante estos análisis, los ensayos arrojan luces respecto a lo que la narrativa de Rosero revela sobre determinados espacios sociales y las causas y consecuencias de la violencia. Pues en el contexto de Colombia en particular, varias de sus novelas más recientes tienen un papel significativo para las preguntas que provoca la articulación de la nación/alidad, especialmente en un momento en el que los acontecimientos políticos nos enfrentan a la posibilidad de discusiones y tratados que involucran opciones de paz, guerra, perdón, olvido y memoria, y en los cuales las versiones de víctimas y victimarios entran en tensión y amenazan con silenciarse mutuamente. Estas circunstancias son combustible para los debates y controversias alrededor de los orígenes y el significado actual de la nación; en medio de ellas, las novelas de Rosero contribuyen a plantear preguntas importantes, así como a revelar las fuerzas hegemónicas y contrahegemónicas que simultáneamente se encuentran en estas dislocaciones.

Para abrir la primera sección, Juliana Martínez realiza un análisis de En el lejero (2003) que interpreta la novela como a un médium cuyo empleo del espacio y de la mirada permitiría a los lectores entablar un diálogo con los espectros y responder a sus demandas. Para tal fin se apoya en las teorías espaciales de Derrida y sus relaciones con la ontopología y la fantología. Este análisis propone que la novela de Rosero construye espacios lisos que se resisten a su dociliza- ción, específicamente por la manera en la que explora las posibilidades estéticas y éticas del tema de la desaparición forzada de personas. Al considerar a Rosero como una especie de exorcista que conjura los espectros para hacerles justicia, Martínez ofrece una de las colaboraciones de este volumen que se ubican en sintonía con estudios literarios y culturales recientes que trabajan el tema de la violencia colombiana desde la espectrología.

A partir de una lectura atenta de la novela Los almuerzos (2001), Julio Quintero logra hacernos ver el carácter gótico de la narrativa del autor, que hasta ahora ha pasado desapercibido para la crítica. Luego de definir y analizar el origen filosófico del gótico literario, Quintero rastrea en algunas de las novelas del escritor publicadas entre 1995 y 2007 la presencia de personajes, argumentos y otra serie de elementos en los que se hacen evidentes las intenciones de recreación del género. En obras como Muertes de fiesta (1995) y Plutón (2000), por ejemplo, Quintero plantea una relación con el rol preeminente que tiene en ellas el personaje femenino, en especial en lo concerniente a su imagen sublime y su determinación social y racial. De igual manera, en el ensayo se acude al concepto deleuziano de repetición para demostrar que la historia contemporánea de desplazamiento y desposesión en Colombia es el sostén del imaginario gótico en Rosero, que mediante las imágenes horrorosas actualiza la crítica a la racionalidad intrínseca a este género literario.

Por su parte, María del Carmen Caña Jiménez interpreta y categoriza diferentes expresiones de la enfermedad según aparecen en Mateo solo (1984), Muertes de fiesta (1995), En el lejero (2003) y La carroza de Bolívar (2012), trazando conexiones y relaciones entre ellas. Así, elabora una arqueología del tema de la enfermedad a partir de la exploración de lo que llama “sintomatología fenomenológica”, es decir, el conjunto de elementos que hacen al sujeto y al lector participar empáticamente de la experiencia de la enfermedad. En este estudio, Caña Jiménez ahonda en la retórica de enfermedades como el cáncer y la tuberculosis para examinar las interacciones que se generan entre el cuerpo individual y lo social, de forma que logra un diagnóstico para los espacios sociales del universo narrativo de Rosero y lo que estos pueden llegar a manifestar sobre la violencia en Colombia.

En uno de los escasos trabajos dedicados a examinar una parte de la obra de Rosero que no sea su novelística más reciente, Jorge Chen Sham hace una lectura de Las lunas de Chía (2004), uno de los dos poemarios publicados por el autor bajo su nombre hasta la fecha. Este ensayo cierra la primera sección con una reflexión respecto a la voz poética realista y su encuentro con la metáfora. En el poemario, argumenta Chen Sham, el movimiento continuo del espacio urbano encuentra su traza gracias a la mirada de un yo poético que hereda sus cualidades de mirón de ese famoso caminante intérprete de urbes decimonónicas, el fláneur, y que es una mirada condicionada por su percepción de la otredad. Sin embargo, la voz poética en estos poemas pasa a ser la de un voyerista gracias a la atención que le presta a aspectos que se le van revelando en la ciudad, como la desnudez, la soledad, la incomunicación, entre otros. En estos elementos, escenificados en una dinámica de espacios abiertos y cerrados modulados por atmósferas vespertinas y nocturnas, Chen Sham entrevé una profunda tensión entre individuo, urbe y sociedad, y una imposibilidad de establecer cualquier tipo de relación. Para los interesados en la poética literaria de Rosero, asistir a la lectura de sus poemas por Chen Sham puede ser fascinante por la forma en que los casa —como piezas de rompecabezas— con temáticas y ambientaciones de algunas de las novelas del colombiano. Por mencionar un par de ejemplos como abrebocas, el sentimiento de soledad e incomunicabilidad que este análisis revela se deja ver también en Los ejércitos (2007) y en Pintón (2000); y el verso “¿Quién es el último habitante de la tierra?” alude a una preocupación constante en los textos de Rosero: la desaparición, el vértigo ante lo abismal.

La segunda sección, “La encrucijada del estilo: novela histórica o historia ficcionalizada”, tiene que ver específicamente con la categoría de novela histórica que suele aplicarse a las obras más recientes de Rosero, así como las variaciones que su novelística propone para dicha categoría. Las tradiciones literarias de la ficción ofrecen uno de los escenarios privilegiados para la expresión de un mundo cultural definido por la dinámica de continuidad y transformación, herencia e innovación, raíces y fusiones. La reinvención creativa de eventos y momentos de las tradiciones nacionales ejemplificada por algunas de las novelas de Rosero contrasta con la adopción y el reciclaje de narrativas que suele verse en la historia oficial. Este tópico es explorado por tres ensayos que, aunque parecen partir de un punto en común, proveen perspectivas divergentes al analizar los conceptos de historia y ficción, así como la manera en que estos se relacionan en la novelística de Rosero.

El hilo conductor de estos ensayos, así como de la historia o la narrativa de la literatura colombiana en su estado actual, es el fenómeno de olvido y exclusión en los discursos culturales prevalentes, tanto en Colombia como en el exterior. Tanto el pasado como el presente de los eventos y las prácticas culturales colombianas se encuentran en un tipo de amnesia social bajo la cual son enterradas y subsumidas, para ser recubiertas por otras de mayor prominencia, familiaridad o conveniencia. Como lo evidencian los ensayos de esta sección, Rosero parece atribuir estos procesos de exclusión e invisibilidad a mecanismos de control colonial que se perpetúan y siguen acomodándose en el presente de la nación.

Luego de afirmar que la propuesta estética del autor se distancia desde un comienzo de las visiones de la realidad que han sido características del boom y el realismo mágico, el ensayo de Iván Vicente Padilla Chasing es otro de los que se enfocan en La carroza de Bolívar (2012), pero esta vez para mediar en el debate de si se le puede llamar o no novela histórica a esta importante obra. Clave en su argumento es la manera en que Rosero se desvía de los modelos establecidos de novela histórica, decidiéndose más bien por elementos de la tradición de las sátiras menipeas, lo cual implica una manera diferente de relacionarse con la gran historia. Padilla Chasing resalta la apreciación artística que el autor hace de factores socioculturales resultantes de los problemas del Estado colombiano. Sin embargo, lejos de dedicarse a evaluar esos problemas, su novelística se encarga más bien de evaluar los efectos de estos en la subjetividad de individuos que son sobrepasados por las circunstancias, la historia y la realidad apabullante del conflicto. El ensayo lleva así su argumento hacia la inscripción de la escritura de Rosero en una tradición de resistencia a la historia oficial motivada por la dignidad y la autonomía de los pueblos.

Caroline Houde, por su parte, examina las relaciones entre los nombres y los oficios de los protagonistas de Los ejércitos (2007) y La carroza de Bolívar (2012), a partir del concepto de “efecto-personaje” de Vincent Jouve. En estas relaciones halla una fuerte oposición entre la muerte y el deseo erótico, así como la presencia del acto de recordar en ambas novelas de Rosero. Para Houde, mediante la perspectiva con que Rosero dibuja sus personajes en ambos textos, especialmente los femeninos, busca codificar la recepción y orientar al lector hacia la reivindicación de una revisión de la memoria histórica colombiana. En consecuencia, el ensayo sugiere que la función de la memoria en estas novelas tendría que ver menos con revisitar el pasado de la nación y más con una insistencia sobre la necesidad de poner en marcha un proceso real de construcción de dicha memoria histórica.

Cecilia Caicedo Jurado, quien cierra la segunda sección, parte de la tendencia, muy frecuente en la narrativa colombiana reciente, de recurrir al “suceso” histórico para emplearlo como eje argumentativo o referente temático, como en el caso de novelas notables como El país de la canela de William Ospina (2008), La ceiba de la memoria de Roberto Burgos Cantor (2006) o El esposado de Álvaro Pineda Botero (2011). En este fenómeno, que también es observable en obras enfocadas en el personaje de Simón Bolívar, como El general en su laberinto de Gabriel García Márquez (1989) o La ceniza del libertador de Fernando Cruz Kronfly (2008), Caicedo Jurado enmarca la obra narrativa de Evelio Rosero. La autora trabaja, así, sobre la hipótesis de que la literatura cuenta con la posibilidad y la necesidad estética de verter visiones de mundo que enriquezcan las promovidas por la historia oficial, ya que estas serían, como lo afirma Gianni Vattimo, apenas otro género literario. El ensayo se enfoca en La carroza de Bolívar (2012) y su esfuerzo por resignificar la presencia del llamado Libertador en la capital del departamento de Nariño durante las gestas independentistas, a lo cual suma ejemplos en los que Rosero se dedica a leer y reescribir desde nuevas ópticas lo ya relatado y exaltado en literatura o libros de historia. Así pues, insiste en la validez y pertinencia de este gesto con el que Rosero estaría posibilitando entre sus lectores recepciones distintas de los acontecimientos, gesto que juzga una de las tareas principales del escritor en su compromiso con la cultura.

Ahora bien, cabe reconocer que la novela Los ejércitos representó un acontecimiento literario en el campo cultural colombiano. El impacto que causa su lectura es tal que nos ha llevado a dedicarle la tercera sección del volumen a los artículos que estudian exclusivamente esta novela. Los tres autores incluidos en esta sección representan el segmento de la crítica literaria que ha aceptado la invitación de Rosero a su lector para coescribir con él el sentido de sus historias. El por qué las interpretaciones críticas que provoca Los ejércitos tienden al análisis de la relación entre la trama de la novela y la realidad de Colombia —en lugar, por ejemplo, de analizar su forma narrativa autónoma— es parte de lo que esta sección invita a explorar.

Es así como Alberto Fonseca intenta llenar el vacío existente en los estudios de la novela en lo referente a su inscripción en la narrativa colombiana y latinoamericana reciente. Al enfocar el ensayo en la gradual transformación del protagonista y elegir para este el concepto de fantasma, Fonseca intenta iluminar el texto y su función narrativa a partir de la premisa de que el espectro es una figura social, y que al investigarlo se puede lograr una aproximación al núcleo en el que historia y subjetividad conforman la vida social. El ensayo, además, logra mostrar la relevancia y actualidad de Los ejércitos y de la búsqueda que hace Rosero de la verdad en este proceso mediante sus personajes, dada la tardía, aunque necesaria, iniciativa de inclusión de las voces de las víctimas en la búsqueda de justicia por parte de la sociedad civil y del Gobierno con mecanismos como la reciente ley de restitución de tierras.

Por su parte, Carlos van der Linde ensaya un abordaje del tránsito posible del erotismo a la abyección que sufre la subjetividad del narrador en la novela. Van der Linde parte de la observación del paso que se va dando de una realidad idealizada o sublimada a una en la que locura, placer y dolor se hacen indistinguibles por causa de la violencia. No escapan del análisis los cambios paralelos en la sintaxis y la ortografía que se operan en ese trasegar, así como en la noción del tiempo del relato, como tampoco el nivel de detalle que adquieren las descripciones de las muertes de los personajes —incluyendo el macabro episodio con el que culmina la novela, y ante el cual el protagonista sufre la ambivalencia entre el deseo y su auto- rrecriminación—. Liberar al narrador de la evaluación sociológica de la víctima en el conflicto armado es, para Van der Linde, una de las fortalezas de esta novela y de su aporte a la literatura colombiana sobre temáticas de violencia.

En el último de los artículos de esta sección, Carlos Gardeazábal Bravo observa cómo la novela reafirma su condición de ficción al tiempo que mantiene lazos evidentes con la realidad, de forma que se convierte en herramienta fundamental para el desarrollo de una visión crítica de los derechos humanos. Gardea- zábal Bravo resalta nuevamente las maneras en que la novela logra dar voz a las víctimas del conflicto colombiano y cómo hace trascender tanto la violencia visible como la invisible a la que están sujetos sus personajes como extensión de dichas víctimas. Para el autor de este ensayo, la justicia que busca Rosero con Los ejércitos tiene como motor la empatía reflexiva que intenta generar entre sus lectores.

La cuarta y última sección la hemos dedicado a dos artículos que trabajan la narrativa infantil y juvenil en algunos cuentos y novelas del autor. A este tipo de narrativa, que lleva como rasgo central la síntesis, Rosero mismo le ha dado el nombre de “literatura transparente”; es decir, ese lenguaje narrativo que busca la sinceridad y, por tanto, dispara la imaginación rompiendo las cadenas que la atan a la convencionalidad.

En este sentido, Ana María López Carmona y Polina Golovátina-Mora enfrentan otra de las áreas menos estudiadas de la obra de Rosero: libros como El aprendiz de mago, Pelea en el parque y La duenda, que las editoriales han catalogado para audiencias infantiles y juveniles. Las autoras parten de la premisa de que la literatura es una negociación entre autor y lector, para luego enfocar el lente analítico en el lector infantil y juvenil, y la socialización en la que se lo involucra a partir de la lectura. Las autoras dejan entrever, entonces, la profunda responsabilidad que implica la escritura para un autor como Rosero. Mediante el empleo de herramientas de interpretación discursiva, el ensayo propone respuestas a preguntas que surgen del concepto de literatura transparente: la representación que hace de la sociedad y las posibilidades y limitaciones que puede conllevar en la resolución activa de problemas sociales a partir de su recepción.

Por último, el ensayo propuesto por Maria del Carmen Saldarriaga explora de cerca la forma que toma y el papel que juega la noción de infancia en la novelística temprana de Rosero. Entendida como un lugar de observación privilegiado, las voces narrativas de las novelas que conforman la trilogía Primera vez —Mateo solo (1984), Juliana los mira (1987) y El incendiado (1988)— permiten al lector asistir al momento en que el niño deja de ser tal al enfrentarse con el tabú y la norma del universo adulto. Esta configuración de la infancia como una voz literaria transparente cobra importancia en cuanto es un momento fundacional que se mantiene a lo largo de la producción narrativa del autor.

Como lo hemos mencionado, la preocupación central que atraviesa estos ensayos tiene que ver con la aproximación a los diversos textos de Rosero como partes de un ciclo escritural en el cual sus obras premiadas son apenas instancias de un panorama mayor. En conjunto, los ensayos de esta colección ilustran los retos que ofrece dicho corpus, al tiempo que lo reconocen como un sitio discursivo en que las narrativas de la cultura, la literatura y la nación se producen, reproducen, subvierten y negocian. Los ensayos aquí incluidos ofrecen metodologías y marcos teóricos para definir esta obra más allá de categorías como identidad nacional y género literario. Además, ilustran de manera enfática que los significados sociales de la literatura están inscritos en las problemáticas de la identidad cultural en contextos (pos)coloniales de violencia. En este sentido, el título Evelio Rosero y los ciclos de la creación literaria tiene la intención de evocar los elementos de una genealogía de la importante obra de este autor.

Ya se ha dicho que la capacidad creativa de Rosero representa “algo que le faltaba a la literatura colombiana desde García Márquez: la idea de contar el mundo como si nunca hubiera existido y todo fuera nuevo” (Correa 12); juicio este que se transforma a medida que la pluma del autor avanza. Como asevera Beatriz Sarlo: “El suelo de la crítica es el presente. Le interesan los escritores de los que es contemporánea y quiere entender lo que sucede con ellos y con lo que escriben en el momento” (5). En esta ocasión, la crítica concentra sus esfuerzos en leer atentamente el instante de creación en el que “la sensación de hundimiento” de Evelio Rosero desaparece y da origen a sus personajes, espacios y obra.

 

Felipe Gómez Gutiérrez y Maria del Carmen Saldarriaga

TRABAJOS CITADOS

Correa, Juan David. “Evelio Rosero premiado en Inglaterra. Lejos de todo”. Arcadia 44 (mayo de 2009): 12-13. Impreso.

Gaviria Riaño, Juan Guillermo. Entrevista a Evelio Rosero: “Hay que desmitificar a los niños”. Notas de Juan Guillermo (blog), 14 de septiembre de 2010. Web. 1.0 de junio de 2015.

Herrera, Marcos Fabián. Entrevista a Evelio Rosero: “Escucho el silencio de la poesía”. Con-fabulación. Periódico Virtual. Reproducida en Libros & Letras, 30 de septiembre de 2010. Web. 1.0 de junio de 2015.

Rosero, Evelio. “La creación literaria”. Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República 33.30 (1993): 109-120. Impreso.

______. “De editores y traductores”. Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República 47.84 (2013): 258-261. Impreso.

______. “Lucía o las palomas desaparecidas”. Mil bosques en una bellota. Ed. Valerie Miles. Barcelona: Duomo, 2012. 643-658. Impreso.

Sarlo, Beatriz. Ficciones argentinas. 33 ensayos. Buenos Aires: Mardulce, 2013. Impreso.

“SOY UNA CONSECUENCIA LITERARIA DE MI PAÍS”: CONVERSACIÓN DE JULIANA MARTÍNEZ Y MARÍA DEL CARMEN SALDARRIAGA CON EVELIO ROSERO

A Evelio Rosero no le gustan las entrevistas. Introvertido por naturaleza, prefiere no ser el centro de atención. Siente una mezcla de nerviosismo y aburrimiento, una suerte de desazón y abatimiento anticipados que le producen ganas de salir corriendo. No obstante, en los últimos años ha aprendido a soportarlas con algo de estoicismo y mucho humor. Sabe que son una consecuencia, para él indeseable, del creciente reconocimiento de su trabajo. Rosero recibe esa especie de fama de manera incrédula y desconfiada, pero siempre con agradecimiento porque quiere decir que su literatura tiene resonancia en un número creciente de lectores, y, además, le permite por fin vivir tranquilamente de la escritura. Así que, de vez en cuando, usualmente al finalizar una de sus novelas o después de un premio, acepta invitaciones y compromisos, y con las manos sudorosas se resigna a hablar de sí mismo y de su trabajo. El límite lo pone cuando reaparece la urgencia de escribir. Entonces sí se vuelve radical. Dice que no a todo con la conciencia tranquila y, pese al enfado de los editores y la decepción de los periodistas, vuelve al silencio que su escritura le exige. Sin embargo, no por eso debe pensarse que Rosero es huraño o arrogante. Por el contrario, es franco, cálido y sencillo; posee un sentido común capaz de desbaratar las más elaboradas teorías literarias, sociológicas o políticas, y un humor muy serio que lo protege del narcisismo y la desesperanza. Le gusta el café suave y recién molido; los espacios abiertos, con poco ruido y mucho verde; y la compañía esporádica y bien elegida.

A finales de 2014 le tendimos una redada en un restaurante de Chapinero, y él, luego de un brevísimo cortejo, accedió a concedernos una entrevista. La propuesta era clara: en un inusual esquema académico, queríamos que sus palabras abrieran el conjunto de ensayos que estudiarían diferentes aspectos de su obra literaria. Esto es, queríamos que el autor del que tanto íbamos a hablar tuviera “la primera palabra”. Las preguntas serían enviadas por correo electrónico, y él tendría la oportunidad de elegir las que quería responder y desechar las que no. Escritor antes que orador, Rosero dice sentirse más cómodo escribiendo, es decir, pensando, decantando meticulosamente hasta el último adjetivo que va a usar.

Surgidas de la lectura ávida de sus múltiples textos, la cantidad de preguntas en el archivo adjunto resultó apabullante. Con la intuición afinada por la experiencia, Rosero pronto desechó las más específicas y —arguyendo certero que esas nos correspondía contestarlas a nosotros— se quedó con las que solo él podía responder: aquellas que interpelan a su experiencia única como narrador. Pese a que se encontraba en pleno enclaustramiento literario, dedicado casi completamente a la escritura de su más reciente novela, Rosero se dispuso a responder con paciencia y generosidad algunas de nuestras inquietudes. Este es el resultado de dicha conversación.

 

JULIANA MARTÍNEZ Y MARIA DEL CARMEN SALDARRIAGA: ¿Cómo fueron sus primeras experiencias con la escritura? ¿Qué lo llevó a escribir y, más adelante, cómo y cuándo supo que era un escritor y quería dedicarse solo a eso? ¿Cuáles fueron los principales retos enfrentados y cuáles las lecciones aprendidas?

EVELIO ROSERO: Mis primeras experiencias con la escritura tienen que ver con la lectura, como sin duda ocurre a cualquier escritor. Ese asombro, ese júbilo que producen los libros, Stevenson, Verne, Salgari, London, Defoe, a los ocho o nueve años, en Pasto, en la biblioteca de casa, desencadenaron mi inclinación por escribir: alguna tarde descubrí, exaltado, que yo también quería escribir libros como los que leía y me hacían soñar, que ese era mi destino. De hecho, a esa edad abordé un relato que era como mi propia recreación del Robinson Crusoe, mi obra favorita. Todo esto de manera amplia, todavía sin oficio. Escribí poemas, a los trece años, y algunos de esos poemas se publicaron en El Espectador de Bogotá bajo el rótulo: “Dan ganas de llorar”. Pero ya de manera más concreta empecé a escribir y publicar cuentos a los veinte años; y trabajaba diariamente, me esforzaba por aprender yo mismo el manejo de los diálogos, la descripción, el desenvolvimiento de la anécdota, etc. Podría decir que aprendí a escribir escribiendo, y fueron cientos de páginas en soledad, inútiles para cualquier posible lector, pero no para mí porque me forjaron. Y el principal reto: ¿cómo iba a vivir de la literatura en un país donde nadie lee? Porque, la verdad sea dicha, yo lo único que quería —y quiero— es escribir. El periodismo, la pedagogía, las diferentes profesiones que suelen “ayudar” a un escritor, solo me provocaban pánico. Hasta hace muy pocos años ese fue el reto eterno: sobrevivir. Y nunca me importó, porque a fin de cuentas hacía lo que quería, escribir, contra viento y marea.

JM y MCS: El camino recorrido, no en sentido de avance sino de movimiento, desde Mateo solo hasta Plegaria por un papa envenenado parece haber sido uno lleno de cambios en el habla literaria, los temas y las preocupaciones suyas como autor. ¿Cree que estas variaciones reflejan intereses y pasiones personales, o será que de alguna manera se deben a sutiles movimientos telúricos en los campos literario y cultural de la nación desde la que escribe?

ER: Me parece que las dos posibilidades son pertinentes. Hay temas y preocupaciones mías, como autor, que acaso ya estaban instaurados desde la infancia, pero, al mismo tiempo, ellos fueron cincelados por los cambios culturales y sociales, por la realidad del país humano que lo rodea a uno como escritor. Y si miro retrospectivamente, desde mis primeros cuentos ya asoma por todas partes mi país, su humor y su violencia, la guerra absurda, fratricida. Soy una consecuencia literaria de mi país, ¿cómo ignorarlo? Nací en 1958, a solo diez años del asesinato de Gaitán. En dos de mis primeros cuentos cortos, de hace treinta años, “Sia-Tsi” y “La vacamuerta”, está prefigurada mi novela Los ejércitos, y de eso me di cuenta no hace mucho, cuando se preparaba una reedición de los cuentos y tuve que leerlos por última vez.

JM y MCS: ¿Cómo elige los temas?, ¿o se siente más bien elegido por ellos? ¿Qué hace que cada texto suyo sea, formalmente hablando, tan distinto a los anteriores?

ER: Creo que elijo a veces los temas y creo que a veces me eligen a mí. Cada uno de mis cuentos, de mis novelas, su particular construcción, tiene una historia diferente, una causa diferente. Si la génesis de cada una de mis creaciones fuera la misma, la literatura sería algo muy aburrido y ya hace tiempo que me hubiese ido de marinero en un barco sin destino. Solo puedo decir que no me “propongo” escribir una novela; que hay una serie de movimientos, de voces, de miradas, de azar, de casualidad, de pasión, de tragedia, que se confabulan para que mi interés de escritor se centre en un personaje determinado, histórico o cotidiano, o en la creación de un personaje imaginado, y de todo aquello, lo más intenso, que lo rodee. Pero, por lo general, en mí, como autor, prima la creación de un personaje, en torno al que se crea un mundo físico, un pueblo, un barrio, una ciudad, con sus demás habitantes, con los otros personajes cercanos al primer personaje, y la historia se va desenvolviendo a veces solamente por intuición —digamos que una intuición imaginativa— y a veces mediante un plan que esbozo mentalmente en las noches y que tarde o temprano terminará pulverizado por otros planes, otros destinos intempestivos. Nunca ocurre lo que yo premedito; eso es lo mágico de escribir. Sin fórmulas.

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